Tambue - José Ángel Gárciga Blanco - E-Book
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Beschreibung

Esta vez, veintitrés cuentos que nacen de los tiempos en que angolanos y namibios defendían su independencia junto a internacionalistas cubanos, llenan las páginas de Tambue. Entre la valentía y temores, nostalgias y amor notorios, aparecen las creencias y sincretismos de diversos credos que, para los desconocedores, se volvían curiosidades. Por eso el narrador busca el momento propicio para que los nacionales le cuenten. La diversidad de expresiones culturales que se revelan al calor de la guerra fue motivación para que el autor se entregara a la investigación y se viera envuelto entre textos sobre la historia y etnología de Angola y su pueblo.

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Seitenzahl: 167

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición:Olivia Diago Izquierdo

Corrección:Maylin Arencibia Gómez

Diseño y realización de cubierta e interior:Francy Espinosa González

Fotos: Archivo personal del autor

Cuidado de la edición:Tte. cor. Ana Dayamín Montero Díaz

 

© José Ángel Gárciga Blanco, 2024

© Sobre la presente edición

Casa Editorial Verde Olivo, 2024

 

El contenido de la presente obra fue valorado por la Oficina del Historiador de las FAR.

 

ISBN: 9789592247765

 

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, en ningún soporte sin la autorización por escrito de la editorial.

 

Casa Editorial Verde Olivo

Avenida de Independencia y San Pedro

Apartado 6916. CP. 10600

Plaza de la Revolución, La Habana

[email protected]

www.verdeolivo.co.cu

Índice de contenido
Nota al lector
Tambue
Maldición de hierro
Mulemba
Convoy
Pintura parietal
Viajeros
La vela negra
Inquisición
Hambre y miedo
Máscaras
El sospechoso
El prisionero
Traición
Vuelo
Mercenario
Uanga
Ibazubazu
Serpentarios frustrados
Mi última caravana
Grisgrís
Isabel
A tiempo
Premio
Datos de autor

A los hijos del pueblo cubano, quienes, sostenidamente, iluminan el mundo con el sentir martiano

Nota al lector

Cuando nos reunimos dos o más internacionalistas cubanos, de los que cumplimos misión en la República de Angola, generalmente rememoramos la participación en aquella gesta mediante anécdotas y experiencias personales sobre los combates, las relaciones con los pobladores, tradiciones, formas de vida, manifestaciones culturales, en fin, sobre cualquier elemento que a nuestro modo de ver sea pintoresco o singular. Es que en el interior más profundo de cada uno, junto a las nostalgias, pervive una dosis de ansiosa curiosidad por conocer más acerca de los «primos» actuales y de los antepasados.

Sucedió que en determinada ocasión una pequeña tropa, integrada por combatientes de un mismo subgrupo etnolingüístico, no tomó la posición enemiga. Según explicaron después, las balas retrocedían al llegar a la línea adversaria.

—¿Cómo pudo ocurrir eso? —se preguntaban.

—Es que junto a ellos un brujo practicaba hechicerías y, los demás, entonaban una canción mágica —fue la respuesta.

Cierta vez el ataque se esperaba, no habría sorpresa; la artillería enemiga hizo fuego y, desplegado, aparecía el primer escalón de asalto; pero… ¿quiénes marchaban delante? Cuatro individuos enmascarados con representaciones antropomórficas y zoomórficas de expresiones terribles, amenazaban a los nuestros. El objetivo: amedrentar a los defensores.

Nunca olvidaré una parada cuando al atardecer, en la carretera de Bié a Menongue, escuchamos un potente bramido de tambor hacia un flanco de nuestra dirección de avance, pasados unos instantes, otro redoble de idéntico retumbo, desde el lado opuesto. Uno de nuestros locuaces compatriotas exclamó:

—¡Vaya, si nos acompañan Los Papines y Pello el Afrokán!

A lo que otro más suspicaz replicó:

—¡Oye, berraco, ponte a la viva, que detrás de esto viene la comparsa chorro e plomo!

En efecto, apenas avanzamos unos kilómetros, nos tenían puesta una emboscada. ¿Sería el enorme tambor nombrado El Mondo, utilizado por algunas tribus como instrumento parlante? No lo sé, pero de lo que sí estaba convencido era del mensaje poco amigable, relacionado con el paso de la caravana cubano-angolana.

Este tipo de vivencias me empujaron a consultar textos de historia y etnología sobre Angola con el interés de conocer más a sus pobladores. En el proceso de estudio, realidades y fantasías se han fusionado y proliferado en el cerebro como la energía aglutinadora de la Mulemba, ese árbol sagrado de algunas etnias angolanas. Con la fuerza del Tambue, espíritu del león protector de los aldeanos, miles de cubanos combatieron junto a sus hermanos de Angola para vencer al invasor racista. Ese mismo vigor poseen las multitudes de médicos y paramédicos que hoy recorren diversas latitudes salvando vidas humanas. El masivo internacionalismo de Angola sirvió de entrenamiento preliminar.

Con la audacia, temor, valentía, angustia, ternura, dolor, vehemencia, sufrimiento, amor, penurias… las múltiples exaltaciones agresoras o impulsoras para con los que afrontan los episodios de la guerra, se mezclan en estos relatos atávicas creencias y sincretismos emergentes de una diversidad de credos. Ellos han brotado como las aguas de un géiser, sin respetar la envoltura. Decido ponerlos en redondilla con el propósito de, al decir de José Saramago, comprender —y aquí añado—: de dónde venimos, por qué estamos aquí y hacia dónde debemos ir.

Seré feliz si, de modo semejante, son asimilados por los pacientes y amables lectores.

El autor

Tambue

—¡Miren, en la otra margen, un león sale del agua! —señala Nhemba.

—¡Eh, parece que tomaba un baño! —comento.

—¡No, primo, ese es el Dumba wa meya; él vive más en el agua que en la mata! —afirma Bunda.

—¿Es una especie de león de agua? —inquiero.

—Sí. Muy pocos han podido verlo; así que somos privilegiados.

—¡Hum!, es como en Cuba el maja de agua; nada más que campesinos de algunas zonas dicen haberlo visto.

—Por donde vivo tenemos el río Cutato y mi padre dice que en él habita la epólua ou sanguengue, parecida a una serpiente enorme. Siendo niño, cierta vez sin llover, el Cutato tuvo una crecida repentina; fue más bien una rapidísima ola grande que pasó, después el agua volvió a su nivel normal. Papá afirmaba que la epólua, molesta, se había revuelto en el naciente del río —explica Nhemba.

—Acá, por el este, también tenemos el cocodrilo gigante y el buey de agua —añade Bunda.

—¿Es verdad que más adelante el río Cuando traza la frontera con Zambia? —pregunto con el propósito de cambiar el tema de conversación.

—Sí, pero se extiende más allá de Angola, hasta unirse con el Zambeze —contesta Bunda.

Converso con dos soldados de la etnia ganguela; uno de ellos, Nhemba, es de los occidentales, y Bunda de los orientales.

Luego de peinar unos veinticinco kilómetros por la margen occidental del río Cuando nos detenemos antes del oscurecer,no muy distante de un pequeño afluente y continúa la conversación:

—¿Por acá consideran al Dumba wa meya, como un león protector? —reanuda Nhemba la mítica conversación.

—¡Sí!, es como una especie de guardián —asegura Bunda.

—En mi tierra existe el hossi, según cuenta mi abuelo, custodia las ruinas existentes entre los ríos Cunene y Occi. Allí se ocultan fabulosos tesoros.

—Y el hossi, ¿qué es? —le pregunto a Nhemba.

—¡Ah…!, es un león de oro que mata a quien intente cruzar las murallas del recinto.

Dada la seguridad con que hablan, no me atrevo a manifestar incredulidad sobre el tema de conversación.

—El león es fuerte, valiente y nada puede contra él; por eso en la aldea lo veneramos y confiamos nuestros destinos al Hamba na Tambue —me explica Bunda.

—¿Es un león muy grande? —muestro curiosidad.

—No siempre, depende del tamaño que lo construyan.

—¡Pero… no es de carne y hueso?

—¡No, primo! Se construye un esqueleto de madera, se moldea la imagen con barro y al final se le pintan líneas y círculos en blanco y rojo.

—¿Y nada más?

—¡Un momento! Falta lo principal, mediante una ceremonia se invoca al espíritu Tambue (nombre religioso dado al león), para que resida de manera permanente en la figura construida. A partir de entonces el Tambue nos protege de enfermedades, hambre, ataques y otros males.

La plática es interrumpida para comunicarnos que la escuadra ha sido designada como seguridad combativa y debemos partir. Pasados diez minutos ocupamos posición de emboscada, a menos de treinta metros de la unión del pequeño afluente con el río Cuando. A este lo tenemos por el flanco izquierdo y al otro por el frente.

Como me corresponde la guardia en el turno de la madrugada, apenas oscurece, duermo.

—¡Vamos, Fernando, que te llegó la hora!

—¡Ñok, tan pronto! —respondo al centinela.

Tras romper manigua durante más de diez horas, un problema es mantenerse despierto, pues el cuerpo pide cama. ¡Cama! ¡Caramba, Fernando, no es para tanto! Muy bien te sentirías si al menos pudieras dormir una noche completa en este confortable… suelo.

¿Qué haré para ahuyentar el sueño?, no sé. Miro hacia la izquierda y la vista resbala en el bruñido espejo del Cuando; pienso que sería formidable dedicar la próxima mañana a pescar en él, si no fuera por la guerra.

«¿Qué es eso, el zumbido del aire o… han sido pasos?», me pregunto. Por unos instantes apenas respiro, pero el silencio es total.

Estuve a punto de proponerle a Bunda que buscara un Tambue, para que me hiciera la guardia. No lo hice porque ellos hablan en serio y quizás se hubieran irritado conmigo.

En noches como esta, ni muy claras ni muy oscuras, la vista no logra delinear bien los contornos de las figuras. Fuera inquietante que, de repente, emergiera una de esas lacustres quimeras ¡ja!, si le cuento de ellas a Juan Carlos, con lo aprensivo que es, casi seguro que no duerme mientras estemos cerca de los ríos.

«¡Otra vez el ruido!», murmuro y sacudo la cabeza para despabilarme.

Apunto el fusil hacia adelante y, bulto a bulto, examino el frente.

Los débiles alisios predominantes en la zona no logran mover las hojas de los árboles, por tanto puedo escuchar cualquier sonido aun cuando sea muy bajo.

Durante más de un minuto reinan el silencio y la quietud como categorías absolutas; pero acto seguido, percibo un tris de yerbas aplastadas desde el frente, más acá del afluente.

A manera de chispazo, reflejo en la mente lo sucedido hace dos meses, que sin hacer ruido se aproximaron a un combatiente y lo atacaron con un cuchillo; él apenas pudo agarrar la mano armada, abracar al adversario y pedir auxilio. Vive para contarlo porque en su ayuda rápido acudieron otros compañeros.

Dos, tres, cuatro pasos que aplastan los altos yerbajos me persuaden de que caminan hacia donde estoy. No espero más, acciono el disparador y como luciérnagas aletean las primeras trazadoras. Tengo la percepción de que los intrusos, sorprendidos por el estruendo de los plomos, ni avanzan niretroceden, sino que, desconcertados, se mueven en el mismo lugar.

—¿Qué sucede? —me grita Juan Carlos.

—¡Hay movimiento allá alante! —respondo.

La escuadra completa se ha despertado y creo que la mayoría también dispara.

Transcurren un par de minutos y veo cómo un bulto se introduce en las aguas del afluente; en breve rebasa los ocho o diez metros de ancho y sale, encorvado, por la otra margen.

De nuevo somos varios los que disparamos, tal vez todos los integrantes de la escuadra; pero en segundos el bulto se esfuma entre sombras y matorrales. Simultáneo al cese del tiroteo llega un refuerzo de la compañía.

—¿A qué le tiran? ¿Dónde están los atacantes muertos? —con acentuada ironía pregunta el teniente.

—Mire, yo estaba de guardia y escuché pasos, vi moverse las yerbas y hacia allí disparé; quien o quienes se aproximaban retrocedieron y se tiraron al agua. Luego distinguí un cuerpo mientras salía por la otra orilla y de nuevo le hice fuego.

Dos compañeros confirman lo del bulto en la margen opuesta.

—Esperemos la mañana para buscar las huellas o los cadáveres.Pero me parece que tienen muy mala puntería o… dispararonapendejaos.

En las horas siguientes no duermo y la cáustica observación del oficial me retuerce el hígado hasta el amanecer.

Apenas aclara, caminamos en peine; a menos de quince minutos, frente a donde yo estaba, encuentro un área de yerbas aplastadas; a continuación un rastro marcado con gotas de sangre se dirige hacia el afluente.

—¡Teniente, vea esto! —reclamo la presencia del oficial para mostrarle la sangre y no perder la oportunidad de «vengarme».

—¡Compañeros, retiro lo de los malos tiradores y también lo otro…! —dice en voz alta.

Algunos combatientes ríen y yo, todavía mortificado, al que está más próximo, Juan Carlos, en voz baja le espeto:

—¡Guataca!

Cruzamos el afluente y en la margen opuesta reaparece la huella con el purpúreo hilillo, el cual se torna más grueso a medida que avanzamos. De súbito, un rugido nos para en seco.

—¡Un león! —vocifera Juan Carlos.

—¡Vamos hasta allí! —ordena el teniente.

Caminamos unos dos minutos y lo descubrimos tendido en el suelo.

—¡Está herido, parece… moribundo! —afirma un combatiente.

Más atrás, estrepitosamente, una sombra vuela entre la maleza. Suenan varias ráfagas que no logran alcanzarla al tiempo que, a mi izquierda, gritan:

—¡El Tambue, ahí va el Tambue!

Menos yo, los demás miembros de la escuadra miran a Bunda como si hubiera enloquecido.

 

 

Maldición de hierro

—También usted debería mantenerse alejado, pues él resulta una amenaza para los demás.

—¿Por qué dices eso? Tengo entendido que es un combatiente disciplinado, laborioso, de conducta intachable, con buenas calificaciones en la preparación…

—No se trata de su conducta, lo rechazan porque los camaradas están atemorizados. No quieren relacionarse con un maldecido.

El ruido de la rama quebrada, la caída y los gemidos de dolor por la fractura en el tobillo, provocaron que acudiera en su auxilio. Pero me sorprendí al ver que los demás se mantenían indiferentes ante la desgracia de un compañero. Solo cuando mis gritos se convirtieron en órdenes reaccionaron y corrieron a prestar ayuda; rápido lo condujeron al puesto médico.

Más tarde, pedí explicaciones al teniente Matimba, jefe de pelotón, quien había dado aquella extraña respuesta.

—¡Un maldecido? ¿Qué quieres decir…?

—Desde hace mucho tiempo, Caputo es impotente con las mujeres; le sobrevino la desgracia luego de haber pisado la sepultura del maestro forjador de hierro. Para colmo, después sostuvo una riña con el sucesor del difunto, que había heredado del padre los conocimientos y los poderes del oficio.

Según Matimba, en su tribu, los trabajos relacionados con la fundición de hierro se vinculaban con ideas mágico-religiosas.

Debido a que el maestro forjador era capaz de transformar las piedras en hierro, lo consideraban investido de poderes sobrenaturales. La creencia establecía que de la energía del oficio dimanaba el poder del maestro y este, entre otros dones, tenía el de experto en remedios contra la impotencia. De acuerdo a esta concepción, al morir el forjador sucede lo contrario, la energía se postra y crea un mal inerte en el terreno de la sepultura, el cual provoca la impotencia de quien la pisa.

—La impotencia es un mal indeseable y pesaroso para el que la sufre, pero... no entiendo lo de la maldición —sin preguntar induzco una explicación.

—Es otro asunto, él está maldecido desde que sostuvo aquel altercado, el cual se originó porque el nuevo forjador había tomado como esposa a la hermana de Caputo sin pagar el monto que el padre de la muchacha exigía. La dote solicitada ascendía a cuatro bueyes, pero el herrero nada más había entregado dos. Un tiempo después Caputo le reclamó, entonces discutieron, pelearon y al final lo único que obtuvo el agraviado hermano fue la maldición.

—¿Cuánto poder tiene el forjador y sus imprecaciones?

—El maestro fundidor es algo así como un sacerdote o un hechicero. Tiene un poder divino y terrible; pero más se le teme a sus maldiciones, son tan contundentes como el hierro.

Las tareas afines con la preparación de las tropas y las operaciones contra el enemigo, nos ocupaban de tal modo que en los días siguientes no volvimos a hablar sobre el tema del anatematizado Caputo.

—¡Capitán, tenemos un herido, un lanzacohetero! —sofocado por la carrera me informó un combatiente procedente del campo de tiro.

—¿Cómo ocurrió?

—Disparó el cohete, pero se le quedó en el tubo y le desbarató la cara.

Corrí hacia la línea de tiro, ya la ambulancia lo trasladaba al hospital.

—Al parecer el cohete estaba defectuoso —me comentó el teniente Matimba.

—¿El herido está inconsciente?

—No. Tenía el rostro cubierto de sangre. No creo que muera, quizás pierda la visión del ojo derecho.

—¿Quién es?

—¡Ah!, ¿no lo sabe? Es Caputo. Sigue bajo el influjo de la maldición.

—Creo, Matimba, que si no muere en esta ocasión, puede considerarse dichoso; casi nunca se logra salir con vida de un accidente así.

—Capitán, él miró donde no debía y por eso es seguro que perderá el ojo.

—¿Qué cosa no debía mirar?

—El recinto de la fundición; él sabía que allí está prohibido entrar.

—¡Ah, sí! Recuerdo tu explicación sobre la forja de hierro. ¿Por qué prohíben entrar?

—Ese lugar está vedado a los profanos, incluso, se cubre con ramas para que no lo vean.

»Cuando Caputo fue a reclamarle al herrero los dos bueyes que le debía, no solo entró al local, sino interrumpió el ritual que el maestro realizaba con su mujer y el horno.

De nuevo acudió el bichito de la curiosidad y mediante preguntas pude conocer otros elementos respecto a los mitos de la fundición y el maestro.

Me explicó Matimba que, al comenzar el día de labor, el maestro y los auxiliares se lavan los pies con agua limpia de un pote colocado a la entrada; acto seguido de cara al naciente el maestro pronuncia una oración y a continuación limpia el horno y los instrumentos. Por último untan con arcilla blanca sus cuerpos y los utensilios de trabajo.

Hay días especiales en los que practican complicadas ceremonias en las que realizan ofrendas a los espíritus de los maestros difuntos. Algunas incluyen sacrificios sangrientos.

También me decía Matimba que aquel horno tenía figura de mujer en posición de parto, porque se trataba de un concepto analógico de procreación, vida y energía. Caputo había llegado cuando el maestro tenía a la esposa frente al horno, con el objetivo de realizar un ritual propiciatorio, frecuente entre losQuiocosluego de que la señora le anuncia al marido su estado de embarazo. Dos trazos: uno rojo y otro blanco, dibujaba en la piel de la fémina, desde el pubis hasta el pecho, por entre los senos. Como en este caso el objetivo era conseguir buenos resultados durante el parto del horno-mujer, de igual forma el maestro procedería a repetir los trazos sobre este.

Sin lugar a dudas, el desventurado Caputo escogió el momento menos oportuno para hacer aquella reclamación.

Como había vaticinado Matimba, a causa del accidente perdió la visión del ojo afectado; sin embargo, la adecuada atención médica le posibilitó recuperarse con prontitud y al mes se incorporó a la tropa.

—Esta mañana conversé con Caputo, lo vi muy nervioso. Me parece que los médicos deberían analizar si está en condiciones de seguir prestando servicio —me comentó Matimba a la semana siguiente.

—No es para menos. Salvó la vida por un pelo. Pero no te preocupes, hablaré con el médico para que lo vea y determine qué hacer.

—Lo que tiene no es una enfermedad común; el aún está a merced de la nefasta maldición.

—¿Y cómo lo sabes?

—Según Caputo, por las noches, dormido y hasta despierto, ve a un hombre irradiando luz que, al moverse, produce un sonido semejante a la de los fuelles del herrero. Ese es el fantasma del maestro forjador que cumple la maldición del hijo.

—¿Y qué dice él?, ¿también relaciona esas pesadillas con la maldición?

—No ha dicho nada, pero lo sabe.

—Caputo ha tenido dos accidentes y ahora, ¿qué sucederá?, ¿le ocurrirá un tercero?, ¿cuánto durará y hasta qué punto llegará la maldición? —pregunté en tono subido a Matimba, pues aquellas premoniciones me tenían molesto.

—Eso nadie lo sabe, ni siquiera el maestro forjador. Quizás le sobrevenga una muerte repentina o, tal vez, esté destinado al placer de los espíritus malignos.

—¿Qué quieres decir?

—Ellos gozan cuando hacen sufrir con el dolor físico y el terror.

Esas explicaciones de Matimba lejos de aclarar enredaban mis pensamientos. Tenía la percepción de que la curiosidad me estaba convirtiendo en aliado involuntario de sus creencias; quizás esa razón o el miedo, o ambas, me incitaron a que le diera la espalda con el firme propósito de no volverle a preguntar.

En los días siguientes me ocupé de que Caputo fuera examinado por los médicos, incluido el psiquiatra. A las cinco semanas se veía muy bien; cumplía puntualmente sus deberes, como era habitual en él.

Disfrutábamos una etapa en la cual habían recesado las operaciones militares y la tropa se dedicaba a las tareas rutinarias del adiestramiento militar.