Sueño con Ángeles - Ana Luz García Calzada - E-Book

Sueño con Ángeles E-Book

Ana Luz García Calzada

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Beschreibung

Ángeles, una adolescente que tenía la extraña costumbre de dormir de pie, se ve inmersa, luego de la breve visita de un circo a su pueblo, en una singular aventura por un mundo… ¿fantástico? Pese a las extrañas apariencias, costumbres y aptitudes de los personajes que encuentra en su recorrido, todo parece muy real, a veces peligroso. Pero Ángeles no teme, ahí está su Yo, presto siempre a guiarla, mientras nace entre ambos, un sentimiento que la muchacha no había conocido.

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Seitenzahl: 130

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición: José Raúl Fraguela Martínez

Diseño: Víctor Enrique Sánchez Silveira

IIustraciones: Alain R. Cuba

Composición: Marisol Ojeda Cumbá

Impresión y encuadernación: Marcial López Romero

Realización: Mabel Sonia Quintana Castelví

Conversión a ebook: Madeline Martí del Sol

© Ana Luz García Calzada, 2022

© Sobre la presente edición:

Editorial El Mar y la Montaña, 2022

ISBN: 9789592752856

Editorial El Mar y la Montaña

Calixto García # 902 e/ Emilio Giró y Crombet

Teléfono: 21 32 8417

[email protected]

 

  

A mi abuela Ángela

A mi tía Ángela

Mientras alguien duerme, otro vive por él

 

Jorge Luis Borges

Índice de contenido
Portada
Página legal
Dedicatoria
Sueño con Ángeles
Sobre la autora

Desde niña Ángeles tenía la costumbre de dormir de pie. Era una predisposición cíclica, pues sucedía cuando algún duende o ángel caprichoso se instalaba en su cuerpo para mantenerlo erguido y en equilibrio, como levitando. De nada sirvieron las reprimendas familiares, amenazas y regaños, que solo acrecentaron el ciclo caprichoso y su madre, mujer inteligente, decidió dejarla por imposible.

—Te vas a convertir en un árbol, le decía su abuela en tono de chanza. Cualquier día despiertas y descubres que tus brazos han echado ramas y tus piernas raíces.

Pero nada, Ángeles sonreía y se chupaba el pulgar como si ese solo acto fuera lo más importante del mundo.

Cuando llegó a la adolescencia, Ángeles parecía aún una niña, de pequeña estatura y ojos grandes y vivaces como los de su abuela, daba la impresión de que se había detenido en el tiempo. Pero en verdad ya casi era una mujer. De la infancia solo conservaba dos cosas: chuparse el pulgar y dormir de pie en un rincón de su cuarto, entre la cómoda diminuta y el gran armario de cedro. Estaba por cumplir los quince años y esa cercanía recrudeció la antigua costumbre, que ella justificaba por ese asombro nuevo que le rodaba cuerpo abajo.

Ángeles soñaba ya con el amor. Hermoso y terrible; eran las dos palabras que le había escuchado al vuelo a unas amigas de su madre y que ahora acudían a su mente para inquietarla. Ella quería otra cosa, anhelaba con todo su corazón encontrarse con esa especie rara que todos denominaban con sorna, príncipe azul. No entendía el porqué de ese tono despreciativo, ¿acaso el cielo no era de ese color? Estaba convencida de que no existía en el mundo nada más bonito que el cielo. Entonces se asomaba a la ventana de su cuarto y dejaba que su mirada se perdiera en el azul interminable. Sentía una emoción profunda en ese acto simple, interrumpido en ocasiones por nubes nómadas que pasaban en secuencia, diferentes en tamaños y formas o amenazando a veces con sus colores rojos o grises intensos, precursores de lluvia. Entonces corría hasta el patio y dejaba que la lluvia lavara su cuerpo de inmundicias. Era una sensación terrestre, como la del árbol en sinfonía con la naturaleza, ¿acaso su abuela había acertado cuando le vaticinó aquello de las ramas y las raíces? Ángeles se echaba a reír, con una risa subterránea que sentía florecer en sus dedos, manos y pies en un impulso aéreo que casi la mareaba. Su madre, al verla en ese estado, salía de la cocina desaforadamente, la sacaba de debajo de la canal, donde el chorro de agua era más fuerte, y le tiraba una toalla por los hombros y la arrastraba hasta el anafre encendido, y allí le frotaba los cabellos y el cuerpo hasta dejarla hecha un montoncito sobre el catre. Pero no la regañaba, se limitaba a abrazarla con fuerza como si Ángeles en algún momento pudiera echarse a volar.

—¡Mira cómo tiemblas! —le decía. ¿Y ese olor? ¿Qué perfume tan raro!

 

Ángeles sabía perfectamente de qué olor hablaba su madre, pero ni ella misma conocía el origen de aquel aroma que la incitaba cada vez más a volar, así que estaba obligada a encogerse de hombros y a chuparse el pulgar.

—Ángeles, ya estás al cumplir los quince y todavía tienes esa costumbre infantil, ¿cuándo vas a madurar, hija?

Pero ella, desentendida, se acurrucaba con más fuerza sobre el pecho materno y chupaba con fruición la falange exterior de su dedo pulgar derecho, como si con ese gesto pudiera llegar al cielo y compartir con las nubes la delicia de flotar y caer, de flotar y trasladarse libremente. Por eso cuando tenía la necesidad imperiosa de dormir de pie, se llevaba el pulgar a la boca y…

De manera que estaba más que convencida de una cosa, dormir en esa posición al parecer absurda, le permitía la dicha y el miedo de atrapar un gran sueño, ¿cómo? Pues qué iba ella a saber, era solo una intuición, una especie de señal escondida que sentía palpitar en lo más profundo de su ser. Así, que cada vez que su madre le daba la oportunidad de estar sola, entraba en su cuarto y allí, en el rincón más oscuro, apoyaba su cuerpo levemente en la pared, descalza, con los cabellos sueltos y el pulgar a media falange dentro de la boca, en un gesto que parecía buscar el infinito. Cuando despertaba, interrumpida por el ruido de las cacerolas que su madre fregaba en la cocina, o por el bullicioso clavetear del padre en el taller del fondo, tenía la sensación de haber realizado un largo viaje, las plantas de sus pies estaban manchadas de un lodo azul oscuro que la llenaba de felicidad, y su piel rezumaba un extraño olor a monte. No sólo su madre había sido presa de ese olor, también su padre, extrañado, lo había comparado con el heliotropo, aroma solar de cuyas flores guardaba un recuerdo imperecedero.

—Delicadeza suma es ese olor, le dijo el padre admirado, pero... de dónde lo sacaste?

—Padre, yo...

A Ángeles se le enredaba el pulgar en la boca tratando de dar una respuesta convincente. pero la madre, imperiosa, llegaba en su ayuda arguyendo razones que para otro tipo de jovencita serían más que convincentes, entonces el padre callaba como acatando lo que su sensibilidad le negaba, de sobra conocía a su hija y estaba seguro de que aquel olor poseía la fuerza de un misterio; y, prudente, le pedía a su esposa que hiciera un buen chorote espeso, de esos que solo ella sabía preparar en varias leguas a la redonda. De manera que, cuando la mujer regresaba con las tazas humeantes, enrumbaba sus pasos hasta el saloncito del fondo, no sin antes cargar a su niña como a una bebé, y ya acomodados sobre el columpio, le iba dando el chocolate cucharada a cucharada para que ella degustara con deleite la exquisita dulzura del néctar y para que el cuerpo entrara poco a poco en calor. Era una costumbre heredada de los abuelos para los días de lluvia, en especial cuando los ciclones azotaban la zona y anegaban los campos y ríos. El dulce aroma del cacao llenaba la estancia de espirales cálidas, transformándola en un sitio encantador. El olor del heliotropo solo quedó en el pensamiento de Ángeles que, astuta, bajó los ojos y saboreó en silencio la infusión caliente.

La noche, con todas sus sombras y luces, caía sobre el saloncito de baldosas rojas en cuyo centro se enseñoreaba, a mansalva del tiempo, el viejo columpio de madera. Y hasta allá iba a sentarse también la madre, para completar una perfecta escena familiar. Solo Ángeles se daba cuenta de la magia de aquel instante, mezcla de luz y sombra, de alegría y pena, de hermosura e inquietud. Era sólo una visión rápida que se le perdía en lo alto del alféizar, rumbo al cielo infinito de una noche que ya asomaba los perfiles de una luna singular.

Ángeles nunca fue salidora, desde muy chica se replegaba en un rincón para jugar sola y allí se inventaba historias interminables como la de los mil y un gatos noctámbulos, suerte de guardianes invencibles del tejado, al que maullaban en sinfonía magistral mientras ella repetía el trabalenguas de “yo tengo un gato con ojos de trapo y cuerpo al revés, ¿quieres que te lo cuente otra vez?”, debajo de la luna nona a la que los enviaba en un pequeño artefacto, réplica gatuna del famoso zeppelín. Porque Ángeles amaba a los gatos con toda la fuerza de su caprichoso pulgar. Le encantaban sus maneras elegantes y la independencia de estar siempre solos, suficientes, desentendidos y ajenos, pero en guardia. Ángeles se sentía en parentesco con ellos, así que dejaba crecer desmesuradamente sus uñas para estar en posibilidad de copiar actitudes y gestos, como si un antiguo ancestro felino la estuviera guiando desde la inmensidad del tiempo.

Otros de sus animales preferidos eran los pájaros, contraste insalvable pues ya sabemos la codicia que despiertan en los gatos. Pero así es la vida, y la de Ángeles estaba organizada de esa manera. Por el día el soliloquio con los pájaros, de noche el diálogo con los gatos, dos mitades que desunía al caer la tarde, hora preferida por nuestra amiga para ensayar sus levitaciones: el pelo suelto y en cascada sobre los hombros, los pies descalzos y el dedo pulgar a toda falange dentro de la boca. 

La visita del Circo Azul sí que fue para Ángeles algo sensacional. Estuvo merodeando toda la mañana alrededor del ómnibus pintarrajeado y bullicioso de donde los cirqueros bajaron infinidad de implementos y cajones, y observó desde lejos la jaula del león y la cuadrilla de corceles que pastaban tranquilamente sobre la hierba del descampado. Solo la voz del padre la sacó de aquella sugestiva visión y le pidió, con los ojos implorantes, que la dejara un poco más pues quería ver cómo alzaban la carpa, una tela azul que se elevó hasta el cielo. En ese instante quiso más que nunca levitar como un zeppelín para poder tocar el pimpollo de gracia de aquella elevación. El padre, molesto, tuvo que tirar con fuerza de su mano para arrancarla de allí, no sin antes prometerle que la llevaría bien temprano por la tarde a la primera función. Y así fue, cómo le iba a negar a su pajarita un deseo como ese, pues de sobra sabía el amor de su hija por los animales, las carpas y los circos. Si hasta pensaba que en cualquier momento tendría que aprobarle la entrada en la Escuela Nacional de Arte Circense.

Tuvieron que hacer una larga cola para sacar las entradas, pero valió la pena. Desde el comienzo se percataron de que no era un circo cualquiera, de esos que pasan sin dejar rastro, porque desde el maestro de ceremonias hasta los payasos poseían un sello personal, algo distintivo que los diferenciaba de cualesquiera otros.

El espectáculo le pareció a Ángeles extraordinario, lleno de luces y colorido, de música y aplausos que colmaron las expectativas de su corazón. Muy emocionantes fueron el salto mortal de los trapecistas, que puso a prueba el control de sus emociones; la ejecución casi perfecta del equilibrista, y la rutina de los acróbatas que saltaron con gracia y precisión sobre el largo trampolín. Momento importante fue la entrada al ruedo del Gran Mago, un viejecito de largas barbas, vestido de frac y con una flor azul en el bolsillo. ¡Qué extraño, musitó, esa flor es del mismito azul de las plantas de mis pies!

Fue hermoso ver los actos de magia con barajas y la adivinación telepática, pero lo que la hizo aplaudir hasta el delirio fue el número donde el Gran Mago se sacó de la chistera una docena de pájaros azules, y como si eso fuera poco, una docena de gatos maulladores. Acto que la convenció de que el aceite y el vinagre podían mezclarse con solo un tic de magia, así que aplaudió y gritó hasta cansarse. Pero también le gustó muchísimo el número de los corceles, cabalgados por unos jinetes acróbatas que ejecutaron excelentes evoluciones con aros y pelotas.

Pero como todo termina, lo triste resultó el final, cuando el maestro de ceremonias ordenó el desfile de cierre, y la música y sus ejecutantes desaparecieron detrás del inmenso telón de terciopelo.

A rastras tuvo el padre que sacarla de allí cuando ya los tramoyistas desmontaban los andariveles y el portero les daba la señal de se acabó con el ceño hosco y fruncido como una serpiente cascabel. Por suerte en ese instante apareció el Mago que, al notarla tan compungida, realizó para ella un número especial, sacándole de entre el pelo una pucha de flores azules con olor a heliotropo, y eso sí que fue emocionante para ella, tanto que cuando fue a darle las gracias al simpático personaje este había desaparecido detrás de la carpa. El portero, furioso, los empujó suave pero enérgicamente, haciendo que el padre la tomara con fuerza de una mano para arrastrarla fuera. Pero Ángeles tozuda, insistió:

—Déjeme un poco más, pidió con los ojos llorosos.

—Vamos, niña, que todos tenemos derecho a descansar, ¿acaso tu padre no te lo ha enseñado?, –dijo con acritud el hombrecillo.

—No se preocupe, ya nos vamos, aseguró el padre conciliatorio.

Esa noche Ángeles apenas pudo dormir, las imágenes circenses obraron en ella con tanta fuerza que no podía cerrar los ojos, repetía y repetía, todos y cada uno de los movimientos de acróbatas y trapecistas y en especial aquellos en que los jinetes saltaban encima de los lomos de los corceles haciendo volar pelotas y aros que intercambiaban con maestría. Cayó en una suerte de duermevela donde se veía cabalgando uno de aquellos hermosos corceles, y de qué manera trotaba su corazón, desbocado y alegre, tanto o más que los gorriones de su patio o los gatos cantores del tejado.

Solo una imagen de las muchas que transitaron por sus ojos, la contrarió, y de qué manera, la cara del portero adusto y taimado, con unos ojos que despedían llamaradas. El susto fue tal que se incorporó sobresaltada y tuvo que ir al baño a lavarse, estaba empapada de un sudor espeso que le corría por entre los cabellos y se le empozaba en los huecos de las clavículas. Nerviosa bajó hasta la cocina a tomar un poco de agua. Estaba tan asustada que se le cayó el pomo y despertó a sus padres.

—Mira que eres torpe —le espetó la madre.

—Déjala, debe haber tenido alguna pesadilla —dijo el padre y la abrazó.

Subió pesarosa y molesta a su cuarto y más que nunca sintió el deseo de volar, de convertirse en un verdadero zeppelín que la llevara lejos, a un sitio en donde solo reinara la alegría.