¿Sincera o cazafortunas? - El último heredero - Pasión a bordo - Kate Hardy - E-Book
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¿Sincera o cazafortunas? - El último heredero - Pasión a bordo E-Book

Kate Hardy

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Beschreibung

¿Sincera o cazafortunas? Kate Hardy La empresaria y jefe de mecánicos Daisy Bell necesitaba liquidez, y rápido, para mantener a flote el negocio familiar. Pero al conocer al misterioso inversor supo que se hallaba ante un problema. Felix Gisbourne pensaba que Daisy era la mujer más atractiva que había visto jamás. Pero ¿Daisy lo quería en la cama o iba tras su dinero? El último heredero Elizabeth Lane Emilio Santana tenía poder, dinero y vínculos de sangre. ¿Cómo podía pensar Grace Chandler que conseguiría la custodia de aquel bebé? Después de todo, el niño era su sobrino huérfano y, por consiguiente, el último de los Santana. No tardaron en darse cuenta de que entre ellos latía la pasión, pero el deseo sin confianza era una mezcla muy peligrosa... Pasión a bordo Rachel Bailey "No dejarse distraer nunca por una mujer" era la regla de oro del magnate hotelero Luke Marlow, especialmente si la mujer en cuestión acababa de heredar la mitad de un crucero de lujo que él esperaba haber heredado por completo. Pero la elegante belleza de la doctora Della Walsh despertó el deseo de Luke a pesar de su suspicacia. Aun así, estaba empeñado en hacerse con el crucero a toda costa.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 447 - junio 2020

 

© 2010 Kate Hardy

¿Sincera o cazafortunas?

Título original: Good Girl or Gold-Digger?

 

© 2013 Elizabeth Lane

El último heredero

Título original: The Santana Heir

 

© 2013 Rachel Robinson

Pasión a bordo

Título original: Countering His Claim

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-379-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

¿Sincera o cazafortunas?

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

El último heredero

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Pasión a bordo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Aquello tenía que ser una horrible pesadilla. No podía estar pasando. Imposible.

Daisy cerró los ojos y se pellizcó en el brazo. Al sentir dolor, la desagradable sensación del estómago se intensificó y volvió a abrir los ojos.

Alguien había entrado en el museo del parque de atracciones. Debían de haber sido varias personas bastante borrachas, a juzgar por la gran cantidad de botellas rotas alrededor del tiovivo y los vómitos que había por doquier. Tenían que ser gamberros a la vista de cómo habían cortado las colas de los caballos del tiovivo y pintado con espray escenas obscenas en los laterales. Además, habían lanzado piedras a la cafetería, rompiendo las lunas.

Daisy siempre había sido muy práctica y había podido arreglarlo todo, pero aquello no podía hacerlo, al menos no tan rápido. Iba a ser imposible abrir el parque de atracciones ese día. Iba a tardar días en arreglar aquel desastre y que volviera a ser un lugar seguro para familias y niños.

¿Quién demonios haría una cosa así?

Temblando, Daisy sacó el teléfono móvil y llamó a la policía.

Después llamó a su tío.

–Bill, soy Daisy. Siento llamarte a esta hora y en domingo por la mañana, pero…

Tragó saliva. No sabía qué decir ni cómo darle aquellas terribles noticias.

–Daisy, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado?

–Unos vándalos debieron de entrar anoche. No sé cómo.

Estaba segura de que la noche anterior había cerrado bien.

–El caso es que hay muchos cristales rotos y han destrozado el tiovivo –añadió y se mordió el labio–. La policía está en camino. Vamos a tener que cerrar hoy y probablemente mañana también.

Tenía que ocurrir al principio de la temporada. Aquello repercutiría en los presupuestos, ya de por sí escasos. Todo podía arreglarse, pero llevaría su tiempo, y la prima del seguro se dispararía. Por no mencionar la falta de ingresos hasta que el parque de atracciones volviera a estar operativo.

Sin una buena cantidad de visitantes, no habría dinero para llevar a cabo los trabajos de restauración que tenían previstos. La atracción que había conseguido comprar el pasado otoño tendría que pasar otro año más oxidándose, y quizá acabara siendo demasiado tarde para poder arreglarla. Así que en vez de tener en funcionamiento las sillas voladoras que tanto gustarían a los visitantes, acabarían teniendo un montón de chatarra. Un montón de dinero gastado, después de ser ella la que había convencido a Bill para comprarlo. Demasiado, teniendo en cuenta que Bill se retiraría en un par de años y ella ocuparía su puesto. Había gastado un dinero que deberían haber guardado para imprevistos como aquel.

–La policía quiere tomarme declaración, teniendo en cuenta que fui yo la que lo descubrió. Pero también quieren hablar contigo. Lo siento Bill.

–Está bien, cariño. Voy para allá –le aseguró Bill–. Llegaré en veinte minutos.

–Gracias. Pondré carteles avisando de que estaremos cerrados hoy y avisaré a los empleados. Hasta dentro de un rato.

Daisy se guardó el teléfono en el bolsillo y se quedó mirando el tiovivo, la atracción victoriana que su bisabuelo había construido y que aún conservaba el órgano original. Sentía la necesidad de abrazar a cada uno de los caballos mutilados y decirles que todo saldría bien.

Había pasado diez años de su vida ayudando a levantar aquel sitio. Diez años en los que había hecho un curso de ingeniería mecánica, sin dejar de dar explicaciones a sus padres, tutores y demás estudiantes del curso de que estaba haciendo lo adecuado. Muchos habían pensado que no le serviría de nada e incluso Stuart le había hecho elegir entre el parque de atracciones y él.

No lo había considerado un ultimátum. Cualquier hombre que quisiera obligarla a cambiar para que dejase de hacer lo que más le gustaba, no era el hombre adecuado para ella. Sabía que había tomado la decisión correcta al cortar con él. Ahora estaba casado e iba con regularidad al parque de atracciones con sus hijos pequeños.

Curioso que ahora viera lo que antes no veía.

Sus dos siguientes novios habían resultado estar cortados por el mismo patrón, así que había decidido no seguir arriesgándose y concentrarse en el trabajo. Querían hacerla cambiar y convertirla en una respetable señorita en vez de dejarla ser una habilidosa mecánica. Al menos allí era aceptada por ser como era. Los voluntarios de más edad estaban convencidos de que era una digna sucesora de su abuela. Había demostrado que podía escuchar y trabajar duro, y que era buena en su trabajo.

Colocó los carteles en los accesos del parque de atracciones anunciando que el parque de atracciones estaba cerrado. Estaba sentada en su mesa cuando llegaron Bill y Nancy. La expresión de Bill era grave.

–No puedo creerlo –dijo–, me gustaría poner las manos encima del que ha hecho esto y darle un buen escarmiento.

–Yo preferiría atarlos a un poste, untarlos de mermelada y dejarlos para las avispas –dijo Daisy–. O pasarles una apisonadora por encima. ¿Cómo han podido hacerlo? ¿Qué sacan con ello? –preguntó apretando los puños–. No entiendo cómo alguien puede hacer una cosa así.

–Lo sé, cariño –dijo Bill, y la abrazó–. El esfuerzo de todos, para nada.

–Y toda la gente que tenía pensado venir hoy… Se llevarán una desilusión –dijo, y respiró hondo–. Tal vez debiera llamar a Annie. Ella sabrá cómo dar la noticia en los informativos locales para evitar que se den un paseo en balde.

Su mejor amiga era redactora en un periódico local.

–Buena idea, cariño –dijo Nancy.

–He estado haciendo llamadas para decirle a todo el mundo que no viniera –explicó Daisy–. Me han dicho que en cuanto la policía nos diga que podemos empezar a limpiar, les avise para venir a ayudar.

–Tenemos suerte, contamos con buena gente –dijo Bill–. Llama a Annie y Nancy y yo seguiremos avisando a los voluntarios.

–Pondré agua a hervir –dijo Nancy–. Queda leche en la nevera de la oficina. Nos vendrá bien un café hasta que nos dejen entrar en la cafetería.

Annie apareció con un bizcocho de chocolate y un fotógrafo cuando estaba hablando con la policía.

–El bizcocho para animar y las fotos porque esto probablemente salga en portada. Contigo, por supuesto.

–¿Quieres hacerme fotos a mí? –preguntó Daisy, desconcertada–. ¿Por qué? Quiero decir que la imagen habla por sí misma.

–Ya sabes lo que dicen, que vale más una imagen que mil palabras –comentó Annie–. Eres muy fotogénica y, además, siempre hablas con el corazón en la mano. Todo el mundo se dará cuenta de lo afectada que estás. Tu imagen despertará la compasión de muchos.

–No quiero compasión. Quiero que mi parque de atracciones vuelva a estar como estaba.

–Lo sé, tesoro. La radio y la televisión local informarán de esto. Podrás aprovechar y avisar de que estaréis cerrados el resto de la semana. A la vez, le recordarás a la gente que estás aquí. Con un poco de suerte, tendrás muchos más visitantes que en un fin de semana normal.

Daisy sonrió con tristeza.

–Annie, eso es horrible.

–Es la naturaleza humana –dijo Annie–. ¿Sabes? Aquel policía de allí no te quita ojo. Sonríele.

–¡Annie!

Daisy miró a su amiga sin poder dar crédito. Estaba en apuros y Annie solo pensaba en emparejarla con un hombre.

–Daisy, trabajando aquí apenas conoces a hombres solteros y mucho menos a menores de cincuenta años. ¡Aprovecha! Es muy guapo y no hay ninguna duda de que está interesado.

Daisy resopló.

–Pero a mí no me interesa, gracias.

–¿Te importa si voy a hablar con él?

–Haz lo que quieras siempre y cuando no me organices una cita a ciegas con él. No todo el mundo busca novio, ¿sabes? Annie, sé que eres feliz con Ray, y me alegro mucho por ti, pero estoy bien como estoy. De verdad.

–Bueno, está bien –dijo Annie–. Voy a ir a hablar con ese policía porque necesito información para mi artículo. Y mientras lo hago, el fotógrafo va a hacerte una foto.

–No sé si es una buena idea que mi foto aparezca en el periódico.

–Lo siento, ya lo he hablado con Bill. Dice que eres más guapa que él, así que saldrás tú –dijo sonriendo.

–Eres una periodista muy obstinada.

–Así soy yo –dijo Annie, y le dio un abrazo–. En cuanto la policía nos diga que podemos empezar a limpiar, te ayudaré a recoger los cristales rotos y a quitar la pintura. Llamaré a Ray para que también venga a ayudar.

–Muchas gracias, te debo una –dijo Daisy.

–Desde luego que no. Eso es lo que hacen los amigos. Tú harías lo mismo por mí. ¿Has avisado ya al resto de tu familia?

–No.

Daisy levanto la barbilla. Era perfectamente capaz de organizarse la vida, aunque su familia seguía tratándola como a una niña. Eso le fastidiaba incluso más que su insistencia en que se buscara un trabajo con un buen sueldo, algo para ellos más importante que la satisfacción por lo que hacía. Si los llamaba, por supuesto que acudirían, pero tendría que soportar sus comentarios.

–Bill, Nancy y yo nos las podemos arreglar.

–A veces eres demasiado orgullosa –dijo Annie.

–Mira, los quiero y nos llevamos bien casi siempre, pero no quiero escuchar un discurso o un «ya te lo dije». Así que será mejor mantenerlos al margen de esto.

–Si tú lo dices… Pero ¿no sería mejor que se enteraran por ti en vez de leerlo en las portadas de los periódicos de mañana?

Daisy se dio cuenta de que su mejor amiga tenía razón.

–Está bien. Hablaré con ellos esta noche.

El resto del día transcurrió entre declaraciones y tazas de café a la espera de que los investigadores recogieran pruebas. Para cuando se hizo de noche, habían cubierto con paneles las ventanas de la cafetería, habían recogido los cristales rotos y empezado a limpiar las pintadas.

 

 

Pero el lunes por la mañana trajo más malas noticias.

–La compañía de seguros dice que no estamos cubiertos –le dijo Daisy a Bill, sentándose en el extremo de la mesa–. Al parecer, los actos vandálicos quedaron excluidos de nuestra póliza hace tres años. Cambiaron las condiciones de la póliza cuando Derek estuvo enfermo y nadie se dio cuenta.

Derek era el mejor amigo de Bill y su corredor de seguros.

–¿Así que tenemos que asumir los daños?

Ella asintió con gravedad.

–Las lunas cuestan una fortuna –murmuró Bill sacudiendo la cabeza. Si vamos al banco a pedir un crédito, se reirán en nuestra cara.

–Está mi casa –dijo Daisy–, puedo pedir una hipoteca para obtener algo de liquidez.

Había heredado de su abuela una casa adosada.

–Con el sueldo que tienes aquí, no te prestarán ni un céntimo –dijo Bill sacudiendo la cabeza–. Además, no estoy dispuesto a que te endeudes por esto. No, cielo.

–También es mi herencia –señaló Daisy–. Tu abuelo, mi bisabuelo.

Su tío le había dicho muchas veces que era la hija que Nancy y él no habían tenido. Respiró hondo. No había podido dejar de pensar en las palabras de Annie del día anterior. Tal vez su amiga tuviera razón. Había sido algo cruel por su parte avisar a su familia mediante un mensaje de texto y luego apagar el teléfono para que no pudieran dar con ella. No les había dado la oportunidad de ayudar porque no quería escuchar sus comentarios. Pero tal vez había llegado el momento de tragarse el orgullo por el bien del parque de atracciones. Aquello era algo que no podía arreglar sola.

–Podríamos pedir ayuda a papá, a Ben, a Ed y a Mikey. Tienen que aportar algo porque también es de ellos.

–No. Ben tiene una familia en la que pensar, Ed y Mikey tienen hipotecas y tu padre está a punto de retirarse –dijo Bill–. Sus inversiones están en la misma situación que las mías.

Además, estaba el hecho de que la familia de Daisy consideraba el parque de atracciones un capricho de Bill, lo que para ellos era el motivo de que Daisy no tuviera otra profesión. Por eso no le gustaba hablar del tema con ellos.

Bill parecía triste.

–Vamos a tener que buscar un inversor fuera de la familia.

–¿Quién va a querer invertir en un museo de parques de atracciones al borde de la quiebra? –preguntó Daisy.

–El precio de los motores de vapor está disparado –dijo Bill–. Los inversores verán más seguro su dinero aquí que en acciones.

Daisy sacudió la cabeza.

–Los inversores siempre imponen condiciones. Nosotros estamos cuidando de nuestro patrimonio familiar, para ellos es diferente. Querrán obtener ganancias, subirán los precios de las entradas. ¿Qué pasará cuando quieran irse? ¿Cómo conseguiremos el dinero para comprar su parte?

–No lo sé, cielo –contestó desolado–. Podríamos vender el motor de la locomotora de carretera.

Valía una pequeña fortuna. Era el último motor que había hecho Bell y Daisy había dedicado cuatro años a su restauración.

–Por encima de mi cadáver. Tiene que haber otra manera.

–Como no nos toque la lotería o descubramos que existen las hadas madrinas… Lo dudo, cariño. Tendremos que buscar un socio.

–O tal vez un patrocinador –dijo Daisy–. Pondré a hervir la tetera. Tenemos que pensar qué podemos ofrecerle a un patrocinador, haremos una lista de los empresarios locales y nos dividiremos las llamadas. Seamos optimistas.

 

 

Felix descolgó el teléfono sin apartar los ojos de la hoja.

–Me alegro de dar contigo, Felix.

Felix suspiró para sus adentros. Le estaba bien empleado, por no mirar la pantalla antes de contestar. Ahora su hermana lo marearía en vez de dejar un mensaje en el contestador.

–Buenos días, Antonia.

–Mamá me ha dicho que vas a escaquearte de la reunión familiar de este fin de semana.

Típico de Antonia, siempre directa al grano.

–Lo siento, no puedo ir. Estoy ocupado con trabajo.

–¡Venga ya! Puedes ir y resolver los asuntos de trabajo por la mañana antes de que los demás se levanten.

Cierto, pero eso no suponía que quisiera hacerlo.

–Mamá está deseando que vayas.

–Será porque habrá encontrado otra mujer con la que emparejarme. Mira, Toni, no tengo ningún interés en casarme. No voy a casarme nunca.

–No trates de convencerme de que no te interesan las mujeres. He visto en las revistas de cotilleos tu foto con cierta actriz colgada del cuello. ¿O vas a decirme que sois solo buenos amigos?

–No, eso fue… –dijo, y apretó los labios, molesto–. Toni, por el amor de Dios, eres mi hermana pequeña. No voy a hablar de mi vida amorosa contigo.

–Más bien de la falta de vida amorosa. Nunca sales con la misma mujer más de tres veces –dijo, y suspiró–. Mamá solo quiere que seas feliz. Es lo que todos queremos.

–Soy feliz.

–Entonces, que madures.

–Tengo un bonito piso en Docklands y una empresa que va muy bien. Para muchos, eso es haber madurado.

–Sabes a lo que me refiero, a tener una relación estable con alguien.

–Soy alérgico a las mujeres con campanas de boda en la mirada. Me gustaría que mamá se olvidara de mí.

–Si no hubieras dejado plantada a la pobre Tabitha, ahora estarías casado y mamá estaría contenta –señaló Antonia.

Quizá, pero quien no sería feliz sería él. Su matrimonio habría sido una pesadilla. Por un momento se preguntó si debería haberle contado a su familia la verdad sobre Tabitha. Habría sido peor porque lo hubieran tratado de víctima y habrían sentido lástima por él. Eso le habría fastidiado aún más que sus constantes intentos por emparejarlo con alguien. Era mejor que pensaran que era un rompecorazones.

Claro que no necesitaba a ninguna mujer. Era feliz con la vida que llevaba. Tenía un trabajo que le llenaba y salía con mujeres que desde el principio sabían que solo buscaba diversión y no una relación duradera. Nunca más se expondría a una situación como la que había vivido con su exprometida. Nunca arriesgaría su corazón de nuevo.

–Quizá.

–Venga, Felix. No estará tan mal.

Claro que sí. Su madre debía de haberle presentado a todas las rubias de piernas largas de Gloucestershire, porque estaba convencida de que le gustaban las rubias de piernas largas.

Bueno, así era. Pero no quería casarse con ninguna. No quería casarse con nadie.

–Tony, de verdad que estoy ocupado, así que te llamaré luego, ¿de acuerdo?

–Está bien. Pero será mejor que lo hagas o si no te llamaré yo.

–Mensaje recibido. Adiós, cariño.

Colgó el teléfono y se reclinó hacia atrás frunciendo el ceño. Tenía que encontrar una excusa convincente para sus padres. Habría disfrutado del fin de semana en el campo de no haber estado su familia. Le gustaba estar con sus padres y hermanas, incluso con sus cuñados. Pero Sophie Gisbourne había decidido que su único hijo tenía que casarse, por lo que los fines de semana en Cotswolds incluían una fiesta en la casa. Y siempre invitaba a una mujer a la que sentaba a su lado durante la cena.

A veces Felix pensaba que su madre había nacido con doscientos años de retraso. Se le habría dado muy bien organizar casamientos, pero a él le resultaba exasperante. Se fue a la cocina y preparó a dos tazas de café. A la de su secretaria le puso azúcar antes de volver al despacho.

–Aquí tienes, Mina –dijo, y reparó en que parecía triste–. ¿Estás bien? ¿Pasa algo?

–No te preocupes, es una tontería –contestó con lágrimas en los ojos mientras agitaba la mano en el aire.

–Cuéntamelo –dijo, apoyándose en un extremo de la mesa–. ¿Hay alguien enfermo? ¿Necesitas tomarte el día libre?

–No, no es eso. Mi madre me ha mandado esto –dijo, entregándole una hoja de periódico–. Patas arriba el museo de las ferias. Solía llevarme allí cuando era pequeña. Es un lugar realmente mágico –dijo Mina, y apretó los labios–. No puedo creer que un grupo de gamberros lo haya destrozado de esa manera.

Felix se quedó mirando la foto de una mujer sentada en una atracción antigua, con aspecto desolado. Había algo en ella, algo que le hizo desear saber cuál era su aspecto cuando sonreía.

Era una locura. Las decisiones no se tomaban basándose en la fotografía de alguien que no conocía. No era tan temerario. Además, no era su tipo. Parecía que aquel parque de atracciones necesitaba un rescate.

Ir a conocer aquel sitio el fin de semana sería la excusa perfecta para evitar a la última mujer escogida por su madre sin herir sus sentimientos.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

–Bueno, aquí estamos –dijo Bill sonriendo–. Al menos, aquí estoy yo. Quisiera que conociera a mi segunda.

Daisy Bell, la mujer que aparecía en la foto según el artículo. Subdirectora del parque de atracciones.

Felix estaba sorprendido de que tuviera tantas ganas de conocerla. Podía estar casada o tener pareja. Pero su rostro había invadido sus sueños durante la última semana y el corazón se le aceleraba ante la idea de conocerla.

–Se suponía que debía estar aquí, pero se le ha debido de olvidar –dijo Bill.

¿Cómo demonios se había olvidado de una reunión que podía significar la salida de la quiebra? Aquello no encajaba con el aspecto desolado de la mujer del periódico. ¿O había sido un montaje para llamar la atención y que los tontos corrieran en manada a protegerla e invertir en el parque de atracciones?

No, estaba dejando que el pasado se interpusiera. William Bell parecía un hombre sincero. Daisy aparecía en la foto con unos pantalones y una sencilla camisa, no con un vestido vaporoso y unos tacones de vértigo. No parecía una mujer frívola como Tabitha. Solo porque Daisy fuera menuda y morena, como su exprometida, no significaba que fuera superficial y mentirosa como ella.

A Felix se le daba bien deshacerse de lo inútil y dar a las personas capaces la oportunidad de demostrar su valía. Si invertía en el museo y Daisy resultaba ser un estorbo, le diría que se fuera, por muy guapa que fuera.

–Será mejor que vayamos a buscarla al taller. Así le podré enseñar esto –dijo Bill.

Felix se llevó una sorpresa al llegar a una nave con el techo de chapa ondulada. ¿Qué estaba haciendo Daisy en el taller, charlar con el mecánico mientras se suponía que debía estar trabajando?

Cuando Bill abrió la puerta, Felix oyó que alguien cantaba. Era una voz femenina entonando una alegre melodía.

–Lo que pensaba –dijo Bill con una sonrisa irónica–. Está concentrada en el trabajo y ha perdido la noción del tiempo.

–¿No le he contado que es la mecánico jefe además de mi número dos?

–No –dijo Felix–. ¿Mecánico?

No lo había leído en la página web ni tampoco en el artículo.

–Le daré un consejo. Es muy susceptible a la discriminación sexista y una dura oponente –dijo Bill–. Es muy tenaz. Es la consecuencia de ser la pequeña y única chica de cuatro hermanos.

–Claro.

Felix volvió a dibujar la imagen mental que tenía de Daisy. Mecánico y susceptible. Para él, eso suponía una mujer musculosa, de pelo corto y con un tatuaje o un pendiente en la nariz. Pero la mujer que había visto en la foto no tenía ese aspecto. No llevaba falda, y tenía el pelo apartado de la cara, pero su aspecto no era de marimacho. Algo se le estaba escapando, pero ¿qué?

Al entrar en la nave, vio unos pies asomando por debajo de un motor, con unas zapatillas moradas. En cada una de ellas había una margarita pintada.

La imagen mental volvió a cambiar. Se imaginaba a su madre describiéndola como una mujer no apropiada.

Por el amor de Dios, ya era mayor para rebelarse contra sus padres. Tenía treinta y cuatro años y no catorce.

Con aquel calzado tan inusual, Daisy Bell sería igualmente una mujer inusual. Era la primera mujer que lo intrigaba en mucho tiempo.

Había un gato acurrucado encima del motor.

–Dile que tiene visita, chico –dijo Bill.

Para sorpresa de Felix, el gato se bajó.

Un par de segundos más tarde, se oyó un golpe seco seguido de un quejido.

–Daisy, son más de las diez y media –dijo Bill.

–Oh, vaya. Dime que todavía no ha llegado y que tengo tiempo de lavarme.

Se oyó el sonido de algo rodando en el hormigón y una mujer apareció de debajo del motor.

Era la mujer de la fotografía.

Llevaba un gorra que le cubría todo el pelo, un mono sucio y nada favorecedor, y tenía las manos y la cara llenas de grasa. Parecía más joven de lo que había imaginado, aunque el artículo del periódico no mencionaba su edad. Debía de tener veintitantos años, demasiado joven e inexperta como para ser la segunda al mando de aquello.

Apenas mediría un metro sesenta. No era rubia ni tenía largas piernas. Era completamente diferente a su tipo. Pero en cuanto Felix reparó en sus ojos verdeazulados, sintió que se saltaba una chispa entre ellos.

–De hecho –dijo Bill–, ha llegado pronto. Felix, esta es mi sobrina, jefe de los mecánicos y la subdirectora de esto, Daisy Bell. Daisy, él es Felix Gisbourne.

Daisy se limpió las manos en un trapo y se las miró, consciente de que seguían sucias.

–Lo siento –dijo sonriendo–. No quiero mancharlo de grasa. Dese por saludado.

–Claro –dijo Felix, inclinando la cabeza.

No era como Daisy se lo había imaginado. Esperaba encontrarse con alguien de cincuenta años, no alguien de unos treinta.

Era el hombre más guapo que había visto jamás. Alto, moreno, de piel clara, ojos grises y con una boca que destilaba sensualidad. Podría hacerse rico como modelo.

Quizá lo había sido. Vestía muy bien. El traje que llevaba parecía hecho a medida. Lo acompañaba con una camisa blanca, una corbata sobria y unos zapatos que Daisy adivinaba italianos y hechos a mano. Su atuendo debía de costar más de lo que lo que ella ganaba al mes.

El aspecto era inmaculado. Iba perfectamente arreglado y afeitado, y los zapatos estaban lustrosos. Para aquel hombre, el aspecto importaba. Era la clase de hombre, pensó sonriendo para sus adentros, al que le gustaría que la mujer con la que se estuviera llevara vestidos de marca y pasara horas en la peluquería. Esas cosas no iban con ella. Volvió a considerar la idea de que Felix se convirtiera en inversor del parque de atracciones. Era imposible que un hombre que vistiera de aquella manera pudiera estar interesado. Aunque insistiera en ser algo más que un socio capitalista en Bell´s, no funcionaría.

–¿Estás bien? –preguntó Bill.

–Si. Me he dado en la cabeza después de que Titan me lamiera la oreja.

Felix se quedó mirándola, como si se sintiera trasladado a un extraño mundo paralelo.

–¿El gato te ha lamido la oreja?

–Significa que tiene hambre o que alguien me está buscando –explicó Daisy–. Cuando estoy revisando los motores, no siempre me entero de que llega gente, así que le mandan a buscarme.

–Daisy, ¿te importaría enseñarle todo esto a Felix por mí?

–Desde luego.

Miró a su tío, entornando ligeramente los ojos. No tenía buen aspecto. Hablaría con Nancy y averiguaría si tenía algún problema de salud. Tal vez fuera solo la preocupación por el parque de atracciones. Ella tampoco había dormido bien las últimas noches.

Tenía que causarle a Felix una buena impresión al enseñarle las instalaciones porque no quería fallarle a su tío, ni a los empleados y voluntarios que llevaban años con ellos. Si hacía falta encandilarlo, lo encandilaría como si le fuera el oro olímpico en ello.

–Volveré a la oficina con el señor Gisbourne cuando acabemos.

–Gracias, cariño –dijo su tío sonriendo.

Cuando Bill salió del taller, Daisy se giró hacia Felix.

–¿Qué le gustaría ver primero, señor Gisbourne?

–Llámame Felix. No me gustan las formalidades.

–¿Con ese traje?

Se llevó la mano a la boca nada más hacer aquella pregunta. Pues sí que empezaba bien su intento de encandilar a aquel hombre. ¿Por qué había tenido que abrir la boca?

–Lo siento, olvídalo por favor.

–Está bien. Enséñame esto y explícame lo que estoy viendo –dijo Felix.

–De acuerdo. Para empezar, en este museo usamos piezas originales que funcionan y no réplicas. Creemos que es preferible usarlas en vez de dejar que se estropeen en una vitrina. Queremos que la gente disfrute como se ha venido haciendo en los últimos cien años. Queremos que conozcan la experiencia de subirse en atracciones antiguas.

–¿Tenéis atracciones de más de un siglo? –preguntó sorprendido.

–Sí. El tiovivo es de 1895. Supongo que lo habrás leído en el periódico.

–¿Se sabe quién hizo el destrozo?

–Todavía no. Cuando los pillen, me gustaría que me los dejaran una semana –dijo Daisy.

–¿Para darles una lección?

–Depende de lo que entiendas por lección. Admito que me enfadé mucho cuando vi lo que habían hecho. Pero cuando me tranquilicé, me di cuenta de que si disfrutaban destrozando las cosas, lo más probable es que nadie les haya enseñado a respetar y valorar las cosas. Si trabajaran para mí, reconducirían su energía y tal vez descubrieran que tienen talento para algo. Así aprenderían a respetarse a sí mismos y ese sería el primer paso para respetar a los demás.

–¿Los dejarías ir sin castigo? –preguntó Felix.

–Encerrar a unos chicos en la cárcel no solucionaría el problema. Si no encuentran una vía para liberar su energía, estarán más resentidos y volverán a hacer lo mismo en cuanto salgan. Enséñales cosas que les interesen. No destrozarán algo a lo que han dedicado tiempo en hacer; querrán protegerlo.

Él asintió.

–Así que buscas el lado bueno de las cosas.

Felix pronunció aquellas palabras con gesto impasible. ¿Le parecía algo malo? Quizá lo fuera, desde el punto de vista de los negocios.

–Mira, no soy tan inocente como para ver las cosas a través de un cristal de color rosa. Pero ver el lado bueno es más sano que creer que todo el mundo pretende sacar algo.

–Cierto.

–Todo el mundo tiene un lado bueno y un lado malo. El truco es maximizar lo bueno y minimizar lo malo –dijo, y se detuvo, consciente de que se estaba dejando llevar–. En cualquier caso, no has venido aquí para escuchar mis discursos. Quieres ver lo que tenemos aquí.

Le fue enseñando las atracciones, contándole la historia de cada una.

–Todas las anteriores a 1935 fueron construidas por la empresa de nuestra familia. No pude evitar comprar los coches de choque de 1950 cuando tuvimos la oportunidad.

Felix hizo muchas preguntas mientras hacían el recorrido, cada una más crítica que la anterior. Cuando llegaron a la última atracción, la de la góndola antigua, la favorita de Daisy, ya estaba harta de sus críticas y su intención de encandilarlo había desaparecido. Se quedó mirándolo con los brazos cruzados.

–Parece que tienes problemas con todo lo que te he contado y me da la impresión de que crees que Bill y yo somos unos aprendices. Permíteme que te diga que lleva dirigiendo este sitio casi treinta años. Hace un gran trabajo y lo estás juzgando injustamente.

–Estoy analizando el negocio. Es a lo que me dedico y se me da bien –contestó Felix sin inmutarse.

–Pues esto es lo que nosotros hacemos y se nos da bien –dijo Daisy levantando la barbilla.

Deseó ser más alta y corpulenta. Tal vez de esa manera la tomara en serio.

–Puede que seas una gran mecánico y que sepas todo lo relacionado con las atracciones y su historia, pero tu sentido de los negocios deja mucho que desear, al igual que el de Bill. Hay muchas maneras en las que podríais estar ganando dinero y no lo estáis aprovechando. No estáis usando los activos al máximo. Por eso no tenéis dinero para imprevistos. Vuestro márgenes son muy justos.

–Esto es patrimonio cultural, señor Gisbourne –dijo ella con frialdad.

–Felix –la corrigió.

Daisy evitó repetir su nombre de pila.

–El fin de este lugar, señor Gisbourne, es hacer que nuestro legado sea accesible a la gente. Quedan muy pocas atracciones como estas y menos aún que funcionen. Algunas de esas las hemos recuperado y restaurado.

–Sin dinero para gestionar este sitio, va a ser imposible que sea accesible a la gente o que podáis afrontar los gastos de restauración. Os iréis a pique, por lo que tenéis que ceder.

–Por eso estamos buscando patrocinador.

Esa era la razón por la que había ido a verlos, ¿no? Para estudiar lo que podían ofrecerle y lo que él podía ofrecerles a ellos.

–¿No eres una mujer que ceda fácilmente, ¿verdad?

Daisy pensó en sus exnovios y en cómo los tres últimos habían intentado hacerla cambiar. Si un hombre no podía aceptarla como era y pretendía convertirla en una persona diferente, entonces no le interesaba. Y lo mismo le ocurría en los negocios. Si la inversión de Felix iba a suponer un cambio en Bell´s, entonces no estaba interesada. Estaba dispuesta a buscar un trabajo a tiempo parcial. Así, contaría con más liquidez hasta que encontraran un patrocinador que comprendiera lo que el parque de atracciones era para ellos.

–Me alegro de que te hayas dado cuenta –dijo levantando la barbilla–. Y no te dejes engañar por mi nombre. No soy una florecilla delicada.

–Daisy, cena esta noche conmigo en mi hotel.

Parecía una orden más que una invitación. ¿Por qué quería cenar con ella? ¿Estaría coqueteando?

–Será una cena de trabajo –aclaró él.

Sintió que se sonrojaba. Era evidente que había adivinado sus pensamientos. Por supuesto que él nunca coquetearía con ella. Los hombres como Felix Gisbourne salían con mujeres glamurosas de tacones altos, uñas pintadas y peinados caros. Nunca le interesaría alguien como ella.

Además, él único interés que tenía en él era como inversor. No podía ser de otra manera. El parque de atracciones era demasiado importante.

–Claro. Creo que Bill está libre también.

–Lo cierto es que pensaba que fuéramos solos tú y yo. Si has sido su número dos todo el tiempo que dice, sabrás contestar a mis preguntas y no tendré que apartarlo de su familia.

Otra suposición: que no tenía a nadie de quien apartarla. De nuevo, estaba en lo cierto, así que no tenia sentido discutir. No tenía planes de pasar la noche con otro que no fuera Titan.

–Por cierto –añadió él–, el hotel no es sitio para ir en vaqueros o mono de trabajo.

Por un momento pensó mandarle a paseo, pero se acordó de Bill y de la gente cuyos empleos dependían de ellos, y se obligó a controlarse.

–Dime dónde y a qué hora.

–A las siete.

Le dijo el nombre del hotel. Estaba a unos ocho kilómetros, en la costa, y era el más lujoso de la zona. El restaurante tenía dos estrellas Michelin. Estaba lejos para ir en bicicleta, así que pediría un taxi.

–Está bien –dijo ella con frialdad–. Nos veremos a las siete.

Su sonrisa le provocó una extraña sensación en el estómago. Aquello no estaba bien. Tenía que ignorar la atracción que sentía. Aunque no hubiera un acuerdo empresarial de por medio, eran demasiado diferentes como para que algo entre ellos funcionara.

–Esperaré ansioso –dijo a modo de despedida, seguido de otra de sus devastadoras sonrisas–. Iré a buscar a Bill.

–Te acompañaré.

–Estás ocupada. No quisiera distraerte.

Demasiado tarde. Ya la había distraído.

–A bientôt –dijo él–. A las siete. No llegues tarde.

 

 

Daisy volvió al taller y sacó su teléfono móvil. Buscó en la agenda el número de su cuñada, deseando hablar con Alexis.

–¿Lexy? Soy Daisy –dijo aliviada de que no saltase el contestador–. Necesito tu ayuda.

–Claro, ¿qué ocurre?

Antes de tener hijos, Alexis Bell había sido estilista, y de las mejores.

–Necesito mejorar mi aspecto. Y lo necesito ya mismo.

–¿Cómo dices? ¿Estoy alucinando o has estado bebiendo?

–Ninguna de las dos cosas –dijo Daisy, y le explicó lo que pasaba.

–¿Que te ha dicho qué?

Daisy lo repitió.

–¿Cuándo has quedado con él?

–A las siete.

–Ven aquí antes de las cinco y media y veremos qué podemos hacer.

–Gracias, Lexy. Te debo una.

Daisy se esforzó por concentrarse en el trabajo el resto del día. A las diez menos cinco tomó su bicicleta, con Titan en la cesta delantera, y pedaleó hasta su casa. Dio de comer al gato, se puso ropa limpia y compró unas flores para Alexis de camino a casa. Se alegraba de que su hermano favorito se hubiera quedado a vivir cerca.

Alexis la saludó con un abrazo.

–Son preciosas, pero no tenías por qué traerme flores. Voy a disfrutar poniéndote guapa. ¿Adónde vas a ir?

Daisy dijo el nombre del hotel y Alexis soltó un silbido.

–Vaya. Ve a ducharte y lávate el pelo –le ordenó Alexis–. Yo me ocuparé del resto. Por suerte, tenemos la misma talla –dijo sonriendo.

–No sabes cuánto te lo agradezco.

–Si tan agradecida estás –dijo Alexis mientras le secaba el pelo–, deberías dejar que hiciera esto más a menudo.

–Sería una pérdida de tiempo, total, para estar trabajando en el parque de atracciones.

–Cuando ejerces como mecánico sí, pero no cuando estás dando charlas a escolares. Pero ya hablaremos de eso más tarde y de lo mal que le sentó a Ben lo de la semana pasada. Si le hubieras llamado, sabes que habría ido inmediatamente a ayudarte.

Daisy se revolvió incómoda.

–Lo siento.

–Eres demasiado orgullosa. Y apuesto a que Annie te pidió que lo llamaras.

–Sí –dijo Daisy, y suspiró–. Da por hecho que soy una mujer malvada y que no merezco tu ayuda. Pero por favor, déjame presentable para esta noche.

Alexis la abrazó.

–No eres tan horrible. Te quiero y Ben también. Sé que no está de acuerdo con tu profesión, pero lo empieza a aceptar. Te habría ayudado si le hubieras dado la oportunidad.

–Y que me trate como a una niña.

–Cariño, eres su hermana pequeña. Le gusta ir de hermano mayor protector y eso no va a cambiar. Pero, por si te hace sentir mejor, reconoce que se te da mejor que a él arreglar las cosas. Sé que a ti no te lo dice, así son los hombres. Ahora estate quieta y cierra los ojos.

A la vista de la variedad de cosméticos que había en la mesa, Daisy empezó a ponerse nerviosa. Pero se quedó quieta y dejó que acabara de maquillarla y peinarla. Después, se puso un vestido y unos zapatos de tacón bajo de Alexis, antes de que su cuñada le explicara cómo caminar como una modelo sobre la pasarela.

–Ahora puedes mirarte al espejo –dijo Alexis.

Daisy apenas se reconoció en aquella mujer menuda con curvas y cuyo cabello caía en ondas.

–¿De veras soy yo? –dijo sorprendida–. Caramba, Lexy. Se te da mejor de lo que pensaba. Muchas gracias.

En aquel momento, la puerta se abrió. Ben la observó con detenimiento.

–¿Quién es usted y qué le ha hecho a mi hermana?

–Ja, ja.

Daisy lo miró con el ceño fruncido.

–Daisy, estás increíble. Para que te pongas un vestido y dejes que Lexy te maquille, ese hombre tiene que ser especial.

–No es una cita –dijo Daisy entre dientes.

–¿Vestida así? No me lo creo.

–Bueno, sí, pero es un asunto de negocios, así que no se te ocurra decirle una palabra a mamá.

Riendo, Ben levantó las manos, dándose por rendido.

–Bueno, tengo que irme a casa y pedir un taxi.

–No puedes volver en bicicleta con ese vestido –dijo mirando a su esposa y luego a Daisy–. Meteré la bicicleta en el maletero del coche y te llevaré.

–Puedo arreglármelas –dijo Daisy orgullosa.

–Lo sé, pero no hace falta.

–Odio que me trates como a un bebé.

–Eres mi hermana pequeña. Está bien, lo sé. ¿De qué va todo este asunto?

Daisy se lo contó.

–¿Estás segura? Porque si ese hombre cree que eres parte del acuerdo…

–No lo cree –le cortó–. Y no hace falta que me cuides, Ben. Ya soy mayorcita –dijo, y le dio un beso en la mejilla–. Aunque te agradezco que te preocupes por mí.

–Vaya –dijo sintiéndose azorado–. ¿Por qué no te llevas el MG?

–¿Te fías de mí como para dejarme tu coche?

Sabía lo mucho que su hermano apreciaba aquel coche clásico.

–Claro. Sabes lo que hay debajo del capó y lo tratarás como merece.

Daisy se tragó el nudo de la garganta. ¿Acaso era la manera en que Ben le estaba diciendo que la consideraba un adulto?

–Gracias, Ben, te quiero.

–Te revolvería el pelo, pero entonces Lexy me mataría. Impresiónalo y si se pasa de la raya…

–Le diré que mi hermano favorito es más fuerte y que se las tendrá que ver con él –dijo, y se despidió con un abrazo, antes de hacer lo mismo con Alexis–. Hasta luego. Y gracias por el apoyo. Sois maravillosos.

 

 

Fue en coche a la costa. Ben tenía razón. Conducir el MG la hacía sentirse poderosa, pero a la vez tenía un nudo en el estómago. No solo por lo mucho que dependía de aquella noche, sino también por la idea de encontrarse con Felix.

Lo peor era que estaba deseando verlo. Debía concentrarse en los negocios, a pesar de que Felix Gisbourne tuviera unos labios sensuales dignos de ser acariciados antes de besarlos.

Aparcó y entró en la recepción del hotel cinco minutos antes de las siete, recordando los consejos de Alexis sobre cómo caminar.

–El señor Gisbourne me está esperando –dijo.

–Espere un momento, por favor.

Sentía mariposas en el estómago. ¿Parecería demasiado ansiosa por haber llegado pronto?

Se abrieron las puertas del ascensor y apareció. Llevaba un traje gris oscuro acompañado de una camisa blanca inmaculada y una corbata de seda. Las mariposas del estómago revolotearon victoriosas cuando lo vio fijarse en ella y quedarse boquiabierto.

Tratando de mostrarse tranquila y segura, se puso de pie y caminó contoneándose hacia él.

Era imposible que aquella Venus del vestíbulo del hotel fuera Daisy Bell.

Felix tuvo que fijarse dos y tres veces. Pero se acercaba hacia él y se dio cuenta de que de verdad era ella.

Nunca habría adivinado que estaría tan guapa. La melena castaña le caía en suaves ondas por los hombros. El pequeño vestido negro era recatado y discreto, pero dejaba adivinar sus curvas. Si llevara guantes al codo y un sombrero amplio, sería la viva imagen de Audrey Hepburn.

Daisy Bell era preciosa. No se parecía en nada a las mujeres con las que solía salir y menos aún a las mujeres con las que su madre se empeñaba en emparejarlo. Era pura energía, combinada con una gran agudeza y picardía, dentro de un cuerpo que hacía que sus hormonas se dispararan.

No recordaba la última vez que había sentido una atracción tan fuerte. El deseo era tan intenso que se sentía desconcertado.

–Dijiste que nada de vaqueros ni de monos de trabajo. Supongo que esto está bien, ¿no?

Felix despegó la lengua del cielo de la boca.

–Discúlpame. No pretendía molestarte. Simplemente quería que supieras que había un código de vestuario y no quería que te sintieras incómoda si… –se detuvo y sonrió–. Bill me advirtió de que eras sensible a la discriminación sexista y que eras una oponente muy dura. Estás muy guapa.

Sus palabras la pillaron por sorpresa y se sonrojó. Aquello le provocó a Felix toda clase de pensamientos que no tenía intención de compartir. También se sintió intrigado. No parecía acostumbrada a los halagos. Era extraño. Daisy Bell era muy atractiva cuando no se ocultaba bajo el mono de mecánico, y seguramente muchos hombres ya se lo habían dicho.

La expresión de sus ojos le decía que la atracción era mutua, aunque estaba bastante seguro de que no se parecía a los hombres con los que normalmente salía.

No había ninguna duda de la atracción que había entre ellos. ¿Qué podían hacer?

Mezclar negocios con placer era un error que nunca cometía. Pero con Daisy Bell se sentía tentado a romper las reglas. Se sentía tentado a tomar un mechón de su pelo entre los dedos para comprobar si era tan suave como parecía. Quería besarla y descubrir si sus ojos verdeazulados se tornaban del color del jade cuando estaba excitada.

Lo miró a los labios y él supo por su expresión que estaba pensando exactamente lo mismo. Estaba considerando cómo sería, cuál sería su sabor, qué química habría entre ellos…

Tenía que volver a mostrarse profesional. Le ofreció su mano.

–Gracias por quedar conmigo esta noche. Vamos a cenar y hablemos de negocios.

Daisy dejó que Felix la tomara de la mano y sintió como si la sangre empezara a hervirle en las venas. Sabía que a él le pasaba lo mismo por el color de sus mejillas. Se había sonrojado al decirle aquel cumplido. Había visto en sus ojos que era sincero y no solo una frase hecha para engatusarla.

¿Qué estaba pasando? Ella nunca se comportaba de aquella manera.

Una parte de ella deseaba salir corriendo y volver a la seguridad de su mono de trabajo y del taller. Pero otra parte estaba intrigada con la posibilidad de poder reducir a aquel hombre rápido e inteligente a un puñado de hormonas. Solo con imaginar que…

No, aquello eran negocios. No podía dejar que el sexo se interpusiera en lo más importante de su vida: salvar el parque de atracciones. Era demasiado arriesgado.

Respiró hondo y dejó que la guiara hasta el comedor. El camarero los acompañó a su mesa y Felix le sujetó la silla. Sus modales eran tan perfectos como su cuerpo.

–Gracias –dijo educadamente.

Él inclinó ligeramente la cabeza.

–Un placer.

Todas las mujeres que había allí estaban mirándolo, pero eso no parecía incomodarlo. Tal vez no se había dado cuenta o ya estaba acostumbrado.

–¿Quieres vino tinto o blanco? –preguntó él mientras leía la carta de vinos.

–Prefiero no tomar vino, gracias, tengo que conducir, pero no te prives por mí.

–Entonces, tomaré agua –dijo él sonriendo.

Felix le dio la orden al camarero y siguió leyendo el menú.

–Estoy indeciso entre el cordero y el salmón.

Convencida de que el comentario iba con segundas, Daisy lo miró por encima de la carta.

–¿Crees que tendrán recipientes para las sobras?

–Las porciones no son tan grandes. Pero si no puedes acabar el plato, podemos pedirlo.

¿La estaba tomando en serio?

–Señor Gisbourne, está muy lento esta noche.

–Muy divertido –dijo y bajó la mirada al collar que llevaba Daisy–. Estaba distraído porque alguien se ha puesto lapislázuli donde me gustaría besarla.

De repente, Daisy fue la que se distrajo imaginándolo. Los labios de Felix eran espléndidos, bien definidos y con unas pequeñas arrugas a los lados que evidenciaban lo mucho que debía reírse. No pudo evitar imaginarse sentirlos en la base de su cuello.

Acababa de decir algo increíblemente sugerente, pero no se lo imaginaba haciendo esos comentarios a una mujer nada más conocerla. Más bien, tenía la impresión de que, sin darse cuenta había pensado en voz alta.

–¿De veras crees que soy una de esas mujeres que se llena con una hoja de lechuga?

–¿Lo eres? –preguntó él arqueando una ceja.

–Tengo pensado pedir tres platos y pasteles con el café, y disfrutar cada bocado. ¿Qué sentido tiene venir a un restaurante famoso por su buena comida si no vas a disfrutar degustándola?

–Una mujer como me gusta. Bien.

Tenían algo en común, eso era bueno. Para los negocios, se recordó ella.

Cuando el camarero les llevó el agua, Daisy pidió espárragos con salsa holandesa, salmón y un trío de púdines.

–¿Así que vas a probar varios platos? –preguntó él después de darle la comanda al camarero.

–Por supuesto.

Él sonrió.

–Cuéntame: ¿cómo es que tu gato cree que es un perro?

–Era un pequeño gatito cuando hace dos años entró en el taller y se acurrucó junto a un motor.

–¿Pequeño?

–Por aquel entonces, sí. Cuando paré para comer, vino y se sentó en mi regazo. Luego se subió a mi hombro y maulló junto a mi oreja hasta que le di un trozo de salmón de la ensalada. Puse carteles por la zona y me lo llevé a casa a la espera de que alguien lo reclamara. Pero como no lo hizo nadie, me lo quedé. Le pusimos de nombre Titan porque era muy pequeño, pero al final creció y cumplió con su nombre.

–Y se convirtió en tu gato guardián.

–Así es. Levántame la voz y tendrás ante ti un gato bufando y con la espalda arqueada dispuesto a clavarte las garras.

Felix rio.

–Así que es cierto que cree que es un perro.

–Sí, pero me hace mucha compañía. Me alegro de que se quedara conmigo. ¿Tienes mascotas?

Felix sacudió la cabeza.

–Mis padres tienen perros. Pero yo viajo demasiado y no sería justo.

Así que no permanecía mucho tiempo en el mismo lugar. Era una advertencia y tomó nota de ella.

Antes de que pudiera decir nada, el camarero apareció con los primeros platos.

Felix miró el plato de ella con interés.

–Ahora entiendo por qué has pedido eso. Es un asunto de ingeniería, ¿verdad?

Ella lo miró sorprendida y asintió. ¿De verdad se había dado cuenta? Los hombres con los que había salido en el pasado habrían pensado que era su manera de flirtear con ellos.

De nuevo, tuvo que recordarse que aquello no era una cita.

–¿Cómo se come? –preguntó él.

–Abres el huevo por arriba, le añades un poco de mantequilla con la cuchara y un poco de vinagre, metes el espárrago en la yema y lo mezclas. Así –dijo haciéndole la demostración.

Después de chupar la salsa de la punta del espárrago, lo miró y advirtió que las pupilas se le habían dilatado y sus labios se habían abierto ligeramente.

No pretendía seducirlo, al menos no intencionadamente. Pero al ver su reacción, se le despertó la imaginación. Aquel era el hombre al que se imaginaba besándola en el cuello. Era una imagen que no podía borrar. Tal vez se merecía tener su propia fantasía. Mantuvo el contacto visual, volvió a mojar el espárrago y se tomó su tiempo para chupar la salsa.

Cuando terminó de comerse el primer espárrago, Felix estaba a punto de hiperventilar.

–Lo has hecho a posta, ¿verdad? –preguntó él.

Se quedó pensativa y luego sonrió con picardía.

–Sí, aunque siendo sinceros, tú has empezado.

–¿Cómo?

–¿Recuerdas lo que dijiste de esto? –preguntó ella acariciando el collar que llevaba.

–¿Dije eso en voz alta? Lo siento.

Así que no había querido decirlo. El hecho de que lo hubiera trastornado hasta el punto de hacerle bajar la guardia, le hizo sentir una agradable sensación.

–No pasa nada –dijo, y añadió con franqueza–. Yo no debería haber coqueteado contigo. No es justo para tu pareja.

–No tengo pareja. Y yo tampoco pretendía flirtear contigo. No es justo para la tuya.

Ella respiró hondo.

–Tampoco tengo pareja –dijo ella, y por si acaso le hacía pensar que aquello era un ofrecimiento, añadió:– No tengo tiempo con el trabajo. Perdóname por provocarte. Era mi manera de vengarme con el primer plato.

Él esbozó aquella sonrisa tan atractiva.

–Pensé que las venganzas eran dulces.

–Ah, no. El pudin es otra cosa. Tal vez esté dispuesta a compartirlo contigo si me das a probar tu mousse de limón.

Él sonrió. Al borde de sus bonitos ojos se dibujaron unas finas líneas.

Cuando estaba relajado como en aquel momento, parecía más accesible.

Tenía que dejar de pensar así porque estaba fuera de su alcance.

–Me gustas, Daisy Bell –dijo–. Me gusta tu estilo, pero creo que no voy a poder mirarte hasta que acabes los espárragos.

–Prueba un poco. Están muy buenos.

Él negó con la cabeza.

–No, gracias. Pero ayúdame a olvidar lo que acabas de hacer y cuéntame cómo se fundó el museo.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Era un tema de conversación seguro con el que era imposible acabar coqueteando con él. Aliviada, Daisy empezó la explicación.

–Mi tatarabuelo era ingeniero en la industria textil, pero sabía cómo funcionaban los motores de vapor de las atracciones de las ferias. Cuando mi bisabuelo, el que hizo el tiovivo, se hizo cargo, Bell ya era un nombre conocido en el mundo del entretenimiento.

–¿Así que el museo lo conforman piezas de tu familia?

–El gusto por las atracciones cambió con los años, así que mi abuelo decidió cerrar el negocio. Pero la familia de mi abuela era feriante y guardó algunas de las máquinas. Bill se hizo cargo y amplió la colección. Hubo un momento en que las atracciones se podían comprar muy baratas. A veces lo único que teníamos que hacer era recoger las piezas y restaurarlas. Pero en los últimos años los motores de vapor se han convertido en piezas de coleccionista. Si tuviéramos que comprar las máquinas ahora, no podríamos permitírnoslo.

–¿Tu padre también es ingeniero? –preguntó Felix.

–Diseña ascensores industriales, bueno, es lo que ha hecho hasta ahora. Está a punto de jubilarse. Piensa que el parque de atracciones es algo divertido, pero no ve futuro en ello.

Además de considerar que su hija estaba desperdiciando su talento cuando podía hacer carrera en el mundo de la ingeniería.

–¿Y los hijos de Bill?

Daisy se mordió el labio.

–Bill y Nancy no pudieron tener hijos. Es una lástima, habrían sido unos padres magníficos.

–Tengo la impresión de que Bill te considera como una hija.

–Vemos las cosas del mismo modo –dijo asintiendo.

–¿Les interesa el parque de atracciones a tus hermanos?

–¿Cómo sabes que tengo hermanos? –preguntó ella frunciendo el ceño.

–Bill me contó que eras la menor de cuatro hermanos.

–Ellos también son ingenieros, pero ven las cosas como mi padre. Ed construye edificios, Ben diseña coches y Mikey trabaja en sistemas de irrigación –dijo, y suspiró–. Al ser la hija tan deseada, mi madre se llevó una gran decepción conmigo. Nunca me gustaron el rosa ni los lazos. Me ponía vestidos y me decía que jugara con muñecas y diez minutos más tarde me encontraba jugando con las construcciones de mis hermanos o destripando algo para ver cómo funcionaba.

–No sé por qué, pero me lo imaginaba –dijo Felix con una sonrisa.

–A veces me gustaría haber sido la mayor. Todo habría resultado más sencillo de aceptar.

–¿Como qué, que también querías ser ingeniero?

–No eso exactamente –dijo jugueteando con un espárrago.

–Entonces, ¿qué?

–Si hubiera estudiado una ingeniería en la universidad, les habría parecido bien.

Felix se quedó sorprendido.

–¿No tienes título?

–Soy la única que no lo tiene –dijo, y se mordió el labio–. El caso es que siempre supe lo que quería hacer y un título me habría retrasado tres años más. Así que transigí: terminé el instituto con buenas calificaciones y luego me preparé como mecánico.

–Supongo que tampoco sería una elección sencilla. ¿Había más chicas en el curso?

–Era la única –dijo sonriendo–. Hasta mitad de curso no logré convencer a los profesores y a los otros estudiantes de que la única razón para estar allí era para aprender la profesión y no para buscar un hombre.

Seguía sin buscarlo, a pesar de que el que tenía sentado frente a ella fuera un buen ejemplar.

–Supongo que tuviste que destacar en los exámenes para demostrar a todos que ibas en serio, ¿no?

–Más bien en cada tarea.

–¿Te lo pusieron difícil?

Ella se encogió de hombros.

–Lo importante es que lo conseguí. Sé que mis padres y mis hermanos se sintieron decepcionados, pero me gusta lo que hago. Así soy yo.

–Ay, las expectativas familiares…

Ella se sorprendió. No pensaba que la entendería. Pero por la expresión de sus ojos supo que él también, en algún momento, había decepcionado a su familia.

–A ti también te ha pasado, ¿verdad?

Hubo una larga pausa antes de que contestara.

–Excepto que yo soy el mayor en vez del pequeño.

–¿Qué se supone que debías hacer?

–Convertirme en la tercera generación de una empresa de corretaje de bolsa –dijo lanzándose a sus champiñones–. Por suerte, mis hermanas lo hicieron por mí.

–¿Qué hay de malo en ser corredor de bolsa?

Aquella pregunta le hizo levantar la cabeza y mirarla a los ojos.

–¿De veras tienes que preguntarlo?

–No era tu sueño.

–Así es. Lo que me gusta es arreglar cosas, como a ti. Claro que yo arreglo empresas.

Daisy arqueó una ceja.

–¿Así que admites que eres un liquidador de empresas?

–No, y si te molestaras en buscar información sobre mí en internet sabrías lo que hago exactamente.

–Está bien, no he sido justa. Tenía intención de buscar información sobre ti, pero no he hecho los deberes.

–Pero te entretuviste con el motor con el que estabas trabajando esta mañana.

–Sí –dijo sonriendo–. Llevo una temporada trabajando en él. Perdí la noción del tiempo y se me hizo tarde para la reunión.

–¿Tarde?

–Está bien, tuviste que venir a buscarme, pero ya me he disculpado.

¿Qué más quería que hiciera?

En su mente se formó una imagen espontánea, disculpándose de una manera mucho más personal. Con un beso.

Oh, no. ¿Qué estaba pasando? Se suponía que aquella era una charla de negocios. Tenía que reconducir la conversación.

–Ibas a decirme qué hay de malo en la manera en la que hacemos las cosas.

–Para empezar, tenéis mucho terreno y no lo estáis usando.

–Claro que lo estamos usando. Es una zona de juegos para niños y jardines para que la gente pasee. A todo el mundo le gustan nuestros jardines.

–Pero con ese terreno no ganáis más dinero.

–¿Qué sugieres, que lo vendamos a un constructor?

Él frunció el ceño.

–¿Por qué piensas tan mal de mí?

Daisy sintió que le ardía la cara.

–Lo siento. Es…

–¿Un mecanismo de defensa?

–No, yo…

La voz se le desvaneció. Tal vez tuviera razón. Solía fijarse en lo bueno, pero estaba intentando ver el lado oscuro de Felix. Era un mecanismo de defensa porque la combinación de su aspecto con su agudeza le resultaba muy atractiva y se sentía tentada a olvidar el sentido común y saltarse sus principios.

–Dime lo que ibas a decir.

–Para empezar, un parque de atracciones es un lugar inusual para celebrar una boda.

–Ya se me había ocurrido, pero cuando me enteré de lo que costaba la licencia para celebrar bodas, pensé que no merecía la pena. Además, no tenemos un salón amplio para las recepciones.

–Podríais usar una carpa en verano.

–Sí, la góndola sería perfecta para las fotos de los novios. Pero los mayores ingresos los obtenemos los fines de semana de verano. Celebrar una boda supondría cerrar al público y perder las ganancias de ese día.

–No necesariamente. Podríais cerrar por las noches. Entonces, el parque de atracciones sería exclusivo para los invitados de la boda.

Un camarero se llevó los platos vacíos y les trajo los platos principales.

–También deberíais revisar los precios y el número de visitantes –añadió Felix–. Supongo que lo sabes, ¿verdad?

–¿No has hablado con Bill de eso? –preguntó ella frunciendo el ceño–. Claro que lo sé. Tenemos un sistema informatizado para las entradas, así no tenemos problemas con Hacienda. Sabemos exactamente cuántas vendemos cada día. También sabemos quién nos visita y si ha comprado entradas individuales, familiares o está usando un pase de temporada.

–Entonces tienes que analizar las estadísticas y ver si tenéis una estructura de precios adecuada.

Daisy suspiró.

–¿Cómo puedo hacértelo entender, Felix? Queremos continuar una tradición, no estamos en esto por dinero. Por eso buscamos un patrocinador, no un inversor que se haga con un porcentaje del parque de atracciones. No quiero subir el precio de las entradas y que resulten tan caras que las familias dejen de visitarnos. Quiero que la gente vuelva porque se lo ha pasado bien y no se sienta timada.