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Una pieza más para su colección. Elizabeth Minerva había intentado mantenerse alejada del legendario aventurero Roark Black y centrarse en su carrera y en su deseo de convertirse en madre soltera, pero el libertino cazador de tesoros podía ayudarla con la financiación para el tratamiento de fertilidad a cambio de un pequeño favor… Para salvar su querida casa de subastas y su propia reputación, Roark debía sentar la cabeza con una mujer sensata. Tras seis meses de falso compromiso, cada uno seguiría su camino. Pero Roark sabía mucho de objetos valiosos, y Elizabeth era uno de ellos. Así que iba a ser suya… a cualquier precio.
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Seitenzahl: 180
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
SOLO SEIS MESES, N.º 99 - Noviembre 2013
Título original: The Rogue’s Fortune
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2013.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3873-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Paseó entre la multitud bien vestida y dedicó una sonrisa a las personas que lo felicitaron. Era alto y fuerte, y la mitad de las mujeres lo miraban con deseo. Él, por su parte, fingió no ser consciente del revuelo que causaba su presencia en aquella subasta de excelente vino.
Estudió la sala como un agente del servicio secreto y su mirada penetrante fue lo único que lo delató, no estaba tan relajado como parecía.
Casi nadie se daría cuenta de que Roark Black tenía los nervios de punta. La mayoría de las personas allí reunidas no tenían un radar para los tipos peligrosos.
Elizabeth Minerva sí.
–¡Se están acabando las gambas! –le advirtió Brenda Stuart, su nerviosa ayudante.
Elizabeth apartó la mirada del guapo aventurero y se llevó las manos a las caderas.
–Acabo de mirar, y quedan gambas –respondió en tono impaciente.
Había champán y canapés de sobra.
–¿Por qué no te preparas un plato con un poco de todo y vas a relajarte un rato? –le preguntó, intentando deshacerse de ella.
Josie Summers, la jefa de Elizabeth, le había encasquetado a Brenda porque, como siempre, había subestimado su capacidad. Era el segundo evento al que Brenda acudía con ella y era evidente que no estaba preparada para codearse con los ricos y famosos de Manhattan.
–No puedo relajarme –exclamó Brenda en voz demasiado alta, captando la atención de dos mujeres–. Y tú tampoco deberías hacerlo.
Elizabeth sonrió con serenidad y agarró a Brenda del brazo.
–Lo tengo todo controlado. La subasta empezará dentro de media hora. ¿Por qué no te marchas a casa?
–No puedo –respondió Brenda, mientras iban en dirección a la zona en la que se organizaba la comida.
–Por supuesto que puedes –insistió Elizabeth–. Esta semana ya has trabajado muchas horas. Te mereces un descanso. Y yo puedo ocuparme de esto sola.
–Si estás segura...
No era la primera fiesta que Elizabeth supervisaba en los tres años posteriores a su graduación y desde que estaba trabajando para Event Planning, la empresa de organización de eventos de Josie Summers. Aunque sí era cierto que era la primera con invitados tan importantes y la primera en la que había sentido un cosquilleo en el estómago antes de que empezase a llegar la gente y hasta que había oído hacer comentarios positivos acerca del elegante salón.
–Estoy segura –insistió–. Vete a casa, a acostar a tu preciosa hija.
Eran más de las diez y lo más probable era que la hija de Brenda, que tenía seis años, ya estuviese dormida, pero Elizabeth sabía que la niña lo era todo para su compañera de trabajo. De hecho, eso era lo único que le gustaba, y que envidiaba, de ella.
–De acuerdo. Gracias.
Elizabeth esperó a que Brenda hubiese recogido su bolso y se hubiese marchado para volver a la fiesta.
–Hola.
Casi se había olvidado de Roark Black en los diez minutos que había estado hablando con Brenda, pero allí lo tenía, muy cerca, con el hombro apoyado en una de las anchas columnas del salón.
Elizabeth se maldijo. Aquel hombre tenía una energía increíble. Prácticamente, irradiaba masculinidad y peligro. Iba vestido de esmoquin, pero no se había puesto pajarita y se había dejado el primer botón de la camisa blanca desabrochado. Su aspecto, desenfadado y sexy, hizo que se le acelerase el pulso.
«Recuerda que has dejado de salir con chicos malos», se dijo.
Y Roark Black era un chico muy malo.
No obstante, un rato antes, Elizabeth se había preguntado cómo sería enterrar los dedos en su grueso pelo castaño.
–¿Necesita algo? –le preguntó ella.
Él sonrió de medio lado.
–Pensé que no me lo iba a preguntar nunca.
Su tono la invitó a sonreír. Roark la recorrió con la mirada y ella tragó saliva.
–¿Qué le apetece? –volvió a preguntar Elizabeth, arrepintiéndose nada más hacerlo.
–Cariño...
–Elizabeth –respondió ella, en tono profesional y tendiéndole la mano–. Elizabeth Minerva. Organizadora del evento.
Pensó que él le daría la mano con firmeza, pero, en su lugar, se la agarró con cuidado, le puso la palma hacia arriba y apoyó en ella su dedo índice. Elizabeth se puso tensa.
–Roark –le dijo él, mirándole la mano–. Roark Black–. Tienes una línea con muchas curvas.
–¿Qué? –inquirió ella.
–La línea de la mano –le explicó Roark, pasando el dedo por su palma–. Mira. Una línea con muchas curvas significa que te gusta jugar con ideas nuevas. ¿Es cierto, Elizabeth?
–¿El qué? –volvió a preguntar, aturdida.
–¿Te gusta jugar con ideas nuevas?
Elizabeth se aclaró la garganta y apartó la mano de la de Roark. Este sonrió y ella se ruborizó.
–Me gusta decorar salones para fiestas exclusivas, si es eso a lo que se refiere.
No era eso. La sonrisa de suficiencia de Roark respondió por él.
–Me gusta cómo ha quedado este.
Elizabeth, que prefería hablar de su trabajo a hablar de ella, se cruzó de brazos y miró a su alrededor.
–Era solo una sala con el suelo y las paredes blancas. Y esas increíbles ventanas en forma de arco, que tienen unas vistas espectaculares –añadió, señalándolas con la esperanza de que Roark apartase la vista de ella.
–He oído que se te ocurrió la idea de hacer una presentación en honor a Tyler.
Tyler Banks había fallecido el año anterior y había sido un hombre muy poco querido, así que nadie había sabido que, durante la última década, había estado detrás del veinte por ciento de todas las donaciones que se habían hecho en la ciudad de Nueva York.
–A pesar de que en vida no quiso que nadie se enterase de su generosidad, ha ayudado a muchas personas, así que pensé que se lo merecía.
–Guapa y, además, lista –comentó Roark, devorándola con la mirada–. Me he quedado prendado.
Y lo mismo le había ocurrido a ella. Lo normal. Siempre le habían gustado los chicos malos. Cuanto peores eran, más le gustaban.
Por lo que había leído y oído de Roark Black, había esperado encontrarse con un hombre arrogante y estúpido. Guapo y sexy también, pero de dudosa ética. La clase de hombre por la que se habría vuelto loca un año antes.
Pero después de lo ocurrido con Colton en octubre había jurado por la tumba de su hermana que no volvería a salir con ningún hombre así.
–Pues le sugiero que se desprenda, señor Black –le replicó.
–¿No te gusto? –preguntó él con toda tranquilidad, casi dispuesto a aceptar el reto.
–No lo conozco.
–Pero ya tienes una opinión de mí. ¿Te parece justo?
¿Justo? Elizabeth no creía que él quisiese ser justo. De hecho, sospechaba que si le seguía la corriente, terminaría con él en un cuarto de baño, con la falda a la altura de las orejas.
Muy a su pesar, sintió un cosquilleo entre los muslos.
–He leído cosas.
–¿Qué clase de cosas?
Él era el motivo de aquella fiesta. Si no hubiese convencido a la nieta de Tyler para que permitiese que Waverly’s sacase a subasta la colección de botellas de vino de su abuelo, Elizabeth no habría estado allí.
De repente, deseó haber mantenido la boca cerrada. Aquel hombre parecía demasiado seguro de sí mismo. Tenía una personalidad demasiado fuerte. Y ella había ido allí solo a trabajar.
–Cosas.
Él arqueó las cejas.
–No tires la piedra y escondas la mano.
–Mire, en realidad no es asunto mío, y tengo que seguir controlando que la fiesta transcurra bien.
Roark cambió de postura y le bloqueó el paso.
–Antes tienes que responder a mi pregunta –le dijo–. Tienes una opinión acerca de mí y quiero oírla.
–No comprendo el motivo.
Elizabeth había oído que le daba igual lo que pensasen o dijesen de él. Hacía las cosas sin preocuparse por las normas, ni por lo que era correcto o incorrecto. Y a pesar de que ella se había prometido que se mantendría alejada de los chicos malos, la seguridad de aquel la atraía.
–Digamos que eres la primera mujer en mucho tiempo que no finge hacerse la dura. Creo que piensas lo que dices –comentó, acercándose más–. Y me gustaría escucharlo.
–Waverly’s tiene problemas –balbució ella, aturdida–. Y si se viene abajo, usted podría ser el motivo.
Arrepentida de lo que acababa de decir, contuvo la respiración y esperó la respuesta.
–¿Y dónde has leído eso? –le preguntó él, que no parecía ni sorprendido ni molesto por su declaración.
–Lo siento –murmuró Elizabeth–. No es asunto mío. Debería volver a mi trabajo.
–No tan rápido –la contradijo él, que de repente ya no parecía tan encantador, sino que estaba tenso–. Me debes una explicación.
–No tenía que haber dicho eso.
–Pero lo has hecho.
Elizabeth se estremeció, pero no de miedo, sino de deseo.
–Mire...
Antes de que le diese tiempo a explicarse vio aparecer a Kendra Darling, que había sido su compañera del colegio y que, además, era la secretaria de Ann Richardson, directora ejecutiva de Waverly’s.
–Señor Black, Ann me ha pedido que venga a buscarlo.
–¿No puede esperar? Estaba charlando con Elizabeth.
Kendra abrió mucho los ojos al darse cuenta de a quién había arrinconado Roark con su carismática presencia.
–Es importante –contestó–. Han venido unos agentes del FBI a hablar con usted.
Roark apretó los dientes, molesto, y se apartó de Elizabeth.
–Dile a Ann que tardaré un par de minutos.
–Creo que quiere que vaya ahora mismo.
En otras palabras, que la secretaria quería que fuese con ella. Estaba acostumbrada a lidiar con clientes adinerados, en ocasiones difíciles, no con el FBI. Si no, habría sabido que el FBI se dirigía a él siempre que ocurría algo cuestionable con alguna antigüedad procedente de Oriente Medio. Había sido objeto de investigación, pero también el experto que había ayudado a encontrar a los ladrones.
Roark miró a Elizabeth por última vez. La impresionante rubia no se había movido de donde estaba mientras él hablaba con la secretaria de Ann. De hecho, parecía estar a punto de derretirse allí mismo.
Él pensó en la de veces que había tenido una reliquia en sus manos y se había dado cuenta inmediatamente de si era una obra auténtica o una excelente falsificación. Nunca se había equivocado, a pesar de proceder después a su cuidadosa autentificación.
Con Elizabeth le había ocurrido lo mismo. Había tomado su mano y se había dado cuenta de que era auténtica. No había ningún artificio, ningún juego. Lo que había entre ambos era pura atracción. E iba a ser suya.
–Luego terminaremos esta conversación –le aseguró.
Ella lo contradijo con la mirada.
–¿Señor Black?
Roark se alejó de la menuda organizadora de eventos, que tenía un cuerpo delicioso y unos ojos azules oscuros imposibles de olvidar, y fue hacia las dos personas que flanqueaban a Ann. Esta, al contrario que su secretaria, no parecía preocupada por la presencia del FBI. Su capacidad para estar tranquila bajo presión era una de las cosas que más le gustaban a Roark de la directora ejecutiva de Waverly’s.
Esta lo miró a los ojos al ver que se acercaba y sonrió.
–Roark. Te presento a los agentes especiales Matthews y Todd. Les gustaría hacernos unas preguntas, en privado.
Roark los miró y reconoció a Todd de vista, a pesar de no haber hablado nunca con él. La agente Matthews era nueva, alta y delgada, con el pelo moreno y largo, y lo miraba como si viese en él la clave de un ascenso.
–Podemos hablar en la terraza –les dijo, quitándose la chaqueta para ponérsela a Ann en los hombros.
Elizabeth también había pasado por allí y la había adornado de manera muy romántica.
Después de pasar tres meses en la selva, Roark agradecía el fresco de aquella noche de noviembre, así como las luces de Manhattan. La ciudad solía resultarle demasiado aburrida para su gusto, pero no podía negar que, de noche, resplandecía.
En cuanto la puerta se cerró tras ellos, preguntó:
–¿En qué podemos ayudarles?
–Se trata de la estatua del Corazón Dorado que ha desaparecido de Rayas –dijo el primer agente del FBI–. Tenemos un informe del príncipe Mallik Khouri según el cual un hombre con la misma constitución que el señor Black robó la estatua de sus habitaciones del palacio real.
–No es posible que piensen que Roark robó la estatua –protestó Ann, a pesar de que no le sorprendió que lo acusasen.
–Tenemos entendido que estuvo en Dubái por esas fechas –añadió la agente Matthews–. No sería imposible para un hombre con su talento... ir a Rayas, entrar en el palacio y robar la estatua.
–Es cierto, podría haberlo hecho.
–Pero no lo harías –intervino Ann, mirándolo muy seria.
–Lo siento, pero no podemos creer en su palabra –añadió el agente Todd.
–No hay ninguna prueba que incrimine a Roark –dijo Ann con total convicción.
–El ladrón cometió el error de jurar durante el robo –admitió Matthews mirando a Roark–. Al parecer, tenía una voz profunda y muy peculiar. Asegura que es la suya, señor Black.
–Nos vimos brevemente una vez en Dubái, hace varios años. Dudo que recuerde mi voz.
No obstante, Roark supo que era el perfecto chivo expiatorio. Y Mallik tenía otro motivo para sospechar que Roark podía haber entrado en sus habitaciones de palacio.
–¿Cómo es que no habíamos tenido noticias de ese robo hasta ahora? –preguntó.
–Al príncipe Mallik le daba vergüenza contarle a su sobrino, el príncipe heredero, que no había conseguido detener al ladrón –comentó Matthews arqueando las cejas–, pero está convencido de que fue usted.
–Pues se equivoca –replicó Roark.
Ann le puso la mano en el brazo y dijo en tono calmado, pero firme:
–Conozco al príncipe Mallik. Me pareció un hombre honesto y amable. No obstante, en mitad de la pelea, llevado por la adrenalina y exaltado, pudo pensar que había oído la voz de Roark. ¿No llevaba máscara el ladrón?
Ann no esperó a que los agentes respondiesen.
–A lo mejor la máscara distorsionó la voz.
Roark tuvo que esforzarse en mantener la calma.
–¿Han interrogado a Dalton Rothschild acerca del robo?
El dueño de la casa de subastas rival llevaba mucho tiempo intentando fastidiar a Waverly’s.
–Tiene cuentas pendientes con Waverly’s y no descartaría que hubiese enviado a uno de sus subordinados a Rayas, a robar la estatua y después culparme a mí.
–Dalton Rothschild no comparte sus controvertidos métodos para conseguir antigüedades, señor Black –le respondió Matthews–. No tenemos ningún motivo para interrogarlo en referencia a este asunto.
Por supuesto que no. A Roark no le habría sorprendido que hubiese sido el propio Rothschild quien lo hubiese señalado a él ante el FBI.
Mientras Ann acompañaba a los agentes a la puerta, Roark se quedó en la terraza y dejó que el aire le disipase la ira. A través de los enormes ventanales, buscó a Elizabeth Minerva. Se movía entre la multitud como un espectro, con el pelo rubio recogido en un impecable moño y su increíble figura enfundada en un sencillo vestido negro de manga larga.
La ira se transformó en deseo en cuestión de segundos. Había sentido desasosiego nada más verla, una hora antes. Las rubias de baja estatura, curvilíneas, no eran su tipo. Prefería las mujeres altas y delgadas, con los ojos negros y brillantes y la piel dorada. Era todo pasión, cuando se trataba de antigüedades y de hacer el amor.
Sus apetitos sexuales romperían a una criatura tan delicada y grácil como Elizabeth.
–Roark, ¿qué estás mirando?
Ann había vuelto a la terraza sin que él se diese cuenta y estaba a su lado. Roark se maldijo. En otras circunstancias, aquel descuido podría haberle costado la vida.
–¿Cómo puedo ponerme en contacto con la organizadora de la fiesta? –preguntó.
–Se ha encargado de todo mi secretaria –respondió ella, sorprendida por la pregunta–. Te enviaré un correo electrónico con la información.
–Estupendo. En un par de semanas tendremos otro motivo de celebración.
–¿Te refieres a la estatua del Corazón Dorado? –le preguntó Ann–. ¿Estás seguro de que no es la robada?
–¿Me estás preguntando si la he robado yo?
–Por supuesto que no, pero ¿estás seguro de que la fuente de la estatua es completamente legítima?
–Estoy seguro –le aseguró Roark–. Puedes confiar en mí.
–Lo sé, pero con esta nueva acusación, debemos tener más cuidado que nunca –le advirtió ella, relajándose un poco.
Y Roark no era precisamente cuidadoso.
–Necesito que me traigas la estatua –continuó Ann–. Pienso que la manera más rápida de solucionar este asunto es llevar la estatua a Rayas y permitir que el jeque compruebe que no es la que robaron de palacio.
–No lo es.
–Ni el FBI ni el príncipe heredero, Raif Khouri, van a creer en tu palabra –le advirtió ella con firmeza–. Has estado tres meses fuera, Roark. Waverly’s está metida en un buen lío.
Había estado fuera, pero estaba enterado de todo. Roark sabía del escándalo que había sacudido la casa de subastas y a Ann Richardson. Su hermanastro, Vance Waverly, estaba convencido de que la directora ejecutiva nunca había tenido una relación personal con Dalton Rothschild y que los rumores de que ambas casas fijaban precios de manera ilegal tampoco eran ciertos. Roark estaba seguro de que Vance confiaba en Ann, pero no estaba convencido de que la adquisición hostil de Waverly’s por parte de Rothschild fuese solo un rumor. Tampoco estaba seguro de que Ann no se hubiese enamorado de Dalton. Lo que significaba que tampoco estaba seguro de poder confiar en Ann.
–Es importante aclarar el tema de la estatua –continuó Ann, devolviéndole la chaqueta.
–Lo comprendo, pero traer la estatua rápidamente va a ser un problema.
–¿Qué quieres decir?
–Quiero decir que, con toda la publicidad que la rodea y sabiendo que Rothschild haría cualquier cosa por causarnos problemas con la subasta, me parece más importante que nunca salvaguardarla.
–Tráela aquí lo antes posible. O podría ser demasiado tarde para salvar Waverly’s.
A Roark le sonaba la determinación de Ann. Él resolvía las dificultades con la misma resolución. Ese era en parte el motivo por el que estaba dispuesto a hacer lo que fuese necesario para salvar Waverly’s.
La acompañó al salón pensativo. Mientras se ponía la chaqueta, se dio cuenta de que lo estaba observando un miembro muy influyente de la junta directiva de Waverly’s. El hombre tenía algo que suscitó su curiosidad. Roark tomó una copa de champán de la bandeja de un camarero que pasaba por su lado y se acercó a él.
–Has conseguido una buena colección –comentó George Cromwell–. No tenía ni idea de que Tyler fuese un experto.
–Era un hombre con muchos secretos.
Cromwell levantó su copa.
–Brindemos por que se haya llevado la mayoría de ellos a la tumba.
Roark sonrió de manera educada y se notó impaciente. No sabía si estaba equivocado, o paranoico, pero tenía la sensación de que allí pasaba algo.
–¿Qué estaba haciendo aquí el FBI? –le preguntó Cromwell.
Roark se dio cuenta de que su instinto no le había fallado y eso lo alivió.
–Habían recibido una información equivocada y han venido a aclarar el tema –le dijo.
–¿Y lo han aclarado?
Roark no iba a mentir.
–Creo que siguen teniendo dudas.
Cromwell se puso serio.
–Me preocupa el futuro de Waverly’s.
–¿Y eso? –preguntó Roark, bebiendo de su copa y fingiendo indiferencia.
–Se han hecho ofertas a varios accionistas de Waverly’s para que vendan sus acciones.
–Deja que lo adivine –comentó Roark molesto–. ¿Rothschild?
–Sí.
–Eso no nos interesa.
–Con los problemas que está teniendo Waverly’s últimamente, hay a quien le preocupa que se esté dirigiendo mal –dijo Cromwell, dando su opinión y buscando información al mismo tiempo.
No todo el mundo sabía cuál era en realidad la relación que había entre Roark y Vance Waverly, pero algunas personas sí sabían que eran hijos del mismo padre. Si Cromwell pensaba que le iba a contar lo que sabía acerca de los problemas de Waverly’s, estaba muy equivocado.
–Eso es ridículo. Ann es la persona adecuada para dirigir Waverly’s. Los problemas que han surgido en los últimos tiempos solo se deben a una persona: Dalton Rothschild.
–Es posible, pero tus actividades más recientes tampoco han ayudado.
Roark guardó silencio. No le serviría de nada protestar.
–Lo que hago es completamente legal y legítimo –dijo por fin.
–Por supuesto –admitió el otro hombre–, pero en los negocios no siempre interesan los hechos. Los mercados suben y bajan a causa de la percepción que tienen las personas de lo que está ocurriendo.
–¿Y cómo se me percibe a mí?
–Como a un hombre demasiado despreocupado, tanto en tu vida profesional como en la personal.
Roark no podía contradecirlo. Se dejaba llevar por sus necesidades y deseos. No solía tener a otras personas en cuenta, pero el comentario de Cromwell le tocó una parte sensible que ya le había herido un rato antes la rubia que había organizado la fiesta.
La buscó con la mirada. Sabía dónde estaba. No podía ignorar su presencia.
Se sintió satisfecho al sorprenderla mirándolo. Le guiñó un ojo y sonrió, y ella se giró rápidamente hacia un camarero que pasaba por su lado.
Ajeno a la momentánea distracción de Roark, Cromwell continuó:
–Pienso que podrías demostrar que estás comprometido con Waverly’s. Yo podría convencer a los demás miembros de la junta de que Vance, Ann y tú sois el futuro que todos queremos.
–¿Y cómo sugieres que lo haga?
–Demuéstranos que has sentado la cabeza.
Eso implicaba posponer cualquier operación arriesgada. No era tan fácil. En esos momentos estaba intentando conseguir algo único: la segunda cabeza de leopardo que había adornado en el pasado el trono del sultán Tipu, un objeto muy importante en la historia india e islámica. La primera cabeza, con incrustaciones de diamantes, esmeraldas y rubíes, había aparecido en un contenedor olvidado en Winnipeg, Canadá, y había sido subastada varios años antes.