Tal vez somos eléctricos - Val Emmich - E-Book

Tal vez somos eléctricos E-Book

Val Emmich

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Beschreibung

«No hay electricidad en ningún otro lugar. Solo aquí, entre nosotros» Tegan Everly es una chica tímida de dieciséis años. En el instituto, solo habla con su amigo Neel, pero ahora mismo las cosas entre los dos no van bien, y no tiene a nadie con quien ser ella misma. Así que, cuando se ve obligada a enfrentarse a una verdad desagradable, huye durante una tormenta de nieve al pequeño museo local dedicado a Thomas Edison, un refugio al que suele acudir en busca de paz y tranquilidad. Sin embargo, no está sola. Allí se encuentra con Mac Durant, el chico más popular de su instituto. Tegan no lo soporta, pero el Mac que tiene delante no se parece al futbolista magnético que conoce: es alguien que pide ayuda. Durante una noche inolvidable, Tegan y Mac dejarán a un lado las presiones y sus prejuicios y forjarán una conexión inesperadamente electrizante que cambiará sus vidas para siempre. La novela perfecta para los amantes de Nina Lacour y David Arnold

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Tal vez somos eléctricos

Val Emmich

Traducción de Cristina Zuil

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
El día de la tormenta
17:52
18:39
18:54
19:31
15:23
20:02
20:37
21:22
21:43
22:31
16:46
22:50
23:27
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01:30
12:26
01:52
02:21
16:24
02:39
03:04
17:13
03:42
Unas semanas más tarde
08:23
08:52
13:35
16:11
Agradecimientos
Sobre el autor

Página de créditos

Tal vez somos eléctricos

V.1: noviembre de 2021

Título original: Maybe We’re Electric

© Val Emmich, 2021

© de la traducción, Cristina Zuil, 2021

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021

Publicado mediante acuerdo con Folio Literary Management, LLC y con International Editors’ Co.

Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Tawatchai Khid-arn | Dreamstime.com - miniwide | Shutterstock

Corrección: Cristina de la Calle y Carmen Romero

Publicado por Wonderbooks

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-30-8

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Tal vez somos eléctricos

«No hay electricidad en ningún otro lugar. Solo aquí, entre nosotros»

Tegan Everly es una chica tímida de dieciséis años. En el instituto, solo habla con su amigo Neel, pero ahora mismo las cosas entre los dos no van bien, y no tiene a nadie con quien ser ella misma. Así que, cuando se ve obligada a enfrentarse a una verdad desagradable, huye durante una tormenta de nieve al pequeño museo local dedicado a Thomas Edison, un refugio al que suele acudir en busca de paz y tranquilidad.

Sin embargo, no está sola. Allí se encuentra con Mac Durant, el chico más popular de su instituto. Tegan no lo soporta, pero el Mac que tiene delante no se parece al futbolista magnético que conoce: es alguien que pide ayuda. Durante una noche inolvidable, Tegan y Mac dejarán a un lado las presiones y sus prejuicios y forjarán una conexión inesperadamente electrizante que cambiará sus vidas para siempre.

La novela perfecta para los amantes de Nina Lacour y David Arnold

«Una novela maravillosa y conmovedora sobre el duelo, el arrepentimiento y la soledad. La historia de Tegan es emocionalmente vívida, está escrita con una prosa hermosa y es sumamente emotiva.»

Kathleen Glasgow, autora best seller del New York Times

«Un retrato hermoso de dos adolescentes complejos que descubren sus secretos para sacar a la luz su verdadero yo a través de una conexión inesperada. Escrito con ternura y empatía, Tal vez somos eléctricos es un libro que iluminará a los lectores.»

Abdi Nazemian, autor de Like a Love Story

«Una historia de aprendizaje y crecimiento personal absorbente y llena de compasión.»

Kirkus Reviews

«Un libro adictivo lleno de amor, rabia adolescente y duras decisiones sobre la identidad de uno mismo.»

School Library Journal

#wonderlove

Estás presenciando algo que nadie ha visto nunca antes de esta noche o fuera de esta habitación.

Thomas Edison

No quieres ser un monstruo. Ya no. No quieres sentirte fea. Ni por dentro ni por fuera.

Thomas Edison dijo que el fracaso está garantizado. Lo importante es lo que haces después. Antes dudabas al respecto, pero ahora lo crees. Por eso vuelves sobre tus pasos. Porque quizá todavía haya un modo de arreglar el daño que has causado. De enfrentarte a la fealdad y conseguir un futuro más bonito.

El día de la tormenta

17:52

Estoy acurrucada en el duro suelo del museo, con la espalda pegada al rodapié que se calienta poco a poco, a la espera de que los temblores cesen. El suelo cuadriculado que hay bajo mi cuerpo está agrietado en algunas partes, lo que me duele porque me recuerda que todo es nuevo y casi perfecto al comienzo, pero, al final, se resquebraja en varios puntos.

A mi alrededor hay cientos de caras, todas en blanco y negro. La mayoría pertenecen al reputado caballero, al inventor que en el pasado convirtió este lugar cualquiera de Nueva Jersey en un destino internacional y que, luego, se ganó que el pueblo llevara su nombre. Junto a estas fotografías de Thomas Edison hay muestras de sus numerosos inventos. Bombillas incandescentes. Aparatos de sonido. Transmisores de teléfono. Algunas de las cuatrocientas patentes desarrolladas en Menlo Park cubren la pared. Expuesta en una vitrina hay una maqueta del laboratorio que hace años se erigía en este suelo. Todo se encuentra apiñado en un espacio de dimensiones similares a mi salón.

Sin embargo, es mejor que mi salón. Ahora mismo no quiero estar en ningún lugar cerca de mi casa. Solo desearía haber cogido algunos objetos imprescindibles antes de salir de allí. Sobre todo el móvil, aunque una chaqueta también habría sido una elección inteligente.

En mi mente, redacto un correo para mi padre: «Es lo peor. Lo digo en serio. Lo ha fastidiado todo. Por favor, no te pongas de su parte esta vez. No es lo que necesito». Me imagino su respuesta: «Mamá lo hace lo mejor que puede. No me estoy poniendo de su parte, lo prometo. Sí, a veces es lo peor. Le puede pasar a cualquiera».

Me abrazo las rodillas y hundo mi cara, húmeda, en el abismo que he creado entre ellas. Tiemblo en silencio durante un minuto, una hora. Hasta que un pitido familiar me sobresalta. Todos los que trabajamos aquí conocemos ese insoportable sonido. Desvía nuestra atención de lo que estemos haciendo en ese momento y nos avisa de que alguien ha entrado en el museo. Se me ha olvidado cerrar la puerta con llave.

Tal vez mi madre haya venido a buscarme, a pesar de la nieve. No puede ser Charlie, tenía un bolo y ya se ha marchado, por lo que se ha perdido el drama en casa. Si es mamá, estoy acorralada. El Thomas Edison Center tiene muchas cosas, pero espacio no es una de ellas. Consiste en una sala principal, el cuarto trasero en el que me encuentro, un baño y un diminuto armario para las herramientas. La puerta de atrás conduce al exterior, a un cobertizo y a un monumento conmemorativo, pero, si la abro, sonará otro pitido.

—¿Hola? —saluda una voz que, sin duda, no es la de mi madre.

Me quedo muy quieta con la esperanza de que la voz y su propietario, sea quien sea, se marchen tan rápido como han llegado. Una sombra se mueve por el pasillo y se adentra en el cuarto trasero. Se detiene y, cuando levanto la mirada, veo que una figura encapuchada se cierne sobre mí. La nieve cae al suelo cuando se baja la capucha.

Lo conozco. Vamos al mismo curso, otro estudiante de cuarto de secundaria. Se llama Mac Durant. Mac Durant reúne todos los atributos deseables en un chico (es guapo, inteligente, encantador, popular, estrella del deporte, el típico rompecorazones que aparece en todas las comedias románticas que hayas visto y que es demasiado bueno para ser real). Y, además, ese nombre le pega a alguien como él, Mac Durant. ¿Qué narices hace aquí?

¡Estoy hecha un desastre! Hace dos días que no me lavo el pelo. Llevo una sudadera cutre, unas mallas desgastadas y un calcetín de cada color. Tampoco es que me encante mi aspecto ni siquiera en los días en los que me esfuerzo al máximo, cuando sé que alguien me va a ver, pero calificar como trágico mi aspecto ahora mismo, junto a mis ojos rojos e hinchados, se queda corto.

Me froto la cara con la manga para limpiármela y trato de imitar lo mejor posible a una persona estable. Me mira confuso con esos enormes ojos dorados. Es probable que esté intentando recordar mi nombre. ¿Quién es esta chica junto a la que paso todos los días, pero con la que nunca he hablado? ¿Y por qué está hecha un ovillo como si fuera una pelota temblorosa en este suelo sucio y agrietado?

—Necesito usar el teléfono —dice Mac Durant—. Es una emergencia. —Esas no son las palabras para las que me había preparado ni la voz que me había imaginado que las pronunciaría. Oír la inquietud en una persona que siempre rezuma confianza me sorprende todavía más. «El museo está cerrado», quiero decir. No debería estar aquí, y yo tampoco—. Por favor —me suplica, con educación, pero con una nota de desesperación en la voz.

Levanto la mano y señalo con el dedo. Se gira a toda velocidad con su sombra a la zaga. Me pongo en pie y salgo al pasillo como una espía escondida en una esquina. Se acerca al viejo teléfono, pero no coge el auricular. En ese momento, me doy cuenta de que tiene la mano ensangrentada. Entonces, levanta la cabeza y me ve.

—Hazlo tú —me pide. Me cuesta hablar. Me tiende el auricular—. Necesito que hagas la llamada. Yo te diré lo que tienes que decir.

No veo maldad en sus ojos, solo apremio. Lo observo mientras presiona tres números con la mano ensangrentada. No quiero tener nada que ver con ninguna llamada que se pueda hacer con solo tres números. Estoy a punto de advertirlo de esta nueva política no escrita que me he inventado, pero me hace un gesto con un movimiento rápido de la mano y pronuncia mi nombre.

—Tegan —dice. Acaba de decir mi nombre, sabe mi nombre… Es demasiado.

Dejo que me pase el auricular. Una débil voz dice:

—911. ¿Cuál es su emergencia?

Mac me hace un gesto para que me lleve el auricular a la oreja. Es como si me enseñara a utilizar un aparato que no he visto antes, como si perteneciera a la época de Edison. Es lo que hace cualquier persona cuando llama por teléfono: colocarse la parte superior en la oreja y la inferior junto a la boca antes de hablar, pero ¿qué se dice?

—Me gustaría informar sobre algo que ha pasado —susurra Mac para indicarme lo que tengo que decirle a la operadora.

No puedo. Me he quedado muda. Me suplica con sus enormes ojos y, claro, me oigo repetir la frase palabra por palabra:

—Me gustaría informar sobre algo que ha pasado.

Mac entorna los párpados por el dolor antes de dictar la siguiente frase.

—Hay un hombre dentro de un garaje.

—Hay un hombre… —comienzo.

—Dentro de un garaje —me apremia Mac.

—Dentro de un garaje.

—Tiene el coche en marcha. Dentro del garaje.

—Tiene el coche en marcha dentro del garaje —repito.

—Creo que está intentando autolesionarse —prosigue.

Me detengo. Mac asiente. No pasa nada. No pasa absolutamente nada. Con los ojos me promete que estamos juntos en esto, por lo que le digo a la operadora:

—Puede que esté intentando autolesionarse.

Levanta los pulgares. Alejo el auricular de mi boca y le informo de que la operadora me ha pedido una dirección.

—El número 88 de Anchorage Road —contesta Mac.

Le doy la dirección a la operadora y solo entonces asimilo la información. Mac vive en Anchorage, cerca del museo, en la dirección opuesta a mi casa. El centro cultural se encuentra más o menos a medio camino.

La operadora me pregunta cómo me llamo. Al oír esto, Mac me indica mediante señas que cuelgue. Vacilo, pero me arrebata el auricular y cuelga. El museo está en silencio, tranquilo. Me doy cuenta de que tiene la mano ensangrentada, pero se la mete en el bolsillo del abrigo.

Mac Durant respira hondo, levanta los hombros y exhala. Toda la tensión con la que ha entrado en el museo ha desaparecido. Una transformación. Vuelve a ser el chico de siempre, con sus distendidos hoyuelos, ojos de un dorado líquido y eterna fanfarronería. Y me está mirando a mí, a mí, mientras pronuncia la palabra más directa en la situación menos directa de todas:

—Gracias.

18:39

El teléfono permanece en silencio entre ambos. Lo observamos como si se tratara de un cadáver abandonado en una fosa. Me enfrento a la idea de que acabo de participar en algo gordo y que no sé qué es.

—Ha sido raro. Iba caminando y he visto a un tipo sentado en el coche, en su garaje —comienza a explicarme Mac.

Espero a que siga contando el resto de la historia, pero se limita a sonreír como si dijera: «Bueno, ha sido divertido. ¿Qué hacemos ahora?». Un momento. Después de lo que me ha obligado a hacer, me debe una explicación seria. ¿A dónde iba en mitad de una tormenta de nieve? ¿Qué le ha hecho pensar que el tipo trataba de hacerse daño? ¿La puerta del garaje no tendría que estar cerrada? Entonces, ¿cómo lo ha visto? Además, si estaba tan cerca de casa, en su propia calle, ¿por qué no ha llamado desde allí? Ah, sí, y ¿qué le ha pasado en la mano?

Es una pena que no pueda verbalizar nada de esto. Las cosas no funcionan así. Hablar significaría romper con las reglas de nuestro universo compartido en el que él impone su voluntad y yo obedezco en silencio. Mi sorpresa aumenta todavía más cuando se mete la mano en el bolsillo del abrigo y enciende el móvil. ¡Su móvil, el que podría haber usado perfectamente para pedir ayuda! No puedo dejar pasar esto. A la porra el universo.

—Bonito teléfono —suelto.

Lo examina como si buscara qué tiene de bonito.

—Gracias —comenta y me mira como si yo fuera la rara de los dos. Acto seguido, se mete el móvil en el bolsillo y echa un vistazo a la sala—. Nunca había entrado. Paso por aquí a todas horas, pero…

Entonces, se pone en movimiento con un aspecto elegante incluso en mitad de una crisis: chinos holgados, deportivas blancas y un abrigo acolchado con la capucha de pelo artificial. Se acerca al busto de Thomas Edison que da la bienvenida a todos los visitantes cuando entran en el museo. Lo llaman «El mago de Menlo Park». A Edison, no a Mac Durant, aunque, sinceramente, el nombre sirve para ambos.

—Así que aquí está —dice Mac con el tono más neutro posible—. El hombre, el mito, la leyenda.

—El mito —repito y mi propia voz me sorprende.

Mac me muestra uno de sus profundos hoyuelos.

—¿No te gusta?

Me encojo de hombros. Como mi padre, antes admiraba a Thomas Edison, pero ahora creo que está sobrevalorado. De todas maneras, ¿de qué estamos hablando? ¿Por qué Mac sonríe como si todo esto le divirtiera? Al mismo tiempo, el miedo ante la desconocida gravedad de la situación me sacude y la gran predictibilidad de esta me desconcierta. ¿Me encuentro en peligro o solo atrapada en el mismo programa de telebasura adolescente que vivo todos los días? Porque, en cierto modo, es muy típico de los chicos como Mac Durant colarse aquí como si el lugar fuera suyo mientras todas las puertas del patio de los dioses se abren para él y todas las mujeres que cree que merecen su mirada dorada se pliegan a su mandato, incluso si eso supone implicarse en posibles actos criminales. ¿Y ahora qué? ¿Estamos pasando el rato y hablando de forma inocente?

Centro los ojos en el suelo. Junto al patrón cuadrado ahora hay una nueva imperfección: puntos rojos. Sigo la trayectoria hasta la mano de Mac, que hasta hace un momento estaba tocando el busto de Edison.

—No —digo.

—¿Qué pasa?

—No, no, no.

—¿Estás bien?

Señalo a Thomas Edison, al que ahora le sangra la nariz.

—Mierda, culpa mía —comenta Mac.

Desaparezco a toda velocidad y vuelvo con servilletas de papel y espray de limpieza. Me encargo del suelo y atiendo al señor Edison mientras Mac trata de taparse la fea herida, aunque no lo hace demasiado bien, por lo que saco un botiquín de detrás del mostrador principal. Solo se ha usado una vez (para una picadura de abeja) y, a juzgar por lo amarillentas que están las tiritas, debe de tener más años que los artilugios con los que comparte espacio. Lo coloco sobre el mostrador, abro la tapa y suelto un suspiro dramático.

—Ven —le ordeno.

Mac acerca la mano al mostrador de cristal que exhibe los artículos de regalo de Thomas Edison, como un llavero con forma de bombilla, unas pelotas antiestrés con forma de bombilla, una libreta con forma de bombilla o una bombilla con forma de bombilla, además de botellas de agua Genius por un dólar (una ganga). Hay un Edison cabezón sobre la caja. Mac le da un golpecito y la cabeza asiente. Sí, sí, sí, sí, sí.

Cuando señalo la mano, se muestra inseguro. De nuevo, es difícil entender lo que estoy presenciando. El chico que siempre flota mientras el resto camina ahora tiene los pies en la tierra. Y no me refiero a que sea más estable, sino que parece incapaz de volar con libertad. Conozco el sentimiento mejor que nadie; no hay nada más vulnerable que enseñar una mano.

—En otra circunstancia, dejaría que te desangraras todo lo que quisieras —comento—. Pero ahora no me viene bien.

Me sonríe con una expresión que rompería un átomo. Extiende los dedos y coloca la mano abierta sobre el mostrador. Utilizo las mías, las dos, para hurgar en el botiquín y sacar todo lo necesario. Vendas, tijeras, crema. Primero, alcohol. Hago una bola de algodón y presiono la parte húmeda contra la piel de Mac, que esboza una mueca.

—Esto te va a escocer un poco —advierto.

—Creo que eso se dice antes de ponerlo.

Cierto. Le palpo el cardenal rosa y púrpura, el corte interno. La realidad se filtra dentro de mí. El pensamiento de lo que estoy haciendo y con quién. ¿Me huele el aliento? ¿Cómo tengo el pelo? ¿Y las cejas? Tampoco es que importe. Cuando la gente me mira, se suele centrar en otra cosa. En el mostrador hay cuatro manos y es evidente que una de ellas no es como las demás. Solo tengo dos dedos en la mano izquierda. Estoy segura de que Mac la está mirando. Para comprobar mi teoría, aparto la mano izquierda de la acción y observo los ojos de Mac para ver si la siguen. Lo hacen.

Escondo la mano, lo pilla y trata de actuar con naturalidad. Al menos no se disculpa. Eso es lo peor, cuando la gente se excusa como si hubieran irrumpido en tu habitación mientras estabas desnuda y hubiesen visto una parte que debía estar oculta. Cojo un tubo de crema.

—Frótatela —le indico y me doy cuenta demasiado tarde de lo mal que suena. Aprieto el tubo y se oye algo similar a un pedo antes de que la crema caiga sobre su mano ilesa. No es incómodo, para nada. Ahora soy yo la que intenta actuar con naturalidad—. Diviértete.

Se ríe un poco y se aplica la crema sobre la herida. La extiende hasta que se convierte en una película fina, transparente y brillante y la piel se le vuelve resbaladiza. Se cubre el área sensible y la masajea con los dedos. Debería hacerlo en privado, sea lo que sea. Mac se lleva la mano a la nariz y la olfatea antes de acercarla a mí.

—Huele.

—No —contesto mientras me echo hacia atrás.

—¿Estas cosas caducan?

Inspecciono el tubo enrollado.

—Caducó en 2003.

Vuelve a olerla y se aparta. La curiosidad me supera.

—Bueno, deja que la huela.

Me tiende la mano. Es evidente que desprende cierto aroma, no son imaginaciones suyas. Olfateo el tubo para ver si coincide, pero la crema apenas tiene olor.

—Creo que eres tú —comento—. Es tu sangre.

—¿A qué te refieres con que es mi sangre?

—A que te has hecho mala sangre.

—Mi sangre no es mala —contesta, seguro.

—Me refiero a… En plan… Por lo que te haya pasado.

Se mira la mano y la sonrisa atómica se desvanece. Tal vez he dicho algo que no debía. Mientras tanto, la pobre herida sigue ahí, al aire.

—Deberíamos tapártela.

Comienzo a vendarla, por lo que tengo que sacar la mano izquierda y volver a colocarla sobre la mesa. Mientras lo hago, una y otra vez, mi antigua frustración regresa. Tengo preguntas y él, respuestas, pero, en lugar de llegar y formularlas, no paro de dar rodeos envuelta en la ignorancia y la cobardía. Quizá la oportunidad de romper el círculo no vuelva a presentarse, por lo que digo:

—¿Qué ha ocurrido?

Entonces, él cierra los ojos. Déjame adivinar. Estaba cortando leña para encender una hoguera. Estaba salvando a un gatito subido a un árbol. Se había ofrecido voluntario para quitar la nieve con una pala.

—He golpeado un ladrillo —responde Mac, y aleja la violencia de lo que parece un acto violento, como si fuera lo único que se podía hacer.

Trato de imaginarme el puñetazo y a Mac dándolo, pero no puedo. No entiendo lo que debe de haber ocurrido para que esta apacible persona haya perdido los nervios de ese modo. Lo que sí comprendo es cómo debe de sentirse por lo ocurrido: una confusa mezcla de vergüenza, arrepentimiento y algo parecido al orgullo. Abre los ojos y espera mi reacción.

—Bueno —digo tras reflexionar—, tu mano sigue teniendo mejor aspecto que la mía.

Sonrío ante la broma, por lo que se siente lo bastante seguro como para hacer lo mismo.

Naciste diferente. Los bebés tienen cinco dedos en cada mano y en cada pie. Tú no. A ti te ha tocado una mano con solo dos dedos, el pulgar y el anular, y apenas se pueden considerar como tal. La malformación se conoce como simbraquidactilia. Es una palabra que daña el cerebro solo con escucharla, de modo que alguien muy creativo inventó un nombre más simple. Cuando una persona tiene un miembro con aspecto distinto decimos que tiene (redoble de tambores, por favor) una extremidad diferente. Por otra parte, los padres van a su rollo. A tu mano izquierda la llaman «mano especial».

Cuando eres pequeña, tus padres reflexionan seriamente sobre someterte a cirugía, pero, al final, deciden no hacerlo. En lugar de eso, depositan todas sus esperanzas en un enfoque arriesgado llamado autoaceptación. Al principio, parece que funciona. Eres una niña distraída y despreocupada. No sabes qué es tener diez dedos y no parece que haya nada malo en ello. Mamá y papá dejan que lo entiendas por ti misma. Abrocharse las camisas es un rollo y nunca sientes que estés agarrada con la fuerza suficiente al manillar de la bicicleta, pero estas cosas no parecen raras, solo son así.

Luego, creces. Te percatas de que el resto te mira. Siempre te han mirado, pero no te habías dado cuenta hasta ahora. Tu mejor amiga desde la guardería, Isla, te defiende con fiereza de las risitas de los chicos. Comienzas a verte con nuevos ojos. Por primera vez, un doctor te describe como «discapacitada». Siempre has sabido que eres diferente, pero este nuevo término, a pesar de la objetividad con la que se pronuncia, hace que parezca que hay algo mal en ti. Te surge la duda sobre lo «normal» que eres. Empiezas a obsesionarte con tus diferencias de una manera que sabes que no resulta ni saludable ni útil. Te miras la mano hasta que deja de ser tal. Es una pequeña calzone unida a tu muñeca. O una serpiente que se ha tragado una vieja antena de televisor. Es el último fragmento de cinta adhesiva extraído de un rollo que no para de pegarse a sí mismo y se vuelve un nudo frustrante.

Tratas de atraer la atención de los demás para alejarla de lo que te diferencia de ellos. Llevas manga larga en verano, camisetas con eslóganes atrevidos e hipnóticos en la parte delantera. Bromeas, mucho, sobre todo a tu costa.

Cuando llegas a la adolescencia, lo superas. Te aburre el tema. En serio, ¿a quién le importa? Solo es una mano. Nada especial, ni mucho menos. Nadie le presta atención a una mano. Tú no. Ni tus amigos o familia. Eres consciente de ella, pero no te obsesionas. Solo parece que les importa a los desconocidos. El problema es que hay muchos extraños, siempre aparecen más y te recuerdan lo que habías olvidado. Resulta agotador. No tienes energía para educar a cada persona nueva que conoces. O para enfrentarte a los adultos de tu vida que aún no han aprendido. Es más fácil hundirte en la última fila, evitar sus ojos, hacerte pequeñita y callarte, callarte siempre.

18:54

Recojo el botiquín de primeros auxilios y vuelvo a colocarlo en el último estante. Me quedo agachada detrás del mostrador y lo toqueteo durante más tiempo de lo normal. Necesito pensar. ¿A qué ha venido esa llamada telefónica? ¿Por qué me ha pedido que la haga yo? ¡Y la sangre! ¡No podemos olvidar la mala sangre! Tal vez, al ponerme de pie, Mac haya desaparecido por arte de magia para que pueda volver a centrarme solo en mí.

Me levanto y mis plegarias han sido escuchadas, porque se ha desvanecido. No ha costado nada. Miro por la ventana, pero no hay rastro de él. A continuación, me apresuro hacia la puerta principal y echo el pestillo pegajoso para abstraerme del mundo. Suspiro de alivio. ¿O es de decepción? ¿Acabo de desaprovechar el momento más interesante de mi vida? Juro que estaba aquí hasta hace un segundo. Mac Durant. Se ha marchado sin despedirse. Ni darme las gracias por vendarle la mano. De repente, un ruido en la habitación de atrás hace que me gire. Cuando llego, Mac está sujetando uno de los fonógrafos.

—Cuidado —le advierto, aliviada al encontrarlo aquí y, a la vez, asustada de nuevo. Da tanto miedo como toparse con un unicornio: porque has asumido que no es real.

Doy un paso hacia delante y alcanzo el brazo del gramófono antes de que toque el disco. Ya hemos manchado la cara del señor Edison. Lo último que necesito es ser responsable de dañar uno de estos valiosos aparatos.

—Es de los años treinta —le informo—. No se puede romper.

—Tenemos un tocadiscos en casa.

—No es como este.

—Bastante similar. —Supongo que es genial que haya recuperado la confianza al máximo, pero, por desgracia, no tiene ni idea de lo que habla—. ¿Funciona? —pregunta.

Incluso en su estado actual, con el pelo grasiento y desaliñado y un claro rubor en las mejillas, Mac desprende un poder del que es difícil defenderse. Sí, el tocadiscos funciona, aunque no con cualquier disco, solo con los que pertenecían a Edison y estos se usan únicamente durante las visitas guiadas. El museo abre cuatro días a la semana. Hoy, sábado, ha cerrado a las cuatro y volverá a abrir mañana a las diez, si el tiempo lo permite. Sin embargo, hace meses que no trabajo en el Thomas Edison Center y ninguno de los dos debería estar aquí.

Pero aquí estamos. Genial. Vamos a darnos prisa. Abro el panel frontal del fonógrafo más grande y dejo caer la aguja. La música suena alta y llena de vida. La escuchamos durante un largo minuto (aunque me cueste). Por injusto que parezca, me siento responsable de lo que estamos escuchando, como si fuera el artista que ha grabado la canción y lo que pensase Mac me afectara personalmente. Marca el compás con un pie y lo mueve a un ritmo rápido. Echa un vistazo al móvil antes de guardarlo. Cuando la música termina, enfundo la aguja y cierro el panel.

—Es un gran éxito para el público de más de noventa años —comento con la esperanza de que no me asocie con el rollo que le he obligado a soportar.

Entonces se dirige hacia otra exhibición. Su forma de andar, pausada e inquisitiva, crea la absurda sensación de que esto era lo que tenía planeado para la tarde del sábado, repasar la historia de Thomas Edison que llevaba mucho tiempo ignorando. Sigo sus movimientos y lo estudio de perfil (por razones de seguridad, por supuesto). Tiene una nariz pronunciada que le queda bien. Los labios parecen pintados con un caro pincel. Para ser sincera, he soñado despierta con difamar su cuadro.

—¿No deberíais haber cerrado ya? —pregunta Mac—. La cosa se está poniendo fea ahí fuera.

Me dedica una mirada rápida y solo entonces asimila mi apariencia, cada curioso centímetro de ella. La sudadera roja encogida en la lavadora con la que llevaba holgazaneando todo el día es mi apuesta segura de comodidad y vaguería, pero no es un atuendo de trabajo muy convincente. Quizá parezca una empleada del museo por la forma de hablar, pero es evidente que mi aspecto indica lo contrario.

—El taxi está a punto de llegar —contesto—. En cualquier momento. —Una mentira en toda regla.

—Puede que el Gobierno declare el estado de emergencia. —Niega con la cabeza—. Siempre exageran este tipo de cosas. A la gente le encanta el drama.

Gente. Es decir, otras personas. A él no. A Mac Durant no le gusta el drama. Ese es el mensaje que trata de mandar. Aun así, es él quien está provocando el drama ahora mismo. Planeaba esconderme en el museo durante un tiempo, pero, por su culpa, mi refugio ya no es un lugar seguro. Debería irme. Ya.

No quiero volver a casa, pero ¿qué otra opción me queda? No tengo dinero ni móvil. Ninguno de mis amigos vive lo bastante cerca como para llegar a su casa a pie. Tal vez acudiría a Neel en un momento así, pero nos hemos peleado. Volver a casa no tiene por qué significar que vaya a hablar con mi madre. Podría ir directamente a mi habitación y esconderme bajo la manta. Sin embargo, antes de eso, tengo que conseguir que Mac se vaya. Me aclaro la garganta.

—Estoy segura de que tienes… ya sabes, planes o lo que sea.

No responde, está demasiado ocupado leyendo con atención las paredes del museo. Voy a apagar las luces para que pille la indirecta. Es una decisión extrema y tal vez lo descoloque, pero ha llegado el momento de atreverse a hacer las cosas. Supero la aversión a mí misma y me escabullo hasta el interruptor de la luz; sin embargo, cuando lo alcanzo, Mac se interpone en mi camino sin darse cuenta y me veo obligada a retroceder.

—¿Todavía vas en bus? —me pregunta mientras hace una pequeña pirueta para interceptarme.

—Sí —respondo, sorprendida de que lo recuerde—. Por desgracia.

Mac no ha cogido el bus desde primaria y, entonces, casi siempre estaba dormido por las mañanas. Este es un tema del que me encantaría oírle hablar largo y tendido: el pasado, nuestro pasado, los pequeños momentos que compartimos, pero abandona el recuerdo de forma tan abrupta como lo ha evocado.

Decido que es hora de enviar el mensaje que está demostrado que funciona: un bostezo. Mientras Mac explora, hago mi primer intento, pero apenas es audible. En mi segundo intento, proyecto la voz y lo preparo para que suene como un viejo mago que está expulsando una piedra del riñón.

—Tío —digo, sobreactuando—. Estoy supercansada.

Sin percatarse, Mac mira el móvil por millonésima vez y se lo vuelve a meter en el bolsillo. Su siguiente pregunta es absurda dado que he visto lo que ha hecho en los últimos cinco minutos.

—¿Puedo usar el teléfono otra vez?

«¿Por qué no utilizas el tuyo?» sería la respuesta más lógica, pero no la formulo.

—Claro —digo.

Acto seguido, regresa a la sala principal. Cuento hasta diez y lo sigo antes de detenerme al final del pasillo y aferrarme al último trozo de pared. Me inclino con lentitud hacia un lado hasta que uno de mis indiscretos ojos capta una pizca de la escena. Mac mantiene el auricular alejado de su cara mientras piensa sin moverse. Lo levanta, marca y escucha. Cuelga y espera. En ese momento, se gira hacia la ventana, aunque no se ve nada ahí fuera. Se da la vuelta y sé que debería esconderme, pero la mitad de mi cara queda a la vista, lo cual resulta mucho más raro que ver mi cara completa.

—Hola —dice Mac.

Doy un paso al frente y le muestro mi rostro entero.

—Hola.

Se sienta en un taburete detrás del mostrador. Reposa los brazos sobre el cristal, deja caer la cabeza y se la sostiene con las manos. Solo hay una buena razón por la que Mac no querría hacer una llamada desde su propio teléfono: no quiere que la persona a la que está llamando lo identifique. Eso explica la primera llamada al 911. Pero ¿y esta nueva llamada? ¿A quién habrá llamado esta vez?

Levanta la cabeza y mira al techo. Estira el torso y echa el cuello hacia atrás. Suelta un gruñido grave y deja caer la cabeza hacia un lado, sobre la almohadilla de su mano. Lo observo sorprendida. Distraído, pregunta:

—¿Tus padres siguen juntos?

Es una pregunta que no viene a cuento pero que, a la vez, resulta oportuna. Niego con la cabeza. No, no lo están.

—¡Qué suerte!

¿Suerte? No, no estoy de acuerdo. No es ninguna suerte. Si Mac supiera por lo que he tenido que pasar justo hoy porque mi núcleo familiar se ha hecho pedazos…

Se sienta erguido frente a la ventana. Fuera, la nieve es espesa. Los copos se toman de la mano mientras caen. No se ve nada a través de la barrera que forman. Su atención se desvía hacia la pared antes de centrarse en la puerta principal.

—Llega bastante tarde —comenta Mac.

—¿Quién?

—El taxi.

Ah, sí, mi taxi imaginario.

—Será por el temporal —respondo. Me parece bastante creíble.

Se pone en pie y sale del mostrador. A medida que se acerca, su tamaño aumenta. La mano vendada le cuelga. Hundo la espalda en la pared. Cuando pasa a mi lado, oigo el roce de su abrigo, que se desvanece a medida que se aleja de mí. Parece que se dirige hacia la puerta. Por fin, Elvis se marcha del edificio. Sin embargo, no lo hace, pasa por delante de la puerta.

Qué tortura. Cuando me he marchado de casa, me sentía la persona más sola del mundo, pero, ahora que tengo compañía, de hecho con alguien guay, también me resulta aterrador y confuso. Además, no es un buen momento.

—Necesito cerrar —digo para que concluya este rollo coloquial—. ¿Te puedo ayudar en algo más o…? —Mira el móvil de nuevo. ¿Está esperando a alguien? ¿Qué narices ocurre? No lo soporto más—. ¿Por qué sigues aquí?

Levanta la cabeza.

—¿Yo? ¿Y tú?

¿Va en serio? ¿Hola?

—Trabajo aquí, es evidente.

—No has pedido un taxi. Ningún mensaje. Nada.

—Porque… me he olvidado el móvil en casa.

Me dedica una sonrisa de superioridad.

—¿En serio? Hay un teléfono justo ahí. —Siento un nudo en la garganta. Da un paso hacia mí e invade mi espacio vital—. No quiero parecer un capullo, pero no creo que nadie vaya a venir a buscarte.

Toco la pared por si necesito ayuda para mantenerme en pie.

—¿Por qué dices eso?

Señala a la puerta principal. Antes, cuando se ha acercado a la ventana, debe de haber visto el cartel donde se indica el horario del museo.

—Has cerrado a las cuatro —contesta—. Ya pasan de las siete.