Solsticio - José Carlos Llop - E-Book

Solsticio E-Book

José Carlos Llop

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Beschreibung

Todos los veranos, a principios de los 60, un Simca color cereza recogía a la familia y se iniciaba el viaje ritual hacia el paraíso. El destino: una batería militar situada en una zona alejada y solitaria de la costa mallorquina. Así arranca Solsticio, con una escritura solar como el mismo verano, que atraviesa la infancia y la convierte en una meditación mediterránea de gran belleza. Las pequeñas historias y las liturgias cotidianas de entonces adquieren aquí una intensidad mágica: el baño en calas vírgenes; los paseos por la montaña; la presencia bíblica de las cabras; las lecturas; la fortificación militar; la observación de las estrellas… Y detrás de todo eso, una manera de entender la isla y una forma de vida ya desaparecidas.

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Seitenzahl: 128

Veröffentlichungsjahr: 2014

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© José Carlos Llop, 2013.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO630

ISBN: 978-84-9056-185-0

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

1. Et in Arcadia ego

2. El viaje

3. La llegada a Arcadia

4. Passiflora caerulea

5. El mar

6. El reloj de mi padre

7. Ella

8. Entre Betania y el monte Athos

9. Un fragmento de vida

10. Flora y fauna

11. Microcosmos

12. La necrópolis junto al mar

13. Embajada de la ciudad

14. «Este coche galopa»

15. Ser y tiempo

16. La partida

17. Coda

18. Y epílogo

PARA HELENA Y LOS CHICOS,

DESDE NUESTRO VARIKINO PARTICULAR

La mediterraneidad no se hereda,

sino que se consigue.

PEDRAG MATVEJEVIC

¿Para qué son los días?

Los días son el lugar donde vivimos. Se acercan, nos despiertan

una y otra vez.

Son para ser felices.

PHILIP LARKIN

Me preguntas qué utilidad tiene leer los Evangelios en griego.

Te respondo que es bueno guiar nuestro dedo

por letras más perdurables que las grabadas en piedra,

y que al pronunciar lentamente sus sonidos,

conozcamos la verdadera dignidad del lenguaje.

CZESLAW MILOSZ

1

ET IN ARCADIA EGO

Debo mi paraíso privado a dos razones singulares: el hecho de ser insular y el Ejército. Es decir, a que mi padre fuera militar y estuviera destinado, durante toda mi infancia, en Mallorca. Que por otro lado era y es nuestra tierra familiar. Mi paraíso estuvo en zona castrense —por tanto vedada al mundo, que, como todos sabemos (al menos lo sabemos los hijos de militar) es civil—. Que su entrada estuviera prohibida a los demás y vigilada con armas reforzaba aún más la idea de hortus conclusus, con espadas flamígeras que impedían el acceso a extraños, en forma de alambradas, garitas, uniformes, armamento y correajes. ¿El lugar? Una alejada batería de costa de la isla, en los años 60. Y en ella, nuestra casa de verano: el pabellón de mandos adyacente a la gran casa cuartelaria que albergaba la guarnición y el armamento ligero de la Batería: mosquetones, bayonetas, correajes, la pistola del sargento —sólo el sargento llevaba pistola—, dos ametralladoras y la munición correspondiente. Todo a la vista, que es como se tienen estas cosas en la vida militar. Y más abajo, a escasos kilómetros, los cañones de la Batería: cuatro piezas artilleras Schneider Canet-Mod procedentes de un viejo acorazado, instaladas en tierra y adaptadas para la defensa de la isla ante un ataque enemigo.

La batería artillada, como otras repartidas a lo largo de la costa insular, se había montado durante la guerra de Abisinia —que caía lejos: Abisinia, digo, pero su origen de opereta imperialista italiana predecía cierta posibilidad bélica en el Mediterráneo— y se había reforzado durante la II Guerra Mundial para proteger la isla de cualquier ataque aliado o nazi, según el transcurso de la contienda y la cambiante estrategia del gobierno. En el fondo, mi paraíso se lo debía a Franco y no por ser el Jefe del Estado en aquellos años, sino porque el plan de baterías y nidos de ametralladora protegiendo la costa había sido uno de sus trabajos mientras estuvo destinado en la Comandancia Militar de Baleares a principio de los años 30. Y aquí he de volver a Abisinia y al sueño imperial del Duce: en la prolongación de ese sueño se barajó por distintas vías, durante la guerra civil española, la hipótesis de italianizar las Baleares y convertirlas en una base de Mussolini cercana al norte africano. Con lo que la creación de aquella y otras baterías con pretexto abisinio no acabaría siendo ningún disparate.

Los enemigos del paraíso —y eso lo averiguaría mucho más tarde— suelen ser aquellos que están fuera de él. Por eso no cuentan. Quiero decir que no existían entonces y no cuentan ahora. Dentro, en cambio, estábamos nosotros. Pero había alguien más. Aquellos cañones también protegían a los muertos: las almas de los muertos más antiguos de Mallorca, cuando aún era una isla sin nombre. Se trataba de muertos sin continuidad ni descendientes: un pueblo perdido, una raza extinta. Aquellos cuatro cañones Schneider Canet-Mod, que procedían de un buque de guerra de cuando la pérdida de Cuba y Filipinas, protegían los asentamientos de los primeros pobladores de Mallorca, que también habían elegido aquel paisaje árido para vivir. Y frente al mar permanecían, desperdigados por el árido paisaje, sus pequeñas y fortificadas ciudadelas, cementerios y monumentos megalíticos: navetas, talaiots y dólmenes. Aquellas grandes lajas de piedra se dispersaban junto al telémetro de la Batería —como un fósil sobre una chimenea art-déco—, bajo frondosos acebuches que ahora sustituían su techumbre pétrea, o rodeadas de enormes matas de lentisco que eran, a su vez, refugio para el ganado. Muros, columnas, círculos concéntricos, tumbas… restos de la Edad del Bronce. Yo asociaba la soledad del paisaje —que favorecía las nociones de libertad y de independencia, dos cosas que siempre he cuidado en mi vida y que no aportan riqueza material alguna y sí más de un disgusto— a la vida de aquellos hombres prehistóricos, que primero vivieron en cuevas y después en sus poblados de piedra. Sus cuevas junto al mar carecían de pinturas que nos hablaran de escenas de caza, pesca o natación. Sus poblados estaban cubiertos de vegetación. El hombre sin historia. El hombre sin pasado ni futuro. El hombre solo. Como el paisaje solo y solitario, el mismo paisaje de roca arenisca y la misma vegetación —palmito, acebuche, lentisco, manzanilla…— que contemplaron aquellos hombres antes de que se extinguiera su rudimentaria civilización. Et in arcadia ego, gracias a mi padre, que no representaba sólo la modernidad militar en el paisaje primigenio, sino también la soledad de ese paisaje, su aridez, como de refugio de los Santos Padres, tan adecuado para él. Sin que ninguno de los dos —su carácter militar y su necesidad de soledad primitiva (es decir, verdadera)— perjudicara o alterara al otro. Eran tan complementarios como lo habían sido la cultura del Megalítico y la cultura de la guerra como defensa. Ambas cosas en un paisaje de una belleza seca y antigua como ciertos fragmentos de la Biblia y La Odisea. Al fin y al cabo, cuando el paraíso desaparece, siempre aparece la literatura.

2

EL VIAJE

El día 1 de agosto, a las nueve y media de la mañana, un Simca del Ejército, color cereza, aparcaba ante la entrada de casa, Vía Alemania, número 30. Durante siete años, cada 1 de agosto, aquel Simca del Ejército, color cereza, aparcó ante el edificio racionalista donde vivíamos, preparado para conducirnos a más de ochenta kilómetros de distancia de la ciudad.

Se producía en ese momento, nueve y media de la mañana, un efecto especular: las líneas años 30 del automóvil coincidían con las líneas náuticas del racionalismo arquitectónico de la casa. Un racionalismo modesto, sin mármoles ni cromados, como las colonias obreras que Mussolini construyó en los extrarradios de las ciudades. Ambos, coche y edificio, eran de la misma época y atmósfera, y parecía que la entrada acristalada de la casa estuviera hecha para que aquel automóvil se reflejara en ella y a la inversa.

Hablo del período que va de 1961 a 1968, con lo que esa imagen ya era una imagen trasnochada y aún siéndolo vivíamos en un mundo que no nos lo parecía. No a mí, al menos, como con tantas otras imágenes trasnochadas que son fragmentos de mi vida. En ese mundo circulaban automóviles y camiones fabricados en los años 30 y 40, mezclándose con utilitarios nacionales o deportivos híbridos como el Dauphine o el Gordini, de colores que parecían salidos de un acuario tropical. El color cereza del Simca destinado a mi padre también era, sin parecérnoslo, un color estrambótico, pues los vehículos del Ejército o eran caquis o eran negros y nunca en mi vida he visto o sabido de otro de aquel color, que siempre he de asociar a mi padre destinado en Estado Mayor.

Durante siete veranos —o mejor, siete agostos— estuvimos viviendo en Betlem, en la bahía de Alcúdia, junto a la Colònia de Sant Pere, que entonces llamábamos Colonia de San Pedro, aunque a Betlem le llamáramos siempre Betlem y nunca Belén. Tenía cinco años cuando llegué y doce al marcharme, la infancia entera, otro territorio que suele asociarse al paraíso, supongo que con fundamento teológico: el paraíso no como lugar, sino como estado. Pero en la infancia el paraíso carece de fundamento teórico: está, no es, y está en un espacio y no al revés, no en uno mismo. Como el imaginario Shangri-La de los adultos; sólo que su carácter de mito no es, exactamente, tal —no hay invención—, sino que radica en la transfiguración de un espacio real en espacio mítico.

En esa época mi padre era teniente coronel y su despacho estaba en Capitanía General. Mi padre, durante muchos años, fue teniente coronel. Tantos, que yo tenía la impresión de que ser teniente coronel era una forma de ser militar, como ser artillero y diplomado de Estado Mayor, que es lo que era y fue siempre mi padre. Desde luego ser teniente coronel de Estado Mayor fue la causa de mi conocimiento del paraíso y de que ahora tenga cierta memoria del mismo y la evoque y escriba. Porque cuando mi padre ascendió a coronel y pasó a mandar el regimiento mixto de Artillería n.º 91 —que es de quien dependía la batería militar donde estaba situado el paraíso—, decidió que no podía solicitar su pabellón de mandos nunca más. Aunque hubiera pagado un alquiler por ese mes de agosto durante siete veranos y reglamentariamente pudiera continuar haciéndolo, ya no consideró correcto solicitar un bien cuya concesión dependía de él.

Cruzar la isla era un viaje que suponía cruzar el continente —eso es la isla para un insular— y su duración, una mañana entera: la huida a Egipto. Abandonábamos la ciudad entre las nueve y media y las diez, y solíamos llegar a Betlem sobre la hora de comer. Como todo viaje y más hacia el paraíso, también este disponía de cierto carácter iniciático, simbolizado en tres encuentros que a mí me parecían pertenecientes al mundo de las rondaies que escuchaba por la radio al caer la noche. El primero era el demonio, tan presente en esos cuentos populares, que surgía, como en la estancia evangélica del desierto, en un recodo del primer tercio del viaje. El demonio aparecía en la carretera, no sé sabía de dónde, con un tridente de madera —en realidad una forca de aventar paja— y unos grandes cuernos de macho cabrío. Vestía amplio mono tiznado y pintarrajeado con pequeñas llamas que rodeaban un esqueleto tan alto como el mismo demonio y llevaba una capucha, también pintada con un rostro esperpéntico, mitad calavera humana, mitad animal, que sacaba una larga y burlona lengua roja. Aquel demonio daba brincos junto a la carretera, agitando el tridente de forma amenazadora y luego desaparecía o era el coche que lo adelantaba y él quedaba atrás brincando y amenazando y sacando esa lengua condenada a no poder regresar jamás a su boca y descansar. Pero en aquel encuentro no existía el miedo. Había un aviso en tono festivo de mi madre y algo dislocadamente paródico en la danza demoníaca que impedía que el miedo —tan presente en la educación religiosa de mi generación— tomara cuerpo e hiciera de las suyas. Y en ese humor —presente también en los reveses que acababa sufriendo el diablo en las rondaies— estaba algo que años después, avisado por el escritor Cristóbal Serra, observaría en Blake: que al mal sólo se le vence si no se le toma en serio, es decir, desde la risa.

El segundo encuentro ocurría en el segundo tercio del viaje y era más siniestro que el diablo danzarín. Recuerdo la belleza del paraje: árboles frondosos, un gran aljibe, algunos huertos más abajo. Y en un claro de tierra roja, un árbol seco y enorme del que pendían grandes frutos como bolsas o sacos. Tantos, que costaba distinguir que aquel árbol —un almez— no tenía una sola hoja: estaba tan muerto como la higuera en la que se ahorcó Judas y como de esa higuera pendían sus hediondos frutos. De sus ramas colgaban docenas y docenas de animales: gatos salvajes, jinetas, martas y comadrejas y esos cadáveres ahorcados cumplían la doble función de aviso y escarmiento. Pero eran también el anuncio de una brutalidad desconocida y un doble lenguaje que se reflejaba de modo sutil al nombrar las especies: los gatos eran gatos y las martas, martas; las jinetas, sin embargo, eran genetes y las comadrejas, mostels, como el almez, que jamás fue almez sino lledoner y para mí, aunque nunca lo dijera delante de mis padres, el Árbol de la Muerte o una especie de Bergman, mediterráneo y avant-la-lettre (antes de haber visto El séptimo sello, quiero decir).

El carácter simbólico de ambos encuentros fue cobrando evidencia a medida que pasaba el tiempo: no existía el paraíso sin ritos de paso, sin miedos, sin dolor. No existía el viaje sin el conocimiento de lo ajeno y eso, lo ajeno, era el reverso de nuestro propio mundo. Inmediatamente relacioné el demonio pintarrajeado con el árbol de la muerte: la exaltación del paganismo, aunque fuera burlona, conducía al descarnado ensañamiento en la brutalidad, sin necesidad de ser Nerón retratado por Suetonio, que eran personajes de los que también se hablaba en casa. Como si estuvieran vivos.

Pero antes, en el camino, había un tercer encuentro que representaba el contacto con el mundo y el poder más allá de todo poder. Ese encuentro también tenía el perfume de un pasaje del Nuevo Testamento, pero en un sentido parabólico. La carretera de Ses Comunes era recta y larga y en ella solíamos parar unos minutos antes de reemprender la marcha: estirar las piernas, rezar el Ángelus y aliviar la vejiga, los niños. Surgía entonces la tercera aparición bajo la forma de hombre armado con escopeta y tocado por un sombrero de paja. Llevaba un uniforme de lista, como de los tiempos de la Cuba colonial, y le cruzaba el pecho una banda de cuero con una refulgente placa ovalada en el centro. Que el nuestro fuera un coche del ejército —ET en la matrícula— no lo detenía. Ese hombre era —y sobre todo, tenía conciencia de serlo— una representación del poder terrenal. Un poder sin trascendencia metafísica, pero con la suficiente trascendencia física como para meter en nómina a cualquier súcubo o íncubo saltarín si eso fuera necesario.

El hombre de la escopeta se dirigía al chófer (que aquel día no iba de uniforme) y este, como un intérprete en posición de firmes, le musitaba una frase inaudible a mi padre. «Vámonos», nos decía mi padre, después de encender un cigarrillo y pensárselo, sin dignarse más que a hacer, ya sentado en el coche, un leve saludo con el índice, pulgar y corazón. Manteniendo las distancias, como un pantocrátor. Alejado de lo que representaba el guardabosques, como alejado en la cúpula del templo está el pantocrátor, y sin hacer uso de su condición militar para ahuyentarlo. Luego, el hombre uniformado desaparecía en el sotobosque, que nosotros llamábamos garriga como al guardabosques, garriguer. Un verano pregunté. «Son tierras de March», contestó mi padre impávido y pasó a otra cosa, como si ese nombre no tuviera que ver con él —y así era— y yo tuviera que saber quién era March. Como si todos en Mallorca supieran quién era March y así, también, era: todos lo sabían. Todos menos mi hermano pequeño y yo, para quienes el único March existente era un conocido playboy