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Publicada en 1891, Tess, la de los d'Urberville retrata la vida rural del sur de Inglaterra a través de la figura de la protagonista, descendiente de una familia aristocrática empobrecida. Forzada por un aristócrata y condenada por una sociedad de moral estricta, Tess se rebela contra el destino que se le impone guiada por su innata independencia, su incapacidad de comprender el doble rasero con el que se juzga la conducta de los sexos y, sobre todo, por su invencible deseo de alcanzar la felicidad. Thomas Hardy (1840-1928) fue uno de los principales escritores de la Inglaterra victoriana. Sus novelas, entre las que destacan, aparte de Tess, Jude el oscuro, Dos en una torre -ambas publicadas en Alianza Editorial- y El regreso del nativo, están llenas de fuerza y pasión, y suelen contraponer el medio rural con el urbano y fabril, y al individuo con la sociedad que lo rodea.
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Seitenzahl: 760
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Thomas Hardy
Tess, la de los d’Urberville
(Una mujer pura)
Traducción de M. Ortega y GassetRevisión de Carmen Criado
Primera fase: La virgen
Segunda fase: La que fue virgen
Tercera fase: La rehabilitación
Cuarta fase: La consecuencia
Quinta fase: La mujer paga
Sexta fase: El penitente
Séptima fase: El desenlace
Créditos
Cierta tarde de fines de mayo, un hombre de edad mediada que venía de Shaston, caminaba con rumbo a su casa situada en el pueblo de Marlott, en el vecino valle de Blakemore o Blackmoor. Tenía el hombre unas piernas bastante flacas y con propensión a torcerse, al echar el paso, un poco hacia la izquierda. De cuando en cuando ladeaba ligeramente la cabeza, como si se afirmara en alguna opinión, aunque no iba pensando en nada. Colgaba de su brazo una cesta vacía, de las que se emplean para llevar huevos, y cubríase la cabeza con un sombrero de pelo, alborotado y raído por la parte del ala, que al quitárselo rozaba con el pulgar. A mitad de su trayecto hubo de encontrarse con un cura viejo que iba caballero con una yegua gris, tarareando una de esas tonadillas que sirven para aliviar el tedio del camino.
–Buenas noches tenga usted –díjole al párroco el hombre de la cesta.
–Buenas se las dé Dios, sir John –repondiole el cura.
El viandante siguió su camino, pero luego que hubo andado unos pasos, se volvió y dijo:
–Oiga usted, señor, y usted dispense, pero el último día de mercado nos encontramos también en este mismo sitio y a esta misma hora, y recuerdo que yo le dije a usted: «Buenas noches», y que usted me contestó: «Dios se las dé a usted muy buenas, sir John», lo mismito que ahora.
–Es verdad –repuso el párroco.
–Y lo mismo nos pasó la otra vez anterior... hará cosa de un mes.
–Sí; puede que tenga usted razón.
–Bueno, y ¿quiere usted decirme a qué viene eso de llamarme a mí siempre sir John, cuando yo no soy más que John Durbeyfield «el marchante» y gracias?
El cura espoleó su montura hasta acercarla unos pasos al campesino.
–¡Cosas que se le ocurren a uno! –exclamó, y tras vacilar unos instantes, añadió, cambiando de tono–: Aunque te voy a decir la verdad, hombre. El haberte llamado de ese modo obedece a un descubrimiento que hice recientemente mientras andaba a la caza de linajes para la historia del condado. Yo soy el padre Tringham, el anticuario del callejón de Stagfoot. Bueno, pues ¿no sabe usted, señor Durbeyfield, que es usted el representante directo de la antigua y caballeresca familia de los d’Urberville, que descienden del señor Pagan d’Urberville, el famoso caballero que vino de Normandía con Guillermo el Conquistador, según consta en el Rollo de la Abadía de Battle?
–¡Pues es la primera vez que lo oigo, sir!
–Tenlo por seguro, hombre. Y si no, a ver: levanta un poco la barbilla para que pueda yo apreciar mejor el perfil de tu cara. Sí; la misma nariz y la misma barbeta... un poco caídas, de los d’Urberville. Tu ascendiente más remoto fue uno de los doce caballeros que acompañaron a Lord de Estremavilla de Normandía en la conquista de Glamorganshire. Ramas de su familia poseyeron feudos en esta parte de Inglaterra; sus nombres figuran en los padrones del tiempo del rey Esteban. En la época del rey Juan vivió uno de ellos, hombre riquísimo, que cedió unas tierras a los Caballeros Hospitalarios. Y en tiempos de Eduardo II, uno de tus antepasados, de nombre Brian, fue llamado a Westminster para formar parte del Gran Consejo. En los días de Oliverio Cromwell vinisteis algo a menos, pero no gran cosa, pues en el reinado de Carlos II fuisteis agraciados con el título de Caballeros de la Regia Encina por vuestra lealtad. Ya lo ves, en tu familia ha habido muchas generaciones de sir Johns; y de ser hereditaria la Caballería como lo es el título de baronet, según ocurría de hecho antiguamente, que se transmitía de padres a hijos, tú serías ahora sir John.
–¿De veras?
–¡Y tan de veras! ¡Nada! –concluyó el cura dándose un fustazo en la pierna con ademán de convencido–. Que apenas habrá en toda Inglaterra otra familia de tan noble y rancio abolengo como la tuya...
–Pero ¿qué me dice usted? ¿Estoy despierto o soñando? –exclamó Durbeyfield–. ¡Y yo que llevo tantos años dando tumbos por los caminos de acá para allá como si fuera el más pobretón de la parroquia!... Y diga usted, señor pastor, ¿hace mucho que puso usted en claro todo eso?
El pastor explicole que, según sus noticias, el linaje de los Durbeyfield había ido insensiblemente cayendo en olvido, sin que apenas se tuviese ya de él noticia. Él había dado comienzo a sus investigaciones el año anterior, allá por la primavera, en que, con motivo de hallarse investigando la historia de la familia de los d’Urberville, hubo de tropezarse con el nombre de Durbeyfield en su carricoche, y picada su curiosidad, púsose a hacer averiguaciones acerca del abuelo y el padre de John, hasta no quedarle por fin duda alguna sobre este punto.
–A lo primero pensé no molestarte con estos datos tan inútiles –dijo–, sólo que a veces los impulsos son más poderosos que nuestras determinaciones. Y hube de decirme que acaso tú supieras algo sobre el particular y quisieras decírmelo.
–¡Hombre! Sí, es verdad que yo he oído decir más de una vez que mi familia había estado en mejor posición antes de venir a afincarse en Blackmoor. Sólo que nunca hice de ello mucha cuenta, pensando que todo se reduciría a que antes habíamos tenido dos caballos, en vez de uno que tenemos ahora. Cierto que todavía anda por casa un cucharón de plata viejo y un sello antiguo, grabado; pero de eso a pensar que entre esos nobles d’Urberville y yo mediara el menor parentesco... Aunque también oí decir alguna vez que mi bisabuelo tenía sus secretillos y que nunca contaba nada tocante al origen de nuestra familia. Y dígame usted, señor pastor, ¿se puede saber dónde tosemos ahora fuerte? ¿Dónde vivimos los d’Urberville?
–No vivís en ninguna parte, hijo. Os habéis extinguido..., es decir, como familia del condado.
–¡Cómo! ¿Qué me cuenta usted? ¡Qué lástima!
–Pues así es... Es decir, os habéis extinguido en la línea masculina, que a eso es a lo que llaman extinguirse las falaces crónicas... Descender, venir a menos...
–¿Y dónde yacen nuestros muertos?
–En Kingsbere-sub-Greenhill descansan hileras y más hileras de ascendientes tuyos, en sendos nichos, bajo doseles de mármol de Purbeck.
–Pero ¿dónde están los palacios y tierras de nuestra familia?
–No os queda ya ninguno.
–¡Cómo! ¿Ni palacios ni tierras?
–Nada, hijo mío; y eso que antaño los tuvisteis a porrillo. Porque tu familia tenía numerosas ramas. Sin salir de este condado poseíais una casa en Kingsbere, otra en Sherton, otra en Millpond, otra en Lullstead y, por si era poco, otra en Wellbridge.
–¿Y no podríamos volver a entrar en posesión de lo nuestro?
–¡Oh!... ¡Vaya usted a saber!
–Pero ¿usted qué me aconseja que haga, visto todo eso? –preguntó Durbeyfield después de una pausa.
–¡Yo! Nada, como no sea que te mires en el espejo de la ruina de los grandes. Todo lo que te he contado no pasa de ser un episodio de cierto interés para el historiador local. Entre los aldeanos de esta comarca hay varias familias del mismo abolengo. ¡Conque buenas tardes, hijo!
–¡Espere usted, señor pastor! Tenga la bondad de venir a tomarse un vasito de cerveza conmigo para celebrar este descubrimiento... ¡Si viera usted qué cerveza tan buena tienen en La Gota Pura!... Aunque, claro, que no tan buena como la de Rolliver...
–Hombre, te lo agradezco, pero esta tarde no puede ser. Ya hemos hablado y tú ya has bebido bastante por hoy...
Y dando de esta suerte un corte a la conversación, prosiguió el cura su camino, no sin que le asaltaran ciertas dudas sobre si habría obrado cuerdamente al comunicar a Durbeyfield aquella curiosa parte de sus investigaciones científicas.
Luego que hubo perdido de vista al pastor, anduvo Durbeyfield unos cuantos pasos, profundamente abstraído, y al cabo dejose caer en la herbosa cuneta del camino sentándose al lado de su cesta. A los pocos minutos vio venir a lo lejos a un muchacho que llevaba su misma dirección. Al divisarle alzó la mano, y el mozo apretó el paso y se le acercó.
–Mira, muchacho, coge esta cesta, que vas a hacerme un recado.
El chico, fino como un huso, frunció el entrecejo.
–Oiga usted, John Durbeyfield, ¿se puede saber quién es usted para que me tome por demandadero suyo y me llame «muchacho»? ¿No sabe usted mi nombre? Seguro que lo sabe tan bien como el suyo.
–¡El mío! ¡Si tú supieras que ahí está el quid!... Pero no tengo que darte explicaciones. Anda y obedéceme... Aunque, después de todo, no tengo por qué ocultarte que el secreto se reduce a que yo vengo de raza noble... Acabo de enterarme ahora mismo...
Y en tanto formulaba la solemne declaración, Durbeyfield, abandonando la postura en que estaba, tendiose a lo largo de la cuneta, entre las margaritas.
El muchacho, de pie ante Durbeyfield, contemplábale de arriba abajo.
–Sir John d’Urberville... Ese soy yo –prosiguió el lugareño–. Es decir, ése sería yo, si los caballeros fuesen como los baronets... Llevo un apellido histórico... ¿No has oído hablar nunca, muchacho, de un sitio que llaman Kingsbere-sub-Greenhill?
–Sí; estuve allá cuando la feria de Greenhill.
–Bien; pues en la cripta de la iglesia de ese pueblo están...
–El lugar que yo digo no es ningún pueblo; por lo menos no lo era cuando yo fui, sino un descampado...
–Bueno; no repares en pelillos, muchacho, y atiende a lo que te digo. En la cripta de la iglesia de esa parroquia yacen mis antepasados a centenares... con sus cotas de malla y pedrería, metidos en grandes féretros de plomo, que pesan la mar de toneladas. No hay nadie en todo el condado de South-Wessex que tenga en su familia unos difuntos más nobles e ilustres que los míos...
–¿De veras?
–Como lo oyes, muchacho. Pero, anda, coge esta cesta y vete con ella a Marlott a la posada de La Gota Pura y di que me manden en seguidita un caballo y un coche para que me lleven a casa. Y que pongan en el coche un frasco de ron y me lo apunten en la cuenta. Luego llevas la cesta a mi casa y se la das a mi mujer y le dices que se deje de lavar ropa y que espere, que allá voy, que tengo que darle un notición.
Como el muchacho permaneciese en actitud perpleja, llevose Durbeyfield la mano al bolsillo y sacando uno de los pocos chelines que poseía se lo dio diciéndole:
–Toma, para ti.
Esto hizo que el muchacho apreciara de modo muy distinto la situación.
–Bueno, sir John. Muchas gracias, sir John. ¿Quiere usted algo más, sir John?
–Sí, hombre; di en casa que quiero que me pongan para cenar... cordero frito, si lo encuentran; y si no, morcilla..., si tampoco dan con ella..., embuchado...
–Está muy bien, sir John.
Cogió el muchacho la cesta, y al emprender la caminata dejáronse oír las notas de una banda de música por la parte del pueblo.
–¡Qué es eso! –exclamó Durbeyfield–. ¿Será por mí?
–Son las chicas del club, sir John. Y entre ellas está su hija.
–¡Ah, sí, es verdad! Se me había olvidado pensando en cosas grandes. Bueno, pues arrea, y a Marlott; di que me manden en seguida el coche, que puede que me dé una vueltecita para revistar el club...
Partió el muchacho, y quedó Durbeyfield esperando el coche, tumbado sobre la hierba y entre las margaritas, al sol de la tarde. Transcurrió largo rato sin que pasara un alma, y las débiles notas de la banda eran los únicos ruidos humanos que se dejaban oír en el ámbito de las montañas azules.
Álzase el pueblo de Marlott en medio de las ondulaciones del nordeste del hermoso valle de Blakemore o Blackmoor, según dijimos antes, región apartada y recogida, no hollada aún en su mayor parte por turistas ni pintores, a pesar de encontrarse a unas cuantas horas de Londres. Como mejor se ve el valle es contemplándolo desde lo alto de las montañas que lo circundan, salvo en la temporada seca del verano, pues una excursión sin guía por sus vericuetos y andurriales angostos, torcidos y cenagosos, puede resultar peligrosa cuando hace mal tiempo.
Esta feraz y escondida campiña, donde las tierras no toman nunca tonos pardos ni dejan de ser lluviosas las primaveras, ciérrala al sur el prominente acantilado calizo que comprende las alturas de Hambledon Hill, Bulbarrow, Nettlecombe-Tout, Dogbury, High Stoy y Bubb Down. El viajero procedente de la costa que, luego de caminar hacia el norte una veintena de millas, por hondonadas cretáceas y tierras de cereales, alcanza de pronto el filo de uno de aquellos escarpados, sorpréndese y deléitase al contemplar, tendida a sus pies cual un mapa, una comarca absolutamente distinta de las que acaba de cruzar. A sus espaldas se abren los montes, brilla el sol sobre los campos tan ilimitadamente que adquiere el panorama un carácter de infinitud; son blancos los caminos, bajos y encharcados los setos e incolora la atmósfera. Aquí, en cambio, en el valle, parece ajustado todo a una escala más pequeña y delicada; las heredades son meras parcelas, tan reducidas que, desde lo alto, los árboles de los linderos semejan una red de hilos verde oscuro, tendida sobre el verde más pálido de la hierba.
La atmósfera es aquí abajo lánguida y tan cargada de azul celeste que lo que llaman los pintores distancia media participa también de ese tono de color, mientras que el horizonte lejano se tiñe del más profundo color índigo. Las tierras de labranza son pocas y reducidas, y con ligeras excepciones, la perspectiva consiste en una amplia y rica masa de verdor y arbolado, tapizando colinas minúsculas y leves alturas en el ámbito de otras mayores.
El interés histórico del distrito no le va en zaga al topográfico. Fue conocido en tiempos remotos el valle con el nombre de bosque del Ciervo Blanco, por una curiosa leyenda del reinado de Enrique III, según la cual, cierto Thomas de Lynd había sido castigado con crecida multa por haber dado muerte a un hermoso ciervo blanco que el rey corriera y perdonara luego. Por aquel tiempo, y casi puede decirse que hasta no hace mucho, estaba la región muy poblada de árboles. Todavía hoy se hallan los vestigios de su primitiva condición en los añosos encinares y los irregulares setos de madera que aún subsisten en sus vertientes, y en los árboles de hueco tronco que dan sombra a sus prados.
Los bosques han desaparecido, mas todavía conservan sus habitantes algunas de sus antiguas costumbres, aunque muchas de ellas desfiguradas ya o transformadas. La danza de mayo, por ejemplo, afectaba aquella tarde la forma del club del jolgorio o el paseo, como le llamaban.
Era una fiesta interesante para la gente joven de Marlott, aunque los propios actores de la ceremonia no llegaban a percibir todo su atractivo. Lo menos singular de ella era aquella costumbre de celebrar la llegada de mayo con paseos en procesión y bailes, resaltando más el hecho de componerse la banda de celebrantes de sólo mujeres. En los clubs masculinos, aunque iban también disminuyendo, eran las tales fiestas menos raras; pero la natural timidez del sexo débil, así como la actitud sarcástica de los parientes varones, habíanles quitado a los pocos clubs femeninos que quedaban el entusiasmo por seguir la costumbre. El de Marlott puede decirse que sólo vivía por mantener las danzas locales. Llevaba existiendo centenares de años, si no como club benéfico, sí como una especie de hermandad votiva continuando así la tradición.
Todas las mujeres de la banda vestían trajes blancos –alegre reminiscencia del tiempo viejo cuando las palabras alegría y mayo eran sinónimos, antes de que la preocupación por el futuro hubiera reducido las emociones a un monótono término medio–. Consistía la primera manifestación en una marcha procesional de dos en dos en torno a la parroquia. Y era de ver el contraste de las figuras, cuando el sol iluminaba sus rostros sobre el fondo de los verdes vallados y de las fachadas de casas tapizadas de follaje. Todas vestían de blanco; pero no había dos blancos iguales. Mientras que las vestiduras de algunas frisaban en el blanco nítido, mostraban las de otras una palidez azulina, y algunas, las de las señoras de edad más avanzada, ostentaban un matiz cadavérico, que delataba el paso de los años.
A más del distintivo de la túnica blanca, mozas y mujeres hechas llevaban en la diestra una varita de sauce, mondada, y en la mano izquierda un ramo de blancas flores. La preparación de la primera selección de las segundas quedaba encomendada a cada una.
Aunque en escaso número, iban en la procesión algunas mujeres de edad mediada, y hasta entradas en años, con cabellos de plata y arrugados semblantes, estropeados por el tiempo y las dificultades, que resaltaban por modo casi grotesco y verdaderamente patético entre sus compañeras. Pudiera decirse que delataban más los rostros cansados de aquellas mujeres cargadas de experiencia y que al ver acercarse el fin de sus días aseguraban no hallar placer en ellos, que los de sus compañeras más jóvenes. Pero dejemos a las ancianas para admirar a aquellas en cuyo seno latía presta y cálida la vida.
Las jóvenes estaban en mayoría, y sus cabecitas de abundosas cabelleras reflejaban al sol de la tarde los tonos todos del oro, el negro y el castaño. Unas tenían bellos ojos, otras bonita nariz, boca y cuerpo preciosos; pocas, si no ninguna, reunían todos los encantos. Muchas dejaban entender su confusión ante el público que las contemplaba, moviendo la cabeza con cierto azoramiento, muy propio de aldeanas.
Y así como a todas calentábalas por fuera el sol, todas tenían también un ensueño, un afecto, un capricho, o, por lo menos, alguna esperanza remota y distante que les llenaba de sol por dentro el alma. Y ésa era la razón de que pareciesen muy animadas y, muchas de ellas, muy contentas.
Dieron la vuelta a la posada de La Gota Pura y rodeaban ya el camino alto para cruzar hacia los prados, cuando una dijo:
–Pero, señores, ¿qué veo? Oye, Tess, ¿no es tu padre el que viene en aquel coche?
Al oír esta exclamación volvió la cabeza la interpelada. Tess Durbeyfield era una linda moza, quizá no más que las otras, sino que su grácil boca de peonía y sus ojos inocentes añadían elocuencia y brillo a sus colores y su forma. Llevaba prendida en el pelo una cinta roja, siendo la única de la alba concurrencia que podía ufanarse de lucir tan llamativo adorno. Al tender la vista la muchacha, vio venir a su padre en un coche de La Gota Pura, guiado por una mujerona de castaña y rizada cabellera, con las mangas de la blusa subidas hasta el codo. Era la menegilda del establecimiento, que de todo hacía, incluso de lacayo y cochero. Durbeyfield, muy repantingado y entornados los ojos a lo gran señor, alisábase el pelo, murmurando por lo bajo:
–Soy de una gran familia..., tengo nichos en Kingsbere... y todos mis antepasados duermen en féretros de plomo.
Sonrieron las chicas del club, menos Tess, cuyo rostro se llenó de rubor al ver a su padre así puesto en ridículo.
–Eso será que estará cansado –se apresuró a decir– y habrá querido que lo lleven a casa, por estar malo nuestro caballejo.
–¡Qué simple eres, Tess! –dijéronle sus compañeras–. Lo que le pasa es que ha empinado el codo. ¡Ja, ja!
–¡Mucho cuidado, eh! Porque si pensáis divertiros a costa suya, ahora mismo me voy –exclamó Tess, y el rubor de sus mejillas difundiósele por todo el semblante hasta la garganta.
Luego se le humedecieron los ojos y bajó la mirada al suelo. Callaron las otras, al comprender que la habían hecho sufrir, y restableciose el orden. El orgullo vedole a Tess volver la cara para ver si su padre tenía algo que decirle, y continuó su marcha con las otras hasta el cercado donde iban a bailar en la hierba. No bien hubieron llegado a aquel sitio, recobró la joven su serenidad, diole a su vecina un golpecito con la varilla y siguió su charla, sólo un momento interrumpida.
Tess Durbeyfield era en aquel instante de su vida un cáliz de emoción, intacto de experiencia. Dominaba en su habla el dialecto característico de aquella región, que tiende a rematar todas las palabras con la sílaba ur, a pesar de lo cual resulta tan armonioso como cualquier otro lenguaje. La encarnada boca, fruncida hacia arriba por la costumbre de pronunciar esta sílaba, apenas si había todavía adquirido su forma definitiva, y el labio inferior empujaba un poco hacia arriba al otro, al cerrarse ambos después de emitir la sílaba característica.
Aún mostraban su cara y aspecto rasgos de su niñez. A pesar de su exuberante belleza, podían verse los doce años en sus mejillas, los nueve chispeando en sus ojos, y a veces hasta los cinco revoloteando sobre las curvas de su boca.
Pocos, sin embargo, lo advertían. Algunos forasteros que al pasar la miraban casualmente sentíanse al punto fascinados por su lozanía, y se quedaban con deseos de volverla a ver, aunque para la mayoría de las gentes no pasaba de ser una linda y pintoresca aldeana.
La carroza triunfal de Durbeyfield perdiose a lo lejos con su palafrén femenino, y habiendo entrado la banda en el cercado, dio principio en el baile. A lo primero, como no había mozos en la concurrencia, bailaron unas con otras las muchachas, pero llegada la hora en que acaba el trabajo, empezaron a acudir a la danza en busca de pareja algunos jóvenes del lugar, amén de unos cuantos forasteros.
Entre los circunstantes había tres muchachos que a simple vista revelaban su condición superior; llevaban los tres sendas mochilas, sujetas con correas a la espalda, y gruesos garrotes en las manos. Su parecido y sus edades, correlativas, delataban lo que realmente eran, es decir, hermanos. Gastaba el mayor corbata blanca, chaleco cerrado y el sombrero de finas alas que usan los ministros del culto; el segundo parecía un estudiante del Grado. En cuanto al tercero y más joven, apenas bastaba a caracterizar su aspecto, mostrando en sus ojos y en su modo de vestir un abandono y desgaire como de quien aún no se ha decidido por profesión alguna, y más que nada parecía un estudiante novato y poco amigo de la disciplina.
Los tres frecuentaban la escuela de Whitsun y hallábanse de vacaciones, habiendo ido de excursión por el valle de Blackmoor desde la ciudad de Shaston. Dirigiéronse desde el camino alto hacia el lugar del baile, y trataron de indagar qué significaban éste y las blancas túnicas de las muchachas. Los dos mayores, luego de satisfecha su curiosidad, dispusiéronse a reanudar su camino; pero el espectáculo de aquellas mozas bailando sin pareja del sexo contrario llamole vivamente la atención al tercero y le movió a acercarse. Quitose la mochila, dejola con el bastón sobre la cerca y abrió el portón.
–¿Adónde vas, Angel? –preguntó el mayor.
–Pues a dar unas vueltas con estas muchachas. Venid también vosotros...; unos minutos nada más, y en seguida nos vamos.
–¡Deja eso, hombre! –dijo el primero–. ¡Bailar así en público con unas lugareñas!... ¡Supón que alguien nos viera! Vámonos, que nos va a coger la noche camino de Stourcastle y no tenemos sitio más cercano donde pernoctar. Además, recuerda que tenemos que leer otro capítulo de la Refutación del agnosticismo antes de volver; para eso me he tomado la molestia de traer el libro.
–Bueno, pues id andando vosotros y no os preocupéis de mí, que dentro de cinco minutos os alcanzaré. Te doy mi palabra de honor, Felix.
Dejáronle a regañadientes los dos mayores y siguieron camino adelante, llevándose la mochila de su hermano. El pequeño entró en el cercado.
–Es una lástima que bailen ustedes solas –díjoles galantemente a las dos o tres muchachas que tenía más cerca, no bien se hizo una pausa en el baile–. ¿Cómo es que no tenéis pareja, hermosas?
–Es que los mozos no han dejado todavía el trabajo –respondió una de las más decididas–, pero no tardarán en venir. Ahora, que, mientras tanto, si usted quiere bailar con nosotras...
–Ya lo creo que quiero... ¡Sino que yo solo para tantas!...
–Más vale uno que ninguno. Es muy aburrido danzar sin un mozo. De manera que... ¡escoja usted!
–¡Mujer, no seas tan descarada! –dijo una más tímida.
Invitado el joven de esa suerte, echó una mirada al grupo, intentando en vano el análisis entre tantas muchachas, y todas nuevas para él, por lo que hubo de elegir a la primera que se le vino a la mano, y que no fue, por cierto, con gran desencanto por su pate, la que con tanto desparpajo le hablara. Tampoco fue Tess Durbeyfield, que ni su linaje, ni los esqueletos de sus antepasados, ni los vestigios monumentales de los d’Urberville quisieron ayudar a Tess en aquel trance de su vida para proporcionarle una pareja de baile superior al común de los lugareños.
Cualquiera que fuere el nombre de la moza que hubo de eclipsarla, no ha llegado a noticia nuestra, aunque sí nos consta que todas las demás la envidiaron la suerte de ser la primera en disfrutar aquella tarde de una pareja masculina. Y tal fue la fuerza del ejemplo, que los mozos del lugar, que no se habían dado prisa en acudir al baile mientras no hubo intrusos, llegaron rápidamente ahora, de suerte que a poco ya todas tuvieron pareja, y hasta la más fea del club viose relegada en su papel de hacer veces de hombre.
Sonó en esto el reloj de la iglesia, y el estudiante, que se había olvidado ya de todo, recordó que tenía que partir para ir a unirse con sus hermanos. Al salir del baile puso su vista un momento en Tess Durbeyfield, cuyos grandes ojazos dirigíanle en aquel instante el más suave reproche por no haberse dignado bailar con ella. Comprendió el estudiante lo que aquella mirada quería decir, y abandonó el cercado, culpándose de su torpeza.
Como se había retrasado mucho, echó a correr camino abajo, cruzó la hondonada y remontó la inmediata colina. Allí detúvose a respirar y volvió atrás la vista. Vio a lo lejos las blandas figuras de las muchachas en el verde cercado, girando en torbellino, como cuando él se hallaba entre ellas. Y pensó que todas habríanse olvidado ya de él por compleo.
Todas sí, aunque quizá todas menos una. Separada del corro divisábase una blanca silueta junto al vallado. Por el lugar en que se hallaba, reconoció en ella aquella linda moza con quien no había bailado. Y aunque se trataba de una futesa, sintiose responsable de haberla herido en su amor propio con su impremeditado desvío, y lo lamentó profundamente, así como el ignorar hasta su nombre. Realmente habíase conducido como un necio con muchacha tan expresiva, y que parecía tan modesta, tan suave, tan delicada con aquella ligera túnica blanca.
Pero como el daño era ya irreparable, volviose el joven y emprendió rápida marcha. Y poco a poco fuésele borrando de la mente aquella impresión.
Tampoco Tess Durbeyfield olvidó tan pronto el mudo incidente. Y con ser muchas las parejas que se le ofrecían, negose a bailar largo rato, permaneciendo ensimismada y melancólica hasta perderse de vista en la colina el forastero, no reparando siquiera en los mozos que la requerían y que tan distintos eran en traza y modales al joven que acababa de desaparecer. Hasta que los rayos del sol absorbieron la figura del joven que se alejaba ascendiendo la colina, no se liberó Tess de su tristeza ni dio respuesta afirmativa al zagal que la instaba a participar en el baile. Luego estúvose con sus compañeras hasta que se hizo noche, llegando a tomar parte otra vez con cierto interés en la danza; que, sencilla todavía de corazón, gustaba del baile por el baile mismo, sin adivinar, al ver «los suaves tormentos, amargas dulzuras, gratos dolores y gustosa tristeza» de las otras muchachas, ya vencidas en lides de amor, de lo que ella era capaz en ese terreno. Las peleas y trifulcas que armaban los mozos disputándosela para bailar divertíanla... y nada más; y cuando se ponían muy tercos, les volvía la espalda.
De buena gana hubiérase estado allí más tiempo; pero de pronto hubo de recordar el incidente de la rara aparición y extraño aspecto de su padre, e inquieta, pensando qué habría sido de él, separose, preocupada, de los danzantes y encaminose al extremo del pueblo, donde tenía su casa.
Unos pasos antes de llegar oyó otros sonidos muy distintos de los del baile y que le eran muy conocidos... Era una serie de rítmicos traqueteos que venían del interior de la casa, delatando el violento balanceo de una cuna sobre las piedras del piso, a cuyo compás acordábase el canto de una voz femenina que entonaba con mucho vigor una tonadilla titulada La vaca pía:
La vi tendida en el verde, a lo lejos.
Ven, amor, y te diré dónde.
A un mismo tiempo pararon luego el mecido de la cuna y la canción, y una exclamación tierna y sonora sustituyó a la melodía.
–¡Dios te bendiga esos ojos tan hermosos, y esos carrillos de cera, y esa boquita tan graciosa, y esos muslines de manteca, y todo tu resalado cuerpecito!
Luego reanudáronse el canto y el mecido y la mujer volvió a entonar como antes la canción de La vaca pía.
En aquel instante abrió Tess la puerta y quedose parada en el umbral contemplando la escena con expresión de amargura inefable. Qué diferencia había entre aquella alegría del campo que acababa de dejar –trajes blancos, ramos de flores, varitas de sauce, giros de danzas sobre el verde, el dulce destello de simpatía por el forastero– y la melancolía de aquel espectáculo débilmente alumbrado por una sola bujía; pero al mismo tiempo transía a la joven un escalofrío de íntimo reproche por no haber vuelto más pronto a ayudar a su madre en aquellos quehaceres domésticos en vez de estarse tan entretenida en la fiesta.
Seguía su madre, cual Tess la dejara, inclinada sobre la artesa del lavado, tarea que, según costumbre, aplazara hasta el final de la semana. De aquella artesa había salido el día anterior –y Tess lo recordaba con una punzada de remordimiento– la túnica blanca que llevaba encima, un poco teñida ahora de verde en los bajos por el roce con la hierba húmeda, aquel vestido que su madre habíase afanado por lavar y planchar esmeradamente con sus propias manos.
Como de costumbre, la señora Durbeyfield, apoyando un solo pie junto a la artesa, ocupaba el otro en la tarea de mecer al pequeño. Las ballestas de la cuna estaban ya tan gastadas del mucho servir, que casi habían perdido la curva, de suerte que cada balanceo era más bien una sacudida, que zarandeaba al niño de un extremo a otro como lanzadera de telar, cuando la señora Durbeyfield, enardecida por su canto, pisaba la ballesta con todos los bríos que le restaban tras laborar junto a la tina todo el día.
Tris, tras, tris, tras, gemía la cuna; alargábase la llama de la bujía y empezaba a temblequear; goteaban agua los brazos de la matrona y el canto iba subiendo hasta el fin de la tonadilla, en tanto que la señora de Durbeyfield, haciendo breve pausa en el lavado, saludaba con los ojos a su hija. Aun estando cargada de familia, Joan Durbeyfield amaba con pasión el canto. No llegaba al valle de Blackmoor canción alguna procedente del lejano mundo exterior que al punto no la cogiese la madre de Tess.
Aún fulguraba levemente en las facciones de la mujer algo de la frescura y el encanto de su juventud, adivinándose fácilmente que la belleza de que podía ufanarse Tess debíasela a su madre, no siendo, por tanto, de origen ni histórico ni caballeresco.
–Deje usted, madre, yo meceré al niño –díjole Tess a su madre dulcemente–; si no quiere usted mejor que me ponga el vestido viejo y la ayude a aclarar. Yo creí que ya habría acabado.
No llevaba a mal la madre de Tess que ésta dejara tanto tiempo a su cargo las faenas domésticas, y rara vez reconveníala por ello, pues no solía echarla muy de menos, a causa del procedimiento que instintivamente seguía para alivio de sus quehaceres y que consistía en irlos aplazando sistemáticamente. Pero aquella noche parecía aún más contenta que de costumbre, mostrando en la mirada un no sé qué de ensoñadora y complacida preocupación que no pudo menos de advertirlo la muchacha.
–Celebro que hayas venido –díjole su madre, luego que acabó de modular la última nota–, porque tengo que ir a buscar a tu padre, y antes quiero contarte lo que ha sucedido. Te vas a asombrar cuando lo sepas.
La señora de Durbeyfield solía expresarse en dialecto; su hija, que había estudiado en la escuela nacional con una maestra de Londres, hablaba dos lenguas, el dialecto en su casa y el inglés fuera de ella, sobre todo cuando trataba con personas de calidad.
–¿Qué es ello, madre? –preguntó Tess–. ¿Tiene algo que ver con eso que ha hecho padre de pasearse esta tarde en coche? Le confieso a usted que hubiera querido que me tragase la tierra, del bochorno que he pasado.
–¡Ya lo creo que tiene que ver! ¡Como que ahora resulta que venimos de una de las familias más nobles del condado –de antes del tiempo de Oliverio Cromwell–, con palacios y nichos y escudos, y Dios sabe cuántas cosas más! ¡Con decirte que en tiempos de San Carlos fuimos caballeros de la Encina Real y que nuestro verdadero apellido es d’Urberville!... ¿No se te alegra el alma, hija mía? Por eso ha venido tu padre en coche, y no porque haya bebido, como la gente cree.
–¡Cuánto me alegro de que así sea! Y diga usted, madre, ¿nos vendrá algún bien de todo esto?
–¡Cómo no! ¡Y tanto bien como nos vendrá! Ya verás todo el señorío que se nos entra por las puertas con el afán de conocernos en cuanto se corra la noticia. Tu padre se enteró al venir de Shaston, y todo me lo ha contado de pe a pa.
–¿Y dónde está ahora padre? –preguntó Tess.
Su madre, por vía de respuesta, hízole una prolija información. A primera hora de la tarde había ido a Shaston a ver al médico. Según parecía, tenía algo más que debilidad, pues el médico le había dicho que tenía una cosa –no sabía ella cuál– hinchada cerca del corazón.
–Una cosa así –y al decir esto Joan Durbeyfield hizo una curva con el desollado pulgar y el índice formando una ce, señalando con el otro índice a la curva–. «Por ahora», le ha dicho el médico a tu padre, «tiene usted el corazón cerrado por este lado; pero el otro todavía está abierto. En cuanto se cierre así –y la señora Durbeyfield juntó sus dedos hasta formar un círculo completo– ya puede usted despedirse de este mundo, Durbeyfield... Ahora, que lo mismo puede ocurrir dentro de diez años que de diez meses o diez días».
Tess miró alarmada a su madre. ¿Cómo era posible que su padre se fuera tan pronto al otro mundo, cuando acababan de lloverle del cielo tan inesperadas grandezas?
–¿Pero dónde está padre? –preguntó de nuevo. Su madre dirigiole suplicante mirada.
–No vayas a enfadarte –le dijo–. El pobre está tan trastornado con las noticias que le dio el pastor, que hará cosa de media hora se fue a casa de Rolliver. Tiene que hacer acopio de fuerzas para el viaje que esta madrugada ha de emprender con esa carga de panales que tiene que entregar para mañana sin falta.
–¡Acopio de fuerzas! –exclamó Tess con ímpetu, dejando escapar lágrimas de sus ojos– ¡Oh Dios mío, en una taberna! ¡Y usted, madre, tan conforme!
Su protesta pareció difundirse por la estancia toda, comunicando un aire de timidez al moblaje, a la luz, a los niños que por allí andaban jugando, e incluso al rostro de su madre.
–No –dijo ésta conmovida–, no estoy conforme. Precisamente te estaba esperando para que tuvieras cuidado de la casa mientras yo iba a buscarle.
–Iré yo.
–No, no, Tess. Ya sabes que si tú fueras sería inútil.
No insistió Tess, comprendiendo el sentido de la maternal objeción. Ya colgaba de una silla el abrigo de la señora Durbeyfield, que ésta pusiera allí para tenerlo más a la mano.
–Guarda, entre tanto, el Libro de la Fortuna –añadió Joan, secándose aprisa las manos y poniéndose el abrigo.
El Libro de la Fortuna era un grueso y viejo volumen que había en una mesa allí cerca, y que tan desgastado estaba por el uso que ya tenía comidas las márgenes. Cogiolo Tess, y su madre salió.
Aquel ir a la caza de su marido en la taberna era uno de los goces que le quedaban a la señora de Durbeyfield en medio de los quehaceres que le ocasionaba la crianza de sus hijos. Una suerte de halo luminoso, de resplandor de ocaso abrillantaba su vida cuando sentada allí, al lado del marido, desahogaba con él su corazón. Sus trabajos y molestias, todas sus desabridas realidades cobraban entonces una como impalpabilidad metafísica, pasando a ser meros fenómenos mentales que podían contemplarse con serenidad, dejando de ser opresiones torturadoras del cuerpo y el alma. El trajín que le daban los pequeños cuando no los veía parecíale a la pobre mujer obligación grata y deseable; los incidentes de la vida cotidiana, mirados desde allí, no carecían de atractivo y aliciente. Sentía Joan algo así como si su marido fuera el mismo de los años de su noviazgo, cuando solían sentarse en aquel mismo lugar y ella cerraba los ojos a los defectos de su carácter y sólo le veía en su aspecto ideal de enamorado.
Tess, sola en la casa con los pequeños, fue primero a guardar el libro en el pajar, metiéndolo entre una viga y el techo. Obedeciendo a curiosa superstición, empeñábase la madre en que el mugriento volumen no pasase las noches en la casa, siendo preciso ir por él al pajar cuando había que consultarlo. Entre la madre con sus supersticiones, su primitiva instrucción, su dialecto y sus baladas aprendidas al oído, y la hija con sus estudios escolares y su pequeña cultura, mediaba un abismo de doscientos años. Cuando estaban juntas, se yuxtaponían la época jacobina y la victoriana.
Al volver por el corral, pensaba Tess qué sería lo que su madre habría tenido que consultar en el libro aquel día, suponiendo, naturalmente, que tendría relación con el descubrimiento inesperado de su rancio abolengo. No podía adivinar que el objeto de la consulta había sido ella misma. Pero la joven, dando en seguida de mano a ese pensamiento, púsose a recoger y remojar, para plancharla luego, la ropa blanca, que se había secado durante el día, ayudada en esta labor por su hermanito Abraham, niño de nueve años, y su hermana Eliza-Louisa –Liza-Lu, como la llamaban todos–, de doce y medio. Los más pequeños estaban ya en la cama. Tess llevábale más de cuatro años al que le seguía, pues entre los dos había habido otros tantos que murieron casi recién nacidos; y la diferencia de edad dábale a la joven aire de madrecita con respecto a sus hermanos. Después de Abraham habían venido al mundo dos niñas, Hope y Modesty. Luego seguía uno de tres años, y, por fin, el más pequeño, que acababa de cumplir los doce meses.
Toda aquella gente menuda eran los pasajeros de la nave Durbeyfield, y sus placeres, necesidades, salud y hasta su vida pendían, naturalmente, de las dos cabezas del hogar, con las que navegaban hacia toda suerte de apuros y miserias, en la mayor indefensión, sin que nadie hubiera consultado a aquellas seis criaturas para traerlas al mundo en tan duras condiciones. Hay quien se pregunta cómo puede hablar del «Sagrado designio de la naturaleza» este poeta cuya filosofía se juzga hoy tan profunda y veraz como puro y airoso es, en verdad, su verso.
Pasaba el tiempo y ni el padre ni la madre aparecían. Asomose Tess a la puerta y mentalmente recorrió las callejuelas de Marlott. El pueblo estaba ya cerrando los ojos. Desaparecían de todas partes las luces. Tess imaginábase en el interior de las casas a los que apagaban aquellas luces con la mano extendida.
Nada; que, como otras tantas veces, tendría que mandar a su hermanito en busca de sus padres. Y Tess pensó que un hombre de salud tan quebrantada, que en las primeras horas de la madrugada tenía que salir de viaje, no debía estarse hasta tan tarde en la taberna, festejando su rancio abolengo.
–Abraham –díjole al niño–, ponte el sombrero, no te dará miedo, ¿verdad?..., y llégate a la taberna de Rolliver a ver qué ha sido de padre y de madre.
Saltó el niño de su asiento, abrió la puerta y se perdió en la sombra. Pero transcurrió otra media hora, y ni el padre, ni la madre, ni el niño volvían. Abraham, como sus padres, parecía haber sido víctima también del encanto de la taberna.
–Tendré que ir yo –dijo Tess.
Y después de acostar a Liza-Lu y dejarlos encerrados a todos, emprendió su camino por la oscura y tortuosa callejuela, que entorpecía todo afán de correr, pues databa de un tiempo en que la pulgada de tierra no tenía valor y los horarios de una sola manecilla bastaban para dividir el día.
La taberna de Rolliver, única cervecería que había por aquella parte del destartalado villorrio, sólo podía ufanarse de tener licencia para despachar en el terreno, y, no pudiendo hacerlo dentro de la casa, el espacio público de que disponía para los parroquianos reducíase a una tabla de seis pulgadas de ancho por dos yardas de largo, unido por alambres a la estacada de un raquítico jardín, formando ménsula. Allí ponían sus copas los bebedores cuando se detenían en el camino, arrojando los posos al suelo, a usanza malaya, y echando siempre de menos un asiento para descansar en el interior.
Ése era el deseo de los forasteros. Pero había también parroquianos de la localidad que sentían el mismo antojo, y ya se sabe que querer es poder.
En un amplio dormitorio del piso alto, cuya ventana cubría espesa cortina formada con un gran chal de lana ya inservible de la señora de Rolliver, hallábanse reunidas aquella noche como media docena de personas que allí habían ido en busca de la ración de felicidad que despachaba en la taberna. Todos eran vecinos de aquel barrio de Marlott y clientela fiel de aquel local. La Gota Pura, a fuer de taberna plenamente autorizada, era el establecimiento más abastecido y cómodo, pero a causa de la distancia no iban allá los moradores de este barrio; aparte de que había otra razón más poderosa para ellos, y era que en el camaranchón de Rolliver, según las opiniones más autorizadas, se bebía la mejor cerveza.
Un menguado lecho de cuatro patas que había en la habitación brindaba asiento a las varias personas que se acomodaban en sus tres costados; otros dos hombres habíanse encaramado en una cómoda, otro descansaba en el tallado arcón de roble, dos en el lavabo, otro en un taburete, y todos parecían muy contentos y orondos. Hallábanse a aquella hora en tal estado de interior bienestar que el alma se les salía por los poros, difundiéndose por el aposento. En aquel instante, la habitación y su moblaje asumían mayor lujo y dignidad; el chal que colgaba de la ventana convertíase en un rico tapiz; los tiradores de los cajones de la cómoda brillaban como ascuas de oro, y las talladas patas de la cama parecían alardear de cierto parentesco con los magníficos pilares del templo de Salomón.
La señora de Durbeyfield, que había hecho el trayecto aprisa, entró por la puerta principal, atravesó el portal que estaba a oscuras y levantó el picaporte de la escalera, como quien conoce a fondo los secretos de los cerrojos. La escalera tuvo que subirla más despacio, a causa de la oscuridad, y al llegar al último peldaño, las miradas todas convergieron en su rostro, bañado por la claridad del interior.
–... Y como se trata de unos amigos particulares, los invité a que vinieran a tomar un vasito –exclamó, al oír las pisadas, la tabernera, con el tonillo de un niño que recita de coro su lección–. ¡Ah!... ¡Pero es usted, señora!... ¡Jesús y qué susto me he llevado! Pensé que sería algún soplón de la policía.
El resto de los contertulios saludó a la señora de Durbeyfield con exclamaciones y ademanes de alborozo. La pobre mujer fuese derecha adonde estaba su marido, el cual en aquel instante hablaba por lo bajo, y decía inconscientemente:
–¡Aquí donde usted me ve, valgo tanto como el primero! Tengo un gran panteón de familia en Kingsbere-sub-Greenhill, y en Wessex tengo además unos esqueletos como para sí los quisieran más de cuatro.
–A propósito de eso tengo que decirte una cosa que se me ha metido en la cabeza..., una idea magnífica –susurrole al oído su mujer–, pero ¡John!... ¿No me ves que estoy aquí, hombre?
Y hacía por llamarle la atención, mientras él, mirándola como por entre cristales, proseguía su recitado.
–¡Chist! ¡No cantéis tan recio, hombres! –exclamó a esto la tabernera–. No vaya a pasar algún policía y nos retiren la licencia.
–¿Le ha dicho a usted ya mi marido lo que nos sucede? –preguntó la señora de Durbeyfield.
–Sí... ¿Y cree usted que eso les pueda valer dinero?
–Ahí está el busilis –dijo discretamente la señora de Durbeyfield–. Siempre gusta tener coche, aunque no pueda una disfrutar de él. –Y bajando la voz y hablando con su marido–: Desde que viniste a casa con la noticia no he parado de pensar que cerca de Trantridge, en el lindero mismo del Chase, vive una señora muy rica que se llama d’Urberville.
–¿Sí?... ¿Qué dices, mujer? –exclamó sir John.
La mujer repitiole lo mismo que ya le dijera, y añadió:
–Para mí que esa señora tiene que ser parienta nuestra. ¿No te parece que le mandásemos a Tess para que pusiera en su conocimiento lo del parentesco?
–¿Estáis oyendo lo que dice mi mujer?... Pues que hay una señora muy rica de mi mismo apellido... –exclamó Durbeyfield–. Por cierto, que el pastor Tringham no me había dicho una palabra. Ahora, que esa señora no es nadie, en resumidas cuentas, comparada con nosotros... Será de una rama de la misma familia, pero mucho más moderna, muy posterior, sin duda, al rey normando...
En tanto ventilaban esta cuestión, ninguno de ambos cónyuges advirtió, de tan preocupados como estaban, que Abraham habíase escurrido en la habitación y aguardaba ocasión para meter baza y recordarles que ya era hora de volver al hogar.
–Es muy rica y de fijo le será simpática nuestra Tess –siguió diciendo la señora de Durbeyfield–. Lo cual estaría de perlas. No sé por qué no han de tratarse las dos ramas de la familia.
–¡Claro! –saltó Abraham con vehemencia desde debajo de la cama, donde se había metido– ¡Y cuando se haya llevado a Tess a vivir con ella iré yo a verla y montaremos los dos en su coche y vestiremos de negro!
–¿Pero cómo has venido, chico?... ¿Y por qué dices tales sandeces?... ¡Anda, sal pronto de ahí y vete a jugar a la escalera hasta que nos vayamos padre y yo!... Bueno, pues como te iba diciendo. Nuestra Tess debe ir a hacer una visita a esa señora, que es de nuestra familia. Seguramente tomará cariño a la chica, y, o mucho me engaño, o acabará casándola con un novio de sangre azul... Cualquier cosa apostaría a que no me equivoco...
–¿Por qué hablas con tanta seguridad, mujer?
–Pues porque consulté el sino de la chica en el Libro de la Fortuna y eso fue lo que me salió... ¡No! ¡Como que había que haberla visto lo guapa que estaba hoy!... Tan suave tiene la tez como una marquesa.
–¿Y qué dice la chica a eso de ir allá?
–Todavía no le he dicho nada, y la pobre no sabe que esa señorona sea parienta nuestra. Pero ¡claro que no se negará a ir a verla! ¡Como que le puede valer un buen casamiento!
–Es que Tess es muy particular.
–Sí; pero en el fondo es muy docilona. De mi cuenta corre convencerla.
Aunque ambos cónyuges sostenían esta conversación de índole privada a media voz, no dejaron los presentes de coger algunos cabos sueltos de la misma; los bastantes para colegir que los Durbeyfield tenían parientes más empingorotados que el común de los mortales y que Tess, su hija mayor, tenía por delante una perspectiva brillantísima.
–Tess es muy linda –observó por lo bajo uno de los contertulios de más edad–. Esta tarde lo pensaba yo al verla dar con las demás la vuelta a la parroquia; sólo que Joan debe andarse con tiento si no quiere que se la empreñen.
Esto último era una frase corriente en la localidad, y nadie hizo a ella el menor comentario.
Dividiose luego la conversación, y no había pasado mucho rato cuando se oyeron pasos en el vestíbulo.
–... Y como se trata de unos amigos particulares, los invité a que vinieran a beber un vasito –saltó la tabernera, repitiendo la consabida fórmula para engañar a los intrusos; aunque muy luego hizo punto final, por haber conocido a Tess.
Incluso a Joan pareciole la mirada de su hija triste y como impropia de aquel ambiente saturado de los vapores del alcohol, que se cernían formando una atmósfera adecuada a aquellas gentes caducas; y bastó no más que una insinuación de reproche en los brillantes ojos de Tess para que sus padres se levantaran en seguida, apurasen de un trago su cerveza y bajaran la escalera, seguidos prudentemente por la señora de Rolliver.
–¡Por Dios, no armen ustedes ruido! ¡No sea que me retiren la licencia...! Muy buenas noches, y hasta otro ratito.
Encamináronse juntos a su casa; sir John iba entre la mujer y la hija, cada una de las cuales lo llevaba cogido de un brazo. No había bebido gran cosa, dicho sea en honor a la verdad... Ni la cuarta parte de lo que un buen bebedor podía trasegar el domingo sin que se lo notaran por la tarde en la capilla, en sus movimientos y genuflexiones; sólo que sir John era débil y con sólo el olor se mareaba. Al salir al aire fresco era tan poco dueño de sus piernas, que lo mismo hubiera podido empujar a sus acompañantes hacia Londres que en dirección opuesta, efecto cómico harto frecuente en los regresos nocturnos de las familias a sus casas, y como muchos efectos cómicos, no del todo cómico en el fondo. Las dos mujeres disimulaban heroicamente aquellas danzas y contradanzas de Durbeyfield, que tenía la culpa de ellas y los arrastraba a todos, incluso a Abraham; y de esa suerte íbanse acercando poco a poco a la casa, en tanto el cabeza de familia volvía súbitamente a su tema primero, cual si quisiera animarse el alma, mustia a la vista de lo mezquino de su actual morada.
–¡Sí, señor! Desciendo de una familia de rancio abolengo... ¡Con panteón propio en Kingsbere!
–¡Calla! ¡No seas tonto, John! –díjole su esposa–. Que no es tu familia la única de viso en el mundo. Y si no, mira a los Anktells, y a los Horseys, y a los Tringham mismos, sin ir más lejos..., que hacen lo mismo que tú, aunque al fin y al cabo seas tú verdaderamente más que ellos... Yo, gracias a Dios, soy de familia modesta y por eso no tengo que avergonzarme.
–¡Vaya usted a saber si es como dices! Yo para mí tengo que tu familia no es menos ilustre que la mía y que dio de sí hasta reyes y reinas, sólo que luego vino todavía más a menos que la mía...
Al llegar a este punto cambió Tess la conversación para decir lo que, a su juicio, era de más bulto que no la supuesta nobleza de los linajes.
–Me estoy temiendo que padre no pueda salir mañana temprano con las colmenas.
–¿Yo? De aquí a un par de horas estoy como si nada –respondió Durbeyfield.
Dieron las once y aún no se había acostado la familia; y eso que a las dos de la madrugada tenía que salir sir John con las colmenas, si era que pensaba entregárselas a los comerciantes de Casterbridge antes de empezar el mercado del sábado; que había de hacer el trayecto por malos caminos, recorriendo de veinte a treinta millas y con un carro y un caballo de lo más lento. A la una y media entró Joan en la alcoba en que dormían Tess y sus hermanitos.
–Está el pobre que no puede levantarse –díjole a su hija mayor, que abrió de par en par los ojos no bien sintió a su madre poner la mano en la puerta.
Incorporose Tess, sin atinar al pronto, del sueño que tenía, con el sentido de las palabras de la madre.
–Pero es preciso que vaya alguien –replicó luego–. Ya va pasándose el tiempo de las colmenas; pronto terminará el enjambrar de este año... Y si no las llevamos hasta el mercado de la semana que viene bajarán mucho y nos tendremos que quedar con ellas...
Joan pareció comprender la verdad de lo que decía su hija, y exclamó de pronto:
–Tienes razón, Tess, pero ¿no podría ir allá algún muchacho del pueblo? ¿Alguno de los que bailaron contigo ayer tarde?
–¡Oh, por nada del mundo! –declaró Tess con orgullo– ¡Para que se enterasen luego de todo!... ¡Qué vergüenza! Mejor iría yo, con tal que Abraham quisiera acompañarme.
Consintió al cabo la madre en este arreglo. Y en el acto despertó al chico del profundo sueño en que yacía, en un rincón de la alcoba, y le obligó a embutirse en sus ropas, cuando todavía estaba, como quien dice, en el otro mundo.
A todo esto habíase vestido Tess, y ambos, encendiendo un farolillo, dirigiéronse a la cuadra. Estaba ya cargado el raquítico carro, y lo que tuvo que hacer la muchacha fue enganchar al caballejo Príncipe, poco menos raquítico que el vehículo.
Esparcía asombrado el animal la vista en torno suyo, posándola sucesivamente en la noche, en el farol y en aquellas dos figuras humanas, como si le costara trabajo creer que a semejante hora, cuando todo el mundo dormía a pierna suelta, hubieran de obligarle a él a ponerse en camino y trabajar. Metió Tess unos cuantos cabos de vela en el farol, colgó éste de un varal, y secundada por su hermano sacó al caballo, guiándolo camino adelante y marchando ellos a su lado, sobre todo en las subidas, a fin de no recargar de peso a un animal de tan escasos bríos. Para entonarse en la medida de sus recursos, anticiparon la mañana, que aún estaba bastante lejos, haciéndose un desayuno de pan con manteca. Abraham, despierto ya del todo (pues hasta allí habíase movido maquinalmente), púsose a hablar, haciéndole notar a su hermana las extrañas formas que tomaban los diversos bultos negros resaltando sobre el fondo del cielo; tal árbol semejaba un tigre furioso saliendo de su cubil, tal otro parecía la cabeza de un gigantón.
Luego que hubieron dejado atrás la aldea de Stourcastle, callada y somnolienta bajo su espesa techumbre de paja, empezaron a atravesar terrenos más altos. A su izquierda alzábase, más elevada todavía, la colina de Bulbarrow o Bealbarrow, que puede que sea la más alta de todo el Wessex del Sur y que se erguía, soberbia, al cielo, ceñida por sus murallas de adobe.
Desde allí seguía el camino formando por algún trecho una suave pendiente. Ambos hermanos se subieron a los varales delanteros del carro y Abraham puso una cara cavilosa.
–¡Tess! –exclamó de pronto, como a guisa de preámbulo.
–¿Qué, Abraham?
–¿Te alegra a ti eso de que ahora resulte que somos de sangre azul?
–A mí no me da frío ni calor.
–Pero ¿no te alegra pensar que puedas casarte con un señorito?
–¡Cómo! –exclamó Tess, alzando la cara.
–Claro, mujer. Porque nuestros parientes ricos te buscarán un novio rico como ellos.
–¿Nuestros parientes ricos? Pero ¿qué dices, hombre? ¡Si no tenemos tales parientes! ¿Quién te ha contado esos infundios?
–Se lo oí decir a madre cuando fui a la taberna a buscar a padre. Tenemos una parienta muy rica en Trantridge, y decía madre que si tú fueras a verla y le dieras a conocer el parentesco, de seguro que hacía por casarte bien.
Quedose pasmada la muchacha y embebeciose en caviloso silencio. Abraham seguía charlando, más por el gusto de hablar que para que le atendieran, por lo que no reparó en el ensimismamiento de su hermana. Recostose contra las colmenas, y levantando al cielo la cara, hizo algunas observaciones a propósito de las estrellas, cuyas frías pulsaciones palpitaban en las negras oquedades de allá arriba, llenas de serena indiferencia respecto a aquellas dos briznas de humanidad. Luego preguntole a su hermana que a qué distancia de la tierra parpadeaban aquellos luceros, y si detrás de ellos estaba Dios. Pero de cuando en cuando volvía a recaer su infantil parloteo en aquello que le traía más preocupada la imaginación que las maravillas todas del universo. Si Tess se casaba con un señorón y era rica, tendría dinero bastante para comprarle un anteojo de larga vista, con el cual podría ver a las estrellas tan cerquita como si estuvieran en Nettlecomb-Tour.
Aquella recaída en el tema que traía a maltraer a toda la familia acabó por enojar un poco a Tess.
–¡Déjate de tonterías! –exclamó.
–¿Dijiste que las estrellas eran mundos, Tess?
–Sí, hombre.
–¿Lo mismo que el nuestro?
–¡Hombre! No sé tanto, aunque creo que sí. Algunas veces parecen manzanas. Casi todas sanas y en sazón. Aunque hay alguna que otra picada.
–Y el mundo en que vivimos nosotros, ¿está sano o picado?
–Picado, Abraham.
–Pues es una lástima que habiendo tantos no nos haya tocado en suerte otro mejor.
–Sí que lo es, tienes razón.
–¿Es cierto que es así, Tess? –exclamó Abraham mirando a su hermana, muy preocupado con lo que ésta acababa de decirle–. Y si nos hubiera tocado otro sano, ¿qué habría ocurrido Tess?
–Pues que padre no tosería ni andaría a rastras como anda, ni hubiera cargado tanto la mano en la cerveza como para no poder hacer este viaje. Y madre no tendría tampoco que estar siempre lavando, que no acaba nunca.
–¿Y entonces tú hubieras sido una señora rica sin necesidad de casarte con nadie?
–Mira, Abraham..., no hablemos más de eso...
Entregado a sus reflexiones, no tardó el niño en dormirse. No estaba Tess muy ducha en punto a conducir un caballo, pero pensó que debía encargarse de ello en aquella ocasión y dejar que el pobre de Abraham durmiera. Formole una suerte de nido entre las colmenas, de forma que no pudiera caerse, y cogió ella las riendas.
No había que estar muy sobreaviso con Príncipe, que estaba harto espiritado el pobre para permitirse travesuras de ninguna clase. Sin la distracción de la charla fraternal, Tess, apoyada en las ringleras de colmenas, entregose a meditaciones todavía más profundas. La muda procesión de árboles y setos que ante sus ojos desfilaba sugeríale escenas fantásticas sin relación alguna con la realidad, y la menor ráfaga de viento antojábasele el suspiro de una gran alma triste, que abarcaba al universo todo en el espacio y a la historia en el tiempo.
Reflexionando entonces sobre la urdimbre de acontecimientos de su propia vida, parecíale ver claramente lo vano del orgullo de su padre e imaginaba a aquel noble pretendiente, que su madre le deparaba en su imaginación, como un grotesco personaje que se riese de su pobreza y su caballeresca prosapia. Hacíasele todo cada vez más raro y estrafalario, y perdía la noción del tiempo. Al cabo de un rato zarandeola en su asiento violenta sacudida, y Tess despertó del sueño que también a ella la venciera.
Habían recorrido mucho trecho desde que la joven perdiera la noción de la realidad, y habíase detenido el carro. De su parte delantera salió un gruñido lastimero, cual nunca lo oyera en su vida la joven, seguido de esta exclamación: «¿Quién va?».
