Sírvame otra copa - Tony Riveros - E-Book

Sírvame otra copa E-Book

Tony Riveros

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Beschreibung

Relatos con matices de locura y fantasía, que nos llevan a recorrer las vidas de personajes apasionantes y perdurables. Todas ellas ensambladas por un sutil brebaje que las envuelve —a veces de manera explícita, otras casi tangencial—: una copa de champaña, una jarra de chicha, una copita de manzanilla, un tazón de vino navegado, un vaso de fernet o un metro cuadrado de cerveza (sí, como se oye); aunque al final, quizás, solo sea una excusa para lubricar las historias y que el lector se anime a descorcharlas y leerlas al seco. El autor de Alcohol en la sangre (2018), libro incluido por Revista de Libros del Artes y Letras de El Mercurio dentro de los mejores libros de la narrativa chilena, ya había sido destacado por la lograda arquitectura narrativa de sus cuentos, soltura, riqueza lingüística y movilidad de estilo; y por alcanzar relatos contundentes de contenido y lenguaje. Esta vez nos prepara este cóctel de cautivantes y entretenidas historias, para poner al lector en un sutil estado de embriaguez, y que una vez que pruebe el primer sorbo, se entusiasme, levante su mano y diga ¡Sírvame otra copa!

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¡Sírvame otra copa!Autor: Tony Riveros Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-2-24153230, [email protected] Fotografía de portada: @Milenacevedo Diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: julio, 2022. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: Nº: 303.991 Registro de Propiedad Intelectual Seudónimo: N° S-3887 ISBN: Nº 9789563385748 eISBN: Nº 9789563385755

A mi madre Ana María, una mujer entusiasta y valerosa. A mi padre Raimundo, un hombre humilde y sabio. A ambos, por tener siempre los brazos abiertos y el corazón encendido. A Milena, siempre. Estas páginas también son tuyas.

Anti Markovnikov

Cuando los bomberos escucharon los gritos de auxilio, el cuerpo de Marcelo Robledo extinguía sus últimas fuerzas intentando atravesar el ventanal roto. Los cristales filosos alcanzaron a lacerar sus brazos antes de que los rescatistas entraran al edificio y lo vieran tendido al borde de la mampara, agotado, babeando un hilo de sangre ennegrecido por el humo. Detrás de él se levantaban llamaradas infernales, acompañadas con pequeños estruendos que se sucedían cada vez que estallaba algún matraz o tubo de ensayo, los que se desplegaban por cientos en el enorme laboratorio. Antes de perder la conciencia, le escucharon balbucear palabras incomprensibles, como si estuviera llamando a alguien, algún amigo quizás. «Markovnikov, Markovnikov», fue lo último que dijo antes de desplomarse.

Marzo se llevaba en su vuelo las hojas de los árboles, que caían cansadas sobre el suelo de la facultad. La energía renovada de comienzo de año, luego de unas largas vacaciones para la mayoría de los estudiantes, se expresaba en el ímpetu de los cuchicheos y risas. Las caminatas en grupos tenían aún una cadencia relajada, todavía sin la espada de Damocles sobre las cabezas de muchos al finalizar el semestre, y que con su amenaza inminente aceleraría no solo el ritmo de los pasos, sino que también aumentaría la angustia y la tensión del entorno.

—Tomen firmemente el mechero, sin miedo. Si ustedes le tienen miedo, se les puede soltar de la mano y se van a quemar —aconsejó el profesor con un fuerte vozarrón.

Muñoz era pequeño de estatura, con una barba canosa y tupida, de movimientos parsimoniosos y trato paternal, pero ante una treintena de jóvenes inexpertos que se iniciaban en las artes de manejar instrumentos químicos, debía imponer la otra cara de la paternidad, el gesto duro del hombre que sabe de lo que habla.

—Los ayudantes van a pasar por sus puestos para resolver dudas —sentenció, señalando con la cabeza a los ayudantes que era hora de entrar en acción.

De inmediato se distribuyeron por ambos extremos del laboratorio, abarcando dos mesones cada uno. Cada mesón estaba dividido por un panel central, con soportes metálicos, mangueras y enchufes, y a cada lado del mesón se emplazaban cuatro puestos. Entre los mesones, se tendía un pasillo estrecho que apenas daba espacio para acomodar el taburete de madera, que servía de asiento a los alumnos durante las largas horas que tardaban los ensayos y experimentos.

Robledo se acercó sigiloso por el costado, temía que su aparición brusca desde atrás la asustara y se le soltara el mechero, quemando su mano o, mucho peor, cayéndose al suelo. Porque sea como sea, se tomen las medidas de seguridad que se tomen, un laboratorio químico siempre es un lugar de alto riesgo.

—Es fierro, no muerde.

—Sí, pero quema.

—Lo que quema es la llama, no la base —le aseguró mientras miraba sus manos. Unas manos pequeñas, en comparación con el largo de los dedos, que terminaban en uñas ovaladas. La piel cobriza se asemejaba al tono del collar regulador de aire, hecho de bronce. «Sé una con el mechero», pensó en decirle, al ver lo bien que se mimetizaban, pero desechó la idea tan rápido como se le vino a la cabeza. Era mejor dejar esas frases de película para los fines de semana con sus amigos, cuando veían por enésima vez la Guerra de las galaxias o jugaban Super Nintendo.

Las inseguras manos seguían en lo suyo, intentando vencer el miedo al contacto con algo que suponemos nos hará daño. Robledo sintió el impulso de tomarle la mano y guiarla con firmeza hasta la base del mechero, pero desistió y decidió guiarla solo con instrucciones verbales.

—Estás usando la yema de los dedos, abre la mano como si fueras a tomar un platillo para luego levantarlo. Encierra el disco con toda la curvatura de tu mano. Eso, mucho mejor.

—¡Ya está! —exclamó con satisfacción, dando vuelta su cabeza por primera vez para mirarlo a la cara, con una sonrisa segura, de mujer de mundo, a pesar de sus veinte años. Su ensortijado y negro cabello contrastaba con el rubio y desabrido pelo del flaco ayudante.

«Tiene carita de niño», pensó ella. Alto y más bien desgarbado, no alcanzaba a formar siquiera una barba con esos pocos pelos que poblaban su barbilla, la que soportaba una boca pequeña de labios finos, casi imperceptibles. Una nariz chata, de botón, y unos ojos algo oblicuos, pero no tanto como para tildarlos de achinados, completaban el semblante del muchacho. El cuello de una camisa gris a cuadros sobresalía por encima de la solapa del delantal, de tela gruesa y blanquísima, aunque algo ancho para el torso tan delgado que protegía. Un lápiz pasta le asomaba del bolsillo y en su mano izquierda sostenía una tablilla para apuntar datos.

—Regina.

El silencio fue lo único que obtuvo de respuesta. «¿Me estará tomando el pelo este tipo? ¿Se habrá quedado mudo?». Cuando volvió a repetir su nombre se aseguró de estirar la mano, para que entendiera que era un saludo.

—Marcelo —dijo algo nervioso. Se sintió un idiota al no haber respondido la primera vez que la muchacha se presentó. Le había parecido raro eso de presentarse con un extraño diciendo por delante el nombre, lo usual era llegar a la fase del ¿cómo te llamas? o perdón, ¿cuál es tu nombre?, con una entonación algo arrastrada, como pidiendo disculpas por no saberse el nombre del desconocido que se tiene enfrente. Ella no, no iba a dar esas inútiles vueltas en círculo si podía ir directo al grano. Y lo de la mano, bueno, eso venía de su crianza fuera del país.

Al volver a mirar su mano, notó un gran anillo con diseño de espiral que envolvía su dedo anular, y otro más pequeño en su dedo medio, una argolla con rombos azulados. Su mano era suave, como la había imaginado. El camino sinuoso que recorrían los rulos que se abalanzaban sobre el rostro era detenido por un cintillo de colores. Sus ojos grandes dominaban su cara redonda y chata, en la que la nariz sobresalía como un respingado gancho.

—Encantada —pronunció con una sonrisa cortés mientras sacudía la mano para completar el saludo.

Sintió cómo el pulgar se clavaba en el dorso de su mano y el resto de los dedos se aferraban a ella, como le había indicado un rato atrás que lo hiciera con el mechero. Trató de esbozar una suerte de sonrisa que terminó siendo un gesto forzado e incómodo. Cuando le soltó la mano, miró la llama que se levantaba vigorosa desde la chimenea del tubo, una llama perfecta que iría a calentar el fondo cristalino del balón de destilación. El resto era previsible: el fuego calentaría el líquido contenido en el recipiente; el alcohol de la mezcla se evaporaría y ascendería raudo por el cuello del balón, para recorrer luego el serpentín que enfriaría el vapor y comenzaría a caer de a gotas como etanol puro, todo esto monótonamente, sin que los estudiantes tuvieran que hacer nada más que esperar sentados sobre los taburetes a que pasara el tiempo. Luego miró a Regina, sabía que a menos que ocurriera una catástrofe, se averiara algún material o se desconectara una manguera, no volvería a pasar por su puesto esa tarde. Sin decir nada se movió hacia el siguiente sitio, donde un muchacho macizo y de lentes lo miraba hace rato, impaciente, con cara de querer preguntarle algo.

La rutina de un nuevo año académico estaba en marcha, Robledo se sometía nuevamente a la fuerza de la costumbre.

En el largo pasillo que conducía desde las salas de clase hacia la biblioteca se escuchaba el rasguño del rastrillo con que el conserje sacaba las hojas secas de la vía, para ir amontonándolas en una colorida y marchita pila. Robledo se sacudió los pies en el tapete de ingreso y se acercó al mesón con el mamotreto de turno bajo el brazo, ritual monástico que cumplía casi todos los días desde que ingresó a la facultad, una, ya que por el silencio y la comodidad la biblioteca era mejor lugar que su casa para estudiar, y otra porque allí dentro sentía que ocupaba un lugar importante; la gran mayoría de los alumnos antiguos, y poco a poco los nuevos que se iban enterando, sabían quién era Robledo, un sabelotodo, un tragalibros reconocido por estudiantes y profesores. Pero no uno de esos ratones de biblioteca mezquinos y sonsos, al contrario, siempre estaba dispuesto a ayudar a sus compañeros con alguna reacción, balance químico o teoría que les fuera ajena o les costara entender, no por nada era ayudante en muchas de las materias.

Tras el mesón, la bibliotecaria serpenteaba enérgica los pasillos entre los estantes buscando los libros que le pedían. A pasitos cortos y movimientos cortantes arrancaba de su letargo a los pesados volúmenes, cogiéndoles del lomo para llevárselos a menos de un palmo de sus gruesos lentes y verificar que el código de identificación fuera el mismo que aparecía en la tarjeta de solicitud. Había libros que eran moneda corriente, sobre todo los libros de formación básica en química, como el Chang y el McMurry, de los cuales debía haber más de treinta de cada uno, apilados en estantes casi exclusivos para ellos. Con esos, bastaba solo estirar la mano y sacar cualquiera al azar; la bibliotecaria conocía todo de ellos: sus pesos, sus formas, sus olores, sus colores…Por fuera le eran absolutamente familiares, pero por dentro para ella eran un mundo desconocido, y no tenía por qué ser lo contrario, pues su misión no era estudiarlos, sino proveer de material a los estudiantes, quienes los desmenuzarían y se atragantarían con sus páginas hasta hacer suyos los preceptos y teorías, los alquenos ramificados, la combustión de hidrocarburos, la alquilación de Fiedel y Craft y la reacción de Diels-Alder.

Robledo sostenía que las reacciones químicas nombradas en honor a su descubridor o sus descubridores eran una de las máximas distinciones a la que podía aspirar un químico, más que descubrir una partícula o una molécula. Porque decía que darle nombre a una reacción es un acto que sobrepasa la mera contemplación. Supongamos que un día un químico en su laboratorio descubre o sintetiza una molécula, el logro es indiscutible: aplausos, premios, fondos gubernamentales para seguir contribuyendo a la ciencia; pero la naturaleza de lo descubierto permanecerá invariable, la molécula, que desde ahora llevará su nombre, seguirá siendo la misma molécula por siempre, sin sorpresas, sin variaciones, redundante en monotonía. Por el contrario, él se maravillaba con la posibilidad de bautizar una reacción; apreciaba la poesía que reside en los cambios, una transformación ofrece la posibilidad de variar, de dejar de ser lo que se es para ser algo distinto. Sentía que lo fabuloso de la química estaba en la acción, en lo sublime de la praxis. Lo que lo había seducido desde niño era en definitiva eso, lo fascinante de que algo ocurriera entre dos sustancias, que una energía interna o externa, por alguna causa o circunstancia, incidiera sobre ellas de tal manera que terminaran siendo otra cosa, con propiedades o características diferentes, con una nueva estructura y una nueva forma de relacionarse con el exterior. Una metamorfosis a nivel elemental, microscópica, pero igual de bella que la oruga convirtiéndose en mariposa. Algún día la reacción de Robledo estará al lado de la reacción de Fischer, Wolff-Kishner o Wittig. Algún día.

—Ahí tiene, Marcelo. Hasta el viernes —le indicó la bibliotecaria.

—¿Puedo devolverlo el lunes? Tendría así dos días más para…

No hubo necesidad de que siguiera argumentando razones, cuando le alcanzó el libro, con la fecha del lunes escrita en la tarjeta de préstamo, solo le faltó decir: «Corre por cuenta de la casa», como si se tratara de uno de los mejores clientes de una cantina.

Robledo caminó sigiloso por el pasillo central, procurando dar pasos lentos, apoyando el talón con suavidad y dejando caer el resto de la planta con cuidado, para evitar el ruido. Echó un vistazo rápido hacia el final de la hilera de mesas y confirmó que su lugar preferido estaba desierto. Sacó de su mochila un cuaderno de notas y lo dispuso a su derecha, formando una línea paralela con el libro; enseguida puso el lápiz contiguo al cuaderno, apuntando hacia la línea imaginaria, y abrió el tomo. El mundo de afuera, el de las cosas reales, dejaría de existir para él por las próximas horas.

La siguiente vez que la volvió a ver fue a mediados de semestre, en las clases de ayudantía que dictaba. Él había cambiado el práctico de laboratorio a otro horario.

Esmerado en cumplir su rol de incipiente profesor, posición que le gustaría ocupar en el futuro, hacía de sus clases experiencias totales, tanto así que había alumnos de otros grupos que se apuntaban con él. La excesiva reserva y timidez de costumbre eran sustituidas por un ímpetu a veces arrollador; situarlo frente a un pizarrón blanco y dotarlo de un marcador, catalizaban una transformación en el muchacho que por lo general era retraído.

Las rayitas en el pizarrón se verían como palotes dibujados por niños preescolares para los desconocedores de la química orgánica, disciplina en que las moléculas son representadas en su mayoría por trazos geométricos, como líneas simples, dobles, pentágonos o hexágonos. Desde la segunda fila, Regina tomaba nota con cierta angustia de no entender mucho el curso de la clase, hasta ahora había logrado pésimas notas en los certámenes y reprobar no era una opción; con esta sería la tercera vez que repetiría esa asignatura, lo que llevaría su caso directamente al Consejo Académico, donde las probabilidades de que le dieran una nueva oportunidad eran casi imposibles.

—El Hidrógeno atacante se irá a donde el Carbono que tenga más Hidrógenos. Entonces, la estabilidad del carbocatión secundario, ¿es mayor o menor? —preguntó a la audiencia.

Al pasear la mirada sobre el alumnado, se dio cuenta que ella lo estaba evitando. Miraba por la ventana, comiéndose una uña con ansiedad.

—La del Carbono secundario es mayor —se respondió a sí mismo, ya que nadie supo contestar—. Y, ¿qué pasa si es más estable? —insistió en involucrar a la clase, que lo miraba en su mayoría con ojos de cordero—. ¡Exaaacto! —ironizó alargando la sílaba—. El halogenuro que se formará en mayor proporción será el más estable, siempre la química va a tender a lo más estable.

Sin parar de hablar, dio la vuelta y empezó a trazar las rayas faltantes que completaban el enigma químico que acababa de explicar.

—Y eso, señores… y señoritas —añadió mirándola a ella—, se llama regla de Markovnikov. Hasta aquí queda la clase de hoy, recuerden que la próxima semana hay control, reacciones de alquenos: capítulos del cinco al ocho.

En la agenda le quedaba abierta una ventana de alrededor de una hora hasta la próxima clase que debía tomar, esta vez como alumno, por lo que aprovechó para tomarse una bebida en el kiosco: tanto hablar le secaba la garganta. El viejito, que vestía su característico delantal azul, le destapó la Coca-Cola light de costumbre con gusto y se la fue a dejar sobre la mesita donde se había acomodado. Desde su asiento podía ver a los equipos de baby fútbol que se desparramaban sobre la cancha para iniciar la tanda de pichangas de los viernes. Se adentraba la tarde y con ella el frío invernal. En el parque central se veían algunos grupos de compañeros que se adueñaban de las bancas de madera, como las de picnic, formadas por una mesa de la que se desprenden asientos a cada lado. Durante el día eran usadas como sitio para comer alguna colación o estudiar al aire libre, pero en las tardes, sobre todo los días viernes, se iban transformando en lugares de encuentro y distensión, donde la amistad y las risas eran lubricadas con cerveza y vino barato.

Ninguno de esos dos mundos le pertenecía: ni el deportivo ni el fiestero. El primero no le llamaba para nada la atención: ver a hombres sudorosos corriendo como niños detrás de una pelota, a empujones y patadas, no constituía para él ninguna atracción; en cambio en el otro mundo había algo que lo seducía, los personajes que pululaban allí no vestían como el resto, ni siquiera vestían parecido entre ellos mismos, como suele pasar con tribus urbanas como los punks o las barras bravas. Cada uno conservaba su individualidad, que se complementaba en el todo que conformaban. Desde lejos los veía reír, cantar, juguetear, a veces estudiar. Había fraternidad entre ellos, eran más que solo un grupo de compañeros de carrera, eran forasteros en sus propios entornos que habían encontrado el lugar donde confluir. Robledo se sentía, quizás, un outsider igual que ellos, ajeno y extraño a todos los mundos en que había intentado encajar, y por eso los observaba con tanta detención.

Dio el último sorbo, se colgó la mochila al hombro y entró al edificio central, donde lo esperaba al menos una hora de cátedra de química de polímeros.

Llegó la siguiente clase de ayudantía, y con ella la evaluación. Esos días eran los que él decía que se ganaba la plata fácil. Cuando hablaba de plata no se crea que era algo considerable, recibía por las ayudantías solo lo necesario para cubrir algunos gastos como la locomoción y darse algunos gustos sencillos, pero era dinero al fin y al cabo. Los días de control solo le bastaba llegar con las pruebas impresas en papel, distribuirlas a los alumnos en sus pupitres y de ahí en adelante quedarse a un costado del pizarrón, mirando las caras nerviosas, concentradas o perdidas de los estudiantes, hasta el momento crucial en que les pedía entregar las hojas. El ritual era previsible, pocas veces se alteraba el orden. De la hora cronológica dispuesta para realizar el test, había segmentos de tiempo fácilmente identificables: a los primeros cinco minutos desfilaban frente a él los caídos, no hacía falta hojear la página para saber que las respuestas vendrían en blanco o con algunas rayas o dibujos ilegibles, que suponían ser un intento desesperado para que el lápiz, una vez arrojado a la acción, pusiera en marcha el cerebro y desarrollara el problema. Transcurrido cuarenta minutos, le seguían los sabiondos, que con la satisfacción dibujada en la cara le sonreían al entregarle con orgullo el facsímil. Entre los cuarenta y los cuarenta y cinco venía el montón, la masa estadística que define los promedios. Y al término, el grupo se dividía en dos: los meticulosos y obsesivos que se quedaban hasta el último minuto, revisando con detalles todos los cálculos; y los ilusos esperanzados, los que luchaban hasta el fin, quienes aun sabiendo que no habían llegado al campo de batalla bien preparados, se resistían a rendirse, aunque esa resistencia muchas veces era implorar la piedad de algún compañero para que le lanzara un salvavidas, un papelito con la respuesta, el infaltable torpedo. Ella fue parte de este último. Las cejas levantadas y el gesto de contracción de sus labios eran evidencia suficiente de que sabía que le iría mal. Robledo la miró de vuelta con algo de pena, no era capaz de permanecer impávido ante los pesares ajenos, y sintió el impulso de ayudarla, como la vez anterior con el mechero, pero de nuevo lo reprimió. Sabía lo improbable que era, primero, que él se animara a hablarle —las lides románticas nunca habían sido lo suyo—, y segundo, si eso llegara a ocurrir, ¿qué pasaría después? Enamorarse de forma ridícula de su nueva amiga y residir en la mitológica friend zone por los siglos de los siglos. El cerebro manda aquí, señorito, después veremos qué hacer con los órganos subalternos, le hubiera dicho la conciencia.

Terminada la labor, cogió el atado de pruebas y caminó con él bajo el brazo hacia el kiosco, para completar el ritual. El mesón se encontraba lleno. Como estaba terminando el semestre y había sido una tarde de pruebas en muchas asignaturas, a algunos recién se les aflojaba la tripa para poder comer algo, mientras otros necesitaban zamparse un chocolate o abastecerse de cigarrillos para calmar los nervios. Acostumbrado a verlos desde lejos todos los viernes, divisó a los otros, los mismos de siempre. Los que saliendo de las pruebas colonizaban las mejores bancas poniendo sus mochilas sobre las mesas. La plusvalía aumentaba a medida que las bancas estuvieran más lejanas del corredor central y, por lo tanto, más ocultas. La principal era la que estaba casi pegada al monstruoso paredón, de más de siete metros de ladrillo sólido, que colindaba con el Instituto Psiquiátrico. Enclavada en un semicírculo de ligustrinas, gozaba de un velo de disimulo, lo que la hacía aún más valorada. Claro que, como en todo orden social, existían jerarquías implícitas dentro de los grupos recurrentes que conformaban las distintas tribus. Los de la banca del fondo eran los outsiders, un clan formado por estudiantes de todas las carreras que impartía la facultad. Deben haber sido unos diez o doce, pero no siempre estaban todos, y a veces se sumaba más gente a la juerga. Había otros lotes, también de asiduos parroquianos de las parrandas de viernes (y a veces otros días de la semana, dependiendo de los horarios de cada uno), que compartían ese ecosistema, pero a diferencia de los del fondo, estos clanes eran nómades, no ocupaban una banca fija, sino que se acomodaban en la que estuviera disponible.

Mientras esperaba, seguía con atención al grupo. Como si estudiara un terrario, miraba concienzudamente a los distintos bichos, fijándose en sus atuendos, sus movimientos, sus dinámicas; un estudio de campo sociológico desde su silla plástica. Veía en ellos una cofradía de evasión y descontrol, pero también una hoguera donde convergían los afectos.

Esta vez, Regina fue la que se acercó sigilosa por el costado. Así pasa a veces, se cambia el orden de los factores y con ello se altera el producto. Antes de que pudiera tomar la botella que le habían puesto recién sobre la mesa, una mano fina lo detuvo. De inmediato reconoció esos dedos, notó el anillo de espiral que seguía en el mismo lugar, pero el otro era distinto, una pequeña mariposa de lapislázuli.

—¿Siempre es igual? —dijo ella.

Recordó inquieto la vez cuando se le trabó el habla, y solo atinó a decir lo primero que se le vino a la cabeza. Era mejor eso antes que nada.

—¿Ah? —balbuceó.

—Sales de la clase de ayudantía, te sientas acá, miras a los muchachos allá en las bancas mientras tomas tu bebida y luego subes las escaleras hacia el edificio central. ¿Siempre es igual?

—Hoy no, no tengo clases después.

Ella lo observó con detenimiento; no lo había mirado así, salvo en las clases de ayudantía, siempre que él no se diera cuenta.

—No deberías beber esto —le señaló la botella.

—Refresca.

Se sentía apretado, hubiera argumentado mejor en otro contexto, pero se limitaba a las respuestas cortas.

—Ácido fosfórico, Aspartamo, Benzoato de Sodio y Acesulfamo de Potasio —leyó en voz alta los ingredientes listados en la botella.

—Al menos no tiene azúcar.

Regina se rio con la respuesta. Una sonrisa genuina, no de cortesía como la vez anterior; el comentario le había causado gracia. Eso le bajaba la tensión, los hombros del muchacho volvían a acomodarse de manera natural y sus manos se iban desagarrotando.

—¿Cómo sabes tanto de mí? —atinó a preguntar.

—Te he visto. ¿O crees que solo tú examinas al resto? Eres un mirón.

—Entonces, aparte de la química, ya tenemos otra cosa en común.

Otra broma en menos de un minuto. Los dos rieron.

—Deja ese veneno ahí y ven conmigo. Hay otros venenos mejores.

Su instinto primitivo lo hubiera empujado a resistirse. ¿Por qué aceptar una invitación de alguien que apenas conocía?, ¿y a qué lo estaba invitando? Pero, vamos, sabía que la chica le gustaba y quizás no sería tan malo arriesgarse esta vez. ¿Qué podía pasar?

Los amarillentos focos de la calle Olivos ya estaban encendidos, y si bien Robledo había pasado cientos de veces frente al lugar, nunca se había detenido allí. La reja protegía al local comercial de posibles robos que, como en muchos barrios de la ciudad, era mejor precaver encerrándose. Desde el interior, el brazo regordete de la dependienta le entregaba una botella de cerveza helada por entre los barrotes, a cambio ella le pagaba los trescientos cincuenta pesos que costaba y le dejaba el carné de la biblioteca como prenda por el envase.

—¿Por qué haces eso? —preguntó sorprendido, viendo que el plástico era encajado en un hueco en la pared, donde reposaban muchas otras credenciales, incluyendo pases escolares para el transporte público y cédulas de identidad.

—Tranquilo, hombre. Al devolver el envase vacío lo recupero —respondió segura mientras guardaba la Báltica de un litro dentro de su mochila.

De regreso en el patio, se sentaron uno al lado del otro en una banca solitaria, contigua a un gran árbol que mantenía su follaje intacto a pesar del invierno, un aromo tal vez. Regina puso la botella sobre la mesa de madera y la sujetó del cuello, con la otra mano sacó un encendedor de su bolsillo, le acercó la base por debajo de la tapa y le aplicó un rápido movimiento de palanca. El sonido del pop del destape evidenciaba la pericia de la muchacha. Robledo se volvió a sentir inquieto, le preocupaba que alguien lo viera y se fuera a formar una imagen errada de él. Ella, intuyendo su nerviosismo, se adelantó.

—Relájate, el tronco tapa la visión de los que vienen del edificio central y el diario mural del pasillo nos protege de los que vienen de las salas del sector norte. Además, ¿tú crees que alguien ignora lo que hacemos acá en las bancas?

—No es eso, es que como soy el ayudante, y si algún profesor se hace una mala imagen de mí…

—¡Imagen! No nos hacemos químicos por la imagen, ¿verdad? —lo interrumpió decidida, poniéndole la botella al frente, para que hiciera los honores—. Inaugúrala.

Tomó la botella y de inmediato sintió el frío pegajoso de la etiqueta de papel, mojada por las gotas que se condensaban sobre la superficie helada del vidrio. No era la primera vez que bebía cerveza ni mucho menos, pero las veces anteriores había sido en asados o cumpleaños, nunca dentro de la facultad, ni directamente desde la boca de la botella, menos en compañía de una mujer, y mucho menos de una que le gustara. Se estaba bebiendo un paquete «todo en uno» de primeras veces. Y así fueron conversando, bajando la pilsen entre preguntas, reflexiones y boberías. Robledo se iba sintiendo cada vez más alegre, más dicharachero y también más desinhibido.

—Eso pasa con la entropía, todo tiende al desorden. ¿Cómo las cosas van a tender al desorden? Si la vida misma, que es el sistema supremo, es cada vez más compleja —se cuestionó, entrando en la etapa existencial de la incipiente embriaguez.

—Así que Marcelo es como Robert Boyle, el químico escéptico —le señaló bromeando—. En el fondo sabía que eras un rebelde —rio, dándole un sutil empellón con el hombro—. Y hablando de refutar teorías, lo que dijiste el otro día en clases, de ese Marcos no sé cuánto. Tampoco creo que siempre sea así.

—¿Markovnikov?

—Ese mismo. En la clase dijiste que la química tiende a lo más estable, y yo creo que la vida no siempre tiende a lo más estable, no todas las personas se van por el camino más seguro, algunas necesitan el vértigo para vivir, algunas buscamos de manera inconsciente algo que nos saque del orden establecido, que nos ponga patas para arriba. Esta regla es aburrida, además de egoísta, si yo fuera un Hidrógeno no iría a parar con el Carbono que tuviera más Hidrógenos, ¿para qué querría más?, ¿por qué tan ambicioso?

—No lo había pensado antes desde ese punto de vista.

—¿Viste? Te hacía falta conocerme.

—Podría decir que eres la excepción que confirma la regla.

—¿Por qué?

—Lo que tú piensas se acerca a la regla Anti Markovnikov.

—¿Existe algo así?

—Sí, hay veces que la reacción ocurre en forma contraria, los Hidrógenos se van donde el Carbono más desprovisto y predomina la reacción más inestable.

—¡Salud por eso! Desde ahora en adelante me declaro como Anti Marcos… ¿cómo era?

Las risas estallaron espontáneas y no pararon de ahí en más.

Cuando acabaron la cerveza se marcharon, antes de que se hiciera muy tarde. Primero devolvieron el envase vacío en la botillería, después caminaron juntos por la calle Independencia hasta Puente Cal y Canto. Ella tomó el metro hacia estación Los Leones y él esperó la micro que lo llevaría a su casa en Renca.

Apenas pudo apuntarle a la cerradura, abrió sigiloso la reja metálica. La luz de la pieza de su madre estaba apagada. Para hacerlo más fácil imaginó que entraba a la biblioteca; no hubo ningún ruido que lo delatara, ni siquiera el Cholo, que dormía en el pasillo, lo sintió. Puso la cabeza en la almohada y sonrió. A pesar de que el techo se le movía y sentía un hambre infernal, no habría nada que le evitara esa noche irse a dormir con una sonrisa pintada en la cara.

Los días ya no eran los mismos, la sagrada rutina, los pasos, el orden de las cosas, las prioridades, las motivaciones. Todas las reacciones químicas requieren distintos niveles de energía de activación para que sean gatilladas, es el impulso mínimo necesario para cruzar un umbral, para pasar más allá. ¿Quién era Regina? Profundo misterio que lo invitaba a romper el cascarón y salir a descubrirlo. Hay también reacciones químicas que liberan energía al medio donde se encuentran. ¿Qué sabía de ella? Sabía lo que sabía hasta ahora, como se aprende todo en la vida, de a poco, un paso a la vez. Siempre una reacción química busca la manera de expresarse: cambios de color, emisión de luz, aumento de la temperatura; una reacción se hace notar. ¿Qué buscaba en él? Quizás no se trataba de eso, tal vez esto no respondía a la dinámica de buscar y encontrar, y solo fuera un caminar juntos, no lo sabía. Un joven acostumbrado a tener siempre todas las respuestas, no lo sabía. Pero había algo que sí entendía, tenía la certeza absoluta de estar experimentando una reacción química, en un nivel superior a la mera sustancia, claro, era una reacción fulminante que lo estaba cambiando para siempre.

El horario de clases de Robledo era bastante exigente, entre cátedras, ayudantías teóricas, prácticos en laboratorio, corrección de controles y ayuda a los profesores en diversas tareas, apenas le quedaba tiempo libre. Así que debió ensayar nuevas fórmulas para optimizar su agenda y dedicar tiempo para estar con ella. Tanto para ayudarle con el examen que se venía, como para aprovechar de pasear juntos, ir al cine y besarse como pichones enamorados. Fueron días intensos, pero los más felices que recordaba.

«En unos días más esto estará desierto», pensó al recordar que se venían las últimas semanas del semestre, y por ende todo el mundo rendiría exámenes, salvo las escasas excepciones de aquellos que se eximían de alguna materia. Arrastraba también una preocupación: a pesar del apoyo que le había ofrecido todo este tiempo, y las horas que dedicó a estudiar con ella, no creía que Regina fuera a obtener la nota mínima para aprobar. No desconfiaba de su inteligencia, sino que creía que una semana no era suficiente para prepararse bien y salir airosa de ese examen. Él mismo le ayudaba al profesor Muñoz a corregir las pruebas de los alumnos. Sabía que su naturaleza de viejito bonachón no tenía cabida al momento de evaluar al estudiantado. Nunca nadie, en los años que llevaba como docente de la cátedra, lo había visto flaquear frente a alguna alumna o alumno que se acercara a su oficina a pedir revisar alguna pregunta de un examen, y, llegado el caso extremo, tener que suplicar o chuplicar como se conocía en la jerga universitaria. «Profesor, me falta una décima. Le recomiendo entonces que estudie más el próximo semestre. Profesor, el valor del cálculo está correcto, ¿por qué me puso el ejercicio todo malo? Ese no es el resultado, ese es un número sin unidad, ¿cinco coma ocho qué?, ¿litros, centímetros, cuadras?». Tampoco jugaban a su favor las estadísticas, la nota que necesitaba Regina para aprobar el examen era un cinco coma cinco y en los últimos años se había registrado solo un caso, un mito dicen algunos, que un alumno sacara arriba de nota cinco en un examen de Química Orgánica. Así y todo, le asombraba la confianza que mostraba la muchacha. «Tranquilo, le decía, ¿tú crees que esta es la primera vez que camino por la cornisa?». Esperaba con todo su cuerpo y alma que su adorada equilibrista no cayera de la cuerda.

Esa tarde el frío había cedido un poco la apretada mordedura que venía dando en la semana. Durante el día había hecho un calor inusual, se estaba presentando el mítico veranito de San Juan, esos dos o tres días que irrumpen en pleno invierno para recordarnos que no todo es blanco o negro, que puede haber algo de calor en el más penetrante de los fríos. Después de dictar la última clase de ayudantía del semestre, se encaminó al nuevo ritual al que se había habituado, pero desde que Regina le había presentado a sus amigos, ya no eran solo los dos los que se sentaban a beber y a conversar en las bancas del patio de la facultad, ahora se había adentrado en ese ecosistema que antes solo había observado desde fuera.

Esa tarde descubrió que las altas y tupidas ligustrinas servían como alacena para ocultar en su follaje los envases vacíos de cerveza. Astuta táctica. Pero lo que no le dejaba de asombrar, era lo alta que se veía la pared vista desde su base, el gigante murallón de ladrillo reforzado que los separaba de las dependencias del Instituto Psiquiátrico de Salud Mental, como rezaba con letras de bronce sobre el arco de entrada al recinto por Avenida La Paz, el mismo que antes fuera la Casa de Orates o el Manicomio Nacional, dando cuenta como el lenguaje va construyendo distintas realidades al paso del tiempo. La inmensa muralla de ladrillo no solo era una división física entre dos propiedades, sino que también era una barrera intangible entre dos estados mentales. Y aunque esta condición colindante era un evidente motivo para bromas y analogías, ninguno de los alumnos se refería a los vecinos con desprecio; entendían que no tenían el derecho de juzgar a esas personas, incluso a veces interactuaban con alguno de ellos, cuando por algún boquete o fisura acercaban la boca para pedir a los estudiantes algún cigarrillo.

Robledo estaba absorto, con la cabeza apuntando a lo alto del paredón, cuando lo interrumpieron.

—¿Has visto a Superman? —le preguntó el Kennedy, apodado así por vestir poleras negras con íconos de la banda de punk Dead Kennedys.

—¿Las películas? —contestó ingenuo.

—Se ha pasado como tres veces este año. Siempre cuando llega a la cornisa del muro empieza a revolear el trapo rojo que usa como capa y avisa que no temamos, que viene en son de paz.

—La última vez se enamoró de la Diana —rio el Coto, limpiándose la boca con la manga, luego de pasarle la botella de cerveza a Gardelli, quien estaba a su lado.

—Hueón, y me empezó a pelar el cable con que yo me parecía a Lana y no sé qué hueá más, cachái. Rayao el socio. Además, me acuerdo que la novia de Superman se llamaba Luisa, no Lana —recordó Diana, cuya tez demasiado pálida y su melena teñida color morado le daban un aspecto de personaje de animé japonés.

—Tiene razón el loquito, en los comics Lana era el amor de juventud, después surgió la Luisa —aclaró Gardelli, tomando un sorbo largo. Como el frío había aflojado ese día, Gardelli usaba una polera sin mangas, la que dejaba ver los coloridos tatuajes que se desprendían por sus brazos, desde el hombro hasta la muñeca. Vestía unos desgastados jeans con la tela de las rodillas rotas y deshilachadas, y unas zapatillas de lona caña alta.

Robledo había logrado penetrar en esa jungla incomprensible, que le había sido, hasta ahora, ajena y lejana, para advertir que no eran tan distintos a él como hubiera pensado. Desde dentro podía dejar de hacerse cargo de los prejuicios, para formarse una imagen por sí mismo.

—Sí, eso fue antes, en la época de juventud, cuando vivía en Smalville —complementó Robledo, amante de los comics, ganando la aprobación y simpatía del resto.

La botella seguía el orden establecido al comienzo, girando en sentido contrarreloj, cada uno se la pasaba a quien tenía sentado a su derecha.

En eso se unió al grupo un estudiante apodado el Poeta, quien dejó caer bruscamente el morral sobre la mesa de una banca vacía, con un gesto de agotamiento. Traía el pelo amarrado en una lacia cola de caballo y vestía un abrigo negro que le llegaba hasta debajo de la cintura.

—¿Recién te soltó tu polola? —bromeó Coto.

—Estaba estudiando, viejo. Se viene peludo el examen de Físico-Química.

—Aquí tenemos a otro Superman —dijo Regina, estirando el brazo hacia donde estaba el recién llegado—. ¡Supermangoneado! —completó la talla, sacando carcajadas por la broma, incluso al mismo aludido.

—Ganaste trago —señaló el Kennedy, arrebatándole la botella de las manos a Gardelli y pasándosela a Regina, quien la bebió de un largo sorbo. Sabía que cuando quedaba poco líquido la orden implícita era «matarla», nunca pasarle al de al lado una botella solo con un concho.

—Sácate otra, Coto —azuzó el Poeta—, que vengo con sed.

—Quién no, con ese chiporro —se burló el Coto, porque fuera otoño o primavera el Poeta vestía siempre un abrigo.

Robledo miraba fijo la larga cabellera de Coto, llena de dreadlocks al estilo rastafari, preguntándose si era incómodo tener el pelo así y como lo hacía para poner la cabeza en la almohada con semejante mota.

Coto se incorporó de un salto, y de una mochila hecha de tela de jeans sacó otra cerveza helada. Luego inclinó la botella y puso la dentadura de la tapa metálica justo en el borde de madera de la mesa. Con la mano abierta le asestó un certero golpe a la tapa, la que salió disparada por los aires haciendo piruetas.

—¡La espumita, la espumita! —dijo aplaudiendo Diana, por lo que Coto le pasó la botella a Regina para que bebiera la espuma que salía arrojada como una lava blanquecina. Luego vinieron los gritos y la algarabía cuando ella le pasó la botella a Kennedy, siguiendo con el juego de doble sentido.

Cuando se aquietaron los ánimos, el Poeta preguntó al grupo qué se tejía.

—Hablábamos de los loquitos de al lado —respondió Diana.

—Ahora recién se acuerdan de los locos, ahora que nos volvimos locos —dijo Kennedy.

—Esa frase es de la película El chacal de Nahueltoro —señaló Coto.

—No, es de Caluga o menta, de Caiozzi —corrigió Robledo.

—Puta, me cargan esas películas chilenas, todas oscuras, no se entiende nada de lo que hablan y siempre se trata de la dictadura —se quejó Regina.

—Esa es nuestra realidad, Regina. Para películas frívolas, con Hollywood nos sobra —dijo el Poeta.

—Entiendo que sea una realidad, pero no es «toda la realidad». También hay otros temas, no todo tiene que ser denso —argumentó Regina.

—Claro, para que luego saquen bodrios como Todo por nada de Lamadrid —señaló Coto, provocando risas al recordar ese atentado al buen gusto cinematográfico.

—¡Oye, la hueá mala! Pásame la chela para pasar el recuerdo amargo —dijo Kennedy.

—No te acabrones con la chela, mira que el amigo Marcelo casi no ha tomado —comentó Coto.

—Es verdad, yo lo he visto darle puros «besitos» a la botella —aseguró Diana.

—Póngale bueno, señor ayudante —incitó el Poeta.

Robledo se había sentido cómodo y en confianza con ellos. Accedió y bebió un largo sorbo, entendiendo que tomar a la par con el grupo era parte de una dinámica de aceptación.

—Diana, ¿por qué no sacas la guitarra? Nos vendrían bien unos temitas para amenizar.

La muchacha de pelo colorido sacó la guitarra de su estuche y apuró las últimas chupadas a su cigarrillo antes de posar las manos sobre las cuerdas.

—Tócate una buena —sugirió Gardelli.

Con soltura y desplante empezó a cantar con una voz suave y carismática.

♪ Y yo estoy aquí, borracho y loco

Y mi corazón idiota, siempre te amará ♫

Decía el coro de la canción, la que era cantada con fuerza y desgarro por todos, incluso por los grupos cercanos, quienes la entonaban desde sus respectivas bancas. Por ahora, cada núcleo compartía en su reducto, pero a medida que avanzara la tarde, habría una tendencia natural a que los estudiantes que iban quedando, aún con ganas de juerga, terminaran reunidos en un solo gran grupo.

—Hablando de tanta locura, tengo algo para «la mente» —anunció el Poeta.

Mientras el Poeta enrollaba el cuete, Regina le pidió a Robledo que la acompañara al baño. «Lo malo de la cerveza, es que hay que ir más seguido al baño. Yo hubiera ido por unos vinitos hoy, pero como estuvo la tarde calurosa…», le dijo.

Al levantarse sintió el cuerpo menos rígido. Estaba algo mareado, pero era un mareo alegre. Era solo cosa de acostumbrase a ir derecho. En esas caminatas al baño se debía intentar pasar lo más desapercibido posible, sin que se notara ningún tambaleo al andar. Y si había que hablar con alguien de fuera del grupo, se debía evitar que la lengua traposa delatara la embriaguez.

Dirigió, con potencia y precisión, un largo y acuoso chorro hacia la pastilla desinfectante del urinario, juego escogido para esta ocasión. Al lavarse las manos aprovechó de mojarse la cara, eso siempre ayudaba a despabilar. Salió primero que ella, así que la esperó sentado en una de las escalinatas que llevaban a las salas modulares, las mismas donde le tocaba dictar la ayudantía en que Regina era su alumna.

—¿Qué hace, señor ayudante?

—Hoy toca prueba.

—¿Y qué va a evaluar?

Sonrisas cómplices y miradas lascivas iniciaban el juego de los cuerpos que se atraen. La acercó hacia él tomándola de la cintura y sintió un cosquilleo que le recorrió las manos y se difundió por el resto del cuerpo. Se miraban de frente, como si no existiera nadie más sobre la tierra a quien mirar; se miraban con ese delirio de los amantes jóvenes, que no conocen de limitaciones en la entrega, o es todo o es nada. Los besos y caricias encendían la locura, agitaban sus lenguas en una lucha entrelazada, la piel bajo los ropajes se iba descubriendo, el torrente de sangre bullía agitado. Era hora de dejar atrás las palabras, era tiempo de pasar de la teoría a la práctica, por lo que Robledo echó mano a un truco que había usado antes, una vez que perdió las llaves de la sala. La tomó de la mano y la guio hacia la parte trasera de las salas modulares, donde se emplazaba la hilera de ventanas de las aulas. Dándole suaves y repetitivos golpes al marco de la ventana logró rebatir una de las hojas, apertura suficiente para que pudieran entrar. Juntando las dos manos le hizo una pisadera. No tuvieron mayor resistencia para cobijarse en esa vieja sala de madera y estudiarse uno al otro.

Ya estaban adentro. El aula sagrada para el conocimiento, la unidad fundamental de la academia, diseñada para estudiar el universo y develar sus misterios, esa tarde sería el lugar donde descubrirían la química de los cuerpos. Él se sentó en la silla del profesor, como lo haría en una clase de ayudantía habitual. El sabor de lo prohibido condimentaba el erotismo.

—En el fondo usted es un chico malo, señor ayudante.

En seguida ella se acercó cadenciosa y se sentó sobre él, abalanzándose a besar su cuello como una leona atacando a su presa. La pasión desatada fue librando de a poco la innecesaria ropa: chalecos y chaquetas rodaron por el piso. Luego las manos inexpertas del joven lucharon en el campo de batalla de su suave espalda, y lograron desatar el sostén, piel contra piel, enfrentadas en un roce frenético de besos húmedos y sudor ardiente. Sus senos subían y bajaban por su torso, rozándose en un compás erótico y endemoniado. Sus pequeñas manos no se contentaron hasta salvar la barrera metálica de la hebilla de su cinturón. Una débil luz entrecortaba su silueta por entre los vidrios jaspeados, era posible distinguir un solo bulto, que se meneaba al ritmo delirante. Ella amortiguaba los quejidos con mordiscos en el lóbulo de su oreja, para evitar que alguien los escuchara desde afuera. Subía el calor, los gemidos conducían al delirio de los cuerpos, que se contraían en espasmos. Sus rostros se mezclaban en gestos de placer y dolor, el clímax de una petite morte;la pequeña muerte los libraría por un instante de la gran y definitiva muerte.

Con el mismo sigilo con el que entraron, salieron de la sala y regresaron a las bancas, donde la fiesta no paraba. Según lo predicho, había más gente, que ahora cantaba o chamullaba, mejor dicho, una canción de Janis Joplin que Diana tocaba en guitarra. Robledo bebió un sorbo largo de cerveza para calmar la sed, y deseó que esa tarde no terminara nunca. Pensó que si tuviera que escoger un solo día de su vida para vivir siempre en él, repitiéndolo una y otra vez, elegiría este.

La oficina de Muñoz era el memorial del paso de un huracán, solía decir Robledo. Un desorden abrumador, en que carpetas, archivos, libros y manuales se desparramaban sobre mesas, sillas y estantes sin ningún orden lógico aparente. «Del caos nace el conocimiento», solía responder a los alumnos que le ofrecían ayuda para ordenar el lugar y facilitar la búsqueda de información. Como ayudante, había tenido que aprender a trabajar en esa apología a la anarquía, no le quedaba otra que acostumbrarse.

Mientras él traspasaba al computador las notas de todos los prácticos de laboratorio del semestre, el profesor se aprestaba a preparar las preguntas del examen final. Como se había hecho común que los estudiantes consiguieran pruebas y exámenes de años anteriores, por si tocaba la suerte de que se repitiera alguno, Muñoz extremaba las precauciones para evitar repetir las preguntas y ejercicios. Además de no comentar con nadie ni una sola palabra del contenido de las evaluaciones. Con un temario tan extenso era difícil, más aún, predecir que cuestiones se evaluarían.

El docente esperó hasta que Robledo terminara su labor para sentarse frente al computador y preparar el archivo del examen, ni siquiera a sus ayudantes les confiaba esta tarea. Luego de despedirse, bajó por las escaleras del tercer piso del edificio central con dirección a la salida sur, pasando frente a las puertas del laboratorio. Saludó a los funcionarios técnicos con naturalidad y se acercó con calma hacia la ventana, cosa que no extrañó a nadie, pues la gente que lo conocía sabía que solía transitar por todas las instalaciones de la facultad a cualquier hora, hubiera o no actividades o clases, pues sentía que eran una extensión de su propia casa. Con las manos reposadas tras la espalda, se asomó para mirar el árbol y repasar mentalmente el plan. El área de ingreso estaba libre y despejada, y lo demás no sería difícil: cruzar el laboratorio, avanzar por el pasillo, subir al tercer piso y ¡voilà! El examen final estaba fijado para el sábado a las diez de la mañana. Según sus cálculos tendría tiempo suficiente. Una vez que se cercioró de que todo estaba en orden, se fue a su casa.

—¿Dónde va, hijo?

—A la casa de un compañero. Me pidió que le enseñara una materia.

—¿Y tan tarde?

—No hay de qué preocuparse, mamita. Me quedo allá esta noche, es más seguro que venirse en la madrugada.

—Vaya con cuidado —le pidió, besándole la frente antes de salir, como de costumbre.

Caminó hasta el paradero con las manos en los bolsillos, la niebla y el frío habían vuelto a reinar en la capital. Las calles estaban desiertas. A lo lejos, los ladridos de los perros respondían al pitido de un barco manicero que venía rodando calle abajo a varias cuadras de distancia. Se convenció de que estaba haciendo lo correcto, no desde el enfoque moral —nunca iba a estar bien robar, desde los preceptos de la moral—, pero este robo no le iba a provocar daño a nadie. Se persuadió de lo justo de la causa; no podía dejar que ella corriera peligro de ser expulsada de la facultad por reprobar la asignatura. No ahora que la quería, que se estaba enamorando de ella. Además, nadie lo sabría nunca, sería siempre un secreto que compartirían hasta la muerte. Esta sería su prueba de amor, su verdadera prueba de amor. Se arriesgaría por completo, pondría toda su mente al servicio de algo que le colmara el alma. El cerebro había tenido bastante protagonismo a lo largo de su vida, era hora de que el corazón, ese órgano secundario y desplazado, se parara al frente del escenario y gritara a viva voz que él también existía, que ya no sería vasallo de nadie.

Mientras esperaba la micro repasó el plan una y otra vez, para asimilarlo con fuerza en su memoria y no dudar de ninguno de los pasos a seguir una vez que estuviera allí dentro. Se arrepintió, eso sí, de no haberle dicho nada a Regina acerca de lo que estaba a punto de hacer. Temió no encontrarla en su casa cuando llegara en la madrugada con la copia del examen, pero acabó convenciéndose de que era mejor que ella no supiera nada hasta que el objetivo estuviera logrado, de lo contrario cualquier paso en falso que llevara la operación al fracaso la convertiría en cómplice. Además, ¿quién saldría de su casa la noche anterior a una prueba crucial?

El bulto amarillento se acercó arrastrando un bufido de fierros cansados hasta el paradero. Su mano derecha puso en la mano del conductor los ochenta pesos justos que valía el pasaje, mientras su mano izquierda exhibía la credencial de estudiante. El tipo, hosco y esquivo, balbuceó palabras que ya estaba acostumbrado a escuchar: que el pase era para ir a estudiar, que los estudiantes hacían lo que querían, que si hubiera sabido no le hubiera parado. Evitó responderle, tenía cosas más importantes de que ocuparse. Avanzó por el pasillo hacia el final y se sentó en el último asiento, al lado de la ventana. Un calorcito punzante le apretaba las tripas, lo que iba a hacer esa noche no lo hubiera imaginado ni en la más remota de sus fantasías. Era bueno tener algo de nervios, lo mantendría alerta, pero debía alejar el miedo a toda costa. «El miedo es el camino hacia el lado oscuro», repasó una frase de su saga de aventuras favorita. Trató de manejar la ansiedad pensando en otra cosa, recordó las canciones que cantaron en las bancas el viernes pasado y se puso a tararear.

Se bajó de la micro en la intersección de Independencia con Olivos. Desde ahí podía avanzar sigiloso y acercarse al primer obstáculo que debía salvar: entrar al recinto. Caminó pegado por la vereda del frente, poniéndose la capucha del polerón, para que el guardia apostado en la caseta no lo reconociera. Luego de asegurarse que el vigilante estaba entretenido mirando el televisor, y que nada lo haría salir de su cabina, se acercó a la reja para treparla.

—Váyase, váyase —fue lo único que atinó a decirle al perro, que lo olfateó desde la esquina y se vino a posar a su lado.

No podía hacer nada con el perro allí, era demasiado arriesgado. A pesar de que le movía la cola y jadeaba con simpatía, era seguro que cuando lo viera escalando la valla se iba a poner a ladrar. Esperó casi media hora a que el perro se aburriera y se largara, pero nada, seguía ahí mismo. Dándose por vencido, se decidió a poner en marcha el plan B. Como el recinto se emplazaba en una sección completa de una manzana, había también un acceso por Santos Dumont, la calle paralela. La desventaja era que la reja era más alta, pero dadas las circunstancias era la única posibilidad de entrar. Caminó despacio para dar la vuelta sin que el perro se alborotara y una vez que dobló la esquina se puso a correr a toda prisa, dejando al animal atrás.

Se apoyó unos minutos sobre una pared para descansar de la inesperada carrera. Enfiló hacia la cerca y, después de estudiar los movimientos necesarios para franquearla, comenzó a trepar. La actividad física no era lo suyo, lo que se evidenciaba en los rígidos y torpes movimientos que le dificultaban alcanzar la cima. Cuando logró llegar arriba, se impresionó de la altura a la que se encontraba, dio un suspiro de aliento y se descolgó desde los barrotes hacia el interior del patio lateral. Para llegar al edificio central sin ser visto, era preciso rodear el perímetro por detrás de las salas del sector norte. Avanzó con cautela por el estrecho espacio que separaba las aulas de la pared. Al llegar al patio central se detuvo para asegurarse de que el guardia no hubiera salido a hacer la ronda, pero desde ahí no era posible divisarlo. Se agachó y avanzó en cuclillas hasta parapetarse detrás del kiosco, donde pudo corroborar que seguía sentado en su caseta, pegado al televisor, juzgando por el destello intermitente de una luz azulina. Ya estaba a mitad de camino, pero se venía la parte más difícil: debía forzosamente arrastrarse por debajo de una estructura lateral sostenida por pilares. El interminable túnel se presentaba frente a él como una de las duras pruebas que debía sortear un Ulises enamorado. La oscuridad pasó a ser una dificultad secundaria frente a las filosas piedrecillas que se iban oponiendo con firmeza a su paso. El sudor y la respiración entrecortada se acrecentaban con el miedo a que en cualquier momento el guardia comenzara su ronda y lo escuchara arrastrarse por debajo del edificio principal de la facultad. Y descubriera que el estudiante modelo, que a la luz del día era un connotado ayudante, se arrastraba como una rata por los subterráneos de una de las instituciones más respetadas a nivel nacional, amparándose en la noche para cometer un vil robo.

Rasguñado y molido por el lento avance logró llegar al jardín delantero, donde se emplazaba la hilera de árboles que le serviría para continuar su periplo de escaladas. Escondido tras el tronco de uno de los árboles más grandes trató inútilmente de sacudirse el polvo que traía impregnado a la ropa. Estaba concentrado en esa tarea cuando vio de reojo el destello de una linterna que se acercaba. En una reacción felina se lanzó al suelo y rodó hasta el túnel desde donde había emergido unos minutos atrás. El centinela había abandonado su guarida para iniciar una ronda.

Desde su escondite podía ver la calle Olivos y el sitio que, en principio, había pensado como lugar de ingreso. Para su sorpresa vio también al perro negro, que movía su peluda cola desde lejos, advirtiendo que lo había visto; si se ponía a ladrar era hombre muerto. Escuchó los pasos de los bototos que se hundían pesados en la gravilla del sendero que cercaba la edificación. De pronto el ruido cesó y vio como sus pies se detuvieron a un palmo de sus narices, mientras alumbraba a su alrededor con la linterna. Fue entonces que el ronco ladrido rajó el silencio. El perro irrumpió con saña, apuntando hacia el sitio donde estaba escondido.

—¿Qué pasa, negrito?, ¿viste un gato? —dijo el guardia, acostumbrado por las noches a hablar con los animales, para combatir la soledad.