Un verano perdido - Victor Pavic Lundberg - E-Book

Un verano perdido E-Book

Victor Pavic Lundberg

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Beschreibung

Es verano en Estocolmo y hace pocas horas que el periodista Loa Bergman ha comenzado por fin sus merecidas vacaciones. En ese momento suena su móvil. Es su jefe y le pide cubrir un caso urgente. Una joven ha desaparecido en Mariestad, y Loa se ve obligado a cancelar sus planes. Debe volver a su ciudad natal para reportar, pero el caso lo arrastra mucho más allá, mientras los límites entre su profesión y la investigación policíaca se hacen cada vez más difusos y peligrosos.   Loa recorre las calles de su infancia y se siente un extranjero en su propia ciudad. Al mismo tiempo, Danijela Mirković, su amiga y colega, ha sufrido un accidente y está hospitalizada. Lo único que puede hacer es ayudarlo a investigar, y encuentra un caso similar en Mariestad, que lleva más de treinta años sin resolverse. Descubre detalles que han pasado totalmente desapercibidos para la policía y comienza a sospechar que ambas desapariciones están relacionadas de manera aterradora.

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Seitenzahl: 568

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Un verano perdido

Victor Pavic Lundberg

Traducción: Julieta Brizzi

Título original: En förlorad sommar

Edición original: Albert Bonniers Förlag, Sweden Publicado en colaboración con Nordin Agency AB, Sweden

© 2023 Victor Pavic Lundberg

© 2023 Albert Bonniers Förlag

© 2024 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2024 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-19767-29-5

Un verano perdido es un relato ficticio con personajes inventados. Por lo tanto, el autor se ha tomado ciertas licencias creativas en relación con los lugares y fenómenos de la realidad.

Para Ivan

Ínidice de contenidos

Portadilla

Legales

Cita

Dedicatoria

PARTE I. VIERNES

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

SÁBADO

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

ANTES

Capítulo 13

Capítulo 14

DOMINGO

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

ANTES

Capítulo 22

LUNES

Capítulo 23

ANTES

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

ANTES

Capítulo 27

ANTES

Capítulo 28

MARTES

Capítulo 29

ANTES

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

ANTES

Capítulo 33

MIÉRCOLES

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

ANTES

Capítulo 37

Capítulo 38

ANTES

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

PARTE II. VIERNES

Capítulo 42

Capítulo 43

ANTES

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

ANTES

SÁBADO

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

ANTES

Capítulo 54

Capítulo 55

DOMINGO

Capítulo 56

Capítulo 57

ANTES

Capítulo 58

Capítulo 59

ANTES

LUNES

Capítulo 60

ANTES

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

ANTES

Capítulo 64

ANTES

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

ANTES

Capítulo 69

MARTES

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

MIÉRCOLES

Capítulo 73

ANTES

JUEVES

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Epílogo

Si te ha gustado esta novela...

Victor Pavic

Manifiesto Motus

PARTE IVIERNES

Capítulo 1

Era el 2 de julio y en el aire flotaba un malestar inquietante. Esa noche, Danijela Mirković había vuelto a soñar con serpientes negras enroscadas y eso solo podía tener un significado.

Iba a ocurrir algo malo.

Se despertó bañada en sudor frío, salió de la cama enredada entre las sábanas húmedas y se quedó un momento mirando hacia Valhallavägen a través de la ventana entreabierta de su habitación. Trató de convencerse de que, a pesar de todo, sería un bello verano antes de poder volver a dormirse. Más tarde, al mediodía, mientras se daba prisa para cruzar la calle Kungsgatan, logró por primera vez en el día dejar de pensar en lo que podría ocurrir.

Llegó a dar tan solo dos pasos sobre la senda peatonal de Sveavägen y el semáforo peatonal se puso en rojo. Cuando se encendió la luz verde para los coches, levantó la palma de la mano hacia los automovilistas que hacían rugir los motores y esperaban impacientes a que ella pasara. “Si tocas el claxon, te saltaré sobre el capó”, pensó mientras alcanzaba con pasos rápidos la acera opuesta.

Danijela se apresuró más y levantó la mirada. Estocolmo estaba bañada por la luz anaranjada del atardecer. El cartel de neón del cine Rigoletto, que colgaba vertical sobre la fachada del edificio, parecía velado en la neblina. Durante las últimas semanas, se había instalado sobre Suecia un frente de altas presiones. O, mejor dicho, un “calor caribeño”, tal como lo había bautizado el jefe de Danijela, Sigge Classon, en el reportaje climático del día anterior. Si estuviera en Croacia, ella lo habría llamado “una simple ola de calor”. Al menos, el pavimento tenía el mismo aspecto que el de su país natal: brillante y pegajoso. En Suecia, nadie podía soportar una temperatura que superara los treinta grados. “Conoce a tu enemigo”, decía siempre papá Josip. Cuando hacía mucho calor, se quedaba en casa con las cortinas cerradas, acompañado por el zumbido de un ventilador de mesa. En Suecia, en cambio, en cuanto empezaba a brillar el sol, todos salían desesperados a broncearse y terminaban cubiertos por quemaduras desiguales de color rosa cerdo. No era extraño que la gente se sintiera desfallecer y se desmayara.

Los vaqueros negros se le habían pegado a las pantorrillas y a la ingle. Había salido de la redacción vestida con ropa demasiado abrigada, porque no tenían permitido usar pantalones cortos. Gracias a la primicia sobre el accidente de Medborgarplatsen que había publicado el invierno anterior, había recuperado su trabajo como periodista de investigación, un puesto que ni siquiera ella se atrevía a poner en peligro. “Dócil y amable” era ahora su lema, que intentaba cumplir lo mejor que podía.

Sus compañeros habían vuelto a saludarla, y a veces ella era tan amable con la investigadora Katarina Sundman que Sigge las observaba perplejo desde la mesa de redacción. Pero todo eso no le interesaba en lo más mínimo; lo más importante era que Loa Bergman la había perdonado.

Si lo tenía a él, no necesitaba a nadie más.

Danijela se secó el sudor que le perlaba la frente con el dorso de la mano y buscó el teléfono en el bolso Fendi blanco y negro. Llegaba veinte minutos tarde.

A algunos metros de allí, la esperaba su hijo Anton en un restaurante al aire libre de Humlegården. Ya había pasado media hora desde que le había enviado una foto de dos enormes y espumosas cervezas. No le preocupaba que su hijo la considerara como la última de sus opciones para ir a tomar algo. Sus amigos estaban en Gotland o en el mar Mediterráneo. Si George Brink, su exmarido y padre de Anton, no estuviera de viaje como corresponsal en la Costa Este estadounidense, seguro que lo habría invitado a él.

Hasta ayer ni siquiera sabía con exactitud qué día regresaría Anton a Suecia, después de un año en Australia. Durante todo ese tiempo, su relación se había resentido, y cada vez que contactaba con él, sentía que lo molestaba. Por eso, estaba preparada para que Anton cancelara el encuentro, pero la foto que le había enviado era la prueba de que realmente estaba allí.

Las vacaciones no podían comenzar mejor.

En el ascensor, mientras salía del edificio del periódico, bloqueó el contacto de Sigge en su teléfono. Si necesitaba algo, encontraría una alternativa para comunicarse con ella. Él normalmente no se tomaba tiempo libre; por eso, siempre existía el riesgo de que se inventara alguna tarea para Danijela, a pesar de que sabía que no le estaba permitido. Solo descansaba cuando el personal de recursos humanos se lo ordenaba. Aun así, se quedaba en su casa conectado al servidor de la redacción, listo para entrar en acción si ocurría algo. Seguía retrasando su jubilación.

El sol de la tarde le quemaba la nuca a Danijela. El calor le hacía pensar en todos los días libres que tenía por delante.

Como de costumbre, pasaría esas semanas en su apartamento de Östermalm. Durante la comida, nadie le preguntó qué haría. Todos daban por sentado que viajaba a Croacia cada verano. Existía la idea de que los inmigrantes volvían a su país cada vez que tenían la oportunidad para hacerlo. Estaba más allá de su comprensión el porqué de semejante idea. Ya no tenía ninguna conexión con ese lugar, y la decisión de no regresar a su país era aún más fuerte después de recibir el correo del remitente Moonlight. La fotografía del antiguo grupo de guerra era una sofisticada amenaza que insinuaba que alguien la estaba persiguiendo. No había recibido ningún correo nuevo en más de un año, pero la preocupación aún perduraba. ¿Era por eso por lo que soñaba con serpientes? ¿Porque el remitente desconocido estaba a punto de hacer una nueva jugada?

Danijela miró hacia El Hongo, el monumento que estaba en el centro de Stureplan, y caminó hacia la senda peatonal. Echó un vistazo rápido hacia la izquierda. La calle estaba vacía, excepto por un coche negro que avanzaba a toda velocidad hacia ella. El logotipo puntiagudo le resultaba conocido.

Un Tesla.

Debía de costar más de un millón de coronas y tenía unas cubiertas que daban vueltas, silenciosas, como ruletas. En el asiento del conductor, solo se distinguía una gorra blanca a través de los cristales polarizados.

Seguro que el conductor era un hombre joven y arrogante, pues no hizo ningún intento por disminuir la velocidad. Danijela se enfadó. Esa persona debía aprender el significado de la frase “la prioridad es del peatón”. Dio un paso hacia la calzada tan rápido como antes en Kungsgatan.

Le gustaba escuchar la ensordecedora frenada que sobrevenía cuando lograba demostrar quién era la que estaba al mando. Era su derecho inamovible.

Por el rabillo del ojo vio primero una sombra, luego se escuchó un estruendo y finalmente chillaron los frenos.

Sintió como si alguien le hubiera quitado el suelo debajo de los pies. Un dolor ardiente le recorrió el cuerpo.

Después, solo oscuridad, solo silencio.

Capítulo 2

Loa Bergman estaba sentado con las rodillas flexionadas sobre el amplio alféizar de la ventana y observaba Estocolmo. Nunca se acostumbraba a esa vista maravillosa. Sin tener que girar la cabeza podía ver, al mismo tiempo, la corona dorada del ayuntamiento y la torre de la catedral de Gamla Stan.

El cielo parecía un lecho de brasas.

Estaba cansado del calor. Durante la primera semana en la que hizo treinta grados, cada noche se daba un baño en el parque Tantolunden. En la segunda semana, dejó de cenar en la terraza y ahora, en la tercera, ya no salía de su casa.

A pesar de que su nuevo apartamento era diez veces más grande que el anterior, solo utilizaba una zona delimitada. Pasaba la mayor parte de tiempo en la biblioteca, entre los lomos de todos esos libros extraños. De esa forma, se sentía más seguro.

Después de haber apagado el ordenador y haberse despedido de todos los compañeros de la redacción, había cruzado la ciudad, su ciudad, hasta su casa. La noche de verano sería magnífica. Varios colegas celebrarían el comienzo de las vacaciones con una cerveza fría en un restaurante al aire libre. Loa no quiso acompañarlos. Se había excusado diciendo que tenía que hacer la maleta para su viaje a Skåne. Pasaría las próximas semanas en una pequeña granja de Kivik con un montón de ediciones de bolsillo como única compañía.

Pero no había sido del todo sincero.

La verdad era que no sabía si podría resistir la tentación de beber alcohol. Había pasado doce semanas en una clínica de rehabilitación en medio de los densos bosques de Bergslagen. Allí había aprendido que la clave para terminar con la enfermedad era evitar las situaciones donde el riesgo de recaer fuera demasiado grande. Sentarse ante las intensas miradas de sus colegas y decirle al camarero “Una Coca-Cola, por favor” podía ser una de esas situaciones. Otra era observar las copas llenas y ver cómo las bocas sedientas vaciaban el contenido, mientras escuchaba conversaciones cada vez más incoherentes.

En lugar de presenciar eso, prefirió quedarse solo y beber un té inglés con limón. Había adoptado esa costumbre la misma noche que se mudó al apartamento de Mariaberget. Era un homenaje a su amigo, Henry Mountbatten, que se lo había dejado en herencia. Danijela era la única que sabía que Loa era ahora el propietario, porque había estado con él durante el trámite de la herencia. A los demás les decía que lo estaba cuidando “por un tiempo largo”. Ni siquiera su madre sabía que se había mudado. Aun así, ella nunca iría a visitarlo, y era muy conveniente que no supiera que su hijo tenía un apartamento valorado en más de cuarenta millones de coronas, considerando lo que había hecho hacía un tiempo con sus ahorros. Cuando mantenían una videollamada, Loa siempre se sentaba de espaldas a una pared blanca, para que ella no se diera cuenta de nada. Gracias a una serie de amenazas que recibió por correo electrónico a causa de una publicación controvertida que había hecho, logró que la compañía aseguradora del periódico protegiera los datos de su dirección.

Los objetos de Henry Mountbatten estaban embalados en cientos de cajas de cartón bien ordenadas en el comedor, una de las habitaciones que Loa evitaba. Durante un fin de semana, Danijela lo había ayudado a guardar las pertenencias del viejo diplomático para que Loa pudiera sentir que el apartamento era suyo. La energía, el aroma y la presencia de Henry aún permanecían en la casa, y probablemente llevaría un tiempo aclimatarse. A menudo, Loa intentaba imaginar lo que habría ocurrido en ese lugar. Las fiestas, las cenas, todos esos hombres, celebridades, políticos, que bebían y murmuraban. Todo muy discreto y muy secreto.

Un zumbido interrumpió los pensamientos de Loa. Vio en la pantalla del móvil, que estaba en el suelo, la palabra “mamá”. El teléfono dejó de sonar. No tenía ganas de hablar con ella. No quería arriesgarse a perder la tranquilidad que le inundaba el cuerpo al pensar que tenía varias semanas de vacaciones por delante.

El móvil volvió a vibrar. Era ella otra vez. Loa se bajó de la ventana y cogió su iPhone.

—Hola, mamá.

Después de varios segundos de silencio, sintió un jadeo. El estómago le dio un vuelco. Loa odiaba las malas noticias. Sobre todo cuando se las daba Agneta Bergman.

Se concentró para usar un tono de voz tranquilo.

—¿Qué ha pasado?

—Se ha ido.

—¿Quién se ha ido?

—La policía estuvo aquí y me interrogó.

—¿Quién se ha ido?

—Julie.

“¿Julie?”.

Loa se sintió aliviado de que no fuera algo peor. Miró por la ventana hacia la bahía de Riddarfjärden. Su madre tenía la capacidad de rodear con un halo dramático los mínimos acontecimientos cotidianos. Si escuchaba pasar un coche de bomberos, podía inventar que había estado en medio de un incendio. Él estaba acostumbrado a desmitificar los incidentes para que ella se calmara.

—¿Quién es Julie? —preguntó.

—La chica que lleva a pasear a Göran cuando yo no tengo fuerzas.

—¿Te refieres a la cuidadora de tu perro?

—No es solo la cuidadora —exclamó ella—. Es mi vecina del piso de arriba.

Loa observó una lancha que se estaba acercando peligrosamente a un kayak que flotaba en el agua oscura.

—¿Es tu vecina la que ha desaparecido?

—Sí. Se mudó aquí el verano pasado. —Se oyeron sollozos entrecortados—. Es muy amable.

Casi una recién llegada. Eso explicaba el apego de su madre. Agneta Bergman amaba las relaciones nuevas, pues podía comenzar de cero y mostrar lo mejor de su personalidad. Seguramente se mostraba muy amable y sofisticada. La nueva amistad, que se volvía el centro de atención, se convertía enseguida en la mejor persona que había conocido, pero, después de un trato intenso, pasaba de pronto a ser enemiga mortal y, siempre, culpable de algo.

Julie ya cuidaba del perro, es decir, que todo había ido muy deprisa. Como siempre.

—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida? —preguntó Loa.

—Pronto hará dos días. Denunciaron su desaparición en su trabajo.

—¿Eso te dijo la policía?

—Sí.

Dos días.

Comenzaba a despertar su interés. Escribió “Mariestad” en la sección de noticias del navegador de internet. El último artículo que contenía en el título el nombre de su ciudad natal se había publicado hacía cuatro meses y trataba sobre los éxitos del equipo local de hockey.

Nada más.

—¿Qué te preguntó exactamente la policía? —Su rol de hijo fue sustituido por el de periodista; su curiosidad lo delataba. Ella ya sabía que lo había atrapado.

—Me preguntaron cuándo la había visto por última vez. Fue cuando la encontré en la puerta por la mañana, alrededor de las once.

—¿Cómo estaba ella?

—Como siempre.

—¿Nada más?

—Mmm.

—¿Qué crees que pudo haber ocurrido?

—No tengo idea.

Loa empezó a caminar lentamente por el apartamento. Entró en la sala y observó la salamandra pintada a mano que nunca se había atrevido a utilizar y el sofá de tela verde de Svenskt Tenn donde nunca se había sentado.

—¿Qué sensación te dio la policía?

—Los agentes parecían preocupados.

La madre de Loa siguió hablando. Él solo escuchaba fragmentos acerca de lo dulce que era Julie. Nada de fiestas ni molestar en las escaleras del edificio. Siempre le preguntaba cómo estaba. De los elogios, rápidamente pasó a hablar de sí misma. Loa asentía, pero sus pensamientos estaban en otra parte. La gente desaparece todo el tiempo. A menudo, voluntariamente. Pero, en este caso, la policía había ido a llamar a la puerta de su madre. ¿Sospechaban un crimen?

—¿Puedes hacerme un favor? —preguntó.

—¿Qué?

—Mira a ver si la policía está en el apartamento de Julie.

—Me duelen los huesos. Y además…

—¡Hazlo! —interrumpió Loa y se sorprendió por el grito. No tenía ganas de escucharla martirizarse. Ahora no.

Se abrió una puerta y los pasos resonaron por la escalera. Evidentemente, podía caminar, a pesar de todo. Loa se mordió los labios para no decir nada sarcástico. El estado físico de su madre, que se quedaba sin fuerzas solo cuando le convenía, lo irritaba profundamente. La tarea encomendada pareció haberle hecho olvidar a Agneta lo que acababa de decir. Después de unos segundos, susurró:

—Hay unos policías de azul y blanco en la puerta. Parece que alguien les está hablando desde allí dentro.

—Perfecto. Vuelve antes de que alguien te vea.

Volvieron a escucharse sus pasos y, después, se cerró la puerta.

—¿Y si le ha pasado algo?

—Quédate en el apartamento y ábreles si quieren preguntarte algo más. Tengo algo que hacer aquí. Gracias por llamar.

Cortó antes de que se despidiera. Abrió Facebook y escribió “Julie” y “Mariestad” en el buscador. Apareció una tal Julie Möller. Tenía dos amigos en común con él: su madre y un primo. En total, Julie tenía noventa y ocho amigos. Loa observó la cantidad. ¿No eran muy pocos? Él tenía más de setecientos contactos. Pero era una cuestión generacional: las personas jóvenes ya no usan tanto Facebook.

Amplió la imagen del perfil y vio dos ojos oscuros que miraban, bien abiertos, a la cámara. El ángulo indicaba que ella misma se había tomado la foto. El cabello negro azabache, de un largo desigual, le llegaba hasta los hombros. El 12 de febrero había cumplido años y la habían felicitado veintiséis personas. Loa miró las felicitaciones. La mayoría eran impersonales, como las que él mismo escribía a sus contactos. “¡Muchas felicidades!” y cosas similares.

Sintió un ardor que le recorrió el cuerpo.

Sus ojos volaban por la pantalla mientras se le aceleraba el pulso. No era sano sentir tanta tensión; no le ocurría ni estando borracho, pero no podía resistirse. Ese era el motivo por el que era periodista.

Excepto por una fila de fotos idénticas, la información sobre Julie Möller era escasa. Tenía veinte años y le gustaban bandas como The Cure, Radiohead y Belle and Sebastian. Era raro en alguien tan joven. En su situación sentimental había puesto “soltera”. “¿Quién elige exponer esa información?”, pensó Loa, y pasó a Instagram. Para su sorpresa, la cuenta era pública, pero lo único que había eran fotos de paisajes: bosques, agua y atardeceres. Tampoco tenía muchos likes.

Loa cerró la aplicación y apartó el teléfono. Entonces, volvió a sonar. Primero creyó que era su madre, enfadada por cómo había terminado la conversación. Pero era Sigge.

—Hola.

—Disculpa que te llame en tus vacaciones. —De fondo se escuchaba el alboroto de la redacción.

—No pasa nada. —Loa miró hacia el gran reloj de pared sobre la puerta—. Solo han pasado dos horas.

—Sí, pero aun así…

—¿Qué necesitas?

—Recibí la información de que la policía prepara una operativo de búsqueda de una chica en tu ciudad natal…

—Julie Möller —interrumpió Loa.

—¿Ya te has enterado?

—Mi madre acaba de llamarme. Es su vecina y la policía ha contactado con ella.

Sigge levantó la voz.

—¡Qué maldita casualidad!

—Agneta Bergman tiene una rara capacidad para atraer todo lo malo.

Sigge fingió no escuchar eso último.

—Según mi fuente, es algo muy extraño. Es una chica común, ni siquiera tiene un novio violento. Nadie cree que haya desaparecido por su propia voluntad.

Loa había trabajado lo suficiente con su jefe para entender, por el tono de su voz, qué le estaba encomendando en realidad.

Quería que Loa escribiera sobre ese caso e iba a enviarlo a Mariestad. Al lugar que siempre había querido evitar.

Sigge Classon pertenecía a la vieja escuela de periodistas que aún creían que un verano no era tal si no había un caso criminal emocionante. Había toneladas de ejemplos de cómo se disparaban las ventas de los periódicos cuando todo el país seguía el desarrollo de los acontecimientos.

Los tiempos habían cambiado. Las noticias envejecían más rápido, las publicaciones en papel eran escasas, sin importar lo que hubiera que informar, las redes sociales habían cambiado el flujo de la información y los lectores rechazaban las coberturas demasiado crueles de un asesinato o la desaparición de una persona. El único que no había aceptado esa situación era Sigge Classon.

Aunque a Loa no le gustaba la idea de cubrir esta historia, no sabía cómo quitársela de encima. Con Sigge, siempre era bueno sumarse puntos a favor. A decir verdad, no había hecho nada demasiado valioso desde que había vuelto a trabajar a tiempo completo. Muchas historias habían quedado interrumpidas o no habían llegado a nada. Liderar esta investigación podía ser muy positivo por varios motivos. Tenía la ventaja de llevar a cabo la misión en el lugar de los hechos y, de esa manera, estar lejos de las cínicas apreciaciones de Sigge sobre cómo debía cubrirse una verdadera primicia de verano, con preguntas indiscretas y detalles íntimos.

Por más que Loa intentara convencerse de que necesitaba dos semanas de paz, esa idea lo aterraba. ¿Qué pasaría si se sentía solo ya desde la primera noche? ¿Cubrir esta noticia podría ser la solución? Echó un vistazo a los libros y se decidió.

—Iré —dijo en un tono más bajo y convincente, y cerró los ojos—. Calcula que estaré allí en cuatro horas. Haz que alguien de la redacción escriba el primer artículo y yo haré otro en el lugar de los hechos en cuanto llegue, para que lo puedan publicar en el sitio web a la medianoche.

—No imaginas lo contento que estoy. Las vacaciones pueden posponerse un poco.

—Sí, sí.

—No me gusta especular… —Parecía que Sigge elegía las palabras con cuidado—. Pero mi intuición me dice que esta puede llegar a ser la historia del año.

Capítulo 3

Cuando se desvió de la autovía E-20, Loa frenó de manera tan brusca que tanto él como la fotógrafa Linda Hamilton, que iba sentada en el asiento del copiloto, volaron hacia delante y los sujetó el cinturón de seguridad. Ella, que durante tres horas había estado mirando su móvil en silencio, de pronto, gritó:

—Pero ¿quién te ha enseñado a conducir?

La intensidad del grito lo obligó a soltar una mano del volante y bajarse discretamente el volumen del audífono.

El humor errático de Linda era famoso en la redacción. Todos sabían que era encantadora e inteligente para trabajar en equipo, siempre y cuando se hicieran las cosas como ella quería. Cuando podía establecer las reglas del juego, no había ningún problema. De lo contrario, había discusiones todo el tiempo. Ahora no estaba enfadada por la imprudencia de Loa al conducir, sino, posiblemente, porque Sigge había interrumpido sus vacaciones con una llamada telefónica. Para echarle aún más leña al fuego, estaba obligada a viajar a un rincón perdido de Västergötland cuyo nombre no pensaba siquiera aprenderse. Tal vez creía que estaba demasiado lejos del centro de Estocolmo y sus interesantes amigos de la élite cultural.

Loa no respondió al ataque, solo se limitó a mirar el letrero que le era tan familiar, de color azul y blanco, y en el que ponía “MARIESTAD”. Lo había visto muy pocas veces desde que se había ido de la casa de su madre. Condujo por la rotonda, tomó la segunda salida y circuló por la calle Stockholmsväg, de dos kilómetros de largo, que terminaba en el centro de la ciudad. A pesar de que empezaba a anochecer, una luz débil aún iluminaba la ciudad. La silueta del campanario de la iglesia era la misma de siempre.

La vista le provocaba un nerviosismo que iba en aumento.

Su incomodidad se debía a motivos a los que en ese momento no quería enfrentarse. Había dejado muchos asuntos sin resolver allí, pero había logrado lo que quería; por lo tanto, las cosas seguirían así. Corría el riesgo de cruzarse con alguien de su pasado, pero tendría que lidiar con eso.

El coche siguió su camino. A la izquierda, Loa vio la tienda de segunda mano que pertenecía a la iglesia y donde su madre había comprado casi todo lo que tenían. Al menos, eso era lo que ella decía.

Unas pocas personas paseaban por la acera; frente a la plaza, había una pandilla de jóvenes que se agrupaban alrededor de la fuente de cobre. La ciudad parecía más adormecida que nunca. Loa no sabía siquiera si había bares abiertos a esa hora. Todo parecía estar cerrado en los alrededores.

Condujo unos cientos de metros más antes de detenerse. El hotel era un edificio de madera amarillo claro con vista al puerto. Cuando Loa miró la hora, se dio cuenta de que eran poco más de las once. En cuanto entrara en la habitación del hotel, abriría el ordenador y agregaría algunas frases al artículo que había empezado a escribir su compañero de la tarde, y que en su mayor parte consistía en la información que había proporcionado la fuente policial de Sigge. Loa pensó qué podía aportar él. ¿Que el lugar estaba tranquilo y silencioso, que se veían pocas personas fuera, pero que eso cambiaría en cuanto todos supieran que Julie Möller había desaparecido?

No era realmente importante lo que escribiera él, siempre y cuando fueran los primeros en publicar la noticia. Loa aparcó frente al hotel y, antes de que pudiera poner el freno de mano, Linda ya había salido del coche sin decirle una palabra. Él la siguió, cogió la maleta que había llenado sin mucho orden, hizo sonar la alarma y gritó a la espalda de Linda, que ya estaba entrando al edificio.

—¡La foto!

La frase la hizo detenerse inmediatamente. Se volvió y miró a Loa con un gesto de cansancio mientras extraía dos cámaras de su enorme maleta negra y le gritaba algo a un hombre de unos sesenta años que paseaba con su perro. Después de una rápida explicación, le encomendó la honorable tarea de fotografiar al equipo del periódico.

Loa y Linda se pararon uno junto al otro con el lago de aguas negras de fondo. Ella sostenía una de sus cámaras y él había cogido su libreta y un bolígrafo para que quedaran bien claros los roles que cumplía cada uno. Por más ridículo que pudiera parecer, ese era el trato implícito entre ellos y sus lectores. Cuando los deslumbró el primer flash, Loa cambió su expresión para parecer lo más serio posible. Los reporteros del periódico de la noche y las dirigentes políticas feministas tenían eso en común: para aparentar más credibilidad, no debían sonreír.

La foto del artículo tenía un solo propósito: demostrar que estaban realmente allí. Debido a que las agencias mediáticas rara vez enviaban a sus periodistas al lugar de los hechos, era muy importante presumir cuando eso ocurría. Pero no estaba claro si a los lectores les parecía importante.

—Enviaré las fotos a la redacción. Buenas noches —dijo Linda, y dejó solo a Loa en la puerta del hotel.

Él se quedó allí un momento y observó ese entorno tan conocido. El teléfono le ardía en el bolsillo. Volvió a sentirse culpable por no haberle dicho a su madre que iría. Si ella se enteraba de que Loa se estaba quedando en un hotel y no en su casa, se pondría frenética. En realidad, no corría ningún riesgo de encontrársela en ese momento. A esa hora, ella se quedaba en su casa, con la soledad como única compañía. Cuando el periódico publicara su artículo, estallaría la bomba. Pero ese sería un problema para después.

Justo entonces, Loa sintió una vibración. Cuando sacó el teléfono y leyó el texto en la pantalla se quedó pasmado. Eran las notificaciones del periódico de la competencia.

La policía está buscando a una chica de veinte años en Mariestad.

“Joder”.

Loa no necesitaba abrir el artículo para comprender de qué se trataba.

A pesar de que habían recibido la noticia hacía pocas horas, no habían sido los primeros.

SÁBADO

Capítulo 4

Danijela estaba en su pueblo natal de Croacia. La casa se veía idéntica a cuando había estado allí la última vez. En un vistazo panorámico, inspeccionó todas las habitaciones de la planta baja, que al parecer estaba desierta. La sala tenía un revestimiento de madera de pino y un sofá de cuero blanco en uno de los rincones. Sobre el apoyabrazos izquierdo había una manta con estampado de leones anaranjados. En la parte superior de la pared colgaban una cruz de madera y una fotografía enmarcada del tocayo de su padre y su gran ídolo, Josip Tito, el antiguo líder de Yugoslavia. En medio de la mesa de café había un cuenco lleno de caramelos de eucalipto de la marca Bronhi. Era mejor no comerlos, pues siempre se quedaban pegados en los dientes.

Cuando Danijela entró en la cocina, la sorprendió el aroma dulce a humo de tabaco. La radio estaba encendida y se oía la canción “Ne dirajte mi ravnicu” de Miroslav Skoro a un volumen muy bajo. Esa canción, que hablaba de la guerra y que ella misma había cantado en la última fiesta del pueblo, mientras todos bailaban en ronda, le provocaba una nostalgia que no había sentido en mucho tiempo. Ne dirajte mi ravnicu. Jer ja ću se vratiti. “No toquen mi llanura, pues voy a regresar”.

Las cacerolas estaban colgadas una junto a la otra sobre la cocina, excepcionalmente intactas. A través de la ventana veía mecerse los verdes campos de maíz iluminados por el sol. Las colinas se extendían detrás hasta el cielo.

Danijela regresó al vestíbulo y se agarró a la barandilla. Se armó de valor ante el fuerte crujido y subió con cuidado la escalera. Pero no se escuchaba nada. Todo estaba en silencio. En el piso de arriba abrió la puerta del baño. Se escuchó un débil pitido.

Entonces, de pronto, cambió el campo de visión.

En lugar del retrete amarillo y la arrugada cortina de baño verde, vio el interior de una ambulancia. Sentía manos y pinchazos sobre ella. Inmediatamente, pasó por un largo pasillo iluminado por fuertes luces incandescentes. Avanzaba boca arriba, sin entender por qué. Vio todos esos rostros tan serios y comenzó a reírse, como si estuviera borracha. La niebla se hizo más densa y volvió al lavabo de Croacia. Había dos cepillos de dientes rojos y un tubo estrujado de dentífrico en el borde. Danijela intentó abrir el grifo para sentir el agua caliente, pero no podía controlar las manos.

Un resplandor la hizo abandonar otra vez el lugar, y volvió en medio de la bruma. Estaba acostada en algún otro sitio y muchas personas se movían a su alrededor. Cerró los ojos y esperó un poco antes de volver a abrirlos.

Entonces, pudo ver a su hijo. Estaba sentado frente a ella.

—Se ha despertado —constató alguien.

Cuando, por curiosidad, giró la cabeza para ver quién era la persona que hablaba, se sintió confusa. Tenía la nuca rígida y le dolía. Comprendió que estaba sobre una cama. El color blanco de la habitación la deslumbraba. Detrás de las cortinas cerradas podía adivinar la silueta de un sol fuerte. Al final, comprendió dónde se encontraba.

Era un hospital.

—Mamá, todo saldrá bien. —La voz de Anton era tierna—. Has tenido un accidente. —Se había levantado de la silla y estaba inclinado sobre ella.

¿Un accidente?

Tuvo otra vez la visión del paso de peatones, el coche negro, el golpe, el dolor.

Intentó girar el cuerpo. Sentía las piernas dormidas, las impresiones eran vagas y confusas.

El rostro de Anton se transformó en el de una enfermera rubia.

—Vamos a cuidar de ti. —Hablaba lentamente, como si se dirigiera a un niño, y le puso una mano sobre el pecho.

Danijela se sobresaltó.

—¡Vete!

La boca no le hacía mucho caso, tenía dificultad para modular las palabras. Le corrió un hilo de saliva por la comisura.

La enfermera le dio la espalda y se fue.

—Le daré más calmantes.

—No los quiero. Quiero ver a un doctor. Alguien competente —dijo Danijela, y le echó a la enfermera la mirada más antipática que pudo.

—Mamá, todos quieren que estés bien. —Anton había vuelto para protegerla.

Danijela sintió una mano sobre el brazo y un pinchazo antes de que el aire caluroso de Croacia la volviera a arrullar.

Capítulo 5

Loa estaba apoyado contra un pino muy alto y observaba lo que ocurría junto al bosque, frente a la iglesia de Leksberg. Un sendero más corto, cubierto de astillas e iluminado, se abría paso entre los árboles frondosos. Debajo de la colina se encontraba el estadio de fútbol de Lekevi IP. Una carretera separaba ambos lugares.

Por medio de Facebook, la agrupación Missing People se había congregado allí durante la noche. Loa pensaba que el lugar de la búsqueda era extraño. Se trataba de un área en las afueras de la ciudad, pero había otros sitios que podrían ser más interesantes cerca del trabajo y de la casa de Julie.

Loa bebió un trago del café que se había servido en el hotel durante el desayuno. No había comido nada, solo tuvo tiempo de llenar un vaso de cartón. Cuando salió del edificio, un helicóptero de la policía resonaba en el aire.

Unos veinte voluntarios vestidos con chalecos reflectantes amarillos caminaban por la zona, concentrados, mirando el suelo. Loa había esperado encontrarse con algún viejo maestro o con los padres de algún amigo. Para su alivio, no reconoció a nadie del grupo.

Linda Hamilton estaba apartada de todos los demás, a una distancia respetuosa, captando la escena con el teleobjetivo más largo. Se destacaba por su estatura y por el chal que llevaba alrededor del pelo, que la hacía aún más alta. Las imágenes serían dramáticas. Todos los rostros serios reflejaban un solo deseo: encontrar a Julie.

Loa ahogó un bostezo. No eran más que las siete y ni siquiera había dormido seis horas. En cuanto la competencia emitió la noticia, su propio periódico se lo alertó con una notificación. Linda había enviado las fotos por correo electrónico de inmediato y Loa les había notificado por mensajes de texto la escasa información que había podido reunir en el lugar. El artículo estaba basado en el propio comunicado de prensa de la policía, del que también la competencia había tomado datos.

Mujer desaparecida en Mariestad.

La policía busca a una mujer de veinte años que fue vista por última vez cuando salió de su trabajo, después de las 21 horas, el miércoles pasado. Se denunció su desaparición cuando no regresó al trabajo al día siguiente. Mide un metro sesenta y tiene cabello negro. Se han desplegado más recursos para la búsqueda. Si ha visto a alguna persona que coincida con la descripción, comuníquese inmediatamente con la policía.

Para derrotar a la competencia, agregó los detalles que le había dado su madre acerca de la inspección del apartamento de Julie y el interrogatorio a los vecinos. Aún faltaba saber si habían encontrado algo. No había podido obtener ningún comentario de ellos la noche anterior.

La neblina cubría el bosque, como en los días fríos. Sin embargo, el calor ya era el de un día normal de verano.

“¿Dónde estás, Julie?”.

Nadie la había visto desde el miércoles por la noche y ya era sábado por la mañana. Loa calculó cuánto tiempo llevaba desaparecida. Después de un momento, volvió a la realidad y llegó a la conclusión de que eran demasiadas horas.

Pensó en el comunicado de prensa. Un detalle había despertado su atención: Julie había sido vista por última vez cuando salió de su trabajo. Debido a que la fuente era la policía y no un comentario en internet, se deducía que algún compañero debió de haber dado esa información. Para poder continuar con la historia y tener una imagen completa de la situación, necesitaba encontrar a esa persona.

Su madre le había contado que Julie Möller trabajaba en la recepción de un gimnasio en el centro de Mariestad. Según su página web, el lugar cerraba los miércoles a las diez de la noche. Eso significaba que, muy probablemente, la última persona en ver a Julie era el compañero que se había quedado hasta la hora de cierre.

Loa miró las imágenes del local en el sitio web y comprobó que solo había espacio para una persona en la recepción. La otra debía de ser un instructor.

El horario estaba lleno de actividades físicas exigentes. Bodypump, circuitos, yoga, cardio. El nombre de Julie no figuraba en ningún lado. Su puesto era solo en la recepción. En el horario de los miércoles, vio el nombre de Nisha D., que estaba a cargo de una sesión de spinning entre las ocho y las nueve y media. Hizo una búsqueda en Facebook y la encontró.

Nisha Devi tenía una foto de perfil elocuente, en la que se encontraba subida a una bicicleta de spinning y bebía agua.

Muy claro.

Su domicilio quedaba a unos pocos kilómetros de allí.

Loa ahuyentó una mosca que se le acercó a la nariz mientras pensaba en lo sencillo que era a veces su trabajo. Lo difícil era lograr el equilibrio entre llegar primero y evitar discrepar con la gente. Si la llamaba demasiado pronto, corría el riesgo de que se sintiera perseguida y pondría en peligro el contacto. En lugar de eso, decidió poner en marcha un viejo truco que siempre le daba resultado. Iría a buscarla en persona y le diría que su periódico escribiría un artículo sobre ella, presentándola como la última persona que vio a Julie, y para ser amable, había decidido informarla. La mayoría de las personas se sentían halagadas cuando Loa hacía eso; a cambio, le confirmaban la información y le contaban más del caso.

Un grito lo hizo levantar la vista. Era una de las personas de Missing People, que señalaba al suelo. La cámara de Linda no dejaba de disparar.

—Un jersey, ¡aquí hay un jersey! —gritó la mujer.

Capítulo 6

Había un jersey arrugado dentrode una bolsa de plástico y el jefe del operativo lo recogió. El color verde oscuro era vívido e inquietante.

No era una prenda vieja.

El grupo de búsqueda había formado un círculo en absoluto silencio. Para calmar la ansiedad, Loa sacó inmediatamente el blíster de su bolsa. Con el pulgar desprendió una píldora y se la tragó con el resto del café frío. Sintió un sabor metálico en la boca. Se le había acelerado el pulso de una manera extraña y por eso era mejor tenerlo bajo control.

Cuando Linda Hamilton bajó el teleobjetivo de la cámara y le hizo una señal, se dio cuenta de que ella había tomado una fotografía del jersey. Rápidamente le escribió un mensaje a Sigge.

Acaban de encontrar un jersey. Está un poco manchado de barro, pero no lleva allí mucho tiempo.

Aparecieron tres puntos en la pantalla. Sigge escribía tan rápido como hablaba, incluso al mismo tiempo. Loa pensó en la descripción física de Julie y se dio cuenta de que la policía no había informado más que de la edad, la altura y el color de pelo en el comunicado de prensa. Buscó la foto de perfil de Facebook. Julie posaba con ropa de color verde oscuro. Los puntitos de la pantalla desaparecieron y se transformaron en una sola palabra, justo cuando Loa se preparaba para leer la respuesta de Sigge.

Mamá.

Evidentemente, ya se había despertado, había entrado en la web del periódico, había visto el artículo y había comprendido que Loa estaba cerca, en la ciudad. No podía haber un momento peor para enfrentarse con su enfado.

Loa respiró profundamente y se preparó, pasó el dedo por la pantalla y se acercó el teléfono al oído. Primero escuchó una exhalación dramática. Después, una voz tensa.

—Ven a casa ya mismo. —Era una crisis—. ¿Y si alguien descubre que has estado en la ciudad sin que yo lo supiera?

Al mismo tiempo que Loa pensaba qué responder, vio que pasaba por la calle una patrulla policial de civil. Estaba allí para recoger el hallazgo.

Sigge tenía razón. Que Missing People encontrara la primera prueba confirmaba la incompetencia de la fuerza policial. Que ellos acudieran al lugar señalaba que habían recibido alguna pista.

—Estoy trabajando. Y trabajé toda la noche. —Loa hacía esfuerzos por hablar lentamente—. Por eso no te he llamado. —La mentira le hizo cerrar los ojos.

—Tonterías —resopló ella—. Has dormido en el hotel del puerto.

A veces era tan intuitiva que le hacía sentirse vigilado. Cuando tenía razón, como a menudo ocurría, era mejor reconocerlo inmediatamente.

—Llegué muy tarde, y ahora de verdad tengo que cortar. Estoy trabajando. El periódico me necesita.

Lo último, al menos, era verdad.

Había un ruido de fondo. Posiblemente Agneta se desplazaba con la silla de ruedas por la sala para ver mejor el patio. La silla de ruedas que, Loa sospechaba, solo usaba cuando alguien la veía. O la escuchaba, como ahora.

—Por eso vendrás a casa.

Mientras Loa pensaba en lo que había querido decir, vio que una mujer robusta de cabello oscuro y camisa gris salía de la patrulla policial. La manera en que se presentó le hizo comprender que era la jefa de la investigación. Cuando vio su rostro, sintió un golpe en el pecho.

Nathalie Larm.

Había pasado el tiempo, tenía casi diez años más que cuando la había visto por última vez, pero definitivamente era ella.

¿Qué hacía Nathalie Larm allí? ¿Era policía? ¿Había llegado a ser investigadora?

Loa no tenía idea de cómo era su vida, pero recordaba otras cosas. Cuando ocultaban vodka en botellas de Fanta. Cuando fumaban a escondidas en el parque. O iban a nadar de noche. O comían patatas fritas de un plato de cartón en la plaza, después de que cerrara el bar. Pensó en la despedida que nunca existió y en cómo todo se había disuelto en la nada.

Loa dio un paso atrás, adentrándose del bosque, para concentrarse en la conversación telefónica y para que ella no lo viera.

—¿Qué quieres decir?

Volvió a oírse la respiración pesada. Su madre sabía que tenía una ventaja.

—Ahora hay tres policías con guantes de látex que están llevándose cosas de la casa de Julie.

Pruebas. Habían encontrado pruebas.

Eran imágenes que el periódico debía conseguir, pues confirmaban que la policía se estaba tomando la desaparición más en serio. Una foto así despertaría el interés de los lectores. No se trataba de una desaparición más, que terminaría en pocas horas, sino que podía ser tal como Sigge había dicho con absoluta franqueza: la historia del año.

—Mamá, corta ya y ve a tomar fotografías de todo lo que veas.

—Tonterías. Eso deberías hacerlo tú.

—Hazlo por Julie.

—No tomaré fotos, pero si vienes te contaré otra cosa.

—¿Qué?

—Algo que me contó Julie el día que desapareció.

Capítulo 7

El barrio de Bråten estaba igual que siempre. Edificios altos en fila, de ladrillos rosas y balcones acristalados, asfalto, parques impersonales, zonas ajardinadas y más asfalto.

En un intento por hacer más atractivo el lugar, a mediados de los años noventa el municipio le había agregado el nombre de “Parque”. Un cartel de dos metros de alto, junto a un parterre con flores, indicaba el nuevo nombre. Pero los precios de los apartamentos no habían subido y nadie lo llamaba así más que en broma. Todos sabían que se trataba de los mismos edificios antiguos, habitados por gente de bajos ingresos, mano de obra inmigrante y recién llegados al país. En la primera categoría entraba la familia de Loa.

Justo al lado de Bråten había casas bajas con jardines y fachadas pintadas de blanco. Una calle interna con límite de velocidad de cincuenta kilómetros por hora simbolizaba el ascenso de clase. Justo en medio estaba el instituto donde asistían todos. Cuando Loa cursaba el bachillerato, un padre adinerado había dicho que era bonito que el instituto fuera tan diverso, que era bueno que los niños pudieran compartir las vivencias de todos. Que era “enriquecedor”. Era fácil decirlo cuando podían tener zapatos y libros nuevos, cenas familiares, vacaciones en el extranjero y fiestas de cumpleaños en restaurantes. No era tan fácil estar del otro lado y observar todo lo que no se podía tener.

Durante mucho tiempo, Loa se había esforzado por no revelar de qué lado del camino vivía, pero cuando se enteraban, siempre se notaba un cambio en la mirada de los profesores y de los padres de sus compañeros. Se convertía en otra persona porque vivía allí. Tal vez sentían pena por él.

Volvió a experimentar ese desagrado mientras trataba de encontrar un lugar para aparcar. Durante toda su infancia, su madre y él cogían el autobús, por eso no estaba acostumbrado a identificar los espacios reservados a los residentes. Finalmente, se detuvo en un lugar vacío. Después de colocar el freno de mano y apagar el motor, se quedó sentado un momento observando la zona. Era importante ver lo que había hecho la policía en el apartamento de Julie, y quería saber más acerca de lo que había insinuado su madre. En realidad, estaba furioso porque de esa manera ella se aprovechaba de la información solo para obligarlo a ir hasta allí, aunque, de todas maneras, estaba bien seguirle el juego para mantenerla de buen humor.

La píldora que había tomado había hecho efecto. Había calmado y suavizado sus emociones, y el malestar había desaparecido. Se sentiría aún mejor si se hubiera tomado un par de copas de vino, pero era más fuerte que eso. Se dio dos palmadas en el rostro y salió del coche.

Sería un día cálido y luminoso de verano.

Linda Hamilton se había quedado en el bosque, contra su voluntad, para vigilar el desarrollo de los acontecimientos con su cámara. Loa había argumentado que sería muy importante tomar fotos a los posibles hallazgos. Sigge había respondido al mensaje de texto diciendo que no podían publicar la noticia sobre el jersey antes de que fuera notificado a la familia y se confirmara que la prenda pertenecía a Julie. Si Loa lograba acceder a los familiares, era extremadamente importante que el periódico no estropeara la relación con ellos en una etapa tan temprana.

“Seremos los líderes de la información, pero no destruiremos ninguna vida”, solía decir Sigge. Loa se sentía aliviado de que su jefe no pensara lo contrario. Porque, a veces, podía ocurrir. A veces, cuando la competencia se desataba entre los medios, había una presión interna por revelar más primicias, aun a riesgo de exponerse a situaciones peligrosas. Pero, por el momento, Loa podía estar tranquilo. Para cuando la noticia fuese publicada, tendrían la foto del jersey.

Rodeó la esquina de la casa y vio una patrulla mal aparcada junto a un arenero.

Por la puerta principal salieron dos policías mayores. Uno era bajo y calvo; el otro, el doble de alto y de ancho. Ambos lo vieron y él intentó aguzar los sentidos para prestar atención y captar los detalles lo mejor posible. El hombre bajo llevaba un portátil Mac plateado y un cuaderno negro. El hombre alto lo miró y Loa tuvo que pensar rápido. Si decía que era periodista, evitarían hablarle.

Pero, además de periodista, era algo más: hijo.

—Mi madre vive aquí en la planta baja, está muy preocupada. ¿Podéis decirme qué ocurre?

Los policías se miraron, buscaban algún tipo de aprobación que les permitiera decir algo.

—Investigamos una desaparición —respondió el calvo.

—Julie —respondió Loa—. Sí, mi madre os escuchó anoche en el piso de arriba cuando estaba en su sala de estar.

—Es verdad. Pero ya no volveremos a molestar a su madre.

—¿No?

—Hemos conseguido lo que necesitábamos.

—¿Qué es?

—Adiós. Cuide de su madre —respondieron los dos, y se fueron.

Fin de la información. Loa se sintió decepcionado, se acercó a la entrada del edificio y tocó el timbre. Sabía que a su madre le molestaba que se comportara como un huésped. Giró el picaporte y abrió lentamente. Allí estaba sentada ella, en su silla de ruedas, más delgada, más vieja y más enferma que nunca. Bolsas oscuras se abultaban debajo de los ojos. El pelo estaba tan grasiento que brillaba. Las dolencias de Agneta Bergman eran ilógicas, aparecían y se iban sin ton ni son. Él ya no se molestaba en preguntarle sobre ellas; solo tenía que aceptar que el dolor llegaba cuando a ella más le convenía. Tenía su silla de ruedas, sus muletas, su pensión por enfermedad, y eso ya era suficiente castigo. Estaba jubilada por invalidez y vivía con 11.450 coronas al mes. Eso nunca lo había dicho, pero él lo había leído a escondidas en una de las cartas que ella olvidó en el cofre del vestíbulo. Por eso jamás podría contarle que ahora él contaba con una fortuna de casi cuarenta millones de coronas.

—Loa. Has venido —dijo ella fingiendo angustia.

“Sí, ¿qué otra cosa podía hacer?”, pensó él, y respondió:

—Por supuesto, mamá, aquí estoy.

Göran, su perro, salió a su encuentro y le lamió efusivo la mano. Sus ojos eran tan brillantes y adorables que hasta un enemigo de los perros como Loa lo adoraría. Göran había cumplido diez años y era la tabla de salvación de su madre. La hacía despertarse por las mañanas y, a menudo, la hacía salir de la casa y charlar con otras personas.

El nombre Göran tenía su historia. Nacida el 1 de mayo, su madre siempre había sido una convencida socialdemócrata. Podía citar el debate de 1998 en el que Göran Persson había aplastado a Carl Bildt en una transmisión en vivo por televisión. “No me cuente nada a mí sobre la sociedad de clases. Yo la he visto. He sido criado en ella. La odio. Toda mi carrera política va a estar dedicada a luchar contra la brecha de clases donde las madres solteras pagan las reducciones de impuestos de los más acomodados”.

Adoraba al primer ministro asesinado, Olof Palme, había llorado cuando la viceprimera ministra Mona Sahlin tuvo que renunciar por un escándalo de corrupción y lloró aún más cuando la ministra Anna Lindh también fue asesinada. El corazón de Agneta Bergman había sido leal al partido, aunque nunca había mencionado ejemplos concretos de lo que realmente creía que era bueno en política.

No lo decía abiertamente, pero simpatizaba más con los hombres que con las mujeres. En especial, con los hombres corpulentos. Por eso bautizó al perro como el antiguo primer ministro. En los últimos años, el animal había aumentado tanto de peso que hasta su masa corporal recordaba a su tocayo.

Loa contaba a menudo la historia de Göran y su nombre como algo divertido. Sobre todo, porque quería que la imagen de su madre como fiel socialdemócrata siguiera viva, pues algo le hacía sospechar que, la última vez, ella había votado a otro partido. El partido del que nadie habla. El partido al que muchos habían votado por decepción al ver cómo había terminado todo, por no tolerar que a los otros les fuera mejor que a ellos mismos.

Cuando Agneta Bergman tenía dieciocho años, comenzó a trabajar en la fábrica de frigoríficos Electrolux. Solo trabajaría un año para ahorrar dinero y viajar, y después, poder concretar todos sus sueños. Le iba bien. Permanecía de pie junto a la cinta, aceptaba todos los turnos incómodos. Quizás a veces algún compañero considerado le decía que debía cuidar su postura, que podía lastimarse la espalda si pasaba tanto tiempo de pie, pero ella se reía de eso. Era buena en el trabajo. Pero los viajes no llegaron. Tampoco hubo mudanza. El trabajo daba dinero y era conveniente ganar mucho. Después, todo siguió su curso.

Uno a uno, los amigos partieron a diferentes universidades fuera del país y nunca regresaron. Pero ella permaneció allí, junto a la cinta, destruyéndose.

En los años ochenta, la fábrica era una de fuentes de empleo más importantes de Mariestad, con más de mil quinientos trabajadores. Justo después del cambio de siglo, se fabricaban casi tres mil frigoríficos al día. Cinco años más tarde, llegó el primer aviso y, después, simplemente todo fue cuesta abajo. En 2017 la fábrica cerró para siempre y la producción se trasladó a Hungría.

Para ese entonces, su madre se había retirado hacía tiempo.

Pocos años después de que naciera Loa, empezaron los dolores de espalda, pero los sobrellevó. El mismo año en que Loa abandonó la ciudad, en 2012, un médico la obligó a dejar de trabajar. Además de los problemas de espalda, había desarrollado un severo reumatismo. A veces tenía días buenos. A menudo, malos. Ahora era solo un fragmento de lo que había sido de joven. Aunque se avergonzaba por la debilidad de su cuerpo, había disfrutado de él todo que había podido. Casualmente, siempre se sentía peor cuando se encontraba con Loa.

Él había visto las fotos del pasado y había escuchado las historias, tanto de ella como de los padres de sus amigos. En Mariestad, Agneta Bergman no había pasado inadvertida. En cada foto escolar, ella estaba en el medio y, a pesar de que todos miraban a la cámara, el foco estaba en ella. Había tenido una seguridad innata, una confianza natural y era lo que se llamaba streetsmart. Al entrar en una fiesta atraía sí toda la atención. Ahora era una jubilada inválida de solo cincuenta y cuatro años, y pasaba los días en un oscuro apartamento.

En el bachillerato, durante los períodos más duros de exclusión y soledad, Loa solía pensar que los más populares y malvados de la clase estaban viviendo entonces su momento de grandeza, su apogeo, y que tan pronto pasaran los veinte años, se volverían personas horribles, con vidas aburridas. Pensaba así para sobrevivir, pero algo que casi no se atrevía a decir en voz alta era que su madre había sido un vivo ejemplo de esa decadencia.

Después de que el padre de Loa hiciera las maletas y se fuera, con él desapareció la última esperanza de que Agneta tuviera su vida bajo control. Pasó de ser una guerrera a aceptar que había perdido. Haberse quedado sola también les dio oportunidades a otros hombres de la ciudad de conquistarla, prestarle un poco de dinero o beber algunas copas en su casa, hasta que surgía alguna pelea y todo llegaba a su fin. Así siguió repitiéndose hasta la eternidad.

Loa no sabía cuándo se había vuelto el padre de su madre, pero fue mucho antes de lo que había podido imaginar. Ahora estaba allí, observando en qué se había convertido.

Algo que aún lo roía por dentro era el dinero que le había dado, muy contra su voluntad. La suma que había ahorrado para poder comprarse su propia casa. Considerando el estado del apartamento y el hecho de que no tenía un coche caro ni nada de lujos, la única alternativa plausible era que su madre había gastado todo en alcohol y en el juego. Nunca lo sabría, porque no podía preguntarle.

Sin inmutarse, Agneta Bergman estiró los brazos y señaló las llaves que estaban colgadas en el vestíbulo. Una de ellas era la de la cabaña que habían heredado de su abuela. Era una casa roja descascarillada que estaba en medio del bosque junto al lago Skagern, cerca de Gullspång, sin electricidad ni agua. Su madre se había empecinado en quedarse con la propiedad aunque no había estado allí en mucho tiempo. Lo consideraba una inversión, a pesar de que el lugar no estaba adaptado para personas con movilidad reducida.

—Le hablé de ti a Julie —le dijo.

—Ah, ¿sí?

—Solía enseñarle tus artículos y contarle lo inteligente que eres para investigar cosas, develar misterios. Te llamaba “mi experto detective”. A Julie le gustaba mucho ese apodo.

Era buena para presumir. Pero era significativamente peor para demostrar amor en el momento.

—Muy amable de tu parte —fue lo único que Loa pudo decir mientras intentaba ocultar la sonrisa que le provocaba ese término.

“Experto detective”.

Su madre giró con la silla de ruedas y lo hizo seguirla hasta la cocina. Los platos y los vasos formaban una montaña dentro del fregadero y Loa sintió un olor rancio. La mesa de la cocina estaba cubierta por los folletos de promociones de diversos supermercados. Sobre el alféizar de la ventana había una lámpara solitaria con una pantalla color crema.

Agneta no le preguntó si quería café o algo para beber. La amabilidad con los invitados y la maternidad no eran sus especialidades. En lugar de eso, preguntó:

—¿Cómo te sientes en tu apartamento?

Por un momento, Loa dudó de que ella no conociera su mudanza secreta. Nunca antes le había preguntado cómo se sentía.

—Tan bien como siempre —respondió, cortante—. Es pequeño, pero no me puedo quejar —le dijo para ponerla a prueba.

Ella lo miró escéptica. ¿Sabría de la herencia, después de todo?

Para llevarla sutilmente al tema del que le interesaba hablar, sacó la libreta y el bolígrafo de su bolsa. Trazó un círculo sobre el papel rayado para hacer correr la tinta.

—Oye, realmente debo seguir trabajando. ¿Puedes contarme lo que te dijo Julie?

Su madre suspiró.

—Siempre el trabajo. Deberías preguntarme cómo estoy. Esto es terriblemente difícil. La policía está aquí constantemente, y yo presiento muy en mis entrañas que ella está muerta.

—Mamá, aún no lo sabemos… —Loa miró de reojo el reloj blanco y negro de la línea básica de Ikea que colgaba sobre la nevera. Eran las nueve y media—. Pero aquí estoy, cuidándote. —Puso su mano en la de ella y se dio cuenta de que había logrado hacer caer algunas lágrimas por sus mejillas.

—Tengo miedo. Tengo tanto miedo…

—Sí, lo entiendo, pero todo irá bien. Se resolverá.

Ella guardó silencio y luego agregó:

—No, no lo comprendes.

Loa estaba perdiendo la paciencia. ¿Por qué no podía, sencillamente, comportarse como una persona funcional, como una madre normal?

—¿Qué es lo que no comprendo?

—Era ella la que tenía miedo. Julie.

Loa irguió la espalda y elevó la voz, inconscientemente.

—¿A qué te refieres? ¿Te lo dijo?

—Fue algunas semanas atrás. Estaba entre los parterres del jardín y nos quedamos hablando un poco más. Y en ese momento fue cuando lo noté.

—¿Notaste su miedo?

—Sí. —Arrugó la frente.

—¿Y cómo te diste cuenta?

—Por la forma en la que ella hablaba. Por las cosas que decía.

—¿Como cuáles?

—Que quería tener un perro, como yo.

—Bien. Entonces, ¿quería tener un perro?

—Sí, fue lo último que dijo antes de desaparecer.

—¿Qué fue exactamente lo último que dijo?

Su madre miró por la ventana, hacia el patio cubierto de cemento.

—Que quería sentirse segura.

Capítulo 8

Una luz punzante iluminaba el