Supongamos que viajo sola - Helena Palau - E-Book

Supongamos que viajo sola E-Book

Helena Palau

0,0

  • Herausgeber: Arpa
  • Kategorie: Ratgeber
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Inspirador, original y divertido testimonio de una joven fotógrafa que decide emprender el más ambicioso y apasionante viaje que podamos imaginar: conocerse a sí misma y entender el mundo que nos rodea. Helena Palau, conocida en las redes sociales como @helenavisuals, construye un recorrido fotográfico por los lugares que le han hecho replantearse muchas de las dudas y los miedos que atormentan a toda una generación. Desde la ansiedad, la soledad y el valor de la amistad, hasta el significado de nacer mujer. Además, nos invita a reflexionar sobre cuestiones tan necesarias y urgentes hoy en día como la huella ecológica de nuestros viajes, la violencia y los abusos en las redes sociales, los límites de la fotografía o los privilegios del color de piel. Un relato que entrelaza con inusual talento la palabra con la imagen, acompañado de numerosos consejos que la autora ha recopilado a lo largo de su carrera como fotógrafa. Supongamos que viajo sola es un libro para disfrutar de la fotografía pero, sin duda, también es un espacio seguro para reflexionar sobre todo. Sin complejos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 138

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Supongamosque viajo sola

 

 

© del texto: Helena Palau, 2021

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: octubre de 2021

ISBN: 978-84-18741-22-7

Depósito legal: B 15310-2021

Diseño y maquetación: Anna Juvé

Imagen de cubierta: Anna Mendiola

Producción del ePub: booqlab

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

HELENA PALAU

Supongamosque viajo sola

 

 

Llegué a casa de Sara como tantas tardes tristes de esos meses. Me senté en la mesa de la cocina y me ofreció una cerveza. Abrió la puerta que daba a la terraza para dejar escapar el humo del tabaco y, de repente, un grupo de personas gritaron «¡sorpresa!» asomándose desde fuera. Amigas y amigos, todos vestidos de blanco. «Somos tus ángeles de la guarda», me dijeron. Me sentí la persona triste más protegida y afortunada del mundo.

A vosotros, y a los que hubieseis estado ahí de haberos conocido antes, os dedico este libro.

ÍNDICE

CAPÍTULO 1

«La-Que-No-Debe-Ser-Nombrada»

CAPÍTULO 2

«Nunca estoy solo, con mi soledad»

CAPÍTULO 3

La mujer como puente hacia el corazón de su cultura

CAPÍTULO 4

Del paisaje a la naturaleza, de la naturaleza al medio ambiente

CAPÍTULO 5

La ética de la fotografía y otras movidas

CAPÍTULO 6

Guía para preparar viajes y fotos

INTRODUCCIÓN

«La-Que-No-Debe-Ser-Nombrada»

Hace unos años me sumé al carro de los pies de foto motivacionales para acompañar mis primeros retratos en las redes. Empezaban a triunfar los perfiles de fotografía de retrato tumblr, una mezcla entre el género lifestyle y lo vintage. Las imágenes ilustraban textos breves e inspiradores y el objetivo era conseguir que la máxima cantidad de gente posible se sintiera identificada. De vez en cuando, los vuelvo a leer y me pregunto en qué momento podía soltar tales cursiladas y quedarme tan ancha. Pero yo estaba convencidísima de que eran buenísimos. Escribía sobre la amistad, la regla, la superficialidad o sobre las ganas de viajar y no tener un puto duro. Y es curioso porque, aunque sienta un cringe enorme al releerme, reflexionaba y escribía sobre temas que a día de hoy me siguen pareciendo igual de importantes. La gente los compartía, yo le daba de comer a mi ego postadolescente y dedicaba algunas tardes a la semana a ordenar dos mil doscientos caracteres en una nota del móvil. Pasado un tiempo, probé lo de escribir poemas y letras de canciones en una libreta pero nunca se lo llegué a enseñar a nadie. Cuando la cosa se pone seria y existe un mínimo riesgo de quedar mal o sentirse vulnerable, no soy capaz de enlazar dos palabras seguidas. Tengo tan interiorizado el miedo al ridículo que puedo asumir con muchísima facilidad el de los demás. Sufro por si un actor se queda en blanco o un cantante desafina y los vídeos de caídas me hacen llorar.

Tuve una adolescencia bastante repelente. Crecí en un entorno y un colegio en el que se sabían muchas cosas y sentía que había que estar a la altura de las circunstancias. Si no lo estaba fingía con tal de no parecer tonta. Esta necesidad de dominar las situaciones en contextos de debate me causó un problema del que no fui consciente hasta que empecé la carrera. Sentirme bien, intelectualmente hablando, pasaba por hacer sentir mal a los demás. Quería demostrar que sabía muchas cosas, aunque para ello tuviese que reírme de quien no las sabía. Por suerte, en la universidad me junté desde el principio con un grupo que no me perdonó ni una. Me hicieron saber que hacía a los demás lo que temía que me hicieran a mí y que tenía que parar porque era muy desagradable. Pasada la vergüenza, admitirlo me causó un efecto rebote, como a veces pasa cuando vives con gran intensidad una contradicción. Poco a poco, empecé a rechazar las actitudes de superioridad que veía a mi alrededor de manera muy estricta. La superioridad moral y académica de los hombres respecto a las mujeres, la de la gente mayor frente a los jóvenes, la superioridad ideológica o la superioridad cultural que no me deja ver High School Musical en paz porque no he visto toda la filmografía de Truffaut. ¡Pues no! ¡No la he visto! ¡De hecho, no he visto ninguna y no me interesa nada! ¡Dejadme en paz, coño!

Qué liberación. Aceptar que hay tantas cosas que no sé o que no me interesan o que ya aprenderé con el tiempo. Atreverme a opinar de un tema que me atrae aunque no sepa del todo si lo que voy a decir está bien. Luchar contra la socialización femenina que nos hace no querer dar nuestra opinión para no generar problemas.

Surgió la idea de hacer un libro cuando mi entorno me vio capaz de escribir más que un pie de foto. De entrada pensé que se habían vuelto locos, evidentemente. Cómo voy a publicar un libro hablando de mis movidas si me da miedo publicar una foto y que no guste. Inmersa en mi lucha personal contra los hombres que te hacen pasar exámenes en la sobremesa, los adultos que no te escuchan y los egos que no caben en una sola silla, pensé que quizá por aquí encontraría una motivación. Como bien dijo Marc Giró, «los pobres, las mujeres, los maricones... los desgraciaditos del planeta tierra, tenemos que ir rápido a decir las cosas porque a lo mejor no hay espacio. Hay que hablar como una metralleta porque si no, no lo colocas».

Pues eso voy a hacer, tomarme todo el tiempo del mundo.

Växjö, 6/11/2017, 17:03

El 80% del inicio de mi Instagram es una mezcla de fotos de paisajes, de viajes y de parejas ciberenamoradas en villas de lujo con vistas al mar. Me llevan alimentando desde hace años, las ganas de salir de casa, de conocer el mundo y de fotografiarlo todo, hasta el punto en que, en algún momento de la carrera de Comunicación Audiovisual, se convirtió en mi trabajo ideal. Paso muchísimas horas a la semana en Instagram, demasiadas probablemente, desde que lo empecé a utilizar a modo de porfolio. He tenido desde el principio la intención de convertir mi cuenta en una carta de presentación, tanto para la gente con interés por la fotografía como para introducirme en el mundo laboral. Con el tiempo, me he ido adaptando a las funciones de la aplicación, creando contenido didáctico y entretenido, con el objetivo de atraer a más personas y agrandar mi comunidad.

Las redes sociales, con más de tres mil millones de usuarios en 2019, han servido de terreno de juego para practicar lo que es fruto de nuestra condición como seres sociales: sentir interés por las alegrías y las desgracias ajenas de manera pública. Dicho de otra manera, somos tres mil millones de potenciales cotillas repartidos en unas pocas plataformas. El cotilleo nos cohesiona como grupo y facilita la socialización, tanto que se acaban formando clanes según las opiniones que tenemos acerca de los demás. El mundo se ha llegado a dividir entre los que pensaban que Rachel y Ross estaban «on a break» y los que no, para que me entendáis. Cuando un clan es muy numeroso, las opiniones se pueden llegar a esparcir con una fuerza y una rapidez difíciles de controlar. Y está claro que Twitter no ayuda. Opinar sobre la vida de los demás se ha convertido en deporte nacional y parece ser que quien gana es quien idolatra o aborrece con más empeño y más gracia. Es entretenido para quien lo práctica y lo observa, pero es muy complicado para quien lo padece. El problema es que no hace falta estar a la altura de la pareja de la sitcom más célebre de todos los tiempos para estar bajo los focos de la opinión. Puedes estarlo en las redes sociales, en el trabajo, en el colegio o en cualquier otro lugar físico o virtual.

El riesgo de utilizar tu cuenta personal de Instagram con la pretensión de crear una comunidad sin aforo es que no solo te labras una imagen profesional, sino que puede acabar convirtiéndose en un escaparate de tu vida personal si no separas bien los límites. A mediados del año 2018, esta frontera entre lo personal y lo público dejó de existir durante unos meses. Miles y miles de personas me conocieron a nivel personal sin yo poder controlar la información que les llegaba. Fueron los meses más difíciles de mi vida. Como cuando en el colegio se difunde un rumor tan tan grande sobre ti que todos los cursos te conocen. La gente descubrió mi perfil por razones que nada tenían que ver con la fotografía o los viajes. Las estadísticas de mi cuenta no tenían sentido. Hasta ese momento había acumulado unos doce mil seguidores y de repente entraban cada día a mi perfil cientos de miles de personas. La mayoría solamente quería ponerme cara, otras muchas me escribían y mi número de seguidores aumentaba cada día.

Entrar en Instagram era una pesadilla. Todo el mundo me recomendaba que no entrara, que no leyera o mirase nada que me pudiese hacer sentir mal. Y sin embargo, era lo único que hacía a diario. Imaginaos una mezcla de información contradictoria, manipulada, halagadora, hostil, sobrecompasiva… lo mejor de cada casa, cada día, durante meses. Escribía mi nombre en Twitter para leer lo que la gente opinaba de mí. Me buscaba en Google y en YouTube. Conocidos y desconocidos me preguntaban sobre el tema. Tanto si caía muy bien como si caía muy mal, todo el mundo tenía las mismas ganas de hacérmelo saber, y yo me lo creía todo.

Recuerdo, en una primera conversación larga y tendida con mi hermano y mi cuñada, hablar sobre lo fundamental que es reconocer que muchas veces no tenemos las herramientas para combatir un problema, y que por insignificante que le pueda parecer a otra persona, merece ser considerado como tal para que, ni se alargue en el tiempo más de la cuenta ni se propague y se haga más grande. Son las dos primeras personas que me recomendaron ir al psicólogo, previendo que serían unos meses complicados, para tener la oportunidad de desahogarme y que me ayudase a lidiar con cualquier cosa que pudiera suceder.

Pasé mi adolescencia haciendo juicios de valor de personas que iban al psicólogo. Lo había llegado a utilizar como un ataque para desacreditar argumentos y menospreciaba su utilidad. «Para que me den consejos ya tengo a mis amigas».

Hace poco más de un año, brindamos en una mesa con amigos todos los que íbamos, habíamos ido o queríamos ir al psicólogo. Brindamos todos, básicamente. No es algo de lo que fardar (aunque quizá lo es para quien se lo pueda permitir), pero entender que ir al psicólogo solo puede ser buena señal, es una clara demostración de responsabilidad individual.

A pesar de las ganas que tenía de encarar mi salud mental de la mejor manera posible, no me estaba funcionando por falta de conexión y sobresaturación. Escoger psicólogo es casi como escoger varita. No te escoge a ti, pero por lo demás, tienes que entender y aceptar su metodología, sentirte cómoda e ir creando un vínculo que permita un amplio margen de mejora. No es nada fácil, prueba y error.

Estaba tan saturada en redes y fuera de ellas, que dedicar una hora más a la semana para hablar de forma tan intensa y técnica de lo que me pasaba, no me estaba ayudando. Me aconsejaron desconectar cuanto pudiese de las redes y de la pantalla y fracasé con estrépito. Claudia Rodríguez, psicóloga de la Escuela Europea de Transformación Emocional explica que «quien se conecta de forma obsesiva con una red social se desconecta sin remedio de sí mismo, de lo que siente, de donde está y de lo que está haciendo». Pasaba las horas recreando en mi cabeza el peor de los escenarios posibles ante cualquier situación. Buscaba y leía comentarios ofensivos. Con tal de controlar lo que se creía o se opinaba sobre mí, lo miré absolutamente todo. Apenas trabajaba, me escondía en los baños del despacho para seguir buscando y leyendo. Lloraba todos los días enganchada a la pantalla. Desde las ocho de la mañana hasta que me conseguía dormir. Se convirtió en una obsesión y era físicamente incapaz de soportar la inseguridad que me estaba produciendo. Es lo que la psicóloga especialista en ansiedad y estrés, Cristina Mae Wood, considera una clara evidencia de que se padece ansiedad. Lo recuerdo agotador. La ansiedad es terriblemente agotadora. Te hace confundir la realidad con la ficción y verlo todo de manera distorsionada. Y es tal la dependencia a la preocupación que acaba consumiendo el tiempo para todo lo demás. Recuerdo sentirme cada día más débil, en concreto por esta razón. La expresión del peligro y la inquietud que percibe la mente se acaba manifestando a través de síntomas físicos: se somatiza. Dolores de cabeza, de estómago, taquicardia, insomnio, alteración del apetito, dificultades para respirar… cada persona responde de manera diferente pero tarde o temprano el cuerpo exterioriza lo que el cerebro sufre.

Siempre me ha costado mucho admitir que no estoy bien. Pero hay cosas que somos capaces de disimular y otras que no. Cuando intentas ocultar lo que te está pasando por la cabeza, es más complejo para quien te tiene delante, e incluso para ti misma, leerte y entender lo que te sucede, pero cuando es una evidencia a nivel físico, poco puedes callar.

Cuando las personas que más te quieren ven hasta qué punto te está afectando una situación, se convierte en una batalla compartida y, evidentemente, es sobrecogedor notar que hay gente capaz de bajar al pozo en el que te encuentras, quedarse ahí contigo a observar lo que tú ves y llorarlo junto a ti. También lo ven, eso es importante. Y es en esencia lo que significa empatizar. Tuve mucha suerte en ese aspecto, soy superconsciente y lo recuerdo a menudo. Lo que pasa es que cuanto más te implicas en una causa, con mayor intensidad la vives. Darme cuenta de cómo lo estaba viviendo mi entorno me generó mucha mucha tristeza. No fue evidente al principio por el yoísmo característico de sufrir pero al final te das cuenta de que quizá no eres tan importante y que el mundo no está en tu contra. Esta tristeza era muy buena señal, en realidad. Me dio la posibilidad de cambiar de dirección, o en todo caso, de no seguir haciendo más profundo el pozo. «No te flipes, no eres la única que lo pasa mal», me repetía. No te soluciona el problema, pero te permite tomar un poco de distancia para encararlo de otro modo. Vi a mis padres sufrir mucho por mí. A veces pienso que hasta más que yo. Mis amigas asumieron las consecuencias de tener el superpoder de la empatía tan trabajado y lloraban hasta cuando no estaba yo delante. Me asustó ver cómo los estaba arrastrando conmigo. Eso y que literalmente ningún pantalón me iba bien. Creo que fue el primer momento de lucidez después de varios meses de bloqueo mental. No dejaba de tener ansiedad, pero me sentí más capaz de gestionar el desajuste emocional y el miedo desde una posición menos tóxica e impulsiva. Cuanto más bloqueados estamos, menor es nuestra capacidad para sentir y pensar con libertad. Corremos el riesgo de caer en un círculo vicioso muy dañino si la situación se prolonga. Como cuando Hermione consigue liberarse de la enredadera asesina porque se relaja y se escurre y Ron se queda atrapado en ella porque es un histérico. Esa es la idea. (Lo siento de verdad si no habéis visto la saga de Harry Potter, pero trabajo con lo que tengo). Los bloqueos mentales nos impiden crecer, nos mantienen sometidos a unas convicciones limitantes que no tienen razón de ser. Para eliminarlos, hace falta que nos enfrentemos a su carga emocional. Son, en muchos casos, la señal de que la forma en la que estamos manejando algún aspecto de nuestra vida no es, quizá, la más adecuada. La psicóloga Sara Noheda afirma que aprender a tomar perspectiva con la opinión de los demás «es una estrategia de supervivencia necesaria que comienza trabajando la autoestima». El punto de inflexión fue pasar de un sentimiento de identidad y un amor propio muy frágiles a querer recuperar mi voz, mi nombre, mi autoridad como persona y como mujer. Por suerte, siempre he sido fan de la introspección y consciente de que uno de los motivos que me hace sentir más empoderada es el trabajo. Hasta ese momento había rehuido de mi proyecto profesional de futuro a pesar de que mi porfolio tenía treinta mil seguidores más, un feedback buenísimo y propuestas de colaboración. De alguna manera sentía que entre todo esto había alguna trampa, que yo no había hecho nada como para aprovecharlo.