Tan insólito como nosotros dos - Rosi Ortega - E-Book

Tan insólito como nosotros dos E-Book

Rosi Ortega

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Beschreibung

El distanciamiento social puede unir corazones. El comienzo de la pandemia es también el inicio de la historia de Claudia y Héctor, dos jóvenes que se cruzan por casualidad y que piensan que no pueden ser más incompatibles. Para más inri, las casualidades se empeñan en que no deje de haber encuentros entre ellos, cosa que detestan. El amor procura colarse por las rendijas de sus reproches. Entre insultos y diferencias asoma la patita para que los dos se vuelvan locos y renieguen de lo que sienten por el otro. ¿Será posible que ese virus sea el culpable de que lo suyo germine? Un reencuentro inesperado en un escenario inédito será el origen de sus acercamientos. No te pierdas Contigo a la Vía Láctea, la historia donde empezó todo. - Cómo las apariencias y primeras impresiones pueden provocar que tengamos ciertos prejuicios. - Fuertes valores: la familia, la lealtad, la confianza y la comprensión. - Una historia tierna y entretenida con dos personajes que se complementan a las mil maravillas. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, romance… ¡Elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 324

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Rosi Ortega

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Tan insólito como nosotros dos, n.º 383 - marzo 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

 

I.S.B.N.: 9788411806053

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Capítulo XXXVI

Capítulo XXXVII

Capítulo XXXVIII

Capítulo XXXIX

Capítulo XL

Capítulo XLI

Capítulo XLII

Capítulo XLIII

Capítulo XLIV

Capítulo XLV

Capítulo XLVI

Epílogo

Agradecimientos

Notas

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Moi, por los sueños cumplidos y los que nos restan.

Capítulo I

 

CLAUDIA

 

 

 

 

Dicen que los niños nacen con un pan debajo del brazo. Pobre de quien aparte de gestar un bebé tenga un sistema de fermentación y horno en su vientre, podréis pensar. No seré yo quien diga que imaginar algo así no sea legítimo. Las mentes son complejas, de ahí que haya tantas vertientes sobre el estudio de las mismas. En lo primero que reparé cuando pensé en ese dicho popular sobre los recién nacidos fue en que ese alimento sería para los demás y no para sí mismos. No solo porque un bebé no tiene dientes ni es bueno darle pan de tan pequeñito, sino porque, además, resulta que existen los celiacos. ¿Y si justo uno lo es? Por un tiempo estuve asustada y pensé que debía haber excepciones que se ahorrasen cargar con ese extra: habría sido un fastidio inmenso que aparecieran con aquello que podría matarlos, sin saberlo. Clemencia al menos para los inocentes que no decidieron nada ni les dio tiempo a formarse, a hacer algo malo a sabiendas. ¿Por qué andaría Superman con kriptonita en los bolsillos? Más adelante de mis conjeturas extrañas y de blasfemar contra el universo por hacer de esta condición a mucha gente, alguien me explicó que no se trataba de algo literal. Por lo visto, es una metáfora para decir que los críos traen alegría a los hogares, que todo irá mejor con ellos. Esa persona que sabe pillar los dobles sentidos y reconocer significados ocultos es mi hermano pequeño.

Lo habitual quizás sea que el que hasta entonces era hijo único en la casa vea a su futuro hermano como a un intruso, que tenga miedo de que le arrebate el sitio. Su reinado de mimos y atenciones se ve amenazado, o eso me han contado otros que han experimentado tal animadversión. Por lo visto, esa sensación se incrementa cuando el pensamiento ya es tangible, cuando tiene forma, cuando llora, cuando requiere de muchas atenciones porque es más pequeño y delicado. Sin embargo, yo siempre he estado conforme con su futura llegada así como con su presencia. Y eso que, en su caso, es el favorito claro de la familia. No me importa, para mí también es el mejor. No solo no tengo celos de él, sino que lo admiro más que a nadie en el mundo. Es inteligente, animado y tan sociable que podría hacerse amigo hasta de un ogro asesino sin esforzarse. Mi meta en la vida podría ser convertirme en alguien un poco como él, en una persona que desprenda más luz y menos oscuridad. Pero cada uno es como es y de haber una oveja negra, está claro que esa soy yo. Lo cual es extraño, porque entre un colectivo mayor puede que destaque, pero en mi familia no somos precisamente del tono de la leche, sino del suculento café. Ahora bien, curiosa forma de indicar las discrepancias, lo aversivo mediante colores. Siempre desde esa dicotomía entre el blanco y el negro. Siempre nosotros como aquello que hay que rechazar; en lugar de comprender y abrazar la diversidad.

Él es y ha sido siempre mi pilar de tranquilidad. La voz de la razón y un gran confidente. Aun así, me gusta chincharlo y fingir que soy un poco como los demás con sus hermanos, porque quería encajar, como fuera, sobre todo en esa etapa que todos, por desgracia, vivimos y que nos atonta: la adolescencia. En algún momento de mi niñez descubrí que perdía el tiempo y las energías con los demás, que no con él. Mi fe en la humanidad se esfumó de golpe muy temprano. Resultó más precoz que mi desarrollo. En aquel entonces comencé a ir por la vida con las uñas fuera, siempre alerta, siempre lista para defenderme con un ataque. A través de la violencia que otros ejercían contra los que consideraban más débiles, y haciendo uso de la mía propia para combatirlos, la conocí a ella. Se convirtió en mi mejor amiga y, desde que estamos juntas, sé que he desarrollado una personalidad más amable, más paciente, pero sigo desconfiando por defecto de los desconocidos. Aún me he suavizado más desde mi mudanza. El cambio más increíble y positivo ha sido comenzar esta etapa con ella y su amada. Me nutro de la certeza de que convivir con estas locuelas de Chelsi y Max como compañeras de piso es y va a ser una de las mejores experiencias que tendré jamás. Ese ha sido el alimento de mi alma desde el instante en que me invitaron a hacerlo. Nunca he pensado que sobrase y fuera un incordio, ellas no me lo hubieran permitido. No obstante, al contrario que ellas, tengo una única estancia privada, eso de acaparar ha quedado para otras personas más desagradecidas o caraduras.

Al mismo tiempo que sabía que su oferta era increíble y que me colmaría de alegrías, considero desde el minuto uno que no podría ser para siempre. Pensar que las cosas no son eternas hace que me las tome más en serio. Me aferro a que lo que tiene un principio ha de tener un final, sea este tranquilo o un agujero tremendo en el centro del huracán. Disfrutaría de mi etapa mientras durase, fuera mucho o poco. Sé que nosotras no somos la norma, sino la excepción. Como jóvenes en un mundo que solapa una crisis tras otra, como integrantes de un grupo generacional que se come los errores y excesos de otros que encima tienen el descaro de culparlos tanto a ellos como a todos los obreros que no son responsables de ninguna de las diferentes burbujas que han explotado, de ninguna de esas malas decisiones que se han tomado, y, sin embargo, es sobre nuestras cabezas sobre las que llueve la mierda introducida en unos potentes ventiladores a diario. Cada vez más de ella queda fijada al suelo y va tomando altura, haciéndonos de manera progresiva más costoso a la mayoría avanzar, mientras esa minoría que se enriquece con nosotros va en sus jets privados completamente descontrolados. El lema de que hay que comerse a los ricos, entendiendo esto como a la lacra que explota a los demás y solo utiliza su dineral para hacer el mal, tiene más fuerza que nunca. Como parte del colectivo vulnerable con menos oportunidades y más exigencias, debemos sentirnos afortunadas, pese a las dificultades, a las zancadillas. Nosotras no somos la representación de la mayoría, sino las privilegiadas con posibles: tres jóvenes a las que envidia la mayoría por nuestra posición actual. No nos falta el trabajo, conseguimos incluso ahorrar y estamos independizadas. Sí, comparto piso con ellas. Lo hago porque me apetece, no me siento obligada. Podría irme cuando quisiera. Tengo la estabilidad suficiente para hacerlo. Ni siquiera pago alquiler por mi habitación. Podría hacerlo en otro lugar, pero más humilde. En un dúplex de las características de este, me quedaría sin capital rápido, pese a tener algunos ahorros e ingresar limpios más de mil euros tras los gastos con que cuento. Estos constan de mis aportaciones para las facturas fijas, que corren íntegras de mi bolsillo (pese a que todas están a nombre de Chelsi porque ellas se dieron de alta antes de mi llegada y no han querido tramitar el cambio de titular), mi abono de transporte y, además, pongo más para la nevera o las invito más veces fuera que ellas a mí porque es lo que considero justo a cambio de este techo, a cambio de todo lo que me han ofrecido. Parte de mi éxito y estabilidad se debe a su generosidad.

Mis amigas son mi mayor tesoro. Su amor es como de película y no de las malas de cierta cadena televisiva que parece que se esfuerza por tener productos clónicos tanto en calidad visual e interpretativa como en argumento. Estas dos se conocieron y gustaron de niñas, se reencontraron años más tarde y creyeron en el destino con una fuerza que reventó el que consideraban su límite. Ya no volvieron a separarse desde el momento de su primer beso y nunca lo harán. Cualquiera que sepa algún detalle de su historia, por superficial que sea, lo tiene más claro aún al hecho, irrefutable, de que el sol mañana volverá a dejarse ver hasta que dé paso a la luna. Incluso podríamos ver ambos a la vez. Su amor es más poderoso que el de la luz y energía de millones de astros. Con lo que sienten, consideraría más bien que son el firmamento al completo, en consonancia con el resto del universo.

Hay personas que defienden que el amor se acaba. Se inventan plazos, fingen crisis irreales: la de los treinta, la de los cuarenta, la de más de dos años en pareja. Creen en lo que quieren para justificar que su relación pende de un hilo porque no dan un duro por ella. Se toman en serio todos los refranes que señalan que los matrimonios son el final del amor o el inicio de la decadencia. Prefieren estar en el bando de la decepción incluso cuando las cosas no van mal y lo fuerzan con su pesimismo para que finalmente triunfen sus temores. Así, se dan la razón con el triunfo del fracaso y se quedan en un bucle del que no saldrán si no intentan cambiar por completo, si no tratan de evitar ese autosabotaje. El momento más crítico en palabras de ese grupo de gente es cuando tiene lugar la convivencia. Esto lo sé no por experiencia personal, ni mucho menos, ni porque tenga un círculo de amistades amplio y con una autoestima dudosa, sino porque mis amigas, que son psicólogas, me han contado (sin mencionar casos concretos ni nombres para no traicionar el secreto profesional entre médica y paciente) que esa escena se repite con una frecuencia que asusta. La falta de confianza va ligada a la depresión y a la ansiedad en numerosas ocasiones o desemboca en ello porque sigue el curso de ese río de problemas de salud mental. Si algo he aprendido es eso y que, en su caso, lo de la convivencia no ha apagado ninguna llama, sino que ha consolidado aún más lo que nadie, salvo la muerte si se digna a atreverse, podrá separar. No llevaban ni un año saliendo para cuando se prometieron y se fueron cogidas de la mano bajo el mismo techo.

Debería haber sido primero lo segundo, lo de la mudanza. No solo porque sea lo más habitual, sino porque les llegó una oferta que no podían rechazar de parte de la abuela de Chelsi. Al final fue simultáneo. El mismo día en que se mudaron a su hogar, tras un viaje fugaz a la costa, Max se las ingenió para que no se establecieran de quieto antes de prometerse, es decir, se anticipó a ello con una pedida improvisada después de una siesta reparadora por el esfuerzo con su sorpresa anterior. De cualquier modo, su nidito de amor es un piso para el que la denominación de «muy apañado» se queda corta y que iba a haber sido tan solo un préstamo como favor para que las enamoradas pudieran independizarse. Sin embargo, fue un obsequio a modo de herencia anticipada que le otorgó la abuela María a mi psicolesbiana predilecta cuando apareció con una escritura con su nombre como regalo de bodas. Hace tiempo habría jurado que quiero tanto a Chelsi que lo daría todo por ella. Ahora he cambiado de opinión y retiro mis palabras. Las quiero, a las dos. Sé que es un sentimiento mutuo y que por eso me invitaron con ellas. No me perciben como una molestia, como una sujetavelas que les corta el rollo, sino como alguien en quien confiar, como una parte más de esa familia escogida, y se lo agradezco. Su felicidad es contagiosa y me anima cuando las cosas se tuercen. Su amor es tan maravilloso y sano, tan idílico, que siento orgullo y envidia por ellas. De la sana, porque sí, existe. Es un anhelo, una fantasía, un soñar despierta. Me alegro de presenciar lo suyo, me siento privilegiada por estar en el mejor asiento del teatro, por recibir más caramelos que nadie en la cabalgata de Reyes y por tener una medalla de oro compartida en los juegos de la amistad. Son la razón de mi sonrisa cuando veo o recuerdo cómo se rozan y entienden, cómo parecen ser las mismísimas creadoras de la comunicación entre ellas (que la dominan incluso sin palabras), por la manera en que se miman. Al mismo tiempo me encantaría tener una conexión, al menos, una décima parte de la suya con alguien en términos románticos. No busco nada de manera voluntaria, lo que tenga que llegar, bienvenido sea. Soy feliz como estoy. No niego que querría experimentar algo así y abandonar lo esporádico, aquello más efímero que el vapor en una taza de café. Cualquiera que se asome a la ventana de su día a día juntas lo desearía. Es lo natural, es lo que implica estar vivo y ser humano. Igual que te alteras cuando oyes un ruido inesperado, el corazón se acelera con las emociones de las personas de tu entorno. Si no es así, la mujer de la guadaña se ha hecho un nido en tu interior y no piensa salir de ahí hasta consumirte desde tus entrañas.

Desde hace unas semanas la casa está mucho más silenciosa y da la sensación de haberse hecho inmensa, como si una bruja hubiera hechizado las paredes para separarlas y dejarnos con un espacio que nos agota. Habrase visto. No es físico, es mental. Su ausencia nos asfixia, nos fatiga, nos hastía. Nos sentimos todas más solas: las dos que quedamos en ella. Max se marchó poco antes de que se dijera que se iba a declarar el estado de alarma por el coronavirus, y la tristeza nos ha invadido a Chelsi y a mí. Ninguna lo expresa con palabras, y, aun así, no cabe duda. Ella finge y yo también, pero los años de amistad que nos avalan sirven también para que comprenda sus emociones, por mucha máscara que se ponga. Yo soy más experta en guardarme las cosas para mí, una camaleona de lo que me inquieta, de lo que me conmueve, de aquello que me provoca vacío o soledad, por lo que a mí sí que no puede calarme. Alguien tiene que comportarse como una columna de piedra inquebrantable que sujeta cuanto haga falta, alguien ha de ser el tanque que soporta los golpes por el bien del equipo. Hay gente que está mucho peor y sé que no es una competición, pero cuando lo pienso, hasta me siento mal por mis lamentaciones.

Entro en un círculo vicioso por ver todo cerrado, por estar en casa encerrada excepto a la hora de comprar comida o sacar a Thor. No es que me pasase la vida en la calle, y sin embargo echo de menos esa libertad de ir donde quiera cuando me venga en gana, de saber que puedo hacerlo. La imposibilidad es como una gran losa. He detectado que hay gente que hace de policía desde su casa, que te juzga por los comportamientos y las salidas. Me incomoda tanto que estos días en lugar de salir tres veces al día con mi perra, paseamos dos, lo cual no es lo ideal para el pobre animal, que ya estaba acostumbrado a tener más momentos en los que hacer sus necesidades. Hay muchas cosas que han cambiado en muy poco tiempo. ¿Acaso alguien podría suponerse que nuestra cotidianidad podría derrumbarse como un castillo de naipes? Esta es una demostración más de que los tarotistas y adivinos en general no son más que un fraude. Si hubieran sabido algo así, su deber era comunicárselo a los demás. Vale, esto es como cuando alguien viaja en el tiempo en ficción y trata de prevenir de algo a los demás, que, por lo general, lo toman por un loco, aunque el cometa esté a punto de caer sobre su pueblo y no sea únicamente la vivienda lo que vayan a perder. Con los videntes no habría cambiado nada, excepto que a tiempo pasado sabríamos que tenían razón y nuestra concepción sobre sus artes místicas sería otra, de manera que, en el futuro, es bastante probable que les fuéramos a tener en cuenta cuando se presentara otra crisis o aseguraran que debían contarnos algo importante. Una inversión de credibilidad con el tipo de interés alto y garantizado: un win-win,que se dice ahora. Los únicos capaces de anticipar sucesos, gracias a su formación y a los hechos tangibles que dan esa información de antemano, son los científicos. En ellos es en quienes debemos confiar.

Estoy segura de que esto va a pasar rápido, y en cuanto termine este periodo de confinamiento declarado por el Estado, habremos dejado atrás este episodio que, finalmente, constará de un mero párrafo breve en los libros de historia y muchos se lo saltarán por la escasa relevancia. Eso sí, vaya anécdota que contar a los nietos desde nuestro punto de vista. Seremos unos abuelos cebolleta repitiendo hasta la saciedad cómo nos pasamos todos un par de semanas encerrados salvo para excepciones contadas, y no entenderán nuestro melodramatismo. Sobre todo porque no se harán a la idea de lo duro que fue no solo vivir este periodo, sino encontrarme con un imbécil al poco de que las cosas cambiaron para todos de manera obligada: el momento en que dio comienzo el confinamiento, arrebatándonos la socialización más allá del núcleo de convivientes, las pantallas y los encuentros casuales o mediante la picardía o pasotismo.

Capítulo II

 

HÉCTOR

 

 

 

 

Estamos todos en casa metidos en un día lectivo dentro del periodo que abarcaría nuestra presencia en las aulas de la Universidad de Salamanca. No es la primera vez que ocurre, aunque sí por esta razón que nadie hubiera contemplado como una posibilidad. Ni al Porros en sus momentos álgidos de subidón —que eran frecuentes, como se puede suponer de su apodo— se le hubiera ocurrido algo parecido, aún con las visitas extraterrestres y la cantidad brutal de revelaciones religiosas con que contaba, todas fruto de su vicio insano. Dejando aparte la muestra viviente de lo malas que son las drogas, enumero algunos motivos de veces que permaneciéramos en el piso teniendo clase: horarios extraños (por culpa de la matriculación de asignaturas que no hay manera de encajar de otra forma), resaca o desgana. La segunda razón era la menos frecuente. Ahora bien, la primera, la de tener un hueco entre medias, muchas veces era la culpable de que llegásemos a la tercera. No siento orgullo, solo expongo los hechos.

Como decía, en esta ocasión nos estrenamos en cuanto a una causa inesperada y ajena a nosotros que no sea el absentismo de un profesor o una tormenta de nieve. Es algo mucho más peliagudo lo que nos impide acudir a la facultad. Estamos ante una situación excepcional. En el sentido de raro, no el de guay. Ojalá fuera en ese. Solemos quejarnos de la rutina, de que mañana será casi igual a hoy, salvo ligeros cambios —que, ojo, a veces marcan una diferencia memorable o suponen el inicio de otra costumbre— que nos tendrán repitiendo esquemas y fórmulas con las que nos sentimos cómodos. Pues aquí tenemos un factor que lo trastoca todo, otro acontecimiento histórico, y van unos cuantos desde que nací, como lo de las Torres Gemelas o el atentado del 11-M en Atocha. Eso sí, como esto actual no recuerdo ninguno ni por asomo tan bestia, y menos aún que afectase de manera directa a tanta gente.

Los medios comienzan a decir que se trata de algo a nivel mundial. Vamos, que el planeta entero está afectado. Es de estas cosas que crees que alguien se ha inventado para una de esas novelas superventas con varias adaptaciones cinematográficas y que nunca te tocará a ti vivir algo parecido en la vida real. Estamos ante un caso de que la realidad supera a la ficción, y de qué forma.

Como no tenemos ni idea de qué hacer, porque nos ha venido esta situación de una manera tan repentina como inesperada, me he puesto a cocinar unas lentejas estofadas, mi especialidad y de la que siento un gran orgullo. Ahora mismo están haciéndose en la olla de cocción lenta que pedí a los Reyes Magos y que tuvieron a bien regalarme hace un par de Navidades. Mejor algo así como inversión a futuro que cubra una de mis aficiones a no pedir nada y tener otro jersey horrible que dejar olvidado para siempre en un cajón. El señor Darcy estará orgulloso de ellos, pero no van con mi estilo, ni me veo yo parecido a él en ningún sentido. Mientras se hacen las legumbres, nos hemos ido los cuatro al salón. Allí, hemos arrastrado el sofá hacia el fondo junto a la mesa donde solemos comer, para liberar espacio en el que movernos con libertad. Tras eso, un 75 % de nosotros se ha puesto a bailar en la alfombra de DDR (Dance Dance Revolution).

Es el tesoro más importante de Álvaro y Román, los mayores fanáticos de ese invento de Konami, empresa japonesa a la que yo conocía por su célebre código «mágico» y cuatro cosas sueltas de las que me habían hablado mis primos mayores que de videojuegos sabían un rato largo.

Yo no tenía consola hasta hace dos telediarios y apenas he tenido contacto con los salones recreativos, que fueron un boom en los 90 y un buen día se convirtieron en Chocapic. A decir verdad, mis amigos son fanáticos del DDR, de cualquier juego de baile en general y también de Eurovisión, Madonna, Lady Gaga y las comedias románticas. Es por ellos que he descubierto que todas esas cosas son increíbles. Para mí antes no había más afición que comer, dibujar y ver concursos en televisión. Quizás que me sepa todos los chascarrillos de Arturo Vals no sea motivo de orgullo, pero tampoco lo es de vergüenza; es un tío majo, seguro.

Mis amigos suelen bromear con que parece que yo también entienda con ese despertar. Dicen que cuando me conocieron pensaron que sería uno más de tantos de esos que se matan en el gimnasio emitiendo ruidos extraños como de orangután en celo mientras levantan pesas y que después se pasan las horas muertas jugando a FIFA o Call of Duty, creyéndose especiales, como tantos otros que se disfrazan de personas de nuestro tiempo y aun así los vemos con su taparrabos y su garrote metiéndose en la cueva del desconocimiento y la intolerancia.

Mientras uno se menea, los demás miramos cómo lo hace, observamos cómo sus puntos en el televisor suben a la par que va atinando en los lugares correctos de la alfombrilla siguiendo el ritmo. Se supone que jugamos de manera competitiva escogiendo las mismas canciones y dificultades, sin embargo, ellos lo viven tanto que se ponen a hacer virguerías como giros o jugar dados la vuelta, sin oportunidad de ver la pantalla y, por tanto, qué les ordena el juego hacer. Les gusta inventarse sus propias coreografías, y a decir verdad es muy divertido verlos así de alocados. Lorena es la única que nunca participa en estas cosas de manera activa. Está demasiado entretenida fingiendo falta de interés, para después comentar cosas sobre lo que hacemos. Nuestra teoría es que le da demasiada vergüenza bailar, no que le parezca un tostón, como argumenta las veces que hemos tratado de animarla para que no se quedase apartada.

Álvaro hoy está muy a tope, motivadísimo y con unas ganas de fiesta brutales. Se ha puesto a pegar botes y a menear los brazos y caderas a un ritmo que en nada se parece al que suena en la canción de DJ Yoshitaka. Román ha pedido unos segundos para ausentarse y venir con algo más apropiado. De repente lo vemos ataviado con una blusa larga hasta las rodillas, unos calcetines desparejados de colores estridentes y unos collares de algún cotillón de Nochevieja o cualquier oferta en un bazar con demasiado stock.

—Let’s dance, babes! —aúlla emocionado formando una de las pocas frases en inglés que podrían salir de la cabeza de alguien que no sabe ni contar hasta cien, pero que para el cachondeo está el primero, juntito de la mano en el podio con el mismo con el que comparte todo. Lo bueno y lo malo.

Todos nos reímos con él. Su novio le indica, de broma, que el Let’s Dance es otro juego. Como respuesta obtiene una risotada seguida de un «Lo sé, también tenemos alguna edición». La actitud de Álvaro y Román es increíble en cuanto a pasarlo bien. Saben cómo contagiar a los demás de buenas vibraciones, cómo borrar las preocupaciones. Son mis amigos, los conozco muy bien y los he visto en todo tipo de situaciones mostrando emociones de lo más variadas. Por eso sé que no les ocurre lo que se acostumbra a decir de los payasos y humoristas. Eso de que muestran una cara para que los demás se rían y sean felices, mientras que por dentro están sufriendo. Generalizar está mal y peor aún estaría que ligada a esa profesión hubiera tanto dolor de un modo inevitable. ¿Es que al decidirte por hacer reír a los demás, firmas un contrato para que a cambio debas adentrarte en el más mísero de los pozos? Lo que sé seguro son algunos nombres de personas que acabaron mal y que se esforzaron por mostrar solo su lado amable. Quizás, el caso reciente más mediático sea el de Robin Williams. La generosidad por el bien ajeno no la quiero. No si alguien, que no lo merece, lo pasa mal y en lugar de pedir ayuda te cede sus sonrisas impostadas.

Por una parte, casi me pone triste pensar que van a irse unos días fuera. Aprovechando que no tenemos clases presenciales hasta nuevo aviso y que nos han comunicado que pronto pasaremos a una modalidad telemática en la que están trabajando, han decidido volverse a Ávila con sus padres. Entiendo que quieran hacerlo, que echen de menos a quienes, a fin de cuentas, les pagan y permiten estar aquí, a quienes les han criado y dado amor. Allí, sin embargo, no estarán bajo el mismo techo, no compartirán lecho, no se darán un beso de buenos días, no calentarán la leche del desayuno en calzoncillos bailando al ritmo de cualquier canción de las que tanto les gustan. Aunque solo sea por esos pequeños detalles que determinan aquí su día a día, tiene que ser un sacrificio para estos dos que son más inseparables que los pack de yogures. Todavía no se han atrevido a salir del armario y mucho menos a insinuar que ellos dos, además de amigos, son pareja. En mi opinión les perjudica más no decirlo. Comprendo y respeto que quienes deben decidir el momento, el lugar, la manera y el con quién son ellos y nadie más. Me comentaron que se supone la heterosexualidad por defecto en todas las personas y que no existe un armario del que abras las puertas una vez y te quedes liberado, sino que hay infinitos de ellos a lo largo de tu periplo vital. Los tenemos en cada lugar al que acudamos, en cada centro educativo, en cada trabajo, en cada círculo de amistades o conocidos que formemos. A decir verdad, eso me puso un poco triste, porque vengo de ficciones utópicas en las que las personas salen una vez y los demás se lo toman bien o mal, pero eso les da fuerzas y comienzan a ser quienes siempre han sido en su interior. La liberación del pájaro enjaulado es una burda mentira. Saltan de una jaula a otra, o bien están dentro, como las matrioskas. En ocasiones, peco de ser demasiado inocente y me olvido de lo fundamental. Sé que depende de dónde estén que incluso vivan con miedo, que hay países y lugares donde lo suyo está penado. Existen prácticas salvajes como las terapias de conversión, agresiones e incluso se llega a acabar con su vida. He oído incluso hablar de las etapas para que se produzca un genocidio y me da miedo cómo a través de diversas técnicas disociativas y de discursos de odio puede llegarse a convencer a otros de atrocidades pasando por los diversos puntos bien estudiados cuando no se tiene más que maldad en el interior. Es horrible compartir espacio y respirar el mismo aire que esa escoria que no respeta los derechos humanos. Ojalá nuestra especie se dé cuenta del daño que hace a otros, de las injusticias que aún en pleno siglo XXI se están cometiendo y se ponga las pilas para… ayer. Siempre será tarde y, a la vez, cuanto antes, mejor.

Después de unos cuantos meneos y terminar fatigados, decidimos poner la televisión. Ahí está, cómo no, en todos los canales la información sobre lo mismo. Ni siquiera teníamos intención de ver nada de la programación, sino Black Mirror, que es lo último a lo que nos hemos enganchado y que nos aterra porque esas distopías tan locas podrían suceder en un mundo como el nuestro, en el que priman la inmediatez y el beneficio económico. Lorena conectó la cuenta de Netflix de su familia aquí este curso y nos estamos resarciendo de cosas acumuladas después de no haber tenido acceso a esa plataforma ninguno de nosotros en nuestros años como universitarios.

Hasta hace nada no había oído hablar en mi vida del coronavirus. Ni yo ni la mayor parte de la humanidad. Para los científicos es harina de otro costal, salvo por el detalle de que este no se parece a ningún otro, según ellos mismos cuentan. De la jerga médica no tengo ni idea. Me quedo con la información en lenguaje coloquial de un modo superficial con lo que se sabe y cómo nos afecta. Nunca he sido demasiado brillante en los estudios y muchos me han tratado como a un tonto, así que en parte he terminado creyéndomelo. Cada día que pasa aparece en más conversaciones EL TEMA. Lo es en mayúsculas. No es para menos, abruma que cada día tengamos noticias sobre fallecidos por ello. Parece ser que es muy contagioso, que es especialmente peligroso para la gente mayor y los que tengan dolencias previas, y no se sabe mucho más sobre ello, o al menos no han compartido más información, quizás por tratarse aún de conjeturas y no datos. Lo único claro es que han cerrado las aulas y que hay bastante pánico general por la incertidumbre de esta crisis sanitaria.

Después de comer, mis compañeros se ponen a hacer sus macutos para irse. Yo me quedo tirado en mi cuarto haciendo un par de bocetos en un bloc. Estoy garabateando para dar con cómo quiero que sean los personajes de un cómic que me gustaría hacer. La fase de la definición de atribuirles características de su personalidad según el diseño es fundamental. Quizás ahora con esto del virus la universidad me absorba menos y tenga más tiempo para ello, si no, trabajo adelantado para cuando llegue ese gran momento que casi toca con los nudillos en mi puerta.

Cuando dibujo estoy tan absorto en mis lápices que pierdo la noción del tiempo. No sé qué hora es para cuando escucho que se despiden de mí desde el pasillo. Parece ser que al final soy el único que se queda en casa y que Lorena también se vuelve a la suya. Unos días de tranquilidad no me vendrán mal. Estoy seguro de que eso de las clases online que suplirán las presenciales y de las que nos mandarán más información al correo, de algún modo, será anecdótico y que apenas vamos a catarlas. Lo cual está bien, porque me imagino lo que puede costarles a algunos docentes ese formato, si se sienten abrumados incluso para encender el proyector en las aulas para pasar sus aburridas diapositivas que no han modificado con el paso de los años.

Me acuesto sin cenar, a eso de las tres de la mañana. Al día siguiente desayuno una parte de las lentejas que sobraron y me mentalizo para lavar los cacharros. No cabe ni uno más en la pila ni en la encimera después del plato, la cuchara y el vaso que acabo de añadir a lo que lleva días ahí. Pongo, de manera temporal, la olla arriba de todos los muebles para mirar a sacar cosas del propio fregadero y tratar de hacer sitio para que se sequen las que voy a lavar en la primera tanda.

Estoy en plena faena cuando suena mi teléfono. Me seco las manos con un trapo antes de descolgar y veo que es mi madre. Me extraña, porque no suele llamarme, más bien es al revés y además suele quejarse de que no lo hago demasiado.

—Hijo, ya lo has visto, ¿no?

—¿El qué? —pregunto yo, que no tengo ni idea de qué habla, aunque imagino que de algo grave, tanto por su tono de voz como por no saludar siquiera en cuanto he descolgado.

—¡Lo del virus! —me grita, con un tono como diciendo que llegan a avisarla de que iba a salir tan tonto e igual hoy no estaría aquí.

—Ah, ya… —respondo como si nada.

—«Ah, ya», no. Ya mismo te estás viniendo a casa. Tú ahí no te quedas encerrado mientras dura el estado de alarma.

No tengo ni idea de lo que habla. No tarda en aclarármelo y en insistir en que tengo que regresar para estar con ella y que estaré más seguro y mejor en la capital, que se quedará más tranquila conmigo cerca, controlando que no cometo alguna imprudencia y me contagio por ahí. Es posible que tema que después haga lo propio con cuanto anciano me cruce.

No me ha dejado opción a negarme. Así que cuelgo con la promesa de que en cuanto recoja mis cuatro trastos imprescindibles, me planto en la estación rumbo a Madrid.

Capítulo III

 

HÉCTOR

 

 

 

 

Según estaba recogiendo mis bártulos, tenía ya un mensaje en el móvil de un bízum de mi madre para asegurarse de que tenía con qué pagar el billete hasta casa.

Había estado tan ensimismado con mis lápices desde que estos se fueron del piso, entre el silencio reinante y la falta de obligaciones más allá de las fisiológicas, que lo de meterme en diarios, encender la televisión o incluso conectarme a las redes sociales había quedado para otros. Mi opinión sobre lo exageradas que me resultaban las prisas con esa llamada, de su actitud, habría diferido por completo con toda esa información que me faltaba. Por algo dicen que quien es su poseedor lo es del poder.

En la calle, cargado con una mochila y una maleta mediana con ruedas, me doy cuenta enseguida del caos que se ha formado. Las tiendas están más abarrotadas que nunca, sobre todo los supermercados. Se ve desde fuera a través de las puertas transparentes que no dejan de abrirse y cerrarse. Si pensaba que las colas que se forman algunos sábados por la mañana o las tardes previas a un puente eran inmensas, ahora soy consciente de lo equivocado que estaba. No debería haber aglomeraciones, es justo esto lo que habría que evitar, y sin embargo estoy presenciando, como mero espectador casual en la distancia, el pánico que hay en cuanto a quedarse sin provisiones. Hay gente con más bolsas que las que puede cargar. Ya a principios de semana se hablaba de algunos saqueos, de cómo volaba el papel higiénico. Quién iba a pensar que cuando viviéramos lo que para muchos es un escenario próximo al apocalipsis, se iba a provocar un desabastecimiento de eso y cualquier otra cosa con la que limpiarse el culo, como servilletas o pañuelos de papel, que seguro que son las siguientes víctimas. Si el fin del mundo nos pilla, que sea con el asterisco despejado.

En la estación hay bastante más gente de la que creía. Consigo un billete en el tren que más paradas del mundo hace, en clase preferente, porque no quedan en turista. Al menos estaré más cómodo así, que con mis piernas más largas que las de un flamenco en los asientos de turista, con la poca separación que hay entre ellos, termino después más encorvado que Quasimodo. A mí me llamarían el jorobado de Lavapiés, que quizás tenga menos glamour, depende de a quién le preguntes.