Sueños de verano - Susan Wiggs - E-Book
SONDERANGEBOT

Sueños de verano E-Book

Susan Wiggs

0,0
4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La vida de Sonnet Romano era casi perfecta. Tenía una magnífica carrera profesional y un novio perfecto, y acababan de ofrecerle una beca muy prestigiosa. No había nada más que pudiera desear, salvo tal vez… ¿un hermanito? Cuando Sonnet se enteró de que su madre estaba embarazada, y de que su embarazo era de riesgo, lo dejó todo en suspenso: el trabajo, la beca, la relación con su novio… y se marchó a Avalon, su pueblo natal. Cuando su madre estuviera fuera de peligro, recuperaría su vida en el punto donde la había dejado. Sin embargo, su madre recibió un diagnóstico adverso, y Sonnet debió decidir lo que verdaderamente tenía importancia. Se quedó en Avalon y aceptó un puesto de trabajo junto al hombre con el que había cometido su error más grande, y tal vez también el más dulce: Zach Alger, un director de cine. A Sonnet la esperaba un verano lleno de alegría y de lágrimas, de nostalgia y de posibilidades nuevas, durante el cual iba a encontrar el verdadero lugar de su corazón. "Los intensos y cautivadores relatos de Wiggs introducen a los lectores en las vidas y la mentes de sus personajes de un modo tal que los hace reales, auténticos e inolvidables." Booklist "Es una muy buena novela, donde hay tanto y tanto sobre lo que rascar y aprender, que cuando acabas de leerla sigues pensando en ella. Una preciosa historia de amor aderezada con grandes secundarios y muchísimas cosas que pensar." Lectura Adictiva

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Susan Wiggs. Todos los derechos reservados.

SUEÑOS DE VERANO, N.º 154 - mayo 2013

Título original: Return to Willow Lake

Publicada originalmente por Mira Books, ontario, Canadá.

Traducido por María Perea Peña

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3086-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

LISTA DE OBJETIVOS PARA ANTES DE LOS TREINTA AÑOS DE SONNET ROMANO:

√  Licenciatura

√  Beca en el extranjero

√  Recuperar relación con mi padre

√  Encontrar un apartamento mejor

x  Enamorarme

Un Scout nunca se lleva una sorpresa; sabe exactamente lo que tiene que hacer cuando ocurre algo inesperado.

ROBERT BADEN-POWELL, Escultismo para muchachos, 1908.

C    A    P    Í    T    U    L    O        1

Un momento antes de que empezara la boda, Sonnet Romano se estremeció de nerviosismo.

—Mamá —dijo mientras se acercaba a la ventana, que enmarcaba la vista del lago Willow—, ¿y si lo fastidio todo?

Su madre se volvió desde la ventana. La luz del atardecer envolvía la silueta esbelta de Nina Bellamy, y por un momento, pareció tan etérea y tan joven como Sonnet. Nina estaba maravillosa con su traje de seda dorada y con el pelo recogido en un moño bajo. Solo alguien que la conociera tan bien como Sonnet notaría las finas arrugas de fatiga que tenía alrededor de los ojos y de la boca, la vaga hinchazón de su piel. Justo antes de la boda había ido a Albany, al funeral de su tía favorita, que había muerto de cáncer hacía una semana. Aquel breve adiós todavía se le reflejaba en la cara.

—No vas a fastidiar nada —le dijo a Sonnet—. Vas a hacerlo muy bien. Estás muy guapa con ese vestido, te has aprendido de memoria lo que vas a hacer y lo que vas a decir, y va a resultar una noche fantástica.

—Sí, pero...

—Acuérdate de lo que te decía cuando eras pequeña: «Tu sonrisa es el sol para mí».

—Me acuerdo —dijo Sonnet. El recuerdo hizo su efecto, y le puso una sonrisa en los labios. Su madre había criado sola a Sonnet, pero esta solo se había dado cuenta de lo duro que había sido para Nina cuando se había hecho adulta—. Me has regalado un montón de recuerdos, mamá.

—Ven aquí, nena —le dijo Nina, y Sonnet se dejó abrazar por su madre.

—Esto es muy agradable. Ojalá pudiera venir por aquí más a menudo.

Sonnet volvió la cara hacia la brisa cálida que entraba por la ventana. La pura belleza del lago, que estaba situado entre las suaves colinas de Catskills, la conmovió. Aunque se había criado allí, en Avalon, el pueblo le resultaba ajeno en aquel momento. Era el mundo en el que había habitado una vez, pero estaba impaciente por marcharse.

Pese a que tenía muchos recuerdos de su infancia, jugando en el bosque con sus amigos, o tirándose en trineo por las laderas nevadas en invierno, nunca había admirado de verdad el paisaje hasta que se había ido a buscar una vida lejos de allí. Y ahora que vivía en Manhattan, en un diminuto apartamento en una calle ruidosa del East Side, comprendía por fin el atractivo de su ciudad natal.

—Sí, a mí también me gustaría mucho —dijo Nina—. Salvar el mundo es una tarea que lleva mucho tiempo, ¿verdad?

Sonnet se echó a reír.

—¿Es eso lo que estoy haciendo? ¿Salvar el mundo?

—Pues sí. Cariño, yo me siento muy orgullosa cuando le digo a la gente que trabajas en la Unesco y que tu departamento salva la vida de muchos niños por todo el mundo.

—Gracias, mamá. Vas a conseguir que piense que hago algo más que escribir correos electrónicos y rellenar formularios —dijo Sonnet. A menudo, deseaba poder trabajar de verdad con niños en lugar de realizar tareas administrativas.

Abajo, en la pradera de césped, los invitados estaban empezando a ocupar sus sitios para la ceremonia. Muchos de los amigos del novio llevaban uniforme militar, y eso añadía una nota solemne al ambiente.

—Vaya —dijo Sonnet—. Va a suceder de verdad, mamá. Por fin.

—Sí —dijo Nina—. Por fin.

Se oyeron unos grititos en la sala contigua, donde se estaba preparando el resto del cortejo de la novia.

—Daisy va a ser la novia más guapa que haya habido nunca —dijo Sonnet con emoción.

La novia era la mejor amiga de Sonnet, además de su hermanastra, y estaba a punto de casarse con el amor de su vida. A Sonnet le parecía que aquello era un sueño hecho realidad... pero también, en parte, le provocaba una sensación de pérdida. A partir de aquel momento, sería otra persona la que conociera los secretos más íntimos de Daisy, la que le sirviera de apoyo en los momentos más difíciles, la que estuviera al otro lado de la línea de teléfono en mitad de la noche.

—Hasta que te toque a ti —dijo Nina—. Entonces, tú serás la novia más guapa que haya habido nunca.

Sonnet le apretó la mano a su madre.

—No te hagas demasiadas ilusiones. Yo estoy muy ocupada salvando el mundo, ¿no te acuerdas?

—Bueno, lo mejor será que no estés siempre tan ocupada como para que se te olvide enamorarte —le dijo Nina.

Sonnet volvió a reírse.

—Creo que vas a tener que bordarme eso en la almohada. ¿Qué te parece si...? Vaya...

De repente, se le quedó la mente en blanco. Había visto al amigo más alto del novio, que iba acompañando a la abuela de la novia hasta su asiento de la primera fila.

Llevaba un esmoquin de color gris oscuro, y se movía con elegancia, aunque lo más llamativo de todo era su pelo, largo y rubio, tan rubio y pálido que parecía una bandera de rendición, y que le confería el aspecto de una criatura mitológica. Sonnet no podía apartar los ojos de él.

—Caramba —dijo—. ¿Ese es...?

—Sí —respondió su madre—. Zach Alger.

—Vaya, vaya.

—Se ha convertido en un adulto muy atractivo, ¿verdad? —comentó Nina—. Se me había olvidado que llevabas mucho tiempo sin verlo. Antes estabais siempre juntos.

Zach Alger. No, no era posible, pensó Sonnet, que se asomó por la ventana para mirarlo. Aquel no podía ser el Zach Alger con el que ella había crecido, el niño pálido que vivía en su misma calle, que tenía las orejas muy grandes y llevaba aparato de ortodoncia. Su mejor amigo del instituto, y el chico delgaducho que trabajaba en la Pastelería Sky River. No podía ser el mismo estudiante obsesionado con la tecnología y las cámaras, y todo lo relacionado con las grabaciones de vídeo.

Zach Alger. Bueno, bueno. Desde el instituto, Zach y ella habían seguido caminos diferentes, y hacía mucho tiempo que no se veían, pero ahora no podía dejar de mirarlo.

Después de ayudar a la abuela de Daisy a que se sentara, él se sacó una petaca del bolsillo del esmoquin y le dio un trago. Exacto, pensó Sonnet. Aquel era el Zach a quien ella conocía, un tipo con más talento que ambición, un chico con un pasado lleno de dificultades del que parecía que no podía escapar, una persona que formaba parte de su pasado, pero que no tenía sitio en su futuro.

Oyó movimientos en la habitación contigua, y recordó que tenía un trabajo muy importante que hacer aquel día. Miró a Daisy a través del hueco de la puerta; su hermanastra estaba rodeada por la peluquera, la maquilladora, la planificadora de la boda, por su madre, Sophie, por el fotógrafo y por varias personas más a quienes ella no conocía.

—¿Qué te parece si vamos a ayudar a Daisy a casarse? —le preguntó a su madre.

Nina sonrió.

—Ella no se atrevería a dar ni un paso sin ti.

—Ni sin ti. De verdad, cuando te casaste con su padre, a Daisy le tocó el premio gordo en cuanto a madrastras se refiere.

La sonrisa de Nina se volvió más suave, y sus ojos oscuros adoptaron una expresión que hizo que Sonnet volviera muchos años atrás, cuando estaban las dos solas y tenían que abrirse camino en el mundo. Nina había afrontado con valentía su embarazo adolescente y había forjado una vida maravillosa para Sonnet y para ella misma. Después, se había casado, sí, inesperadamente, pero los días en que habían estado solas contra el mundo les pertenecían solo a ellas dos.

—No irás a ponerte sentimental, ¿no? —le preguntó Sonnet.

—Sí, nena, sí. Y espera a que tú seas la novia. Voy a necesitar un masaje cardíaco.

—No, mamá. Claro que no. Tú estarás a la altura, como siempre.

Nina la tomó nuevamente de la mano, y juntas, atravesaron la puerta.

C    A    P    Í    T    U    L    O        2

La boda transcurrió como un desfile ruidoso que se fue apagando poco a poco en la distancia. Al final, se convirtió en algo como el silencio tras el paso de una tormenta. Sonnet se quedó en la pradera de césped que había junto al pabellón de Camp Kioga, observando con satisfacción los pétalos de rosa del suelo.

Había sido la dama de honor de su hermana, y se había ocupado de todos los detalles de la boda, desde la fiesta de despedida de soltera hasta la elección del color de las mantelerías. Sin embargo, en aquel día lo importante no había sido la decoración de las mesas ni nada por el estilo, sino la familia y los amigos. La celebración había sido tan alegre que ella todavía sentía el eco de aquella alegría por dentro.

Sin embargo, en vez de haberse quedado exhausta después de un día tan emotivo y tan largo, estaba inquieta. Era raro volver al pueblo que una vez había sido su hogar, y ver a gente que la miraba y le decía: «Me acuerdo de cuando eras así de alta», o «¿Por qué no te ha atrapado ya algún chico?», como si tener veintiocho años y seguir soltera fuera un tabú en un pueblo como aquel.

Sonrió un poco, diciéndose que no sentía ni la más mínima impaciencia en cuanto a su vida personal. No, no estaba impaciente. Era difícil, en medio de la celebración de aquella boda, ignorar el hecho de que todo el mundo estaba emparejado.

Respiró profundamente y volvió a saborear el éxito del día. Los novios acababan de marcharse. Sus deberes como madrina de la novia habían terminado. Bajo las luces de colores, la banda de música estaba desmontando su escenario, y los encargados del catering habían empezado a limpiar y a recoger las mesas. Los últimos invitados desaparecían entre las sombras de aquella noche perfecta de otoño, perfumada con olor a hojas secas y a manzanas maduras. Habían hecho una gran hoguera a la orilla del lago, pero el fuego ya se había apagado, y solo quedaban las brasas. Algunos de los invitados iban hacia el aparcamiento, mientras que otros, los que eran de fuera del pueblo, se dirigían hacia los preciosos bungalows de Camp Kioga, donde iban a alojarse. Con el paso de los años, Camp Kioga había dejado de ser un campamento familiar y se había convertido en un campamento de niños y luego en un lugar para celebrar eventos. Casi todos los invitados estaban, como Sonnet, un poco achispados.

La luna brillante se asomó por encima de las colinas oscuras que rodeaban el lago, y sus rayos iluminaron las aguas tranquilas y el césped de la pradera. Se oyeron unas risitas infantiles, y de repente, aparecieron tres niños que estaban persiguiéndose entre las mesas. Con tan poca luz, Sonnet no distinguía de quién eran aquellos niños, pero su alegría le animó el corazón. A ella siempre le habían encantado los niños. Sintió una punzada de anhelo en lo más profundo de su ser, pero sabía que era un anhelo que no iba a poder cumplir en mucho tiempo. Tal vez, nunca. Tenía muchos planes para el futuro, pero por el momento, aquellos planes no incluían el hecho de formar una familia con hijos.

En primer lugar, no tenía a nadie con quien formar aquella familia. Al contrario que Daisy, que había encontrado al amor de su vida, Sonnet no tenía ninguna pista de quién podría ser esa persona para ella, ese hombre que se convertiría en su mundo. No estaba muy segura de que existiera alguien así. En su existencia, no faltaba nada en absoluto; no necesitaba a nadie para completar el rompecabezas.

Greg Bellamy, el padrastro de Sonnet, se acercó por la pradera hacia los miembros de la banda de música y les dio una propina extra, sonriendo. Sonnet se acercó a él y extendió la mano con la palma hacia arriba.

—Eh, ¿y dónde está la propina para la madrina de honor?

Greg se echó a reír. Estaba muy guapo, pero tenía cara de cansado. Se había desabotonado el cuello de la camisa y se había aflojado la pajarita.

—No te voy a dar una propina, sino un consejo: Tómate un par de aspirinas antes de acostarte. Contrarrestarán el efecto de los chupitos que te has tomado en la cena.

—¿Lo has visto? —preguntó ella con una sonrisa—. Ejem...

—No pasa nada. Te lo has ganado, hija. Has hecho un buen trabajo. Estabas guapísima, y el brindis que hiciste... fue hilarante. A todo el mundo le encantó. Eres una oradora nata.

—¿De veras? Vaya, gracias. Tú tampoco estás mal, para ser un malvado padrastro —dijo ella.

Sonnet adoraba al marido de su madre. Había sido su amigo y su mentor durante aquellos años. Sin embargo, no era su padre. El padre de Sonnet era el general Laurence Jeffries, aunque no había formado parte de su infancia. Se había labrado una carrera profesional en el Ejército, muy alejado de la belleza bucólica de Avalon. Sin embargo, cuando Sonnet se marchó a estudiar en la American University y después se graduó en Georgetown, Laurence y ella habían recuperado el contacto. Ella se había adentrado en el mundo de su padre, dedicado a la estrategia, la diplomacia y el servicio público, y se había empapado ávidamente de todos sus conocimientos y su maestría.

Era la primera en admitir que aquella adoración al héroe complicaba mucho la relación con su padre. Con Greg, todo era mucho menos difícil.

Nina se acercó a ellos con los zapatos de tacón colgando de una mano.

—¿Qué es eso de los chupitos que he oído? ¿Has bebido alcohol sin mí?

—Hazme caso —le dijo Greg—, los cócteles de champán han sido mucho mejores.

—Me fío de ti. Y has cumplido a la perfección con tu papel de padre de la novia. Has estado magnífico —respondió Nina con una sonrisa.

—He llorado de la emoción —dijo Greg, con cierta timidez.

—Todos hemos llorado de la emoción —le aseguró Sonnet—. Las bodas tienen ese efecto. Y la de Daisy, más, por todos los problemas que ha tenido.

—Hablando de problemas, tengo que asegurarme de que he saldado cuentas con todo el mundo —dijo Greg.

—Te acompaño —dijo Nina—. Puede que necesites apoyo al ver la cuenta definitiva.

Greg rodeó a su mujer con un brazo.

—En ese caso, ¿qué te parece si nos tomamos una última copa de champán juntos? Para hacer acopio de fuerzas.

—Buena idea —respondió Nina, y tomó un par de copas de una de las mesas—. ¿Vienes con nosotros a la orilla del lago? —le preguntó a Sonnet.

Sonnet encontró una botella medio vacía y se sirvió una copa.

—Creo que me voy a quedar por aquí... —murmuró, e hizo una pausa. Después de que todo hubiera terminado, la madrina de honor ya no tenía más deberes—. A beber sola.

—Ah, nena —dijo su madre, con una sonrisa—. Llegará tu momento, tal y como te he dicho antes de la boda. Nadie sabe cuándo, ni dónde, pero llegará.

—Bah, mamá —respondió Sonnet con una mueca—. No estoy quejándome de mi vida sentimental. Es lo último que me preocupa.

—Si tú lo dices... —dijo Nina, y le hizo un brindis con una de las copas.

—Sí, yo lo digo. Vamos, vete —le ordenó Sonnet, haciendo un gesto con la mano para que se alejaran—. Ve a tomar champán con tu marido. Nos vemos mañana por la mañana, ¿de acuerdo? Tengo pensado tomar el tren de mediodía para volver a la ciudad —explicó.

Después, vio a su madre y a su padrastro descender por la suave pendiente de la pradera hasta la orilla del agua. Sus siluetas oscuras se recortaron contra la luz de la luna.

Se detuvieron ante el lago y se abrazaron para observar su belleza. Sonnet suspiró de satisfacción por su madre. Sin embargo, al mismo tiempo, el verlos de aquel modo le encogió el corazón. Intentó imaginarse en el papel de novia. ¿La acompañaría su padre hasta el altar, llorando de la emoción? No era probable. El general Laurence Jeffries, que actualmente era candidato al Senado de los Estados Unidos, era más una figura decorativa que un padre verdadero.

Y, cuando se vio a sí misma caminando por el pasillo central de la iglesia, no pudo formar una imagen mental del hombre que estaba esperándola al final. No tenía intención de hacerse ilusiones esperándolo.

—Odio las bodas —dijo Zach, que se acercó a ella y dejó sobre la mesa una botella de cerveza Utica Club—. Y en especial, las bodas en las que tengo que comportarme bien.

Sonnet se había pasado casi todo el día mirando de reojo a Zach, intentando acostumbrarse a aquella nueva versión de su viejo amigo. No habían tenido ocasión de hablar durante la fiesta, pero en aquel momento, relajada después de bailar y de beber, Sonnet lo miró con los ojos entornados. No conseguía hacerse a la idea de que él había formado parte de su vida desde preescolar. Tal vez aquel fuera el único motivo por el que ella no se había quedado embobada al verlo pasar, como la mayoría de las mujeres. Sin embargo, también era difícil habituarse a su aspecto único y llamativo. Tenía el pelo tan rubio que podía pasar por albino, y había adquirido el físico de un atleta griego, pero no se daba cuenta de cómo afectaba al sexo opuesto.

Sonnet alzó la barbilla con superioridad.

—¿Te refieres a que hay algún tipo de boda en el que no es necesario que te comportes como es debido? —le preguntó, y tomó una copa de champán de la mesa más cercana.

—Soy cámara de bodas. He visto más bodas que partidos de béisbol. Llevo cinco años sin tener una noche de sábado libre. ¿Y qué hago cuando, por fin, puedo librar? Ir a una boda.

—Es la boda de Daisy.

—Cualquier boda. Las odio todas.

Ella lo miró con cara de pocos amigos.

—¿Cómo puedes odiar la boda de Daisy Bellamy?

Tan solo con oír aquellas palabras de su propia boca, se quedó asombrada. Era un milagro que Daisy se hubiera casado. El divorcio de sus padres había sido muy duro para ella, y cuando su padre, Greg, y la madre de Sonnet, Nina, empezaron su relación, las dos chicas habían decidido que el matrimonio era una institución peligrosa y restrictiva, y habían hecho un pacto para evitarlo a toda costa.

Daisy había comenzado una vida conyugal llena de felicidad, pero Sonnet pensaba mantener su parte del trato. Debido a su trabajo de directora de un departamento de la Unesco, estaba tan ocupada que no podía tener citas, y mucho menos enamorarse. Sin embargo, soñaba con ello. ¿Quién no? ¿Quién no quería sentir la clase de amor que había encontrado Daisy, o su propia madre con Greg Bellamy? O el amor que se profesaban los padres de Greg, Jane y Charles, que llevaban casados más de cincuenta años.

Claro que Sonnet quería todo aquello, el amor, la seguridad, el proyecto vital de formar una familia con su media naranja. Le parecía algo mágico. E inalcanzable. Nunca había sabido cómo desenvolverse en una relación seria.

Últimamente, sin embargo, había un rayo de esperanza en el horizonte. Su padre, el general Jeffries, le había presentado a un joven llamado Orlando Rivera. Como su padre, Orlando había estudiado en West Point. Tenía treinta años, era guapísimo y provenía de una adinerada familia cubana. Era bilingüe en inglés y español, y pertenecía al estrecho círculo que giraba alrededor de su padre.

—Tengo derecho a odiar lo que yo quiera —dijo Zach. Le quitó la copa de champán de la mano y la apuró de un trago.

Entonces, de manera desafiante, ella tomó una botella medio vacía que había en un cubo de hielo, y le arrebató la copa.

—Ha sido el gran día de Daisy, y si fueras un caballero, te sentirías feliz por ella. Y por mí —refunfuñó—. He estado en el altar, junto a mi mejor amiga...

—¡Eh! —refunfuñó él también—. Creía que tu mejor amigo era yo.

—Nunca vienes a verme —respondió ella, con un suspiro exagerado—. No me llamas, no me envías mensajes... Además, puedo tener más de uno.

—«Mejor» es un término superlativo. Solo puede haber uno.

Ella se sirvió champán y se lo tomó de una vez. Disfrutó al sentir que se le subía a la cabeza.

—Tú y tus normas. Tanto Daisy como tú sois mis mejores amigos, y no puedes hacer nada por remediarlo, así que te aguantas.

—Ah, ¿sí? Ya se me ocurrirá algo —replicó él.

La tomó de la mano y se la llevó hacia la orilla del agua.

—¿Pero qué haces? —preguntó Sonnet, intentando zafarse.

—La fiesta se terminó, pero yo no me siento cansado. ¿Y tú?

—No, pero...

—Entonces, vamos a comprobarlo —respondió Zach, mientras la hacía descender por la suave pradera hasta el lago.

—¿A comprobar el qué? Se me van a estropear los zapatos.

Él se detuvo y se giró.

—Entonces quítatelos.

—Pero... yo...

—Apóyate en mí —le dijo él, y se puso de rodillas frente a ella. Le quitó una sandalia, y luego la otra. Sonnet notó un cosquilleo inesperado cuando él la tocó—. De todos modos, así es mejor.

Ella no respondió. No quiso admitir que era delicioso sentir la arena áspera de la orilla del lago en la planta de los pies.

—Muy bien, pero, ¿qué es lo que vamos a comprobar?

—He visto una cosa que... —dijo Zach. Entonces, hizo un gesto hacia la orilla.

Ella también lo vio. Era algo que brillaba a la luz de la luna.

—Una botella de champán —dijo—. Alguien la ha tirado al agua —la tomó y la elevó hacia la luz para ver lo que había en el interior—. Mira, Zach. Dentro hay un mensaje.

—¿Sí? Vamos a abrirla para saber qué dice.

—Ni hablar. Tal vez sea un asunto privado de alguien.

—Pero, ¿cómo vas a encontrarte una botella con un mensaje y no mirar lo que dice?

—Creo que cotillear así da malas vibraciones. No quiero entrometerme en las emociones de otra persona —dijo ella, y lanzó la botella lo más lejos que pudo. Aterrizó en un lugar que no alcanzaban a ver.

—Y de todos modos, ¿qué bobo deja un mensaje en una botella en un lago? No va a ir a ninguna parte.

—Deberías haberlo mirado —replicó Zach malhumoradamente—. Tal vez fuera importante. Tal vez fuera una petición de ayuda, y tú acabas de ignorarla.

—Tal vez fuera la poesía de un adolescente angustiado, y le he hecho un favor al tirarla.

—Sí, claro —dijo Zach.

Entonces, la tomó de la mano y tiró de ella hacia el muelle del lago.

—Espera un minuto. ¿Qué haces ahora?

—Le he dicho a Wendela que iba a llevar la barca al cobertizo.

Wendela era la organizadora de bodas, y Zach trabajaba principalmente para ella. Sonnet supuso que, en un pueblo pequeño como aquel, era un buen modo de ganarse la vida. Zach tenía talento; durante la fiesta, Wendela le había contado que él había ganado varios premios prestigiosos por algunas de sus obras. Sin embargo, como todos los artistas, pasaba apuros. Los premios no se traducían en ingresos permanentes.

—Eres uno de los invitados de la boda —protestó ella—. Wendela no puede haberte pedido que trabajes esta noche.

—¿Qué pasa, que llevar un bote se ha convertido de repente en un trabajo? ¿Desde cuándo?

—Sí, bueno... ¿Qué es lo que os pasa a los hombres con los barcos?

—Hay algunas cosas a las que nadie puede resistirse.

Él se quitó la pajarita y se abrió el cuello de la camisa, y suspiró de alivio.

Dios Santo, ¿acaso había estado levantando pesas? Sonnet no se lo preguntó, porque todo el mundo sabía que aquello era lo mismo que decir «Me parece que estás buenísimo».

Y ella no pensaba tal cosa. ¿Cómo iba a pensarlo? Él era Zach, su amigo de toda la vida, una persona completamente familiar para ella, y sin embargo, de repente... alguien exótico.

—No debería haberme tomado esos chupitos —murmuró Sonnet.

Se quedó plantificada en el muelle, observando el reflejo de la luna en el agua. El lago siempre le traía muchos recuerdos. Había estado muchas veces allí.

Durante sus años de colegio e instituto, cuando Camp Kioga estaba cerrado, Zach y ella se colaban en el recinto con sus amigos los días más calurosos del verano e iban a nadar al lago, reviviendo los días más gloriosos de aquel centro turístico, que se había abierto en mil novecientos veinte. Y, algunas veces, ellos dos se colaban en el cobertizo de los botes y jugaban a ser contrabandistas, o piratas, o acróbatas de circo. Se metían tanto en el juego que perdían la noción del tiempo. Sonnet recordó que hablaban durante horas, sobre nada en concreto, aunque se las arreglaran para tratar de todo lo que era importante. Cuando estaba con Zach, no le parecía extraño no tener padre, ni ser mulata, ni que su madre tuviera que trabajar a todas horas para llegar a fin de mes. Cuando estaba con Zach, se sentía como... se sentía ella misma. Tal vez su amistad fuera tan sólida por ese motivo, aunque no se vieran muy a menudo.

De repente, el canto de un búho sacó a Sonnet de su ensimismamiento.

—Se está haciendo muy tarde —dijo con suavidad—. Me voy.

Él la agarró con delicadeza por la muñeca.

—Ven conmigo.

Ella sintió un escalofrío, y no se resistió cuando él la atrajo hacia sí y le pasó el brazo por la cintura para llevarla hacia el bote, que estaba amarrado al final del embarcadero. Era una lancha de madera Chris-Craft, tan pulida que brillaba a la luz de la luna. Los novios se habían fotografiado en aquella vieja lancha, y después de la boda, habían viajado en ella hasta el hidroavión que iba a llevarlos de luna de miel a Mohonk Mountain House.

—Agárrate a mí —le susurró Zach—. No quiero que te caigas al agua.

—No te preocupes, no me voy a ca... ¡Ay!

Sonnet tuvo que agarrarse a Zach al sentir que el bote oscilaba bajo su peso. La cabina abierta olía al lago y a las flores que se habían usado para adornarla, y aquel perfume fresco acentuó su mareo. Estaba sintiendo la segunda oleada del champán.

—Toma mi chaqueta —le dijo él, y se la colocó sobre los hombros—. Hace frío.

Ella se sentó en la cabina, mientras sentía la intimidad peculiar del calor del cuerpo de Zach en el forro de la chaqueta, que olía ligeramente a colonia masculina y a sudor. «Oh, Dios mío», pensó.

Había una botella de champán abierta a sus pies, así que la tomó y le dio un trago. ¿Por qué no? Sus deberes oficiales con respecto a la boda habían terminado, y era momento de relajarse.

Zach soltó las amarras y emprendió el camino hacia el cobertizo. Manejaba la lancha con destreza. Siempre había sido bueno con las manos, ya fuera manejando una lancha antigua o una cámara de vídeo complicada. Mientras atravesaban el lago, Sonnet tuvo que admitir que, aunque le encantaba vivir en Nueva York, había cosas que echaba de menos de aquel pueblo remoto de Catskills donde se había criado. El reflejo de la luna en el lago, el viento frío en la cara, la quietud y la oscuridad del bosque, la familiaridad con un amigo que la conocía tan bien que no necesitaban hablarse el uno al otro.

Tomó otro sorbo de champán y le ofreció la botella a Zach.

—No, gracias —dijo él—. Hasta que no amarre la lancha prefiero no beber.

Ella se apoyó en el respaldo del asiento y disfrutó de aquel corto paseo. Al cabo de unos minutos, Zach le habló por encima del ruido del motor, señalándole el cielo.

—¿Vas aquel grupo de estrellas? Se llama la Cabellera de Berenice. Berenice era una reina egipcia que se cortó la melena a cambio de que una diosa protegiera a su marido en la batalla. A la diosa le gustaba tanto su pelo, que se lo llevó al cielo y lo convirtió en un montón de estrellas.

—Eso sí que es tener un buen pelo —dijo Sonnet, que a aquellas alturas estaba bastante achispada—. Yo nunca me cortaría la melena. Me ha costado años tenerla tan larga.

—¿Ni siquiera para conseguir que tu marido estuviera a salvo en una batalla?

—No tengo marido, así que prefiero conservar mi fabuloso aspecto, gracias. La Cabellera de Berenice. ¿Dónde has aprendido eso?

—En Internet. Sí, me gusta buscar información intrascendente en Internet, ¿y qué?

—No tengo objeción. Puedes hacer lo que te parezca...

—En Internet se puede encontrar cualquier cosa. ¿No has visto ese vídeo de las luces de Naga?

—No he tenido el placer.

—Has estado demasiado ocupada superándote a ti misma.

—¿Y desde cuándo es eso un crimen?

—Yo no he dicho que lo fuera —respondió Zach mientras guiaba el bote hacia el interior del cobertizo. Apagó el motor y dejó que la lancha se deslizara hacia el amarre, hasta que chocó suavemente contra las protecciones de goma—. Ya está —dijo entonces, y le quitó a Sonnet la botella de champán—. Ya he realizado mi buena acción del día. Y ahora, un brindis: por poder mirarte.

—Está demasiado oscuro como para ver nada —replicó ella—. Ah, claro. Eso es una frase de película. Se me olvidaba que eres una enciclopedia de cine andante.

—Y tú eres una analfabeta cinematográfica.

—No es de extrañar que nos peleemos todo el rato. No tenemos nada en común.

Él le devolvió la botella y rebuscó algo en la consola de la cabina. Entonces, se vio el resplandor de una cerilla, y Zach encendió dos velas que se habían dejado allí después de la sesión fotográfica de los novios. Tomó de nuevo la botella y dijo:

—Ahora sí: por poder mirarte.

Ella lo miró también, con algo de inquietud. Estaba sintiendo cosas que no entendía y que no tenían nada que ver con el champán que había bebido. Igual que el lago, e igual que su pueblo, Avalon, Zach le estaba resultando muy familiar y muy extraño, todo a la vez. Aunque hubieran sido siempre tan amigos, después del instituto sus vidas se habían separado. Últimamente se veían muy poco, y cuando se veían, sus visitas eran cortas y apresuradas, o ambos estaban ocupados, o uno de ellos tenía que tomar el tren, o tenía que irse a trabajar...

Sin embargo, aquella noche no. Aquella noche, ninguno de los dos tenía que estar en ningún otro lugar, salvo allí mismo, en aquel mismo momento.

Ella se puso a juguetear con el dial de la radio del salpicadero de la lancha.

—¿Funciona? —preguntó.

—Es un estéreo —respondió él. Se inclinó hacia delante y lo encendió. Sonnet reconoció un clásico de tiempos de sus abuelos, What a Wonderful World.

—¿Qué es esto? —preguntó Sonnet, refiriéndose a una pequeña pantalla.

—Una sonda de pesca. ¿Quieres que la encienda para ver dónde están los pececitos?

—No, déjalo. ¿Y esto? —preguntó de nuevo, señalando un objeto pequeño en forma de cubo que estaba insertado en el centro.

—Una GoPro. Una videocámara. Se usa sobre todo para los deportes —respondió él. Entonces, subió el volumen de la música y dijo—. No has bailado conmigo durante la fiesta.

—No me lo has pedido —replicó ella, y puso cara de ofendida.

—Baila ahora conmigo.

—Eso no es pedirlo.

Él suspiró exageradamente y le tendió la mano con la palma hacia arriba.

—Está bien. ¿Quieres bailar conmigo, por favor?

—Ya era hora —dijo ella. Cuando se levantó, la lancha se meció un poco.

—Ten cuidado. Y baja el ritmo con el champán.

Él la ayudó a que subiera a la cubierta y se situara a su lado. Era unos veinte centímetros más alto que ella, pero las cosas no siempre habían sido así. Sonnet recordaba el año en que Zach había pegado el estirón; habían pasado de mirarse al mismo nivel a que ella tuviera que alzar la cabeza para poder verlo. Estaba más delgado que una pértiga, y ella había empezado a llamarlo «Tallo de Judía».

Pero ya no era un tallo. Tal y como había comentado la madre de Sonnet, se había convertido en un hombre muy atractivo. A la luz de las velas, a Sonnet le parecía alguien mágico, un príncipe azul con una sonrisa encantadora. Sin embargo, intentó quitárselo de la cabeza. Por instinto sabía que no quería pensar eso.

Él la sujetó con suavidad por la cintura, y los dos se mecieron al ritmo de la música. Durante la boda, ella había bailado con unos cuantos chicos, pero no se había sentido así con ninguno.

—Querías hacer esto desde tus días de gloria en el séptimo curso —le dijo él en voz baja.

—Oh, por favor. Eras bajito y odioso, y yo tenía la boca llena de metal.

—Ya lo sé. Pero me acuerdo de que, varias veces, yo quise meter la lengua ahí.

Ella lo empujó.

—Me alegro de que no me lo dijeras nunca. Habría sido el final de una bonita amistad. Sigues siendo odioso. Y de todos modos, yo no te lo hubiera permitido. Seguro que besabas fatal.

—Pues no sabes lo que te perdiste, boca de metal. Besaba muy bien. Beso muy bien. Esperemos que tú hayas pulido tus habilidades.

—¡Yo tengo unas habilidades fantásticas! —le aseguró ella, y entonces se dio cuenta de que estaba flirteando, y de con quién estaba flirteando. Se liberó de sus brazos y dijo—: Quiero volver al pabellón. No he probado la tarta nupcial.

—Pues estás de suerte —respondió él. Se agachó y metió la mano bajo el tablero de mandos, y sacó una bandeja.

—Zachary Lee Alger. No lo habrás hecho...

—Eh, iban a tirarla a la basura. ¡Una tarta de la Pastelería Sky River, la mejor pastelería del mundo! Eso habría sido un pecado —dijo. Tomó un pedazo con los dedos y se lo metió a la boca—. Oh, Dios mío. Creo que he muerto un poco.

Entonces, le ofreció un trozo a Sonnet, y ella no pudo resistirse. El chocolate se le deslizó como la seda por la lengua. Cerró los ojos y lo saboreó.

—Oh, Dios mío, ¿estás seguro de que esto es legal?

—¿Y te importaría si no lo fuera?

—No —respondió Sonnet, y tomó un poco más—. Es fantástico que la tarta la hicieran en la pastelería Sky River.

Aquella pastelería familiar era toda una institución en el pueblo. También era el sitio donde había trabajado Zach durante todo el instituto, levantándose antes del amanecer para mezclar las masas y manejar las máquinas y los hornos.

—Tú me llevabas bollos por las mañanas —recordó ella.

—Te mimé demasiado.

Sonnet tomó un trago de champán junto al chocolate.

—Es raro que no me pusiera como una vaca.

—A mí no me sorprende. No podías estar sentada más de diez segundos. ¿Sigues siendo tan inquieta?

Sonnet lo pensó durante un momento.

—Supongo que estaba muy impaciente por hacer algo.

—Siempre esforzándote por encima del límite. Siempre luchando.

—Lo dices como si fuera algo malo.

—Sí lo es, cuando te aparta de lo que es importante.

Ella frunció el ceño.

—¿Como por ejemplo?

—Bueno, veamos... Como esto —dijo él.

Tiró suavemente de ella, la estrechó contra sí, y le dio un beso largo y fuerte en los labios. Sonnet se quedó asombrada. No sabía si le impresionaba más el beso en sí mismo, o el hecho de que fuera Zach Alger quien la estuviera besando. Y también le impresionó mucho que él no hubiera fanfarroneado en absoluto en cuanto a sus habilidades. La abrazó con una sutil insistencia, suavizó la presión del beso y le acarició con la lengua un lugar sensible y secreto de un modo que le cortó la respiración. Sonnet pensó que era el mejor beso que le habían dado desde hacía siglos. Tal vez, en toda su vida.

La mayor sorpresa de todas fue que estuviera besándose con Zach Alger, el mismo Zach Alger al que le había robado una manzana de la bolsa de la comida en la escuela primaria. El niño que la había empujado al agua desde el embarcadero de Willow Lake en innumerables ocasiones, con quien había hecho los deberes y había merendado después del colegio, con quien había visto mil veces Toy Story y Padre de familia, y sobre cuyo hombro había llorado cuando le rompían el corazón. También era la primera persona a la que llamaba para darle las buenas noticias, cuando sucedían: «He conseguido plaza en la universidad. Mi madre se va a casar. Me han concedido la beca para Alemania. Por fin, mi padre biológico quiere tener relación conmigo. Me van a nombrar directiva en la Unesco...».

Habían compartido grandes momentos, alegrías y tristezas, cosas tontas y cosas serias. Zach había estado presente en todos los momentos de su vida, pero aquel momento, el presente, era algo completamente distinto, como si lo conociera por primera vez. Estaba con él de un modo que le parecía totalmente nuevo, y todo dio un giro desconocido.

Durante todos aquellos años, había llegado a conocerlo de todas las formas en que era posible conocer a una persona, y sin embargo... sin embargo... se encontraba con aquello. Era una emoción muy intensa, algo que había provocado el champán y otra cosa más... una necesidad, un anhelo al que no podía resistirse.

Intentó liberarse de aquella intensidad y se echó hacia atrás, aunque siguió agarrando con los puños la tela de la pechera de la camisa de Zach.

—No sabía que pudieras dar besos como este... —le susurró con la voz temblorosa.

—Puedo hacer más cosas —respondió él, y se inclinó para besarla de nuevo. Mientras sus labios buscaban y saboreaban, él la abrazaba como si fuera algo precioso.

Sonnet se perdió en aquellas sensaciones, y tuvo que rendirse. Se estaba derritiendo, y todo era muy confuso, porque aquel era Zach, y sin embargo, tenía que recordarse continuamente que era Zach, el chico de la casa de al lado, tan familiar para ella como su canción favorita. De repente, lo veía de una manera insólita, sobre todo cuando empezó a hacer lo que estaba haciendo en aquel momento: sujetarle los brazos por encima de la cabeza y susurrar:

—Tienes un sabor delicioso. Besarte es como comer tarta de melocotón recién hecha.

Lo cual la hizo reír, y entonces empezaron a besarse nuevamente. En algún lugar de su mente, Sonnet tenía la certeza de que aquello era muy mala idea, y de que terminaría muy mal para ella. Sin embargo, todas aquellas objeciones permanecieron al fondo de su cabeza, sin llegar a la superficie de la conciencia.

—Estamos cometiendo un error muy grande —dijo—, pero estoy demasiado... No sé cómo pararlo.

—Entonces, deja de intentarlo —respondió él sencillamente.

—Zach, no creo que...

—Exactamente. No creas nada. No pienses.

Él hizo que fuera fácil olvidar cualquier pensamiento. Aquella noche perfecta, y el mullido banco de cuero de la lancha, y él, y el hecho de estar juntos después de tanto tiempo. Sus besos sabían a champán y a tarta de chocolate, y a recuerdos tan antiguos que Sonnet no sabía si eran recuerdos, o sueños.

Él se retiró y le abrió la chaqueta que le había puesto sobre los hombros, y dejó que se deslizara hacia el banco. Pasó las manos por su vestido de fiesta y susurró:

—Quiero quitarte esto.

Y, sin esperar a que ella respondiera, comenzó a bajarle la cremallera del traje de seda.

En algún lugar, flotando entre aquellos besos embriagadores, el champán y los cócteles, se formó un pequeño «no» en su cabeza y comenzó a mover los brazos como alguien que se estuviera ahogando. Después, aquel «no» se alejó y desapareció, y lo que quedó fue algo que ella nunca le hubiera dicho a Zach en aquella situación, aunque lo conociera de toda la vida.

—Sí.

LISTA DE DEBERES (REVISADA)

√  Licenciatura

√  Conseguir una beca

√  Encontrar una excusa para librarme de la reunión de los diez años del instituto

x  Enamorarme de verdad

El logro conlleva su propia decepción.

MAYA ANGELOU (MARGUERITE ANN JOHNSON, NACIDA EL 4 DE ABRIL DE 1928).

C    A    P    Í    T    U    L    O        3

Si existía un día mejor que aquel, Sonnet Romano no podía concebir cómo sería. ¿Un sol más radiante? ¿Un aire más puro? ¿Música sonando mientras cruzaba Central Park hacia la estación de metro de la Calle 77? ¿Artistas callejeros lanzando pétalos de rosa a su paso?

Aquel día no necesitaba nada de eso. Sus noticias eran lo suficientemente buenas como para no necesitarlo. Aquel maravilloso tiempo primaveral no era más que la guinda del pastel. Nueva York estaba en su mejor momento, fresco, claro y precioso como un cuento de hadas. Y ella tenía grandes cosas en la cabeza.

Sacó su teléfono móvil, porque lo único que le faltaba en aquel momento era alguien con quien compartir sus buenas noticias.

La primera era que su padre iba a llevarlos a Orlando y a ella a cenar a Le Cirque. El poco tiempo que podía pasar con su padre, cuya campaña para el Senado estaba en pleno apogeo, era precioso, y ella estaba deseando verlo y compartir su noticia.

La segunda era Orlando. El novio ideal, un tipo que parecía demasiado bueno como para ser real. Todo el mundo le decía que Orlando y ella formaban una pareja estupenda, y además, las cosas iban a mejor. Aquella mañana, él le había dado la llave de su magnífico apartamento, que estaba en un edificio antiguo del East Side y que tenía armarios más grandes que todo el estudio en el que vivía ella. Orlando no era el tipo de hombre que le daba las llaves a cualquiera. Le había dicho que ella era la primera, y eso tenía que significar algo. Además, Orlando era la prueba de que ella había superado el asunto con Zach, aquella mala decisión que había tomado el día de la boda de Daisy, en el otoño anterior.

Entonces, ¿por qué tenía el dedo sobre su nombre en la pantalla del teléfono? ¿Por qué pensaba primero en él, incluso en aquel momento, cuando tenía buenísimas noticias que dar?

La tercera de aquellas noticias: la beca. De entre mil candidatos, ella, Sonnet Romano, había sido seleccionada para la concesión de una beca Hartstone. Estaba deseando contárselo a alguien. Pasó rápidamente por encima del nombre de Zach, preguntándose por qué no lo había borrado todavía de su agenda, y eligió el nombre de su madre, Nina Bellamy. Como de costumbre, su madre estaba demasiado ocupada en el hotel como para contestar una llamada. Sonnet ni siquiera se molestó en dejar un mensaje porque, normalmente, su madre se olvidaba de comprobar el buzón de voz. Volvería a intentarlo más tarde.

Después llamó a Daisy, y su hermanastra respondió a la primera.

—Hola —dijo—. ¿Cómo está mi malvada hermanastra?

—Bien. Muy bien. De hecho, te llamaba para que impidas que haga el ridículo en mitad de Central Park. Tengo ganas de ponerme a cantar sobre lo maravilloso que es el día de hoy. Detenme, porque soy mucho más sofisticada que eso.

—Eres una neoyorquina. Claro que eres mucho más sofisticada. Sin embargo, parece que tienes un buen día.

—Pues sí. El mejor de los días.

—Me alegro, ¿y qué es lo que ha pasado?

—Pues... de todo. He conseguido la beca, Daze. La conseguí. De todas las personas a quienes podían haber elegido, me han elegido a mí.

—Eso es estupendo. ¿Y qué significa, aparte de más coronas de laurel? Te das cuenta de que estás dejando en mal lugar al resto de la familia, ¿no?

—Pues claro que no —respondió Sonnet.

Daisy tenía que estar de broma. Era una fotógrafa llena de talento, y su obra ya se había expuesto en el Museo de Arte Moderno. Había puesto el listón muy alto. Sonnet se alegraba mucho de que trabajaran en campos distintos.

—Lo que significa esa beca es que me van a poner a cargo de un programa para darles a los niños indigentes una oportunidad en la vida. Me resulta increíble pensar que por fin voy a poder cambiar las cosas. Todavía no sé si me van a asignar un programa en el territorio nacional o en el extranjero, aunque no me importa. Eso es necesario en todas partes.

—Vaya, eso es maravilloso, Sonnet —dijo Daisy—. De todos modos, me lo esperaba, porque eres increíble. Entonces... eh... ¿vas a irte muy lejos?

Pese al entusiasmo de sus palabras, Sonnet detectó algo en el tono de voz de Daisy.

—Estás un poco rara —le dijo—. ¿Qué te pasa? ¿Va mejor Charlie en el colegio?

Daisy tenía un niño adorable, pero el niño estaba teniendo dificultades en la escuela aquel año.

—Es un proceso —dijo Daisy—. Es muy duro ver lo mucho que tiene que esforzarse, pero estamos trabajando en ello. Es solo que... Eh, ¿has hablado hoy con tu madre?

—La he llamado, pero no ha respondido. Nunca puede hacerlo. ¿Por qué me lo preguntas?

—Ah. Bueno, deberías llamarla. Es que...

—¿Max se ha vuelto a meter en líos?

El hermano pequeño de Daisy, que ahora estaba en la universidad, siempre había sido un chico difícil.

—No, es que... Llámala, ¿de acuerdo?

—No seas tan misteriosa conmigo. Yo...

—Eh... Te oigo fatal...

—¡Mentirosa!

—Lo siento, no oigo nada. Y tengo que ir a ver a Charlie...

La línea se cortó. Al instante, Sonnet llamó de nuevo a su madre, pero le dijeron que había salido. Miró con frustración el teléfono. Al principio de su lista de contactos estaba el nombre de Zach Alger. Antes de la noche de la boda de Daisy, él habría sido una de las primeras personas a las que habría llamado, fueran buenas o malas noticias. Sin embargo, eso había cambiado. No iba a volver a llamarlo después de aquel error glorioso, dulce, increíble, que habían cometido en el cobertizo de los botes hacía seis meses.

«Basta ya», pensó. Rumiar sobre los asuntos lamentables del pasado era una costumbre poco saludable. Era mucho mejor aceptar lo que había ocurrido, olvidarlo y seguir adelante. Pensar en ello solo servía para mantener fresco aquel incidente en la cabeza, y revivir el dolor, la ira, la humillación y el arrepentimiento incluso después de que hubiera pasado el tiempo.

Sonnet sabía todo aquello. Había leído libros de autoayuda. Había asistido a cursos de Psicología en la universidad. Sabía lo que tenía que hacer para proteger su corazón. Por lo tanto, le resultaba desconcertante no haber podido dejar atrás el incidente Zach.

Tener relaciones sexuales con él había sido un momento de locura. El sexo había sido increíble, sí, pero no debía recordar eso, ni tampoco que, entre sus brazos, se había sentido protegida, adorada, especial... No, no debía pensar en eso, porque pese a que hubieran encontrado una conexión tan asombrosa entre ellos aquella noche, no cabía la posibilidad de que mantuvieran una relación sentimental, y los dos lo sabían. Para ella, la beca y su carrera profesional eran lo más importante, y no podía poner en peligro todo lo que se había ganado con tanto trabajo solo por el hecho de que el delgaducho de Zach Alger se hubiera transformado en un dios del sexo.