Su inocente cenicienta - Natalie Anderson - E-Book

Su inocente cenicienta E-Book

Natalie Anderson

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Beschreibung

¿Se resistirá a su escandalosa proposición… o sucumbirá al placer? Gracie James se moría de vergüenza cuando Rafael Vitale la encontró. ¡Se había colado en su lujosa villa de Italia! Y después no había sido capaz de negarse a acompañarlo a una fiesta exclusiva a la que estaba invitado. Le bastó con ver la peligrosa intensidad de su mirada para saber que estaba jugando con fuego. Aquel playboy solo le prometía a Gracie, que aún era virgen, una relación temporal, pero ¿iba a poder resistirse a la fuerza de su sensualidad?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Natalie Anderson

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Su inocente cenicienta, n.º 2770 - marzo 2020

Título original: Awakening His Innocent Cinderella

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-053-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

APARTÁNDOSE de la cara un mechón de pelo, Gracie James introdujo los últimos tres dígitos y esperó. Un bip electrónico sonó y la pesada verja de hierro forjado se abrió. Empujando la bicicleta, la llevó hasta el primero de los árboles que formaban la guardia de honor a lo largo de todo el camino. El resto lo hizo caminando, aprovechando la oportunidad de contemplar aquel lujoso escondite junto al lago Como. Los jardines eran ya soberbios, pero cuando el edificio apareció ante sus ojos…

Después de llevar cuatro meses en el precioso pueblo italiano de Bellezzo, creía ser ya inmune a la increíble arquitectura que Italia podía ofrecer, pero no podía equivocarse más. Villa Rosetta era una obra de arte de la simetría y el estilo, construida en el siglo XVIII. Con unas airosas arcadas, tres plantas de una piedra de color cálido, unas grandes ventanas y una torreta magnífica como remate, la luz del atardecer la hacía parecer mágica.

–Extraordinaria –susurró al llegar al borde del patio de mármol.

La villa se alquilaba a familias adineradas en busca de intimidad y lujo durante el verano italiano, pero en aquel momento llevaba cerrada un mes. Al parecer, el nuevo propietario había acometido reformas, lo cual había molestado bastante a los locales, ya que había prohibido el acceso a todo el mundo, y el contratista cuyos servicios había contratado era de fuera.

Nadie en Bellezzo sabía lo que había hecho, ahora que el trabajo estaba ya finalizado, pero corría el rumor de que no iba a volver a alquilarse, algo que también preocupaba a los lugareños, ya que el dinero que la beautiful people se gastaba a manos llenas era un gran beneficio para la comunidad, pero según decían, Rafael Vitale, agente de bolsa millonario y playboy irredento, tenía pensado organizar orgías allí. Gracie se rio en silencio. Qué ridiculez.

Al frente tenía la playa privada, y un canal privado que conducía a la preciosa casita para botes, pero se volvió a mirar los jardines una vez más, lo cual era la razón de su visita. En la primera terraza, había una piscina y un spa rodeados por un césped impoluto, con media docena de tumbonas colocadas al borde. Aquel agua de un azul impecable era otra tentación. Nadie se enteraría si se daba un chapuzoncito. Miró el reloj y caminó sobre la hierba.

Oculta detrás de los arbustos perfectamente recortados, en la siguiente terraza, estaba la famosa rosaleda: docenas de rosales plantados de un modo engañosamente descuidado, romántico, fascinante y absolutamente maravilloso. Ahora entendía bien por qué su vecino de más edad, Alex Peterson, estaba desesperado porque alguien fuera a echarles un vistazo.

Había conocido a aquel viudo el primer día de su estancia en Bellezzo. Vivía en el bajo de un pequeño edificio de apartamentos en el que ella había alquilado el suyo, y se había detenido a contemplar las rosas que crecían en macetas delante de la puerta. Así habían empezado a charlar.

Alex era un expatriado como ella. Se había casado con una italiana y habían vivido junto al lago cincuenta años, hasta que la muerte se la llevó once meses atrás, de modo que ahora su vida giraba en torno a las rosas que disfrutaba creando, ejemplares de delicado perfume y numerosos pétalos, y al mismo tiempo evitando los emparejamientos en que la comunidad parecía empeñada en meterlo.

Gracie había adquirido la costumbre de llevarle todas las tardes, a la hora de su descanso, un pastelito del café en el que trabajaba, Bar Pasticceria Zullo. Pero el pobre había pillado la gripe en pleno verano y estaba preocupado por las preciosas rosas que llevaba décadas cuidando, ya que se temía que aquel intenso calor las marchitase.

Buscó la manguera y pasó por lo menos cinco minutos intentando engancharla al grifo. Desde luego lo suyo no era la jardinería, pero al final, lo logró. Luego llamó a su amigo, porque estaba tardando demasiado.

–Alex, soy Gracie. Estoy en la villa. Las rosas están perfectas. Voy a regarlas y vuelvo.

–¿Qué aspecto tienen?

–Perfecto. Les hago una foto.

–No te preocupes. Tú vete al pueblo.

Gracie sonrió.

–No pienso dejarte solo más de lo imprescindible hasta que estés bien.

–No estoy solo. Sofía ha venido hace diez minutos con seis tuppers de minestrone, y creo que no se va a ir hasta que me los haya comido todos. No sé por qué se molesta. No estoy tan enfermo.

Sofia era prima de Francesca, la jefa de Gracie.

–Esconde unos cuantos entre las rosas.

–Vete al pueblo –insistió–. Disfruta del festival. Es la primera vez que lo ves. Tiene unos bonitos fuegos artificiales.

–¿Estás seguro?

–¡Pues claro! –suspiró–. Sofía se ha acomodado, y no voy a poder deshacerme de ella hasta el año que viene.

–Bueno… pasaré a verte por la mañana.

–No madrugues mucho, que tú te levantas aún antes que yo.

Esos eran los peligros de trabajar el primero y el último turno en Bar Pasticceria Zullo, pero trabajar tan duro para ganarse el respeto y el arraigo valía la pena, y era más feliz que nunca.

–Entonces, te veré cuando acabe el primer turno.

–Estaré esperándote. Gracias, Gracie.

–Es un placer, Alex.

Parecía estar mucho mejor y eso la alegró, así que tomó la foto de todos modos. Se la enseñaría al día siguiente.

En cuanto llegara de vuelta al pueblo, se pasaría por la pasticceria para comer algo. Aquella noche se celebraba el festival anual de Bellezzo, en el que se depositaban farolillos sobre las aguas del lago, había música y baile, fuegos artificiales, comida, familias, diversión… todo lo que ella nunca había conocido.

Habría turistas, por supuesto, multitud de ellos, pero se negaba a considerarse uno más. Ella era local, con un hogar en el pueblo, y estaba decidida a quedarse. Después de una infancia de pesadilla en la que había tenido que reconstruirlo de manera constante, estaba disfrutando verdaderamente del placer de tener un lugar al que llamar hogar y, aunque no tenía familia allí, tenía un amigo que la necesitaba, y esa sensación le llenaba muchísimo.

Abrió el grifo de la manguera, y la fuerza del agua la pilló desprevenida. Riéndose, la sujetó con más fuerza, y regó profusamente cada rosal.

Una mano le cayó de pronto sobre un hombro por detrás, una mano dura y pesada, y tan inesperada que la hizo gritar y girarse empuñando la manguera como si fuera un rifle. Lo único que pudo ver al otro lado de la cortina de agua fue una forma masculina.

–¿Qué haces? –le gritó.

–¿Qué haces tú? –contestó él.

De un tirón le quitó la manguera, pero se enredó y acabó lanzándole un chorro de agua al estómago.

Sin aliento, Gracie miró a su asaltante. Estaba empapado. Había echado a perder el esmoquin que llevaba puesto. El esmoquin…

–¿Por qué me has enchufado con la manguera? –preguntó él, pasándose la mano por la cara.

Sin pensar en lo que hacía, se le acercó e intentó barrer con las manos el agua que empapaba su traje, hasta que se dio cuenta de que él ya no hacía lo mismo, sino que permanecía inmóvil. Ella también se estuvo quieta, terriblemente avergonzada y poco a poco, de mala gana, levantó la mirada.

Se encontró con unos ojos tan marrones que resultaban casi negros, y de largas pestañas. Pestañas superlativas. No podía ser de otro modo, si querían hacer juego con el resto de su persona. ¿Y los pómulos? Se podrían usar como cuchillos.

–Lo siento –dijo, limpiándose las manos en los pantalones. Ojalá volviera a mojarla, porque tenía tanto calor en aquel momento que le sorprendía que la blusa no echase vapor. Sabía quién era aquel hombre. Francesca le había enseñado una foto en el periódico local, donde se hablaba de la venta de la villa. No había entendido qué decía el pie de foto, pero esos pómulos eran inolvidables. Rafael Vitale. El millonario aficionado a las orgías en persona.

–Se suponía que no estabas –dijo.

–Eso lo debería decir yo –replicó–. Esta es mi casa. Eres tú la intrusa.

–Lo siento mucho –se disculpó sonriendo–. No esperaba que estuvieras.

–Ya lo veo.

No le devolvió la sonrisa.

Rafael Vitale era mucho más que cualquier otro hombre al que conociera: más alto, más guapo, mejor vestido…

–Estás empapado. Lo siento –el agua seguía chorreando de él–. ¿Estás… bien?

–No –replicó, y se quitó la chaqueta.

Paralizada, Gracie lo miró boquiabierta. Tenía la camisa literalmente pegada al cuerpo, con lo que podía ver las montañitas que hacían sus músculos, que eran muchas. Era un hombre muy fornido, tan guapo que te quedabas embobada al mirarlo, pero tan intimidante que le provocó una risilla nerviosa. Él dejó un segundo de sacudir la chaqueta y le dedicó una mirada mucho menos impresionada que la suya.

Gracie se tapó la boca con la mano. Tenía que dejar de mirarlo, pero es que no podía. ¿Era así la atracción instantánea? ¿Lujuria a primera vista? Su reacción la estaba haciendo sentirse rara. Era comprensible que fuera un mujeriego, si todas tenían la misma reacción que ella. Si buscaba con quien compartir cama, tendría dónde elegir. ¡Demonios! ¡Tenía que centrarse!

Quiso alejarse de él, pero la hierba estaba mojada y resbaló, clavando una rodilla en la tierra.

En aquella ocasión, notó que la sujetaba por un codo y, sin esfuerzo aparente, la ayudó a levantarse, pero aquellas estúpidas sandalias volvieron a resbalar y acabó pegada a su cuerpo. Le rodeó la cintura con un brazo y la apretó contra él. Mucho. Demasiado. Sus músculos resultaron ser más duros de lo que parecían. Y más calientes.

Muerta de vergüenza, no era capaz de mirarlo. La rodilla le dolía, pero la cercanía a aquella perfección física le estaba proporcionando la anestesia más increíble. Vagamente se le pasó por la cabeza que su olor a madera debería embotellarse y utilizarse en las intervenciones quirúrgicas de cualquier hospital.

–¿Estás bien? –preguntó.

Pensaría que era una simple. Y una inútil. Intentó cargar su peso en un pie e hizo una mueca de dolor. Un segundo después, estaba en sus brazos, pegada a su pecho, unos brazos tan fuertes como sospechaba. Menos mal que el contacto logró poner en marcha su proceso de pensamiento.

–Bájame –le dijo, tensa.

–¿Y que vuelvas a escurrirte y te partas la cabeza? –replicó él, caminando con ella hacia la villa–. Eres un peligro inminente, y no solo para ti. Cuanto antes estés fuera de mi propiedad, mejor.

–¿Piensas llevarme así hasta la verja?

No pudo evitar que se le escapara otra risita.

–¿Estás histérica?

–No –contestó, y respiró hondo–. Lo que estoy es muerta de vergüenza. Me río para serenarme. Lo siento –y mirándolo intentó sonreír–. Es mejor que llorar.

–Eso es cierto. No me gustaría tener a una intrusa llorona entre manos –subió la escalinata y entró al maravilloso recibidor–. Soy Rafael Vitale.

–Me lo había imaginado.

–¿Y tú eres?

Tomó un largo corredor para llegar a una inmensa cocina y soltarla sin mucha ceremonia sobre una mesa. Fascinada, Gracie contempló el brillante equipamiento.

–¡Vaya! –murmuró–. Lo último de lo último.

Él miró brevemente a su alrededor antes de preguntar:

–¿Te duele?

–¿Qué? Ah, la rodilla. La vergüenza me la ha dejado dormida.

Intentó mirar a otro lado que no fuera a él, pero estaba tan cerca y era tan guapo que su atención era como el metal para su magnetismo.

–Muy útil. Pondremos hielo para que no se inflame.

Se acercó al frigorífico y presionó algunos botones antes de volver con hielo en un vaso y un paño limpio.

–Menudo frigorífico. Toda la cocina es impresionante –siguió hablando–. Es más grande que la que tenemos en la pastelería. Podrías cocinar aquí para dar de comer a un ejército. O mejor, necesitarías un ejército para poner en marcha todos estos aparatos al mismo tiempo.

Él siguió sin contestar. Estaba ocupado poniendo el hielo en el paño y Gracie se estremeció antes de que se lo hubiera acercado, pero al mismo tiempo la vergüenza le hacía sudar.

–Se suponía que no estarías aquí –le explicó cuando se agachó delante de ella para aplicarle el hielo–. Me dijeron que no habría nadie hasta mañana.

–¿Siempre hablas tanto cuando estás nerviosa?

–Normalmente, no.

Solía quedarse callada. Había aprendido tiempo atrás que hablar demasiado podía hacer que se te escaparan secretos, y que era un hábito difícil de erradicar.

–No está tan mal la rodilla. No hace falta que sigas poniéndome hielo. Estoy bien.

Pero él presionó aún más.

–Toma. Sujeta.

Mortificada al comprobar que lo último que él quería era estar sosteniendo el hielo en su rodilla, rápidamente bajó el brazo y, sin querer, le golpeó la mano.

–Perdona –murmuró, asediada de nuevo por la vergüenza. Si fuera un gato, ya habría apurado la última de sus siete vidas.

Se apartó un mechón de pelo empapado e intentó no pensar en que Rafael Vitale se estaba quitando la camisa mojada. Diez segundos después, ya no la llevaba puesta. La boca se le quedó seca. Tenía el pecho de bronce y, tal y como sospechaba, unos músculos ultra definidos y un caminito de vello que se perdía más allá de la cinturilla de sus perfectos pantalones negros de traje. Era, oficialmente, un ángel viviente. Cuando le vio volverse, se llevó el paquete de hielo a las mejillas, que le ardían, y buscó frenéticamente en la memoria lo que Francesca le había contado sobre él.

Rafael Vitale había ganado millones con una clase de transacciones financieras que ella no tenía el más mínimo deseo de comprender, y ahora estaba amasando un imperio inmobiliario. Otra cosa que nunca comprendería. Ella solo deseaba poseer un lugar al que pudiese llamar hogar, y con eso sería la más feliz del mundo.

Y si las páginas web que leía Francesca eran de fiar, salía con modelos y aristócratas, o con las aristócratas que eran modelos. En cualquier caso, un suministro interminable de mujeres con las mejores conexiones para que le calentasen la cama y viéndolo en carne y hueso, más en carne que en hueso, podía comprenderlo perfectamente.

–¿Por qué sacaste una foto?

Sorprendida, lo miró. Había sacado la foto antes de empezar a regar las rosas. ¿Cuánto tiempo llevaría observándola?

–Quería demostrar que estaban bien.

–¿El qué y a quién?

–A Alex. Las rosas.

–¿Quién es Alex?

–¿No lo conoces?

–Imagino que es el cuidador, ¿no? Es la primera vez que vengo a la villa –explicó, sin dejar de mirarla a la cara.

–¿No has estado nunca aquí? ¿La compraste sin verla, y encargaste los trabajos de restauración sin saber nada de la casa?

Su falta de respuesta lo confirmó.

–Vaya…

–¿De verdad todo esto es por las rosas?

–¡Pues claro! ¿Por qué otra razón iba a estar aquí?

No contestó, y eso despertó sus sospechas.

–¿Has pensado que estaba aquí para… para poder conocerte?

¡Aquel tío era un arrogante!

–No serías la primera mujer que se cuela en una de mis propiedades.

–Yo no me he colado.

–Cuestión de semántica –replicó, apoyándose en un banco. Parecía divertido–. La mayoría intenta entrar en mi dormitorio.

–Yo no soy una acosadora.

–Me alegro de saberlo –replicó, ladeando la cabeza.

Una extraña sensación le recorrió la espina dorsal. No estaba segura de confiar en aquella mirada, lo mismo que tampoco confiaba en el ritmo frenético que se había apoderado de su pulso.

–Será mejor que te cambies de ropa –le sugirió, con la esperanza de que se cubriera rápidamente–. Es obvio que tenías que irte a alguna parte, y yo tengo que volver al pueblo.

Y, apoyándose en las manos, se fue escurriendo hasta el borde de la mesa.

–¿Cómo te llamas?

La pregunta era normal, totalmente inocua y, sin embargo, el corazón se le disparó. Había dado tantas respuestas distintas a esa pregunta en su infancia… durante más de una década, no había podido darle a nadie su nombre verdadero. Mentiras, mentiras y más mentiras.

«Es por tu seguridad, cariño. Para que podamos estar juntas».

Esconderse había supuesto estar en movimiento constante. Respiró hondo y se deshizo de la melancolía del pasado. Ahora había elegido un nuevo nombre y un apellido, pero por una razón que no lograba identificar, no quería decírselo.

Por primera vez, le vio sonreír de verdad, un gesto que le hizo dejar de ser un ángel caído a un héroe de la gran pantalla. No iba a poder contestarle porque no podía hablar.

–¿Qué más da? –se respondió él–. No vas a volver a verme.

–Cierto. Es verdad, aunque la cuestión es que… –se mordió un labio–, que vas a tener que verme. Voy a hacer el trabajo de Alex durante unos cuantos días.

La sonrisa se desvaneció.

–¿Regando las rosas?

–Sí.

–Utiliza un sistema automático –espetó.

–Es que son como sus bebés –replicó, molesta–. ¿Utilizarías un sistema automático de alimentación para tus bebés?

–Es algo que no tengo pensado plantearme –se incorporó con los brazos en jarras, lo que volvió a llamar la atención de Gracie a su físico escultórico–. ¿Por qué le haces el trabajo?

–Porque no se encuentra bien. Tiene gripe.

–Estamos en pleno verano…

–Es que es mayor.

–¿Puede trabajar?

–Por supuesto que puede –espetó, mirándolo desafiante. No se hacía una idea de la suerte que tenía con que Alex trabajase en la villa.

–Tiene la cabeza un poco perdida –replicó él con suma frialdad–. No debería haberte dado el código de seguridad para abrir la verja.

–No quería que tus preciosas flores se frieran con este calor. Ha hecho lo que le ha parecido que era lo mejor.

–Todos los empleados de esta casa tienen instrucciones estrictas de mantener la seguridad de la casa por encima de todo, y eso incluye no darle el código de acceso a cualquiera.

Gracie ignoró lo mal que le sentó que se refiriese a ella como cualquiera.

–Adora sus rosas. Lleva toda la vida cuidándolas.

–A mí me importan un comino las rosas…

–Eso es evidente.

–Lo que me importa es mi intimidad. Y mi seguridad.

–Así que no quieres que la gente normal pueda poner un pie en tu espacio, o que alguna fanática se pueda colar en tu cama, ¿eh?

Ojalá no hubiera hecho ese comentario. La imagen que había suscitado no era fácil de ignorar.

–Exacto –sonrió–. No quiero que me molesten.

–Bien, pues si dejas que me vaya, no te molestaré más. Vendré a ocuparme de las rosas cuando sepa con seguridad que no hay nadie.

–Demasiado tarde –dijo, plantándose delante de ella–. Ya me has molestado.

Su tono la puso en tensión.

–¿De dónde eres? ¿Por qué estás aquí?

–Ya te lo he dicho.

–Has hablado un montón, pero apenas has dicho nada.

Ignorando su cercanía, se bajó de la mesa de la cocina y probó la rodilla. No estaba muy mal, afortunadamente.

–Mira, estoy bien. Me marcho.

–No.

No se había acercado más, pero parecía estar bloqueando el camino de salida.

–¿Por qué no?

Para evitar seguir con la mirada clavada en su pecho desnudo, no le quedó más remedio que mirarlo a la cara. Condenado… qué guapo era.

–Llego tarde a una fiesta, y voy a necesitar una buena razón para haberme retrasado tanto.

–Diles la verdad –se encogió de hombros–. Es lo más fácil.

–¿Me aconsejas sinceridad?

–Claro. Siempre.

–¿Siempre eres sincera?

Era imposible que su tono fuera más burlón.

–Por supuesto –replicó, cruzándose de brazos.

–¡Nadie es sincero del todo! –se rio.

–Pues yo lo soy.

Había jurado no volver a mentir nunca. Ya había tenido que hacerlo demasiado en el pasado.

–La gente miente constantemente, por buenas y por malas razones –sonrió–, pero dado que a ti se te da tan bien la sinceridad, puedes venir conmigo y contarles la verdad.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

GRACIE parpadeó varias veces.

–No voy a ir contigo.

–Es en el Palazzo Chiara –añadió–. ¿Lo has visto? Hace que esta casa parezca minúscula.

Había visto el Palazzo Chiara desde un barco turístico que recorría el lago cuando llegó a la zona. Aquella finca gigantesca había sido transformada en un hotel de lujo, por el que héroes de la gran pantalla, acaudalados jeques y oligarcas pagaban literalmente miles de dólares por pasar tan solo una noche.

–Creo que tiene una vista maravillosa de los fuegos artificiales y los farolillos.

Lo miró entornando los ojos. Había estado escuchando su conversación con Alex.

–Puedo ver los fuegos desde el pueblo.

Podía ser el hombre más guapo que había visto en la vida, pero tenía el defecto que, inevitablemente, acompañaba al dinero y la belleza: estaba acostumbrado a que todo se hiciera como él dijese. Pero en aquella ocasión, había dado en hueso.

–Eres una turista. ¿No quieres ver cómo es una fiesta de la élite en un lugar así?

–¿Llena de gente de la élite tan arrogante como tú? –espetó–. No me apetece lo más mínimo.

–Ninguno es tan arrogante como yo –replicó él, sonriendo–. Considéralo otra experiencia de tu viaje.

–¿Debería sentirme agradecida por la oportunidad?

–La mayoría lo estaría.

–Pues para tu desgracia, yo no soy como la mayoría, y no quiero tener otra experiencia contigo. Mi madre me dijo que no debía montarme en el coche con desconocidos.

Y era literal. Día tras día, su madre le había hecho aquella advertencia siendo niña. Tenía tanto miedo de que los pillaran, de que la secuestraran y la apartasen de su lado…

–Pero ya no soy un desconocido. Ahora sabes quién soy. Y te he curado la rodilla.

–Razón de más para decir que no.

Él enarcó las cejas.

–¿Mi reputación me precede? ¿Qué es lo peor que podría hacer? –su sonrisa era maliciosa–. No creo que fuera tan horrible.

–¿Se puede saber por qué quieres que vaya contigo?

–Porque va a ser muy aburrido, y tenerte a ti allí puede que lo haga más entretenido.

–¿Quieres que sea tu bufón, o tu chihuahua? –elevó al cielo la mirada–. Ni lo sueñes.

–¿Acabas de referirte a ti misma como a una perra?

Abrió la boca para contestar, pero la cerró.

–Tengo un trabajo que terminar aquí.