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John Stuart Mill

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Beschreibung

Sobre la libertad es quizás una de las obras más importantes que escribió John Stuart Mill. En este libro el autor expone sus ideas fundamentales sobre los límites de la libertad del individuo y la sociedad.

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Sobre la libertad

El título original de esta obra de JOHN STUART MILL (1806-1873)

es ON LIBERTY y se publicó por primera vez en 1859.

Prólogo de

ANTONIO RODRÍGUEZ HUESCAR

Indice

CONTRATAPA ................................... 5

PRÓLOGO ........................................ 6

DATOS BIOGRÁFICOS DE STUART MILL.................................................. 37

SOBRE LA LIBERTAD ....................... 42

CAPÍTULO PRIMERO - INTRODUCCIÓN 44

CAPÍTULO SEGUNDO - DE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO Y DE DISCUSIÓN........... 78

CAPÍTULO TERCERO - DE LA

INDIVIDUALIDAD COMO UNO DE LOS ELEMENTOS DEL BIENESTAR...............176

CAPÍTULO CUARTO - DE LOS LIMITES DE LA AUTORIDAD DE LA SOCIEDAD SOBRE EL INDIVIDUO .......................................226

CAPÍTULO QUINTO - APLICACIONES 273

CONTRATAPA

Un libro profético. En 1859, Mill dió la voz de alarma sobre los peligros que amenazaban a la libertad individual y que hoy son realidad. Sólo desde nuestros días, pertrechados con la experiencia histórica de este medio siglo, y con lo que nos han revelado sobre su estructura profunda libros como La rebeliónde las masas, de Ortega, es plenamente visible el alcance de las agudas intuiciones, de las graves premoniciones de Stuart Mill en este ensayo

PRÓLOGO

El ensayo Sobre la libertad es, quizá, con El utilitarismo, la obra más divulgada deStuart Mill. Era también la que su autor teníaen mayor estima, junto con la Lógica ("so-brevivirá, probablemente, a todas mis obras,con la posible excepción de la Lógica" — nosdice, en su Autobiografía), bien que se tratede obras de muy diferente empeño y enver-gadura. Aparte de los motivos sentimentalesque indudablemente actuaban en esta predi-lección — sobre todo, el hecho de que su mujer, muerta antes que el libro viese la luz,hubiera colaborado activamente en su composición—, es lo cierto que la obrita, en símisma, posee títulos suficientes para ocuparun lugar destacado en la producción total deStuart Mill. Y no por su densidad y rigor sistemáticos, en el sentido escolar de la palabra,aspecto en el cual no admite parangón conlas grandes obras doctrinales del autor de lalógica inductiva — la Libertad es un ensayo yestá expuesto en forma popular, aunque según confesión de su autor, ninguno de susescritos hubiese sido ''tan cuidadosamentecompuesto ni tan perseverantemente corregido" —, sinopor la previdente acuidad conque en ella se tocan puntos vivísimos de lasensibilidad contemporánea. El tema mismoque da nombre al libro alude a una de lasgrandes ideas motoras de toda la historia delhombre de Occidente, y muy especialmentede su edad moderna, idea que culmina en elsiglo XIX con ese amplio enfervorizamientoque Benedetto Croce pudo llamar "la religiónde la libertad".

Claro está que decir "libertad", sin más, esdecir muy poco, precisamente porque el vocablo significa demasiadas cosas. Mill, en laprimera línea de su libro, se adelanta a decirnos que no va a tratar del libre albedrío — esdecir, de la libertad en sentido ético o metafísica—,sino de "la libertad social o civil". Peroni siquiera con esta primera restricción dejade ofrecer el término una multitud designificaciones. Y, ante todo, las determinadas por la variación de las condiciones históricas, que hace que no se parezca en casinada, por ejemplo, la libertad del mundo antiguo—griego o romano—a lo que el hombremoderno ha entendido por tal. (Véase, sobreeste punto, el lúcido examen que Ortega hacede lalibertasciceroniana enDel Imperio romanoy en sus apéndices:LibertasyVida corno libertad y vida como adaptación.Véasetambién, del mismo Ortega, desde otropunto de vista, el sentido de lafranquíafeudal, origen de la moderna idea liberal, enIdeas de los castillos).Mas, ni aun limitándonos a la noción moderna de libertad cobra laexpresión la univocidad deseada. Desde elúltimo tercio del siglo XVIII, y superlativamente a lo largo del XIX, habla el hombreeuropeo en todos los tonos, y a propósito detodos los asuntos importantes, tanto para lavida individual como para la convivencia política, delibertadylibertades —el singular yel plural aluden ya a una diferenciación clásica—,sin que, sin embargo, estos términos, yespecialmente el singular, hayan dejado deexpresar ideas, o más bien ideales, diversos y esencialmente cambiantes. Ello esque en esta época la libertad vino a ser elsésamo, la palabra mágica capaz de abrir enel corazón humano las esclusas de todas lasvehementes devociones, de todos los noblesenardecimientos. Por eso, no sólo habla estehombre de libertad, sino, lo que es más importante, se mueve, actúa y hasta entrega lavida cuando es menester en aras de esta fabulosa deidad. Fabulosa, en efecto, tanto porsu capacidad de metamorfosis como por susustancia ilusoria, puesto que, siempre que elhombre ha creído apresarla y poseerla ya, seha encontrado en la situación paradójica denecesitarla y solicitarla de nuevo—y de ellonos va a ofrecer una buena muestra el librode Mill. Entiéndase bien; con esta afirmaciónno pretendo en manera alguna reducir elideal de la libertad a pura quimera, ni empañar en lo más mínimo la nobilísima ejecutoriade su eficacia histórica. No se puede pensar,por ejemplo, que la libertad, y menos aún las"libertades", por las que los hombres de finesdel XVIII y los del XIX se esforzaron y lucharon, con frecuencia heroicamente, fuesenvanos fantasmas sin contenido alguno real.

Por el contrario, es un hecho que desde laRevolución francesa — y ya desde mucho antes en Inglaterra — se conquistaron, en formade derechos, niveles de emancipación quepasaron a incorporarse a las estructuras políticas del futuro, sin distinción apenas de susformas de gobierno. Lo que quiero señalar esque incluso tales conquistas concretas y efectivas, al dejar de ser cálida aspiración individual o colectiva, para pasar a vías de hecho,es decir, a fría legislación administrada porcualquier tipo de Estado, perdieron mucho deloriginario fervor con que fueron concebidas,cuando no defraudaron completamente lasbellas esperanzas cifradas en su consecución,reobrando contra el vivo impulso instauradoren forma de nueva opresión.

Ya, en efecto, la mera pretensión de hacerdel Estado el depositario del "sagrado tesoro"

de la libertad encierra una irremediable contradicción, por cuanto el Estado, si no el Leviatán que el clarividente pesimismo de Hobbes creyó descubrir, sí es, por lo menos, elórgano natural de la coacción y, por tanto, dela antilibertad. Contra lo que se solía pensarinertemente hasta hace poco tiempo — continuando un estado de opinión del siglo pasado, que hoy vemos como un explicable espejismo—, sólo por excepción y al amparo deuna constelación de circunstancias históricasespecialísimas, cuya repetición puede darsepor imposible, ha podido existir alguna vez, sies que en puridad ha existido, un Estado genuinamente liberal. Ello ocurrió, por ejemplo,en la Inglaterra de la época Victoriano, en laque el propio Stuart Mill alcanzó a vivir y enla que influyó con su pensamiento de teóricomáximo del liberalismo. Pero esta mismadoctrina suya, brotada en el medio políticomás favorable, viene, por otro lado, a reforzar la tesis del carácter esfumadizo y precariode la libertad, ya que su sentido no es otro,como veremos, que el de reclamar contra lanueva forma de usurpación que el Estadoliberal — constitucional, democrático, representativo, intérprete y servidor de la opiniónpública—, precisamente, representa, o, por lomenos, hace posible. ¿Cómo entender esteaparente contrasentido?

Y aquí viene lo peculiar de la nueva perspectiva, del nuevo sesgo que la idea de libertad ofrece en Stuart Mill, y que no coincide yacon la que el Estado liberal encarnaba.

Una vez más, el centro de gravitación de lalibertad se ha desplazado. En las primeraspáginas de su obra nos muestra Stuart Millun esquema de esos desplazamientos, en tresfases principales. Durante mucho tiempo,desde la antigüedad — nos dice— , se entendiópor libertad "la protección contra la tiranía delos gobernantes políticos", y, en consecuencia, el remedio consistía en "asignar límites alpoder". "Para conseguirlo había dos caminos:uno, obtener el reconocimiento de ciertasinmunidades". . ., "y otro, de fecha más reciente, que consistía en el establecimiento defrenos constitucionales". La segunda fase sevincula a la instauración del principio democrático representativo. "Un momento hubo"

en que "los hombres cesaron de considerarcomo una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder independiente ytuviesen un interés opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes odelegados revocables a voluntad". Y entonces, naturalmente, no tuvo ya mucho sentidola limitación del poder. "Lo que era preciso eneste nuevo momento del problema, era quelos gobernantes estuviesen identificados conel pueblo, que su interés y su voluntad fuesen el interés y la voluntad de la nación'". . .

"Esta manera de pensar, o quizá más bien desentir — agrega Stuart Mill— era la nota dominante en el espíritu de la última generacióndel liberalismo europeo, y aún predominasegún parece entre los liberales del continente".

Mas he aquí que, convertido ya en realidadel anhelado Estado democrático, nuevamentese hace visible la necesidad de "limitar el poder del gobierno sobre los individuos, auncuando los gobernantes respondan de unmodo regular ante la comunidad, o sea anteel partido más fuerte de la comunidad". Lalarga experiencia democrática realizada prudentemente por Inglaterra, y, sobre todo, lallevada a cabo con mayor pujanza e ímpetujuvenil por los Estados Unidos de América (elfamoso libro de Tocqueville, La democracia en América, influyó indudablemente en estasideas de Stuart Mill), pusieron de manifiestoque "las frases como «el gobierno de sí mismo» (selfgovernment) y «el poder de lospueblos sobre ellos mismos» (the power of the people over themselves), no expresabanla verdad de las cosas: el pueblo que ejerceel poder no es siempre el pueblo sobre quiense ejerce, y el gobierno de sí mismo de quetanto se habla, no es el gobierno de cada unopor sí, sino el de cada uno por todos los demás. Hay más, la voluntad del pueblo significa, en el sentido práctico, la voluntad de laporción más numerosa y más activa del pueblo, la mayoría, o de los que han conseguidohacerse pasar como tal mayoría. Por consiguiente, puede el pueblo tener el deseo deoprimir a una parte del mismo"... Es decir,que el principio de la libertad, al plasmarseen formas políticas concretas, evidenciaballevar en su seno el germen de un nuevo modo de opresión. Stuart Mili, desde la ventajosa posición que le procura el pertenecer a lacomunidad británica, esto es, al país de máslarga experiencia en libertades políticas detodos los del planeta, advierte el peligro y dala voz de alarma: ..."hoy en la política especulativa se considera «da tiranía de la mayoría» como uno de los males contra los quedebe ponerse en guardia la sociedad". No esél, ciertamente —ni lo pretende tampoco— elprimero en percibir la posibilidad de tal peligro. La misma frase suya que acabo detranscribir — y otras que aparecen en su libro,aún más terminantes— prueba que era yauna idea frecuentada por los pensadores políticos. En cualquier texto de filosofía o de historia política de la primera mitad del siglo XIXencontramos, efectivamente, constancia de lapresencia de este problema. Por ejemplo, yaen 1828, en la primera lección de suHistoria de la civilización en Europa,se pregunta Guizot: "En una palabra: la sociedad ¿está hechapara servir al individuo, o el individuo paraservir a la sociedad? De la respuesta a estapregunta depende inevitablemente la de saber si el destino del hombre es puramentesocial, si la sociedad agota y absorbe al hombre entero". .. etcétera. Otro ejemplo, tomado igualmente al azar entre los libros queestán al alcance de mi mano: en suFilosofía del Derecho,aparecida en 1831, escribía E.Lerminier: "La libertad social concierne a lavez al hombre y al ciudadano, a la individualidad y a la asociación: debe ser a la vez individual y general, no concentrarse ni en elegoísmo de las garantías particulares, ni en elpoder absoluto de la voluntad colectiva; principio esencial que confirmarán las enseñanzasde la historia y las teorías de los filósofos".

Seria fácil aducir muchos más, con sólo abrirotros volúmenes. Se trataba, pues, de unacuestión comúnmente tomada en consideración. No obstante, hasta entonces, no pasabade ser eso: un tópico de "política especulativa" — y ni siquiera en este orden puramenteteórico solía ser discutida a fondo—. EnStuart Mill, en cambio — y ésta es la novedadde su punto de vista—, es mucho más queeso: es la conciencia aguda, dolor osa casi —

si bien aún no del todo clara— de un granhecho histórico que está gestándose, quecomienza a irrumpir ya y a hacerse ostensibleen las áreas más propicias — es decir, en lasmás evolucionadas en su estructura político-social, como Inglaterra y Estados Unidos— del mundo occidental, y que estaba destinadoa cambiar la faz de la convivencia humana, asaber: la ruptura del equilibrio entre los dostérminos individuo-sociedad, polos activos dela vida histórica, en grave detrimento delprimero. Ya no se trata de teorizar con principios abstractos, sobre hipotéticas situaciones, sino de abordar "prácticamente" unacuestión de hecho, una situación real de peligro, algo que se está produciendoya.Lo quecorre riesgo es, una vez más, la libertad eindependencia del individuo, pero ahora enuna forma más insidiosa y profunda quecuando se ventilaban solamente libertades oderechos políticos disputados al poder delEstado, Porque no es ya propiamente el Estado—su entidad jurídica o su máquina administrativa—el enemigo principal (o, si lo es elEstado—se entiende, el democrático—,lo escomo intérprete de laopinión social,cuyosdictados obedece). La sociedad puede ejercersu acción opresora sobre el individuo valiéndose de los órganos coercitivos del poder político; pero, además, y al margen de ellos,"puede ejecutar y ejecuta sus propios decretos; y si los dicta malos o a propósito decosas en las que no debiera mezclarse, ejerceuna tiranía social más formidable que cualquier opresión legal: en efecto, si esta tiraníano tiene a su servicio frenos tan fuertes comootras, ofrece en cambio menos medios depoder escapar a su acción, pues penetra mucho más a fondo en los detalles de la vida,llegando hasta encadenar el alma".

Todo el libro de Mill es una voz de alertafrente a este nuevo y formidable poder queinicia su marcha ascendente, frente a estepeligro — la absorción del individuo por la sociedad— que. se alza como henchida nube detormenta sobre el horizonte del mundo civilizado.

Mill intuye certeramente — y hasta creedescubrir en ello una especie de ley histórica— el signo creciente de esta absorción, y lodenuncia sin vacilaciones como el nuevoenemigo de la libertad. Ya "no basta la protección contra la tiranía del magistrado, puesto que la sociedad tiene la tendencia: 1°, deimponer sus ideas y sus costumbres comoreglas de conducta a los que de ella se apartan, por otros medios que el de las penasciviles; 2°, de impedir el desenvolvimiento y,en cuanto sea posible, la formación de todaindividualidad distinta; 3°, de obligar a todoslos caracteres a modelarse por el suyo propio". La cosa es grave, porque "todos loscambios que se suceden en el mundo producen el efecto de aumentar la fuerza de la sociedad y de disminuir el poder del individuo",y la situación ha llegado a ser tal que "la sociedad actual domina plenamente la individualidad, y el peligro que amenaza a la naturaleza humana no es ya el exceso, sino lafalta de impulsiones y de preferencias personales".

Cuando las libertades políticas elementaleshan dejado de ser cuestión, y como consecuencia de haber dejado de serlo, se levantaun nuevo poder, el de la mayoría, o, paradecirlo con palabra más propia y actual, quetambién emplea Mili, el de la masa, que representa un peligro más hondo que el delEstado, puesto que ya no se limita a amenazar la libertad externa del individuo, sino quetiende a "encadenar su alma", o, lo que esequivalente, a destruirlo interiormente comotal individuo. Ahora bien, "todo lo que destruye la individualidad es despotismo, désele elnombre que se quiera".

La colectivización, la socialización delhombre — y no en el aspecto económico, naturalmente, sino en el más radical de su espiritualidad—: he ahí la sorda inminencia querastrea Mill, y ante la que yergue su menteavizor. En haber centrado en ella el eje de sudoctrina de la libertad estriba su indiscutibleoriginalidad y lo que hace de su libro, porencima de todas las ideas parciales y ya definitivamente superadas que en él puedan aparecer, un documento todavía vivo, una saetilla mental que viene del pasado a clavarse enla carne misma de los angustiadores problemas de nuestro tiempo. Porque, no vale engañarse: la libertad sigue formando parteesencialísima de nuestro patrimonio espiritual, sigue siendo uno de los pocos principiosque en el hombre de hoy aún mantiene vigente su potencia ilusionadora. No podemos,aunque queramos, renunciar a ella, so penade renunciar a nuestro mismo ser. Como diceMill, no hay libertad de renunciar a la libertad. Necesitamos, es cierto, una nueva fórmula de ella, porque su centro de gravedadse ha desplazado otra vez; pero por eso, justamente, nos interesa conocer las actitudesdel pasado ante semejantes desplazamientos,y sobre todo aquellas que, como la de Mill,nos son tan próximas que alcanzan ya a punzar en las zonas doloridas de nuestra sensibilidad.

Leed los párrafos siguientes y juzgad si nohay en ellos un sutil presentimiento del"hecho más importante de nuestro tiempo"

(es expresión de Ortega), cuyo pleno y luminoso diagnóstico, en forma de "doctrina orgánica", no se realizó hasta el año 1930, enese libro, impar entre los de nuestro siglo,que se llama La rebelión de las masas: "Ahora los individuos — escribe Mill— se pierdenen la multitud. En política es casi una tonteríadecir que la opinión pública gobierna actualmente el mundo. El único poder que mereceeste nombre es el de las masas o el de losgobiernos que se hacen órgano de las tendencias e impulsos de las masas"... "Y lo quees hoy en día una mayor novedad es que lamasa no toma sus opiniones de los altos dignatarios de la Iglesia o del Estado, de algúnjefe ostensible o de algún libro. La opinión seforma por hombres poco más o menos a sualtura, quienes por medio de los periódicos,se dirigen a ella o hablan en su nombre sobrela cuestión del momento". . . "Hay un rasgocaracterístico en la dirección actual de la opinión pública, que consiste singularmente enhacerla intolerante con toda demostraciónque lleve el sello de la individualidad". . . Loshombres "carecen de gustos y deseos bastante vivos para arrastrarles a hacer nada extraordinario, y, por consiguiente, no comprenden al que tiene dotes distintas: le clasificanentre esos seres extravagantes y desordenados que están acostumbrados a despreciar"..

. "Por efecto de estas tendencias, el públicoestá más dispuesto que en otras épocas aprescribir reglas generales de conducta y aprocurar reducir a cada uno al tipo aceptado.

Y este tipo, dígase o no se diga, es el de nodesear nada vivamente. Su ideal en materiade carácter es no tener carácter alguno marcado". .. "En otros tiempos, los diversos rasgos, las diversas vecindades, los diversosoficios y profesiones vivían en lo que pudierallamarse mundos diferentes; ahora viven todos en grado mayor en el mismo. Ahora,comparativamente hablando, leen las mismascosas, escuchan las mismas cosas, ven lasmismas cosas, van a los mismos sitios, tienensus esperanzas y sus temores puestos en losmismos objetos, tienen los mismos derechos,las mismas libertades y los mismos mediosde reivindicarlas. Por grandes que sean lasdiferencias de posición que aún quedan, noson nada al lado de las que han desaparecido. Y la asimilación adelanta todos los días.

Todos los cambios políticos del siglo la favorecen; puesto que todos tienden a elevar lasclases bajas y a rebajar las clases elevadas.

Toda extensión de la educación la favorece,porque la educación sujeta a los hombres ainfluencias comunes y da acceso a todos a lamasa general de hechos y sentimientos universales. Todo progreso en los medios decomunicación la favorece, poniendo en contacto inmediato los habitantes de comarcasalejadas y manteniendo una serie rápida decambios de residencia de una villa a otra.

Todo crecimiento del comercio y de las manufacturas aumenta esta asimilación, extendiendo la fortuna y colocando los mayoresobjetos deseables al alcance de la generalidad: de donde resulta que el deseo de elevarse no pertenece ya exclusivamente a unaclase, sino a todas. Pero una influencia máspoderosa aún que todas éstas puede determinar una semejanza más general entre loshombres: esta influencia es el establecimiento completo, en este y otro países, del ascendiente de la opinión pública en el Estado". . .

"La reunión de todas estas causas forma unatan gran masa de influencias hostiles a la individualidad, que no es posible calcular cómopodrá defender ésta su terreno. Se encontrará con una dificultad cada vez más creciente".

. . Stuart Mill no preveía, por supuesto, lasproporciones inundatorias que el fenómenoiba a adquirir en el siglo siguiente; no contaba tampoco con los nuevos factores de tipopolítico, técnico, industrial, o simplementedemográfico — para no hablar ya de la crisisacaecida en el estrato más hondo de lascreencias— que debían contribuir a transformar sustancialmente su fisonomía y su virulencia en este siglo nuestro; pero, con todo,en lo esencial, su intuición y su pronóstico nopueden ser más penetrantes. Es verdad quesu voz monitoria suena en nuestras oídos,habituados al estruendoso restallar de losacontecimientos históricos de nuestra centu-ria, con una placidez casi paradisíaca; perohay en ella, cuando toca este tema, un levetemblor, un casi imperceptible estremeci-miento y, en medio de la llaneza de su estilo,una como involuntaria solemnidad, que denuncian la subterránea conmoción propia delas graves premoniciones. Y es esa inmuta-ción la que encuentra en nosotros inmediatamente un eco simpático. Desde el primerpárrafo del libro acusamos el impacto de esaresonancia. Aun a trueque de ser prolijo enlas citas, no quiero dejar de reproducir aquíese primer párrafo, por su carácter que yo notendría inconveniente en llamar profético, sino temiese el desmesuramiento de la expresión: "El objeto de este trabajo — comienzadiciendo su autor— no es el libre arbitrio, sinola libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercerlegítimamente la sociedad sobre el individuo:cuestión raramente planteada y casi nuncadiscutida en términos generales, pero queinfluye profundamente sobre las controversias prácticas del siglo por su presencia latente y que, sin duda alguna, reclamará bienpronto la importancia que le corresponde co-mo la cuestión vital del porvenir". (El subra-yado es mío.)

Stuart Mill cree que el problema tiene todavía solución, por encontrarse en su faseinicial — "solamente al principio puede comba-tirse con éxito contra la usurpación" — , y aquíes donde su ingenuidad y su buena fe liberalpone en nuestros labios una sonrisa benévo-lamente irónica. La solución, en efecto, es deuna seductora simplicidad: consiste en establecer una perfecta demarcación entre lasrespectivas esferas de intereses del individuoy de la sociedad. Y la clave de esa demarcación, en toda su generalidad, podría resumir-se así: la libertad de pensamiento o de acciónen el individuo no debe tener otro límite queel perjuicio de los demás. Ahí comienza, justamente, la esfera de interés de la sociedad.

En torno de este principio abre discusiónStuart Mill y despliega toda una extensa ysabrosa casuística, lo que da a su libro —como él pretende—un aire menos puramenteespeculativo que "práctico" y, diríamos, documental. Sin embargo, bajo esta aparienciade ágil comentario de actualidad, o entreve-rada con él, urde sus hilos conceptuales lasólida doctrina, que resulta ser la más depu-rada forma de liberalismo conocida hasta eldía: de una pureza tal, que no puede por menos de resultar en varios sentidos utópica.

A primera vista, el principio de Stuart Millnos sorprende, no sólo por su simplicidad,sino también por su extraordinaria semejanzacon la vieja fórmula del siglo XVIII. He aquí,en efecto, cómo se define la libertad en elartículo IV de la celebérrima Déclaration des Droits de l'homme et du citoyen: "La libertadconsiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro. Así, el ejercicio de los derechosnaturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismosderechos; estos límites no pueden ser determinados más que por la ley".

Tomados a la letra, y sin ulterior discernimiento, parece que el concepto de libertad enlos doctrinarios de la Asamblea Nacional francesa de 1879 y en Stuart Mill coinciden plenamente. No obstante, a poco que nos repre-sentemos el blanco a que Mill apunta, nosaparecen como completamente distintos, ca-si, casi, como opuestos. Para los definidoresde los Derechos del hombre, en efecto, setrata de la libertad del hombre abstracto, deuna libertad igualitaria, racionalista, cuyosujeto es, en rigor, un esquema: el esquema natural del hombre o el esquema social vacíode vida del ciudadano. Para Stuart Mill, por elcontrario, la condición esencial de la libertadradica en la desigualdad, en la variedad, en lodiferencial del hombre; es decir, su sujeto esel individuo concreto e inintercambiable. Ladoctrina de Mill viene a poner en evidencia,precisamente, la incompatibilidad final de losdos postulados de la Revolución francesa:libertad e igualdad. A la larga, la nivelación,la igualación, ganando zonas cada vez másíntimas del hombre, llega a ahogar, a amus-tiar la flor más exquisita de la libertad: laposibilidad de ser distinto, de ser uno mismo; la expansión plena y al máximo de la individualidad.

Sobre esta idea elabora Stuart Mill lo quepuede considerarse como un germen de filosofía de la historia — como tal germen, todavía asistemático e informe, pero lleno deperspicaces atisbos—. Doy a continuación, enforma casi programática, algunos de sus puntos principales.

Todo lo creador de una cultura — y singularmente de la nuestra— se debe a la acciónde las fuertes individualidades o de las minorías (Stuart Mill advierte que no se debe con-fundir esta concepción con "el culto del hé-

roe". Alude, evidentemente, a Carlyle, conquien le unían lazos de amistad, pero cuyasideas nunca compartía). Los valores de laindividualidad y de la vitalidad — en el sentidohumano de la palabra— se caracterizan porsu oposición al automatismo y a la mecaniza-ción — formas de vida que la socializaciónfavorece—. El desarrollo de la individualidadconstituye, por tanto, el principio del enno-blecimiento humano, del enriquecimiento dela vida histórica. Entre esos valores ocupa unlugar primordial el de la originalidad, que,elevada a su más alto grado, produce el genio, producto egregio que "no puede respirarlibremente más que en una atmósfera delibertad". "Nada se ha hecho aún en el mundosin que alguno haya tenido que ser el primeroen hacerlo". . . "Todo lo bueno que existe esfruto de la originalidad". Frente a la uniformidad gregaria, la variedad de lo humano. La"perfección intelectual, moral, estética", yhasta la misma felicidad, están en función dellibre desenvolvimiento de esa variedad; esdecir, del individuo, en cuanto tal.

Condición esencial de la verdad es la diversidad de opiniones. Nadie está en posesión de toda la verdad — y, por tanto, nadiepuede pretender la infalibilidad—, y, en cambio, todos pueden aspirar a poseer una partede ella. Esto vale tanto de los individuos co-mo de las doctrinas y sistemas enteros. Portanto, todo lo que sea coacción sobre unaopinión cualquiera, por insignificante, o porextravagante, que parezca, es, potencialmen-te, un atentado a la verdad.

Hay creencias e ideas vivas e inertes. Lavitalidad de una doctrina dura mientras necesita mantenerse alerta — para defenderse opara ganar terreno— frente a la masa de opinión recibida. En cuanto se convierte en opinión general o heredada, decae y se tornacreencia inerte. Las creencias y opiniones, alsocializarse, al convertirse en propiedad comunal y hereditaria, se vacían de contenidovital, y sólo queda de ellas la cascara, es decir, la fórmula; literalmente, se petrifican.

El imperio o despotismo de la opinión comunal, petrificada en costumbre, es el principal obstáculo al "espíritu de progreso", cuya

"única fuente infalible y permanente" es lalibertad. La lucha entre estas dos fuerzas antagónicas es la clave de la historia humana,y, sobre todo, de la europea, la más progresiva de todas. Los pueblos de Oriente, y enmodo eminente China, ofrecen ejemplos de lasituación estacionaria a que puede llegar unacivilización que ha logrado organizarse sobreel imperio de la costumbre. La creciente tendencia a la uniformidad en Europa, bajo "elrégimen moderno de la opinión pública" amenaza con conducirnos también a una siniza-ción — Europa "marcha decididamente haciael ideal chino de hacer a todo el mundo parecido" — que entre nosotros sería fatal, ya quetraicionaría el carácter más genuino de nuestra civilización, fundada justamente en la "notable diversidad de carácter y cultura" de sus"individuos, clases y naciones".

Éstos son los puntos más vivos, menos"petrificados", del libro de Mill. No hay espacio aquí para una exposición más amplia deellos, ni para el sugestivo comentario a queinvitan. El lector encontrará su más extensodesarrollo en los capítulos II y III, los fundamentales de la obra, y no le será difícil descubrir en ellos los motivos esenciales del interés actual de la misma. Un interés que nocoincide, por descontado, con el de las variasgeneraciones de lectores del famoso ensayo.

Ante mis ojos tengo, por ejemplo, un testimonio significativo de cómo en tiempos delpropio Stuart Mill no se, advirtió el alcance delas ideas que hoy nos parecen precisamentelas más fecundas y penetrantes de su libro.