Sueños y discursos de verdades descubridoras - Francisco de Quevedo - E-Book

Sueños y discursos de verdades descubridoras E-Book

Francisco de Quevedo

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Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo comprende la obra filosófica de Francisco de Quevedo. El autor, como buen adscrito al barroco, impregna sus impresiones filosóficas de un pesimismo religioso muy pegado al castigo más que a la expiación. La obra se extiende a través de diferentes textos moralizante o alegóricos que expresan la visión pesimista del mundo de Quevedo.-

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Francisco de Quevedo

Sueños y discursos de verdades descubridoras

 

Saga

Sueños y discursos de verdades descubridoras

 

Copyright © 1627, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726485455

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Al Ilustre y deseoso lector Prólogo

Refiérese, no sé si por modo de cuento gracioso y ficticio, que estando una vez muy enfermo un soldado muy preciado de cortés y ladino, entre muchas de sus oraciones, plegarias y protestaciones que hacía, finalmente vino a rematarlas diciendo:

-Y Dios me libre de las manos del señor Diablo-, tratándole siempre con esta cortesía todas las veces que le nombraba. Reparó en esto último uno de los circunstantes, preguntándole juntamente luego por qué llamaba señor al diablo, siendo la más vil criatura del mundo. A que respondió tan presto el enfermo diciendo:

-¿Qué pierde el hombre en ser bien criado? ¿Qué sé yo a quién habré de menester ni en qué manos he de dar?

Digo esto, señor lector, porque supuesto que nuestra lengua vulgar, a diferencia de la latina, tiene un vuesa merced y otros varios títulos, mayormente cuando no se conoce la calidad y estado de la persona con quien se habla, por no parecer a nadie descortés, y por el consiguiente, malquisto y aborrecido de todos, me ha parecido tratar a v. m. con este lenguaje y término, bien diferente de cuantos yo he podido ver en todos los prólogos de los libros al lector escritos en romance, donde tratan a v. m. con un tú redondo, que si no arguye mucha amistad y familiaridad, por fuerza ha de ser argumento de que quien habla es superior y mandón, y a quien se habla inferior y criado.

Y hanme movido a esto las mismas razones del susodicho soldado enfermo, atendiendo y considerando a que es la cortesía la llave maestra para abrir la voluntad y afición, y la que costando poco vale mucho; y que, en resolución, no puedo perder nada en ser cortés, que antes entiendo perdería mucho si no lo fuese, que quien ha de menester es muy necio si regatea cortesías; y más yo, que tanto necesito de todos para que me compren este libro que saco a luz a mi costa, y para que, comprado y leído, me le alaben, con que de camino inciten y muevan unos a otros a que hagan lo mismo, y tenga con esto este libro lo que merece su bondad, y mayor expedición y corrida y yo mayor ganancia, para que con esto queden todos aprovechados, yo vendiendo y los otros comprando y leyéndole. Verdad sea que para esto último de que alaben estas obras de ingeniosas y agudas confío dará poco trabajo y ningún cuidado a los aficionados a ellas y a su autor; pues ellas propias se traen consigo la recomendación y alabanza y el Quevedo me fecit, porque son tales que solo tal autor podía hacer obras de tanta erudición y agudeza, y ellas por tener tanto de entrambas solo podían ser hijas de tal y tan raro ingenio, que si el autor es y debe ser conocido y celebrado por estas obras más que por cuantas ha hecho y se le han impreso hasta hoy en su nombre, ellas también quedan estimadas y calificadas por lo que son con sólo saber (como ya todos saben) que las hizo don Francisco Quevedo. Y con él y con ellas no me da tanto cuidado como podía darme una de las razones que me movió a tratar a v. m. con esta cortesía, considerando que no sé en qué manos ni en qué lenguas ha de dar este libro que sale ahora al teatro del mundo, donde nunca faltan censurantes y mal contentos, que con toda propiedad se llaman zoilos y críticos, días peligrosos a la salud de los buenos entendimientos, de quienes se puede entender lo que dijo el doctísimo jurisconsulto don Mateo López Bravo: «Ridendi vero, Romanuli, et Graeculi nostri, qui Gramaticorum infantia superbi, et omnium rerum quantum garruli, ignari, triplici lingua, stulti, a doctis noscuntur»; porque si v. m. las lee, no deprisa ni a pedazos sino de espacio y con atención todo él, pues no es muy grande, si no quiere que se le pasen algunas de sus muchas sutilezas y agudezas por alto y por entre renglones, soy más que cierto que no se quejará de que ellas y quien las hizo es parcial y aceptador de personas, sino que a todos habla y a todos dice la verdad clara y lisa, y lo que siente, sin rastro de lisonja; y si acaso escuece y pica, considere que no es sino solo porque cuanto se dice es verdad y desengaño, que todos le quieren y nadie por su casa, y así no hay sino paciencia y calle y callemos, que sendas nos tenemos. Y harto mejor fuera quejarse de las faltas tan grandes del mundo que movieron al autor a hablar tan claro contra ellas diciendo la verdad, que por eso dijo bien cierto alcalde que vio preso a un estudiante porque hizo una sátira en que decía las faltas del lugar, que harto mejor fuera haber preso a los que las tienen. Y cuando nada de esto baste a que deje de haber quien se queje y murmure de estas obras y de su autor, quiero hacer acordar a v. m., señor lector, sea quien fuere, aquel cuentecillo de cierto clérigo viejo que tenía una higuera con sus higos ya sazonados y maduros, a la cual subiendo unos estudiantes a hacerles declinar jurisdicción bucólica, pensando él, por ser corto de vista, que eran aves o algunas crueles sabandijas, puso en ella espantajos hasta conjurarlos; pero viendo que nada de esto aprovechaba, considerando cuán buenas son las oraciones mezcladas en piedras, armas primeras del mundo, se resolvió de tirarlas a estos tordos racionales diciendo que también Dios había dado virtud a las piedras como a las plantas y hierbas, y hízolo con tal denuedo que dio con ellos ramas abajo y muy bien descalabrados. Sin propósito parecerá a v. m. este cuento, y será o por no saberme yo bien explicar, o por no quererme v. m. entender, que no hay más mal sordo que el que no quiere oír; pero yo sé lo entenderá si ahonda un poco en sus sentidos varios que le puede dar, como en todo lo de este libro, y por si acaso quiere que yo lo explique, con ser así que frustra exprimitur, quod tacite subintelligitur, l. iam dubitari, dígole que si acaso no le obliga la cortesía y humildad con que le trato, mire lo que dice y cómo y de qué murmura y dice mal, si del autor del libro o de sus obras; y guárdese de alguna lluvia de piedras de las muchas verdades, duras y secas, que este libro tiene y su autor puede enviarle, que le descalabren y hagan caer de arriba abajo, quiero decir de su estado y buena opinión que tiene de sabio, y no haga le tengan por ignorante, murmurador y soberbio maldiciente y del número de unos necios que quieren parecer sabios en no haber libro que bien les parezca ni cosa de que no hagan burla y menosprecio. Y guárdense no les suceda a los tales lo que al asno de Sileno que puso Júpiter entre las estrellas, que por ser ellas tan resplandecientes y claras y él auribus magnis, como advirtió Luciano, descubrió más su disforme fealdad con gran infamia. Y adviertan que el epíteto del autor es el satírico. Y créanme y no errarán, que es más que temeridad echar piedras al tejado del vecino quien tiene el suyo de vidrio.

Y nadie se maraville de que llame a v. m. con este título, al parecer nuevo, de ilustre y deseoso lector, porque cuando no le mereciera por la doctrina común y sabida del filósofo, que todo hombre naturalmente desea saber, cosa que se alcanza con el estudio y atenta lección y meditación de los libros buenos, doctos, agudos, ingeniosos y claros, por sólo este libro, que lo es tanto como el que más, le merecía muy en particular, pues es el que ha sido tan deseado, así de cuantos han leído algo de estos Sueños y discursos, como de los que han oído referir y celebrar algunas o alguna de las innumerables agudezas que contienen, lastimándose de verlos ir manuscritos tan adulterados y falsos y muchos a pedazos y hechos un disparate sin pies ni cabeza, y tan desfigurados como el soldado desdichado que habiendo salido de su tierra para la guerra con bizarría, tallazo, galas y plumas, vuelve a ella después de muchos años más desgarrado y rompido que soldado, con un ojo menos, hecho un monóculo, medio brazo, con una pierna de palo, y todo él hecho un milagro de cera, bueno para ofrecido, con el vestido de la munición, sin color determinado, desconocido y roto, pidiendo limosna; o como la cortesana que ha corrida a Italia, Indias y la casa de Meca y del Gran Solimán. Por lo cual, cuantos han sabido que yo los tenía enteros y leídos por hombres doctos y entendidos con particular curiosidad y atención, me han solicitado con grandes instancias los hiciese comunes a todos dándolos a la impresión, asegurándome gran gusto y lo que más es, gran provecho espiritual para todos, pues en ellos hallarán desengaños y avisos de lo que pasa en este mundo y ha de pasar en el otro. Por todos, para estar de todo bien prevenidos, que mala praevisa minus nocent; con que me he resuelto a condescender con el gusto y deseo de tantos, confiado en que v. m., señor lector, me agradecerá este trabajo y gasto con comprarle, que con solo esto me daré por satisfecho y aun por pagado.

Y por la agudeza y sutil modo de hablar de este libro, porque no caiga en alguna equivocación, ruego a v. m. que antes de leerle corrija algunas erratas que van advertidas al principio del libro. Que también sería demasiada presunción y mucha particularidad pretender que saliese este libro sin ellas, siendo tan inevitables y incorregibles como los mismos impresores, que como a tales es mejor dejarles aherrojados con sus yerros y mentiras de molde. Y porque entienda v. m., señor lector, que le deseo toda honra y provecho, y guardarle de todo peligro, ruego a Dios Nuestro Señor le haga como el rey de las abejas, que contiene y da de sí por la boca la dulzura de la miel, y no tiene aguijón por no quedar muerto picando con él, como acontece a todas las demás abejas que te tienen, si bien en la cola y no en la boca; y le guarde de correctores de vidas y obras ajenas y sopladores de las suyas propias, que no se venden porque ellos venden en ellas a cuantos ven y tratan.

EL SUEÑO DEL JUICIO FINAL

Al conde de Lemos, presidente de Indias

A manos de V. Excelencia van estas desnudas verdades que buscan no quien las vista, sino quien las consienta, que a tal tiempo hemos venido que, con ser tan sumo bien, hemos de rogar con él. Prométese seguridad en ellas solas. Viva vuestra Excelencia para honra de nuestra edad.

DON FRANCISCO QUEVEDO VILLEGAS.

Los sueños dice Homero que son de Júpiter y que él los envía, y en otro lugar que se ha de creer. Es así cuando tocan en cosas importantes y piadosas o las sueñan reyes y grandes señores, como se colige del doctísimo y admirable Propertio en estos versos:

Nec tu sperne piis venientia somnia portis:

cum pia venerunt somnia, pondus habent

Dígolo a propósito que tengo por caído del cielo uno que yo tuve en estas noches pasadas, habiendo cerrado los ojos con el libro del Beato Hipólito de la fin del mundo y segunda venida de Cristo, lo cual fue causa de soñar que veía el Juicio Final. Y aunque en casa de un poeta es cosa dificultosa creer que haya juicio aunque por sueños, le hubo en mí por la razón que da Claudio en la prefación al libro 2 del Rapto, diciendo que todos los animales sueñan de noche como sombras de lo que trataron de día; y Petronio Arbitro dice:

Et canis in somnis leporis vestigia latrat

y hablando de los jueces:

Et pauidi cernunt inclusum chorte tribunal

Pareciome, pues, que veía un mancebo que discurriendo por el aire daba voz de su aliento a una trompeta, afeando con su fuerza en parte su hermosura. Halló el son obediencia en los mármoles y oído en los muertos, y así al punto comenzó a moverse toda la tierra y a dar licencia a los huesos, que andaban ya unos en busca de otros; y pasando tiempo, aunque fue breve, vi a los que habían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por seña de guerra; a los avarientos con ansias y congojas, celando algún rebato y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caza. Esto conocía yo en los semblantes de cada uno y no vi que llegase el ruido de la trompa a oreja que se persuadiese que era cosa de juicio. Después noté de la manera que algunas almas venían con asco, y otras con miedo huían de sus antiguos cuerpos. A cuál faltaba un brazo, a cuál un ojo, y diome risa ver la diversidad de figuras y admirome la providencia de Dios en que, estando barajados unos con otros, nadie por yerro de cuenta se ponía las piernas ni los miembros de los vecinos. Solo en un cementerio me pareció que andaban destrocando cabezas y que veía un escribano que no le venía bien el alma y quiso decir que no era suya por descartarse de ella.

Después ya que ha noticia de todos llegó que era el día del Juicio, fue de ver cómo los lujuriosos no querían que los hallasen sus ojos por no llevar al tribunal testigos contra sí los maldicientes las lenguas, los ladrones y matadores gastaban los pies en huir de sus mismas manos. Y volviéndome a un lado vi a un avariento que estaba preguntando a uno, que por haber sido embalsamado y estar lejos sus tripas no habían llegado, si habían de resucitar aquel día todos los enterrados, si resucitarían unos bolsones suyos. Riérame si no me lastimara a otra parte el afán con que una gran chusma de escribanos andaban huyendo de sus orejas, deseando no las llevar por no oír lo que esperaban, mas solos fueron sin ellas los que acá las habían perdido por ladrones, que por descuido no fueron todos. Pero lo que más me espantó fue ver los cuerpos de dos o tres mercaderes que se habían calzado las almas al revés y tenían todos los cinco sentidos en las uñas de la mano derecha.

Yo veía todo esto de una cuesta muy alta, al punto que oigo dar voces a mis pies que me apartase, y no bien lo hice cuando comenzaron a sacar las cabezas muchas mujeres hermosas, llamándome descortés y grosero porque no había tenido más respeto a las damas, que aun en el infierno están las tales sin perder esta locura. Salieron fuera muy alegres de verse gallardas y desnudas. Y que tanta gente las viese, aunque luego, conociendo que era el día de la ira y que la hermosura las estaba acusando de secreto, comenzaron a caminar al valle con pasos más entretenidos. Una que había sido casada siete veces, iba trazando disculpas para todos los maridos. Otra de ellas, que había sido pública ramera, por no llegar al valle no hacía sino decir que se le habían olvidado las muelas y una ceja, y volvía y deteníase, pero al fin llegó a vista del teatro, y fue tanta la gente de los que había ayudado a perder y que señalándola daban gritos contra ella, que se quiso esconder entre una caterva de corchetes, pareciéndole que aquella no era gente de cuenta aun en aquel día.

Divertiome de esto un gran ruido, que por la orilla de un río adelante venía gente en cantidad tras un médico (que después supe lo que era en la sentencia). Eran hombres que había despachado sin razón antes de tiempo, por lo cual se habían condenado, y venían por hacerle que pareciese, y al fin, por fuerza le pusieron delante del trono. A mi lado izquierdo oí como ruido de alguno que nadaba, y vi a un juez que lo había sido, que estaba en medio del arroyo lavándose las manos, y esto hacía muchas veces. Llegueme a preguntarle por qué se lavaba tanto y díjome que en vida, sobre ciertos negocios, se las habían untado, y que estaba porfiando allí por no parecer con ellas de aquella suerte delante la universal residencia. Era de ver una legión de demonios con azotes, palos y otros instrumentos, cómo traían a la audiencia una muchedumbre de taberneros, sastres, libreros y zapateros, que de miedo se hacían sordos, y aunque habían resucitado no querían salir de la sepultura. En el camino por donde pasaban, al ruido sacó un abogado la cabeza y preguntoles que a dónde iban, y respondiéronle, al justo juicio de Dios, que era llegado; a lo cual, metiéndose más ahondo, dijo:

-Esto me ahorraré de andar después, si he de ir más abajo.

Iba sudando un tabernero de congoja tanto que, cansado, se dejaba caer a cada paso, y a mí me pareció que le dijo un demonio:

-Harto es que sudéis el agua; no nos la vendáis por vino.

Uno de los sastres, pequeño de cuerpo, redondo de cara, malas barbas y peores hechos, no hacía sino decir:

-¿Qué pude hurtar yo, si andaba siempre muriéndome de hambre?

Y los otros le decían, viendo que negaba haber sido ladrón, qué cosa era despreciarse de su oficio. Toparon con unos salteadores y capeadores públicos que andaban huyendo unos de otros, y luego los diablos cerraron con ellos diciendo que los salteadores bien podían entrar en el número, porque eran a su modo sastres silvestres y monteses, como gatos del campo. Hubo pendencia entre ellos sobre afrentarse los unos de ir con los otros, y al fin juntos llegaron al valle. Tras ellos venía la Locura en una tropa con sus cuatro costados: poetas, músicos, enamorados y valientes, gente en todo ajena de este día. Pusiéronse a un lado, donde estaban los sayones, judíos y filósofos, y decían juntos, viendo a los sumos pontífices en sillas de gloria:

-Diferentemente se aprovechan los Papas de las narices que nosotros, pues con diez varas de ellas no vimos lo que traíamos entre las manos.

Andaban contándose dos o tres procuradores las caras que tenían y espantábanse que les sobrasen tantas habiendo vivido descaradamente. Al fin vi hacer silencio a todos.

El trono era donde trabajaron la omnipotencia y el milagro. Dios estaba vestido de sí mismo, hermoso para los santos y enojado para los perdidos, el sol y las estrellas colgando de la boca, el viento quedo y mudo, el agua recostada en sus orillas, suspensa la tierra temerosa en sus hijos; y cuál amenazaba al que le enseñó con su mal peores costumbres. Todos en general pensativos: los justos en qué gracias darían a Dios, cómo rogarían por sí, y los malos en dar disculpas. Andaban los ángeles custodios mostrando en sus pasos y colores las cuentas que tenían que dar de sus encomendados, y los demonios repasando sus tachas y procesos; al fin todos los defensores estaban de la parte de adentro y los acusadores de la de afuera. Estaban los Diez Mandamientos por guarda a una puerta tan angosta, que los que estaban a puros ayunos flacos aún tenían algo que dejar en la estrechura. A un lado estaban juntas las Desgracias, Peste y Pesadumbres dando voces contra los médicos. Decía la Peste que ella había herídolos, pero que ellos los habían despachado; las Pesadumbres, que no habían muerto ninguno sin ayuda de los doctores; y las Desgracias, que todos los que habían enterrado habían ido por entrambos. Con eso los médicos quedaron con carga de dar cuenta de los difuntos, y así, aunque los necios decían que ellos habían muerto más, se pusieron los médicos con papel y tinta en un alto, con su arancel, y en nombrando la gente luego salía uno de ellos y en alta voz decía:

-Ante mí pasó a tantos de tal mes, etc.

Comenzose por Adán la cuenta, y para que se vea si iba estrecha, hasta de una manzana se la pidieron tan rigurosa que le oía decir a Judas:

-¿Qué tal la daré yo, que le vendí al mismo dueño un cordero?

Pasaron los primeros padres, vino el Testamento Nuevo, pusiéronse en sus sillas al lado de Dios los Apóstoles todos con el santo pescador. Luego llegó un diablo y dijo:

-Éste es el que señaló con la mano al que San Juan con el dedo-; y fue el que dio la bofetada a Cristo. Juzgó él mismo su causa y dieron con él en los entresuelos del mundo.

Era de ver cómo se entraban algunos pobres entre media docena de reyes que tropezaban con las coronas, viendo entrar las de los sacerdotes tan sin detenerse. Asomaron las cabezas Herodes y Pilatos, y cada uno conociendo en el juez, aunque glorioso, sus iras, decía Pilatos:

-Esto se merece quien quiso ser gobernador de judihuelos-; y Herodes:

-Yo no puedo ir al cielo-, pues al limbo no se querrán fiar más de mí los inocentes con las nuevas que tienen de los otros que despaché; ello es fuerza de ir al infierno, que al fin es posada conocida.

Llegó en esto un hombre desaforado de ceño y alargando la mano dijo:

-Esta es la carta de examen.

Admiráronse todos y dijeron los porteros que quién era, y él en altas voces respondió:

-Maestro de esgrima examinado, y de los más diestros del mundo.

Y sacando otros papeles de un lado, dijo que aquellos eran los testimonios de sus hazañas. Cayéronsele en el suelo por descuido los testimonios y fueron a un tiempo a levantarlos dos diablos y un alguacil y él los levantó primero que los diablos. Llegó un ángel y alargó el brazo para asirle y meterle dentro, y él, retirándose, alargó el suyo y dando un salto dijo:

-Esta de puño es irreparable, y si me queréis probar yo daré buena cuenta.

Riéronse todos, y un oficial algo moreno le preguntó qué nuevas tenía de su alma; pidiéronle no sé qué cosas y respondió que no sabía tretas contra los enemigos de ella. Mandáronle que se fuese por línea recta al infierno, a lo cual replicó diciendo que debían de tenerlo por diestro del libro matemático, que él no sabía qué era línea recta; hiciéronselo aprender y diciendo: «Entre otro», se arrojó.

Y llegaron unos despenseros a cuentas (y no rezándolas) y en el ruido con que venía la trulla dijo un ministro:

-Despenseros son.

Y otros dijeron:

-No son.

Y otros:

-Sí son.

Y dioles tanta pesadumbre la palabra «sisón», que se turbaron mucho. Con todo, pidieron que se les buscase su abogado, y dijo un diablo:

-Ahí está Judas, que es apóstol descartado.

Cuando ellos oyeron esto, volviéndose a otro diablo que no se daba manos a señalar ojos para leer, dijeron:

-Nadie mire y vamos a partido y tomamos infinitos siglos de purgatorio.

El diablo, como buen jugador, dijo:

-¿Partido pedís? No tenéis buen juego.

Comenzó a descubrir y ellos, viendo que miraba, se echaron en baraja de su bella gracia.

Pero tales voces como venían tras de un malaventurado pastelero no se oyeron jamás, de hombres hechos cuartos, y pidiéndole que declarase en qué les había acomodado sus carnes, confesó que en los pasteles, y mandaron que les fuesen restituidos sus miembros de cualquier estómago en que se hallasen. Dijéronle si quería ser juzgado y respondió que sí, a Dios y a la ventura. La primera acusación decía no sé qué de gato por liebre, tantos de huesos (y no de la misma carne, sino advenedizos), tanta de oveja y cabra, caballo y perro. Y cuando él vio que se les probaba a sus pasteles haberse hallado en ellos más animales que en el arca de Noé, porque en ella no hubo ratones ni moscas y en ellos sí, volvió las espaldas y dejolos con la palabra en la boca.

Fueron juzgados filósofos, y fue de ver cómo ocupaban sus entendimientos en hacer silogismos contra su salvación. Mas lo de los poetas fue de notar, que de puro locos querían hacer creer a Dios que era Júpiter y que por él decían ellos todas las cosas, y Virgilio andaba con sus Sicelides musae diciendo que era el nacimiento de Cristo. Mas saltó un diablo y dijo no sé qué de Mecenas y Octavia, y que había mil veces adorado unos cuernecillos suyos, que los traía por ser día de más fiesta; contó no sé qué cosas. Y al fin, llegando Orfeo, como más antiguo, a hablar por todos, le mandaron que se volviese otra vez a hacer el experimento de entrar en el infierno para salir, y a los demás, por hacérseles camino, que le acompañasen.

Llegó tras ellos un avariento a la puerta y fue preguntado qué quería, diciéndole que los Diez Mandamientos guardaban aquella puerta de quien no los había guardado, y él dijo que en cosas de guardar era imposible que hubiese pecado. Leyó el primero: «Amar a Dios sobre todas las cosas», y dijo que él solo aguardaba a tenerlas todas para amar a Dios sobre ellas. «No jurar su nombre en vano», dijo que aun jurándole falsamente siempre había sido por muy gran interés, y que así no había sido en vano. «Guardar las fiestas», éstas y aun los días de trabajo guardaba y escondía. «Honrar padre y madre»: -Siempre les quité el sombrero-. «No matar»: -Por guardar esto no comía, por ser matar la hambre comer. «No fornicarás»: -En cosas que cuestan dinero ya está dicho. «No levantar falso testimonio.»

-Aquí -dijo un diablo- es el negocio, avariento, que si confiesas haberle levantado te condenas, y si no, delante del juez te le levantarás a ti mismo.

Enfadose el avariento y dijo:

-Si no he de entrar no gastemos tiempo, que hasta aquello rehúso de gastar. Convenciose con su vida y fue llevado a donde merecía.

Entraron en esto muchos ladrones y salváronse de ellos algunos ahorcados; y fue de manera el ánimo que tomaron los escribanos, que estaban delante de Mahoma, Lutero y Judas, viendo salvar ladrones, que entraron de golpe a ser sentenciados, de que les tomó a los diablos muy gran risa de ver eso.

Los ángeles de la guarda comenzaron a esforzarse y a llamar por abogados los Evangelistas. Dieron principio a la acusación los demonios, y no la hacían en los procesos que tenían hechos de sus culpas, sino con los que ellos habían hecho en esta vida. Dijeron lo primero:

-Estos, Señor, la mayor culpa suya es ser escribanos.

Y ellos respondieron a voces, pensando que disimularían algo, que no eran sino secretarios. Los ángeles abogados comenzaron a dar descargo. Uno decía:

-Es bautizado y miembro de la Iglesia.

Y no tuvieron muchos de ellos que decir otra cosa. Al fin se salvaron dos o tres, y a los demás dijeron los demonios:

-Ya entienden.

Hiciéronles del ojo diciendo que importaban allí para jurar contra cierta gente, y viendo que por ser cristianos daban más pena que los gentiles, alegaron que el serlo no era por su culpa, que los bautizaron cuando niños, y así, que los padrinos la tenían.