Sola con un extraño - Donna Sterling - E-Book
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Sola con un extraño E-Book

Donna Sterling

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Beschreibung

Jennifer se estaba saltando todos sus principios. No podía acostarse con Trev Montgomery. Pero era tan guapo y atractivo... y había sido su marido durante un breve y maravilloso momento siete años atrás, así que trató de convencerse de que no ocurriría nada por pasar una última noche juntos. Trev la habría reconocido en cualquier lugar del mundo. Aquella mujer era Diana... ¡su mujer! Solo que decía llamarse Jennifer... y aseguraba que era una prostituta. No tenía otra opción que pagarle para comprobarlo. ¿Pero qué haría si se confirmaban sus sospechas?

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Seitenzahl: 205

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Donna Fejes

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sola con un extraño, n.º 277 - febrero 2019

Título original: Intimate Stranger

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-712-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Uno

 

 

 

 

 

 

A solas en la oscuridad, rodeado por la bruma salina y fantasmal del Atlántico, las olas rugiendo como diablos, Trev Montgomery cerró el puño tras quitarse el anillo de boda. El círculo de oro se le clavó en la palma.

No se había sacado el anillo en siete años.

Pero ya era hora.

Echó el brazo hacia atrás para darse impulso y arrojó el anillo lo más lejos que pudo. El viento, el mar y la oscuridad lo cegaban, lo ensordecían, pero vio con nitidez el brillo de oro sobre el agua negra, imaginó el golpe, el gélido e interminable descenso hacia la nada.

No se sintió liberado. Ni sintió que nada hubiese terminado. El dolor, la rabia y la soledad seguían aferrados a sus entrañas.

Pero había llegado la hora de dejar atrás el pasado. A partir de ese día, dejaba de ser un hombre casado. Era, oficialmente, viudo. El juez había declarado la muerte de Diana. La Ley había puesto fin a una pesadilla que había durado siete años.

Y de él dependía que terminara en todos los sentidos. Juró que así sería. Cerraría la puerta a las preguntas que habían estado martirizándolo: qué le había ocurrido a Diana, cómo y por qué había desaparecido sin dejar rastro. La cabeza le decía que debían de haberla secuestrado y, probablemente, la habrían matado. De lo contrario, habría vuelto con él. Pero el corazón no había aceptado aún que no fuera a regresar, ni que su matrimonio se hubiese acabado.

Estaba harto de mantener baldías esperanzas. Por más que le costara, pasaría página y daría comienzo a un nuevo capítulo de su vida.

Así, mientras miraba al vacío de aquella oscura y fría noche, se dijo que había empezado bien. Había abandonado su ciudad, en el sur de California, donde había conocido a Diana, donde se habían casado y habían vivido durante cuatro meses mágicos… donde había desaparecido.

Esa mañana, nada más declarar el juez la muerte de Diana, había dejado atrás ese lugar de ensueño y había viajado a la costa opuesta, donde había cerrado un acuerdo inmobiliario por unos terrenos en los que construiría una urbanización de chalés que había diseñado. Se haría rico y abriría su corazón a otras personas. Al final, acabaría curándose.

En casa, su familia y sus amigos lo habían instado a que continuara con su vida desde hacía años. Y algunas mujeres se habían insinuado para cubrir el vacío de Diana. Había sentido la necesidad de alejarse de todos ellos, de su ciudad.

Necesitaba algo nuevo. Alguien nuevo. Y había llegado el momento de volver a empezar.

Había pensado en construir en Sunrise, Georgia, desde que había ido allí por primera vez. El entorno y la sensación de pertenecer a una comunidad acogedora se complementaban a las mil maravillas con las casas que él diseñaba. Así que, ¿qué más daba que hubiese descubierto la ciudad durante la luna de miel con Diana?

Aunque el lugar conservaba su belleza y el ambiente de una ciudad pequeña, era evidente que había cambiado. El hotel de lujo en el que se estaba alojando no existía en aquella primera visita. Apenas había reconocido la playa por la que habían paseado, y el chiringuito de marisco en el que habían parado a comer había sido reemplazado por una boutique de moda.

Sí, el sitio había cambiado mucho. El recuerdo de Diana no lo perseguiría allí.

Introdujo la mano izquierda en el bolsillo de sus vaqueros, mano que sentía desnuda sin el anillo de boda, dio media vuelta y echó a andar hacia el único hotel rascacielos de Sunrise.

Diana se había marchado. Para siempre.

A partir de esa noche dejaría de pensar en ella.

El juez había declarado su muerte. Y tenía que aceptarlo.

 

 

Jennifer Hannah estaba rompiendo una de sus propias normas… y siempre la ponía nerviosa romper cualquier norma. Se tenía prohibido hacer vida social con las compañeras de trabajo. Salvo las obligadas fiestas previas a las vacaciones, se había aferrado a ese principio durante los siete años que llevaba en Sunrise. De hecho, apenas tenía vida social de ningún tipo, la cual se reducía a un par de amigas en la clase de aeróbic, compañeros sin rostro con los que dialogaba por Internet y los niños sordos a los que atendía como voluntaria.

Su puesto como gestora de una pequeña empresa en expansión y su desempeño como voluntaria la mantenían ocupada. O al menos eso solía decirse.

Pero ese viernes sus compañeras la habían convencido para que se tomara una copa a la salida del trabajo, para celebrar un objetivo que habían alcanzado: la empresa de trabajo temporal Hand Staffing Services había conseguido colocar a todos sus afiliados en puestos con contratos indefinidos. ¿Cómo podía negarse a festejar aquel éxito?

Mientras entraba en el vestíbulo del hotel por la puerta giratoria se reconoció que le apetecía pasar la tarde fuera del apartamento. Pasar una tarde con amigas… o, al menos, conocidas. Por muy ocupada que tratara de estar, no podía evitar sentirse sola, en especial los viernes y los sábados.

Pero no se regodearía en esa soledad, ni recordaría aquellos tiempos en compañía de auténticos amigos, risas y desbordante amor.

Amor. No, no podía pensar en eso. El amor formaba parte de su anterior vida y algún día, cuando fuese suficientemente fuerte, quizá se abandonara a la nostalgia. Pero aún no podía hacerlo: recordar le dolía demasiado todavía. Era un tormento devastador.

Se paró en medio del vestíbulo para despejar la cabeza, el corazón, la presión que la oprimía. No podía pensar que no volvería a ver a Trev en toda su vida. Tenía que ir segundo a segundo… y así llevaba siete años de segundos.

La soledad, al fin y al cabo, era un precio barato a cambio de seguir con vida.

Recobró la compostura y se abrió paso entre la multitud que se agolpaba en el vestíbulo del hotel. Sus tacones de aguja resonaron sobre el suelo de mármol mientras avanzaba entre fuentes, plantas tropicales, jaulas con pájaros exóticos, acuarios y ascensores que subían hasta treinta pisos. Sunrise se había convertido en una ciudad cosmopolita, lo cual le dejaba un sabor de boca agridulce. Aquel hotel generaba muchos puestos de trabajo y contribuía al crecimiento económico de la ciudad; pero, por otra parte, no le gustaba que Sunrise progresara tanto. Ella había descubierto esa ciudad durante su verdadera vida, enamorada junto a Trev, y lamentaba que ni siquiera eso permaneciese como antes.

Sacudió la cabeza y prosiguió su marcha. Entonces vio un cartel que le llamó la atención: Bienvenida, Constructora Montgomery.

Constructora Montgomery. No dejaba de ser curioso haber estado pensando en Trev y encontrarse de pronto con un cartel con el nombre de su empresa.

De repente, Jennifer frenó en seco y notó que le daba un vuelco el corazón. Constructora Montgomery… no, no podía ser la empresa de Trev. Él trabajaba en California, al otro lado del continente. No tenía ningún motivo para ir a Georgia. Y Montgomery era un apellido bastante corriente. Seguro que habría docenas de constructoras que se llamaran igual.

Pero la idea de que pudiera ser Trev la estremeció. ¿Y si estaba allí?, ¿y si se cruzaba con él? Le dio miedo pensar que pudiera reconocerla, pero, por otra parte, deseó con todo su corazón poder volver a verlo. Aunque solo fuera eso.

¡No!

Rompería la norma número uno. Si la Constructora Montgomery se refería a la de Trev Montgomery tendría que marcharse de inmediato. No podía arriesgarse a encontrárselo y que él la identificase, a pesar de lo cambiada que estaba.

¿Pero cómo iba a identificarla?, ¿y por qué iba a estar ahí?

Recordó que también a él le había gustado Sunrise. Habían hecho fotos del paisaje y hasta habían escogido un lugar frente a la playa para construir la casa de sus sueños si alguna vez reunían el dinero suficiente para irse de California.

Pero aquello no habían sido más que sueños, juegos, conversaciones intrascendentes, como tantas otras.

Seguro que Trev no se acordaba del chiringuito en el que habían comido durante la luna de miel. Y, aunque así fuera, él jamás trabajaría tan lejos de su casa y su familia.

Estaba paranoica, se dijo Jennifer. Aquello no era más que un arrebato paranoico. El agente que había tramitado su nueva identidad la había avisado de que podría sufrir alguno. Era lógico cuando una persona se escondía de todos a quienes había conocido. De hecho, la paranoia era uno de los problemas más frecuentes entre el sorprendente número de personas en su situación.

Pero, ¿y si no era una paranoia?

Miró en derredor a aquel gentío de desconocidos y se obligó a recobrar la cordura. Preguntaría en conserjería por Montgomery Builders. Tenía que averiguar si Trev estaba en Sunrise.

En tal caso, tendría que irse de aquella ciudad. Tendría que hacer las maletas, encontrar otra casa y empezar de cero. No estaba segura de poder volver a hacerlo. Ya había empezado de cero demasiadas veces en su vida.

Por otra parte… ¡Dios, volver a verlo! Aunque fuese de lejos, solo un vistazo. Anhelaba tanto ver su rostro, oír su voz… ¡Cuántas veces había estado a punto de llamarlo por teléfono para oírlo decir hola al descolgar! Pero no lo había hecho, por supuesto. No podía permitírselo. El pasado no podía irrumpir en su nueva vida.

Diana estaba muerta y Jennifer Hannah no conocía a Trev Montgomery, ni a su adorable familia… ni recordaba sus excitantes besos, la pasión con que le había hecho el amor, cuyos rescoldos aún calentaban su sangre, su corazón, las largas noches solitarias.

Un empujón la arrancó de su ensimismamiento.

—¡Eh! —dijo mientras estiraba los brazos, tratando de no perder el equilibrio. Notó dos correas de cuero rozándole sendos tobillos y vio dos perritas dando vueltas alrededor de ella.

—¡Quieta, duquesa! —le ordenó una señora canosa—. Y tú también, condesa —añadió, dirigiéndose a la otra perrilla, la cual seguía enredando a Jennifer con la correa.

El botones corrió a informarle a la señora de que no podía meter mascotas en el hotel, a lo que esta replicó que no eran mascotas, sino sus hijas. Jennifer soltó una carcajada. Por fin, logró desenredarse y aceptó las disculpas de la señora, la cual le explicó que sus hijas estaban muy nerviosas por las vacaciones. Luego agarró a las perritas y se fue del hotel bajo la atenta mirada del botones.

Después de quitarse un par de pelos de las perras, que se le habían pegado a la falda y al jersey gris, Jennifer se dirigió a conserjería.

Y sus ojos se enlazaron con los de un hombre que había frente a ella en el vestíbulo. Un hombre alto, castaño, de impresionantes hombros, cubiertos por un jersey verde, y con una boca tan voluptuosa como familiar.

Jennifer se quedó helada, pálida. El corazón pareció detenérsele. Trev.

¡Era él! En carne y hueso. Su marido, su amante. Su pasado. Este la miraba intensamente, asombrado por lo que estaba viendo, incapaz de creérselo siquiera. Le entraron ganas de llamarlo a gritos. De correr hacia él y lanzarse en sus brazos.

Un grupo de personas se interpuso entre ambos y rompió el contacto que los había mantenido cautivados. Lo justo para darle tiempo a serenarse. No podía correr hacia él. ¡Tenía que alejarse!

Trev echó a andar hacia ella.

Presa del pánico, cometió la mayor de las estupideces imaginables. Echó a correr. A ciegas. Como loca. Entre la multitud, hacia un laberinto de pasillos.

—¡Diana!

Su voz, ronca y angustiada, no hizo sino espolear aún más su adrenalina. Dobló una esquina a toda velocidad y huyó tan rápido como la falda y los tacones le permitieron.

—¡Diana, para!

¿Cómo la había reconocido? Tenía el pelo rubio, en vez de moreno; sus ojos eran azules en vez de verdes; se había operado la nariz, la barbilla, la boca y los párpados. Tenía veintisiete años, no veinte. Había ganado peso, era mayor. Era imposible.

Pero lo había hecho.

Dobló otra esquina y vio una salida entre dos salas de conferencias. Atravesó la puerta, abriéndola de un manotazo y se encontró ante unas escaleras hacia arriba y hacia abajo. La planta inferior estaba a oscuras, de modo que decidió subir para no enfrentarse a lo que pudiera hallar entre tinieblas.

Entonces vio que la puerta se abría tras ella.

—¡Diana! —oyó que la llamaban mientras subía los escalones a toda prisa.

Llegó a la puerta del piso superior y fue a abrirla con un golpe de cadera, pero estaba cerrada.

Notó que la agarraban por los hombros.

—¿Se puede saber…? —gruñó él mientras le daba la vuelta y la empujaba contra la pared—. ¿Qué diablos…? —estaba tan enfadado que apenas podía hablar. La examinó con la mirada, rasgo a rasgo, visiblemente afectado.

Había olvidado lo grande que era. Su fuerza y virilidad. El aire de seguridad que irradiaba. La expresión de su rostro, moreno por los muchos años de trabajar al aire libre, se había endurecido. El mentón y los pómulos eran más firmes, y las pequeñas arrugas que asomaban en la comisura de su boca y de sus ojos marrones lo hacían aún más atractivo… lo que era muy peligroso.

—Me… me has confundido con otra persona —dijo ella casi sin aliento, con el corazón todavía desbocado, obligándose a hablar con el acento en el que tanto había trabajado—. No me llamo Diana.

Él se quedó aturdido. Ella se obligó a sostener su mirada, a mantener una expresión impávida, lo que no fue sencillo. Jamás había pensado que volvería a notar sus manos sobre ella, a aspirar su fragancia ni a intercambiar una sola palabra con él.

—No… no eres ella —susurró Trev, profundamente desilusionado—. No eres… —cerró los ojos, apretó los dientes y tragó saliva.

Pero no la soltó ni se apartó de ella. Parecía que había olvidado que estaba sujetando a una desconocida contra la pared, en las escaleras de un hotel. Era evidente que estaba librando una batalla en su interior, lo cual le resultó desgarrador.

Deseó tocarlo, abrazarlo, ser quien él quería que fuese; pero tenía que ser fuerte.

Tenía que apartarse en seguida, antes de que la mirara con más detenimiento o empezase a hacerle preguntas. Y, sin embargo, no podía marcharse; no cuando lo estaba viendo sufrir tanto… tanto como ella.

Sería la última vez que estarían tan cerca, que sentiría sus manos, que lo vería. La angustia atenazaba su corazón.

—Perdona —murmuró él finalmente, abriendo aquellos ojos que la habían hipnotizado desde la primera vez que habían entrado en contacto con los de ella—. Creí que eras… mi mujer.

Su mujer. No su ex mujer, pensó conmovida.

Entonces, como si tomara conciencia de la situación, la soltó y retrocedió un paso.

—No pretendía asustarte —se disculpó él—. Es que… te pareces mucho.

—¿Sí? —preguntó ella, sorprendida. Se había tomado muchas molestias por cambiar su apariencia. ¿Qué parecido le encontraría?

—Y tu risa. Eso fue lo que me llamó la atención al principio. Cuando la oí… —dejó la frase suspendida en el aire—. Lleva años desaparecida —añadió sin dejar de mirarla a la cara.

¿Desaparecida? Una forma muy rara de decirlo.

Trev suspiró, le apartó un mechón del pelo y fue hacia la puerta.

—Supongo que no puedo dejar de buscarla —comentó, más para él que para ella.

Una terrible sospecha la asaltó. ¿Acaso no había recibido la carta? En ella le había explicado que no era quien él creía que era; que su relación no tenía futuro; que nunca regresaría y que esperaba que se divorciara de ella.

La secretaria del agente federal que había llevado su caso le había jurado que le enviaría la carta. No le habían permitido que se la mandara ella misma. Todo el correo debía pasar por sus manos. ¿Acaso no habían enviado la carta más importante de su vida?

—¿Qué… qué le pasó a tu mujer? —se atrevió a preguntar, a pesar de que sabía que no debía conversar con él.

Trev se detuvo y la miró unos segundos, como si estuviera pensándose si responderle o no.

—No lo sé. Se fue de casa a una conferencia a la que nunca asistió. No regresó.

Jennifer lo miró, espantada. Era obvio que no habían mandado la carta.

—Estoy seguro de que no me abandonó voluntariamente —afirmó él con fiereza.

Un quejido suave y angustiado amenazó con asomar más allá de sus labios; pero lo contuvo, como contuvo las lágrimas y el sentimiento de culpabilidad, los remordimientos y la sensación de pérdida y vacío. Sí lo había abandonado voluntariamente. Por el bien de él. Aunque eso no podía saberlo Trev, el cual llevaba siete años con la esperanza de verla regresar…

—Lo… siento —susurró ella, conmovida.

Trev la miró como si, de alguna manera, Jennifer lo hubiera sorprendido. Esta maldijo para sus adentros por no haber sido capaz de permanecer impertérrita… y maldijo la intuición de Trev, que de nuevo la miraba con intensidad y desconfianza.

—Tengo que irme —dijo ella, girando hacia las escaleras.

—Espera un momento —Trev agarró la barandilla con una mano, bloqueándole el camino con el antebrazo. Luego la escudriñó de cerca.

Le entró miedo. No de él, sino de ella misma. Nunca había sido capaz de negarle nada. Por eso había escrito aquella carta, en vez de contarle en persona por qué necesitaba desaparecer. Después de tantos años echándolo de menos, se sentía vulnerable.

—¿Por qué has echado a correr? —le preguntó él.

—¿Co… rrer? —balbuceó Jennifer.

—Sí, me viste y echaste a correr —insistió Trev—. ¿Por qué?

—Yo… —tenía la mente en blanco. Necesitaba improvisar alguna razón a toda velocidad—. Creí que eras otra persona.

—¿Quién?

—No creo que eso sea asunto tuyo —Jennifer advirtió el ligero temblor de sus palabras y supo que él también lo habría notado—. Por favor, déjame pasar —le pidió entonces, a sabiendas de que Trev jamás intimidaría a una mujer adrede.

Pero, por asombroso que fuera, no se movió. Y su expresión no se suavizó.

—Dime por qué has echado a correr —le exigió.

Diana, la niña de ojos soñadores de la anterior vida se habría derretido bajo aquella mirada de acero; pero Jennifer, la mujer experimentada en que se había convertido, tenía unos cuantos recursos:

—¿Te das cuenta de que me estás reteniendo en contra de mi voluntad?

—También te he perseguido por el vestíbulo y te he empujado contra una pared. Si vas a denunciarme, ya no puedo hacer nada por impedirlo —replicó él, esbozando una sonrisa implacable—. Mira, si una mujer me ve y echa a correr, me gusta saber por qué. ¿De quién huías, si no es de mí?

¿Por qué?, ¿por qué diablos había echado a correr?, lamentó Jennifer. Tenía que encontrar la manera de despejar las sospechas de Trev o, de lo contrario, este podría causarle muchos problemas.

—Creía que eras un agente de seguridad del hotel.

—¿Y por qué ibas a huir de un agente de seguridad? —preguntó Trev, sorprendido.

—Me… me han pedido que no vuelva a entrar aquí.

—¿Por qué?

Jennifer alzó la barbilla y resopló:

—Si tanto te interesa, trabajo en la calle. He venido por clientes —contestó.

—¿Me estás diciendo que eres prostituta? —preguntó él con incredulidad.

—Yo prefiero llamarme profesional —contestó Jennifer. Aprovechando que lo había desconcertado, lo sorteó y bajó las escaleras hacia la puerta por la que había salido antes.

Pero también estaba cerrada. ¿Es que estaba atrapada en las escaleras con él?

—¿Algún problema? —le preguntó Trev tras alcanzarla.

Jennifer soltó el mango de la puerta.

—Está cerrada —contestó ella—. Tendremos que comprobar las puertas de las otras plantas —añadió mientras bajaba otro tramo de escaleras.

Pero estaba muy oscuro, y la oscuridad siempre la había puesto nerviosa.

Se detuvo en el descansillo y miró había la puerta, abajo. Un caos de escaleras, herramientas y trastos obstruían el paso.

—Genial —murmuró ella.

—Menos mal que no está ardiendo nada —comentó Trev, a su lado—. Puede que hayan dejado abierta alguna puerta de arriba —añadió mientras regresaba a la planta superior. Trató de abrir de nuevo… en vano.

Jennifer subió un piso más, probó la puerta, cerrada.

—¿Por qué tendrán una puerta en la planta baja que da a una escalera sin salida? —murmuró, frustrada.

—Es normal que las puertas de arriba estén cerradas, por motivos de seguridad; pero la de la planta baja debería estar abierta, en caso de emergencia —comentó Trev mientras miraba los trastos amontonados en dicha planta—. Deberían arreglar esto.

—Inmediatamente.

—Sí, eso estaría genial —dijo Trev, mirándola a los ojos.

Se le cortó la respiración. ¿Cuántas veces había soñado con ver aquel brillo irónico en sus ojos?, ¿cuántas noches había echado de menos el confort de su cuerpo o el delirio y la dulzura de sus besos?

Tenía que alejarse de él. De golpe, se giró con intención de subir otro tramo de escaleras. Aunque sabía que sería inútil. Estaba segura de que podía subir los treinta pisos y encontrar todas las puertas cerradas.

Trev la agarró antes de que echara a correr.

—Si no te calmas, empezarás a hiperventilar antes de llegar al siguiente piso —le dijo. Solo entonces se dio cuenta ella de que, en efecto, tenía la respiración entrecortada… y no de agotamiento, sino de pánico—. Siéntate. No tienes por qué tener miedo. Puede que te haya parecido un poco loco, pero en realidad no lo estoy. Y no estaremos encerrados mucho tiempo —añadió después de sentarla sobre un escalón y tomar asiento a su lado.

—¿Y tú qué sabes? Con la suerte que tengo, nos pasaremos aquí la noche entera —contestó ella. Trev echó mano a un bolsillo de los vaqueros y sacó un teléfono móvil—. Puede que suerte esté cambiando. Para estar encerrada en unas escaleras con un desconocido, parece que he elegido al hombre adecuado —añadió, aliviada.

—Puede que mi suerte también esté cambiando. Quiero decir, para estar encerrado en unas escaleras con una desconocida… ¿con quién mejor que con una preciosa profesional? —replicó Trev, de nuevo radiografiándola con la mirada.

Sintió que las mejillas le ardían. ¿Qué había querido decir?, ¿había sido una proposición? ¿Se había creído que era una prostituta?

—Para ser una profesional, te ruborizas con facilidad.

Jennifer retiró la mirada.

—Anda, haz el favor de pedir ayuda de una vez —le pidió mientras trataba de serenarse.

—En seguida… si es eso lo que quieres. Porque vendrá alguien de seguridad, ya sabes.

Jennifer captó a qué se refería Trev: le había dicho que el equipo de seguridad del hotel la reconocería. No podía pedirle que los llamara… sobre todo, porque desvelarían que era Jennifer Hannah, la empleada de la empresa de trabajo temporal. Había ido a ese hotel unas cuantas veces en las últimas semanas y había charlado con más de uno de los agentes de seguridad.

No podía permitir que Trev se enterara de su nombre ni de dónde trabajaba. Tenía que romper todos los lazos con el pasado. Así, si él llegaba a descubrir su verdadera identidad, no podría seguirle el rastro cuando se marchara.

Le desolaba la idea de tener que empezar de cero en otra ciudad. Otra vez. Pero no tenía más remedio. Trev estaba en Sunrise, así que no podía quedarse. Pensar en abandonarlo una segunda vez la entristecía todavía más.

No podía estar con él.

Trev hizo ademán de marcar un número de teléfono.

—Espera. ¿Por qué no llamas a algún conocido, en vez de a seguridad? —lo detuvo Jennifer. Porque ella sí que no podía llamar a nadie. Solo conocía a sus compañeras de trabajo y estas podían proporcionarle demasiada información—. ¿No tienes amigos por aquí?

—Un par de compañeros de trabajo han venido conmigo y sus esposas desde California. Se alojan en el hotel, pero no llevan móvil. Además, se han marchado a pasar la noche a Savannah.

A pesar de la decepción, no pudo evitar indagar en busca de más información:

—¿Has venido en viaje de negocios?

—Sí, aunque no es un simple viaje. Voy a alquilar una casa aquí hasta que termine la casa que estoy construyendo.

—Así que te vas a mudar… ¿definitivamente?

—Al menos durante unos años. Me han concedido permiso para construir una urbanización de chalés.