Contigo a la Vía Láctea - Rosi Ortega - E-Book

Contigo a la Vía Láctea E-Book

Rosi Ortega

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Beschreibung

Elit Lgtbi 19 En el entorno más insospechado pueden nacer las emociones más intensas. Chelsi y Max nunca se han relacionado bien con los demás. Han sufrido desprecios y abusos, y eso precisamente ha hecho que se reúnan. Cuando sus vidas se cruzan, pese a ser tan solo unas mocosas que van a comenzar el instituto al final del verano, conectan como nunca lo habían hecho con nadie. Solo hay un problema: el minutero vuela cuando están juntas, y pronto dejarán de estarlo. Se dice que el tiempo todo lo cura. Al principio, la intensidad del dolor te atenaza con ganas y, gradualmente, olvidas o dejas aparcado aquello que te tuvo en vilo. Quizás otros hubieran pensado que no era más que una pequeña obsesión, algo fugaz de las vacaciones. Se equivocaban: cuantos más días, semanas, meses e incluso años dejaban atrás, más añoraban lo que tuvieron. Aunque entonces fueran demasiado jóvenes; aunque ahora su reencuentro en nada se parece a aquello.

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Seitenzahl: 274

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Rosi Ortega

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Contigo a la Vía Láctea, n.º 19 - octubre 2023

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Elit y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788411805377

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo I Chelsi

Capítulo II Chelsi

Capítulo III Max

Capítulo IV Chelsi

Capítulo V Max

Capítulo VI Chelsi

Capítulo VII Max

Capítulo VIII Chelsi

Capítulo IX Max

Capítulo X Chelsi

Capítulo XI Chelsi

Capítulo XII Max

Capítulo XIII Max

Capítulo XIV Chelsi

Capítulo XV Max

Capítulo XVI Chelsi

Capítulo XVII Max

Capítulo XVIII Chelsi

Capítulo XIX Max

Capítulo XX Chelsi

Capítulo XXI Max

Capítulo XXII Max

Capítulo XXIII Chelsi

Capítulo XXIV Max

Capítulo XXV Chelsi

Epílogo Max

Biografía

Si te ha gustado este libro…

Capítulo I Chelsi

 

 

 

 

 

Desde la primera vez que visité Arizuela con los primeros trinos del pensamiento crítico en mi ser, pensé que cualquiera que no fuera autóctono del lugar se aburriría allí, tarde o temprano, por mucho que fuera un alma tranquila y casera, como lo soy yo. Por más que apenas necesitase nada para estar conforme. No me dio por reflexionar qué ocurriría con sus habitantes, los descarté de mi pensamiento. Desconocía si los vecinos estaban atrapados o si, de verdad, encontraban encanto en ese paraje, sin duda bello, que no ofrecía ocio ni oportunidades en comparación a tantos otros. En algún momento hallaría la respuesta, esa que, en realidad, siempre había tenido y en la que no me había fijado.

Este pueblo de Segovia es diminuto. Las bromas acerca de que no aparece en los mapas son constantes. El caso es que si buscas libros en esas zonas donde colocan todos esos de interés turístico o, directamente, mapas, se omite en la mayor parte de esas impresiones en papel. Por mucho que te quedes mirando por la zona, no está. He llegado a utilizar una lupa y nunca he encontrado rastro alguno de él. Para llegar a verlo en Google, hay que ampliar mucho la imagen. Si no sabes dónde buscar, no darás con su posición. Lo cual es curioso, porque muy próximo a él se encuentra una carretera principal, justo de manera perpendicular a la de la entrada a esta especie de poblado fantasma. Hay tres autobuses a diario que salen de aquí y otros tres que te traen de vuelta. A las ocho de la mañana, a las tres de la tarde y a las ocho de la tarde. Si estás fuera de ese plazo, siempre puedes coger alguno de los que van a otros pueblos con mayor población que estén próximos y probar a pedir al conductor que te acerque. Las posibilidades de que funcione esa táctica dependen de la educación con que se solicite y de si las palabras van acompañadas de una propina. Por último, puedes solicitar el coche de Manuela, una señora de armas tomar a la que a nadie se le ocurriría intentar engañar si quiere continuar con todos sus miembros ilesos. Si algo tenemos en común Arizuela y yo es nuestra capacidad para pasar desapercibidos. Su prosperidad había quedado atrás hace bastantes años, y llevaba otros tantos en decadencia. Siguiendo la comparación conmigo, esa parte me deja más tranquila. No he estado en lo más alto, de modo que no habrá una bajada estrepitosa. Todo en mí ha sido rutinario y constante. En la actualidad, el pueblo apenas tiene comercios ni servicios, y son muchos quienes han migrado a otros lugares. Sin duda, aunque a unos cuantos les costase hacer la maleta, terminaría por formar parte de la España vaciada a no ser que ocurriera un milagro. Eso si no lo hacía ya, que yo considero que sí.

Todos los veranos, desde que era un bebé, pasaba allí entre una y dos semanas, aprovechando que mis vacaciones y las de mi padre eran bastante más largas que las de mi madre y coincidían —si acaso se puede llamar coincidencia a algo que se sabe de antemano y que no puede cambiarse—. Él trabaja como conserje en el colegio y yo soy una de tantas estudiantes. A esas visitas estivales, en ocasiones, se había sumado la Semana Santa, jamás la Navidad. Llegué a pensar que era por si acaso los Reyes Magos se despistaban al no encontrarme en casa, para que no me llevase un disgusto al no tener regalos en casa de la yaya. Después caí en que era para que pudiéramos estar todos los miembros de la familia juntos viendo esos programas especiales navideños, tomando turrón y jugando al palé hasta altas horas de la madrugada. Con todos, me estoy refiriendo a mis padres y a mí, no al resto. Es un inclusivo extraño, porque deja a más gente fuera que dentro, porque no contempla toda esa familia extensible a partir de mis ascendentes, cosa que, por otro lado, tampoco importa demasiado porque no tenemos apenas trato.

Mi madre nunca se pasaba por el pueblo debido a varios factores. El principal era que, de manera permanente, está demasiado ocupada en un trabajo absorbente y, además, es más de ciudad que los neones, los centros comerciales y las aglomeraciones. Sus vacaciones las pasábamos siempre en Madrid, sin irnos a ninguna parte. Decía que nos gastábamos tanto dinero en el día a día con las excursiones continuas, las comidas fuera y todo lo demás, que no podíamos permitirnos irnos a otro lado, que en cualquier sitio que quieras alojarte es un montón de dinero y que luego no se ahorra para los imprevistos, que un día te despiden y te ves comiendo piedras. Cada vez que lo mencionaba, se me venían a la cabeza las imágenes de esos dinosaurios herbívoros que las engullían para, supuestamente, facilitar su digestión. Pensándolo bien, me parece que mi progenitora es generosa y tacaña al mismo tiempo. También por la mezcla entre la falta de tiempo y su amor irracional por la capital era por lo que pasábamos las fiestas sin más compañía que la nuestra, era por eso y por otra cosa más: su falta de confianza en la familia que ella no había escogido. Había tenido una infancia complicada y renegaba de sus vínculos sanguíneos. No sé si la maltratarían, no lo descarto. Me quedaré siempre con esa duda. A decir verdad, ni siquiera conozco a mis abuelos maternos o a los dos hermanos de mi madre. Sé que están vivos en algún sitio y que no los reconocería si me los encontrase por la calle. Quizás ya lo he hecho y eso solo fortalece mi discurso. Ella, para evitar conversaciones incómodas, también evitaba a la familia política, lo que se reducía a su suegra. Es la persona con más don de gentes que he visto en mi vida, y, a la vez, la que mejor sabe cómo rechazar lo que le puede hacer daño, aquello donde percibe que podría haber toxicidad, acierte o venga de los prejuicios que ha creado como muro defensivo. Esa misma que se haría amiga de cualquiera a quien se encontrase en una isla desierta llena de salvajes que fueran a atacarla por miedo, como mecanismo de defensa a lo desconocido, esa, sabe cuándo es inútil esforzarse por ciertas personas que lo que tienen es maldad pura, y con ellas se camufla dentro de un caparazón del que no sale hasta estar convencida de que no corre ningún peligro. Toda esa facilidad que tiene mi madre para socializar, para tener cada día un nuevo plan y saber dónde hay fiestas, eventos especiales, ferias de gastronomía o muestras de teatro, me falta a mí. Ella es las páginas de la sección de cultura y entretenimiento de los periódicos, el teletexto del ocio.

Yo no he heredado nada de eso. Soy torpe, tímida y bastante solitaria. Si fuera más guapa y con más porte, mi animal espiritual sería el lobo. Por supuesto, no de los que van en manada, sino de los que prefieren ir por libre. Por lo rara que soy, me identifico más con el capibara. Cualquier otra persona mencionaría en estos momentos al ornitorrinco, y por eso considero que es anodino. Mucho mejor el capibara, dónde va a parar. Tampoco es que esté sola con mis padres y mi abuela, que no tenga a nadie más en el mundo con quien hablar. Durante un tiempo fue así, lo reconozco. Desde hace una temporada, tengo a una gran amiga en la ciudad, Claudia, que va un curso por debajo de mí. El resto de dedos con los que contar mis amistades permanecen doblados y quién sabe si podré estirarlos alguna vez. Entre mis planes no está tener un millón de amigos como Roberto Carlos, ni tan siquiera los cien que busca Komi.

Es mi padre el que siempre me arrastra a casa de la yaya. Que yo la quiero mucho, eso vaya por delante, pero preferiría que fuera ella la que viniera a vernos. Aparte, a veces se pone demasiado pesada. Hoy, sin ir más lejos, está insistente con que encerrada no puedo pasarme las vacaciones y se ha levantado ya con una cantinela que estaba provocando que no pudiera verme inmersa en mi lectura.

—Vaya, que hoy tampoco vas a salir a que te dé un poco el aire —me recrimina por tercera vez en esa mañana. Su tono muestra un incremento en el disgusto a cada mención.

Estoy sentada en una vieja silla de mimbre en la cocina, que hace también las veces de salón a falta de otro espacio adaptado en esa casa para comer en familia o estar entretenido. Si me dejasen tranquila, me encontraría leyendo uno de los tres libros que había sacado de la biblioteca antes del viaje. Me había preparado bien para estar entretenida en este lugar que no tiene nada que ofrecerme salvo la compañía de mi abuela y era ella misma la que se había propuesto sacarme de mi zona de confort. Mis planes eran básicos y sencillos, no anhelaba conquistar el mundo ni pedía imposibles. Conocía bien las limitaciones del viaje, así que me conformaba con pasar mis días en el pueblo jugando a las cartas por las noches, zarandear a los gatos cuando se pasaban por casa de visita y estar tirada tranquila con esas lecturas que me distraerían y harían que tuviera la sensación de que las manecillas del reloj se apresuraban, lo cual era ideal para mí, aunque subieran las pulsaciones del conejo blanco, siempre preocupado con la puntualidad. Un poco como él, reconozco que era por mi sentido de la responsabilidad y por el respeto a aquello que jamás regresará. Sin embargo, en este recóndito rincón del mundo, me sentía más en el papel de esa niña que busca perderse entre las páginas de su libro y olvidarse de cuanto tiene a su alrededor. A lo sumo, tenía pensado tratar de aprender a hacer alguna pulsera de hilo o de cables de plástico para llevarle un detalle a Claudia. Hasta el momento me había ido bien así, con esos pasatiempos. Se ve que no seguiría siendo así por la cabezonería de quien me interrumpía y cuestionaba que estuviera desaprovechando mi infancia entre cuatro paredes.

—Es que mira qué cara de vómito que tienes. Da penita verte con ese aspecto enfermizo. He visto a yonkis a principios de los noventa con mejores pintas que tú. Anda, sal a que te dé el sol, que menuda lástima que pierdas tu juventud así con el día fabuloso que hace fuera, tú que no tienes nada mejor que hacer.

Mi abuela, a veces, es la mejor para subirte la autoestima. Nótese la ironía. Por fortuna, no tengo complejos acerca de mi aspecto físico. Puede que sea del montón y ni siquiera del montón bueno para la mayoría de las personas, pero la belleza es subjetiva y acogerse a unos cánones es más perjudicial que saludable. No hay que preocuparse por esto, y menos cuando sé que hasta Nicolas Cage o Tom Cruise tienen a su público. Ya lo siento por mi yaya, que está tan pendiente del tono de mi piel, pero, si hago juego con un vaso de leche, es más un motivo de orgullo que de lamento. Los lloros vienen, por mi parte al menos, cuando mi piel se tiñe de rojo intenso, el color que indica las situaciones de peligro, el que te alerta de que no continúes por ahí o que tus ahorros se han esfumado.

Finjo que no la he oído siquiera, que ya lo dice el refrán: a palabras necias… Ella está bastante cansada también de mí y lo expresa con un chasquido de molestia. Veo cómo abandona la cocina y, al poco, la oigo hablar con mi padre. No es solo la distancia la que nos separa, sino también algunas paredes y puertas, por eso, a pesar de mi oído privilegiado, no llego a entender lo que dicen. Asumo que hablan de mí. Al silencio momentáneo le sigue el sonido de unos pasos aproximándose y el inconfundible crujido del pomo de la puerta. Tras escuchar eso, entra mi padre a la estancia en que me encuentro. Me saluda, me pregunta si he desayunado y, con mi respuesta afirmativa, se prepara un café con leche y un par de bollos industriales. Ha abandonado su dieta por enésima vez, así que su humor ha vuelto a los parámetros normales y no parece un ogro como cuando se pasa a todo lo integral en unas cantidades ridículas hasta para un pajarito. Cuando termina de coger fuerzas, me dice que va a hacer unos recados y que luego hará la comida para los tres. Es ahí, durante el almuerzo, cuando veo cómo se han pateado como si fueran un maldito esférico.

—Hija, ahora después te va a venir a buscar una niña de tu edad para que juegues con ella —me comunica mi abuela, y lo hace con un tono con el que deja claro que no puedo negarme, que como lo haga, después de que se ha tomado la molestia, se va a desatar una tormenta en su casa, que ni que se hubiera desplazado hasta aquí el dios del trueno furioso porque alguien se ha tomado ese último flan que guardaba con mimo en la nevera.

Durante el resto de la comida lo único en lo que pienso es en que ojalá no se pase nadie por casa preguntando por mí, que se haya echado otros planes, por poco probable que eso pueda resultar, o se lo haya pensado mejor. Sé que las posibilidades están muy por debajo de las que habría para ganar la lotería o de que des con el amor de tu vida en lugar de conformarte o autoengañarte con la persona equivocada.

Por supuesto, no cayó esa breva. Al rato viene a buscarme una chica algo más alta que yo, con los ojos azules. Su ropa (una blusa de raso y una falda plisada por debajo de las rodillas) hace juego con su iris y hasta lo realza más. De un solo vistazo me queda claro que es muy coqueta. Ha sido un chasco que la persona tras la puerta tuviera ese rostro que me resulta familiar. Ya había tratado con ella un poco hacía algunos años y no guardaba buenos recuerdos de esos momentos en su compañía. Quizás se había reformado y no quedaba nada de aquella época, cosa que dudo.

Al ver que quiere saber mi nombre pienso que, o no se acuerda de mí, o disimula muy bien.

—¿Cómo te llamabas? Es que tu abuela me ha dicho un nombre muy raro y no se me ha quedado.

—Chelsi —contesto mientras me agacho para apretar mejor los cordones de las zapatillas, que los veía algo sueltos. No sé si camino raro o mis pies están deformes, porque me sucede a menudo.

—¿Y eso de qué viene?

—Pues de nada, es mi nombre y ya está.

—¿Pero tu nombre de verdad? ¿Me estás diciendo que en el colegio, el médico y en todos los sitios aparece ese nombre tan raro? ¿Por qué suena al que se le pondría a un chucho sarnoso? ¿Es que tus padres no te quieren? ¿Eres adoptada?

Me hierve la sangre con esa manera de hablar suya tan tajante, tan altanera. Odio su desprecio.

—Chelsi de María Isabel, ¿vale?

Según se lo digo, me arrepiento. Una vez que lo ha escuchado, se ve con vía libre para borrarme por desgaste ese nombre horrible con el que no me relaciono en absoluto, cosa que ya me resulta muy molesta. Me cuenta que ella es Gala. Estupendo, tiene nombre de artista. Lo que le faltaba para ir de diva.

—María Isabel, ¿y te gusta algún chico? —me pregunta de sopetón. Antes de que responda, ella se lanza a contarme que vamos a ir a un sitio donde está el que le gusta.

—No me gusta nadie —respondo yo de manera escueta, abarcando todos los géneros.

Ella se sacude su larga melena azabache, se ríe y me dice que soy muy rara. Por un instante me parece mona, más por sus gestos que por sus rasgos. Como todas las calles del pueblo, aquella cuesta por la que bajamos no es más que un camino empedrado por el que no hay una separación que marque cuál sería la zona destinada a los conductores y cuál a los peatones. «Total, para los coches que se ven», que te dirá cualquier vecino si cuentas lo extraño que resulta para alguien que viene de un lugar donde hasta se ve, a simple vista, una boina de polución, en parte por el tráfico exacerbado. Mientras caminamos no para de hablarme de ese chico que tanto le gusta. En lo único que pienso yo, descendiendo sobre esa grava, es en lo fuerte que está apretando el sol y en lo feliz que estaría en casa a mis anchas. No puedo volverme, mi abuela me mataría si no paso la tarde con esa niña.

Cuando estamos casi a la salida del pueblo, nos encontramos con otra niña. Calculo que tendrá aproximadamente nuestra edad.

—Hey, Bea. Esta es María Isabel.

—Anda, ¿María Isabel? No te conocía de nada, ¿es la primera vez que vienes a Arizuela? —me saluda esa chica que, quién sabe cómo o el trabajo que le habrá costado, se ha ganado el derecho a que la llamen por su nombre de verdad. Antes de que pueda responder, se me adelantan. Me da la sensación de que Gala solo quiere jugar conmigo y no del modo esperado.

—Es nueva y está de vacaciones. Su abuela me ha dicho que no conoce a nadie y que siempre estaba encerrada en casa o en el corralito.

Bea se ríe, como despreciándome por ser un bicho raro asocial. Es algo que he experimentado tantas veces que lo percibo de manera inmediata. No les provoco tanta curiosidad como para que no vayan las dos juntas, desde ese momento, hablando de buen rollo, poniéndose al día y haciendo como si yo no estuviera ahí, como si fuera un añadido menor, un pequeño hilo de otro color en el bajo de los pantalones, una gota de pis en la inmensidad del océano. Su conversación es fluida y dista mucho de ese ambiente algo tenso que había entre Gala y yo instantes antes. Las sigo de cerca, andando un par de pasos por detrás, para que no se sientan molestas y puedan hablar tranquilas sin pensar que me inmiscuyo en lo que no me importa. Una vez en el campo de fútbol, se me anuncia que hemos llegado.

—¿Con quiénes vamos? —quiero saber yo enseguida para fijarme en las caras de mis compis y no meter la pata, ya que no veo que utilicen ropas diferentes ni petos por encima.

—Ah, no. Nosotras no jugamos, qué locura. Juegan los chicos nada más, como es natural. Nosotras hemos venido para sentarnos en la grada a verlos.

«Vaya mierda de plan». Nos cuesta sentarnos, porque todo el mundo saluda a Gala, incluso desde abajo le gritan cosas o alzan el brazo hacia ella. Me queda claro que es una especie de líder, porque no hacen lo mismo con Bea, a la que también conocerán tanto como a ella, porque además de que es del pueblo, es amiga de aquella a la que admiran. ¿Es incomprensible esta situación? Sí. ¿Ocurre a menudo? También. Siento cero molestias porque me ignoren como si fuera invisible. Suele ser así, estoy acostumbrada. Dicen que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, y estoy en total desacuerdo. Mejor eso que andar a broncas o recibir insultos. Lo digo con conocimiento de causa.

Cuando estamos a punto de sentarnos, muy a mi pesar, muestro mi disconformidad.

—¿Pero por qué no podemos jugar con ellos?

—María Isabel, no seas pava. Alguien tiene que animarlos y, sobre todo, cuidar de ellos y darles agua si lo necesitan —me explica, mientras me enseña una botella de agua que lleva en una bolsa de plástico en la que no he reparado hasta ahora.

Alucino con que en pleno siglo XXI una niña de doce años considere que es estupendo estar al servicio de los hombres. ¿Es que en este pueblo tienen como lectura obligatoria El manual de la buena esposa y lo siguen a rajatabla? ¿Se han quedado en los años cincuenta del siglo pasado? No entiendo nada. Simplemente me quedo un rato callada mirando alrededor. Es así como me doy cuenta de que en ese campo de fútbol de tierra están esos chicos acordando ahora lo que sea para ponerse en faena, y que al poco algunos se desplazan a las gradas, donde se sientan abajo del todo, imagino que porque son suplentes y ya ellos mismos van turnándose. No tardo en darme cuenta de que es lo que sospechaba. Algunos, incluso, hacen señas para que les lleven agua o se suben a los asientos, pisándolos todos hasta llegar al sitio que quieren para hablar un rato con alguna de las espectadoras. A Gala le hacen muchas señas, aunque solo hay uno que se le acerca cada vez que tiene ocasión. No es el que le gusta, sino uno que, por lo visto, se le declaró a final de curso y no se ha molestado en responderle, por lo que sigue esperando una respuesta porque no quiere enfrentarse a un rechazo mudo.

Pasado un rato, veo a un chico nuevo. Tendrá unos 16 o 17 años, así a ojo. Me sorprende que no hace ademán de hablar con nadie. En su lugar, toma asiento algo más lejos que nosotras. Es el único del gallinero, está solo y llama mi atención. No puedo evitar preguntar por él.

—Ah, ese —me responde con un tono despectivo Gala—. No, ese no juega. Viene siempre a mirar las semanas que los partidos son en Arizuela, pero no va a los de Lasmoste.

No me termina de convencer esa respuesta, así que insisto.

—¿Pero por qué no juega? ¿Es por lo de que a veces no puede estar o por qué?

—Ay, María Isabel, pero qué pava eres —otra vez con que soy una pava, ¿acaso no sabe decir otra cosa ni hablar sin tratar de ofenderme?, pienso, mientras ella continúa hablando—. Juegan amistosos, que aunque parezca que les va la vida en ello, carecen de importancia y en nada se olvidan del resultado, fíjate que ni árbitro hay. Si fuera por eso, ya te digo yo que no estaría ahí sentado.

Me agarra del brazo y pone una expresión que da a entender que piensa que soy tonta de verdad, que la respuesta es obvia y que cómo no puedo haberme dado cuenta. Como ese chico está detrás de ella un par de filas más arriba, miro disimuladamente a ver si tiene unas muletas o algo que me haga pensar que está lesionado o cuenta con una minusvalía que pueda detectar a simple vista.

—María Isabel, mira, veo que no lo pillas —me suelta mientras yo aún observaba curiosa—. Si ese chico no juega es porque es maricón.

Mi cara debe de ser un cuadro. Reconozco que no sé dónde meterme. Gala continúa hablando y empeora aún más mi percepción sobre ella.

—Y ojo, María Isabel, porque su hermano gemelo también lo es. Por eso no queremos juntarnos ninguno con ellos, no vaya a ser que nos lo peguen ese par de enfermos. —Aprieta sus morros y sube los mofletes en una mueca que muestra asco.

Ahí está. Ya tengo la confirmación oficial de que jamás podré llevarme bien con esa persona. Me refiero a Gala, por supuesto, no a ese pobre chico que tiene que lidiar con la homofobia.

—Eso no es una enfermedad ni tampoco es contagioso. El problema es tuyo y es a ti a quien deberían hacer el vacío.

Noto que muchas miradas se han posado en mí al haberle alzado la voz. Me da la sensación de que sus ojos indican que soy la forastera y que jamás me apoyarán. Estoy convencida de haber firmado mi sentencia de muerte.

Deseo salir de allí. No lo hago para no fallar a mi abuela. Tampoco es que quiera llevarme una bronca o sermón, aunque tenga que quedarme sentada de brazos cruzados rodeada de gente con la que no me siento cómoda viendo un estúpido partido de fútbol que me interesa menos que los anuncios de la teletienda.

Gala y yo no volvemos a hablar en lo que resta de tarde. Ni siquiera me dirige la palabra cuando, después de ese aburrido encuentro deportivo, me acompaña a casa, porque era lo esperado y le pilla de camino, puesto que la suya está un poco más arriba en esa misma cuesta. Yo tampoco me molesto en gastar saliva. Más incómodo resultaría hacerlo que subir en silencio hasta el sitio donde pretendía refugiarme hasta el fin de las vacaciones.

Mi padre y mi abuela lo primero que hacen al verme de vuelta es preguntarme qué tal la tarde mientras nos dirigimos a la cocina para sentarnos a la mesa. Sé que tenían esperanzas puestas en que aumentase mi número de amigas a nada menos que el doble. Un incremento importante. Me ando sin tapujos con mi sinceridad aplastante.

—Fatal. No tenemos nada en común.

No quiero entrar en detalles sobre lo que he observado esa tarde. Cuento por encima lo mala chica que me ha parecido y lo aburridos que son sus planes. Una tarde perdida entera con alguien que es una mala influencia y de quien me he hartado casi desde el primer minuto.

A mi abuela no la convenzo con mi historia y me lo hace saber.

—Chelsi, hija, Gala es una buena chica. Puede que no hayáis congeniado hoy, pero la he llamado porque confío en ella. Siempre saca buenas notas y sus padres hablan maravillas de ella. Es muy sociable y en el pueblo todos la adoran. Tú misma has dicho que levanta pasiones y que es como una estrella preadolescente. No sé qué te habrá pasado, de verdad, pero estás exagerando.

«¿Exagerando, yo? Si no he contado ni la mitad de lo que he presenciado, ni un cuarto de lo que opino de esa víbora».

—No, abuela, no lo entiendes. Os tiene a todos engañados. Es de una manera, pero pone carita de buena con los adultos —quiero decirle que es una manipuladora y que no entiendo cómo puede ser que esté en el centro de los halagos con sus actitudes tóxicas, pero no sé cómo expresarme en palabras y, si lo intento, lo más probable es que termine con ganas de llorar por la frustración.

Mi padre hace un gesto como para hablar. En ese momento creo que va a reprenderme, que va a decirme que podría esforzarme un poco más en tratar de hacerme amiga de Gala en lugar de adoptar el camino cómodo de dar la espalda al primer bache que me encuentre y retozar por la hierba. Él sabe mejor que nadie que en la ciudad no tengo más que a Claudia en mi círculo de amistades. Ni estando en el mismo centro que yo, tiene idea de que, a veces, otros niños se meten conmigo y que, en parte, es por eso, porque no encajo en sus ideales.

Sin embargo, cuando abre la boca me sorprende.

—Bueno, hija. Si no sois compatibles, pues a ella tampoco le gustarás tú, será mutuo, y es normal no caerle bien a todo el mundo. Para gustar a todos tendrías que ser… pues no sé, una croqueta o una tortilla de patatas. Si mañana no viene, pues no sales con ella y ya está, asunto arreglado. Hace un gesto para que mi abuela exprese su acuerdo. Lo hace. Esa noche tardo en dormirme con la emoción de que mañana volveré a estar tranquila, sin mezclarme con esa maldita cría del Cromañón.

Capítulo II Chelsi

 

 

 

 

 

Me paso la mañana separando y atando hilos para tener una pulsera para Claudia. Creo que me está quedando un churro y que cuando se la dé, se va a partir de la risa con el resultado. Ni siquiera sé cuánto le mide la muñeca, así que tomo la mía como referencia. Ojalá aquí tuviera mi viejo ordenador de sobremesa con una conexión a internet para hablar con ella. Me encantaría contarle cosas sobre la criaja de ayer. Estuvimos una sola tarde juntas y ya me cae fatal. Seguro que a mi amiga, con lo ingeniosa que es, se le ocurrirían un montón de tonterías y nos desternillaríamos sin parar al mofarnos de ella.

Sigo descontando las horas con el deseo de pasar el resto del día tranquila, en casa de la abuela. Sin más niños con pintas de compartir mente colmena con una reina déspota y anticuada. Con una líder de un escuadrón que puede ser peligroso si no se queda en Arizuela y transporta sus ideas, con éxito, a otros lugares más poblados y llega a conseguir que los medios de comunicación la tomen en cuenta, que sean el altavoz de su discurso. Me la imagino como a una pequeña dictadora en miniatura. Le falta el bigote. Quizás lo tenga y se lo afeite. Ese pensamiento provoca que me ría yo sola.

A mediodía, mi padre, mi abuela y yo comemos un guiso de verduras. Después, ayudo a fregar los platos y, antes de sentarnos para ver el telediario, mi madre nos llama por teléfono para saber de nosotros. Lo cojo yo y le cuento un poco por encima que ayer salí, pero que no lo pasé nada bien, y le da una carcajada. A saber qué encuentra de gracioso en mi sufrimiento, supongo que será por mi manera de explicarme o porque está de un humor extraño y todo le hace gracia. Le pregunto si quiere hablar con mi padre y en cuanto me quito el aparato de la oreja, él me arranca el auricular a toda prisa y le dice que estamos todos bien, que no se preocupe. Me hace un gesto con la mano para que me vaya de ese dormitorio en el que además de un par de camas de matrimonio hay un gran armario ropero, un baúl, una mesa que parece sacada de La última cena —a la que le faltan sillas y jamás se ha utilizado con fines gastronómicos— y otra pequeña mesa con una máquina de coser que nunca he visto en funcionamiento. Me marcho presta a la cocina con la intención de pasarme la tarde leyendo. Al poco de acomodarme suena la puerta y aparece mi abuela con esa noticia que no quería que me dieran.