3,49 €
El príncipe acudirá a la recepción en la embajada… solo si ella acepta ser su Cenicienta. El príncipe exiliado Dane Jones se vio obligado a volver al palacio real de Zafar para tomar parte en una misión diplomática internacional, pero para consternación de su asesora diplomática, Jamilla Roussel, él prefería escapar al desierto en lugar de cumplir con sus obligaciones reales. Descubrir al príncipe desnudo en el oasis no ayudó a mitigar la atracción que había empezado a sentir la inocente Jamilla. Y tampoco el anuncio de que solo acudiría a la importante recepción en la embajada si ella era su acompañante. Olvidarse del protocolo por una vez era maravilloso, hasta que ese momento robado de libertad se convirtió en un escándalo en la prensa.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 182
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Heidi Rice
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sin protocolo, n.º 2940 - julio 2022
Título original: Banished Prince to Desert Boss
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-001-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CON UNA mezcla de nerviosismo, calor, agotamiento y furia contenida, Jamilla Roussel observaba el jet real de Zafar, con su insignia roja y dorada brillando al sol, aterrizar en el aeropuerto del desierto.
«Llegas más de una hora tarde, pedazo de…».
No terminó la frase. No debería insultar a Dane Jones, el ilustre pasajero del jet y el hombre al que había ido a recibir oficialmente en nombre del jeque Karim Jamal Amari Khan.
Dane Jones, un playboy de Manhattan, era el hermanastro de Karim Khan, el resultado del tumultuoso matrimonio del rey Abdullah con su cuarta esposa, la americana Kitty Jones. Y aunque no usase el apellido de su padre ni su título aristocrático, y ni siquiera hubiera visitado su país natal desde que sus padres se divorciaron cuando tenía cinco años, él era la única persona que el tradicional Consejo de Zafar aceptaría para representar al país en ausencia de Karim.
La importante gira diplomática en Europa había estado en perspectiva durante dos años y debía empezar la próxima semana, pero Karim y Orla habían decidido quedarse en su casa en Irlanda con su hijo de tres años, Hasan, para esperar el nacimiento de los mellizos cuando a Orla le diagnosticaron una hipertensión gestacional.
Karim se había negado a abandonar a su familia durante un mes y, como muchas de las reuniones no podían ser reorganizadas con tan poco tiempo, llamar a su hermanastro para que ocupase su sitio había sido la única solución para no cancelar la misión por completo.
«Puedes hacer esto, Milla. Tienes que hacerlo».
Acababa de convertirse, a los veinticuatro años, en la asesora diplomática de la familia real de Zafar. Hablaba seis idiomas, más cuatro dialectos locales. Tenía un máster en Ciencias Políticas de la universidad de Narabia y en pocos años había pasado de secretaria personal de la reina a jefa de la delegación diplomática.
El susto del embarazo de Orla le había dado un ascenso que no había esperado ni deseado en aquellas circunstancias, pero que era la oportunidad de consolidar su puesto en el palacio y le ofrecía la posibilidad de viajar por todo el mundo.
Era una oportunidad emocionante y estaba decidida a no fracasar. Y no solo porque convertir al playboy americano en un auténtico príncipe le daría un empujón importante a su carrera, sino porque Karim, Orla y su país contaban con ella.
Mientras el lujoso jet rodaba por la pista, se pasó un pañuelo por la frente para secar las gotas de sudor y revisó la agenda de trabajo con los preparativos para la llegada de Dane Jones a Zafar, de los que había planeado informar al sustituto jefe de Estado durante el viaje al palacio real.
Una nube de arena se levantó desde la pista, cubriéndola a ella y a los miembros de la delegación oficial que habían ido para recibir a su temporal jefe de Estado. Un jefe de Estado temporal que llegaba con horas de retraso.
Jamilla apretó los dientes y pasó las sudorosas palmas de las manos por la estrecha falda que se había puesto esa mañana y que ahora le parecía una camisa de fuerza. Había optado por un atuendo moderno y profesional en lugar de la túnica tradicional, pero no había pensado en la incomodidad de llevar una falda ajustada y tacones de diez centímetros para esperar durante horas bajo el sol del desierto.
Suspirando, irguió la espalda. Después de recibir al millonario americano y presentarle a la larga fila de dignatarios intentaría relajarse en la limusina con aire acondicionado mientras iban al palacio.
La sesión informativa que había planeado para aquel día tendría que esperar. Aunque solo tenían ocho días antes de que empezase la gira europea, lo mejor sería darle tiempo. Empezarían con las sesiones informativas al día siguiente, decidió. Además de estar exhausta seguramente tendría mal aspecto y esa no era la impresión que había querido dar.
Jamilla levantó un brazo, agotada, para cubrirse los ojos mientras se abría la puerta del jet.
El anciano miembro del Consejo que había viajado a Nueva York para acompañar a Dane Jones de vuelta a Zafar fue el primero en bajar por la escalerilla, seguido de su ayudante, el piloto y el copiloto. La puerta del avión siguió abierta durante tres, cuatro minutos, cinco minutos, pero Dane Jones no aparecía.
«¿A qué espera? ¿Quiere hacer una entrada espectacular? ¿No nos ha hecho esperar ya más que suficiente?».
Estaba a punto de ponerse a gritar cuando una alta figura apareció por fin en la puerta del avión.
Jamilla parpadeó, sintiendo un cosquilleo entre las piernas.
«Madre mía».
Tenía que hacer un esfuerzo para respirar.
Había visto fotografías de Dane Jones en las revistas y en las páginas web que examinaba cada mes por motivos profesionales. Necesitaba saber quién era quién en el mundo de los VIP ya que los Khan solían organizar eventos en el palacio real. Aunque el hermanastro de Karim nunca había aceptado las invitaciones que le enviaba, sabía que era un hombre excepcionalmente apuesto. Siendo hermanastro de Karim eso no era una sorpresa, pero mientras bajaba del avión con una bolsa de viaje colgada al hombro, Jamilla no podía dejar de mirarlo. Gafas de aviador, vaqueros gastados, una camiseta negra que se pegaba a sus definidos pectorales, altos pómulos, sombra de barba cubriendo una mandíbula cuadrada y el cabello castaño con mechas doradas por el sol.
Jamilla tomó aire. Empezaba a sentirse algo mareada, por el calor seguramente. Dane Jones la miró de arriba abajo y la temperatura de su cuerpo aumentó unos mil grados más.
–Hola –dijo él con voz ronca, como si acabase de despertar.
Tal vez así era. La delegación de Zafar había tenido que ir a su ático en Manhattan cuando no apareció en el aeropuerto a la hora acordada.
«Seguramente estaría durmiendo la mona después de pasar la noche con alguna de sus muchas novias».
Tal pensamiento conjuró una imagen de aquel hombre desnudo que no la ayudaba nada.
–Dane Jones –se presentó él, quitándose las gafas de sol y revelando los ojos azules más penetrantes que había visto en su vida.
Jamilla estaba sin habla. ¿Por qué no podía hablar?
–Muy agradecido por el comité de bienvenida, pero vámonos. Aquí hace un calor de mil demonios.
–Alteza… –empezó a decir ella cuando pudo encontrar su voz–. Soy Jamilla Omar Roussel y he sido asignada como su asesora durante la gira diplomática. Permítame que le presente a…
Jamilla levantó una mano para indicar la línea de dignatarios que esperaban a su lado bajo el ardiente sol del desierto.
–¿Qué me has llamado?
–¿Cómo?
–¿Qué me has llamado? –repitió Dane Jones, con el ceño fruncido.
–Alteza –respondió Jamilla.
Él suspiró mientras se pasaba los dedos por el pelo.
–Ya, eso me había parecido. Pues no lo hagas.
–¿Que no haga qué, Alteza? –le preguntó ella, desconcertada.
–No me llames de ese modo –respondió él–. Soy ciudadano americano, así que llámame Dane o Jones.
–Pero Alteza, es usted hermanastro del rey de Zafar, descendiente de la casa de Al Amari Khan y segundo en la línea de sucesión al trono después del príncipe Hasan…
–Sí, ya sé todo eso o no habría recorrido doce mil kilómetros para venir a este sitio perdido en el desierto –la interrumpió él.
Jamilla se dio cuenta de que estaba enfadado. También ella estaba enfadada y harta, pero tenía que disimular.
Zafar no era un sitio perdido en el desierto; al contrario, era un sitio maravilloso. Especialmente desde que Karim accedió al trono cinco años antes y comenzó la tarea de mejorar las infraestructuras para llevar al país al siglo xxi y convertirlo en una monarquía constitucional tras el desastroso gobierno de su padre.
–Lo hago por mi hermano y su esposa, nada más –dijo él entonces, interrumpiendo sus pensamientos–. Karim me lo ha pedido y aquí estoy a pesar de los trastornos que esto implica para mí y para mi negocio –añadió, con tono airado–. Pero no soy un príncipe y me importa un bledo el futuro de este país, que no es el mío, así que llamarme «Alteza» es absurdo, ¿de acuerdo? No me llames así porque me enfada y creo que no te gustaría verme enfadado.
–No me gusta mucho ahora mismo –murmuró Jamilla.
¿Había dicho eso en voz alta?
Lo miró, horrorizada. El caustico comentario parecía hacer eco por todo el aeropuerto, por la carretera que llevaba al palacio y, seguramente, hasta el vecino reino de Narabia, a mil kilómetros de allí.
–Disculpe, Alteza –consiguió decir, deseando que se la tragase la tierra.
Él no dijo nada, pero Jamilla podía sentir el calor de las pupilas azules en cada centímetro de su piel. No podía creerlo. Acababa de torpedear la mejor oportunidad de su vida… dos minutos después de conocerlo. Sin duda, Dane Jones haría que la remplazasen. Era el hermano del rey y ella debía guiarlo en aquella misión con tacto y diplomacia, no decirle a la cara lo que pensaba de él.
Esperó que cayese el hacha, notando las miradas espantadas de los miembros del Consejo, pero cuando una oleada de pánico amenazaba con tragársela, Dane Jones echó hacia atrás la cabeza y soltó una formidable carcajada.
El irritado comentario de la joven había cortado el aire del desierto como si hubiera usado un megáfono. Casi merecía la pena haberse levantado al amanecer y haber recorrido doce mil kilómetros hasta ese agujero en medio del desierto solo por ver la cara de Jamilla Roussel en ese momento. Dane no podía dejar de reír mientras ella lo miraba con los ojos como platos.
«Bueno, tío, cálmate. No tiene tanta gracia».
La verdad era que estaba agotado y cabreado por verse forzado a poner el pie en un país al que había prometido no volver en toda su vida. En cuanto el jet aterrizó en el aeropuerto, los tristes recuerdos habían vuelto…
Aparte de eso, apenas había pegado ojo. La noche anterior habían inaugurado su última discoteca y el evento había terminado a las cinco de la mañana. El hosco anciano que lo miraba con gesto desaprobador en ese momento había tenido que ir a buscarlo a su apartamento para sacarlo de la cama.
Dane se pasó una mano por la cara, intentando ponerse serio.
–Perdone, Alteza. No sé qué estaba pensando… –intentó disculparse ella.
–No hace falta que te disculpes. Me estaba portando como un idiota –se apresuró a decir él.
Jamilla Roussel parecía asustada. ¿Pensaba que iba a hacer que la despidieran por un comentario desagradable, aunque más que justificado?
Sí, seguramente. ¿No era así como su padre había tratado siempre a sus subordinados? Aunque su brillante hermano llevaba cinco años en el trono, ni él ni su esposa irlandesa podían hacer milagros. Sin duda, el personal del palacio seguía intimidado por el autoritario legado de su padre.
Jamilla se relajó un poco y Dane notó entonces lo cansada que parecía. La máscara de pestañas había dejado una mancha bajo sus preciosos ojos de color ámbar y su frente estaba cubierta de sudor.
–Pero no quiero que me llames Alteza. Eso tiene que terminar.
–Muy bien, señor Jones –asintió ella.
–Nada de señor Jones, llámame Dane.
Debía establecer una buena relación con ella. Al fin y al cabo, iban a estar juntos durante cuatro semanas. Le había dado su palabra a Karim, que nunca le había pedido nada, y no podía zafarse de aquella promesa como se había zafado de tantas otras en el pasado.
–No sé si debo tratarlo con tanta familiaridad, Al… señor Jones.
Era guapísima, pensó Dane. Pómulos altos, ojos del color de raras gemas, el pelo negro como el ébano sujeto en un moño alto que acentuaba una fantástica estructura ósea y unas curvas delicadas bajo el traje de chaqueta en las que se fijó de inmediato porque, al fin y al cabo, solo era un hombre.
–Acabas de decirme que no te gusto –le recordó él–. Creo que la familiaridad no va ser un problema entre nosotros.
Aunque mientras lo decía empezaba a sentir una extraña efervescencia en las venas, algo raro y nada bienvenido.
Él era un hombre que sabía apreciar la belleza de una mujer y aquella era ciertamente guapa, pero no le gustaba que le dijesen lo que tenía que hacer y ese era literalmente el trabajo de Jamilla. Además, él nunca salía con mujeres con las que mantuviese una relación profesional porque sería un problema cuando la relación terminase. Y todas sus relaciones tenían una fecha de caducidad.
Pero la irritante chispa de atracción seguía ahí, especialmente cuando ella se armó de valor para decirle lo que pensaba. Esos atisbos de la mujer que había tras la máscara de formalidad lo atraían de una forma extraordinaria, aunque no sabía por qué.
–No me siento cómoda llamándolo por su nombre de pila, señor Jones.
–¿Por qué?
–No solo es usted el hermano del jeque Karim sino un príncipe y…
–Muy bien –la interrumpió él, levantando una mano–. Entonces tendremos que llegar a un compromiso.
Jamilla era la primera mujer que no quería llamarlo por su nombre de pila. Desde la pubertad, las mujeres siempre habían querido familiarizarse con él demasiado rápido.
–¿Qué tal si me llamas simplemente Jones? Lo de señor Jones me hace sentir viejo.
No estaba dispuesto a dejar que lo llamase «Alteza». Era más que suficiente tener que fingir ser alguien que no era por una institución y un país que despreciaba.
Ella lo estudió en silencio durante unos segundos. No le gustaba la idea, eso era evidente, pero podía ver que intentaba disimular su desaprobación. Y que fuese tan transparente no ayudó a apagar la chispa.
–Muy bien, si insiste.
–Insisto –dijo él, pensando que en realidad Jamilla tendría que obedecer sus órdenes.
Bueno, eso era un poco perverso. ¿Desde cuándo le iban la dominación y la sumisión? No, no era eso. Le parecía excitante porque estaba seguro de que ningún hombre podría conseguir que aquella mujer se sometiese a menos que ella quisiera hacerlo.
Jamilla señaló la línea de estirados ancianos que esperaban a su lado, impacientes.
–¿Puedo presentarle a los miembros del Consejo…?
–No, gracias –la interrumpió él.
Verlos con el traje oficial le llevaba desagradables recuerdos de su padre y quería terminar con aquello lo antes posible.
–¿Perdón?
–No estoy de humor para saludar a nadie y también ellos parecen agotados –respondió él–. ¿Qué tal si dejamos las presentaciones para mañana, en algún sitio fresco?
–Pero…
Jamilla parecía totalmente desconcertada. No debía ser una persona muy espontánea, pensó. ¿Y por qué eso hacía que provocarla fuese tan apetecible?
–Pero nada –dijo Dane–. Yo soy el jefe ahora, ¿no? Al menos durante un mes.
Ella asintió con la cabeza, pero su expresión incrédula hizo que Dane tuviese que contener otra carcajada.
«Voy a jugar a esto con mis propias reglas, Jamilla. Ni las tuyas ni las de ellos y menos aún las reglas que impuso el canalla de mi padre».
–Muy bien, pues entonces decreto que subamos a las limusinas, pongamos el aire acondicionado y salgamos de aquí antes de que alguien se desmaye.
Dane vio un brillo de rebelión en los ojos de color ámbar. El desafiante mohín de sus generosos labios dejaba claro que quería discutir la orden, pero estaba tan acalorada y agotada como los demás y acababa de admitir que él era el jefe.
Por fin, inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento, pero estaba claro que le costaba un mundo hacerlo. Bonito cuello, pensó él.
–Como usted diga, Al… señor Jones.
–Dane o Jones, nada más –la corrigió él.
Jamilla habló brevemente con un ayudante antes de llevarlo hacia una de las limusinas, las banderolas rojas y doradas moviéndose con el ardiente viento del desierto.
–Alteza.
Un joven vestido con la túnica tradicional abrió la puerta del coche, haciendo una reverencia tan exagerada que Dane temió que cayese al suelo de cabeza.
–Gracias, chico –murmuró, intentando contener su irritación.
¿Cómo soportaba Karim esas absurdas deferencias veinticuatro horas al día? Él acababa de llegar y ya lo sacaban de quicio.
–Yo iré junto al conductor para que pueda usted descansar, señor Jones –dijo Jamilla–. Llegaremos en dos horas más o menos. Hay refrescos en el bar, delante de usted. ¿Quiere algo en especial?
Una imagen totalmente inapropiada apareció en su cabeza y la chispa de deseo por su asesora diplomática se convirtió en un insistente cosquilleo.
«Cálmate, chico».
–Llámame Jones, solo Jones –le dijo, con un tono más seco de lo que pretendía–. Nada de señor. Y no, no quiero nada en especial salvo que nadie me moleste hasta que lleguemos al palacio.
–Como desee –murmuró ella, intentando disimular su irritación mientras cerraba la puerta de la limusina.
Dane sonrió. Había evitado obedecerlo no llamándole nada, como si estuviese dispuesta a decir la última palabra.
«Muy bien, Jamilla Roussel. Me has ganado un asalto, por ahora».
Dane esbozó una sonrisa al pensar en una batalla de voluntades. Al menos eso lo distraería del agotamiento, la irritación y el peso que sentía en el estómago, provocado por los fantasmas a los que se vería forzado a enfrentarse cuando llegase al palacio.
SEÑORITA Roussel, el príncipe ha desaparecido.
Jamilla, que estaba corriendo en la cinta del gimnasio, pulsó el botón y esperó que la máquina se detuviese antes de bajar, mirando la expresión horrorizada de Hakim.
–¿Qué has dicho? –le preguntó, convencida de no haber oído bien.
Hakim había sido asignado como ayudante del nuevo jefe de Estado y ella le había pedido que fuese a buscarlo a las seis de la mañana. Por supuesto, no debía despertar a Dane Jones si estaba dormido. Parecía absolutamente agotado cuando llegaron al palacio el día anterior, tanto que ni siquiera se había molestado en hacer más comentarios sarcásticos antes de desaparecer en su suite.
–El príncipe no está en sus habitaciones –repitió Hakim.
–¿Estás seguro? Tal vez esté en el cuarto de baño.
Hakim estaba tan poco preparado para lidiar con el comportamiento poco convencional de Dane Jones como todos los demás. Jamilla se había dado cuenta de que aquello iba a ser una pesadilla, por eso había decidido correr unos cuantos kilómetros en la máquina antes de enfrentarse con Dane Jones esa mañana.
Aquel hombre parecía saber instintivamente cómo provocarla y no quería volver a experimentar la extraña sensación que la había asaltado en el aeropuerto, o decir algo que no debía. Como el comentario que había escapado de su boca sin que pudiese evitarlo.
Pero no había esperado que Dane Jones empezase a causar problemas tan pronto.
–He mirado por todas partes, señorita Roussel –dijo Hakim, asustado–. No lo encuentro por ningún lado.
–¿Dónde puede haber ido?
«¿Y cómo, si estamos en medio del desierto?».
–¿Y su equipo de seguridad? Ellos tienen que saber dónde está.
Hakim negó con la cabeza.
–No saben nada. Solo tienen que acompañarlo cuando sale de la suite y nadie les había informado de que hubiera salido.
–Bueno, será mejor no asustarse –murmuró ella, con las rodillas temblorosas.
¿Habría vuelto a Manhattan sin decírselo a nadie? ¿Pero cómo era posible?
Había visto algo extraño el día anterior, cuando llegaron al palacio. Dane Jones estaba silencioso, inquieto, sin la confianza que había mostrado en el aeropuerto. Le había dicho que quería descansar y había pensado que era el cansancio, pero ya no estaba tan segura.
–Dile a Saed que hable con los guardias de la puerta y luego ponte en contacto con el garaje para ver si se ha llevado algún coche.
Todos los vehículos tenían GPS, de modo que podrían localizarlo. ¿Habría ido al aeropuerto? ¿Pero para qué? No podía haberse llevado el jet sin antes decírselo a alguien.
«Piensa, Jamilla, piensa».
¿Habría querido conocer la zona y a la gente que vivía cerca del palacio? No, imposible, estaban en medio del desierto. ¿Sabría Dane Jones lo peligroso que era el desierto? No, claro que no. Él vivía una vida regalada en Manhattan. ¿Y por qué iba a querer conocer a la gente de Zafar cuando había dejado claro que no sentía el menor deseo de representarlos?