Taras Bulba - Nikolái V. Gogol - E-Book

Taras Bulba E-Book

Nikolai V. Gogol

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Feroces, crueles, valientes y apasionados, los cosacos hacen temblar la estepa bajo los cascos de sus caballos. Y entre ellos se encuentra Taras Bulba, un anciano lleno aún de fuerza e inteligencia que junto a sus hijos, Ostap y Andrí, avanzará por tierras polacas con intención de vengar su fe ortodoxa burlada por los católicos. Ninguna guarnición, ciudad amurallada o iglesia podrán detenerlos, hasta que la desgracia se cierna sobre ellos y el apuesto y enamoradizo Andrí haga que su padre maldiga el día en que lo engendró. "Taras Bulba", una anomalía entre la obra más conocida de Gogol, es una aventura trepidante, una sinfonía en perpetuo crescendo, en la que cada capítulo es más intenso y sorprendente que el anterior; un fresco tan afinadamente dibujado y tan vívido que resulta absolutamente intemporal.

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Akal / Básica de Bolsillo / 132

Serie clásicos de la literatura eslava

Directora de la serie: Gala Arias Rubio

Nikolái V. Gogol

TARAS BULBA

Traducción de: Gala Arias Rubio

Feroces, crueles, valientes y apasionados, los cosacos hacen temblar la estepa bajo los cascos de sus caballos. Y entre ellos se encuentra Taras Bulba, un anciano lleno aún de fuerza e inteligencia que junto a sus hijos, Ostap y Andrí, avanzará por tierras polacas con intención de vengar su fe ortodoxa burlada por los católicos. Ninguna guarnición, ciudad amurallada o iglesia podrán detenerlos, hasta que la desgracia se cierna sobre ellos y el apuesto y enamoradizo Andrí haga que su padre maldiga el día en que lo engendró.

Taras Bulba, una anomalía entre la obra más conocida de Gogol, es una aventura trepidante, una sinfonía en perpetuo crescendo, en la que cada capítulo es más intenso y sorprendente que el anterior; un fresco tan afinadamente dibujado y tan vívido que resulta absolutamente intemporal.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

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Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ediciones Akal, S. A., 2006

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4592-2

Introducción

Si te gusta la literatura, traducirla es una experiencia incomparable. La traducción es una especie de lectura profunda, de recreación en la lectura. Nunca se disfruta, se sufre y se enamora uno tanto con un libro como cuando se traduce; vives, respiras con los personajes, te detienes en cada una de sus palabras y de sus gestos. Además la traducción es un difícil ejercicio de equilibrismo y de búsqueda, has de hallar ese lugar común en el que la cultura del escritor del texto original y la del lector del texto final se encuentren. Lo que un traductor debe buscar es ese terreno que no es el suyo propio, ni el del otro, sino una tierra de nadie entre los dos. Para que esto se comprenda mejor diré que si el terreno del autor del texto original fuera la tierra firme y el nuestro el mar, sólo en la playa residiría una buena traducción. No puedes llevarte el texto original a tu terreno, porque perdería su encanto y su significado y convertiríamos la literatura universal traducida en una cosa uniforme y carente de identidad. Tampoco puedes quedarte en el terreno del autor porque entonces tu texto sería un bloque ininteligible para la mayoría. Por eso digo que nuestra profesión es una perpetua búsqueda de un equilibrio alcanzable sólo a veces. La traducción es también un camino con muchas encrucijadas, un trabajo en el que has de estar constantemente tomando decisiones, sacando el término exacto de la chistera, ese que brilla más que los otros y que es el único que de verdad encaja en la frase, es fiel al texto original, no está connotado, ni en desuso, y parece haber sido creado para traducir esa palabra en ese contexto en concreto.

Al traducir, pero también simplemente al leer clásicos rusos me sorprende su actualidad y su total aplicación al mundo contemporáneo. Es probable que no sea una exclusiva suya y que toda la historia y el pensamiento del hombre se repitan en un ciclo sin fin. Tal vez sea una apreciación sesgada o mi interpretación de mujer del siglo XXI interesada por su entorno, o tal vez realmente suceda que los seres humanos nos limitemos a repetir constantemente nuestros errores y tengamos las mismas virtudes y defectos a lo largo de toda la historia, independientemente del decorado. Al traducir Taras Bulba he encontrado en él tantos ecos y reminiscencias de la actualidad que he llegado a sorprenderme, por ejemplo: «Porque nuestro Dios es más grande que el suyo». ¿A alguien le suena esto? Me encanta el hecho de que desde el siglo XV al siglo XXI esa concepción siga patente en los discursos de los grandes líderes mundiales. Su fe no es verdadera, la nuestra sí, es lo que nos dice Taras y bajo esa premisa conspira, mata y roba, sin tener ningún tipo de remordimiento. Los cosacos se lanzan a la guerra porque necesitan actividad, porque no tiene sentido mantener un ejército sin entrar en batalla («despachar a unos cuantos paganos») y porque muchos de ellos están endeudados hasta las cejas y necesitan motines para mantener su vida desenfrenada y disoluta. ¡Vaya! Si rascamos un poco, ¿cuántas de las guerras contemporáneas se han declarado por uno de esos motivos o por todos ellos? Estoy segura de que muchos de los lectores se sorprenderán también al leer algunos de estos fragmentos.

Ya sabemos, por tanto, que la historia trata de cosacos. Todos hemos oído hablar de ellos, pero, ¿quiénes eran realmente? El término cosaco proviene de la palabra de origen turco quzzaq, que significa «hombre soltero, libre, guerrero».

Los registros históricos de los cosacos antes del siglo XVI son escasos. En el siglo XV se describía la sociedad cosaca como una difusa federación de comunidades con ejércitos locales independientes de los estados vecinos (como Polonia o el Gran Ducado de Moscú). Aparecieron por primera vez cerca de la frontera polaco-lituana y en su origen son campesinos evadidos de sus dueños, que provenían de los territorios de Rusia y Ucrania en la época en la que el sistema de servidumbre se estaba fortaleciendo. Fueron los primeros emancipados de la tiranía feudal, un ideal, en fin, de libertad y resistencia frente al opresor. En el siglo XVI estas sociedades cosacas habían formado dos organizaciones territoriales independientes: los cosacos del Don, establecidos a orillas de dicho río, entre el Gran Ducado de Moscú del Imperio otomano; y los cosacos ucranianos de los que habla esta obra, que formaron el estado de los zapórogas en 1649 en el interior del territorio de la actual Ucrania, gracias a un tratado con Polonia. Se les considera los progenitores de la moderna nación ucraniana, ya que muchos de ellos se volvieron a establecer en la zona después de su época de esplendor. Los Estados limítrofes con los cosacos los utilizaron como mercenarios azuzándolos contra sus enemigos (Gogol hace referencia a ello en su obra) pero eran conscientes de que conseguir la lealtad incondicional de los ejércitos cosacos era imposible, ya que su modo de vida era principalmente el pillaje y lo podían ejercer indistintamente en los territorios polaco-lituanos y los territorios turcos.

Los cosacos fueron conocidos tanto por su destreza militar y su confianza en sí mismos como por sus excesos; tal era la impresión que causaban dichos excesos en otras culturas que en nuestra lengua hemos acuñado la expresión «Beber como un cosaco».

Al parecer Gogol basó la historia de Taras Bulba en la historia del cosaco Bogdán Jmelnitski –del que nuestro Taras sería un trasunto–, promotor de la unión de Ucrania a Rusia, firmada en 1654, y la traición de uno de sus hijos: Yuri –el Andrí de la obra–, que fue nombrado hetman y rompió seis años después la unión firmada por su padre, con intención de convertir a Ucrania en hija adoptiva de Polonia, país al que huyó al quedarse sin apoyos.

La primera versión de Taras Bulba fue escrita en 1833 y publicada en 1835 dentro de una recopilación de novelas cortas y relatos de Gogol titulada Mírgorod. Más tarde fue retocada y editada como obra aparte en 1940. Algunos críticos señalan en ella la excesiva influencia de Walter Scott, uno de los grandes maestros del romanticismo inglés. Mezclando las aventuras y el costumbrismo naturalista a partes iguales, Taras Bulba es una síntesis de lo romántico y lo realista, de la poesía y el retrato de costumbres. Algunos la consideran un poema épico en prosa. La novela narra la historia de Taras Bulba, que, al regreso de sus hijos a la casa paterna, decide llevarlos al campamento principal de los cosacos, el Sech, para convertirlos en grandes guerreros. Ante la ociosidad que encuentran en el campamento, el viejo Taras decide promover una incursión sin saber todas las dificultades y sorpresas que el destino les tiene reservadas.

El tiempo ha convertido a Taras Bulba en uno de esos personajes inolvidables que saben ganarse la tranquila admiración de todos sus lectores, símbolo de fuerza, lealtad, voluntad y vitalidad. Quizá a nosotros nuestro Taras, extraordinario en su sencillez, con una inconsciente valentía como una de sus pocas virtudes, nos pueda sorprender por haber sido erigido en héroe.

Gogol presenta a Taras como un hombre viejo pero, ¡cuán fuerte, vital y listo! Aunque en ocasiones el ardor de Bulba está reñido con su inteligencia, el autor trata con gran cariño los defectos de su protagonista y comparte con él su principio de vida de no capitular ante la atracción femenina. A Gogol no se le conoció jamás ninguna pasión, aunque sí tenía muchas y buenas amigas.

Por otra parte la obra nos presenta dos modelos casi universales de protagonistas personificados en los hijos del viejo Taras, dos formas de ver la vida que van a ser tema fundamental en la literatura realista rusa posterior:

En Ostap destaca la lealtad a los valores de su cultura, la renuncia a su individualidad en aras de una misión más importante, representa la continuidad del carácter de su padre, del carácter cosaco. Mientras que Andrí es el arquetipo de héroe romántico, capaz de abandonar todos los valores de su cultura y traicionar incluso a los suyos por amor. El personaje de Andrí, más complejo y elaborado, protagoniza algunos de los momentos más hermosos de la obra, como cuando en su fiebre amorosa dice a su amada: «¡Mi patria eres tú!».

Taras Bulba es como una sinfonía en perpetuo crescendo, cada capítulo es más intenso y sorprendente que el anterior, es un lienzo tan perfectamente dibujado, tan vívido. No es casualidad que el gran compositor checo Leos Janácek compusiera un poema sinfónico basado en la obra del genial escritor ruso y que lleva el mismo título de Taras Bulba. Sus descripciones son enormemente sensuales e incluso cinematográficas, las batallas son dinámicas y crudas, los diálogos, chispeantes.

Permanentemente atormentado, sus creaciones no fueron para Gogol un placer o un deleite, nunca se sintió recompensado por su genio. Sufrió mucho por sentirse incomprendido por sus contemporáneos, por su descontento consigo mismo e incluso a veces por la repulsa que le causaban sus obras. Pero Taras Bulba es una anomalía entre la obra más conocida del escritor; no es que lo sea para el transcurso de su vida, dado que era un estudioso de la historia de Ucrania, pero parece que los lectores de Gogol sólo esperan encontrar en sus relatos personajes groseros, mezquinos, corruptos, vulgares, como en La nariz o El inspector o, por supuesto, en Almas muertas. Poco hay de esto en Taras Bulba. En ella Gogol se deleita con la recreación de los hermosos paisajes de su amada Ucrania natal combinándolo magistralmente con momentos de gran intensidad dramática y escenas épicas. Esto es quizá una de las notas más características de la novela. Gogol confesará a Pushkin que se sintió verdaderamente feliz al dar cuerpo al legendario héroe. Eso indudablemente lo percibimos también nosotros al leer la obra, las maravillosas y sensuales descripciones de las estepas, esas mujeres tan becquerianas, solamente esbozadas, de maravillosa belleza, cejas negras y blanco seno, con brillantes cabellos enmarcando sus rostros como una aureola.

Pero no podemos terminar esta introducción sin hablar un poco más sobre el autor: Nikolái Vasílevich Gogol (1809-1852) nació en la pequeña aldea de Bolshie Soróchintsy en Ucrania. Su verdadero apellido era Ianovski pero su abuelo había adoptado el apellido Gogol para reivindicar sus ancestros cosacos. Su padre, aunque muere siendo él adolescente, será una importante influencia literaria porque era un hombre culto y aficionado a la escritura.

Gogol es una figura ambigua dentro de su tiempo; por un lado critica en sus obras las injusticias de la Rusia feudal y, por otro, se retracta de lo dicho y reivindica la autocracia, la servidumbre, la pena capital, ganándose la enemistad de algunos de los autores contemporáneos a él, aunque fue muy admirado por otros. Dostoievski, autor que incluirá en sus obras no pocos personajes deudores de los creados por Gogol, dijo que «todos venimos de El capote» en referencia a una de sus obras más célebres, y Turguenev, otro gran admirador, afirmó de Gogol que «con su nombre marcó una época en la historia de nuestra literatura».

Entre sus obras, además de la que nos ocupa, podemos destacar La nariz (1835), El inspector (1836), Almas muertas (1842) y El capote (1842).

Gala Arias Rubio

Taras Bulba

Capítulo I

—¡Date la vuelta, hijo! ¡Qué gracioso estás! ¿Qué es esta sotana de pope que llevas? ¿Y todos en la academia van así? –con estas palabras recibió el anciano Bulba a sus dos hijos, que estudiaban en un seminario de Kiev y habían ido a casa de su padre.

Sus hijos acababan de bajarse del caballo. Eran dos jóvenes robustos, aún con la mirada torva, como la tienen los recién salidos del seminario. Sus fuertes y sanos rostros estaban cubiertos del primer plumón de vello, que aún no parecía barba. Se hallaban muy confusos por tal recibimiento de su padre y se encontraban inmóviles con la vista clavada en el suelo.

—¡Esperad, esperad! Dejad que os observe bien –continuó él girando a su alrededor–. ¡Qué trajes tan largos lleváis! ¡Vaya trajes! Nunca había visto unos trajes así. ¡Que uno de vosotros se eche a correr! Comprobaré si no se enreda con él y se cae al suelo.

—¡No se ría, no se ría, padre! –dijo finalmente el mayor de los dos.

—¡Vaya un orgulloso que eres! ¿Y por qué no habría de reírme?

—Pues porque, aunque sea mi padre, si se ríe juro por Dios que le daré una paliza.

—¡Ah, vaya hijo que eres tú! ¿A tu padre? –dijo Taras Bulba, apartándose con sorpresa unos pasos hacia atrás.

—Aunque sea a mi padre. Ante una ofensa no respeto a nadie.

—¿Así que quieres pelear conmigo? ¿Con los puños?

—Con lo que sea.

—Bueno, pues con los puños –dijo Taras Bulba remangándose–. ¡Vamos a ver qué tal peleas!

Y el padre y el hijo, en lugar de saludarse tras una larga separación, comenzaron a lanzarse el uno al otro puñetazos en los costados, en los riñones y en el pecho, bien separándose y observándose, bien volviendo a lanzarse el uno contra el otro.

—¡Buenas gentes, observad: el viejo ha perdido la cabeza! ¡Está completamente loco! –decía la pálida, delgada y bondadosa madre, que se encontraba en el umbral y que aún no había tenido tiempo de abrazar a sus queridos hijos–. Los hijos han vuelto a casa, hace más de un año que no los veía y a él lo único que se le ha ocurrido es ¡pelearse a puñetazos!

—¡Pelea bien! –dijo Bulba deteniéndose–. Por Dios que sí –continuó arreglándose la ropa–, casi es mejor no ponerlo a prueba. ¡Será un buen cosaco! ¡Bueno, te saludo, hijo! ¡A mis brazos! –y el padre y el hijo se besaron–. ¡Bien hijo! ¡Zurra a todos como a mí, no dejes escapar a ninguno! Pero tu traje sigue siendo muy gracioso: ¿qué es esa cuerda que te cuelga? Y tú, mastuerzo, ¿qué haces ahí de brazos cruzados? –dijo volviéndose al más joven–. ¿Por qué tú, hijo de perra, no me zurras también?

—¡Vaya ocurrencia! –dijo la madre, abrazando entretanto al menor de sus hijos–. ¿A quién le entra en la cabeza que un hijo pegue a su padre? A un niño que ha andado tantos caminos, agotado (ese niño tenía veintipico años y medía un sazhen[1] exactamente), habría que dejarle descansar y que comiera algo, y en lugar de eso le obliga a pelearse.

—¡Por lo visto eres un hijo de mamá! –dijo Bulba–. Hijo, no escuches a tu madre, ella es una mujer, no sabe nada de nada. ¿Para qué necesitáis las caricias? Vuestras caricias serán los amplios campos y los vigorosos caballos: ¡ésos serán vuestras caricias! ¿Y veis este sable? ¡Éste será vuestra madre! Todo eso de lo que os han llenado la cabeza son tonterías; la academia y todos esos libracos, cartillas y filosofía, todos esos Dios sabe qué, ¡escupo sobre todo eso! –en ese momento Bulba dijo cierta palabra que no está bien utilizar en los libros–. Lo mejor es que os lleve esta misma semana a Zaporozhe[2]. ¡Allí sí que vais a aprender! Allí tendréis una escuela; allí os haréis hombres.

—¿Y lo único que van a estar en casa va a ser una semana? –decía lastimera, con lágrimas en los ojos, la delgada y anciana madre–. No les dará tiempo de divertirse a los pobres, ni de reconocer la casa paterna. ¡Y a mí no me dará tiempo de saciarme de mirarlos!

—¡Ya está bien, vieja! Los cosacos no están hechos para entretenerse con las mujeres. Serías capaz de ocultarlos bajo la falda y sentarte sobre ellos como la gallina con sus huevos. Vete, vete y ponnos rápido en la mesa la comida. No necesitamos bollos, pasteles de miel, pasteles de amapola ni ninguna otra golosina; ¡tráenos un carnero entero, una cabra, hidromiel de cuarenta años! Y mucho aguardiente, no del aguardiente con invenciones, de ese con pasas o cualquier otra fantasía, sino del blanco y espumoso que burbujee y espumee como rabioso.

Bulba se llevó a sus hijos a un cuarto del que salieron corriendo ágilmente dos hermosas doncellas sirvientas, llenas de monistas[3] de oro, que estaban arreglando las habitaciones. Al parecer se habían asustado con la llegada de los jóvenes señores, o simplemente querían mantener sus costumbres femeninas, gritar y lanzarse a la carrera ante la visión de un hombre y después cubrirse la cara con las mangas con gran vergüenza. La habitación estaba amueblada al gusto de la época, cuyo vivo recuerdo pervive tan sólo en las canciones y en las dumas[4] nacionales que ya no cantan en Ucrania ancianos ciegos y barbudos acompañados de los rasgueos de una bandurria ante un círculo de oyentes, según el gusto de aquella época ruda y guerrera, cuando comenzaban a estallar las luchas en Ucrania por la religión. Todo estaba limpio, revestido de reluciente arcilla. En las paredes había sables, nagaikas[5], redes para pájaros y peces, fusiles, un cuerno labrado para guardar la pólvora, una brida dorada para el caballo y trabas con tachuelas plateadas. Las ventanas de la habitación eran pequeñas, con vidrios redondos y opacos, como los que actulamente se ven sólo en las antiguas iglesias, a través de los cuales no se podía ver sin levantar un vidrio movedizo. Alrededor de las ventanas y de la puerta había hermosos adornos. En las estanterías de las esquinas había jarras, botellas y frascos de cristal verde y azul, copas de plata cincelada, copitas doradas de muy distinta procedencia: venecianas, turcas, circasianas, llegadas a las manos de Bulba por muy distintos caminos, tras pasar por tres o cuatro manos, lo que era muy común en esos tiempos audaces. Había bancos de madera de abedul por toda la estancia; una enorme mesa bajo los iconos junto a la entrada y una ancha estufa con escalones y saledizos, cubierta de azulejos abigarrados de flores. Todo esto era bien conocido por nuestros dos jóvenes, que caminaban cada año a casa por vacaciones, y digo caminaban porque aún no tenían caballos y porque no era costumbre permitir que los escolares montaran a caballo. Aún tenían largos cabellos de los que cualquier cosaco armado les podía tirar. Sólo esta vez, antes de su partida, Bulba les había mandado un par de potros jóvenes de su manada.

Bulba, con motivo de la llegada de sus hijos, había mandado reunirse a todos los jefes de escuadrón y a todos los mandos del regimiento que se encontraban en la aldea, y cuando dos de ellos llegaron con el esaul[6] Dmitro Tovkach, viejo amigo suyo, él les presentó a sus hijos diciendo: «¡Mirad qué jóvenes gallardos! Pronto les llevaré al Sech[7]». Los invitados felicitaron a Bulba y a los dos jóvenes y les dijeron que hacían bien y que no había mejor escuela para un joven que el Sech de Zaporozhe.

—Bueno, señores y hermanos, sentaos en la mesa como mejor os acomode. ¡Bueno, hijos! ¡Antes de nada vamos a beber aguardiente! –dijo Bulba–. ¡Que Dios nos bendiga! ¡A vuestra salud, hijos, a la tuya, Ostap, a la tuya, Andrí! ¡Que Dios permita que en la guerra siempre salgamos victoriosos! Ya sea contra los paganos turcos o tártaros, y si los liajos[8] intentan algo contra nuestra religión, también contra ellos. A ver, dame tu vaso; ¿es bueno el aguardiente? ¿Y cómo se dice aguardiente en latín? Ay, hijo, qué tontos eran los romanos que no conocían el aguardiente. ¿Cómo se llamaba uno que escribía versos en latín? Yo no sé mucho de letras y por eso no lo conozco. ¿Se llamaba Horacio?

«¡Menudo es mi padre! –pensó para sí el hijo mayor, Ostap–. El viejo zorro lo sabe todo y aún finge que no.»

—Me imagino que el archimandrita[9] no os habrá dejado ni oler el aguardiente –continuó Taras–. Reconoced, hijos, que os han azotado con varas de abedul y de guindo en la espalda y por toda vuestra figura cosaca. Y quizá, como os hacíais demasiado sabiondos, también os hayan pegado con látigos. Y no solamente el sábado, sino también el miércoles y el jueves.

—Padre, no sirve de nada recordar lo sucedido –respondió con serenidad Ostap–. ¡Lo pasado, pasado está!

—¡Que lo intenten ahora! –dijo Andrí–. ¡Que alguien trate ahora de meterse conmigo! ¡Que se presente ahora algún tártaro y sabrá lo que es un sable cosaco!

—¡Bien, hijo! ¡Por Dios que bien! ¡Y cuando eso suceda, iré con vosotros! ¡Por Dios que iré! ¿Qué diablos me retiene aquí? ¿Convertirme en un sembrador de trigo, un amo de su casa? ¿Cuidar de las ovejas y de los cerdos y divertirme con mi mujer? Que se vaya al diablo: ¡soy un cosaco y no quiero! ¿Qué más da que no haya guerra? Iré con vosotros a Zaporozhe a divertirme. ¡Por Dios que iré! –y el anciano Bulba fue enardeciéndose poco a poco, enardeciéndose, y finalmente se exaltó totalmente, se levantó de la mesa y, adoptando una pose digna, dio una patada al suelo–. ¡Mañana nos iremos! ¿Para qué retrasarlo? ¿A qué enemigo podemos aguardar aquí? ¿Para qué queremos esta barraca? ¿Para qué nos sirve todo esto? ¿Para qué queremos estos pucheros? –y diciendo esto se puso a golpear y a tirar los pucheros y los frascos.

La pobre anciana, acostumbrada ya a esos arrebatos de su marido, miraba tristemente sentada en un banco. No se atrevía a decir nada; pero al escuchar una decisión tan terrible para ella no pudo contener las lágrimas; miraba a sus hijos, de los que tan pronto se iba a tener que separar, y nadie hubiera podido describir toda la silenciosa fuerza de la amargura que parecía temblar en sus ojos y en sus labios, convulsivamente apretados.

Bulba era terriblemente obcecado. Uno de esos personajes que sólo pueden darse en el duro siglo XV en un remoto rincón de Europa, cuando toda la primitiva parte meridional de Rusia, abandonada por sus príncipes, llevaba tiempo siendo devastada y abrasada por las indómitas incursiones de rapaces mongoles; cuando, privado de hogar y techo, el hombre se hacía más fuerte; cuando sobre sus escombros, ante sus enemigos y la perpetua amenaza, se establecía y se acostumbraba a mirarla frente a frente, aprendiéndose de memoria que no existía el miedo en el mundo; cuando la llama guerrera se apoderó de la pacífica alma eslava y se instituyó el estado cosaco –amplio y libertino estallido de la naturaleza rusa–, y cuando todas las riberas de los ríos, todos los vados, las orillas de los arroyos y otros sitios parecidos fueron poblados por cosacos, cuyo número se desconocía y sus valientes compañeros tuvieron razón al responder al sultán, que quería saber su número: «¡Quién sabe! Se han dispersado por toda la estepa: allí donde hay un montículo, hay un cosaco». Fue, justamente, una excepcional exhibición de las fuerzas rusas arrancadas de los pechos de la gente bajo el peso de la desgracia. En lugar de las provincias originales, de las pequeñas aldeas llenas de perreros y cazadores, en lugar de ciudades gobernadas por pequeños príncipes que guerreaban y comerciaban entre sí, se levantaban poblados fortificados: kurenes[10] y distritos, unidos contra la amenaza común y el odio contra los invasores paganos. Todos los que conocen la historia saben que fue su incesable lucha y su intranquila vida las que salvaron a Europa de las incontenibles incursiones que amenazaban con derribarla. Los reyes polacos, que se habían hecho dueños de las tierras sustituyendo a los príncipes feudales, aunque lejanos y debilitados, comprendieron el significado de los cosacos y la conveniencia de su vida guerrera y vigilante. Les alentaron y alimentaron esta predisposición. Bajo su lejano poder, los hetman[11], elegidos por los propios cosacos, redistribuyeron el territorio en regimientos y en distritos militares. No era un ejército regular, nadie lo había visto; pero en caso de guerra y de movimiento entre las filas enemigas, en no más de ocho días todos aparecían a caballo, completamente armados, recibiendo sólo un rublo de oro del rey. Y en dos semanas se reunía un ejército tal que ni los oficiales de reclutamiento hubieran sido capaces de conseguir. Cuando finalizaba la campaña, el guerrero regresaba a sus prados y a sus campos a las orillas del Dnieper, pescaba, comerciaba, hacía cerveza y era un cosaco libre. Sus contemporáneos extranjeros se sorprendían con razón de sus excepcionales habilidades. No había oficio que el cosaco no conociera: fermentar vino, construir carros, preparar pólvora, realizar trabajos de forjador y de armero, además de divertirse salvajemente, beber y trasnochar como sólo un ruso podría hacerlo… y todas estas cosas las hacía igual de bien. Además de los cosacos inscritos que debían acudir en caso de guerra, era posible, en cualquier momento, en caso de mayor necesidad, reunir toda una tropa de voluntarios a caballo: sólo hacía falta que el esaul fuera por los mercados y las plazas de todos los asentamientos y pueblecillos y gritara a voz en cuello, montado en un carro: «¡Escuchadme, fermentadores de vino y cocedores de cerveza! ¡Ya está bien de hacer cerveza y de holgazanear y de hinchar vuestros gordos cuerpos! ¡Marchad a conseguir el honor y la gloria caballeresca! ¡Vosotros, yunteros, sembradores de trigo, pastores, mujeriegos! ¡Ya está bien de empujar el arado, de mancharos las botas en el suelo, de cortejar a las mujeres y de desperdiciar vuestra fuerza de combate! ¡Es la hora de alcanzar la gloria cosaca!».

Y esas palabras eran como chispas que cayeran sobre madera seca. El labrador rompía su arado, los fermentadores de vino y cocedores de cerveza tiraban sus toneles y rompían sus barriles, los artesanos y los comerciantes mandaban a paseo su oficio y su negocio y tiraban los pucheros de su casa. Y todos montaban a caballo. En una palabra, el carácter ruso recibía en aquel momento un poderoso y profundo arrebato y se revelaba en todo su esplendor. Taras era uno de los antiguos comandantes: había nacido para la amenaza del enemigo y se distinguía por su firmeza de carácter. Entonces la influencia de Polonia ya comenzaba a mostrar sus efectos sobre la nobleza rusa. Muchos adoptaban las costumbres polacas, sucumbían al lujo, tenían numerosos criados, halcones, jaurías, daban grandes comidas, vivían en palacios. Nada de eso era del gusto de Taras. A él le gustaba la vida sencilla de los cosacos y se enemistaba con los compañeros que se inclinaban hacia el lado varsoviano. Los llamaba siervos de los polacos. Siempre infatigable, se consideraba a sí mismo como legítimo defensor de la ortodoxia. Él mismo se había encargado la obligación de mediar si había quejas de abusos de los arrendadores o de nuevos impuestos sobre las casas. Junto con sus cosacos los reprimían e imponían su ley, que iba acompañada del sable en tres ocasiones: cuando los comisarios no respetaban a los de rango superior y no se quitaban el gorro ante ellos, cuando se burlaban de la ortodoxia y no respetaban las costumbres de sus ancestros y, finalmente, cuando los enemigos eran musulmanes o turcos, ante los cuales él consideraba admisible, en cualquier ocasión, blandir la espada por la gloria del cristianismo.

En ese momento se regocijaba con la idea de aparecer con sus dos hijos en el Sech y decir: «¡Mirad qué jóvenes gallardos os traigo!», presentarlos a todos sus viejos amigos templados en el combate y ser testigo de sus primeras hazañas en el arte de la batalla y de la bebida, que se consideraba también como una de las principales cualidades de un guerrero. Al principio había querido mandarlos solos. Pero ante su frescura, su altura y su imponente belleza física su espíritu guerrero se inflamó y decidió partir él también al día siguiente, aunque no hubiera ninguna necesidad de ello, exceptuando la de satisfacer su propia voluntad. Ya había comenzado a hacer diligencias y dar órdenes, escogió los caballos y los arreos para sus jóvenes hijos, fue a los establos y los graneros y eligió a los sirvientes que al día siguiente debían acompañarles. Entregó sus poderes al esaul Tovkach además de la estricta orden de presentarse de forma inmediata con todo el regimiento si él se lo ordenaba desde el Sech. Aunque estaba alterado y algo bebido, no se olvidó de nada. Incluso dio orden de abrevar a los caballos y de alimentarlos con el mejor maíz, y se retiró, cansado de sus tareas.

—Bueno, hijos, ahora hay que dormir y mañana haremos lo que Dios nos mande. ¡Que no nos preparen cama! No la necesitamos. Dormiremos en el patio.