Sinceramente Ben - Bill Konigsberg - E-Book

Sinceramente Ben E-Book

Bill Konigsberg

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Beschreibung

Sinceramente Ben, LA SECUELA DE ABIERTAMENTE HETERO. Tras las vacaciones de Navidad, Ben regresa al internado Natick e intenta hacer vida normal. Todo parece ir bien: acaban de elegirlo capitán del equipo de béisbol, le han dado una beca, conoce a una chica interesante y, sobre todo, está convencido de que ha dejado atrás lo que sucedió con Rafe. Sin embargo, la presión por ser perfecto empieza a hacer mella en él. Además, su familia tiene problemas de los que no se había dado cuenta hasta ahora y, para colmo, Rafe sigue allí… saliendo con otro chico. Sinceramente Ben está contado desde el punto de vista de Ben, un chico al que su padre ha educado a contener sus emociones, evitar el conflicto y «ser un hombre». Ben es un adolescente humilde que ha trabajado duro para ganarse donde está y que tiene siempre una sonrisa para los demás, aunque pocas veces para él mismo. «Extremadamente bien escrita, esta novela de ideas es tan satisfactoria y sincera como su conmovedor protagonista». (Booklist, reseña destacada)

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Índice
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Sinceramente Ben
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Sinceramente Ben

(Honestly Ben)

 

Bill Konigsberg

Para Chuck Cahoy, siempre. Aunque no te conocí de adolescente, tu voz dio vida a Ben, y por ello te estaré eternamente agradecido. Y también por todo lo demás en mi vida.

 

1

Según el instructor de natación del gimnasio Gilford, tengo menos flotabilidad que cualquier otro ser humano que él haya visto.

A mi hermano Luke y a mí nos regalaron una clase de natación a cada uno por Navidad, más que nada porque Luke quería aprender. Yo no estaba seguro de que necesitara añadir natación a mi vida, pues me he apañado bastante bien sin saber durante diecisiete años. Además, afuera estábamos como a menos dieciséis grados, así que la idea de ir en bañador, aunque fuera en interior, no era muy apetecible. Le ofrecí mi clase a Luke, pero él quería que la hiciéramos juntos, así que le di una oportunidad.

El instructor, quizás un par de años mayor que yo, tenía una barba densa en la que se podría esconder una familia de gorriones.

—No hay que tenerle miedo al agua. Todo el mundo flota, más o menos. Es el principio de Aquimedés —dijo él, y yo resistí el impulso de corregirlo diciendo «Arquímedes». Cuando eres alumno de un internado pijo, es mejor no parecer un sabelotodo durante las vacaciones de invierno.

Nos hizo patalear hasta la zona profunda agarrándonos a las tablas de natación, pero entonces nos las quitó y todos nos asimos del borde de la piscina como si estuviéramos suspendidos sobre el Gran Cañón. El instructor nos mostró cómo patalear en el agua; era parecido a montar en bicicleta, excepto que, si te caes, te ahogas. También nos enseñó que, si por algún motivo acabábamos en el fondo, podíamos usar los brazos y las piernas para impulsarnos hacia arriba. Después, de uno en uno, nos dijo que nos soltáramos del borde.

—Veréis cómo se activa vuestra flotabilidad natural y perderéis el miedo —prometió.

Yo era el último de la fila y, aunque con algunos el instructor tuvo que insistir más que con otros, todos respiraron hondo y se soltaron. Tal y como él predijo, se hundieron un poco y luego flotaron hasta que sus coronillas asomaron en la superficie del agua. Entonces, cuando patalearon más o menos como nos había enseñado, sus bocas quedaron al aire, dieron una bocanada de oxígeno y el instructor los ayudó a llegar al borde otra vez.

A Luke le tocó antes que a mí. Él pesa como treinta kilos menos que yo y le fue bien. Ni siquiera tuvo que patalear mucho para llegar a la superficie.

—De locos, pavo. Es como montar en bici —dijo mientras pataleaba el agua aun habiendo llegado al borde.

Fue bastante irónico por su parte y no un gran consuelo para mí, porque quien nos enseñó a montar en bici a los dos fue nuestro padre. Nos llevó a una colina llena de grava que hay cerca de nuestra granja, nos dijo que nos sentáramos, que dejáramos de lloriquear y que empezásemos a pedalear. Nuestra madre tuvo cuatro rodillas raspadas que curar aquella noche, y no se sintió muy aplacada cuando papá se encogió de hombros y dijo: «Mi padre me enseñó así».

Cuando me llegó el turno de patalear en el agua, hice lo que el instructor dijo. Me solté.

Me hundí directamente y llegué al fondo en tres segundos. Caí de culo en el suelo de la piscina, reboté unos treinta centímetros y me volví a hundir.

Como una piedra. Como una densa piedra checoslovaca.

A pesar de toda el agua clorada que había tragado y de la falta de oxígeno allí abajo, estar sentado en el fondo de la piscina era casi cómodo. Era como si, durante esos instantes, nada tirara de mí. Yo era simplemente «Ben en el fondo de la piscina». Abrí los ojos, vi el mundo de luz azul que me rodeaba y pensé: Sí. Esto. Una parte de mí eligió no impulsarme hacia la superficie.

Fue entonces cuando noté los brazos frenéticos del instructor bajo las axilas. Me empujé con las piernas y ascendimos unos dos metros hacia la superficie.

—¿De qué están hechos tus huesos? —preguntó cuando dejó de dar bocanadas de aire y yo estaba otra vez a salvo, agarrado al borde.

Me restregué los ojos para quitarme el agua. Después de toda una vida siendo un Carver, había aprendido que las preguntas no siempre requieren respuesta. En clase de ciencias, aprendí que mis huesos están hechos de colágeno y calcio, igual que los del resto de gente. La única diferencia es que soy un tipo grande (metro ochenta y siete y noventa y siete kilos) y que soy checoslovaco.

Somos gente densa.

La especialidad de mi madre es el pan checo, el alimento más denso conocido por el hombre. Se prepara con harina, leche, puré de patatas y huevos, se le da forma de hogaza y se hierve, y su propósito principal es absorber salsa. Se podría construir una choza bien aislada con ese pan.

Estoy convencido de que, en muchos, muchos aspectos (la flotabilidad incluida), yo soy un pan checo.

Desconecté mentalmente de la clase al cabo de veinte minutos, cuando vi que era incapaz de hacer las cosas más sencillas en el agua (respirar, patalear), y mis pensamientos se sumieron en el mismo abismo oscuro en el que habían pasado gran parte del día.

Aquella mañana, mi padre había entrado en nuestro cuarto mientras Luke estaba en el baño y se había sentado en la cama. Yo sonreí, sintiendo aún la calidez de la Navidad, cinco días atrás. La nuestra es una familia de tradiciones, y nuestra tradición navideña es levantarnos, abrigarnos con un montón de capas y subirnos a la camioneta Ford marrón de papá. Mamá toma vasos para llevar de la tienda, los llena de chocolate caliente y nos apiñamos todos en la camioneta: Luke y yo atrás, y mi madre y mi padre delante. Nuestros alientos y el vapor de las bebidas se ven con nitidez. Papá conduce lentamente por las carreteras de Alton durante una hora o así y «vemos crecer los cultivos», como le gusta decir a él. Hay algo perfecto en ese silencio, todos juntos, observando los campos prístinos y cubiertos de nieve ahí fuera, mientras que nosotros estamos a salvo y calentitos aquí dentro.

No es nada del otro mundo, pero es en momentos así cuando me siento más como un Carver. Estamos en silencio, pero estamos juntos. Después nos vamos a casa y Luke y yo abrimos cada uno nuestro regalo, que suelen ser «simultáneos», lo que significa que los abrimos a la vez y que solemos recibir lo mismo, como este año con la clase de natación.

Sí, es así de simple. Pero bueno, a mí me encanta nuestra Navidad.

Cuando esta mañana sonreí a papá al sentarse en mi cama, él no me devolvió la sonrisa.

—Ayer nos llegaron tus notas —dijo.

—Oh. —Se me cayó el alma a los pies.

—Benny, ¿cómo ha pasado esto?

Inspiré entre dientes. «Esto» era un bien alto en el primer semestre de Matemáticas Avanzadas. Antes había traído a casa todo excelentes, pero el otoño pasado me distraje un poco con mi repentina y emocionante vida social en el internado. Ahora, ese bien alto destacaba entre los excelentes como una dy/dx en medio de un texto de Historia de la Filosofía. Había pasado de ser el alumno con mejores notas de mi curso a un ser un simple segundón.

—Lo siento —murmuré apartando la mirada.

Mi padre negó con la cabeza, mirándome con su rostro delgado y canoso.

—Eso no es suficiente, Benny. ¿Sabes lo que hace este mundo con un estudiante mediocre? Lo escupe. Tienes que arreglar esto.

No dije nada. ¿Qué había que decir? Era culpa mía. No había dado lo mejor de mí.

—Estoy decepcionado contigo —dijo—. Pensé que valías más.

Sentí cómo las costillas se me expandían y contraían, y pensé: ¿Puede que no valga más? Y entonces, mi mente se dio este paseo:

Lo he echado todo a perder. Qué idiota soy. Ya no destacaré para las universidades. No me aceptarán en ninguna buena y, desde luego, no me darán ninguna beca. ¿Qué futuro le espera a un cerebrito de una familia pobre de Nuevo Hampshire? ¿Tendremos bastante dinero como para que al menos vaya a una universidad pública? Joder, joder, joder.

Mi padre me estaba mirando fijamente, como si estuviera esperando a que dijera algo. A él no le gustan ni la efusividad emocional ni los lloriqueos, así que me lo guardé todo dentro.

—Lo siento —repetí—. Lo arreglaré.

Él sacudió la cabeza y salió del cuarto, y yo cerré los ojos y me sentí avergonzado.

Lo peor de todo es que mi padre tenía razón. Lo había decepcionado. Me había decepcionado a mí mismo. Papá había trabajado muy duro y, cuando me concedieron la beca para Natick, se sintió orgulloso. Era un sacrificio no tenerme en la granja, pero ¿por una educación y la oportunidad de ir a la universidad? Merecía la pena, dijo. Y yo fui y seguramente lo eché todo a perder. ¿Y por qué? ¿Por Rafe Goldberg? Dios.

Rafe Goldberg. He aquí un nombre que me haría feliz olvidar.

Cuando terminó la clase de natación y nos cambiamos en el vestuario, Luke no dejaba de decir lo loquísimo que era nadar. Yo sonreí y dije:

—De locos, sí.

Después, mientras cruzábamos la tundra helada de camino a la granja, yo conduciendo a Gretchen, mi viejo Chevrolet, y mi hermano hablando sin parar sobre los videojuegos a los que podía jugar en casa de los Tolleson, reproduje en mi mente la escena por millonésima vez. Hacía tres semanas, en mi habitación de la residencia. Rafe con lágrimas en el rosto. ¿Yo? Ninguna.

«Se me fue de las manos», dijo Rafe secándose una lágrima. «Es difícil contarle algo a alguien cuando no se lo has dicho de primeras».

¿Tú crees? ¿Se podría aprender algo de esto, quizás?

Tenía muchos flashbacks así últimamente. Como si estuviera flotando sobre la escena, viéndola desde el techo. Como el juez. El jurado. El jurado de Rafe. Uno no traba amistad con alguien, hace que baje todas sus defensas y, cuando nacen sentimientos de lo más naturales, sueltas: «Ah, por cierto. En Boulder era abiertamente gay. Llevaba años siéndolo. Iba a institutos a dar charlas sobre el tema. Ups, a lo mejor te lo tendría que haber dicho».

Y yo que pensaba que éramos dos exploradores cartografiando un mundo nuevo juntos. Resultó que él ya lo había explorado y que estaba fingiendo. ¿Cómo se puede hacer algo tan ruin? Noté cómo me subía la tensión.

Te odio, Rafe Goldberg. Con una intensidad tan ardiente que apenas puedo concentrarme en nada más.

—Oye, Ben, ¿sería raro que…? —Luke se echó hacia atrás en el asiento del copiloto. Crujió.

—¿Sería raro que qué? —Me alegré de que me sacara de mi diatriba mental. El cielo era de un gris monocromo típico de Nuevo Hampshire, como si Dios no quisiera que olvidaras el aspecto sombrío del paisaje.

—Nada, da igual.

—Cuéntame.

Luke inclinó el cuerpo hacia delante y escondió la cara entre las manos, a pocos centímetros de la guantera. Se rascó la cabeza. Copos blancos cayeron al suelo. Nevaba.

—¿Sería raro que me gustara una chica que…?

—¿Una chica que qué?

Me cambié al carril derecho para dejar pasar a un capullo en un Mini Cooper rojo que iba a toda velocidad. Luke y yo estábamos bastante unidos, pero él no era de los que hacen grandes preguntas personales. Ninguno de los Carver éramos así.

—¿Una chica que estuviera gorda?

Se me escapó un poco la risa.

—¿Qué más dará eso?

—La llaman «la Buldócer».

—Vaya tela.

—En realidad se llama Julie y la vi llorando cerca de la verja, en el recreo. El caso es que siempre me ha gustado, más o menos, así que me acerqué y le pregunté si tenía los deberes de Mates, y me los dio.

Me eché a reír.

—¿Conque hiciste que se sintiera mejor pidiéndole los deberes?

Luke se encogió de hombros.

—Yo ya los tenía hechos. No sabía qué otra cosa decirle.

—Ah, pues fue un detalle por tu parte.

—No sé. Ahora siempre le pregunto cosas de Mates porque se le dan bastante bien.

—Ajá.

—Lo que no sé es qué hacer ahora. ¿Es raro que quiera hablar con ella? Todo el mundo se reiría de mí.

—No es raro. A ti te gusta quien te gusta. No te preocupes por la gente ni por lo que puedan pensar de ti. Si quieres hablar con ella, pregúntale cosas sobre sí misma.

—¿Cómo qué?

—«¿Dónde vives?».

Luke se aguantó la risa.

—Sé dónde vive. En el pueblo.

—Pues no sé. ¿Qué le gusta hacer? ¿Sabe mamá que te gusta una chica? ¿Lo sabe papá?

—Uf, no —dijo, y yo me reí.

Recordaba haber sido un Carver de catorce años con un montón de preguntas y sin nadie a quien hacérselas excepto a internet, lo cual no es lo mismo que preguntar a una persona de carne y hueso que pueda explicarte las respuestas. Una mañana de primavera, no pude soportar más no saber. Me estaban pasando tantas cosas, tenía tantas preguntas. Reuní todo mi coraje y fui al establo, donde mi padre estaba arreglando una tarima suelta. Me quedé allí de pie con los brazos firmemente cruzados y los ojos fijos en una pila de heno suelto. Al final, solté: «¿A qué edad te salió pelo en las piernas?». Mi padre golpeó un clavo con el martillo y no dijo nada. Yo inspiré entre dientes. «¿A qué edad empezaste a pensar en chicas?». «Parece que va a llover», dijo él sin levantar la mirada. Y entonces golpeó el clavo otra vez, a pesar de que vi que estaba metido del todo.

Hasta el día de hoy, papá nunca ha tenido esa conversación conmigo.

—Te entiendo —le dije a Luke—. A nuestros padres no se les dan muy bien ese tipo de conversaciones, pero si necesitas hablar…

Él se encogió de hombros y miró por la ventana.

—Eres un buen hermano —dijo al cabo de un rato, y yo noté una punzada en el pecho.

—Tú también.

Quería mucho a mi familia. Nos teníamos los unos a los otros. Ellos sabían quién era yo. Mi padre quizás era un poco exigente, pero también había momentos buenos. Cuando te ganas la vida trabajando en una granja, no te queda mucho tiempo para charlar. A veces menos es más, como Luke y yo. Aquella pequeña conversación que acabábamos de tener valía más que mil noches enteras hablando con Rafe, y prueba de ello era que solo dos meses de compartir mis emociones más profundas con él me habían llevado aquí.

Pensé en estar sentado en el fondo de la piscina, y en cómo en ese momento sentí que me parecería bien no estar aquí. No estar en ninguna parte. Lo cual no parece lógico, porque lo que yo sufrí fue la traición de un chico y, teniendo el universo entero como perspectiva, esa traición no equivalía siquiera a un parásito sobre una hormiga en el culo de un elefante. Pero en ese instante en la piscina, sin duda pensé que me parecería bien dejar de existir.

Y eso no tenía ningún sentido.

Es que, a ver, yo era Ben Carver y tenía tantísimo. Era lo bastante afortunado como para ir a la Academia Natick con una beca completa. Si no me metía en problemas y subía la nota de Mates, sería el primero de mi familia en ir a la universidad y graduarme. El plan era ser profesor de Historia en alguna universidad a los veinticinco años. Y seguir con ese plan era muchísimo más importante que el hecho de que deseara tener a alguien con quien hablar del tema Rafe. De todo, en realidad. De sentarme en el fondo de la piscina.

Pero no puedo hacerlo. Cuando eres Ben Carver, ¿cómo le dices a alguien que por un instante pensaste que amabas a un chico? ¿O cómo le dices a alguien que pensaste que quizás estaría bien no seguir viviendo? Eso son movidas tremendas. Son bombas atómicas. Y yo no suelto bombas atómicas a la gente. Rafe sí que lo hace. Yo no.

2

Cuando anunciaron por los altavoces que tenía que ir al despacho del director, pensé: Verás que me van a quitar la beca.

Era la primera mañana de clases después de las vacaciones de invierno y, mientras me apresuraba en cruzar el césped vacío de camino al Edificio de Administración envuelto en mi abrigo marrón con capucha, una parte de mí se dio cuenta de lo absurda que era la idea: no me iban a quitar la beca por sacar un bien alto. Otra parte de mí no podía evitar que el corazón me fuera a mil porque estaba seguro de que había hecho algo malo.

Nunca había estado en el despacho del director Taylor. Era muy ostentoso. Me senté en la sala de espera revestida de madera, con techos altos y esculturas. Incluso tenía un cierto olor varonil, como el del aftershave que Bryce, mi antiguo compañero de habitación, se ponía antes de salir de fiesta.

El secretario me dijo que ya podía ver al director, así que me levanté y me acerqué lentamente a su puerta intentando acallar los latidos de mi corazón que me retumbaban en los oídos.

—Benjamin Carver —dijo el director Taylor con casi demasiado entusiasmo—. Campeón.

—Buenos días, director —respondí.

Se rumoreaba que el director Zachary Taylor era descendiente del duodécimo presidente de los Estados Unidos y que por eso se apellidaban igual. Siempre tuve la intención de indagar para saber si era verdad o no. Taylor era el tipo de hombre que te estrecha la mano con fuerza, te regala una sonrisa perfecta, te llama «campeón» y te dice que su puerta siempre está abierta.

Por lo general, su puerta nunca estaba abierta.

—Siéntese, siéntese —dijo—. ¿Cómo están Richard y Marlene?

Mis padres.

—Em, bien. Están…

—Me alegro —dijo, y a mí se me cerró la garganta. Me di cuenta de que me iba a dar malas noticias. Nadie saluda a un chaval con tanta amabilidad a menos que algo no vaya bien—. Mire, le he hecho venir porque tengo algo que decirle.

Apenas pude mover el cuello para asentir.

—Dígame, ¿qué sabe sobre Peter Pappas?

Me quedé con la boca abierta y hasta se me durmieron los brazos. Peter Pappas fue un alumno de Natick en los años sesenta. Era un todoterreno, de esos estudiantes a los que se les da bien todo, y también era un atleta que, con mi edad, se alistó voluntariamente en el ejército durante la guerra de Vietnam. Murió en acto de servicio y ahora existía un premio con una beca importantísima que llevaba su nombre. Cada año, se entregaba a un alumno de mi curso al que también consideraban un todoterreno. El año pasado se lo dieron a Kyle Guidry, que tuvo que dar un discurso delante de toda la academia.

—Em. Pues sé bastantes cosas, la verdad. —Casi no podía respirar. Imposible.

El director Taylor se rio y dijo:

—No me sorprende ni lo más mínimo.

Pero yo no hacía más que pensar: ¿Y qué hay de la mala nota que me quedó en Mates el semestre pasado?

—Enhorabuena, Ben. ¡Usted es el ganador del premio de este año!

—¿Yo?

—¡Sí, usted, caballero! ¡Enhorabuena!

Me quedé mirando el escritorio. Como si esperara despertarme de un sueño o algo. No había ganado ningún premio en mi vida. Y este, este era importante. Increíble. Venía con una beca para la universidad. Dios mío. ¡Una beca para la universidad!

Sentí en el pecho una oleada de un sentimiento desconocido.

—¡Gracias! —dije—. Muchas gracias, de verdad.

El director Taylor me ofreció una sonrisa de labios sellados y se pasó las manos por el cabello canoso.

—Muchas de nadas, caballero. Esto no es algo que nos tomemos a la ligera. Tanto sus profesores como su entrenador solo tenían cosas positivas que decir acerca de usted, y hay algo que simplemente nadie puede negar, Ben: gusta a todo el mundo. Es un joven con mucho talento y con un futuro brillante. La fundación estuvo encantada cuando nos oyó hablar de usted.

Uno no debe llorar en momentos así, pero sentí que desde luego podía ocurrir. Me sentí mareado y ligero y nervioso, como si mi cuerpo no supiera cómo reaccionar.

—Gracias —repetí—. Gracias.

—Sepa usted que es provisional, ¿eh? La fundación tiene ciertos requisitos que debe cumplir durante su estancia en Natick. Por ese motivo, avisaremos a un finalista. No preveo ningún problema, pero quería asegurarme de que usted lo supiera. Debe respetar el código de conducta y permanecer entre el diez por ciento de alumnos con mejores notas de su curso. —Bajó la mirada a unos papeles que tenía delante—. Veo que, el semestre pasado, la asignatura de Matemáticas se le resistió.

—Así es, pero este semestre lo haré mejor. Se lo prometo.

—Bien. Con que solo suba esa nota, estará usted dentro del rango aceptable.

Yo asentí y asentí y, en ese momento, me prometí a mí mismo que no me metería en nada nuevo que pudiera entorpecer mis estudios. Nada podía ser más importante que eso.

—La fundación también está muy impresionada con sus actividades. Si sigue practicando algún deporte y participando en Modelo de Congreso, creo que le irá bien.

—Sí, señor.

Me sonrió de nuevo.

—La ceremonia será el viernes anterior a las vacaciones de primavera. Dará un discurso y recibirá la beca de cuatro años de la Fundación Pappas. Sepa usted que es una beca parcial y que somos conscientes de que necesitará más ayuda, pero no sería usted el primer estudiante de Natick que la une a otra beca o a alguna subvención. Tendrá que centrarse en eso el año que viene con su orientador.

—Gracias —dije otra vez—. Esto es increíble.

—Su discurso debe rendir homenaje a Pappas. También debería compartir un poco los planes de vida que tiene, sus objetivos. Kyle hizo un gran trabajo el año pasado.

Asentí. Recordaba el discurso. Había sido muy bueno.

—Bien. Nos encantaría que invitara a venir a su familia desde Nuevo Hampshire. Colocaremos una gran placa de madera con su nombre y su fotografía en el pasillo del Edificio Arthur, al lado de los demás ganadores.

Yo. Una placa con mi nombre y mi cara. Me sentí colmado. Esa es la palabra. Colmado y profundamente agradecido. No quería parecer raro, así que solo dije otra vez:

—Gracias. De verdad, mil gracias.

Me dio otro apretón de manos firme y, cuando salí del despacho, casi esprinté por el césped sintiendo un cosquilleo, como si partes de mi cuerpo que nunca había notado antes se hubieran despertado y estuvieran vivas.

Ganador del premio Pappas. Yo.

De vuelta en mi habitación, llamé a mis padres.

—Mamá —dije—, he ganado el premio Peter Pappas.

—Oh, ¿y eso qué es? —preguntó ella.

—Es una beca. Bueno, viene con una, para la universidad. Es parcial, pero aun así. Es un premio que dan a un estudiante todoterreno y lleva el nombre de un chico que murió. Es… bastante importante.

—¡Anda! ¡Vaya! ¡Pues qué bien, Benny!

—Sí —dije riendo—. ¡Imagina! En mi vida había ganado nada.

—Qué alegría, Benny. Deja que se lo diga a tu padre.

Se me cerró la garganta. Sabía que se lo iba a decir, obviamente, pero no estaba seguro de que pudiera soportar que ahora mismo me dijera que no se me subiera a la cabeza.

Mi madre dijo:

—¡Richard! ¡Ben ha ganado un premio importante!

Me preparé para la decepción.

—No me digas. Déjame hablar con él. —Eso lo oí antes de que tomara el teléfono—. ¿De qué va todo esto, Benny?

—He… He ganado un premio. No es… A ver, no es para tanto, pero… pagará parte de mi universidad. Quiero decir, que es una beca. El premio se llama Peter Pappas. Lleva el nombre de un chico que se alistó para luchar en Vietnam y murió allí. Era un todoterreno, como dicen. Muy popular, buen atleta, buen estudiante. Un buen tipo. Pondrán una placa con mi nombre y mi cara, creo.

Oí un sonido que no había oído muchas veces en mi vida: a mi padre riéndose un poco.

—Caramba —dijo—. Ben Carver, ganador de un premio. ¡Estoy orgullosísimo de ti, Benny!

No pude evitarlo. Di una bocanada de aire de la sorpresa, pero inmediatamente la convertí en tos, como si la hubiera dado para aclararme los pulmones. Es que no recordaba que mi padre me hubiera dicho nunca algo así. Pero empujé mis sentimientos a un lado y dije:

—Gracias. Gracias. Creo que quieren que vengáis a la ceremonia. Es el viernes antes de que empiecen las vacaciones de primavera. Si podéis, claro.

—Bueno, seguro que encontraremos a alguien que nos eche una mano con la granja para poder ir.

—¿Quizás podéis pasar la noche aquí? ¿En un hotel?

Me sorprendí a mí mismo. Yo nunca sugería a mi padre nada que costara dinero porque sabía perfectamente que me diría que no es rico. Pero, por una vez, la boca se me descontroló.

—Bueno. Puede —dijo—. A lo mejor lo hacemos.

Colgué el teléfono con una sensación de plenitud en el pecho a la que no estaba acostumbrado. Me imaginé a mi padre en la tienda contándoselo a los Stevenson, quizás, o a los Majkowski. «Sí, mañana nos vamos a Massachussets. Cerraremos la tienda y todo. A mi Ben le van a dar un premio. ¡Estoy muy orgulloso de él!».

Me estremecí. Cuidado, me dije. No te hagas muchas ilusiones. Sé feliz. Pero no demasiado.

3

Un aporreo en la puerta me despertó de un sueño profundo y vertical.

—¿Qué? —gruñí girando la cabeza de un lado para otro para aliviar el dolor.

Era mi primer lunes por la noche de vuelta en Natick y, al terminar los deberes, me había quedado dormido en la butaca bermellón que Bryce había dejado aquí para mí cuando se fue de la academia el semestre pasado. Me restregué los ojos y miré mi móvil: la una y cuarenta y cuatro. Afuera, en el alféizar, se habían acumulado varios centímetros de nieve, y recordé que me había quedado frito mirando la tormenta de nieve.

—¡Super Bowl Nevada, tío! —gritó una voz.

Esbocé una sonrisa soñolienta. Era la voz de Steve Nickelson, no cabía duda, y esta era una gran tradición de Natick. Una vez al año, celebrábamos el final de la primera nevada de la temporada con un partidillo improvisado de fútbol americano. Un par de años atrás, terminó de nevar durante una clase y simplemente nos fuimos. No hizo falta dar explicaciones. El año pasado fue un partido nocturno, y ese me gustó más; era algo especial ver los copos de nieve a la luz de la luna, poder atisbar los prismas que los forman si me ponía bajo las farolas que iluminan el camino.

—¡Ya bajo! —grité.

Oí los pisotones de Steve alejarse y el aporreo en otra puerta. Me levanté de un salto, totalmente despierto de repente, y me envolví en capas. Puede que los demás tuvieran lo último en tecnología de botas y pantalones de nieve, pero, de algún modo, yo nunca era el primero en quejarme del frío. A veces, lo viejo y raído es lo que va mejor, pensé mirando los guantes de trabajo verde oliva. Habían sido de mi padre, y me los había dado cuando yo tenía unos catorce años.

Afuera, la nieve virgen me llegaba por las rodillas y, al pisarla, sentí cómo el frío dulce me envolvía las pantorrillas. Después del partidillo del año pasado, Bryce me prestó una manta más y bebimos chocolate caliente en la oscuridad. Y aún tuvieron que pasar varias horas para que me descongelara del todo. Así era mi constitución; el frío tardaba en meterse, pero cuando lo tenía en los huesos, ahí se quedaba.

—¡Yo, Ben! —me llamó uno de los chicos, Standish. Tenía el pelo rubio y grasiento, y la probabilidad de que se mudara al sur de California para ser instructor de surf cumplidos los veinte era del cien por cien—. ¿Qué hay, bro?

Avancé como pude por la nieve hacia los demás.

—Ey —dije.

Cada paso era trabajoso porque tenía que sacar las botas ya empapadas de la nieve compacta y romper la costra del manto nuevo.

—Felicidades por el Pappas —dijo Standish.

Yo murmuré un «gracias». En algún momento después de la hora de comer, se había corrido la voz sobre el premio y la gente había empezado a felicitarme. No estaba acostumbrado a esa atención, y la verdad es que ya tenía ganas de que se pasara esa fase.

—Eso, enhorabuena, tío —dijo Tommy Mendenhall. Él era un año mayor que yo y el parador en corto del equipo de béisbol. El año pasado, yo había jugado de tercera base. Obviando alguna orden monosilábica en el campo, nunca antes me había dirigido la palabra.

—Gracias, gracias —dije mientras me quitaba una pelusa imaginaria del abrigo.

—¿Estás preparado para el béisbol de verdad? —me preguntó—. Es un año importante para nosotros.

Sonreí.

—Y tanto. Me muero de ganas.

Estaba deseando que llegara el primer entrenamiento del mes, para el que quedaban doce horas. Si querías jugar al béisbol aquí, no podías jugar al básquet porque los entrenamientos de béisbol empezaban en enero, tres meses antes del campeonato que se celebraba durante las vacaciones de primavera. Cada año, Natick era de los poquísimos centros educativos del norte que participaban en el campeonato que tenía lugar en la ciudad de Fort Lauderdale, en Florida, durante una semana. Los jugadores dormían en un buen hotel, comían en restaurantes guapos e incluso iban a la playa aprovechando el viaje. Era uno de los motivos por el que nuestro equipo de básquet era penoso.

Yo fui uno de los cuatro alumnos de dieciséis años que jugó el año pasado (Steve fue uno de los otros) pero, cuando llegó el torneo, no pude ir por motivos económicos. Fue un asco porque, cuando los demás volvieron, estaban más unidos y yo me sentí un poco marginado. Este año, el entrenador Donnelly me dijo que esperaba encontrar algo de financiación para mí.

—¿Dónde has pasado las vacaciones? —preguntó Zack, nuestro defensor del campo izquierdo. Era bajo y seguramente sus padres lo habían llevado a pasar las vacaciones a alguna isla para ricos, porque tenía la piel casi naranja.

—En casa —dije—. En Nuevo Hampshire.

—¿Tu familia no ha hecho nada especial?

Me quedé mirando a Zack. Para mí, estar en casa con mi familia ya era especial.

—Bueno, no me cuentes tu vida —dijo Zack dándome la espalda. Los chicos estaban acostumbrados a que yo no hablara mucho, y yo estaba acostumbrado a las pullitas sobre ello.

Steve chocó el pecho con Zack y empezaron a hablar sobre los Boston Bruins, un equipo de hockey sobre hielo. Yo estiré las piernas, que aún las tenía medio dormidas.

—Carver. —Steve se me acercó por detrás y me dio en la espalda con los antebrazos.

—Yo—dije.

—¿Lo vamos a petar este año?

—Sí, no quedará ni rastro —dije, y se rio. Muchos de los chicos eran unos bobos (Steve incluido), pero eran mis bobos.

Quizás porque eran las dos de la mañana, solo se presentaron los auténticos fanáticos de la Super Bowl Nevada. Yo formé equipo con Steve, Zack y Mendenhall. Tuvimos el balón primero. Mendenhall quiso ser el quarterback.

—Bandera, dieciocho metros —gritó Mendenhall hacia mí, yo asentí. «Bandera» significaba ir en línea recta y luego girar hacia la banda y la zona de anotación.

Mendenhall hizo el pase inicial, y fue entonces cuando todos lo recordamos: la idea de la Super Bowl Nevada siempre era mejor que el partido en sí. Intenté correr a través de la pila de nieve, pero era imposible. Nos empezamos reír cuando la memoria sensitiva se fue activando. Zack hizo como que corría moviendo exageradamente los brazos con su chaquetón de plumas, pero en realidad iba andando igual que yo. Y también teníamos el pequeño problema de la visibilidad, porque el balón de cuero marrón apenas se veía si no estaba justo debajo de alguna de las farolas.

Mendenhall lanzó el balón hacia Steve, que había caminado/corrido hacia una de las farolas y gritaba:

—¡Aquí!

El balón se le resbaló de las manos y cayó a más de cuatro metros detrás de él. Penetró la nieve como un misil en diagonal y desapareció, con lo que dio comienzo una operación de búsqueda y rescate que acabó con un chico del otro equipo emergiendo con el balón y la cara llena de nieve.

Ambos equipos empezaron a darse cuenta de que la única forma de completar pases era con lanzamientos cortos hacia la banda, donde estaban las farolas, y, al cabo de un rato, el partido degeneró en un juego de atrapar el balón y en conversaciones garrulas sobre las chicas del pueblo.

—¿Te la vas a tirar, bro?

—¿A quién, a la calientapollas de Allie? Ya le pueden dar por culo, yo.

El ambiente tendía un poco al hiphop cuando se juntaban todos los chicos, lo cual no tenía ningún sentido porque todos éramos blancos y, menos yo, extremadamente ricos. Me pregunté si podría hacerme con una transcripción de alguna de estas conversaciones y por ventura enseñársela a algún antropólogo social para que opinara al respecto, o publicarla en la web de la academia para que los futuros alumnos sopesaran si tenían suficiente flow para encajar aquí, yo.

Eso me habría sido útil a mí, por ejemplo. Porque, aunque encajo, yo, el motivo es un poco raro.

Soy grande.

Cuando eres grande, la gente da por hecho que encajas. Dan por hecho que eres un líder, que eres el que manda, que sabes lo que hay que hacer. Me di cuenta de que, si no decía nada, la gente seguía creyendo esas cosas sobre mí. Como estoy en forma y tengo los hombros anchos (por trabajar en la granja, por cierto, no por ir al gimnasio), los demás chicos me saludan allá donde voy. Asienten con la cabeza hacia mí con cierta reverencia.

Soy consciente de que eso me hace la vida más fácil. Pero también significa que la gente, en el fondo, no me entiende. No comprenden lo que ocurre en mi cerebro. Y creo que, quizás, cuando eres un tío grande, también se da por hecho que tu intelecto no importa tanto como lo lejos que puedas lanzar un balón.

No tardamos en cansarnos de escarbar en busca de balones perdidos y dejamos correr el partido. Iba caminando con los demás de vuelta a la residencia cuando unas risas familiares me llamaron la atención. Apenas veía nada porque ya habíamos dejado las farolas muy atrás, pero oía esas risas a unos seis metros a mi derecha. Era la risita aguda, melódica e inimitable de Toby Rylander, y la risotada estruendosa de Albie Harris. Me detuve.

—¿Vienes, Carver? —gritó Mendenhall.

—Id tirando —dije mientras me agachaba para hacer como que me ataba las botas, que estaban bien enterradas en la nieve. Los chicos siguieron andando.

La especie de amistad que yo tenía con Toby y Albie nació el semestre pasado, durante mi enajenación estúpida con Rafe. Toby y Albie eran un dúo de lo más extraño; tenía la impresión de que hablaban en un idioma alienígena. Y, aunque podían ser divertidos, también eran irritantes. La primera vez que fui en coche con ellos, recuerdo clarísimamente el momento en el que salimos del aparcamiento porque Toby, que llevaba un bigote de pega, anunció que era un periodista de sucesos. Al final, hubo muchos más momentos divertidos que raros. Pero esa amistad estaba en el pasado junto con los escombros que había dejado Rafe. Y ese era su sitio.

Aun así, me acerqué a ellos como si hubiera ido en piloto automático, y pronto distinguí sus siluetas a la luz de la luna. Apenas veía lo que hacían, pero parecía que estaban despejando un círculo y construyendo un muro de nieve enorme con el que rodearse. Entonces vi una hendidura en la nieve, en el lado opuesto del muro, y me di cuenta de que por supuesto no estaban solo ellos dos. Eran tres.

El pulso se me volvió loco. Latidos salvajes, extraños, asincopados. Sentí que el corazón se me elevaba, caía en picado y volvía a ascender. La presencia de Toby y Albie no era lo que me había atraído; de forma inconsciente, era a Rafe a quien quería ver, y aquello era una insensatez.

Reduje el paso, pero seguí andando y, efectivamente, allí estaba Rafe, iluminado por la luz de la luna y de los copos, bien abrigado e inmerso unos quince centímetros en el manto de polvo blanco. Estaba haciendo un ángel de nieve.

Llevaba el mismo abrigo rojo intenso y el mismo gorro negro que se había puesto cuando fuimos a esquiar en Colorado durante Acción de Gracias. Como un destello, por mi mente pasó el recuerdo de Rafe esquiando delante de mí, moviendo las piernas de lado a lado como un péndulo mientras mantenía el tronco recto. En las largas subidas en el telesilla, su aliento visible se disipaba en el frío aire de la montaña, y todo lo que nos rodeaba parecía claro y estimulante y como tenía que ser.

Fue uno de los días más felices de mi vida.

Pero aquello fue entonces. Ahora, ese recuerdo me retorcía las entrañas y sabía que, si me permitía sentir aunque solo fuera un poco, sería demasiado, y yo ya no tenía espacio dentro para mucho más. Puede que me partiera por la mitad, pero yo era un tipo grande, y los tipos grandes que juegan al béisbol no se parten por la mitad. Deseé poder desaparecer.

—En la comunidad del iglú no hay sitio para los ángeles de nieve —dijo Toby.

Rafe siguió con sus movimientos de brazos y piernas. Oía cómo rascaba la nieve.

—Puede que en la comunidad de los ángeles de nieve no haya sitio para los iglús —gritó Rafe.

—Comunidad de los ángeles de nieve. No hay comunidades de ángeles de nieve. Son bandadas. Todo el mundo lo sabe. —Este era Albie, que estaba usando una pila pesada de nieve para tallar ladrillos.

Moví mis piernas heladas, y el gesto hizo un ruido, y maldije en silencio este cuerpo denso y estúpido que tengo. Toby miró en mi dirección; le llevó un momento verme, pero entonces me ofreció un pequeño saludo dudoso, el tipo de saludo que haces cuando no estás seguro de si alguien sigue siendo amigo tuyo. No habíamos hablado desde Acción de Gracias, cuando todo se había ido al garete.

—Es posible que haya comunidades de ángeles de nieve que aún estén por descubrir —dijo Rafe, enderezándose con los brazos de la hendidura con forma de ángel. Fue entonces cuando me vio allí de pie, a menos de cinco metros de distancia.

Rafe esbozó una sonrisa que parecía preguntar: «¿Podemos estar bien, por favor?».

No. Sí. No. No lo sabía.

Parte de mí quería que Rafe sufriera por todo lo que me había hecho pasar desde entonces. Por las noches sin dormir. Por la necesidad de hablar con alguien cuando no había absolutamente nadie, nadie que me pudiera entender. ¿Y otra parte de mí? De ninguna de las maneras quería que Rafe creyera que lo odiaba. No estaba seguro de lo que quería, pero la boca se me curva hacia abajo de forma natural, como si estuviera enfadado, y no quería que Rafe viera esa cara. Así que moví los labios solo un poco, y a Rafe se le iluminó la cara con una sonrisa esperanzada, pero de pronto ajustó el gesto a lo que imaginé que era su expresión neutral y su rostro se apagó.

—Ey, Ben. Enhorabuena por el premio —dijo Albie, y yo asentí—. Necesitamos albañiles —añadió mirándome, y entonces me di cuenta de que Rafe no les había contado lo que había ocurrido entre nosotros. Parte de mí quería eliminar la distancia y abrazarlo por protegerme, pero una parte aún mayor, la parte densa que se hunde en el agua, se quedó inmóvil.

—Hace mucho frío —dije—. Voy a…

—Vale —dijo Rafe en voz baja, y yo tuve que volverme porque no podía soportar que nadie me mirara mientras sentía lo que esa voz me hacía sentir. Completamente confuso y fuera de control y no como un ganador del premio Pappas, ni mucho menos.

4

La voz venía de mi armario.

Habían pasado horas desde la Super Bowl Nevada y, en la profunda noche invernal, el radiador repiqueteaba y siseaba. El viento silbaba contra la ventana, y la voz amortiguada me llegaba a través de la oscuridad gélida y solitaria.

«Ben».

Incluso en ese lugar tan desconcertante entre el sueño y la vigilia, mi cerebro reconoció la ironía de oír mi nombre susurrado desde un armario. Aun así, no fui capaz de saber si estaba en medio de una pesadilla recurrente o si la idea de que esto ya había pasado antes era simplemente parte del sueño actual.

«Ben».

El susurro ronco y cavernoso me puso los pelos de punta y, en mi estado onírico, la voz se convirtió en notas musicales disonantes que flotaban alrededor de mi cabeza y que, después, empezaron a perseguirme por toda la zona del césped de la Academia Natick. La voz pronunciaba una sola palabra, pero me estaba diciendo mucho más. Me estaba diciendo que lo de Rafe no se había acabado y que no iba a desaparecer. Aún seguía dentro de mí, y seguía muy vivo. Era como el monstruo de Frankenstein, siguiéndome, persiguiéndome, provocándome. Maldita Literatura Avanzada. Mary Shelley no me dejaba dormir.

En el sueño, mi cuerpo tomó velocidad y esprinté por todo el césped, pero la voz se hizo más fuerte y más insistente. Y entonces estaba de vuelta en mi cama, y la voz estaba diciendo palabras, palabras que no eran solo mi nombre. Palabras que entendía. Palabras que me cabreaban.

«Sal, Ben. Sal».

Me revolqué en la cama, enterré la cabeza bajo la almohada, contuve la respiración e intenté echar de mi mente esos pensamientos.

Pero esa maldita voz.

«Ben, sal. Sal, Ben».

—¡Joder! —balbucí, consciente de que estaba hablando en sueños.

«Estoy en el armario. Eh… Estás en el armario».

Los ojos se me abrieron de golpe. Me senté. Era imposible que yo hubiera creado esas palabras. ¿Verdad? Miré por la ventana. Aún no había amanecido. Miré la hora. Las cuatro y cuarto. Llevaba durmiendo alrededor de una hora. Un rayo de luz de luna daba un resplandor violeta a mi cuarto desolado. Escuché. Nada.

El radiador repiqueteó como si se estuviera aclarando la garganta. ¿Puede que aquello hubiera sonado como palabras? ¿Mi cerebro estaba tan loco que podía inventarse frases a partir de ruidos?

Me metí de nuevo bajo las sábanas y me puse de lado, acurrucando las piernas bajo la manta de lana roja que mi madre había tejido para mí y dejando que su calidez se filtrara hasta mis huesos aún helados. El corazón me latía con fuerza por culpa de aquella pesadilla extraña.

El mundo estaba en silencio otra vez, a excepción del viento. Me quedé así, mirando a lo que quedaba de la luna, con una sensación de intranquilidad por todo. Si hubiera estado en la granja, habría tenido que quitar toda esa nieve. Aquí no era mi problema, pero eso no me hacía sentir mucho mejor, la verdad. Tenía otras preocupaciones, y mantuve los ojos abiertos observando cómo la noche se transformaba poco a poco en la mañana.

Entonces, el silencio se rompió.

—Sal, Ben. Es una opción. Sopesa tus opciones, Ben.

Aquello no era el radiador hablando. Aquello eran palabras, y sin duda venían de mi armario. Me levanté de un salto y agarré lo primero que pillé, el libro de texto de Historia que se había pasado todas las vacaciones en mi escritorio. Era grande y tenía el peso de la historia del mundo. Me coloqué delante de la puerta del armario cerrada y levanté el libro por encima de la cabeza como si fuera un arma. Me tembló la voz.

—¿Qué coño…? ¿Quién coño hay ahí dentro?

—Em… Vuelve a dormir, Ben. Olvídalo…

Abrí la puerta de un tirón. Un chico delgaducho y pelopincho estaba sentado en el centro del armario, cubriéndose la cabeza como para protegerla.

—¿Qué cojones haces, Toby? —dije. Lo levanté a pulso, medio del pelo y medio del hombro.

—Au. L-lo siento —tartamudeó Toby cuando lo tiré en medio del cuarto.

—¿Estás mal de la cabeza? ¿Cómo coño se te ocurre?

—Lo siento. —Toby se incorporó con los codos, se dio la vuelta y se frotó las rodillas—. Te vi yendo al baño. —Yo lo miré con cara rara—. Quiero decir que, cuando te vi yendo al váter, me lo tomé como una oportunidad para explorar tu armario.

Me senté en la cama y me restregué los ojos, incrédulo.

—¿En serio te has…? Pero ¿qué…? ¿En serio me has estado diciendo que…?

Toby hizo el gesto de tiempo muerto.

—Tranqui. Soy la única persona a la que Rafe le ha contado lo de tu «gaydad». Te lo juro. El pobre necesitaba hablarlo con alguien.

Le di un puñetazo al colchón y Toby dio un respingo. Necesité todo mi autocontrol para no rugir.

—Voy a matar a Rafe. Y no soy gay, por cierto. ¿Entendido?

—Esto no está saliendo para nada como esperaba.

Lo miré y vi a un idiota escuálido, y recordé, solo por un momento, que se trataba de Toby. Una persona que hacía las cosas sin pensar, siempre. Una persona que jamás tendría intención de hacer daño.

—Solo para que yo lo sepa, ¿cómo esperabas que esto saliera?

—Te estaba mandando mensajes subliminales. Lo hice con Albie antes de las vacaciones, y creo que he conseguido que deje de comer cereales de chocolate. Pensé que, si te hacía algunas sugerencias, pues… captarías el mensaje.

—Como ya te he dicho, no soy gay. —No pude evitarlo: dije lo de «gay» en voz baja—. Y, en cualquier caso, no es asunto tuyo.

—Ah, vale. Muy bien. Yo, em…

—No lo soy, ¿vale? Aquello fue una vez. Y nunca jamás volverá a ocurrir. Porque, al parecer, si cometes un error estúpido una única vez, te despiertas con un psicópata en tu armario susurrando «sal, sal».

—Dicho así y a toro pasado, quizás esto no haya sido buena idea.

Me reí a pesar de todo.

—¿Tú crees? ¿Me prometes no volver a hacer algo así nunca más?

—Te lo juro por mi honor de boy scout.

Me tumbé y miré al techo.

—Joder.

—Lo siento, de verdad. —Toby se puso en pie—. Por cierto, te echamos de menos.

Me encogí de hombros.

—Ya se os pasará.

—No es lo mismo sin ti. Tienes que perdonar a Rafe. Tienes que hacerlo. Queremos tenerte de vuelta.

Me encogí de hombros de nuevo. Mucha gente quería muchas cosas. Eso no significa que las consiguieran.

Toby habló de nuevo:

—¿Quieres hablar de ello?

Yo me reí.

—Son como las cuatro y media de la mañana.

Él repitió la frase con exactamente el mismo tono.

—¿Quieres hablar de ello? Porque, a ver, yo también necesito hablar con alguien.

¿Y me has elegido a mí? ¿Qué pasa con Albie? ¿Y con Rafe? De toda la gente que hay, ¿por qué me has elegido a mí?

Miré fijamente el techo e imaginé cómo habría sido, durante las vacaciones, hablar con un amigo. Con un familiar. Si el tío Max hubiera estado vivo, habría podido desahogarme sin destrozarme la vida.

Esa era la mayor diferencia desde lo de Rafe. El no hablar. Lo echaba de menos.

Pero, por otro lado, fíjate a lo que me había conducido tanto hablar. ¿Acaso había salido algo positivo de ello? Me sentía como si algo estuviera presionándome el cerebro, como si el pecho se me fuera a abrir.

Así que: la idea de hablar con Toby sobre mis sentimientos a las cuatro y media de la mañana, pues…

—Vete de aquí —murmuré, tapándome la cara con las manos—. Largo.

5

Era el primer jueves por la noche del segundo semestre, y yo estaba haciendo deberes en mi refugio favorito de todo Natick: la biblioteca Bacon Free. Bryce y yo solíamos bromear con que era una biblioteca libre de beicon y él ponía voz de anuncio («Todo el sabor de la biblioteca, ahora un noventa y nueve por ciento libre de cerdo»), pero lo cierto es que era uno de los pocos lugares del mundo en los que me sentía como en casa. Cuando realmente quería estar solo, venía hasta aquí en coche y subía por la escalera vieja y destartalada para llegar a una sala abierta y silenciosa. Siempre la tenía entera para mí solo. Había empezado con Matemáticas porque era la asignatura por la que más peligraba mi beca, y también porque tenía curiosidad por saber cuán perdido estaba.

Bueno, pues resulta que mucho.

Regla de l'Hôpital

Si tiene un valorfinito o si el límite es ±∞, entonces

Me vi leyendo esa regla una y otra vez. Usar derivadas para determinar límites. Vale. Pero ¿qué significaba eso? Traté de desglosar la regla, intentando no centrarme en el hecho de que tenía nombre de hospital francés, hasta que sentí que se me deshacía el cerebro. ¿Era posible que no fuera capaz de procesar ese tipo de conceptos abstractos? Y lo que era peor: a muchos futuros ingenieros de mi clase seguramente no les estaba costando tanto como a mí.

Cuando terminé a duras penas los deberes de Matemáticas, me preparé para la clase de Literatura Inglesa del día siguiente. Estábamos leyendo el poema de Tennyson Todas las cosas morirán.

La corriente dejará de fluir,

La brisa cesará su canto,

Las nubes no flotarán,

El corazón ardiente callará,

Pues todas las cosas morirán.

Era increíble que algo tan sombrío pudiera hacerme sentir animado. Todas las cosas morirán. La finitud, para mí, era algo bello. Hay un principio y un final. Algún día, todos seríamos historia y, si yo iba a ser historia en el futuro, significaba que existía ahora.

Aunque, a veces, no estaba muy seguro de ello.

Me estaba centrando en releer ese segmento cuando oí lo que me pareció un murmullo que venía de la esquina. Como no paraba, exhalé con fuerza con la esperanza de que esa persona se callara. Pero el murmullo volvía cada pocos segundos, y después oí ruidos que me hicieron pensar que alguien no acababa de encontrar una postura cómoda. Estaba empezando a mosquearme, así que me acerqué lentamente a la esquina para echar un vistazo.

Una chica de más o menos mi edad estaba sentada de espaldas a mí con una pierna sobre la mesa. Tenía la cabeza echada para atrás, y vi la curva de su frente y el cabello castaño que le caía en la misma dirección. Llevaba un abrigo negro y una bufanda grande y negra que se había caído al suelo detrás de sí. Su bota negra hacía ruido cuando daba golpecitos con el pie que seguía en el suelo y, de vez en cuando, agitaba la pierna entera y meneaba el torso como un pez en la cubierta de un barco. El gesto sugería agitación y, al final, echó la otra pierna hacia arriba y acomodó las dos sobre la mesa.

—Ni siquiera estás… —murmuró.

Al principio, pensé que me estaba hablando a mí, pero me di cuenta de que seguía hablando sola. No quería involucrarme, así que retrocedí hasta mi sitio. Mi abrigo rozó una estantería de libros.

Ella se quedó muy quieta.

—¿Eso ha sido una persona? —preguntó.

—Perdón —dije—. Estaba investigando el ruido.

La chica bajó las piernas de la mesa de golpe y se giró hacia mí. Para mí, su cara era como el sabor del sirope de arce. No por el color, sino por la dulzura del sirope. Tenía los ojos grandes, muy abiertos, y de un bonito tono verdoso. Ambos extremos de su boca larga y fina estaban curvados hacia arriba. Parecía más curiosa que defensiva.

—¿Estás bien? —pregunté.

Ella se rio, pero sin maldad.

—Bueno, estoy en la sala de una biblioteca hablando sola, así que supongo que no estoy para tirar cohetes.

La entonación de su voz me intrigaba. Parecía el tipo de chica con la que uno se toparía en la sala de una biblioteca desierta de Massachussets mientras lee poemas de Tennyson sobre la naturaleza finita del hombre. Si eso no era un tipo antes, ahora sí que lo era.