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Lucy es una chica normal, excepto por una alergia mortal al sol que la ha obligado a pasar toda su vida en las tinieblas. Todo cambia para ella cuando sus padres la envían a la misteriosa Torre Madison, un lugar sin ventanas donde conviven las personas que tienen su misma alergia. Pronto Lucy descubrirá una red de secretos, misterios y engaños dentro de la Torre Madison, de la extraña sociedad que la gestiona y de su propia naturaleza.
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Seitenzahl: 491
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Sergio Plaza
Saga
Sueños en la oscuridad
Copyright © 2020, 2021 Sergio Plaza and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726982565
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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A Laura,
porque sin ella no sería posible.
Lucy dejó de golpear la puerta con su cuerpo en cuanto se percató de que algo, peligroso e inesperado, se deslizaba al fondo de la habitación.
—¡No puede ser! —chilló esperando que no fuera cierto.
Jake escuchó los gritos de su compañera y dirigió la mirada hacia el lugar que tanto la aterraba. Allí, convirtiendo sus temores en realidad, estaba el enorme agujero de la pared que habían visto al entrar. A través de él se estaba colando un rayo de sol que, lentamente, se dirigía hacia ellos. La situación no solo se había transformado inesperadamente, sino que además lo había hecho con terribles consecuencias. La noche que habían compartido fue maravillosa, pero la llegada del amanecer se estaba encargando de destrozar sus sueños y materializar, en su lugar, la pesadilla más terrible que jamás hubieran podido imaginar. Fue entonces cuando Jake comprendió que estaban en grave peligro. La alergia que ambos padecían a los rayos ultravioleta era demasiado alta como para soportar un contacto directo con la luz del amanecer; tenían que salir de allí cuanto antes.
—¡Lucy, rápido! —pidió, antes de comenzar a aporrear la puerta como un poseso—. ¡Ayúdame!
Su situación no sería tan grave si no fuera porque pronto la luz alcanzaría suficiente altura como para colarse por el hueco de la pared sin terminar. Ahora entendía por qué todos tenían prohibido acceder a aquel piso: era el único sin terminar y, además, estaba lleno de agujeros que ponían en peligro la vida de los residentes.
—¡No puedo morir aquí! —sollozó Lucy, desesperada al entender que la puerta no se abriría; no había cedido ni medio centímetro.
El temor a la muerte la rodeó y entonces se llevó las manos a la cara, ocultando las lágrimas que empezaron a manar de sus ojos. Dentro de su cabeza se sucedieron un sinfín de imágenes con rostros quemados y desfigurados que parecieron querer avisarle del destino que la aguardaba.
La ansiedad fue acrecentándose: sus manos temblaban, el pecho dolía. El aire le resultaba tan asfixiante que sentía unas imaginarias manos aplastándole la garganta. Unos segundos más y Lucy hubiera caído redonda al suelo, pero el chico la salvó con un portentoso grito:
—¡No te pares, Lucy! —Y siguió pegando patadas a la puerta con la esperanza de que los goznes o el bombín terminaran cediendo—. El piso entero está a medio reformar. ¡No puede ser que esta puerta resista mucho más! —Dio un último golpe antes de rendirse también—. ¡¡¡Maldita hija de puta!!!
La manta de luz continuaba deslizándose imparable por el polvoriento mármol. Ni los gritos de Jake ni los lloros de Lucy harían que se detuviera. Pronto sufrirían una dolorosa muerte; o, en el mejor de los casos, horribles quemaduras de primer grado.
—Me mudé aquí para vivir una vida normal sin temer al Sol, sin preocuparme de las ventanas o de si en la habitación de al lado las persianas estaban bajadas... —se lamentó Lucy dejando de llorar y resignándose a lo inevitable—. ¿Y ahora voy a morir aquí? ¿En el que se suponía que era el lugar más seguro de todo el planeta? ¿Aquí iba a ser feliz?
Jake apretó los puños, impotente. Ella tenía razón, era absurdo. Todo era culpa suya. Él fue quién se empeñó en explorar el piso a sabiendas de que lo tenían prohibido. Si estaba restringido el acceso era por algo. ¿En qué demonios había estado pensando?
—Lo siento, Lucy. Es mi culpa que estemos en esta situación. S-Si… Si la puerta no se hubiera cerrado...
De repente, como si algo en ella hubiera hecho clic, se levantó y corrió directa a la luz.
—¡Lucy! ¡¡¿Qué haces?!! —abrió los ojos como platos y, dubitativo, alargó la mano.
Aunque quiso detenerla, temía tanto al Sol que apenas se movió. Pero para su sorpresa, ella se quitó la chaqueta azul que llevaba puesta y, de un salto, se tiró contra el hueco, tapándolo en cuestión de un suspiro. La habitación volvió a oscurecerse al instante. Jake respiró aliviado cuando fue consciente de lo ocurrido. Lucy, sin embargo, estaba helada de miedo. Temía que cualquier gesto, aunque fuera insignificante, permitiera que el rayo entrara de nuevo y le quemara la cara hasta desfigurarla. Durante un momento volvieron a surgir los rostros deformados dentro de sus atemorizados pensamientos.
—J-J-Jake. Ayuda —suplicó con voz temblorosa.
Su acompañante no tardó en socorrerla colocando sus manos sobre la chaqueta con firmeza.
—Ya puedes levantarte —sonrió.
Iba a hacerlo, pero, en cuanto se incorporó, un torrente de luz la cegó, haciendo que se agachara de nuevo apresuradamente.
—¡¿Qué ocurre?! —preguntó él sin soltar la chaqueta.
—¡La luz ha entrado! ¡La luz ha entrado! —aseguró tapándose la cara con ambas manos y apretando sus dedos contra la piel con fuerza mientras gritaba histérica.
Jake miró hacia atrás y comprobó, aterrado, que toda la habitación, incluida la puerta, estaba cubierta por la débil pero densa luz anaranjada del amanecer. Tan solo un resquicio del cuarto, precisamente ese en el que estaban ambos, seguía protegido por la oscuridad. Al parecer, el Sol había alcanzado suficiente altura y ahora entraba con total libertad por el espacioso hueco en donde se tenía planeado instalar la ventana.
Lucy se frotó los ojos y no dejó de repetir que se había quemado la cara, pero tan solo eran los nervios. Jake le pidió que se calmara y, tras examinarla, la tranquilizó:
—No pierdas la calma, ¿vale? Te necesito serena. Solo ha sido un instante. Estás un poco enrojecida, pero ya está. No ha sido suficiente tiempo, así que cálmate. ¿De acuerdo? —intentó sonar sosegado, pero aquellos ojos aterrados y desencajados no engañaban a nadie.
Tal vez por el momento estuvieran bien, pero no duraría mucho. En cuanto llegara el día, la piel empezaría a enrojecerse y después les comenzaría a picar como si les hubieran tirado una jarra de agua hirviendo. Las ampollas crecerían tanto que el dolor sería insoportable y, al final, acabarían con horribles quemaduras. Incluso algunas personas se habían pasado semanas semiinconscientes en el hospital a causa del intenso dolor, antes de morir por las incontrolables infecciones.
Los minutos pasaron y el espacio dentro de la sombra fue haciéndose cada vez más pequeño; la luz ganaba terreno por momentos. Lucy se había acurrucado junto a Jake. Agazapada en donde más oscuridad quedaba. Tenía la cabeza oculta entre las piernas y los brazos cruzados encima. Aquella imagen le dio a él una última, aunque terrible, idea:
—Toma, tápate con esto —le dijo mientras le devolvía la chaqueta y la abrazaba huyendo del amanecer.
—¡Pero la luz…! ¡Ahora entra también por el hueco!
—Lucy, escúchame —comenzó a decir mientras la ocultaba bajo el abrigo lo mejor que pudo—. Si te quedas muy quieta, la luz no conseguirá traspasar la tela y podrás aguantar hasta que venga alguien. Pronto nos quedaremos sin sombra en la que resguardarnos. No hay otra manera.
—P-P-Pero ¿y tú? ¡No tienes nada con lo que taparte!
Jake le acarició la cara en cuanto vio cómo se preocupaba por él; sin embargo, no dijo nada. Solo la abrazó más fuerte; no quería pararse ni un solo instante a pensar lo que estaba haciendo, sabía que si lo hacía tal vez se arrepentiría.
Durante el resto de los minutos ambos estuvieron callados. Tan solo algunos sollozos entrecortados de ella borraron, durante un segundo, el susurrante viento que soplaba y entraba por el mismo lugar por el que se aproximaba su anaranjada y luminosa muerte. Él miraba con temor la línea que delimitaba el espacio en el que podían estar. Cada vez era más pequeña y no solo estaba empezando a dejarles más arrinconados, sino que, además, él ya estaba empezando a sentir dolor. Era como si estuviera dentro de una sartén. El cuerpo se le estaba enrojeciendo y notaba cómo sus diminutos poros explotaban en insoportables escozores y picores. Al final, sin poder evitarlo, Jake pegó un respingo en cuanto sintió el calor directo de la luz del amanecer en su pierna. Ya estaba ahí. Para él fue como si un monstruo, del cual había estado huyendo durante toda su vida, lo hubiera alcanzado por fin y lo estuviera arrastrando de un pie para engullirlo.
Un movimiento involuntario hizo que se estremeciera y que Lucy se percatase de lo que estaba pasando. Si él tuviera que describirlo de nuevo, no sería capaz de contar lo que sucedió después. Sólo supo que ella se levantó de repente, que él quedó bajo la perfumada chaqueta y que Lucy, abrazándolo con fuerza, gritó que él era más importante para ella que su propia vida.
—¡Tú eres más sensible al Sol que yo! Aún tengo una oportunidad —escuchó sorprendido—. A-Además..., s-si te pasara algo, nunca me lo perdonaría. —Después ella besó su cabeza a través de la tela—. Te quiero —terminó por susurrarle.
Él iba a levantarse, de verdad que iba a hacerlo. Pero las palabras de Lucy, o tal vez el propio miedo a lo que pudiera pasarle, le impidieron moverse. Dejó que una lágrima escapara de sus ojos y luego acercó a Lucy con fuerza. Su cuerpo tembló y, tras abrir la boca varias veces para decir algo, desistió, dejando que ella cargara con las consecuencias, consciente de que él era un cobarde.
Bienvenida a casa
El recepcionista de la entrada a «la torre de cristal»casi había terminado su jornada. Ya saboreaba la cena y se frotaba las manos pensando en la ducha de agua caliente que le esperaban. Intentó, por todos los medios, acelerar el paso de los minutos observando el reloj de aguja que colgaba sobre la entrada principal. Este, impasible ante cualquier deseo, siguió contando el tiempo con profesionalidad a la vez que la tormenta desatada fuera luchaba por entrar.
Un suspiro del recepcionista cruzó la sala y se perdió entre el silencio. Los sofás de estilo zen de color carbón, las mesas de madera decolorada y envejecida y los cientos de revistas eran sus únicos compañeros. Estaba cansado de su trabajo, pero en el fondo se alegraba de no estar poniendo ladrillos en cualquier triste solar mientras le llovía encima. Por suerte, el sueldo era bueno y no solía tener mucho trabajo. Unas veces llamaban buscando información y otras los inquilinos lo hacían para pedirle algo, pero, por lo general, se pasaba el rato mirando el reloj. En el fondo se sentía un hombre con suerte, y lo era; no resultaba fácil para un exconvicto terminar de recepcionista en un edificio de tal magnitud.
De pronto, como si el destino hubiera estado leyéndole el pensamiento, la doble puerta de cristal se abrió y una joven con maleta y chaqueta entró escapando de la lluvia. La chica alejó la vista del suelo en cuanto estuvo a salvo y miró hacia la recepción recolocándose una exuberante melena color vino intenso. Él le dedicó una forzada sonrisa mientras permanecía tras su mesa de trabajo: un murete con forma de boomerang lacado en un blanco nuclear que hacía que las hojas de papel depositadas sobre su superficie fuesen prácticamente imperceptibles.
—¿Puedo ayudarle en algo, señorita? —amplió su sonrisa.
La maleta traqueteó mientras su dueña, empapada, la arrastraba hasta el murete.
—Sí, h-hola... —sonó temblorosa y avergonzada, pero en realidad se debía al cansancio. El viaje había sido muy largo y aún tenía jaqueca—. Me llamo Lucy Shepard. Vengo a vivir aquí.
—Un momento, por favor. —Tecleó y miró la pantalla que apenas sobresalía de la base de la mesa. Cuando halló la información que buscaba le pidió a Lucy que se sentase mientras venían a buscarla—. La estábamos esperando —indicó antes de agarrar el teléfono y marcar una corta numeración.
La sala de recepción ocupaba gran parte del primer piso de aquel atípico hotel, si es que podía considerarse como tal. Más que un lugar donde pasar unos días, o tal vez semanas, se trataba de un hogar donde poder hacer vida sin preocuparse de nada más que de lo realmente importante. Lucy terminó eligiendo el sofá que le pareció más cómodo, junto a una mesilla que apilaba unas cuantas revistas ordenadas minuciosamente. Mientras ojeaba la primera, echó un rápido vistazo a su alrededor. El aspecto general de la «cárcel», como ella había decidido llamarla, mezclaba la elegancia del art decó de los años treinta con lo último en tecnología; pantallas planas de alta definición, colgadas en puntos estratégicos, mostraban diferentes imágenes de las instalaciones. La mayoría se centraban en la vida de los residentes, describiéndolos con una felicidad exagerada. A simple vista se veía artificial, forzado. Parecían actores, si es que no lo eran, y aquel hecho le hizo a Lucy sentir aún más animadversión de la que ya de por sí profesaba hacía el complejo.
Las puertas de un ascensor, hasta entonces ocultas al ojo poco observador, se abrieron por sorpresa de par en par, revelando por dónde se subía a la zona residencial. Estaba justo detrás de recepción, en una pared que, a simple vista, parecía eso mismamente: una pared. Lucy supuso que, para llamar al ascensor desde aquel piso, debía hacerse desde el ordenador del recepcionista. Sin duda eran cuidadosos, había que admitirlo.
—Marty, ¿tienes un momento? Tengo que trasladar algunas cosas de mi cuarto y me vendría bien tu ayuda —preguntó alguien desde el interior.
Aunque Lucy se esforzó por intentar ver a quién pertenecía la voz, no fue capaz. Se estiró hacia atrás sin despegarse del sofá y pareció como si el reactor de un avión estuviera intentando lanzarla bien lejos.
—¿Eh? Oh, lo lamento. Estoy esperando a que vengan a por una nueva residente que acaba de llegar, ahora me es imposible —contestó el recepcionista tras ver de quién se trataba.
Una cabeza asomó por el reborde de las puertas hidráulicas y miró directamente hacia los sofás. Lucy vio a un chico guapísimo, de gran estatura. Tenía el pelo corto azabache y peinado despreocupadamente hacia arriba. Sus ojos parecieron atravesarla de tal manera que a ella se le erizó el vello como si fuera un puercoespín.
—¡Ah! —soltó un gritito y se recolocó en el sofá, incrustando la primera página de la revista en su cara para eliminar el contacto visual—. Madre mía… Qué ojos más… Más… M-M-Más… —pensó un momento, pero su cabeza le daba vueltas— azules —terminó.
—Bueno, cuando tengas un hueco sube, ¿quieres? —Y después, el ascensor se cerró.
El recepcionista continuó con sus quehaceres y rápidamente las pulsaciones del nervioso corazón de la joven y enrojecida Lucy volvieron a la normalidad. Nunca había visto a un chico tan guapo, no en carne y hueso. En realidad, pocas veces había visto a nadie en carne y hueso. Todo era demasiado nuevo para ella.
Salió de su ensimismamiento en cuanto se dio cuenta de que tenía la revista apenas a dos centímetros de sus ojos y de que parecía tonta; o miope.
—Bueno, ya que estamos... —susurró colocándola a una distancia saludable—. «La Torre Madison le da la bienvenida a su nuevo hogar...» —leyó en voz baja. Luego añadió para sí misma, sonando con más rabia de la deseada—: Y una mierda mi nuevo hogar...
Marty, el recepcionista, escuchó la última frase, y tras observarla durante un instante de reojo, volvió a mirar el reloj de la entrada antes de suspirar y negar amargamente con la cabeza.
Nadie la conocía aún, por lo que no podían saber lo descontenta que estaba con la idea de vivir en un lugar tan distante, tan alejado de la civilización y abandonado en los confines de un país que no era el suyo y del que tan solo había visto vacas y prados durante las dos horas que duró el viaje. En resumen: odiaba estar en el culo del mundo.
Ya se lo había temido cuando observó estupefacta que el taxi se alejaba cada vez más y más de Dublín, a donde había llegado en avión tras un horroroso viaje lleno de turbulencias.
—Al menos se acabaron los viajes durante una temporada… —bromeó buscándole el lado positivo a algo que, en su opinión, no lo tenía.
Era consciente de que le quedaban muchos años por pasar en esa «cárcel», y aunque había intentado convencer a sus padres, ni las amenazas ni las súplicas habían servido de nada. Lucy decidió dejar ocultos, en algún rincón de su cabeza, los recuerdos de las peleas que tuvo con ellos y se centró en estudiar la revista, que claramente se trataba de un burdo panfleto publicitario sobre el complejo. Supuso que estaba «inocentemente» colocado para las visitas de los residentes, o incluso para los propios inquilinos que, como ella, aún no conocían nada de la llamada Torre Madison.
—«Situada a más de veinte kilómetros de cualquier población o monumento turístico…» —leyó, esta vez completamente centrada y seria—, «la Torre Madison les asegura una agradable y tranquila estancia. Con la más moderna tecnología y los mejores cuidados, garantizamos una estancia sin preocupaciones para todos los niveles de fotosensibilidad a los rayos ultravioleta. ¿Nunca ha soñado con una vida sin miedo al Sol? ¿Nunca ha deseado poder levantarse por la mañana y abrir una puerta sin preocuparse de lo que haya al otro lado?».
Todas aquellas preguntas le resultaban familiares, y sabía la respuesta. Sin embargo, no podía creer que la solución para su desastrosa vida fuera acabar encerrada en una enorme infraestructura arquitectónica de metal y cristal. Pero, aun así, aunque le doliese, lo cierto era que hasta entonces su vida no había sido muy diferente de lo que describía aquella maldita revista. Aún recordaba la monotonía de cada una de sus mañanas: se levantaba con la persiana perpetuamente bajada, por supuesto, y se vestía con la terrible sensación de vivir enclaustrada. Sus padres habían hecho un gran esfuerzo para adaptar la casa a sus necesidades y, aunque era de agradecer, Lucy no podía evitar sentirse culpable. Bajaba el piso, entristecida y sintiendo que obligaba a su familia a vivir encerrada con ella. Era como si una maldición los hubiera atrapado, dañando incluso sus mentes, pues empezaban a obsesionarse con la idea de que si no tenían cuidado podría pasarle algo malo. Incluso empezaban a dudar de si las bombillas eran un riesgo. El día que los descubrió planteándose tapiar las ventanas, supo que las cosas no podían seguir así. Intentó equilibrar sus vidas. Había formas de sobrellevar aquello de maneras más sanas, como idear una serie de habitaciones excluidas de la «zona segura» para que ellos pudieran descansar y disfrutar del sol. O incluso subir las persianas de cada cuarto cuando ella no estuviera allí y volver a bajarlas cuando quisiera entrar. Era incómodo, sí, y poco práctico, pero a Lucy le parecía la mejor opción. Mucho mejor que sacrificar la salud de sus padres a cambio de un poco de comodidad.
Tras ignorar unos cuantos párrafos llenos de autoalabanzas, terminó por pasar página y quedarse a cuadros con la fotografía que ocupaba de arriba abajo la hoja.
—¡Madre de Dios! —exclamó.
¿Qué otra cosa podía decir tras ver con todo lujo de detalles el monstruo gigantesco que resultaba ser la Torre Madison? Allí estaba, rodeada por un prado coloreado al óleo y desdibujado por sus extremos. Su aspecto emulaba al de un monolito piramidal con base cuadrangular, estirado hacia las nubes y coronado por la disimulada estructura de un helipuerto. Cientos de ventanales negros ocupaban toda la extensión de las planas paredes y apenas podían apreciarse otros detalles; parecía una torre pulida y perfecta. A pie de la imagen había una leve, pero detallada, información que aclaraba la altura total del edificio, un dato que sin duda sorprendió aún más a la, ya de por sí, preocupada Lucy. Cuarenta y nueve pisos, doscientos cuarenta metros de altura, más de trescientas habitaciones individuales, veinte tiendas, servicio de cafetería y restaurante, seis pisos acondicionados y preparados con los últimos avances hospitalarios y especializados en quemados y, por supuesto, una universidad, una biblioteca e incluso un supermercado y un polideportivo.
—Tienen que estar de coña —espetó cerrando la revista y echando la cabeza hacia atrás.
—N-N-No, no lo están —una voz sonó tras de sí, provocando que Lucy se sobresaltara con un gracioso quejido.
Un chico de mediana estatura, de pelo corto castaño y revuelto, estaba de pie a su lado. Llevaba una sudadera con rayas blancas y negras. Parecía nervioso.
—P-Perdona, ¿te he asustado? —preguntó, aunque la respuesta era obvia.
—¡Pues claro! —La revista cayó desparramada al suelo—. ¿Es que no sabes que está mal escuchar las conversaciones de los demás?
—P-Pero si no estás hablando con nadie...
Lucy podría haberle contestado. Sin embargo, se lo quedó mirando con ganas de arrancarle la cabeza de un mordisco; seguramente incluso lo imaginó. Después, recuperó la revista y siguió leyendo. No pasaron ni dos segundos hasta que comenzó a sentir un leve, pero molesto, golpecito en el hombro. Era él de nuevo.
—¡¿Qué quieres ahora?!
—Eres... um... Lucy Shepard, ¿verdad? —movía tembloroso los ojos al hablar. Parecía que se trataba de un tic nervioso, pero nada más lejos de la realidad. Lo cierto era que Lucy, cuando se enfadaba, imponía más de la cuenta. Era un defecto de nacimiento, algo que debía contrastar con su cuerpo delgado y aparentemente débil.
Cuando escuchó su nombre, se levantó y se ruborizó: él era la persona a la que estaba esperando. Genial. Acababa de sacarle las uñas a quien supuestamente tenía que dirigirla hacia su habitación. ¿Y si ahora tomaba venganza y la dejaba encerrada en el ascensor? O, aún peor, ¿y si decidía confinarla en algún cuarto oscuro hasta que se muriera de hambre? Evidentemente el muchacho jamás haría algo así, pero la imaginativa, y en ocasiones absurda, cabeza de Lucy empezó a temer excentricidades varias.
—¡Encantada! —le enseñó los dientes intentando mostrar una bella y bonita sonrisa, a pesar de que lo único que le dejó claro al muchacho era que tenía una dentadura envidiable.
El joven le indicó que lo siguiera y agarró la maleta de la chica, provocando que ella se sintiera aún más culpable.
«Genial… Además, es un caballero», pensó para sus adentros.
Cuando ambos estuvieron en el ascensor, Lucy se percató de lo increíblemente espacioso que era, además de moderno. Podían caber perfectamente diez personas dentro, con maletas incluidas, y aún habría espacio para alguien más. Las puertas se cerraron herméticamente y un leve vaivén indicó que estaban ascendiendo. Después, todo se estabilizó.
—¿A qué piso vamos? —preguntó sin quitarle la vista de encima a la pantallita que iba contando las plantas. Rezó para que no subieran mucho.
—Pues... —intentó recordar—. Al veintitrés.
—¡¿Tan alto?! ¿No podría ser uno más cercano a tierra firme? Es que no me gustan las alturas. ¿Y si hay un incendio o algo así?
—Lo siento, pero los pisos están repartidos por niveles de sensibilidad a la luz. Según me han indicado, eres de nivel dos. Por lo que debes vivir en el piso veintitrés. —Parecía que estaba recitando algo que se había aprendido de memoria.
—¿Eh? ¿Nivel qué?
—Sí, nivel dos. Las habitaciones están repartidas desde el piso diecisiete hasta el piso veinticuatro. El último es para los de nivel uno, el más sensible a la luz, así que como tú eres de nivel dos según el expediente de ingreso...
—Ya, sí, bueno. Yo tengo que estar en el veintitrés, lo he entendido. —Se calló un momento, pero aún no se había dado por vencida, así que volvió a la carga—: ¿No crees que está muy mal pensado?
El joven la miró sin abrir la boca y esperó a que ella continuara.
—Los residentes más sensibles a la luz solar, y por lógica más propensos a accidentes, son los que viven en el piso más alto de la zona residencial… ¿No sería más normal que estuvieran lo más cerca posible del suelo para que se les trasladase más rápidamente a un hospital?
—Por eso el hospital ocupa los pisos veinticinco, veintiséis, veintisiete y veintiocho. Además, tenemos un pequeño helipuerto en la azotea para emergencias.
—Ah... Joder. —No supo qué otra cosa decir.
Las puertas, finalmente, se abrieron en cuanto llegaron al piso indicado, dando al chico un poco de tranquilidad. En cuanto Lucy salió y estuvo en el pasillo, quedó tan impresionada que la discusión anterior se esfumó junto con el ascensor. Fue entonces cuando de verdad se dio cuenta de lo impresionante que era la Torre: las siluetas de ambos reflectaban en las paredes, creadas con decenas de planchas de cristal ahumado para impedir que se viera nada a través de ellas. Este efecto dotaba al lugar de un ambiente más límpido, brillante y contundente a la par que elegante. Las habitaciones aguardaban a los lados, adornadas con un letrero de plata colgado justo sobre preciosas puertas metálicas revestidas de fina madera blanca con motivos florales.
—Dios bendito. Esto es…
—Sí, ostentoso. —Aunque Lucy no buscaba esa palabra—. Cristal ahumado muy resistente. En la parte que da la fachada es aún más grueso, no hay peligro de filtraciones lumínicas. Según he leído, está prensado con más de diez capas. Resiste altas presiones y no hay forma de agujerearlo. No hay de qué preocuparse.
—Pareces un vendedor. —Lucy apretó los ojos, agotada.
El muchacho sonrió por primera vez y ella terminó por imitarle.
—Sé que soy muy pesada, te pido perdón. Sólo estás haciendo tu trabajo. —Era la primera vez que lo trataba con dulzura y también la primera en la que se fijaba realmente en su cara. Parecía triste, con una expresión de abatimiento contenido tatuando los bordes de sus ojos tono almendra.
—¿Trabajo? Oh, no, no. Yo no trabajo aquí. Soy residente, como tú.
—¡¿Entonces qué haces enseñándome todo esto?! —Lucy pensó que, al final, tal vez sí que fuera un psicópata.
—Marty me lo ha encargado. Por lo general, cuando llega alguien nuevo se le suele pedir a otro residente que lo acompañe por el complejo los primeros días. Así conoce a sus vecinos y se va relacionando.
—¿Vecinos? Quieres decir que... —Lucy temió acabar la frase, pero de ello ya se ocupó él.
—Soy tu vecino. Vivo en la puerta que está frente a la tuya, la doscientos treinta y cuatro. —Le acercó una tarjeta y, tras ponérsela en la mano, le indicó que ella estaba en la doscientos treinta y cinco—. No la pierdas, son caras y te las cobran si pides una copia.
Lucy se repuso con dificultad de la sorpresa y abrió su piso pasando la llave electrónica por un lector de seguridad que liberó el cierre.
—Si necesitas cualquier cosa, ya sabes dónde estoy. Si no, tienes un teléfono dentro. Puedes preguntar lo que sea a recepción, tienen servicio de veinticuatro horas. —Después se dio media vuelta y abrió su propia puerta deseándole buenas noches.
La conversación habría finalizado entonces, pero Lucy se asomó de nuevo al pasillo y le preguntó cuándo se desayunaba o si tenía que hacer algo en particular.
—¡Ah, sí! —contestó él bajo el marco de su entrada—. Se me olvidaba: tienes un folleto con los horarios en la mesilla de noche. Acuérdate de pasarte por la oficina de la directora. Tienes una cita concertada con ella, te he dejado la hora apuntada en un papel. Le gusta dar la bienvenida a todos los nuevos... Es muy agradable… Te gustará…
—Vale, gracias. Esto... —Lucy se dio cuenta de que él aún no se había presentado.
—Lean, me llamo Lean. —Y desapareció aguantando un bostezo.
* * *
Por fin el viaje había terminado. Allí estaba Lucy, dentro de su nuevo hogar, con la maleta tirada en medio y aún sin saber muy bien qué hacer. Tenía que reconocer que el lugar era acogedor. Medía unos sesenta metros cuadrados y disponía de un baño con ducha, una pequeña cocina, un dormitorio con armario y dos mesitas y un comedor con un estupendo sofá para sus ratos de relax. Pero todo aquello quedó en segundo plano cuando se dio cuenta de que tenía una enorme ventana que daba al exterior. Bueno, técnicamente no lo era, ya que las cuatro paredes de su piso eran de ese curioso cristal ahumado. Pero había un espacio, del tamaño de una ventana, sin oscurecer, para que pudiera echar un vistazo al exterior.
—¿No será esto peligroso? Por aquí podría entrar luz —murmuró antes de desechar la idea.
Sabía que estaba en un edificio realmente lujoso y dedicado exclusivamente a la gente que padecía alergia al Sol. Nadie en su sano juicio iba a cometer una estupidez tan mayúscula. Pronto se acordó de que sus padres habían estado a punto de instalar unos paneles de cristal que hacían que la luz entrara más suave. Era un efecto curioso que hacía rebotar los rayos ultravioleta mientras dejaba paso a los menos dañinos. Por desgracia, resultaron ser muy caros, y, al final, no pudieron permitírselo. Supuso que se trataba de algo similar, aunque seguramente era incluso más complejo.
—No puedo creer todavía que mis padres hayan podido pagar esto...
Se dirigió hacia la cama y, tras sentarse en ella, permitió que sus energías la abandonasen mientras se dejaba caer. Un pequeño quejido se escapó de entre sus labios y, tras cerrar los ojos durante un rato, decidió que lo mejor que podía hacer era acostarse.
—Ya me preocuparé de deshacer la maleta mañana.
El folleto sobre el que Lean le había hablado estaba donde debía estar, en la mesilla de noche, justo al lado de una lámpara de pie. Al otro lado de la cama había una diminuta hoja arrugada de papel cuadriculado. Agarró el folleto y le echó un vistazo, momento en el que fue aún más partícipe de la inmensidad arquitectónica y tecnológica que de verdad escondía la Torre Madison. Un detallado croquis informaba, mediante leyendas y planos, de los servicios de los que disponía cada una de las plantas; desde la primera hasta la última. Después de cotillear unos segundos, decidió dar media vuelta a la página y buscar los horarios. Allí estaban, tras una breve introducción en la que le deseaban una feliz estancia. Una fila mostraba las horas del día, mientras que la columna contigua detallaba el piso y servicio que podía utilizarse a dicha hora.
—El desayuno es de siete a nueve de la mañana. ¡Agh! —Puso los ojos en blanco durante un momento—. Horario inglés, cómo lo odio, con lo bien que sienta levantarse a las nueve o diez y desayunar con tranquilidad...
No debía preocuparse de comer hasta la una de la tarde, por lo que tendría tiempo suficiente para dar una vuelta. Cuando tuvo claro el plan que iba a seguir al día siguiente, volvió a recostarse en la cama, aún con el panfleto en la mano, y buscó con la mirada el teléfono. Estaba al otro lado de la cama, en la mesilla del papel arrugado. Se acercó arrastrándose como si llevara días viajando por el desierto sin nada que llevarse a la boca y examinó la nota:
«Cita con la directora: once de la mañana. Piso cuarenta y seis.»
Luego lo hizo una bola y agarró el teléfono. Al descolgar, escuchó una voz que empezó a hablarle:
—¡Bienvenido a la Torre Madison!
Lucy se sorprendió al escuchar a una señorita al otro lado de la línea.
—¡Oh! Buenas noches. Quería... —empezó, pero la otra voz se interpuso encima de la suya y continuó hablando. Lucy se sentía estúpida: era una maldita grabación.
—Nos consta que esta es la primera vez que va a usar la línea telefónica. El servicio está activado sin cargo alguno, por lo que puede utilizarlo sin sorpresas.
—Yupi... —contestó.
—Puede llamar libremente si lo desea a otro país sin adquirir tampoco ningún tipo de recargo. Si desea recibir alguna llamada directamente a su cuarto desde el exterior, recuerde que debe marcar el número de teléfono de información, añadiendo al final su número de habitación. Si, por el contrario, desea llamar a algún otro piso, tan solo debe marcar asterisco más el número de habitación. Muchas gracias, esperamos que sea feliz con nosotros.
La grabación terminó dando paso al zumbido característico de la línea telefónica, la cual esperó a que Lucy marcase.
—Nueve... —empezó a pulsar hasta acabar de marcar todos los dígitos. Un molesto pitido zumbó entre sus tímpanos y, después, dejó paso a otra grabación, de mucha menos calidad y en gaélico.
—Joder, es verdad, el prefijo. —Colgó apurada—. ¿Cuál es el prefijo de mi país? —Se echó el teléfono a la frente y se dio golpecitos con él—. No me acuerdo... —Su mano terminó por derrumbarse junto al inalámbrico y ella desistió.
Lucy pensó que seguramente sus padres estarían durmiendo, ya que eran las dos de la mañana y en casa apenas había diferencia horaria palpable. Una hora más, una hora menos.
—Tal vez sea mejor dejarlo para mañana. Sí. —Entonces, se dio cuenta de que había llegado a las tantas. Lean había estado aguantándola sin quejarse y, por lo que sabía, ni siquiera era su obligación—. Seguro que estaba durmiendo, ¡genial! —Ahora se sentía aún peor. Lo había tratado fatal—. Mañana me disculparé con él. Total, es mi vecino, así que seguro que me lo encuentro. —No pudo evitar sonreír al escucharse a sí misma decir esa palabra—. Vecino... —Siempre se había imaginado siendo una chica independiente, pero ahora lo era de verdad—. ¿Era esto lo que querías para mí, mamá? ¿Esto es a lo que te referías cuando me decías que debía vivir mi propia vida?
No pudo evitar acordarse de la discusión que protagonizaron las dos en el comedor de casa. Su padre estaba callado, con los codos hincados en la mesa y las manos tapándole la boca, escuchando atentamente lo que ambas decían. Si tuviera que compararse con otra cosa, lo más parecido sería un juez de línea de un partido de tenis. Siempre observando, siempre silencioso, siempre preparado para cualquier contratiempo.
—¡¿Os queréis deshacer de mí?! ¿Es eso? —empezó Lucy en cuanto le enseñaron una página web impresa que hablaba de la Torre Madison. Aquel trozo de papel era en ese momento su peor enemigo y la razón de sus llantos y preocupaciones.
—¡No queremos deshacernos de ti! ¡¿Cómo puedes decirme eso?! —replicó su madre, roja como un tomate. Parecía que iba a explotar.
Su padre, entre dientes y distante para no llevarse los gritos de su hija, comentó casi sin sonido que lo hacían por su bien. Por supuesto, Lucy no escuchó ni una palabra.
—¿Os parece normal querer mandarme hasta Irlanda para que viva en una cárcel alejada del mundo? —Cogió el papel e hizo una bola con él—. ¡No soy ninguna niña! ¡No podéis tomar estas decisiones sin consultarme!
—¡Hija! —La madre respiró hondo y se calmó, buscando un tono más conciliador—. ¿Acaso en casa no sientes que estás en una cárcel? No puedes salir a la calle, ni siquiera cuando llueve por si se despeja. C-Cuando es verano y llaman a la puerta, no puedes abrir y tienes que alejarte del pasillo. Hemos comprado bombillas de baja intensidad para que no te dañen y nunca has tenido amigos con los que hablar y divertirte.
—Las bombillas ya te he dicho que no dañan la piel, hasta el médico te lo ha repetido mil veces. Y sí tengo amigos.
—No sabemos cómo puede afectarte, hija. ¿Y si eres alérgica también a esa luz…? Y hablar a través de un ordenador con alguien no es tener amigos.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Me pongo un absurdo traje antirrayos ultravioleta y una máscara para que todos me miren como si fuera un astronauta?
—¡Es mejor que no salir de casa en veinticinco años!
Lucy se levantó de la silla e hizo ademán de marcharse para subir a su cuarto, pero entonces su padre habló:
—Siempre haremos lo mejor para ti, cariño. Lo único que queremos es que seas feliz y puedas vivir una vida normal. No tienes por qué hacerlo si no quieres..., pero nos alegraría que lo intentases. —Él hablaba poco, pero cuando lo hacía, sabía lo que tenía que decir, sin duda—. Tienes una edad en la que deberías haber podido experimentar muchas cosas. Tu primer trabajo, tu propio hogar. Una vida propia. Si no hacemos algo jamás serás libre.
—Yo solo quiero asegurarme de que estés bien cuando faltemos, Lucy —añadió su madre al ver que su hija se lo estaba pensando.
Las siguientes palabras que Lucy pronunció le costaron tanto que dolió:
—Está bien, si es lo que queréis... —Pero una vez dichas, ya no había vuelta atrás.
La chica nueva
Al día siguiente, el teléfono de la habitación empezó a sonar con insistencia. Lucy gruñó al despertarse. Se revolvió en la cama haciendo oídos sordos hasta que, tras cinco segundos, este se calló...
—¡Joder! —rugió en cuanto volvió a sonar. Se incorporó como si se tratara de un muerto viviente, con la mirada perdida hacia el frente. Respiró hondo, alargó el brazo y apretó con todo su odio el inalámbrico—. ¡¿Quién es?!
El interlocutor al otro lado de la línea advirtió el tono de su hosca voz:
—Um... ¿Lucy Shepard? —Por un momento creyó que se había equivocado.
—¡Oh! Sí, sí, soy yo. Dígame, dígame —Cambió la entonación de su voz a una más agradable al recordar dónde estaba. En una milésima de segundo dejó de ser un monstruo horripilante y se transformó en una simpática señorita.
—Soy yo. Lean.
—Oh, sólo eres tú... —El monstruo regresó.
—¡¿Cómo que sólo soy yo?!
Lucy arqueó una ceja, movimiento que no simbolizaba nada bueno.
—¿Sabes lo molida que estoy? Ayer recorrí media Europa.
—S-Sí, es verdad, perdona…
—Bueno... —Dejó un momento que el silencio pasara al otro lado del teléfono con la esperanza de que Lean espabilara y dijera qué quería. Pero no fue así, por lo que terminó por preguntar—: ¿Qué demonios quieres?
—Son las once de la mañana.
Lucy dejó caer la mano que sostenía el teléfono contra la cama y puso una mueca graciosa.
—No me digas que me has llamado sólo para decirme la hora.
Una voz femenina se coló a través del auricular. Sonaba lejana, pero Lucy pudo escucharla con toda claridad: «Dile que si se da prisa podrá hacerle un hueco y atenderla. Después imposible, el acto de homenaje la mantendrá ocupada el resto del día».
Lucy colgó corriendo el teléfono y Lean se quedó mirando el auricular como un idiota.
—¡Mierda, mierda, mierda! —repitió Lucy mientras se levantaba a toda velocidad y abría la maleta como una posesa—. ¡La cita con la directora, joder! ¡Me he quedado dormida! ¡Me he quedado dormida!
La ropa voló por los aires mientras buscaba algo que ponerse. No tenía muy claro qué era lo más adecuado, pero se decidió por un pantalón vaquero de color azul claro y una clásica camiseta de manga corta rosada.
Salió disparada por la puerta y terminó en el pasillo del vestíbulo para, al instante, darse media vuelta.
—¡La tarjeta, la tarjeta! —Cuando la tuvo entre sus garras ya estuvo lista para salir corriendo al ascensor. Mientras tanto, la habitación se quedó sola, revuelta, con pantalones y camisetas tiradas por todos lados.
Dentro del ascensor su corazón latía a mil. Llegaba tarde a su cita con la directora y se sentía como si su vida dependiera de ello.
—Vamos a ver... —ladeó el dedo índice buscando el interruptor deseado, pero se dio cuenta de que ni siquiera recordaba el piso en el que se encontraba la oficina.
Visualizó el pedazo de papel hecho una bola y abandonado bajo su cama. Para su desgracia, antes de que pudiera reaccionar y regresar al pasillo, vio como las puertas se cerraban ante sus narices. Alguien acababa de llamar al ascensor desde otro piso. El corazón de Lucy casi se le salió por la boca cuando el elevador se detuvo en la siguiente planta, liberando las puertas y mostrando al misterioso chico de la noche anterior ante sus ojos. Sí, el de los ojos azules. Ese.
Ella, más pálida de lo normal, abrió tanto los ojos que pareció que acababa de caerle un ladrillo en un pie. Él, después de mirarla con indiferencia, entró sin más, colocándose junto a los botones.
—Necesito volver al piso veintitrés… —informó Lucy esperando a que él lo pulsara.
—Felicidades —contestó presionando el piso treinta y ocho.
Si el chico la hubiera mirado, habría sido testigo de cómo, por primera vez, Lucy se quedaba con la boca abierta y totalmente superada por la situación. Estaba bloqueada. Por lo general habría contestado a gritos diciéndole que era un desgraciado, un maleducado o un gilipollas, siendo lo último lo más probable. Pero en aquella ocasión era distinto. Tal vez fuesen aquellos ojos que tanto llamaban su atención, o puede que el aura que transmitía. En cualquier caso, Lucy había perdido el primer round de la conversación, si es que a aquello se le podía considerar tal cosa.
El ascensor comenzó a subir y ella empezó a impacientarse. Iba a llegar aún más tarde por culpa de ese tío.
—¿Puedes pulsar el veintitrés?
—¡Claro! —se burló y, tras presionarlo, le comentó—: ¿Por qué no lo has dicho antes? —añadió una sonrisa falsa al final.
—Lo he hecho, pero estabas demasiado ocupado siendo un imbécil. —Al momento se tapó la boca, pero ya era demasiado tarde: Lucy había sacado lo mejor de ella. Una habilidad innata para decir lo que pensaba a pesar de ser el momento más inapropiado posible. Por suerte, o por intervención divina, el joven se lo tomó bastante bien. La miró sorprendido y luego se echó a reír a carcajadas. La situación era un poco extraña, pero Lucy dio gracias al Señor.
—Eres la chica nueva, ¿verdad? —la señaló con un dedo—. Te recuerdo de ayer. Me llamo Jake. —Le ofreció la mano.
—Oh, ¿yo? —se sonrojó—. No te recuerdo. Pero sí, soy nueva. —Y se la estrechó sonriendo e intentando parecer dulce.
—¿Ah, no? Vaya... —Luego volvió a mirar al frente—. Pues bien que me mirabas con ojos de cordero anoche.
—¡No eran ojos de cordero!
—¡Anda! —Se le acercó a la cara y le susurró al oído—: Así que sí me recuerdas, ¿eh?
Como Jake esperaba, Lucy se deshizo como un flan y tuvo ganas de caer en sus brazos. Pero su orgullo fue más fuerte.
—¿Sabes por casualidad en qué piso está la directora? —Tragó saliva—. Me han dicho que tengo que pasarme a verla y voy justa de tiempo.
Jake parecía decepcionado.
—Oh, un cambio de tema. Bien. —Luego pensó y le informó de que se encontraba en el piso cuarenta y seis.
—¿Tan alto?
—No es de eso de lo que deberías preocuparte —aseguró volviendo a las andadas. Parecía que se divertía metiéndose con ella—. La directora es peor que caerte de un rascacielos, créeme.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, verás… Es bastante estricta. Tienes que levantar la mano cada vez que quieres hablar y siempre está diciendo lo idiotas que somos los jóvenes de hoy en día. Además, cuando haces algo bien te pregunta por qué no lo has hecho aún mejor. Es irritante.
Las puertas se abrieron para cortar la conversación y despedir al muchacho. Pero antes de salir pulsó el piso de la directora y le dedicó a Lucy un guiño.
—¡Oye! Me llamo... —gritó la joven, mientras él se marchaba por el pasillo.
—Hasta luego, Lucy.
Una vez se cerró el ascensor, ella cayó rendida y maravillada. Era tan guapo y tan seguro de sí mismo que ninguna chica podía evitar sentirse, como mínimo, interesada. No dejaba de preguntarse cuándo volvería a encontrárselo, en qué piso viviría, quién tendría la increíble suerte de ser su vecino y, por supuesto, se preguntaba si tenía alguna posibilidad de conquistarle. Para ella, las preocupaciones de la noche anterior se habían disuelto tan rápido como su suspiro alcanzó el techo. No era normal en ella. Se estaba viendo atrapada en una maraña de pensamientos muy intensos, enfermizos más bien, y si no fuera por el leve tintineo procedente de un pequeño altavoz, que indicaba que acababa de llegar al piso de la directora, se hubiera visto tragada por ellos sin remedio.
* * *
Aún quedaba un rato para que la ceremonia diera comienzo. Ni siquiera habían abierto las puertas del anfiteatro, así que Lean no tuvo más remedio que esperar en el vestíbulo. Lo prefirió así. Estaba muy nervioso y no dejaba de dar vueltas en círculos, preguntándose si Lucy habría llegado a tiempo a su cita. Tendría que haberse asegurado de que estaba despierta cuando salió de su apartamento, pero no quería que ella lo tomara por un pesado, o algo peor. Ya tenía suficiente mala fama en la Torre como para añadir a un residente más a la lista.
Decidió distraer su mente ojeando los distintos posters que poblaban las vitrinas de las paredes. El anfiteatro conservaba la cartelería de las distintas obras teatrales y musicales que se habían representado con anterioridad, lo que conseguía dotar al complejo de aún más grandeza si cabe. Eso, unido al titánico esfuerzo por conferirle de un aspecto idéntico al de la época dorada de los años treinta, hacia recordar que era uno de los complejos hoteleros de cinco estrellas más exclusivos y costosos del mundo.
—Más bien seis… —musitó.
Fue entonces cuando advirtió a uno de los acomodadores del teatro colocando un caballete, con una fotografía enmarcada, junto a la doble puerta que daba paso al anfiteatro. Un escalofrió le recorrió de arriba a abajo, clavándole a la moqueta y obligándolo a mirar la imagen: se trataba del retrato de una chica. En la Torre Madison no se permitía el acceso a menores, pero, aunque aquella muchacha era mayor de edad, debía de serlo por muy poco. Llevaba el pelo trenzado, de un agradable rubio vivo. Su piel, como no podía ser de otro modo, era pálida como la harina. Y su sonrisa… Su sonrisa…
—¿No decías que iba a venir una chica nueva? —le increpó un hombre muy delgado que apareció de sopetón.
Era tan alto que tuvo que encorvarse para poder pasarle el brazo entre los hombros. Miraba a Lean inquisitivo, con reproche, y una llamativa cicatriz le atravesaba la mano derecha hasta gran parte del antebrazo, decolorándole la piel y arrugándosela sin un patrón claro.
—Sí... —Era Hans, uno de sus compañeros de la universidad. Lean estudiaba un grado de Interpretación Musical en el piso cuarenta—. Tiene que ver a la directora. Supongo que la mandarán para aquí en un rato —deseó, aún perdido en la sonrisa de aquella fotografía.
En clase, por lo general, tomaban a Lean como un chico desagradable; y no era por envidiar sus notas o porque no les gustara su aspecto. La razón era el carácter inseguro y retraído que arrastraba consigo, como si llevara una bola de hormigón a cuestas. Su personalidad solitaria le había creado demasiadas enemistades por culpa de malos entendidos. Incluso los nuevos, tras un par de días, acababan aprovechando su situación para reírse y ganar un poco de fama y amigos a su costa. Por suerte, que fuera necesario formar un grupo de estudio para realizar los trabajos, le había ayudado a que al menos unos pocos descubrieran lo que había bajo su apariencia.
—¡Ah! La famosa bienvenida de la directora. Aún me acuerdo de lo mal que lo pasé cuando me tocó. —Y viendo que Lean seguía absorto, bromeó—. Lo que no entiendo es como a ti no te echó de un puntapié cuando te conoció. Con lo soso y raro que eres...
Lean no se inmutó, el rostro de la joven lo había atrapado:
—Yo no tuve ninguna entrevista. Acababa de pasar lo de esta chica, así que estaba demasiado ocupada procurando que los accionistas no dejaran que el edificio se cayera a pedazos.
Hans se cruzó de brazos y también observó el rostro.
—Es verdad. Salimos en las noticias durante semanas. Hasta vino la policía. Menudo follón montó esta tía…
—¡Un respeto, Hans! —Una señora, de baja estatura y facciones redondas apareció con gesto reprobatorio—. ¡Que la pobre está muerta!
Al igual que el chico de la cicatriz, ella contaba con sus propias «heridas de guerra». Lo cierto era que en la Torre Madison pocos residentes estaban libres de manchas o cicatrices causadas por el Sol. La única diferencia era que algunos podían ocultarlas mejor que otros. El maquillaje solía ser la opción ganadora, como era su caso, pues sus marcas le recorrían media espalda hasta la coronilla, rodeando todo el cuello y salpicando la clavícula de diminutas manchas; solo perceptibles si sabías lo que buscabas. Hans, por el contrario, mostraba sin disimulo la cicatriz, para él era una forma de mostrar entereza y superación.
—Ya bueno, Edna… Pero no me negarás que causó un montón de problemas. El piso en el que palmó sigue hecho un puto desastre. ¿Y qué me dices de las visitas obligatorias al psicólogo durante un mes? Menuda pérdida de tiempo.
Edna también pertenecía a su grupo de estudio, y a diferencia de ellos, rondaba los cincuenta. Su dolencia no era tan extrema como la de Lean, y por eso se había tomado su estancia en la Torre como un año sabático para estudiar y cuidar su salud. Nunca solía hablar de su vida fuera de allí, pero era evidente que era de buena familia.
—Nadie esperaba que Carla fuera a hacer algo así. No tuve el placer de tratarla todo lo que me hubiera gustado, pero jamás habría pensado que… —Apretó los labios incomoda. Detestaba hablar de desgracias ajenas, era una mujer muy impresionable—. O sea, miradla. —Apuntó al retrato con la barbilla—. Mirad esa sonrisa tan dulce.
Lean contestó al instante, parecía que era algo que llevaba pensando un rato:
—Sonríe, ¿pero acaso os parece feliz?
El trio se quedó observando la imagen en completa solemnidad. Ninguno había cruzado más de dos palabras con ella. Era una joven que en el fondo se parecía bastante a Lean, aunque con matices. Si bien él solía pasear por la Torre, lo hacía perdido en sus pensamientos, envuelto en quién sabe qué. Carla, por otra parte, deambulaba con aquella sonrisa constante, saludando a todo el mundo, pero nunca deteniéndose a entablar una conversación profunda con alguien en particular. Estaba tan sola como él, aunque ella lo ocultaba mejor.
Lean imaginó lo vacía que debía sentirse. Recordó los primeros días de su propia estancia en la Torre, en lo duro que resultaba ser el único residente de un piso completo a causa del protocolo de niveles de fotosensibilidad, y, al hacerlo, la entendió un poco. Incluso ahora, con Hans y Edna a su lado, seguía sintiéndose apartado y solo. Sin duda, era trágico que la joven tuviera que fallecer para que se decidiera guiar a los nuevos inquilinos con el apoyo de otros.
Apretó los labios y, al final, apartó la mirada. Triste por Carla, triste por muchas cosas.
* * *
El despacho de la directora era muy alargado, aunque algo estrecho. El estilo arquitectónico se caracterizaba por estar lleno de rectas y muebles cuadrados. La mesa de trabajo seguía un carácter minimalista, casi ocupaba todo el ancho de la estancia, y estaba llena de folios y carpetas apilados. La directora tenía una gran colección de libros, repartida entre las estanterías que acompañaban a cada una de las numerosas ventanas que sobresalían de la pared. Daban un aspecto extraño, aunque atractivo, al ambiente. Justo al fondo del todo podían verse unos cuantos diplomas y varias fotografías sobre los inicios de la construcción de la Torre. Cuando Lucy entró, sintió como si estuviera en una entrevista de trabajo.
—¡Buenos días! Dichosos los ojos, querida —la mujer la saludó levantándose de su asiento y buscando las manos de la joven. Se presentó como Madison Mars.
Cuando Lucy le estrechó la mano y se sentó, quedó fascinada por su belleza. Era una mujer delgada, con un cuerpo con forma de reloj de arena realmente envidiable y una melena corta tan rubia y tan ligeramente ondeada que ni Marilyn Monroe podía hacerle sombra. Su piel era excesivamente blanca, aunque intentaba ocultarlo maquillando los antebrazos y la cara con un tono más saludable. El cuello y el resto del cuerpo los escondía con excesivo gusto utilizando una blusa semitransparente de color blanco y un bonito vestido negro de corte recto.
—Muchas gracias, lamento el despiste. Espero no estar molestándola —contestó Lucy, aunque lo que pensaba era qué edad tendría. Aparentaba la treintena, a pesar de mostrar un aire más adulto y propio de los años dorados de la ley seca.
La directora le pidió que la tuteara y, después, le preguntó qué tal había ido el viaje. Una breve, pero agradable, conversación llena de preguntas triviales para romper el hielo se fue desarrollando mientras Lucy estaba cada vez más cómoda. Al parecer Jake había exagerado bastante sobre ella; ni levantar la mano para hablar ni sandeces por el estilo.
Madison la miró algo más seria.
—Estaba un poco preocupada, ¿sabes?
Lucy se limitó a ladear la cabeza y cerrar ligeramente sus ojos; no acababa de entenderla. La mujer alargó el brazo a un lado y agarró una pequeña taza de café que descansaba sobre la mesa. Le dio un par de sorbos y prosiguió la conversación:
—En tu informe de ingreso se advertía que eras reacia a residir en nuestras instalaciones.
—Sí... Bueno… —Lucy se inquietó—. Es que no llevo muy bien los cambios. —Sin darse cuenta, empezaron a temblarle las rodillas.
—Lo entiendo, querida, pero... —Volvió a beber de la taza y la mantuvo entre sus dedos— Créeme que este cambio era necesario para ti. No puedes depender de tus padres por siempre, por muy cómodo que parezca.
Aunque pudo interpretarse como una frase algo brusca, Lucy no percibió maldad alguna, y, por ello, sonrió levemente dejando que continuara.
—No me malinterpretes, no te juzgo. Muchos de los residentes llegan en circunstancias similares a las tuyas, o peores. Al principio te costará, pero piensa que ahora vas a hacer una vida normal, sin tener que preocuparte del exterior. —Hizo una breve pausa—. Por ejemplo, dime: ¿al entrar y ver las ventanas no has sentido la necesidad de salir corriendo?
La joven se percató de que Madison se había dado cuenta. Nada más acceder al despacho, había observado los enormes ventanales que se escondían entre las estanterías. El brillo del exterior entraba como cataratas de luz dibujando un surco en el aire. Para cualquiera sería una visión agradable, pero para Lucy significaba peligro. Al principio su reacción fue detenerse. Pero al darse cuenta de dónde estaba, recordó que no debía temer nada.
—Sí, señora —reconoció.
—Una persona que no tiene ningún tipo de enfermedad que el Sol pueda acrecentar hubiera entrado sin tan siquiera fijarse. Se habría sentado en la silla en la que estás sin pestañear y, seguramente, ni se acordaría de dónde están las dichosas ventanas. Esa mentalidad es la que quiero que tengas mientras estés en la Torre Madison. —Se levantó y se le acercó, rodeando la mesa—. Verás, digo esto a todos los recién llegados porque me gusta que comprendan que he construido este lugar para que gente como tú y como yo... —Lucy se sorprendió, no esperaba que la directora tuviera el mismo problema— pueda hacer una vida normal. Aquí damos la oportunidad de estudiar entre iguales, independizarse, divertirse, salir de compras, ir al cine y, si lo desean, trabajar como si nada sucediera. Muchos de los que han pasado su vida aquí son ahora trabajadores de las tiendas y servicios de los que me enorgullezco de recomendarte. —Tosió una vez y se detuvo al darse cuenta de que hablaba como si Lucy fuera una accionista—. Perdóname, me ha salido la vena empresarial —se rio y volvió a su sitio.
—Y... ¿P-Puedo irme cuando quiera? —preguntó sorprendiendo a la directora.
—¿Es que quieres marcharte?
—Bueno... Yo… No lo sé.
—Te sientes abandonada, ¿no? —adivinó dejándola sin palabras—. Mira, no te voy a mentir: puedes irte cuando quieras. Eres mayor de edad y esto no es una institución. Pero permíteme el atrevimiento de decirte que mejor que aquí no vas a estar ni siquiera en tu propia casa. ¡No porque no te quieran ni nada por el estilo! Estoy segura de que eras muy feliz allí, pero empezar a vivir tu propia vida sin temer a nada… es algo diferente. No deberías perderte esta sensación. No digo que te quedes, pero al menos prueba un mes. Permítete descubrir qué te has estado perdiendo.
—Pero, ¿y los costes?
—Si es por eso, tus padres ya han pagado unos cuantos meses de adelanto. Si al final decides quedarte, ellos pueden ingresar otra cantidad..., o, si lo prefieres, gánate tu estancia trabajando en alguna tienda. Por ejemplo. No serías la primera que lo hace.
La puerta del fondo se abrió de repente y una amable señorita interrumpió la conversación mientras se disculpaba. Dijo que se acercaba la hora del discurso y le recordó a Madison que debería ir yendo hacia el anfiteatro. Después, sin dar la espalda a la directora, caminó hacia atrás y, con ambas manos, volvió a cerrar la puerta desde fuera.
—Parece que nuestra pequeña charla ha terminado —informó divertida mientras se levantaba y acompañaba a Lucy hacia la puerta—. Vamos a dar un pequeño homenaje a una antigua residente, te recomiendo que vayas también. Llamaré al conserje para que Lean Castel te acompañe y te lleve con los demás residentes, ¿de acuerdo?
Lucy aceptó con la cabeza y después se despidió. Cuando apenas había dejado atrás la oficina, Madison volvió a llamar su atención. En cuanto ella giró la mirada, la directora se puso muy seria y le aconsejó que intentara corregir esa costumbre de llegar tarde a las citas. La joven no dijo nada, se limitó a seguir caminando mientras mentalmente se decía que, después de todo, Jake no había exagerado tanto.
* * *
Lean estaba apoyado junto a una papelera, cerca del ascensor. Tenía la mirada fija en él y esperaba como un cazador a que se abriera y apareciera su vecina.
—Parece que va a empezar —advirtió Hans, que, junto a Edna, aguardaban con paciencia a la desastrosa chica nueva.
Casi todo el mundo ya había entrado al anfiteatro, animados a pesar del cariz del evento y ajenos a la creciente preocupación del pobre chico. Se planteó la posibilidad de que algo hubiera ido mal con la directora, pero luego recordó que Marty le había avisado de que iba de camino. ¿Es que esta chica pensaba llegar tarde a todas partes?
Las puertas del ascensor zumbaron y un tintineo muy agudo avisó de que Lucy había llegado. Salió descompuesta, con un pequeño brinco y con una expresión suplicante cruzándole la cara.
—¡Lo siento! —dijo, hiperventilando—. Creo que me equivoqué de piso… —Y añadió—. Tres veces.
Lean sonrió divertido, ante aquella actitud tan desastrosa era imposible no ceder.
—A mí me pasa todo el tiempo, niña. —Edna le quitó hierro al asunto con una despreocupada bofetada al aire—. Soy Edna, es un placer conocerte.
—Lo mismo digo.
—Yo soy Hans —Le ofreció la mano, serio y agarrotado como una estatua. Parecía otro.
Ella se la estrechó y miró a Lean.
—En serio, perdón por la tardanza.
—Este lugar es un laberinto, no te preocupes. Ya te acostumbrarás. Será mejor que entremos o nos cerrarán las puertas en la cara.