Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Galardonada con el premio Crimetime 2022 a la mejor primera novela negra de autor del año. El periodista Loa Bergman regresa al trabajo después de una larga ausencia. Se está recuperando de un episodio traumático que le persigue hasta el día de hoy. Debería colaborar con quien fue su mejor amiga, Daniela Mirkovic, pero ya no es posible. No puede perdonarla por lo que le hizo ese día fatal en que cambió su vida para siempre. Loa, entonces, decide investigar un terrible caso que conmocionó al país hace veinte años, ya que se acerca el aniversario de aquel trágico accidente aéreo. En aquel momento quedaron muchas preguntas sin responder. Mientras investiga se encuentra con una pista que le lleva a su pasado, aunque él no quiera revivirlo. A su vez, Daniela quiere acercarse a Loa. Se suma por su cuenta a la investigación y descubre extrañas ambigüedades. Pronto se verán obligados a trabajar juntos de nuevo, para quedar atrapados en una espiral de inconfesables secretos que pondrán en peligro sus propias vidas.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 534
Veröffentlichungsjahr: 2023
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
TESTIGOS OCULTOS
Victor Pavic Lundberg
Traducción: Julieta Brizzi
Título original: Den som överlever
Edición original: Albert Bonniers Förlag, Sweden Publicado en colaboración con Nordin Agency AB, Sweden
© 2022 Victor Pavic Lundberg
© 2022 Albert Bonniers Förlag
© 2023 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2023 Motus Thriller
www.motus-thriller.com
España · México · Argentina
ISBN: 978-84-18711-73-2
En memoria de mi padre
Loa Bergman contemplaba los desechos que arrastraba la lluvia en la acera. Alrededor de sus zapatos había salsa de tomate, jamón y queso de la pizza devorada con ansias el día anterior. Las náuseas habían sobrevenido sin previo aviso. De una sola vez, todo salió de su cuerpo con solo inclinar la cabeza. Para su sorpresa, ocurrió casi en silencio. Sentía el aroma penetrante de la acidez estomacal mientras se secaba la boca y miraba de reojo a los transeúntes. Nadie parecía haber visto lo que había sucedido, porque todos a su alrededor estaban absortos en sus teléfonos móviles, en sus auriculares con reductor de ruido y en caminar velozmente, resueltos a evitar todo contacto humano.
Loa abrió la puerta del edificio de la calle Mäster Samuel y entró.
El espejo del ascensor le devolvió la imagen de sus ojos enrojecidos y sus ojeras oscuras. Su piel era transparente como el papel de arroz y las pecas que cubrían sus mejillas parecían desgastadas. El polo fino de punto de Filippa K que había comprado por Internet —a pesar de que el dinero de la baja laboral se había acabado hacía mucho tiempo—, y que vestía para esa ocasión especial, no le hacía verse mejor.
Suspiró profundamente, concentrado, y sintió que le retumbaba la cabeza. La lengua estaba áspera y pegajosa. Se arrepintió de las muchas y enormes copas de vino que se había tomado la noche anterior, que en ese momento le parecieron necesarias. Sacó de la bolsa una botella de agua con gas, desenroscó la tapa y tomó tres sorbos rápidos.
El ascensor subía, piso tras piso. Un nerviosismo sordo le hacía temblar el estómago. Aún tenía tiempo de arrepentirse, dar la vuelta y regresar a casa. Nadie se atrevería a cuestionar la decisión. Las puertas de metal se abrieron con un pitido. Loa se sobresaltó por el ruido agudo inesperado que seguía asustándolo. Avanzó hacia la puerta cerrada que conducía a la redacción del periódico. No era probable que recordara el código, pero los dedos habituados presionaron la combinación de solo cuatro números. La memoria muscular funcionó, pese a la ausencia de un año.
Levantó la cabeza y pasó directamente por delante de la mesa de noticias, el corazón del periódico. Allí se escribían y publicaban artículos que leían millones de suecos todos los días. Los televisores en las paredes mostraban sin sonido las emisiones de la CNN, la BBC y al-Yazira. El presidente estadounidense aparecía simultáneamente en las pantallas. Las llamadas ininterrumpidas de las líneas directas, el teclear en los ordenadores y el ruido de algún periodista que intentaba hacer que la policía le diera información cubrían como un aburrido tapete el paisaje abierto de la oficina.
Por el rabillo del ojo vislumbraba rostros bien conocidos. Veía cómo levantaban la mirada de los ordenadores con cara de asombro. A sus espaldas escuchó que alguien susurraba: “¿Ha regresado?”. A pesar de que había pasado casi toda su vida adulta en la redacción, en ese momento se sentía en una tierra extraña. Todo estaba igual, pero parecía diferente. “Aún merezco trabajar aquí”. Repetía esa frase mentalmente como un mantra.
Cuando entró ocho años atrás, a los veintiuno, estaba convencido de que había sido un error, que el jefe de personal había llamado a la persona equivocada, que en realidad el puesto de becario pertenecía a otra persona. Le parecía excesivo alcanzar su sueño tan pronto. Daba por hecho que debía bregar al menos cinco años en el periódico local con noches de trabajo en el ayuntamiento, haciendo servicios de guardia por incendios de casas y reportajes sobre la apertura de nuevas tiendas antes de que el gran periódico vespertino de Estocolmo lo aceptara. Error o no, en ese preciso momento se prometió a sí mismo no decepcionar a nadie con la seguridad de que la oportunidad era suya. La pregunta era si aún podía mantener la promesa. Habían ocurrido demasiadas cosas en el periódico durante la última década. Muchos lo consideraban una transformación despiadada. La edición en papel de los periódicos se había derrumbado y con ella, los ingresos. Durante la época de despidos masivos, el personal se había reducido a la mitad en varios turnos. Dejaron de utilizar el helicóptero que hacía reportajes fotográficos y, tiempo después, lo vendieron.
Antes, este periódico fijaba la agenda informativa por unanimidad. Hoy debía luchar como cualquier otro de tantos para superar el ruido cada vez más alborotado de los medios de comunicación. Ser el primero era lo único que importaba. A pesar de eso, en la redacción aún se vivía el sueño de poder dar la gran primicia, una que sacudiera a toda Suecia.
Loa logró evitar a los colegas y se escabulló hacia una de las salas de reunión. Se quitó el abrigo mojado y lo colocó sobre una silla. Unos pasos ágiles y reconocibles se escucharon por el pasillo y poco después irrumpió en la habitación el director de noticias, Sigge Classon.
A pesar de que a Sigge le sobraban al menos cincuenta kilos, parecía que levitaba por la redacción cuando avanzaba con su manera enérgica de caminar inclinado hacia delante. Esa velocidad lo había ayudado muchas veces en su carrera. Cuando aún era reportero de noticias, siempre era el más rápido en llegar al lugar de los hechos. Sigge había sido el primer periodista en Sveavägen cuando fue asesinado Olof Palme. Fue el primero en llegar cuando la policía atrapó al delincuente conocido como el "hombre láser” frente al banco Handelsbanken en la calle Hornsgatan.
También había sido el primero, bolígrafo y libreta en mano, cuando su hija Cecilia de dieciocho años murió en un accidente de coche. No volvió a ser el mismo después de eso.
—¡El hijo pródigo!
Loa levantó con cuidado su mano derecha y bajó el volumen del audífono. A pesar de que casi no oía, aún tenía dificultades para aceptarlo. Sigge se sentó en la silla de enfrente y lo miró un buen rato. A ninguno de ellos le gustaba hablar de cosas difíciles y mirarse era un acuerdo mudo para pasar por alto los abrazos pegajosos. Aparte de dos breves llamadas telefónicas, su comunicación había sido inexistente durante un año. Hacía algunos días, a medida que se aproximaba la fecha límite para el alta médica, Sigge lo había llamado para proponerle la idea sobre un artículo que debería escribir durante la primavera para “volver a ponerse en forma”. Quería esperar a que se vieran para darle más detalles.
—Supongo que tienes miles de ideas. Pero creo que debes comenzar lentamente. Queremos cuidarte.
“Cuidarte”. Loa se rio por la ironía y se dio cuenta de que no tenía ni una sola idea, pero no dijo nada.
Sigge puso su ordenador y su iPhone sobre la mesa. Los objetos que lo seguían hasta al baño, como si fueran partes del cuerpo sin las que nunca podía estar. El cerebro y el corazón de Sigge, como Danijela solía llamarlos apropiadamente, sin especificar cuál era cuál. Las notificaciones de todos los medios del mundo hacían que el teléfono vibrara constantemente. Sigge llevaba en la mano una carpeta de plástico llena de papeles y recortes de periódicos que arrojó sobre la mesa. Loa vislumbró algunos titulares en letras negras sobre un papel amarillento.
119 MUERTOS EN UN ACCIDENTE AÉREO EN PLENO ESTOCOLMO
—¿Cuántos años tenías cuando se estrelló el avión en Medborgarplatsen? ¿Trece?
—Diez —respondió Loa sin reflexionar.
Se esforzaba para que su voz fuera lo más grave posible. Había comenzado a hacerlo casi inconscientemente cuando conversaba con hombres heterosexuales, mayormente para compensar el desequilibrio de poder invisible que siempre se interponía.
—Una historia espantosa —dijo Sigge.
Sacó un caramelo del bolsillo de su camisa turquesa, le quitó el papel y se lo metió en la boca. Parecía que hacía el movimiento automáticamente. Sigge siempre vaciaba el cuenco de golosinas de la redacción y se guardaba los caramelos en los bolsillos. Marianne era su marca favorita, y a juzgar por el papel que estaba sobre la mesa delante de ellos, era la que ahora saboreaba. Sigge chupó el caramelo varias veces antes de continuar.
—¿Quién hubiera creído que se estrellaría un avión en medio de esta ciudad? Todo el país quedó paralizado durante una semana. —Sigge abrió la palma de la mano—. ¡Bang! —dijo cuando golpeó la mesa.
El movimiento y el ruido hicieron sobresaltarse a Loa. Surgieron las imágenes del recuerdo de su infancia, de un tiempo anterior a la traición de su padre. La familia unida sentada frente al televisor seguía las noticias de la catástrofe. Sus padres le dieron dinero para ir en bicicleta a la tienda a comprar los periódicos para no perderse los detalles más importantes. Cuando se quedaron solo él y su madre en la pequeña ciudad de Västergötland, no le permitía ir a la plaza por miedo a que allí también se estrellara un avión. Ella ignoraba que era casi imposible que volviera a suceder a más de trescientos kilómetros del lugar del accidente. “Ocurrió allí, puede ocurrir aquí”, decía al mismo tiempo que rodeaban el camino pasando junto a las fachadas de las casas en lugar de cruzar la plaza.
Sigge interrumpió los pensamientos de Loa.
—Aún falta bastante, pero este año se cumplirá el vigésimo aniversario.
—¿Ya ha pasado tanto tiempo? —dijo Loa, e intentó sonar sorprendido.
La fecha, el año, los nombres, los rostros. Nada desaparecía de su recuerdo. “Eres más fiable que un ordenador”, había sentenciado un profesor en el instituto. Aunque lo cierto era que todo el año anterior estaba borroso, tenía sus motivos.
—Sí, el tiempo pasa.
—¿Y qué quieres que haga?
Sigge señaló la página del periódico.
—Pensaba que podrías escribir sobre el suceso, qué ocurrió, qué no ocurrió. —Sigge buscaba las palabras—. Y entrevistar a algunos supervivientes. Quizá seas bien recibido como uno de ellos.
“Un superviviente”.
Loa se esforzó para parecer impasible y se obligó a sonreír. La presión sobre el pecho había regresado y le corría el sudor por los brazos. Esperaba que las manchas no se vieran en el algodón verde.
¿Así era como lo veía la gente ahora? ¿Cómo se habría descrito a sí mismo si fuera otra persona? Probablemente igual.
Sigge levantó las manos, como mostrándose desarmado.
—Sin malas intenciones. Pero ¿comprendes lo que quiero decir?
—Sí, seguro. Ningún problema. Suena… emocionante —respondió Loa lo más despreocupadamente posible. Era consciente de que las personas delicadas y sensibles eran lo peor para Sigge.
Aún merecía trabajar allí.
—Debes de pensar que seguramente no seremos los únicos que han comenzado a trabajar sobre el aniversario. Se trata de conseguir primero a testigos, héroes y familiares. Es mejor comenzar ahora, ya que tu trabajo es más independiente. —Sigge hizo una pausa teatral—. Pero ¿sabes lo que tenemos nosotros que los otros medios no tienen?
Loa fingió pensar, pero no tenía ganas de dar ninguna respuesta inteligente.
—No.
—¡A ti!
Loa asintió con claridad para mostrar que había captado la información, pero con la suficiente mesura como para no parecer demasiado efusivo. Se dio cuenta de que Sigge tenía razón. Visto objetivamente, era una buena idea. Y podía salir muy bien si lo lograba. Aun si implicaba volver a destruirlo todo. Seguro que la psicóloga laboral no lo aprobaría. “Es demasiado parecido a tu propia experiencia”, diría ella.
Pero no tenía que saberlo porque hacía mucho tiempo que no iba.
—Busca en el archivo si hay gente que hubiéramos entrevistado en su día que hoy pudiera ser de interés. Y si nos hemos olvidado algo.
—Por supuesto.
—Pero no te sientas presionado. Dentro de unos días puedes informarme cómo te ha ido.
Sigge tenía las gafas colocadas descuidadamente sobre su pelo gris y ralo. Había más pelo en sus fosas nasales, que parecían haber crecido recientemente. Se le habían formado profundas arrugas alrededor de los ojos y la piel bajo la mandíbula y la barbilla le colgaba flácida. Toda una vida profesional en un periódico vespertino, de estrés y mal dormir, habían dejado su huella. ¿Tendría Loa el mismo aspecto en treinta años?
—Claro —Loa tenía problemas para encontrar palabras positivas y entusiastas. Esperaba que no sonaran igual de vagas de lo que lo hacían en sus oídos.
—A propósito. —Sigge miró de reojo las notificaciones que iluminaban la pantalla de su móvil—. ¿Cómo van las cosas entre Danijela y tú?
Sintió un calambre en el estómago cuando escuchó el nombre.
Danijela.
La escudera, la reportera estrella y su mejor amiga.
Debía anteponerle el prefijo “ex” a esas tres denominaciones. Loa pensaba que nunca más hablaría con ella, pero respondió:
—Van bien, pero no es como antes.
—Comprendo —respondió Sigge sin comprender nada, porque luego cambió rápidamente de tema—. Creo que deberías tener como objetivo trabajar aquí en la redacción algunas horas al día al menos. ¿Te parece bien? —Se acomodó en la silla, un claro signo de que quería ir terminando.
—Por supuesto —respondió Loa, que inmediatamente comenzó a buscar motivos para no hacerlo.
Lo podría resolver. Quería evitar la redacción a cualquier precio y desde luego no quería encontrarse con Danijela. Pero Sigge no tenía por qué saberlo.
—Gracias.
—Entonces, ¿quedamos en eso?
—Sí.
Sigge recogió su ordenador y su móvil y se alejó de la sala tan rápido como había llegado.
Sobre la mesa aún estaba la carpeta con los periódicos. Otro titular se destacaba entre los recortes.
EL ESTRUENDO SE ESCUCHÓ EN TODA LA CIUDAD
Se encendió una llama dentro de él que no sentía hacía tiempo. La resaca ya se sentía lejana, como si hubiera abandonado su cuerpo inmediatamente.
Era el jueves 23 de enero y había llovido continuamente durante toda la semana.
Loa estaba recostado sobre la cama, que también servía de sofá y estaba deshecha, con los omóplatos apoyados contra la pared desnuda. Después de la visita a la redacción había dormido toda la tarde. No sabía exactamente cuántas horas habían pasado. Estaba oscuro cuando se acostó y más aún cuando se despertó. Recordó cuánto solía despreciar a las personas que se cansaban. Para él era incomprensible no tener fuerzas para retomar la actividad. Pero así se sentía.
Detrás de la ventana seguía lloviendo a cántaros. Antes creía que el ruido de la lluvia era tranquilizador, un ritmo que lo acunaba con calma. Ahora le molestaba. Cada gota que golpeaba con fuerza en la ventana lo estresaba. Para aliviar esa sensación acercaba los ojos al ordenador que sostenía sobre las rodillas. Sus ojos exploraban la luz de la pantalla que le iluminaba el rostro y el apartamento oscuro de 27,5 metros cuadrados en la calle Slipgatan, en Hornstull.
Era importante precisar ese medio metro, porque implicaba que vivía en un piso más grande que el de su madre. No se lo creía cada vez que leía su nombre y apellido en el buzón. Aun así, nunca le habían gustado los estudios.
Después de mudarse de Västergötland, estuvo durante dos años viviendo en doce direcciones diferentes de Estocolmo. No era extraño que el contrato llegara a ser de tercera o cuarta mano. Lo peor era cuando convivía con gente que ni siquiera conocía. Su estancia en Rissne terminó después de que el dueño del apartamento, un hombre mucho mayor con olor a sudor, se acostase en su cama en medio de la noche y Loa huyese desesperado.
Si tenía suerte, vivía en el mismo lugar durante algunos meses, pero generalmente eran solo unas semanas. Mudarse de casa llegó a implicar la misma carga emocional que bajar a la lavandería con una bolsa de Ikea repleta con ropa.
Después de un rápido análisis de los precios, pronto comprendió que necesitaba ahorrar para llegar a pagar la cuota inicial de varios cientos de miles de coronas que requería comprarse algo propio.
En el teléfono, su madre, Agneta, resoplaba al oír su plan. En su mundo era incomprensible ser propietario de algo, o aún peor, endeudarse durante décadas con el banco. Cuando Loa explicó que se trataba de su única alternativa —porque no estaba en los primeros puestos en la lista de espera de alquileres ni tenía contactos influyentes—, ella dejó de escuchar. En lugar de eso, inició un alegato acerca de por qué no podía ayudarlo con esa suma imposible. El dinero del subsidio del que ella vivía no alcanzaba para ninguna otra cosa más que la renta y la comida. No le mencionó en qué se estaba gastando el dinero realmente: cigarrillos, máquinas tragaperras, batidos proteicos para adelgazar, extensiones de pestañas y hombres.
Loa pensó incluso contactar con el hombre que oficialmente era su padre para pedirle un préstamo. Marcaba todos los dígitos de su número de teléfono, pero se detenía siempre antes de pulsar el botón para iniciar la llamada. De todos modos, Loa aún no estaba preparado para perdonarlo y recuperar una relación muerta solo por eso.
Entonces comenzó a ahorrar.
Durante varios años no se compró ni una sola prenda de ropa, nunca iba con hambre al bar para no arriesgarse a tener que comer algo y no hacía ningún viaje. Solo para poder ahorrar casi todo el salario cada vez que le pagaban.
Cuando sus amigos conocieron su plan de ahorro, muchos se quedaban absolutamente perplejos, y hasta fascinados, de que no tuviera ninguna abuela o progenitor que pudiera contar con algunos ahorros olvidados.
—¿Cómo si no vas a hacerlo? —le había dicho un joven becario durante el almuerzo, mientras se comía una ensalada y Loa sacaba su tartera con la comida.
La única que lo comprendía era Danijela. Nunca hablaron de eso, pero tan pronto se conoció el asunto, notó que ella sabía mejor que nadie cómo era abrirse camino desde abajo sin ayuda.
El tiempo pasaba y lentamente la suma crecía.
A menudo entraba en la cuenta del banco para verificar que el dinero aún estaba allí.
Cuando se estaba aproximando a la meta, comenzó a visitar pisos. Imitaba cuidadosamente a otros compradores, golpeaba las paredes y miraba interesado las campanas extractoras de la cocina. A menudo, otros potenciales compradores iban allí con sus padres. Él iba solo y nunca se atrevía a hablar con el agente inmobiliario. En lugar de eso, trataba de estar cerca y escuchar las preguntas que hacían los demás, algo muy alejado de su profesión de periodista, en la que podía preguntar lo que fuera, a quien fuera, cuando fuera.
Al mismo tiempo que el sueño del apartamento propio se convertía en realidad, su madre comenzó a llamarle con más regularidad. Siempre preguntaba lo mismo: cuánto dinero había ahorrado.
Loa respondía con sinceridad para luego desviar la charla hacia otro tema.
Miraba el resumen de su cuenta en la web del banco. Las cifras mostraban una suma abultada con una multitud de ceros uno después del otro. Casi no podía creer que fuera verdad. La idea de tener una casa, de poder comprar algo, le parecía alucinante.
Después de dos meses más de nerviosas visitas y negociaciones dramáticas, el apartamento finalmente fue suyo. Tres metros hasta el techo. Un artefacto de calefacción de cerámica. Vistas al parque. Demasiado pequeño, pero absolutamente maravilloso.
De camino al notario, a unos cien metros de la agencia inmobiliaria, llamó su madre. En cuanto la saludó, ella comenzó a inventarse una historia.
Era sobre una deuda de juego. Necesitaba pagar cierta suma de dinero a alguien o de lo contrario algo podía salir mal. No, no le quería decir a quién. Si él pudiera prestarle el dinero, todo volvería a estar en orden. Y seguramente se lo devolvería pronto.
La furia le quemaba el cuerpo. Logró ponerse firme y respondió con un tajante “no” antes de cortar la llamada. No podía estropearle aquello.
También aquello no.
Cuando volvió a meterse el móvil en el bolsillo llovieron los mensajes.
¿Cómo puedes ser tan egoísta?
Piensa en todo lo que he hecho por ti.
Pasaban coches, autobuses y ciclistas, pero Loa se quedó allí inmóvil mirando la pantalla, donde comenzaron a llover los insultos. El lazo invisible que lo sujetaba alrededor del cuello se ajustaba más.
Levantó la mirada y vio pasar a una madre joven que empujaba un cochecito por la acera. Los pasos temerosos y la forma ferviente de sujetar el manillar delataban que quizás era uno de los primeros paseos fuera de casa después del nacimiento. Ella y su bebé se encontraban juntos con el mundo.
Cuando el teléfono volvió a sonar, se obligó a responder para evitar aumentar la tensión. Sabía que su madre mentía. Pero no importaba. Excepto a ella, no tenía a nadie.
—Lo resolveré —dijo él.
Colgó y se dio media vuelta, fue hacia la sucursal del banco a unos cien metros de allí y sacó el dinero. Decidió quedarse con 100.000 coronas. Nunca se atrevería a reclamárselas. Incluso ella tenía un límite.
Cuando llamó al agente para decirle que ya no quería comprar el apartamento, vislumbró en su mente las molduras de estuco y los profundos ventanales como un recordatorio de lo que había perdido.
Su madre nunca se lo agradeció. Después de seis meses, Loa dejó de reclamarle el dinero porque ella se enfadaba cada vez que mencionaba el tema. Nunca lo recuperaría.
La desilusión era más fuerte que la ira que tendría que haber sentido.
Con el dinero que le quedó pagó un contrato de alquiler en negro a un agente que su propio periódico había investigado hacía varios años.
Se sintió mal cuando firmó el contrato y aún peor cuando se mudó. Ministros que él había investigado se habían declarado culpables por delitos menores que ese y, aun así, habían perdido su trabajo. Era un alivio dejar de mudarse, pero el apartamento debía haber sido de otra persona, alguien honesto que figurara en la lista de espera.
El último año no había sido de ayuda, con todas esas horas en las que se quedaba sentado mirando al vacío. La angustia cubría las paredes y parecía que cada día que pasaba el apartamento se encogía aún más. Loa volvió a cerrar la tapa del ordenador y abrió la ventana por la que se traslucía la lluvia. Necesitaba aire.
Cuando se despertó después de la siesta, la imagen del avión estrellado fue lo primero que apareció en su mente. Estaba obligado a hacer lo que Sigge le había pedido, antes de que otro lo hiciera primero o antes de que él mismo se arrepintiera.
Se echó otra vez sobre la cama y dejó que entrara el aire fresco en la habitación, suspiró profundamente y volvió a abrir el ordenador. El icono en la esquina inferior mostraba que tenía más de mil setecientos correos sin leer. El dolor de cabeza regresó. Ignoró la bandeja de entrada y abrió, en cambio, una nueva pestaña en el navegador para registrarse en el archivo del periódico. Allí estaba almacenado todo lo que se había publicado desde que el archivo se digitalizara a mediados de los años noventa.
Tecleó la fecha de cuando la noticia apareció en el periódico al día siguiente: el 17 de diciembre de 2000. Luego presionó Enter y vio cómo se cargaba el texto. Además de algunas páginas que revelaban el último drama de “Expedición Robinson”, una de crucigramas y de horarios de televisión, el resto del número especial del periódico estaba dedicado al accidente de avión en Medborgarplatsen. Loa cargó la portada en la pantalla. Allí se leía el artículo principal. Diez periodistas habían trabajado en la historia y Sigge era uno de ellos.
A las 15.32 hora local, el avión de pasajeros modelo MD-87 despegó de Helsinki con destino al aeropuerto Arlanda. El ambiente a bordo era el habitual en este tipo de vuelos. Una mezcla de hombres solos en viaje de negocios, familias y grupos de amigos. Las tres azafatas casi no habían terminado de pasar el carrito por el estrecho pasillo para servir las bebidas cuando ya era hora de que todos se abrocharan otra vez los cinturones.
Era el último vuelo del capitán Göran Sjöwall y el copiloto Olof Alfredsson antes de las vacaciones de Navidad. El día de trabajo había comenzado a las cuatro y media de la mañana y debía terminar tan pronto como el avión estuviera aparcado en la puerta de desembarque.
Cuando el avión inició su aproximación, el controlador aéreo dio la orden que inició la catastrófica cadena de acontecimientos. Una fuerte nevada había caído sobre la pista de Arlanda. Por el momento, no podía aterrizar ningún avión y se le ordenó permanecer en el aire. Mientras en la pista comenzaron los frenéticos trabajos para quitar la nieve, el MD-87 se dirigió al norte, hacia Täby Galopp, a 1230 metros de altitud, a 31 kilómetros de Arlanda y a 18 kilómetros de Medborgarplatsen. Allí el avión comenzó a volar 90 segundos hacia un punto, para luego dar la vuelta y volar otros 90 segundos de regreso.
Los pilotos se mantuvieron así durante 40 minutos, en espera de recibir el visto bueno para aterrizar. Otros aviones que también recibieron la orden de retrasar el aterrizaje se movían en el aire sobre otros lugares del área metropolitana de Estocolmo. Algunos desistieron de la idea de aterrizar en Arlanda y volaron hacia el sur, al aeropuerto de Skavsta, cerca de Nyköping.
Era una rutina muy común, un sábado normal una semana antes de Navidad.
Hasta que dejó de serlo.
En la segunda página del periódico se publicaron las fotos de pasaporte del capitán y del copiloto.
¿FUE UN ERROR DE LOS PILOTOS LA CAUSA DEL ACCIDENTE?
Los ojos de Loa observaban el duro titular. No era suficiente para los familiares haber perdido a sus seres queridos. Incluso debían tolerar que fueran los causantes del siniestro.
Göran Sjöwall, de 59 años, de Gottröra, había trabajado para la empresa durante veinte años, y sus colegas y amigos lo describían como alguien amable y de fiar, pero se insinuaba entre líneas que tenía sobrepeso, problemas para dormir y ansiaba la jubilación. Olof Alfredsson tenía 24 años y un año de experiencia de vuelo. Un experto en aviación intervino en forma anónima en el texto y consideró que ambos eran una combinación que dio como resultado una pesadilla. “Posiblemente los dos estaban agotados y sus mentes ya estaban en tierra. Cuando uno de los pilotos es tan poco experimentado debe confiar en el otro. Pero este ni siquiera se atrevía a confiar en sí mismo”.
A juzgar por la comunicación entre la cabina y el controlador aéreo, Göran Sjöwall había cometido el peor de los errores. Antes del vuelo había cargado siete toneladas de combustible, las cuales, según el artículo, no eran suficientes. Un poco más abajo en el texto se barajaba la posibilidad de que la tripulación hubiera dado por sentado que alcanzaría, a pesar del tiempo extra que la nave se mantuvo en el aire. De lo contrario habrían dado la alarma acerca de la escasez de combustible y se les habría autorizado a aterrizar en Arlanda, a pesar de la nieve. El capitán y el copiloto se dieron cuenta demasiado tarde de que el combustible que quedaba se había congelado y era inservible.
Poco después, dejaron de funcionar los motores. La catástrofe era un hecho.
El hielo que se había formado en las ventanas de la cabina, combinado con la mala visión, hizo que los pilotos perdieran muy pronto el control de la situación. Sencillamente, no tenían idea de hacia dónde volar. Lo único que podían hacer era intentar causar el menor daño posible.
Algunos testigos vieron en Gamla Stan que el avión atravesaba las nubes por primera vez. Con los motores apagados, el silencio era increíble. Cuando Göran Sjöwall vio de pronto la ciudad comprendió lo que les esperaba.
Justo en ese momento se oyeron las palabras a través del ruido del intercomunicador: “Mayday, mayday, mayday”. Entonces el piloto exclamó resignado, fuera de todo protocolo: “Estamos perdidos”.
Solo unos pocos segundos después, el avión se estrelló en tierra a trescientos kilómetros por hora, justo en Medborgarhuset, y atravesó las secciones del edificio. La distancia de frenado habría sido mucho más larga si la construcción no hubiera estado allí. El avión se rompió en tres partes. La fachada de cristal de Söderhallarna explotó.
El estruendo del impacto se escuchó en toda la ciudad. Por su fuerza, era evidente que no se trataba de un derrumbe o un alud montañoso, sino de algo realmente terrible. Durante varios días quedó un olor denso a humo y a plástico quemado en toda la ciudad.
Según los pocos testimonios presenciales que hubo, las personas que estaban en tierra sintieron pánico durante los segundos previos a la caída, cuando el avión estaba justo sobre ellos.
Las condiciones eran execrables u óptimas, depende de cómo se las considerara.
El sol se había puesto a las tres. El área que rodeaba a Medborgarplatsen estaba sumida en una densa oscuridad que solo era interrumpida por los focos de luz amarilla de la calle, los autobuses, los coches y la iluminación de los restaurantes y bares. Sobre el suelo se acumulaban las capas de nieve mezclada con lluvia que había caído incansablemente durante todo el día.
Cerca de la pequeña pista de patinaje sobre hielo de la plaza, había dos puestos rojos de madera donde se vendían golosinas, bastones de caramelo, mitones tejidos a mano y cabras de paja con lazos rojos, siguiendo la tradición navideña sueca. Un poco más lejos estaban los puestos de comida rápida que servían gyros griego o salchichas con puré. En medio de la plaza había una veintena de árboles de Navidad cortados recientemente de los bosques de Sörmland, listos para ser llevados a casa.
Si el sol hubiera estado brillando, una enorme sombra habría cubierto el suelo y habría servido de augurio de lo que iba a ocurrir. Pero las personas en tierra no tuvieron ninguna advertencia. Un rápido movimiento por el rabillo del ojo y luego todo había terminado.
Las dos puertas de cristal que conducían al garaje subterráneo y todo lo que estaba en la plaza, además de las pistas de hielo, fueron arrasados. Cuatro altos postes de luz quedaron doblados sobre el asfalto. Por todas partes había árboles de Navidad desperdigados.
Murieron los 109 pasajeros del avión y diez personas en tierra. La cifra habría sido significativamente mayor si el tiempo no hubiera sido tan malo. Solo habían salido los que realmente tenían que hacerlo.
El periódico había entrevistado a unos pocos testigos.
El camarero Sebastián Moreno había hecho una pausa para fumar delante del restaurante Ming Garden y estaba apoyado contra la pared cuando el avión cayó delante de sus ojos. “Los gritos empezaron y terminaron inmediatamente. Fue algo increíble”, contó.
El taxista Kjell Laurén conducía lentamente por Götgatan con la esperanza de encontrar un cliente cuando vio cómo dos personas se tiraban delante de su vehículo y tuvo que girar el volante. Les pitó, pero pronto se dio cuenta de que habían corrido para salvar su vida. “Fue como si el cielo se hubiese puesto negro de pronto. Luego se desató el infierno”.
En el piso 18 de la Torre Söder en Fatbursparken, la joven madre Gabriella Voborny estaba limpiando su apartamento para la cena de Navidad cuando vio que algo brillante caía a tierra. “Creí que había explotado una ventana. Toda la casa tembló”, dijo.
El personal técnico de la empresa de aviación evitó hacer comentarios, pero el director general se refirió al factor humano y prometió elaborar un informe completo sobre la causa del accidente. La Comisión Estatal de Investigación de Accidentes inició de inmediato una investigación.
Loa clicó en la siguiente página, que tenía una enorme foto central del avión siniestrado posiblemente tomada desde el tejado de un edificio, pues se habían cancelado todos los vuelos del país. “LA CAJA NEGRA DARÁ MÁS REPUESTAS”, se leía en el titular.
El resto del periódico trató de captar desde diferentes perspectivas el sentimiento general de conmoción y el hecho de que el azar hubiese elegido quién vivía y quién moría. La última página tenía como título: “LOS ESTOCOLMENSES HONRAN A LAS VÍCTIMAS”. Según el artículo, cientos, quizás miles, de estocolmenses ya se habían reunido para encender velas y poner flores cerca del sitio del accidente.
En una gran foto en blanco y negro se veía a una mujer, una cabeza más alta que el resto de la gente, entre el grupo más cercano a las velas. Su rostro estaba desencajado por un gesto de dolor y parecía que había llorado. Loa se detuvo a mirarla. En el texto se entrevistaba a varias personas que contaban cómo habían dejado todo para mostrar su apoyo a las víctimas. Una mujer había conducido varias horas para poder poner una flor allí. “Vine hasta aquí tan pronto como pude. Es tan terrible. Me siento completamente destrozada”.
Las mismas palabras se repetían en todas partes.
El azar.
El factor humano.
Loa se inclinó hacia atrás en la cama y suspiró profundamente.
No sería un trabajo sencillo.
Danijela Mirković leyó el correo una vez más. A pesar de que Sigge Classon estaba a tres metros de ella, había preferido comunicarse por escrito. No era el único en la redacción que evitaba hablarle. La transición hacia la frialdad había ocurrido gradualmente después del “gran error”.
Al principio, todos se mostraban ansiosos de que las cosas volvieran a ser como antes. Después de tratar la crisis interna y externa, la dirección del periódico estuvo de acuerdo en que nada había ocurrido por un error de Danijela.
“La confianza no se verá afectada”, dijo el jefe de redacción.
Un mes después, Danijela fue reubicada. El cambio fue pequeño, pero suficiente para que sus preocupaciones se vieran confirmadas, independientemente de lo que dijeran los jefes.
Habían dictado sentencia.
Cuando Sigge le dio la información de que tenía nuevo horario de trabajo y una nueva tarea, no la miró ni una sola vez. Danijela notó también que le temblaban las piernas debajo del escritorio. Era consciente del daño que había causado, de modo que aceptó el cambio con absoluta calma.
En lugar de conservar el puesto de corresponsal, fue ubicada en la redacción de noticias. Danijela soportó el dolor y se dirigió a su nuevo puesto de trabajo con la cabeza alta. Pronto se hizo evidente que su dignidad era muy superior a sus tareas. Ni siquiera podía escribir los artículos que Sigge consideraba que serían los más leídos. En lugar de eso, debía encargarse de un nivel intermedio. Cubría conferencias de prensa tradicionales con ministros de finanzas, escribía sobre dulces navideños o sobre la última residencia de algún miembro de la realeza. Estaba absolutamente descartado que ella pudiera aportar ideas propias a los artículos o las reseñas. En un principio intentó publicar artículos propios, pero después de un tiempo, las repetidas negativas de Sigge y de otros jefes le demostraron que ni siquiera debía intentarlo. Ya no la escuchaban.
Cuando las fuentes que había cultivado y cuidado durante mucho tiempo se comunicaban con ella para darle pistas desde el interior del Gobierno o de la policía, respondía con evasivas, o que estaba de vacaciones y los llamaría después. Pasado un tiempo, ellos también dejaron de llamarla.
Era difícil señalar el momento concreto en el que cambió su estatus.
De estrella a paria.
Lentamente fueron disminuyendo los saludos de sus colegas y los artículos con su firma se hicieron cada vez menos habituales. Ciertamente, ella era responsable de sus propios actos. Había hecho lo que había hecho, no podría borrarlo de la historia. Y Loa había terminado en una pesadilla. Dicho lo cual, Danijela no era la única persona que estaba implicada en una noticia. En un periódico se trabaja en equipo. Todos los roles son importantes, todos los esfuerzos son significativos. Todo debe ser justo. Y lo más pronto posible. Pero cuando algo sale mal, es muy fácil señalar un único chivo expiatorio.
En este caso fue Danijela.
No podía contar cuántos mensajes con la palabra “perdón” le había enviado a Loa. Cuántas veces intentó llamarlo. La única respuesta que recibió fue el silencio. Finalmente se rindió.
Renunciar al periódico era impensable por dos motivos. Su reputación destrozada en el ambiente de la prensa le habría impedido encontrar un nuevo trabajo como periodista. Además, debía pagar la hipoteca de su apartamento de Valhallavägen. Aunque se trataba del piso de dos dormitorios más barato de Östermalm cuando lo compró, no era gratis. No tenía otra opción más que aguantarse.
Danijela vio por el rabillo del ojo que Sigge estaba hablando con un periodista un poco más lejos. Su voz forzada revelaba que se había dado cuenta de que ella acababa de recibir la información de su escueto correo.
Tema: Publicación de hoy
Haz la encuesta. Pregunta si la gente tiene miedo a una nueva crisis económica en relación con la situación inestable del mundo. Ve a la Estación Central para encontrar gente de todo el país. Por desgracia, todos los fotógrafos están ocupados, así que debes tomar fotos con tu teléfono.
A propósito, he estado con Loa. Parecía vulnerable. Deberías llamarlo.
S.
El regreso de Loa a la redacción la había desconcentrado. Había corrido el rumor durante un tiempo de que iba a regresar, pero igualmente se sorprendió al verlo. Estaba más delgado y pálido. Posiblemente con resaca. Evidentemente, la había esquivado en la redacción para no tener que saludarla. Eso era lo que más le dolía.
La sensación desapareció con la furia que sintió por el correo en la pantalla.
Maldito Sigge. Le había pedido que hiciese la encuesta del día. El trabajo más básico del periodismo, según algunos. “Un trabajo para un becario de veinte años”, pensó Danijela.
Vio a otros periodistas sentados en los sillones. Justo cuando iba a levantarse para reunirse con sus colegas, Sigge se detuvo delante de ella. Ni siquiera intentó sonreír.
—No es necesario que asistas a la reunión.
—¿No?
—Pensábamos hablar sobre las elecciones. Estaría bien que la encuesta estuviera lista en unas horas. No olvides conseguir a una celebridad.
Danijela había cubierto tres elecciones presidenciales en los Estados Unidos, pero ahora claramente ni siquiera estaba invitada a la reunión. La celebridad a la que se refería Sigge era el famoso que siempre aparecía en la quinta posición de la encuesta. Danijela examinó la edición en papel de ese día y vio la entrevista a una anciana actriz de telenovelas de los años noventa. Por lo tanto, no podía volver a llamarla. A la pregunta de cómo se las arreglaba durante el mes más duro económicamente del año, la actriz había respondido: “¿Más duro? No existe, al menos para mí”.
Danijela se sobrecogió con la respuesta. Se colocó los auriculares en los oídos y puso en Spotify la canción “Tuvo, Nesreco” del grupo balcánico Crvena Jabukas. Era la canción favorita de su padre, Josip, y siempre la tranquilizaba. El suave sintetizador la hacía transportarse a las montañas ondulantes de la Croacia de su infancia y se daba cuenta de que en realidad su nueva existencia ofrecía un resquicio de esperanza, algo que nunca admitiría ante nadie.
Con su nuevo puesto llegaron también nuevos horarios de trabajo. En lugar de disponer de su tiempo como quisiera, debía quedarse en la redacción desde las seis de la mañana hasta las cuatro de la tarde. También tenía que trabajar cinco días seguidos y librar otros cinco. Como en una fábrica.
Cuando, contra su voluntad, comenzó a trabajar en el nuevo horario, pronto notó que le gustaba. Era como si su cuerpo comenzara a recordar ciertas cosas.
Las rutinas estrictas y la sensación de que seguía un horario le recordaban los veranos de su adolescencia, cuando la enviaban a los campamentos de trabajo de Yugoslavia.
Casi todas las ciudades de la exrepública estaban representadas por sus famosas brigadas, donde participaban igual cantidad de chicos que de chicas. La mayoría tenía entre quince y treinta años. Todos eran voluntarios, pero a quienes participaban se les facilitaba el acceso a un trabajo mejor o directamente a un puesto dentro del partido comunista. Cada año, una ciudad era elegida anfitriona y el trabajo se concentraba en mejorar lo que fuera necesario: carreteras, canales, vías de tren.
Cada día seguía la misma pauta.
Justo después de despertar, a las cinco de la mañana, se izaba la bandera y todos cantaban el himno nacional. Luego, seguían seis horas de trabajo que era evaluado y calificado. El resultado se presentaba en un enorme tablero al final de cada día, y después de un mes de trabajo se nombraba a la mejor brigada. El grupo de Danijela ganó el primer año que ella participó.
Por las noches, organizaban espectáculos conjuntos donde los jóvenes alternaban canciones, baile y piezas de teatro para honrar al líder Tito. A las diez de la noche, una trompeta indicaba que era hora de dormir.
El ambiente casi militar y la estricta disciplina eran algo muy diferente a la vida en Suecia. Pero Danijela disfrutaba de las amistades, de los enamoramientos y el sentimiento de estar haciendo algo significativo.
Cuando sonaba la alarma a las cinco de la mañana, treinta y cinco años después, Danijela no se enfadaba. Se levantaba a la misma hora que en aquel momento y se duchaba durante un minuto exacto para empapar con agua helada su cuerpo de cincuenta años. Después del baño, volvía a la habitación y se ponía la ropa que había dejado lista la noche anterior. Cuando se abrochaba los pantalones y la blusa, se sentía como un bombero que se preparaba para una misión. Quince minutos antes de las seis, subía a un taxi y poco después ya estaba en la redacción.
Así llevaba haciéndolo durante casi un año.
Danijela sonreía para sí misma cuando pensaba que todos sus colegas de la redacción creían que odiaba el horario del trabajo. Sin duda, los dejaría seguir creyendo que era así.
Sacó un bálsamo labial de su bolso Fendi, con motivos negros y beis, que había colocado delante de ella en el escritorio. La pertenencia más preciada de Danijela aún estaba mojada por la lluvia torrencial que la había sorprendido yendo al trabajo, a pesar de que solo había estado fuera menos de un minuto. Se aplicó con cuidado una delgada capa de protector en los labios resecos mientras miraba los premios que le otorgaron en 2014 y 2016. Reconocimientos que no había obtenido desde hacía bastante tiempo.
Observó la fotografía enmarcada de Anton. Danijela era la única en la redacción que ignoraba la prohibición de tener objetos personajes en el lugar de trabajo, y nadie se atrevía a comunicarle que estaba quebrantando una regla. Su hijo sonreía a la cámara, con un jersey rojo de Mickey Mouse, peinado con raya en medio y exhibiendo un enorme espacio entre los dientes delanteros. Había crecido muy deprisa. Se había mudado al otro extremo del mundo y la había dejado allí, sola. No estaba segura si volvería alguna vez.
—Loa lo hará. —La voz de Sigge irrumpió en la redacción y Danijela pausó la música.
¿Qué haría Loa? Se quedó en silencio y aguzó el oído para poder comprender lo que decía. Si giraba la cabeza y demostraba que estaba escuchando, corría el riesgo de que la conversación terminara. Podía ver por el rabillo del ojo que el jefe de redacción estaba de pie frente a Sigge.
—Sí, lo puede hacer —dijo Sigge—. Creo que debemos prepararnos desde ahora. Hay muchas más historias que no se han contado.
El jefe de redacción respondió con un murmullo bajo antes de alejarse y seguir su camino. El tono y la distancia denotaban que había desacuerdo sobre el tema. Lo que iba a hacer Loa era un asunto delicado. Danijela cogió un bolígrafo del escritorio y comenzó a girarlo entre los dedos para poder pensar. No podía preguntarle a Sigge, pero vigilaba a sus espaldas.
Danijela abrió el sistema de planificación de la redacción donde se registraban cuidadosamente todos los artículos y reportajes preparados, inspeccionó fecha por fecha. La mayoría controlaba solo la pantalla de la semana siguiente. Pero si buscaba por nombre podía ver la actividad de Sigge en el sistema antes de que él mismo eligiera lo que podía estar visible para el resto de la redacción. Los dedos de Danijela volaban por el teclado. Emergieron una serie de ventanas en la pantalla y pronto encontró la que buscaba.
“Accidente de Medborgarplatsen. Veinte años”.
Sigge tal vez ni siquiera sospechaba que su planificación estaba disponible para quien quisiera leerla, pero no era su función comunicárselo.
Loa escribiría sobre el accidente. Eso explicaba por qué el jefe de redacción estaba tan enfadado. Posiblemente considerara que era algo irresponsable considerando la situación de Loa.
Pero ¿cómo pudo haber pasado tanto tiempo? Danijela lo buscó en Google y recibió la respuesta en pocos segundos. En diciembre se cumplirían veinte años.
La encuesta podía esperar. En esa época había muy poca gente en la Estación Central.
Puso la música otra vez y comenzó a leer, absorta en los detalles sobre los pilotos, las partes del avión y el pánico, hasta que se dio cuenta de que Sigge estaba delante de ella. O, mejor dicho, que balanceaba su barriga delante de su rostro. Notó que había pasado una hora. Miró hacia arriba y vio que su boca se movía, pero era imposible oírlo sobre la música. Presionó en el botón de Stop haciendo un gesto evidente y se quitó los auriculares de los oídos, lentamente.
—Perdón —dijo.
—Vale, te estaba diciendo que no encuentro la encuesta en el sistema.
Su tono era de frialdad. Obviamente, sabía que ella no había salido de la redacción.
—Aún no hay nadie en la Estación Central. Es una pérdida de tiempo ir allí ahora —respondió ella.
—Haz lo que quieras. Pero la quiero tener cuanto antes.
Danijela no tuvo tiempo de responder antes de que él se alejara, y ya no tenía energías siquiera para estar enfadada.
“¿Cuanto antes?”
Era inútil discutir. Cogió su abrigo de Ida Sjöstedt, su teléfono y salió deprisa de la redacción para cumplir con el deseo de Sigge.
A simple vista, la encuesta de la última página del periódico parecía un trabajo simple. Pero era complicado. Había que atenerse a varias reglas: además de la celebridad, era deseable que las otras cuatro personas representaran una mezcla de las diversas regiones geográficas, edades y géneros. Debían desarrollar sus respuestas más allá de un sí o un no y tener diferentes opiniones. Ningún periodista podía regresar a la redacción sin completar esos criterios.
Mientras Danijela caminaba hacia la Estación Central protegida por su paraguas, decidió ignorar todas esas reglas. No tenía ganas de disuadir y adular a la gente para que adoptara una posición.
Llegó al edificio de la estación y se dirigió al primer grupo de adolescentes que estaban reunidos en un rincón junto a una tienda de jabones. Danijela sintió jaqueca solo de ver el logotipo de la empresa.
Los cuatro jóvenes inseguros aceptaron participar después de mucho dudar porque no tenían alternativa.
Todos respondieron lo mismo: “No, no tenemos miedo de una crisis económica”. Tuvo suerte. Dos de ellos tenían dieciocho años, mientras que los otros dos habían cumplido los diecinueve. Eran la variedad apropiada para representar la extensión geográfica. Uno era de Täby, dos de Sollentuna y uno de Rissne.
Danijela anotó sus nombres y fotografió sus rostros con el teléfono sin verificar si las imágenes habían salido nítidas. Luego regresó a la redacción. Aún quedaba un problema, pero sabía cómo resolverlo. En el ascensor llamó a un antiguo contacto de las oficinas del Gobierno que había llegado a ser jefe de prensa. Después algunas negociaciones, consiguió la respuesta del mismísimo primer ministro.
—Sigo con cuidado el desarrollo de los acontecimientos, pero en este momento nadie debe estar preocupado.
Cuando Danijela subió la encuesta a la plataforma de publicación contó el tiempo que quedaba para irse a casa.
Loa se quitó unos copos de nieve que le habían caído sobre los hombros y cerró la pesada puerta de la entrada principal a los grandes almacenes de la Nordiska Kompaniet, o NK.
Las cuatro plantas abiertas se elevaban sobre él a una altura vertiginosa. La enormidad del centro comercial siempre le hacía sentir cierta inseguridad. Creía que el lenguaje corporal lleno de escepticismo de los empleados le estaba comunicando que allí no era bienvenido, que no era lo suficientemente elegante.
Eran exactamente las cinco de la tarde y las farolas ya llevaban encendidas varias horas. A través del patio central iluminado avanzaba una fila de niños junto con un adulto que esperaban a Santa Claus. Los brazos cortos se unían a los largos y parecían formas dibujadas con palillos. A un lado de la escalera estaba él, sobre un sillón rojo elevado esperando la lista de deseos de los niños. Deslumbraba su clásico traje lapón de color rojo, de enormes muñequeras, y una barba blanca tan densa que evocaba al Santa Claus de una costosa superproducción hollywoodense.
Era muy diferente al aspecto del padre de Loa durante la Navidad. Su traje estaba formado por los mismos tejanos y el mismo jersey que había llevado durante la cena, la única diferencia era la máscara de Santa Claus en tonos rosa porcino, que delataba una extraña forma de respirar.
Loa pasó delante de la fila y se detuvo en las escaleras mecánicas para subir a los pisos superiores. Por una vez se quedó inmóvil. En el tercer piso entró en una tienda con marcas suecas de diseño.
Sonaba “Noche de paz” por los altavoces cuando cogió una camisa azul oscuro que estaba en el mostrador delante de él. Luego lo que recordaría más claramente sería el color de esa camisa. El tono se asemejaba al mar abierto, cuyo brillo y profundidad quedaban resaltados por seis botones blancos. Deshizo la cuidadosa forma en la estaba doblada para mirar el precio. La camisa era demasiado cara, pero valía la pena comprarse algo bonito para celebrar que había descubierto una conversación sexual entre un político demócrata cristiano de alto rango con un joven militante. La primicia que había investigado durante semanas era el centro de todos los sitios de noticias en ese momento.
Loa miró alrededor de la tienda. En la parte trasera vio a una mujer con un cochecito que elegía trajes. Describía cómo eran mientras iba pasando las perchas con las manos. Cuando se dio la vuelta, Loa entendió por qué lo hacía: llevaba un par de AirPods en los oídos. Frente a ella, un chico miraba metódicamente las camisetas blancas y negras. Cuando se inclinó hacia delante sobre las prendas curvó el cuello como un arco. Parecía que su cuerpo había crecido tanto que ya no podía controlarlo.
Más cerca de Loa, un hombre bajo de cabello gris se probaba gorras junto con su esposa de igual estatura. Era conmovedor ver cómo el hombre giraba la prenda sobre su cabeza y buscaba la aprobación de su esposa. En el mostrador, a varios metros de allí, había una chica que no podía tener más de veinte años; llevaba una camisa blanca de un material rígido y opaco. Quizás estaba obligada a vestirse así, para estar alineada con la sobria imagen de la tienda. Los largos rizos rubios que caían sobre sus hombros indicaban tal vez que habría preferido un atuendo más brillante y colorido. Estaba completamente absorta en el ordenador plateado y no se percataba de la presencia de Loa ni de los otros clientes.
Cuando el rostro de la chica se estremeció, Loa sintió el estruendo. Se dio la vuelta e intentó comprender qué ocurría. ¿Venía de uno de los edificios de la calle Hamngatan? ¿O había sido un choque?
El ruido regresó como una serie de descargas fuertes y rápidas.
Cuando Loa vio los ojos brillantes de la vendedora comprendió que algo iba mal, muy mal. Se quedó sin aliento.
El bramido provenía de una ametralladora.
En los confines de su horizonte visual, se movían las sombras de quienes habían comenzado a correr.
La gente huía, pero él no.
Durante toda su vida siempre había sido el más veloz, el primero en llegar a la meta, siempre un metro por delante de todos. Ahora se había quedado allí, inmóvil sobre sus pies como una estatua de cemento.
Comenzó a sonar la música.
“Noche de paz, noche de amor. Todo duerme en derredor. Entre los astros que esparcen su luz, brilla anunciando al niño Jesús. Brilla la estrella de paz. Brilla la estrella de paz”.
El vino blanco y barato que Loa nunca admitiría haber tomado había dejado de saber amargo. Se quedó sentado en la cama de su apartamento, echó la cabeza hacia atrás y vació la cuarta copa directamente en el paladar.
Había tomado la cantidad perfecta de alcohol. La pesadez en el pecho se había aligerado y sus pensamientos se habían vuelto ágiles y creativos. Continuaba leyendo todo lo que encontraba sobre la catástrofe aérea. Además de los propios textos del periódico, recorrió el gran archivo mediático, donde se encontraban recopilados varios artículos de prensa.
Dos días después del accidente, la atención cambió de los pilotos a las víctimas mortales y a los supervivientes. Los medios comenzaron a rastrear a los familiares de quienes se encontraban a bordo del avión. El periódico vespertino de la competencia publicó la lista completa de pasajeros del vuelo FL2056.
Loa no tenía que abrir la publicación para ver cómo era. Lo recordaba bien.
Las palabras se habían grabado en su interior en su infancia, mientras observaba el extraño mundo de los adultos y veía el papel amarillo con grandes letras negras. Había ido a la tienda a comprar comida para no tener que estar solo en casa con su padre.
LOS NOMBRES: TODOS LOS MUERTOS DEL AVIÓN
El periódico había sido muy criticado por publicarlos. Sobre todo, se consideraba profundamente inmoral publicar los nombres de esa manera. Pocos familiares habían podido o querido dar su consentimiento. El jefe de redacción de ese momento fue a todos los programas de radio y televisión para alegar por qué el supuesto interés general le había hecho enfrentarse al sufrimiento de las familias. Además, la lista había sido difundida de manera extraoficial, posiblemente se había filtrado desde la aerolínea. El jefe de redacción no se alegró cuando anunciaron que fue el número más vendido del periódico en muchos años. Obviamente, no era ninguna casualidad que el interés general coincidiera con la venta de ediciones especiales. El récord duró nueve meses, hasta el número que se publicó al día siguiente del ataque terrorista en Nueva York.
Pero el mayor problema de la lista de pasajeros era algo completamente diferente. No era correcta.
Los nombres no coincidían con quienes realmente habían estado a bordo del avión. Las diferencias eran mínimas, pero implicaba que cinco personas vivas habían sido declaradas muertas por el periódico.
Por pura curiosidad, Loa descargó el PDF de la edición. El título era similar al de la portada y la primera página: “TODOS LOS FALLECIDOS DEL ACCIDENTE DE AVIÓN”.
Loa tenía frente a sus ojos la larga lista de nombres, incluidas las personas que habían sido dadas por muertas. En ese momento aún se podían solicitar y publicar las fotos de pasaporte de los ciudadanos suecos. En blanco y negro, los rostros serios lo miraban desde la pantalla. En varios lugares, cuatro o cinco personas tenían el mismo apellido. Toda una familia había desaparecido de una vez. Casi veinte años después, la publicación parecía de mal gusto. La pregunta era si en la actualidad las cosas serían mejores. Hoy posiblemente se habría filtrado la misma información a través de las cuentas privadas en redes sociales.
Loa examinó cada día del archivo. Volvió a servir un poco de vino en su copa.
Al día siguiente se corrigió uno de los errores, al menos en el periódico de Loa.
TIM PERDIÓ EL AVIÓN POR UN MINUTO
Tim Johannesson miraba la lente de la cámara con rostro serio. En el artículo relató que el taxi del hotel se retrasó cuando iba de camino al aeropuerto de Helsinki. Atravesó corriendo toda la terminal, pero justo delante de la puerta de embarque las azafatas le impidieron acceder al avión. Tim se puso furioso, y según su propia declaración, gritó durante varios minutos hasta que se tranquilizó y compró un nuevo billete para un vuelo que saldría tres horas después. Se dispuso a hojear con calma y tranquilidad unas revistas que encontró allí, hasta que vio uno de los televisores.
Mostraba imágenes de un avión siniestrado en medio de Medborgarplatsen. Cuando vio los rostros pálidos del personal que se encontraba en la puerta de embarque, lo comprendió. Era el avión que él iba a coger.
“Fue como si hubiera jugado a la ruleta rusa y la bala hubiera pasado a unos pocos milímetros de mi cabeza” contaba en el artículo.
Regresó a Estocolmo en ferry.
Las coincidencias lo habían decidido.
“Las coincidencias”. La frase parecía salirse de la página. Loa se puso las gafas.
Según el motor de búsqueda, Tim Johannesson tenía 46 años y vivía en Bromma con una mujer con quien compartía el apellido. El nombre de Tim Johannesson le sonaba vagamente. Tras un par de clics pronto pudo recordar quién era.
Después de evadir a la muerte, se había convertido en un realizador de documentales relativamente exitoso, con varios premios en su haber. Uno de los más famosos indagaba la nueva forma de considerar a ciertos productores musicales después del escándalo de MeToo de hacía algunos años.
Los ojos de Loa repasaron la lista de títulos de su filmografía.
Un documental estrenado en 2006 se llamaba Superviviente. Loa leyó la descripción. Trataba sobre el accidente de Medborgarplatsen, cómo Tim había podido sortear a la muerte y lo difícil que había sido para él evitar los pensamientos sobre su propio destino después de haber perdido el avión. Mostraba también a una mujer llamada Annika Nieminen, que fue rescatada por alguien justo cuando el avión iba a embestirla. Por primera vez conocería a la mujer que le salvó la vida.
Loa encontró un enlace del documental que salió en la Televisión Nacional y clicó para verlo, pero apareció una página donde se leía un mensaje de error: “El vídeo no se encuentra disponible en ese momento”.
—Mierda —maldijo Loa en voz baja.
Después de otro intento de búsqueda entre sitios falsos de streaming y en YouTube, se dio cuenta de que el documental ya no estaba disponible.
La borrachera de su cuerpo y la oscuridad exterior le hicieron creer que ya era de noche, pero el reloj en la esquina derecha del ordenador no marcaba más de las cinco.
Entonces, aún quedaba una alternativa.