Solo una semana - Andrea Laurence - E-Book

Solo una semana E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

¿Podría una semana de pasión convertirse en algo más? Después de su ruptura, lo último que deseaba Paige Edwards era una escapada romántica. Pero un viaje a Hawái con todos los gastos pagados la llevó a aterrizar en la cama de Mano Bishop. Una aventura explosiva con Mano podría suponer la recuperación perfecta… el problema era que estaba embarazada de su ex. Ciego desde la adolescencia, Mano había conseguido éxito en los negocios, pero no en el amor; siempre le había bastado con tener aventuras ocasionales, hasta que llegó Paige. Una semana con aquella mujer le llevó a replantearse todo.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Andrea Laurence

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Solo una semana, n.º 2105 - septiembre 2017

Título original: The Pregnancy Proposition

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-537-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Bueno, Papa, por fin conseguiste regresar a Hawái.

Paige Edwards agarró con fuerza la urna de su abuelo mientras seguía al conductor hacia el coche que les esperaba en la puerta del aeropuerto de Honolulú. El chófer le subió el equipaje y le abrió la puerta para que se subiera al asiento de atrás.

Mientras avanzaban por las abarrotadas y sinuosas calles hacia el hotel de Waikiki Beach, Paige no pudo librarse de la sensación surrealista que se había apoderado de ella las últimas semanas. Todo empezó con la llamada de su madre diciéndole que su abuelo había muerto. Había luchado el último año contra una insuficiencia cardíaca. Paige, que era enfermera, había sentido la necesidad de pasar un tiempo con él y asegurarse de que estuviera recibiendo los mejores cuidados posibles.

Aunque no era realmente necesario. Su abuelo era absurdamente rico y podía permitirse los mejores médicos y tratamientos de California. Pero ella le tenía cariño, y por eso pasó mucho tiempo allí. Al final eso era más fácil que enfrentarse al desastre en el que se había convertido su vida.

Y cuando su abuelo murió pudo distraerse organizando el funeral y escuchando a sus padres preocuparse por cómo se iba a repartir la herencia.

A Paige eso no le importaba lo más mínimo. El dinero de Papa era algo que siempre estaba de fondo, pero no sentía la necesidad de reclamarlo. De hecho había animado a su abuelo a donar su dinero a una causa que fuera importante para él. Eso alejaría a los tiburones que daban vueltas en círculos alrededor de su hacienda.

Sin embargo, Paige no esperaba que su abuelo tuviera para ella planes mayores de los que había esperado. Aquellos planes la obligaron a hacer las maletas y a subirse a un avión rumbo a Hawái con sus cenizas.

Mientras miraba por la ventanilla entendió por qué su abuelo quería que sus cenizas se quedaran en Hawái. Era precioso. A medida que se iban acercando al hotel vio algún destello de la arena dorada y las aguas turquesas que se unían al cielo azul carente de nubes. Las palmeras se agitaban bajo la brisa y la gente vestida de playa abarrotaba las aceras y las terrazas.

El coche ralentizó la marcha para girar hacia un complejo llamado Mau Loa. Paige no había prestado realmente mucha atención a los detalles del itinerario que el albacea de su abuelo había preparado. Aquello no eran unas vacaciones, así que no le importaba dónde se iba a alojar.

Cuando se detuvieron en la puerta del hotel y el botones abrió la puerta del coche, Paige se dio cuenta de que su abuelo tenía una idea muy diferente de lo que debía ser aquel viaje.

No era un hotel situado a cinco manzanas de la playa. Estaba en la misma playa. El botones llevaba un uniforme muy bonito con guantes blancos inmaculados. La puerta de entrada estaba abierta a la brisa y a través del vestíbulo se veía el mar, que quedaba más allá.

El botones la acompañó al mostrador de recepción VIP. Paige le pasó a la recepcionista los papeles que le había dado el albacea y la mujer abrió los ojos de par un par un instante antes de que una enorme sonrisa le cruzara el rostro.

–Aloha, señorita Edwards. Bienvenida a Mau Loa –se levantó del escritorio para ponerle una guirnalda de orquídeas color magenta alrededor del cuello. Olían a gloria.

La mujer se giró entonces hacia el botones que llevaba su equipaje.

–Lleva las cosas de la señorita Edwards a la suite Aolani y luego hazle saber al señor Bishop que tenemos una nueva huésped VIP.

Paige alzó las cejas. ¿Una suite? ¿VIP? Papa se había excedido y no había ninguna necesidad. En su trabajo de enfermera en un hospital para veteranos no estaba acostumbrada a que la agasajaran. Se pasaba la mayor parte del tiempo calmando las pesadillas de exsoldados traumatizados y tratando de convencerles de que haber perdido una pierna no era el fin del mundo. La tasa de suicidios entre los hombres y mujeres que volvían a casa tras prestar servicio era demasiado alta.

Paige miró a su alrededor mientras la mujer completaba el registro. Al otro lado del vestíbulo había tres hombres tocando música en una piscina que parecía un lago y tenía una cascada. Un empleado del hotel había empezado a encender las antorchas porque el sol estaba cayendo ya. Paige sintió que le empezaba a bajar la tensión arterial al escuchar el sonido de las olas mezclándose con la melodía de la música tradicional hawaiana.

Apenas había dado diez pasos dentro del hotel y ya sabía que adoraba Hawái.

–Esta es su tarjeta, señorita Edwards. La suite ya está preparada. Siga el camino a través del jardín hacia la torre Sunset. Habrá música en directo en la piscina hasta las diez. Disfrute de su estancia.

–Gracias –Paige agarró la tarjeta y empezó a descender por el camino de piedra que llevaba a su habitación de hotel.

El complejo era grande, tenía varias torres que rodeaban una zona común en la que había una piscina enorme con la cascada y un par de toboganes, múltiples restaurantes y plantas tropicales por todas partes. Era como un jardín en medio de un bosque tropical.

La torre Sunset era la más cercana a la playa. Paige miró la tarjeta cuando entró en el ascensor. Su suite era la habitación 2001. Intentó no fruncir el ceño cuando pulsó el botón y el ascensor la subió veinte pisos hasta la última planta. Cuando se abrieron las puertas esperaba encontrar un vestíbulo grande, pero se encontró con un pequeño recibidor. A su izquierda había una puerta en la que ponía «privado», y a la derecha había otra con un placa que indicaba que aquella era la suite Aolani. ¿Dónde estaba el resto de las habitaciones de aquella planta?

Estaba a punto de deslizar la tarjeta en la cerradura cuando la puerta se abrió y salió el botones.

–Su equipaje está en la habitación principal. Disfrute de su estancia en Mau Loa –el chico entró en el ascensor y desapareció, dejándola en el umbral completamente perdida. Entró en la habitación y dejó que la puerta se cerrara tras ella.

No podía ser. Era… la suite del ático.

Era más grande que su apartamento y estaba rodeada casi por completo de ventanales. Tenía un salón con sofás de cuero y una enorme pantalla de televisión, una mesa de comedor en la que cabían ocho personas y una cocina de diseño. Los colores neutros, los suelos de madera clara y los muebles blancos creaban un ambiente tranquilizador. Un lado de la estancia daba al centro de Honolulú y el otro a Waikiki.

Paige se sintió atraída al instante hacia el balcón que daba al mar. Recolocó la urna de su abuelo en los brazos para abrir la puerta de cristal y salir. La brisa le alborotó al instante el liso y castaño cabello alrededor del rostro. Se lo apartó a un lado y se acercó a la barandilla para echar un vistazo.

Era impresionante. El mar estaba lleno de surfistas y una manada de delfines atravesaba las olas haciendo giros en el aire antes de caer de nuevo al mar. Parecía irreal.

–Papa, ¿qué has hecho? –preguntó. Pero sabía de qué se trataba.

Sí, su abuelo quería que sus cenizas se quedaran en Honolulú. Fue uno de los pocos supervivientes del ataque de Pearl Harbour que hundió su barco, el Arizona. Y, como tal, tenía la opción de regresar al barco para ser enterrado. La ceremonia se celebraría en una semana.

Sin embargo, hasta entonces aquel viaje estaba completamente en manos de Paige. No había otra razón para que el funeral de su abuelo exigiera que viajara en primera clase ni que se quedara en la suite del ático de un hotel de cinco estrellas. Papa lo había hecho por ella. Y se lo agradecía. La vida de Paige había dado un inesperado giro recientemente, y una semana en Hawái era exactamente lo que necesitaba para intentar averiguar qué diablos iba a hacer.

Suspiró, volvió a entrar en la suite y dejó la urna de su abuelo en una mesa cercana.

Al lado había una cesta repleta de fruta fresca, galletas, nueces de macadamia y otras delicias locales.

Consultó su reloj y se dio cuenta de que era un buen momento para bajar a cenar. Había tenido varias guardias seguidas en el hospital, y combinado con el largo vuelo y el cambio de hora, se sentía agotada. Pero tenía que comer. Si se daba prisa podría llegar a ver el atardecer.

Corrió al dormitorio y abrió la maleta. Cambió los vaqueros y los mocasines por un vestido de verano y unas sandalias. Era lo único que necesitaba.

Agarró el bolso y la llave de la habitación y salió para disfrutar de su primera noche en Oahu mientras todavía pudiera mantener los ojos abiertos.

Cerró la puerta, se giró hacia el ascensor y se topó contra un muro sólido de músculo. Cuando se tambaleó hacia atrás, una mano masculina la agarró del codo para sostenerla. El hombre medía más de dos metros, lo que hizo que Paige se sintiera pequeña con su metro setenta y siete de altura. Y no solo era alto; era grande. Tenía los hombros anchos y unos bíceps enormes bajo el traje hecho a medida. Llevaba unas gafas de sol Ray-Ban de estilo clásico y un pendiente negro que se curvaba tras la oreja y se fundía con las ondas marrón oscuro de su cabello.

Lo que pudo ver del rostro de aquel hombre le resultó increíblemente hermoso y, tal como se dio cuenta al instante, quedaba completamente fuera de su alcance. Pero eso no impidió que su cuerpo se estremeciera en respuesta a la cercanía de semejante espécimen de hombre. Cuando tomó aire aspiró el aroma de su esencia, una embriagadora mezcla de almizcle y olor a hombre que le provocó un inesperado escalofrío en la espina dorsal.

–Lo siento mucho –se disculpó Paige mientras se recuperaba del impacto–. Iba con tanta prisa que no le he visto.

Que no hubiera percibido semejante montaña de hombre delante de ella era la prueba de lo distraída que estaba últimamente.

El hombre sonrió, mostrando unos dientes blancos y brillantes que contrastaban con su piel polinesia. A Paige le temblaron las piernas al ver el hoyuelo que se le formó en la mejilla.

–No pasa nada. Yo tampoco la he visto a usted.

Paige se dio cuenta de que el hombre no la miraba directamente al hablar. Bajó la vista y vio el perro labrador color chocolate oscuro que llevaba a un lado. Con un arnés de perro guía.

«Bien hecho, Paige». Acaba de chocar contra un hombre increíblemente guapo, sexy… y ciego.

 

 

–Oh, Dios mío –dijo la mujer con voz angustiada.

Al parecer había pillado la broma pero no le resultó graciosa. A muy poca gente le hacían gracia los chistes de ciegos, pero él había desarrollado un sentido del humor negro respecto a su discapacidad en los últimos diez años.

–¿Está usted bien? –preguntó ella.

Mano no tuvo más remedio que reírse. Aunque fuera ciego, no tenía nada de frágil. La mujer podría haberse estrellado contra él a toda velocidad y apenas lo habría notado.

–Perfectamente. ¿Y usted?

–También. Solo un poco avergonzada.

Mano casi pudo ver el sonrojo en las mejillas de la joven. Tenía la impresión de que las mujeres con las que trataba diariamente no se sonrojaban mucho. Esta parecía distinta a las huéspedes habituales de la suite Aolani. Estaba nerviosa y se sonrojaba con facilidad. La cantidad de dinero que hacía falta para permitirse aquella habitación solía ir acompañada de una cierta dureza que no había detectado en ella.

–No tiene por qué –la tranquilizó–. Siéntase libre de tropezarse conmigo siempre que quiera. Soy Mano Bishop, el dueño del hotel. Iba de camino a saludar a la nueva huésped de la suite Aolani. Eso significa que usted debe ser la señorita Edwards –se puso la correa de Hoku en la mano izquierda y le tendió la derecha a ella.

–Sí –respondió la joven estrechándole la mano–. Puedes llamarme Paige.

El contacto de su delicada mano le provocó un escalofrío en la espina dorsal. Aquella inesperada reacción le llevó a observar con más cuidado a su nueva huésped. No solo sonaba distinta a los huéspedes habituales de la suite, su tacto también era distinto. No tenía la piel tan suave como cabía esperar en una mujer joven. Había en ella cierta aspereza, como si trabajara con las manos. Mano se preguntó si no sería artista de algún tipo. Desde luego, no se trataba de una princesa mimada.

–¿Qué te ha parecido la suite, Paige? Espero que haya cubierto tus expectativas.

–Es impresionante. Quiero decir, es más bonita de lo que nunca esperé. Y las vistas son increíbles. Aunque no sé si tú… oh, Dios mío.

–Lo cierto es que sí lo sé –intervino Mano rápidamente para evitarle un mal trago–. Perdí la vista a los diecisiete años. Aunque ya no pueda ver las vistas, las recuerdo muy bien.

Se escuchó la campanilla del ascensor y las puertas se abrieron. Mano escuchó el suspiro de alivio de Paige y trató de disimular la sonrisa.

–Por favor –le hizo un gesto con la mano–. Adelante.

Escuchó el sonido de su movimiento cuando entró en el ascensor. Luego Hoku tiró del arnés y guio a Mano al ascensor detrás de ella. Deslizó los dedos por el panel hasta encontrar la tecla del vestíbulo, marcada con un símbolo en braille. Luego se giró hacia la puerta y se agarró al pasamanos para no perder el equilibrio.

–¿Cómo se llama tu perro? –preguntó Paige mientras bajaban.

–Hoku –respondió él. El labrador llevaba siete años a su lado y se había convertido casi en parte de él–. Puedes acariciarle si quieres.

–¿Seguro? Tengo entendido que no se debe hacer eso mientras están trabajando.

Qué inteligente, pensó Mano. Mucha gente no lo sabía.

–Desgraciadamente, yo siempre estoy trabajando, así que Hoku también. Hazle una caricia y te querrá para siempre.

–Hola, Hoku –dijo Paige con ese tono de voz tierno que la gente reserva para los bebés y los animales–. ¿Eres un buen chico?

Hoku la recompensó con un jadeo sonoro. Seguramente le estaría acariciando las orejas, eso le encantaba.

–¿Qué significa Hoku?

A Mano le gustaba el tono melódico de la voz de Paige, sobre todo cuando utilizaba alguna palabra de su idioma materno, el hawaiano.

–Significa «estrella» en hawaiano. Antes de que hubiera sistemas de navegación y mapas, los marineros se guiaban por las estrellas. Y como él es mi guía, pensé que era un nombre apropiado.

–Es perfecto.

Cuando Paige se incorporó lo hizo acompañada de una nube de aroma. Tenía una fragancia única, y sin embargo le resultaba en cierto modo familiar. Muchas mujeres, sobre todo las que se alojaban en la suite Aolani, se bañaban prácticamente en perfumes caros y lociones con esencia. La mayoría de la gente no se daba siquiera cuenta, pero Mano tenía un sentido del olfato muy desarrollado, para bien y para mal. El aroma de Paige era sutil y al mismo tiempo atrayente, con un toque a polvos de talco y… jabón sanitario. Era una combinación extraña.

Sonó la campanilla del ascensor y el sistema de audio anunció que estaban en el vestíbulo. Mano había actualizado los ascensores unos años atrás para incluir aquella función para él y para huéspedes invidentes. Las puertas se abrieron y él hizo un gesto con la mano para que Paige saliera. Esperaba que se marchara a toda prisa. La mayoría de la gente se sentía un poco incómoda cerca de él. Estaba claro que ella también, pero no la ahuyentaba. Su aroma continuó a su lado cuando salió del ascensor.

–¿Vas a cenar esta noche en el hotel? –le preguntó Mano.

–Sí, hacia allí voy. Aunque todavía no tengo claro dónde.

–Si quieres que tu primera comida aquí sea auténtica, te recomiendo Lani. Es nuestro restaurante polinesio tradicional, así probarás lo que Honolulú tiene que ofrecer desde el punto de vista culinario. También hay una zona exterior muy bonita. Si te das prisa creo que todavía llegarás a ver el atardecer. Vale la pena verlo. Dile a la encargada que vas de mi parte y ella se asegurará de conseguirte el mejor sitio disponible.

–Gracias. Lo haré. Espero que volvamos a vernos… digo… a encontrarnos en otra ocasión.

Mano sonrió al escucharla balbucear.

–Disfruta de tu velada, Paige. A hui hou kakou.

–¿Qué significa eso?

–Hasta que nos volvamos a encontrar –respondió él.

–Oh. Gracias por tu ayuda. Buenas noches.

Mano agitó la mano en gesto de despedida y luego escuchó el aleteo de sus sandalias dirigiéndose hacia la playa y los restaurantes del hotel. Cuando Paige se hubo marchado, se giró hacia los mostradores de recepción y dejó que Hoku le guiara entre los huéspedes. Hoku se detuvo justo delante del mostrador en el que había una puerta giratoria para pasar más allá del área de registro. La zona de conserjería estaba justo a la derecha.

–Aloha ahiahi, señor Bishop.

–Hola, Neil. ¿Cómo van las cosas esta noche?

–Muy bien. Se ha perdido usted el ajetreo de la llegada de los vuelos nacionales.

Mejor. Se le daba bien moverse por el hotel, pero intentaba evitar los momentos más movidos para evitar tener un problema con la gente que iba arrastrando las maletas o con los niños corriendo por ahí.

Como no estaba ocupado en aquel momento, Mano se preguntó también si podría aprovecharse de los ojos de su conserje. Sentía curiosidad por su nueva huésped, Paige.

–¿Has visto a la joven que salió del ascensor conmigo?

–Brevemente, señor. No la miré bien.

A Mano le impresionaba en ocasiones que aquellos que tenían vista no pasaran la mayor parte del tiempo disfrutando de ella.

–¿Y qué viste?

–La miré fugazmente porque vi que estaba hablando con usted. Era una mujer alta y con una melena castaña y lisa. Pálida. Muy delgada. No le vi la cara porque estaba girada hacia usted.

Mano asintió. Aquello podría describir a mil mujeres del hotel. Pero al menos era un principio.

–De acuerdo. Gracias. Si surge algún problema avísame. Estaré en mi despacho.

–Sí, señor.

Mano y Hoku avanzaron por un pasillo y atravesaron la zona en la que trabajaba la dirección del hotel. Tomaron otro pasillo y giraron para entrar en su despacho. Mano encendió la luz y se dirigió al escritorio. Ni Hoku ni él necesitaban la luz, pero había descubierto que a sus empleados les resultaba raro que estuviera a oscuras en la oficina y podían pensar que no quería que le molestaran.

Mano tomó asiento en la silla y Hoku se acurrucó a sus pies para dormir. El perro siempre le ponía la cabeza en el zapato para que Mano supiera que estaba ahí. Se inclinó para acariciarlo, pulsó un par de teclas en el teclado para encender el ordenador y se puso los cascos que utilizaba para controlarlo en la oreja que tenía libre. El sistema le leía los correos electrónicos y los archivos, y él podía controlarlo con órdenes de voz.

Mientras repasaba el correo desvió la atención hacia el otro auricular, que estaba conectado con el sistema de seguridad del hotel. Mano sabía todo lo que sucedía en su hotel aunque no pudiera verlo. Había sido un día tranquilo con mucha charla banal. Aquello cambiaría cuando anocheciera. Los fines de semana eran bastante animados en el complejo, había fiestas nocturnas, fuegos artificiales y gran variedad de cócteles.

En aquel momento dos miembros de su equipo estaban debatiendo si había llegado el momento de parar a un caballero en el bar exterior; estaba haciendo demasiado ruido. A Mano no le preocupaban ese tipo de asuntos. Su equipo podía manejarlos perfectamente.

Llamaron con suavidad a la puerta. Mano alzó la mirada expectante hacia el sonido.

–¿Sí?

–Buenas noches, señor Bishop.

Mano reconoció la voz de su jefe de operaciones, Chuck. Habían crecido juntos y eran amigos desde segundo grado.

–Buenas noches, Chuck. ¿Ha pasado algo relevante mientras yo estaba arriba?

–No, señor.

–Bien. Escucha, ¿tú estabas por casualidad por ahí cuando llegó nuestra huésped VIP del Aolani?

–Yo no, pero Wendy estaba en recepción sobre esa hora. Puedo hablar con ella si quiere saber algo.

Mano sacudió la cabeza. Se sentía un poco ridículo preguntando, pero no tenía otra manera de saber.

–No la molestes con esto. Pero si ves a la señorita Edwards cuéntame qué te parece. Parece… distinta. Ha despertado mi curiosidad.

–Mmm… –murmuró Chuck en un tono que a Mano no le gustó–. Si ha captado su interés yo también quiero verla. Hace mucho que no disfruta usted de compañía. ¿Podría ser ella su próxima elección?

Mano suspiró. Seguro que ahora Chuck le torturaría sin piedad. En ese sentido era un poco como su hermano mayor, Kal. La culpa era suya por hablarle a su amigo de sus métodos poco habituales para ligar, pero era la única manera de que la gente intentara buscarle pareja constantemente.

–No sé. Solo quiero conocer tu opinión antes de invitarla a cenar mañana por la noche.

–Entonces, ¿la va a invitar a cenar? –insistió Chuck.

–No en plan cita –se explicó Mano–. Iba a pedirle que se sentara conmigo en la mesa del dueño.

Era una tradición que su abuelo había empezado en el hotel y que él había continuado cuando se hizo cargo. Pero era la primera vez que afectaba a una mujer joven que viajaba sola.

–Me llama la atención que esté aquí sola.

Chuck tenía razón en cierto modo, pero Mano no iba a decírselo. Estaba interesado en Paige. No le gustaba tener citas con huéspedes del hotel, pero teniendo en cuenta que casi nunca salía de la propiedad, era eso o el celibato. De vez en cuando encontraba alguna mujer que le interesaba y le proponía que pasara una semana con él. Sin ataduras, sin sentimientos, solo unos cuantos días de fantasía antes de que ella volviera a su casa a su vida cotidiana. Aquello era lo único que estaba dispuesto a ofrecerle a una mujer. Al menos desde Jenna.

Sus experiencias personales le habían enseñado que una fantasía a corto plazo era lo mejor que podía ofrecer. Su discapacidad era como el tercero en discordia de todas sus relaciones. Se había acostumbrado a ser ciego, pero odiaba tener que pedirle a nadie que lidiara con ello a largo plazo. Hizo todo lo que pudo para no convertirse en una carga para su familia, pero sería más difícil proteger de ello a la mujer que compartiera su vida. No quería ser una carga para la mujer que amara.

–Me ocuparé de ello, señor.

Chuck desapareció y Mano volvió al trabajo. Iba a dar una orden de voz pero se detuvo. No quería leer más correos aquella noche. Estaba más interesado en la idea de ir a Lani y averiguar algo más sobre la misteriosa Paige. Quería sentarse y escucharla hablar un poco más. Quería dejarse llevar por su aroma y averiguar de qué estaba hecha aquella extraña combinación. Quería saber por qué tenía las manos ásperas y por qué estaba sola en una suite tan grande situada en un enclave tan romántico.

Consideró la idea por un momento, pero luego la desechó por tonta. Aquella era la primera noche de Paige en Hawái. Seguro que tenía mejores cosas que hacer que contarle la historia de su vida al ciego y solitario dueño del hotel. Sí, Paige le intrigaba, y sí, el mero hecho de rozarla había despertado todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo, pero ella no tenía que haber experimentado necesariamente la misma reacción ante él. Era lo bastante guapo, o al menos lo era la última vez que vio su propio reflejo. Pero no se podía pasar por alto su discapacidad.

Mano apartó de sí la sensación de su contacto, le espetó otra orden al ordenador y siguió trabajando.

Pero tal vez encontrara respuesta a sus preguntas la próxima noche.