Sus ojos son fuego - Gonzalo Soltero - E-Book

Sus ojos son fuego E-Book

Gonzalo Soltero

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Beschreibung

El autor se presenta en su primera novela como un narrador inteligente y vigoroso que sabe mezclar el suspenso con el humor, logrando mantener al lector atento con base en una estructura aparentemente simple pero siempre efectiva. Adrián Ustoria, científico que protagoniza esta historia, trabaja celosamente en un proyecto que pronto lo hará salir a las calles para descubrir la extraña relación que guardan éste y los extraños acontecimientos que ocurren en la ciudad. A través de su narración, Gonzalo Soltero, presenta a la ciudad de México como un laboratorio donde el apocalipsis, silenciosamente teje sus redes; donde las fuerzas oscuras que la habitan, la asedian, la circulan, ensombrecen sus alturas y desgarran sus entrañas.

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LETRAS MEXICANAS

Sus ojos son fuego

GONZALO SOLTERO

Sus ojos son fuego

Primera edición (Ediciones La Rana), 2004Primera edición en el FCE 2007Primera edición electrónica, 2013

D. R. © 2007, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1412-4

Hecho en México - Made in Mexico

GONZALO SOLTERO (D. F., 1973) es autor de los libros Crónicas de neón y asfalto (cuento, 1996), Tocha (cuento infantil, 2000) y ésta, su primera novela, que ganó el VI Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia. Se ha dedicado a cuestiones editoriales, académicas y de difusión cultural en México e Inglaterra, que junto con la escritura le han valido premios como el Punto de Partida en ensayo, traducción y fragmento de novela; el Premio Banamex a la Evolución en Internet y el que otorga un pub en Londres por comerse el fish and chips más grande. Colabora en medios como Nexos, Letras Libres, Dónde Ir, Replicante y El Ángel. Actualmente alterna la escritura de su siguiente novela como becario del Fonca, con una columna sobre Internet y una tesis doctoral sobre narrativas digitales.

SUMARIO

Tal vez…

Preparen

A punto

Fuego

• A mi Yeya (con una T. P. P.)

Es importante recordar que la biología, a diferencia de la física, no es una ciencia exacta. No tiene leyes ni axiomas, sino que se basa en la observación y en preceptos que conducen a hipótesis, más o menos verificables [...]

CARLOS CHIMAL

*

TAL VEZ no se haya dado cuenta, pero está a punto de incendiarse. La combustión ha comenzado. La ciudad será pasto de las llamas.

Yo tengo que ver. Como siempre en estos casos, tengo que ver. Pero no soy el único.

El fuego comenzó a propagarse en silencio, sin que casi nadie lo notara.

Preparen

12 de septiembre

La dosis le fue inoculada primero a Vicenta, un espécimen de tamaño mediano. Físicamente sólo se hizo notoria en los ojos, hinchados y ligeramente enrojecidos. Apenas le retiré la máscara inoculadora desde atrás de la malla, en lugar de esperar dócil en una esquina se dirigió a Simón, un macho seis kilos mayor.

Según los patrones de conducta registrados desde el comienzo, raramente se buscaban la mirada antes del encuentro sexual. Si sus ojos se topaban, la hembra terminaba por bajar la vista en señal de sumisión. Esta vez Vicenta le sostuvo la mirada al macho. Con dos pasos cortos se acercó para encarar a Simón, quien empezó a manifestar una conducta paralela.

Me aproximé a la jaula de cuatro por dos metros procurando espiarlos por el espejo de aluminio pulido para no inhibirlos. Muy pronto el erizamiento del pelo marrón y el hecho de que sus intenciones eran otras distintas a las de la cópula, se hicieron evidentes.

Por primera vez registro una agresividad tan frontal. Me parece que ahora los resultados traerán algo nuevo. No puedo evitar sonreír. El agente externo que introduje por primera vez ha traído resultados muy diferentes a la rutina de celo, consignada con variaciones tan mínimas en esta bitácora hasta ahora, que a veces más que ciencia me parecía estar haciendo planas. Voy a acercarme más.

El estómago de Adrián era sólido. Nueve años despedazando animales para estudiar la vida lo habían hecho inmune a casi cualquier cosa. Casi. Porque esa noche, en cuanto la dosis les alcanzó el sistema nervioso, ese casi quedó muy lejos del laboratorio y el joven doctor Adrián Ustoria, incapaz de cualquier otra reacción, duplicó la escena en sus pupilas.

Después de haber seguido su conducta durante tanto tiempo, registrando cada detalle en la bitácora, no podía entender un cambio de actitud tan radical. El ajuste que había realizado en la investigación un par de horas antes, más por despecho que por rigor científico, no parecía ser proporcional al resultado obtenido. Dudó un segundo, pero no pudo encontrar ninguna otra causa. Se supo cómplice de lo sucedido, sin imaginar hasta qué grado ni de quién.

Tampoco supo cómo llegó a la solución etílica entre las decenas de frascos que cubrían la repisa, pues sus ojos seguían encadenados a la jaula. De un trago hizo desaparecer el contenido. El ardor que se le deslizó por el cuerpo alivió la opresión visceral que sentía. Con la manga de su bata se limpió los labios. Percibió el rojo viscoso sobre la tela y estudió las manchas hasta que un halo de luz clara comenzó a rodearlas, resaltando el tono carmesí. Parpadeó por primera vez en un largo rato. Dirigió la vista hacia la jaula, pero una ola ácida le nacía en el estómago, resultado quizá de los doscientos mililitros recién ingeridos, o quizá de la escena recién presenciada, que le había dejado la mente en un blanco inmaculado ahora ausente en su laboratorio. Seguía pasmado. Algo, sin embargo, lo hizo quitarse los guantes, enjuagarse la cara, sacarse la bata, que cayó al suelo como desvanecida, guardar su bitácora, salir del instituto y meterse a su coche para buscar un poco más de la solución que había regado las ascuas depositadas en sus entrañas.

En una esquina de la cantina La Asturiana los meseros, cansados y con ganas de liquidar el turno, platicaban en la inercia de los últimos minutos. Las mesas soportaban el peso solitario de las sillas, cuyas patas apuntaban a las lámparas marchitas que colgaban del techo.

Pensativo sobre la barra Adrián conseguía, como siempre, que el orden de las cosas a su alrededor no lo tomara demasiado en cuenta. Usaba camisas blancas y bien planchadas que nunca perdían los dobleces, como si las portara un maniquí. En medio del cuello almidonado crecía su propio cuello, rígido como un lápiz. Aunque era prácticamente imberbe se afeitaba a diario con un cuidado quirúrgico que le hacía destacar la manzana de Adán casi tanto como la nariz, afilada y prominente.

Lo más extraño, pensó, fue la manera como se buscaban los ojos. Vació el ron de su vaso. Un par de hielos tintinearon contra el cristal sin haber tenido tiempo de que se les entibiara la simetría. Abrió su cartera y colocó sobre la barra dos billetes que liquidaban su cuenta y la paciencia del cantinero. No respondió el gesto con que éste lo despidió mientras enjuagaba vasos en la tarja, y salió a la calle de Puebla.

Caminó por la banqueta para llegar a Álvaro Obregón, donde había dejado su coche. El aire del jueves a la primera hora de la madrugada lo hizo tiritar. La noche se imponía con un silencio intranquilo. A pesar del calor que hacía hasta el atardecer, los últimos días del verano enfriaban notoriamente tan pronto oscurecía. Mientras se cerraba el gabán negro juntando las solapas con una mano, con la otra buscaba sus llaves. Prefería llevarlas listas para meterse a su Tsuru cuanto antes y así poder arrancar en el menor tiempo posible.

Como no las hallaba, se recargó en la puerta del automóvil más cercano para registrarse con calma, pero no tuvo tiempo de encontrarlas. Si bien era de noche, todo se puso más oscuro.

Abrió los ojos. Tal vez porque el mismo dolor que lo dejó inconsciente había disminuido como para que su cuerpo lo tolerara despierto. Trató de incorporarse, pero sintió en el cerebro unas garras que le arañaban el fondo del cráneo. Muy despacio, logró sentarse. Un frío afilado se colaba a través de su ropa y se paseaba silencioso sobre su piel erizada. Pasó saliva. Una nueva punzada en el pómulo le hizo notar que veía borroso con el ojo izquierdo. Se llevó la mano a la nuca. El pelo estaba cubierto por una humedad espesa que empezaba a coagularse. Retiró los dedos manchados de un rojo oscuro. Siguió palpándose. La cartera seguía ahí. Su reloj de calculadora estaba a sus pies, destrozado. Salvo por una costilla adolorida parecía que el resto estaba en su lugar. ¿Cuánto tiempo había pasado? No tenía manera de saberlo, sólo el silencio se había hecho más profundo.

¡Mis llaves!, recordó, pero ya no estaban en las bolsas del pantalón. Miró a su alrededor. El coche en el que se había recargado tenía la ventanilla rota. Creyó que habían querido robárselo pensando que era el suyo; empezó a reír, pero el dolor sobre su cabeza lo hizo parar.

Trató de distinguir algo entre los grises opacos de la banqueta y la calle. Por fin distinguió una coladera de la cual, apenas detenidas por la esfera reluciente del llavero, colgaban sus llaves. Gateó hacia ellas y estiró la mano para recogerlas. Cuando sus dedos tocaban los barrotes, notó que algo se movía en el fondo. Retiró la mano de golpe y sus llaves se balancearon, a punto de caer. Se asomó, sin poder ver nada.

Hurgó en su gabán hasta dar con sus pinzas en V. Siempre las llevaba consigo. Además de encontrarlas más útiles que cualquier navaja suiza, le daba cierta seguridad portar un instrumento de laboratorio a todas horas. Tratando de controlar su pulso tembleque, las acercó a la coladera. Erró en el cálculo y su llavero tintineó nuevamente sobre la reja. Adrián sostuvo la mano en el aire, esperando alguna reacción desde abajo. Nada. Volvió a aproximar la mano. Esta vez logró introducir una de las puntas en la anilla espiral y atraerla hacia sí. Agarró el llavero con la mano derecha y lo sostuvo sobre su estómago, recuperándose de un ligero vértigo. Volvió a atisbar por las rendijas de la coladera. No pudo ver nada, pero se sentía, con razón, vigilado: parecía que comenzaba a presentirme.

La cuadra parecía desierta. Hay que salir de aquí, pensó tratando de acercarse a un poste que tenía cerca. Escuchó las llantas de un carro rodar lentamente por una calle aledaña. Esperó unos segundos y no vio nada. La electricidad de un escalofrío que arrancó centímetros abajo de la herida que sentía en la nuca le dio suficiente energía para ponerse de pie, apoyándose en el poste. Tan rápido como se lo permitía el dolor de cabeza, caminó hasta donde recordaba haber dejado su Tsuru.

Lo vio al otro lado del camellón arbolado. El chasis azul opaco se delineaba como una sombra bajo el brillo meñique del farol de la esquina. Tuvo cuidado de mirar a todos lados antes de acercarse y cruzó con rapidez. Desactivó la alarma, metió la llave e hizo saltar el pasador. Entró y mientras con la mano derecha se sujetaba del bastón, con la izquierda cerraba la puerta y bajaba el seguro. Volvió a mirar alrededor mientras zafaba la barra metálica que inmovilizaba el volante. Enfiló hacia Insurgentes. Un aire cochambroso y frío se filtraba por la ventanilla apenas abierta. Por suerte estaba cerca de su casa. La mayoría de los semáforos se ensañaban con él titilando en ámbar, indicando una precaución tartamuda y tardía. Otros marcaban alto, pero Adrián no estaba para antesalas. Después de esquivar un bache descomunal se pasó una luz roja que destellaba contra la noche palideciente, apretando a un tiempo el acelerador y el esfínter. Los postes de luz lo alumbraban con su haz verdoso al pasar. Una claridad elástica se encendía levemente en las ventanillas y el parabrisas. Dejó atrás la colonia Roma, cruzó la Condesa y entró a sus dominios en la Escandón. Un par de minutos más tarde llegó a su casa en Progreso 66, arriba de la miscelánea La Brisa.

Se estacionó y se dispuso a bajar del coche. Antes de abrir la puerta tuvo cuidado de mirar por los espejos para comprobar que no hubiera nadie. Puso los pies en el suelo buscando hacer tierra contra el mareo doloroso que le mecía la cabeza. Se afianzó con las manos en el borde del asiento. Cerró los ojos. Al abrirlos de nuevo sus párpados se unieron a los cientos de miles que se abrían en ráfagas, como mariposas atontadas cortando el cordón umbilical del sueño para incorporarse a la ciudad con la primera combustión del alba.

Trastabillante como la claridad que lo acompañaba abrió la puerta de su edificio. Las escaleras le parecieron eternas. Entró a su departamento y se dejó caer sobre el sillón individual de la sala. Antes de tocar el tapiz desgastado un sueño pesado, carente de imágenes, lo reclamó para sus dominios.

El teléfono sonó varias veces. Adrián tuvo la sensación de que no era la primera vez, creía haberlo escuchado entre sueños. Buscó la hora en su muñeca. No encontró sino piel, de un tono más cenizo que de costumbre. El dolor que lo acompañaría el resto de la jornada le arañó nuevamente las sienes, amenazando quebrárselas con una presión que lo devolvió al sueño.

Tardó varios minutos en reconocer la figura que reflejaba el espejo.

—Pareces Quico —le dijo al de enfrente.

Quico respondió acercándose más mientras se llevaba una mano al pómulo izquierdo hinchado y tumefacto. Le sacó la lengua. En la parte inferior una diminuta astilla de carne se desprendía flácida y húmeda. Puso la cara de lado y pudo verla desde otro ángulo. Adrián no recordaba ese golpe, pero al despertar también le dolía la mandíbula. Abrió el espejo y tomó un cortaúñas de las repisas que había atrás. Quico colocó las hojas afiladas a unos centímetros de su lengua. Aproximó poco a poco el cortaúñas. Cuando tuvo la distancia medida, hizo clic. Un hilillo rojo comenzó a manarle. Escupió al lavabo y se enjuagó la boca sin evitar el gusto mineral de la sangre. Lo que hasta hace unos momentos era parte de su cuerpo yacía como un batracio inanimado entre las dos hojas del artefacto. Lo contempló unos segundos antes de sacudirlo sobre el excusado, donde nadó hacia el fondo como un ajolote diminuto.

Volvió al espejo. Quico esperaba. Con el jabón hizo un poco de espuma que se colocó sobre el pómulo sobresaliente. Todavía con la mano recorriendo la zona, su vista se clavó en la de Adrián. Sin despegarle los ojos de encima embarró una pequeña brocha hasta sacar espuma y se la untó sobre el rostro. Abrió la navaja de afeitar. Se la puso al cuello en un ángulo de 45° y comenzó a delinearse el perímetro de la cara.

Después hizo a un lado la cortina de plástico blanco. Por costumbre hizo girar la llave del agua caliente. Se desvistió como si su ropa estuviera confeccionada en papel de china y decidió abrir la fría a todo lo que daba. Tomó aire y lo soltó de golpe al pararse bajo el chorro. Una sílaba disecada se le escapó de los labios. Se quedó quieto unos momentos, sintiendo cómo el agua empezaba a disolver la costra que le cubría la nuca. Comenzó a restregarse el tórax y los brazos con cuidado hasta generar un poco de calor. Después tomó la botella de champú, derramó un poco sobre su mano izquierda y se lo aplicó en la cabeza. Se talló con tanta suavidad que parecía no querer despeinarse. La espuma adquirió una tonalidad rosácea. Cuando acabó dejó que el agua se la quitara. Luego abrió la otra llave y sintió el cambio de temperatura en el agua. Tomó el jabón y se lo pasó por el cuerpo, salvo por el lado derecho de las costillas. Dejó que el agua caliente lo enjuagara y permaneció bajo el chorro durante varios minutos.

Se secó con suavidad y puso la toalla contra la nuca. Aunque ya no sangraba, el dolor de cabeza seguía encima de él como si le hincara los dientes en las sienes, presionando sin morder. Quitó el vapor que cubría el espejo.

—Pinche Quico, ¿sigues ahí?

Salió a la estancia que agrupaba sala y comedor. Se sentó un momento en el mismo sillón donde había pernoctado, el único lugar que se veía libre de la invasión. Aparte de la sala escuálida y la mesa del comedor con una sola silla, los únicos muebles eran anaqueles de pino saturados, que se recargaban contra los muros. Papel en diversos formatos se desperdigaba sobre toda superficie horizontal. Las repisas, los cojines, la mesa e incluso la alfombra café que llevaba meses sin aspirar estaban cubiertos con revistas, libros, cuadernillos y fotocopias al lado de plumas sin tapa.

La pared era una superficie desnuda y blanca excepto por una gráfica donde Adrián comparaba el progreso de sus experimentos. Se levantó y tomó el plumón rojo que utilizaba para trazar los avances de la línea quebrada. Dudó un segundo. Después de lo que había sucedido ayer sabía que la siguiente línea en la gráfica saltaría del pizarrón a la pared, pero no estaba seguro si tocaba ir hacia arriba o hacia abajo. Indeciso, interrumpió la línea con un signo de exclamación.

Puso café. Cargado para él, que lo tomaba cargado. Abrió el refrigerador. Tuvo la escalofriante certeza de que había algo vivo ahí adentro y no precisamente por lo fresco. Tomó el envase de yogur con cuidado, previendo un ataque repentino.

—Caducidad 16 de agosto —miró los taches sobre el calendario y anotó uno nuevo—. Y estamos a 13 de septiembre. ¿Fuiste tú lo que se movió? —le preguntó al yogur con suspicacia y lo arrojó al bote de basura. La principal diferencia entre éste y el refrigerador era que uno estaba un poco más frío—. Si me descuido me forman un sindicato —cerró la puerta lentamente. Tuvo la certeza de que una lechuga lo miraba amenazadora.

Sorbió el café. A cambio recibió una agrura que casi lo hace perder el equilibrio. Decidió reconciliarse con un trago de Melox que fue a buscar al botiquín del baño. Quico lo esperaba con una mirada de desdén. Adrián se la sostuvo y en venganza lo dejó atrapado tras el espejo abierto después de sacar el Melox.

Destapó el frasco, le dio un trago y luego agregó al café lo que calculó como dos cucharadas. Revolvió con el mango de su cepillo de dientes. Aprovechó para tomar dos aspirinas. Se paseó por la sala y cuando terminó el café regresó a la cocina para dejar la taza en la cúspide del fregadero. Miró por el resquicio de la ventana que dejaba libre el montón de platos sucios. Su ojo izquierdo estaba mucho mejor. Creyó ver una sombra moverse sobre la banqueta. Trató de distinguir qué era. Cuando la cola de la rata desapareció tras las rendijas de la coladera como si la alcantarilla sorbiera un fideo malsano, lo asaltó el recuerdo que había estado evadiendo.

Abrió el clóset deprisa. Del rimero en que se apilaban varias camisas bien dobladas tomó una, y para disimular la hinchazón del pómulo se puso su gorra azul. Recogió su gabán y como todos los días antes de salir, primero se asomó por la ventana escrutando la calle. Luego revisó la mirilla de la puerta, comprobó que no hubiera nadie y la abrió de golpe unos cinco centímetros, para volverla a cerrar. Volvió a atisbar, confirmó que el camino siguiera despejado y salió corriendo hacia su coche. Su llavero, que simulaba una esfera de espejos de discoteca, se le zafó de los dedos y cayó por el cubo de la escalera reflejando decenas de Adrianes que bajaban a trompicones los peldaños.

Tan pronto traspasó las puertas giratorias del instituto, sintió que la recepcionista lo miraba con su acostumbrada suma de apetito ninfomaniaco y odio profundo, pero con más de esto último brillándole en la sonrisa encendida.

—Buenas, Herlinda —dijo al pasar junto a ella como si tanteara la contraseña de la que dependía su acceso.

—¿A dónde? —lo detuvo. La contraseña estaba equivocada. Sus ojos se le incrustaban en el pómulo tumefacto. Le pareció que Herli se relamía brevemente antes de seguir. Dictó su sentencia como si no hubiera comido en días y ordenara su plato favorito—. Carrillo mandó decir que quería verlo en cuanto llegara. Le estuvieron hablando.

—Me lo imaginaba —suspiró Adrián—. Nada más voy a dejar mis cosas a mi cubículo y...

—Es urgente. Es por lo de ayer en el laboratorio y si no va directamente se le negará el acceso al instituto.

Adrián no alegó más. Se enfiló hacia la escalera que conducía a la oficina del secretario. Al ascender los primeros diez escalones y salir de la escolta visual de la recepcionista se sintió un poco más ligero, pero tan pronto llegó al primer piso se enfrentó a las secretarias de Carrillo. Lo miraron al mismo tiempo y Adrián quedó encañonado por tres pares de ojos. Siguió avanzando hasta llegar con la que estaba en medio y tejía una chambrita.

—Buenas tardes, Clotilde, vengo a ver al secretario.

—Siéntese, voy a ver si puede atenderlo —le respondió.

Adrián obedeció. Si le hubieran indicado saltar por la ventana se hubiera sentido más cómodo. Las tres se turnaban para mantenerlo en la mira y de paso le visitaban el pómulo, golosas. El único sonido era el monótono tecleo sobre una computadora junto con el cruzar y descruzar de las agujas de tejer. El teléfono sonó un par de veces. Las llamadas eran atendidas con sequedad.

—Si tiene la agenda demasiado ocupada para recibirme, no hay problema, vuelvo otro día.

El encañonamiento simultáneo de sus pupilas lo silenció y sumió en su asiento, inerme. Sonó el teléfono interno. Como si regresara el carrete de una máquina de escribir, Clotilde pasó la lengua despacio sobre el labio superior que relució aún más al anunciarle:

—Es el señor secretario. Que pase.

—Si alguien los hubiera metido en una licuadora el resultado no hubiese sido muy distinto. Su explicación no aclara nada y de acuerdo con los estatutos usted incurrió en una irresponsabilidad patrimonial. Esos animales eran sumamente costosos. Vamos a investigar esto a fondo para ver hasta dónde hay que sancionarlo. Mientras tanto, los fondos para su proyecto quedan suspendidos —sentenció Horacio Carrillo.

—¿Suspendidos? —coreó Adrián con un eco incrédulo. Su manzana de Adán subió y bajó pasando saliva acre—. ¿Cómo suspendidos si ya me los recortaron a principio de año? ¿Cómo espera que siga con mi investigación? —con los recortes presupuestales previos no sólo se había quedado sin fondos para adquirir nuevos especímenes, ni siquiera eran suficientes para mantener a los actuales. Él mismo financiaba la dieta que Fran se encargaba de prepararles, desembolso que le apretaba las quincenas.

—Precisamente —instó el secretario—, por eso lo mandé llamar. Ahora tiene que mostrar mayor interés en recabar fondos externos, algo por lo que siempre ha mostrado desdén —Rólex, como lo apodaba Adrián, ojeó con desprecio el abultado informe que tenía ante sí—. Y la verdad, doctor Ustoria, esto tan raro que estudia usted no es muy atractivo, así que tendrá que trabajar duro. O, como se lo vengo sugiriendo desde que estoy por aquí, cambiar su línea de investigación por algo más rentable.

Hizo desaparecer el respaldo de su sillón de cuero negro con la envergadura de su espalda y sonrió. Siempre sonreía, pero su sonrisa brillaba más cuando la usaba para despedir a alguien o para anunciar que tal partida estaba agotada. Aunque nunca había dinero en el instituto, a él los anillos de oro le seguían floreciendo en los dedos.

El nuevo reloj sobre su muñeca casi competía con su dentadura. Ésta relució amarilla de nicotina bajo el bigote del mismo tono castaño que el pelo, recortado en forma cuadrada, a longitud militar. Los dientes y el oro contrastaban con sus trajes gris oscuro, que usaba con una camisa del mismo color y corbatas claras. A su alrededor se esparcía el aroma seco de su loción. Era tan penetrante que parecía usarla con el propósito de marcar territorio.

Al igual que en los últimos años, Adrián no hizo caso alguno al comentario. Extrañaba casi con rabia al doctor Morán, el antiguo director. Después de la embolia, Rólex se había abalanzado sobre la dirección interina y desde entonces ocupaba ambas plazas.

—Si espera que los investigadores nos dediquemos a relaciones públicas, ¿cómo quiere que avancemos en nuestros proyectos?

—La ciencia siempre ha atraído inversores —aseguró Rólex, que todavía debía materias en Contaduría—, ya sea por interés en el progreso o por interés económico. Si en vez de estar ensuciando laboratorios usted se dedicara a algo más productivo, seguramente encontraría apoyo. No olvide que se encuentra en un instituto de primer orden a nivel mundial, doctor. Aquí no podemos tolerar la mediocridad en ningún aspecto.

—¿Es todo lo que me tenía que decir? —preguntó Adrián sofocando el calor que le burbujeaba en las entrañas.

—No acostumbramos meternos en la vida privada de la gente que trabaja aquí, por eso no voy a preguntarle por qué hoy su presencia es algo más turbia que de costumbre, pero una cosa más en lo que a mí respecta, doctor Ustoria —dijo Rólex—. Recuerde que para fin de año necesita entregar sus resultados y si no obtiene suficientes puntos, ya sabe lo que corresponde —la sonrisa se quedó encendida, como si Rólex estuviera haciendo casting para un anuncio de pasta dental—. La gente de intendencia no ha limpiado el laboratorio. Pensamos que no querría que nadie alterara sus resultados. Hasta luego.

Adrián se levantó y se encaminó a la puerta. El súbito incremento de luz a sus espaldas le dio la certeza de que la sonrisa de Rólex resplandecía a su máxima intensidad. Trató de ignorar la morbosidad lasciva con que las tres secretarias lo aguardaban. Cloti lo miró fijamente. Le estiró a su compañera el estambre que tenía entre las manos, que ésta cortó con sus tijeras como inaugurando oficialmente la carcajada en que prorrumpieron a un tiempo, y que siguió a Adrián mordiéndole las orejas por los pasillos del instituto.

Había decidido pasar primero al laboratorio, pero cuando llegó frente a la puerta se paró en seco. Sostuvo la mano estirada a unos centímetros de la manija, moviendo levemente los dedos. Algo le impedía entrar. El dolor de cabeza se había abalanzado sobre su cráneo con mayor fuerza. Esta vez sintió que además se le enrollaba alrededor del cuello y le exhalaba una sensación caliente sobre la cara que no lo dejaba respirar. Contrajo la mano y decidió buscar a Malula.

Subió con rapidez por las escaleras pateando el borde de los peldaños y el dolor se alejó, pero siguió rondándole los pasos de cerca. Llegó al siguiente piso y dobló a la derecha. Adrián sentía una mezcla de miedo y alegría por la variable introducida el día previo. Aunque catastrófico, el resultado era definitivo. Sabía que le pisaba la cola a algo grande, pero desconocía su magnitud; algo presentía, pero aún no tenía idea de que estaba ante la pista que lo conduciría hasta mí.

Pasó por las ventanas que daban a la cafetería. Estaba ubicada en el piso de abajo, por lo que el techo era altísimo. Que ocupara dos niveles del instituto le parecía a Adrián una necedad, un desperdicio de espacio. Se asomó por uno de los vidrios. Como de costumbre a últimas fechas, estaba desierta. Las lámparas circulares que pendían del techo por un cable largo escanciaban una luz puntual sobre las mesas vacías. Sólo había máquinas de bebidas y de comida chatarra, pero ni siquiera ofreciendo comida caliente se le hubiera quitado ese aire de cafetería de hospital a las tres de la mañana.

Continuó por el pasillo angosto, blanco y con una larga hilera de puertas a derecha e izquierda, idénticas salvo por el número en la pequeña placa de formica. Pasó cinco puertas y se situó frente a la sexta, que decía “101. Dra. M. Maldonado”. Dudó un segundo. Habría entrado como siempre sin tocar, pero tal vez seguía enojada por su lance del día anterior. Como fuera, si no se lo comentaba reventaría. Tocó dos veces. Aun sin respuesta, abrió. Como lo suponía, recorría la pantalla de su computadora con la mirada perdida.

—Ahorita te atiendo. Nada más termino de checar mi correo —le dijo sin volverse a verlo y usando el ratón para pasar al siguiente mensaje. Adrián creyó notar cierta indiferencia afectada en su respuesta; no estuvo seguro, a fin de cuentas Malula siempre le marcaba distancia.

—Si le dedicaras el mismo tiempo a tu proyecto que a esa madre ya hubieras descubierto una vacuna antiviral.

—No seas latoso.