Té de lágrimas - Jorge Bericat - E-Book

Té de lágrimas E-Book

Jorge Bericat

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Té de lágrimas es una novela romántica donde un amor imposible va cerrando las salidas y las posibilidades de Frank, dejando apenas unas pocas opciones viables y decorosas. María Alicia está profundamente enamorada de Frank aunque, a la vez ama también a su joven esposo, quién entre sus conflictos por mantener la hacienda, deja en segundo plano el amor, priorizando el capital y el pragmatismo, como bien corresponde a un líder, apoyado incondicionalmente por su hermano de religión, el Pai Rulo. Frank la participa a su amante, Miriam Custa pero, en este caso, ella no puede ayudarlo; condicionada por las normas morales, Miriam no permitirá, de ninguna manera, que su esposo se entere de su infidelidad. "…María Alicia está un paso más allá de aquellos menesteres. Su mente no acepta, de ninguna manera, tener que cortar una ruta en beneficio de alguien o de algo que quién sabe si será o no de algún provecho, intangible para ella desde su punto de vista, que no lo debe tocar ni participar desde su posición entre dos aguas, hija de pobres y novia de un rico terrateniente, y que además no llega a, ni quiere, discernir los motivos desde su formación integérrima, las razones si la hubiera, las circunstancias y mucho menos el desenlace violento que aquella acción, para ella supuestamente descabellada pudiera desencadenar…". Además de la presente novela Té de lágrimas, Jorge Bericat es autor de la antología Relatos de playa y de la novela juvenil En viaje a Way Point.

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Té de lágrimas

Jorge Bericat

Té de lágrimas es una novela romántica donde un amor imposible va a cerrando las posibilidades de Frank, dejando apenas unas pocas opciones viables y decorosa.

La historia se desarrolla en Desmontadores, un pueblo en el valle al pie de la Cordillera de Los Andes, con sus inviernos crudos y nevados, y sus veranos con tormentas de arena. En aquel pueblo hay amores, como en todas partes. Hay clases sociales, ricos y pobres. Y como en todas partes, hay conflictos, intrigas y leyendas....

La novela está basada en hechos reales, aunque algunos nombres están cambiados.

Jorge Bericat es autor, entre otros trabajos, de la novela En viaje a Way Point, publicada por esta misma editorial.

Así escribe:

“...Frank se retiraba siempre con un saludo formal y respetuoso, más algún consejo de botánica que le decía desde su carruaje, tocándose el ala de su sombrero azul, y a continuación a su azuzaba el palafrén y se marchaba sin mirar atrás.

Ella lo seguía con la mirada hasta que el carruaje se perdía de vista, y sonreía enamorada. Sabía que estaba enamorada de ese hombre, ese era su secreto, su amor secreto. Lo amaba a él, a sus plantas, a su caballo y a sus perros, y los perros la seguían a ella más que a él y a veces se quedaban echados al calor agradable del hogar en la casona de Miroslav, esperando que María Alicia les propine una caricia, y que a nadie más se le ocurra tocarlos porque eran perros ariscos y bravo, de alguna cruza rara de los perros salvajes que en la montaña se tratan con los lobos en las noches de luna.

Había llegado una mañana de nevisca a guarecerse entre la vegetación de los sembradíos de Frank. Era una loba negra con seis cachorritos que bajaron de la montaña. Cuando llegó la primavera con el verde de los pastos salían a corretear hasta el anochecer, hasta que un día ya no regresaron, se alejaron hacia la montaña, su casa, se fueron, pero dos de los cachorritos se quedaron para siempre.

No tenían nombre. Parecía una falta de respeto ponerles nombre a esos perros bravos y salvajes...”

Bericat, Jorge

Té de lágrimas / Jorge Bericat. - 1a ed. - Villa Sáenz Peña : Imaginante, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8447-42-1

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Románticas. 3. Realismo Mágico. I. Título.

CDD A863

Edición: Oscar Fortuna.

© 2021 Jorge Bericat

© De esta edición:

2021 - Editorial Imaginante.

www.editorialimaginante.com.ar

www.facebook.com/editorialimaginante

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright.

ISBN 978-987-8447-42-1

Conversión a formato digital: Libresque

Capítulo I

Buenos Aires descansaba de su trajín diario.

El silencio se palpaba en el aire, interrumpido de vez en cuando por el sonido de un coche que pasaba con sus ruedas sobre el asfalto mojado. Lloviznaba suave, garuaba y una niebla espesa cubría la ciudad.

En las callecitas empedradas de San Telmo se percibía un poco más de vida; se escuchaban los reverberos opacos de instrumentos musicales, voces risueñas, y se veían las luces que se esparcían en colores desde las ventanas hacia la calle; la música de unos locales se mezclaba con la de otros en distintos ritmos.

Los porteros nocturnos se mantenían estoicos enfundados en sus trajes negros.

Algunas parejas paseaban caminando mientras respiraban el aire húmedo que llegaba desde el Riachuelo y de la niebla.

Cada tanto paraba algún taxi del que descendían pasajeros.

Una bella mujer y un hombre mayor caminando del brazo doblaron la esquina de Plaza Dorrego, y sonriendo recorrieron unos pasos hasta el local iluminado de rojo. Dos porteros abrieron la puerta.

Lunita lo tomó de la mano y lo llevó hacia el interior como un niño, mientras Mirco se dejaba llevar por aquella asistencia cariñosa y cálida.

Ella se daba vuelta a mirarlo a cada paso y él le sonreía en la penumbra del local entre las voces y las risas que apagaban la suave música.

Ocuparon una mesita muy coqueta que encontraron sola cerca del escenario y la ocuparon.

Inmediatamente, un mozo de elegante vestimenta y una camarera vestida de conejita les trajeron una botella de champagne Nacional Extra Brut, destaparon la botella con ceremoniosa pompa. El mismo doncel en persona escanció sus copas mientras la conejita sonreía; luego dejaron la correspondiente frapera cubierta con impecable servilleta blanca sobre la mesa y se retiraron con una reverencia.

–Salud –dijo Mirco.

–Salud –contestó Lunita, y tomó de un sorbo el néctar hasta que el ámbar dio lugar al transparente cristal– ¡Que se cumplan los deseos!

Mirco, solícito, vació también la suya hasta el fondo para luego llenar nuevamente las dos copas.

Lunita le sonrió.

Su sonrisa era franca, alegre, sus ojos marrones chispeaban destellos, su pequeña nariz, sus pecas sobre la piel blanca, su negro cabello lacio. Mirco la contempló como a una obra de arte en el Louvre. Hermosa, Lunita y su belleza.

–Ya vengo, amor –dijo Lunita, caminó con su andar felino hasta una bellísima señora y le susurró al oído:

–¡Me caso!

La agraciada mujer la miró a los ojos, besó sus dos mejillas al estilo español.

–¡Hay! Lunita –exclamó la mujer.

Las dos estallaron en una risa feliz. Lunita regresó a la mesa con Mirco y le dijo:

–Es mi amiga.

–Es bueno tener una amiga –asintió Mirco.

–¿Tienes muchos amigos? –preguntó ella.

–No. Tengo, a ver: Emérito, el Sr. Schelegel, y el párroco, pero murió el mes pasado. Dos amigos ¡Ah! Y Frank, aunque esté loco. Tres amigos.

–Yo, una sola, y mi mamá, dos.

–Son suficientes –acotó Mirco.

Se apagaron las luces, se encendió un reflector que alumbraba el escenario.

Lunita lo tomó de la mano y pegó su cuerpo caliente al del caballero.

Se escuchó una música y la mujer ingresó al escenario con pasos de diva.

¡Aplausos!

–¡Es tu amiga!

–Sí, es ella, mi única amiga, ya que mi mamá es mi mamá.

–Dedico esta primera canción a la pareja de enamorados, aquí a mi derecha –dijo la diva.

Todos aplaudieron.

Lunita se puso de pie emocionada y brotaron sus lágrimas como ríos sobre sus mejillas.

Mirco se puso de pie, saludó con una venia -un saludo de estilo militar- a lo que la diva comenzó a cantar La Marsellesa con ritmo de cancán y los presentes se descargaron en vítores y aplausos desaforados.

Se encendieron otras luces en el escenario y seis hermosas señoritas comenzaron a bailar una coreografía ensayada.

Lunita se pegó más a Miroslav y lo besó en los labios.

Otro reflector alumbró a los músicos: Un piano, un bandoneón y una guitarra.

Alguien les envió a la orquesta una botella de champagne, a lo que el pianista levantó su copa en agradecimiento.

–¡Qué lugar tan agradable! –dijo Mirco.

–Me alegro que te guste –Lunita lo miró a los ojos y le sonrió.

Mirco le devolvió la sonrisa.

Sus manos no se habían soltado en ningún momento y sus cuerpos se sentían la piel.

–Bailemos –dijo Lunita, y lo llevó a la pista.

Capítulo II

En Desmontadores, justamente en ese mismo instante, mientras que Lunita y Mirco bailaban enamorados en la pequeña pista, allí, en la ladera de la montaña, el grupo local de piqueteros rurales había salido a manifestarse.

En la ruta comenzaba a amanecer y se sentía el lejano trinar de las aves.

La mañana estaba fresca, la niebla, diferente a la de Buenos Aires, aún no se había disipado del todo, en la ruta corría una brisa fresca que bajaba desde la cordillera.

En lo alto, los picos nevados no se dejaban ver tapados por las nubes grises.

Los hombres habían encendido algunas fogatas y las mujeres tenían sus negras cafeteras sobre las brasas de troncos encendidos desde temprano.

Había algunas pavas de aluminio, jarros del mismo material que pasaban de mano en mano con café y agua caliente, mientras que seis o siete mates eran compartidos. Los militantes chupaban de sus bombillas como los lechoncitos comparten al nacer el alimento, mamando juntos en el pecho de su madre.

Los jarros de aluminio también pasaban de mano en mano.

María Alicia y Roxana se habían alejado del grupo caminando distendidas a la orilla de la ruta.

–¿Qué actividad te toca hoy? –le preguntó Roxana.

–Nada. Solo que si vienen los noticieros me tengo que poner en la primera fila –contestó María Alicia.

–Yo también. Lo mismo, debo ponerme en primera fila. Aunque no creo que vengan los noticieros a esta ruta perdida en los confines del mundo.

–¡Si por lo menos saliera el sol! –dijo suspirando María Alicia.

–¿Te gusta Frank? –le preguntó sorpresivamente Roxana.

–Sí, claro ¿Te diste cuenta?

–Cualquiera se da cuenta. Pero es muy mayor para vos.

–En el amor no hay edad.

–Además, que tienes novio. Te traerá problemas.

–No creo, porque mi novio nunca lo sabrá.

–Hoy vino, a la madrugada, Frank, antes de que saliéramos a la ruta ¿Lo viste?

–Claro, a saludarme a mí, ¿o a qué crees que vino?

–No sé, yo creo que él no te ve como mujer.

–¿Estás celosa? –preguntó María Alicia.

–No. A mí no me gustan los tipos mayores; pero veo que él no tiene esa mirada de hombre enamorado, o esa mirada de perro en celo con que nos miran los demás.

–Porque me ama de verdad.

–¡Chicas! ¡No se alejen! ¡Dice Sabino que regresen con el grupo!

–Vamos –le dijo Roxana.

–¿Qué estará haciendo? –preguntó María Alicia.

–¿Quién?

–¡Frank!

–¡Oh! No lo puedo creer ¡Que te hayas enamorado de ese hombre!

–¿Qué crees que estará haciendo?

–No sé, ni me interesa –le contestó Roxana y abrazándola le dijo que se lo sacara de la cabeza.

–No lo tengo en la cabeza, lo tengo en el corazón –murmuró María Alicia.

Frank, en aquel preciso momento, hablaba con Catalina.

Se había levantado temprano para ver a María Alicia, con la intención de sugerirle que no fuera a la ruta, aunque al final no quiso decirle, ya hablarían en otro momento.

Ella lo tomaba como un juego pero él sabía perfectamente que había intereses en esos cortes de ruta que iban mucho más allá que un simple juego de adolescentes.

Prácticamente la mitad del pueblo estaba en la ruta, mientras que la otra mitad, los que no recibían los planes no trabajes, continuaban su rutina normalmente.

La niebla se había disipado y un sol tenue asomaba de a ratos entre las nubes. Frank tomó los elementos de labranza y emprendió el camino a los sembradíos.

En la ruta habían parado un camionero, impidiéndole el paso con una barricada de troncos. El camionero amenazaba a viva voz, hasta que llegó el propio Sabino y le habló claro:

–Mire, amigo, compañero. Por ser usted afiliado al sindicato lo vamos a dejar pasar ¿En verdad está afiliado?

–Sí, se apresuró a decir el hombre, sacando unos recibos de un pequeño maletín, hasta que encontró su carné de afiliado.

–A ver –dijo Sabino ¿Tiene un recibo ahí? Muéstreme ¿Es cierto que ganan tanto?

El hombre le mostró los recibos. Sabino los leyó superficialmente, miró el número en la esquina inferior derecha del formulario.

–¡Dejen pasar al compañero!

Más tarde, un pequeño bus con turistas fue detenido por los piqueteros.

–¿De dónde vienen, señores? –preguntó Sabino.

–Estamos recorriendo la montaña –dijo una mujer en el fondo.

Sabino los contó: nueve personas incluido el chofer.

–¡Roxana! –llamó Sabino.

María Alicia, Roxana y otras jovencitas se acercaron y Sabino les preguntó en voz baja:

–¿Nueve por veinte?

–Ciento ochenta –dijo una de las chicas.

–Bueno, señores. Son ciento ochenta pesos –dijo Sabino.

Y así se fue pasando el día, los noticieros no vinieron y a las cinco de la tarde los piqueteros emprendieron el camino de regreso al pueblo, aunque al llegar a la Posada del Pipa, hicieron un alto y se quedaron a cenar.

Cuando llegaron a sus respectivos hogares ya era tarde. Miriam miró su reloj. Las tres de la madrugada.

–Hasta mañana, mamá, yo sigo con Roxana.

–Hasta mañana –saludaron todos.

Frank había estado esperando el regreso de los manifestantes, y a la vista de que Miriam y María Alicia habían llegado bien, emprendió el camino a su chacra en su carruaje, al paso lento del viejo palafrén. Lo acompañaba Catalina, cómodamente sentada a su vera, escuchándolo muy atenta y a la vez vigilando el camino en la oscuridad.

–Mira el camino, Catalina. Tú que solo tienes que mirar. Yo tengo que ocuparme de hacer andar esta volanta.

Catalina miraba el camino, según la posición en que la había colocado Frank, con sus cuencas de ojos vacíos mirando al frente, oteando entre las orejas del equino con su sonrisa de dientes blancos y fuertes. Atenta a la vista del camino y escuchando a Frank.

Las tres cosas se repetían siempre: dientes blancos, mirar el camino y escuchar a Frank.

Frank le decía que tal vez él debía haberse marchado a Buenos Aires con Miroslav, y que ahora estaría mirando el Río de la Plata color plata, porque tú sabes, Catalina, que el Río de la Plata toma, en las tardes de sol, el color de la plata; por las mañanas es calmo y marrón, durante las sudestadas toma vida propia y es bravo. Yo podría estar ahora mismo mirando el río si no fuera por ti, que no quise dejarte sola; pero no me agradezcas, también me quedo por Miriam y María Alicia.

Capítulo III

Hacía algunos pocos meses que Mirco se había ido del pueblo.

Él ya tenía su piso en Buenos Aires, en el barrio de Colegiales, el que habían adquirido con su esposa, antes de enviudar, obviamente; pero a él le gustaba parar en un hotel de la Avenida De Mayo. Allí lo atendían a cuerpo de rey, y generalmente cenaba en el restaurante de su amigo Chicho.

La noche que conoció a Lunita, él había salido a caminar por Avenida De Mayo hasta El Bajo y de alguna manera dio con la movida de la calle 25 de Mayo, y se sintió atraído por las luces de neón. Luego siguió deambulando sin rumbo durante aquella madrugada sintiendo el aroma del río.

Después de la cena, se había entretenido charlando con Chicho en el restaurante, aunque ahora que deambulaba por los cabarets del bajo, Chicho hacía varias horas que había cerrado.

Chicho le contaba de sus penas, de cómo se le habían ido los clientes por este asunto de la alcoholemia, de la prohibición de fumar y que ya no se podía hacer un buen puchero porque también habían prohibido últimamente el uso de la sal.

–No te puedo creer este asunto de la sal; ¡la sal es lo más sano que hay! –decía Miroslav, mientras cargaba su pipa.

–No la enciendas hasta que cierre las puertas.

–Estás un poco paranoico, amigo.

–No estoy para multas a esta hora –contestó Chicho mientras traía otra botella de malbec.

Los empleados se estaban retirando.

–Me daría un adelanto, Don Chicho –dijo una de las camareras.

–Dile a la cajera, antes que cierre.

–Gracias.

–Hasta mañana –saludaban todos al pasar.

Se quedaron solos, hasta terminar el malbec y tres pipas.

–El barrio se ha vuelto tierra de nadie, Mirco –comentó Chicho.

–¿Tienes miedo?

–No por mí, tal vez por las chicas.

–Les pagas poco, si han de andar pidiendo adelantos.

–Pago lo que marca el sindicato.

Se fueron, quedó un guardia de seguridad. Chicho echó mano a su billetera y le dio algunos billetes de cien al guardia.

–Gracias.

–Hasta mañana –y salieron caminando por Jujuy hacia el lado de Rivadavia.

Mirco se fue al hotel, tomó una ducha y salió a caminar. Las cuatro de la madrugada, ¡cómo pasa la hora!

Lunita estaba en la entrada del Moho, tratando de ingresar clientes al lugar, ya que esa era su tarea, pero cuando lo vio venir a Miroslav dijo: ¡Este es mío! Y así fue.

Mostró su mejor sonrisa, su dominante mirada, su excelente voz, su seducción, y Mirco se dejó llevar desde el preciso momento en que la conoció.

Lunita se había dado cuenta en el acto que Mirco, además de ser un caballero educadísimo, galante, buen mozo y de su bella y franca sonrisa ¡Era millonario! No se le escaparía Mirco ¡Ah, no! Pondría su vida en ello; su vida y su alma, si fuera necesario.

Aquella primera noche, cuando salieron del Moho, abrieron la puerta de calle y el sol les dio de lleno.

–¿Tomamos un café? –preguntó Lunita.

–Sí, claro.

Se sentaron en una de las mesas del fondo del Café del Águila; en la esquina, a pocos metros del hotel donde paraba Mirco.

Lunita pidió un tostado y jugo de naranjas; Mirco, un café.

–¿De dónde eres, Mirco?

–De Yugoslavia.

–¡Oh! ¡Qué lejos! Hablas muy bien el castellano.

–Hace mucho que vivo aquí.

–¿En Buenos Aires?

–Sí, estoy parando en el hotel Alcázar, aquí al lado.

–Me trajiste apropósito para este lado –dijo Lunita, con una sonrisa cómplice.

–Tengo un departamento en Colegiales, pero prefiero quedarme en el hotel.

–¿Colegiales? ¿Dónde? ¡Yo soy de Colegiales!

–Ciudad de La Paz y Federico Lacroze.

–¿El edificio donde está la cafetería?

–¡Exactamente! –dijo Mirco.

–Yo pasaba todos los días por esa vereda –dijo Lunita, pensativa, recordando.– Creo que te vi una vez.

–Es chico el mundo –dijo Mirco, y le hizo una seña al mozo por otro café.

–Sí, mi papá trabajó toda la vida en Fabricaciones Militares, en Cabildo. Nosotros vivíamos en Álvarez Thomas y Córdoba.

–¿Donde está el mercado?

–Claro, a media cuadra.

–Bueno –dijo Mirco en una sonrisa, desde mi ventana veo la estación Colegiales, seguramente te habré visto pasar entre la gente.

–¿En qué piso estás?

–En el quinto.

–¿Me vas a llevar a conocer tu casa?

–Sí, encantado.

Lunita miró su pequeño reloj. Las once.

–¿Vamos? –le dijo.

–Sí, ¿a dónde? –preguntó Mirco.

–A tu hotel, que queda más cerca.

Cuando Lunita entró a la habitación, se despojó de todas sus ropas y las fue dejando en el camino hasta que ingresó desnuda a la ducha y dejó correr el agua con su agradable temperatura sobre su airoso cuerpo.

Mirco se recostó en la cama, así como estaba, sin sacarse sus ropas. Con la punta de un pie empujó la zapatilla desde el talón y se la quitó; luego hizo lo mismo con la otra.

–¡Esto es vida! –dijo.

–Ven, amor; jabóname la espalda –se sintió la voz de Lunita.

Mirco dejó su cómoda posición, se quitó sus ropas e ingresó a la ducha.

–Sabes qué, amor ¡No conozco el mar! –le dijo Lunita; siempre soñé con conocer el mar.

–¡Pero solo tienes que hacer cuatrocientos kilómetros!

–Sí, pero nunca los hice.

–¿Y la montaña? ¿Conoces la montaña?

–No, tampoco.

–Te voy a llevar a recorrer el mundo –le dijo Mirco, mientras jabonaba la bella espalda de Lunita.

–No me hagas soñar –le dijo ella, y dándose vuelta lo miró a los ojos un momento para luego besarlo apasionadamente en los labios.

–Eres muy bueno, amor. Eres el hombre que siempre esperé. ¡Un caballero con todas las letras!

–Tú eres muy buena también ¡Y muy hermosa!

–Gracias, amor –le dijo Lunita, y volvió a besarlo.

Capítulo IV

En Desmontadores, aquella mañana había salido el sol con fuerza. Al mediodía comenzó a dar calor y la gente empezaba a salir a las calles.

Frank, con su carro, terminaba de repartir las verduras y regresaba a su quinta.

María Alicia, Roxana y la señorita Lina habían salido a caminar. Al doblar en la plaza vieron que venía Frank, raudamente y sonriente en su gracioso carruaje.

Al verlas, apuró el paso del caballo con un chasquido y prontamente llegó donde estaban las damas.

–Buenas tardes, señoritas –saludó.

–Buenos días, Frank –contestó la señorita Lina, ¿ve el sol en su cenit?, eso es mediodía.

–Buenos días, señorita Lina, ¿cómo está usted?

–Muy bien, Frank, ¿y usted?

–Maravillosamente bien, con este día.

–Buenas tardes, Frank –dijo Roxana.

María Alicia trepó al carruaje y le dio a Frank un beso en la mejilla.

El palafrén dio unos pasos al principio y luego emprendió un trote parejo por la calle principal.

–Justamente quería hablar contigo –dijo Frank.

–¿Sobre qué?

–No vayas más a los piquetes; eso no es para ti. Mantén tu energía enfocada en menesteres adecuados a una niña bien, una señorita de sociedad, como tal lo eres.

–¿Por qué me aconsejas? –preguntó María Alicia, y tomó las riendas del carruaje– ¡Déjame conducir a mí!, – dio un golpe suave con las riendas sobre el lomo del equino, éste apuró el paso, el carro aumentó la velocidad y dobló a la izquierda en la esquina del parque.

–¡Llevas bien las riendas! –comentó Frank.

–¡Por supuesto! –contestó María Alicia, y luego de unos minutos, sin mirarlo, agregó: ¿Te crees con derecho a darme consejos? Sus ojos estaban puestos en la calle

–¡Qué nadie se me cruce, por favor! ¿Cómo se hace para frenar? ¡Ah! Ya sé, se tira de las riendas hacia atrás –gritó María Alicia con toda la fuerza de su voz, feliz.

–El caballo sabe, él frenaría si fuera necesario –le dijo Frank.

–¡A esto le llamo yo un carro inteligente! –comentó sonriente María Alicia.

–Es verdad –rió Frank.

–Te preguntaba por qué te crees con derecho a aconsejarme.

–Porque te quiero.

–Yo te amo –le dijo María Alicia, mirando el camino atentamente.

–Mi cariño es diferente –dijo Frank.

–¿Por qué es diferente?

–No te quiero como mujer, como hombre, novia o esposa. Te quiero como a una hija.

–¡No me vengas con eso! O me quieres, o no me quieres –dijo María Alicia. Lo miró un instante y regresó su vista al camino.

–Como a una hija, así te quiero –le dijo Frank. Había secretos que no podía revelar.

María Alicia hizo girar tirando nuevamente de la rienda izquierda. El carromato dio unas cabriolas y emprendió el camino de regreso. Allá venían sus amigas.

–¡Gracias por el paseo!

–De nada, un placer.

–Tendré en cuenta tu consejo.

–Me alegro.

–Hasta luego.

–Adiós.

Frank, mirando a Roxana y a la señorita Lina, tocó el ala de su sombrero y se marchó con una sonrisa de felicidad.

–Maravillosas amigas tienes –gritó Frank mientras el carruaje se alejaba.

–Ya lo sé, amor –le gritó María Alicia, y agregó: ¡Que escuchen los curiosos si quieren!

–Quédate tranquila, ya escuchamos –dijo Roxana.

–Tú no, tonta –le contestó María Alicia y le dio un beso apasionado en los labios.

–Me das uno a mí, que me enojo de veras –dijo la señorita Lina.

Capítulo V

En Buenos Aires todo andaba al son de los besos y el amor.

Lunita y Miroslav se habían instalado en el piso de Colegiales, él no fue más al hotel. Cenaban todas las noches en el restaurante de Chicho y se quedaban charlando hasta altas horas de la madrugada después de cerrar.

Lunita siempre llegaba acompañada de Beba, la cantante, su única amiga; se notaba en las miradas que Beba y Chicho congeniaban de maravillas. Habían decidido que irían de vacaciones a Mar del Plata pero, llegado el momento, Beba y Chicho decidieron postergar el viaje.

Beba había dejado su trabajo en el Moho y ahora ayudaba en el restaurante.

Lunita, de su antiguo trabajo ya no se acordaba, como algo que hubiera pasado en otra vida lejana; a veces, muy de vez en cuando, le llegaban algunos recuerdos borrosos.

Su vida con Mirco era agradable por demás. Lunita se lo imaginaba a Miroslav en otra época. Le parecía un caballero venido desde tiempos medievales y lo adoraba, lo amaba, lo admiraba profundamente y lo seducía a cada instante.

Cuando se levantaba por la mañana, le preparaba el desayuno y luego tomaba una larga ducha. Al salir, completamente desnuda, le alcanzaba una toalla a Mirco para que le secara la espalda; luego, sin maquillarse, se peinaba con un peine de gruesos y separados dientes color marfil y se ponía, sin ropa interior, un largo vestido color celeste con flores rojas y amarillas bordadas por ella misma a la luz del sol de la media tarde en su sillón de mimbre del balcón, y ella, en el momento justo en que el sol declinaba y comenzaba a taparse con los edificios del Oeste y ya cuando sabía que la luz se haría menos luminosa, guardaba sus enseres en su canastilla de mimbre, ingresaba al amplio living, dejaba la canastilla, tomaba su novela de tapas rosas, se sentaba en el mullido sillón contra el ventanal que da a la estación y le leía a Mirco en voz alta las escenas, hasta que ya la luz de la ventana no le permitía distinguir la palabra amor. Entonces cerraba el libro, no sin antes marcar con su cinta fucsia la página donde había terminado de leer.

Llegaba hasta el octavo capítulo leyendo normalmente y luego comenzaba otra vez desde el principio del primer capítulo, y así leía, el primero, el segundo, para luego retomar en el octavo y no había mayor placer que cuando los capítulos se emparejaban, cuando alcanzaba leyendo desde el principio al que venía leyendo hacia el final y allí estaban las dos cintas bien planchadas, porque ella las planchaba cada tanto, y allí estaban las dos marcando perfectamente la misma página y entonces cerraba el libro, cambiaba sus ropas, tomaba un abrigo, besaba a su amado Mirco, le decía te amo, luego los dos salían a caminar esperando la noche y las estrellas.

Y ella lo imaginaba a Miroslav, que ahora mismo había parado en el estanco de Cabildo y Monroe a comprar tabaco holandés para su pipa, lo imaginaba viéndolo desde el balcón o entre las almenas de su castillo medieval y ella siempre eternamente vestida con su vestido hermosamente escotado dejando ver sus hermosuras y con sus flores bordadas como a ella les gustaban, bordadas así, con pétalos multicolores, y entonces lo veía venir galopando a lo lejos sobe su corcel borravino brillante en transpiración, caballo y jinete al compás de la pluma de pavo real en su sombrero, y alcanzaba a divisar su mirada enamorada que la miraba a ella antes que los guardias bajaran el puente levadizo que cubría el foso atestado de cocodrilos felices, jugando con sus crías entre los cisnes de cuello negro.

–¿En qué piensas, amor? –preguntó Mirco.

–En nosotros, amor.

Mirco encendió su pipa, la tomó del fino talle, ella lo miró con su sonrisa, le dijo te amo y caminaron juntos hacia el lado de Belgrano.

Lunita le pidió que la llevara a darle de comer a las palomas de Congreso, a lo que Mirco, sorprendido, le contestó que tenían un buen trecho y que tal vez las palomas se acostaban temprano, a lo que Lunita, con una sonrisa, se acercó hasta un taxi de la parada.

–¿Está libre?

–Sí, señora.

–Vamos, amor, –y al taxista–: debemos comprar maíz, ¿sabe de algún lugar?

–¿Hacia dónde vamos, señora?

–A Plaza Congreso.

–Allí mismo venden –dijo el taxista.

–¿Maíz? –preguntó Mirco.

–Sí, amor, para las palomas.

El taxista ya rodaba por Cabildo rumbo a la Plaza Congreso.

–¡Oh! Claro, sí, amor; compraremos en el primer quiosco, o trigo. Aunque creo que ya se habrán ido a dormir las palomas, amor –decía Mirco, mientras Lunita miraba pasar las vidrieras a la velocidad del taxi.

–¿Sabes que me quiero comprar también, amor?

–Zapatos –contestó Miroslav, sin pensar.

–No, ¡una sombrilla!

–¿Dónde las venden?

–En Once –contestó Lunita.

El taxista, al ver la pipa en la mano de Mirco, le dijo:

–Puede fumar, señor, si lo desea.

–Muchas gracias –contestó Mirco; agregó tabaco a su pipa y mientras la miraba a Lunita aspiró el aroma del tabaco, y sonrió ¡Qué menos! Muchas gracias, repitió.

–De nada, señor –contestó el chofer.

Al llegar a la plaza, el hombre estacionó para que bajaran cómodamente.

–Cuarenta pesos, señor.

–Quédese con el vuelto, si no lo toma a mal –dijo Mirco, y le entregó un billete de cien.

–Muchas gracias, señor.

–A usted –dijo Mirco.

–Adiós.

–Adiós, señora –dijo el taxista.

Lunita ya caminaba hacia el quiosco en busca del maíz.

Llevaba aquella tarde soleada sus botitas color marrón de taco bajo.

El artesano le había dicho que eran de piel de cabra curtida dada vuelta, forrada en su interior con un paño de lycra y algodón que las hacía muy frescas. Sobre los tobillos se veía un bordado que no se sabía bien si era una flor o una escarapela.

Lunita le había reprochado a Mirco que cómo no se daba cuenta de que era una margarita y le dijo que lo llevaría a conocer al artesano para pedirle que le haga a él un cinto con el mismo color y el mismo bordado de la margarita y que dicho artesano estaba instalado en Plaza Francia, a unos metros hacia abajo de la entrada de la Recoleta; Miroslav esperaba encontrar algunas botitas iguales en Once o en Avellaneda para hacerle ver a Lunita que el artesano no era tal, sino que a esas artesanías las hacen por millones en Taiwán; pero no podía negar que las botitas eran hermosas, sabiéndolas con rombos amarillos, rojos y naranjas de las medias de algodón elastizado que él sabía que estaban, porque las veía cuando Lunita se quitaba las botas, aunque ahora se las imaginaba.

Mirco siguió con la mirada las piernas hacia arriba hasta dar con la pollera de jean que ella misma se había confeccionado y primeramente pensó que tal vez la pollera era demasiado corta pero luego reflexionó que así sería la moda y no se atrevió tampoco a decirle que las botitas eran de Taiwán; por el contrario, le recordó que tendrían que ir al artesano por su cinto.

Se oyó un ritornelo de un violín y desde el desvencijado piano llegaron unos acordes seguidos de la voz aguardentosa del pianista.

–¡Entremos, Miroslav!

–Pero, ¿no íbamos a darles maíz a las palomas?

El violinista se acercó y Lunita a él.

–Bonjour, madame.

–Bonjour, monsieur, ¿podemos entrar?

–S’il te plaît, madame.

Mirco se acercó a la puerta y desde el interior del local se asomó un maître

–Buenas tardes –dijo Mirco.

Al escuchar el acento europeo de Mirco, el maître no arriesgó su rebuscado francés, en cambio, en buen romance dijo:

–Puede pasar, señor; y a Lunita, con una inclinación de reverencia: mademoiselle, s’il te plaît.

–Me gustaría almorzar codornices con plumas –dijo Lunita.

–¡Oh! La la, s’il te plaît mademoiselle, y azuzó al violinista quien mirando al pianista arrancó con un “Para Elisa”, seguido inmediatamente por el viejo músico.

Lunita se limitó a sonreír ¡Estaba fascinada!

–¿Estás bien, amor? –le preguntó a su amado Miroslav.

–Sí, aunque me parece que las codornices con plumas deberías cambiarlas por otro plato más sencillo –dijo Mirco, y agregó ¿Cómo harás para sacarle las plumas?

Lunita se acercó al maître y le dijo que las codornices las dejaría para otro día, a lo que el mencionado respondió con una reverencia; y acercándose a Miroslav preguntó:

–¿Acompañará con champagne, señor?

–Para cenar es temprano y para almorzar es tarde, dejemos que decida la dama.

–¿Mademoiselle gustará una copita de licor?

Lunita lo miró a Miroslav, él sonrió feliz y pensó: ¡Aquí prenderé mi pipa sin problemas!

–Hay una bebida verde ¿Tendría usted? –preguntó Lunita.

El hombre se acercó al oído aproximando sus palabras mientras Mirco armaba su pipa displicentemente y tranquilo como en su casa y le dijo:

–Tenga en cuenta, mademoiselle, que está prohibido, cualquier cosa, diga usted que es menta.

–Por supuesto, gracias.

–¿Qué estás tramando? –preguntó Mirco.

–Tomaremos una copita de duende verde, ya verás que rico, amor.

–Puede fumar, caballero, si lo desea.

–Muchas gracias –contestó Miroslav, entre el humo de su pipa.

El violinista se esmeraba en hacer rechinar las destempladas cuerdas con escrupulosidad, a lo que Miroslav le indicó al maître:

–Envíe una botella de champaña a la orquesta, y que descansen unos minutos.

–Inmediatamente, señor.

–¡Salud! –dijo Mirco.

–¡Salud! –contestó Lunita, y humedeció sus labios sugerentes alguna vez de doncella y felices los labios se impregnaron en la espirituosa y mágica bebida verde.

Escanció la bebida en su seductora garganta mientras en su mente entraba un fresco río de montaña y un viento helado del norte llenándola de felicidad, e ingresaban por sus glaucas pupilas las imágenes y los sonidos de cascos de finos corceles. En sus retinas se apiñaban las visiones de campos de ambrosía y los unicornios de tupidas cabelleras blancas hasta el suelo piafando excitados por las dulces potrancas de albas y sedosas colas meciéndose al viento del atardecer primaveral en las praderas del Olimpo…

–¡Lunita! ¡Despacio! ¿En qué piensas? –dijo Mirco para regresarla a la realidad.

Los ojos de Lunita habían cambiado de color hacia un tono gris.

–¿En qué piensas? –insistió Miroslav, sosteniéndola con sus manos sobre la fina piel de los hombros delgados de Lunita.

Y ella, bajando los párpados de largas pestañas y tapando los ojos grises ahora casi negros le dijo con un murmullo silencioso o con la mente emitió el pensamiento:

–En nosotros, amor.

Los músicos se acercaron a abanicarla, luego el pianista portando un instrumento pequeño al que llaman verdulera se sentó con los demás músicos, su botella de champagne, sus copas, y sonrientes se ofrecieron a satisfacer algún pedido especial, alguna canción, ahora que Lunita había retomado la compostura.

Mirco se levantó sonriente, le extendió la mano agradecido al pianista y se presentó:

–Miroslav Strambach, los amigos me llaman Mirco. ¿Me permiten acompañarlos con el piano?

El pianista hizo una reverencia tan amplia que pareció que derramaría la bebida de su copa, pero ni una sola gota cayó; en cambio, al terminar la reverencia, la vació completamente en su sonriente boca.

Lunita, despertando sorpresivamente les pidió algún tango nuevo y el pianista, revolviendo unos papeles le alcanzó la partitura a Mirco.

–¿Es un tango? –preguntó Miroslav, leyendo la partitura.

–Sí, maestro –contestó el pianista, es de un compositor marplatense, su tango está más cerca del interior que de Buenos Aires. Tal vez es el mar quien infunde tales sonidos al golpear las rocas de Punta Iglesia, otros ecos, otras resonancias, más silencios.

–¿Florecitas?

–Así es, ¿se anima? –preguntó el pianista.

–Obviamente –contestó Miroslav.

Arrancaron algunos acordes dulces, el pianista, haciendo tintinear su verdulera, dijo con su voz aguardentosa:

–Te encontré entre las flores, llevabas tus botitas color marrón…

–Me encanta –dijo Lunita. Ven, amor, deja que toquen los músicos.

–Voy, amor.

Se reflejó en tus pupilas y me llevó.

Y desde entonces mi vida se llama tango.

Y desde entonces mi alma…

–¡Es hermosa! –exclamó Lunita. Sus ojos habían retornado al color gris claro.

…Y este camino que tengo se llama tango.

Bordeado de florecitas que siempre están allí…

–¡Hay, amor, me encanta! –dijo Lunita.