Tetas - Florence Williams - E-Book

Tetas E-Book

Florence Williams

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Beschreibung

A pesar de que constituyen una característica humana sumamente popular, es notable lo poco que sabemos sobre la biología básica de las tetas, incluso en la actualidad, cuando se muestran en bikini o al desnudo, se las ostenta, se las mide, se las infla, se sextean, se transmiten en directo, se maman, se perforan, se tatúan, se decoran y se fetichizan de todas las maneras posibles. Sabemos algunas cosas: aparecen de golpe en la pubertad, crecen durante el embarazo, son capaces de producir cantidades prodigiosas de leche y, a veces, se enferman. Sabemos también, aunque esto desconcierte a algunos, que los varones a veces desarrollan mamas. Tuve unas tetas fabulosas durante aproximadamente nueve meses, cuando estaba embarazada de mi primer hijo. Cuando nació, se convirtieron en algo pasmosamente utilitario por primera vez en mi vida, y aunque se suponía que eran una obra de arte evolutiva perfectamente calibrada, a menudo funcionaban mal. Pasaron a ser una fuente de traición, duda, frustración y un dolor insoportable.

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Acerca de Florence Williams

Florence Williams es periodista y realizadora de podcasts. Se desempeña como editora en Outside Magazine y trabaja como escritora freelance para The New York Times, New York Times Magazine, National Geographic, The New York Review of Books, entre otras publicaciones. Forma parte activa del Center for Humans and Nature y es investigadora en la Universidad George Washington. Su trabajo se especializa en medioambiente, ciencia y salud. Tetas. Historia natural y no natural fue su primer libro publicado y es el primero en ser traducido al castellano. En 2012 fue nombrado como uno de los libros del año por The New York Times.

Página de legales

Williams, Florence / Tetas : una historia natural y no natural / Florence Williams. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2022. Libro digital, EPUBArchivo Digital: descarga y online Traducción de: Laura García.

ISBN 978-987-8413-47-1

1. Feminismo. I. García, Laura, trad. II. Título.

CDD 305.42

ISBN edición impresa: 978-987-8413-43-3

Título original Breasts

© 2012, Florence Williams

Traducción Laura GarcíaCorrección Mariana GaitánDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Florence Williams Max Amici

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, en noviembre de 2023

Tetas

Florence Williams

TraducciónLaura García

A la memoria de mis abuelas, Florence Higinbotham Williams y Carolyn Loeb Boasberg, y de mi madre, Elizabeth Friar Williams.

INTRODUCCIÓN

El planeta de las tetas

Salvemos las dos tetas.

Calcomanía de auto

LOLAS. BUBIS. MELONES. LIMONES. Pechugas. Gomas. Estantería. Flotadores. Delantera. Cuando era chica, mamá les decía ninnies. Según el diccionario Webster, esa palabra significa “tontas”, y señala nitwit, nutcase y boob como sinónimos. Para referirme a ellas con mis hijos, decidí usar nummies, pensando que era un poco más amable. Hace poco busqué la etimología y encontré que quería decir “delicioso”, pero es posible que su origen provenga de numbskull, que significa “estúpido”1. Nos encantan las tetas, pero no nos las tomamos muy en serio. Les ponemos apodos afectuosos, pero siempre con un dejo de insulto. Las tetas nos avergüenzan, son impredecibles y torpes, y pueden dejar estúpidos tanto a bebés como a adultos.

A pesar de que constituyen una característica humana sumamente popular, es notable lo poco que sabemos sobre la biología básica de las tetas, incluso en la actualidad, cuando se muestran en bikini o al desnudo, se las ostenta, se las mide, se las infla, se sextean, se transmiten en directo, se maman, se perforan, se tatúan, se decoran y se fetichizan de todas las maneras posibles. Sabemos algunas cosas: aparecen de golpe en la pubertad, crecen durante el embarazo, son capaces de producir cantidades prodigiosas de leche y, a veces, se enferman. Sabemos también, aunque esto desconcierte a algunos, que los varones a veces desarrollan mamas.

Ni siquiera los expertos saben con certeza por qué ocurren estas cosas, ni la razón por la que desarrollamos mamas, pero la urgencia de conocerlas y entenderlas nunca ha sido más grande. Si bien la vida moderna significó para muchos una vida más longeva y de mayores comodidades, también trajo aparejados malestares extraños y desconcertantes para las tetas. Para empezar, son más grandes que nunca2, según los fabricantes y vendedores de lencería que no dejan de aumentar constantemente el talle de las tazas (ya llegaron al H y al KK)3. Se desarrollan cada vez más precozmente; las llenamos de solución salina y silicona, y les trasplantamos células madre para modificarlas. La mayoría de las personas ya no las usan para alimentar bebés, pero cuando sirven a ese fin, la leche que producen está llena de aditivos industriales que ninguno de nuestros ancestros conoció jamás y que nunca estuvieron destinados a la digestión humana. Se forman más tumores en las mamas que en cualquier otro órgano, y el cáncer de mama —cuya incidencia prácticamente se duplicó desde la década de 1940, y sigue en aumento— es la malignidad más frecuente en las mujeres de todo el mundo. Las tetas están llevando una vida que nunca antes tuvieron4.

Afortunadamente, los científicos están empezando a develar sus secretos, y con ellos surge una forma nueva de considerar la salud humana y nuestro complejo lugar en la naturaleza. Para comprender la transformación, tenemos que remontarnos en el tiempo, hasta el origen mismo. Lo primero que debemos preguntarnos es por qué tenemos tetas. Compartimos el 98% de los genes con los chimpancés, pero en ese inconmensurable 2% están los genes que determinan las mamas. Las desafortunadas chimpancés no tienen tetas. De hecho, somos las únicas primates que desde la pubertad están dotadas de estos dos suaves orbes. Otras primates desarrollan bultos pequeños cuando tienen que amamantar, pero estos desaparecen tras el destete. Las tetas son un rasgo que define a la humanidad; de hecho, las glándulas mamarias son la característica a partir de la cual se definió nuestra clase taxonómica. Carlos Linneo sabía esto, por eso nos definió como mamíferos. Las tetas son parte de nuestra identidad.

Nunca pensé mucho en mis tetas hasta que tuve hijos. Se desarrollaron en una edad más o menos normal, y me gustaban: tenían el tamaño adecuado para no molestarme cuando hacía deporte ni darme dolores de espalda y al mismo tiempo saber que existían, y eran suficientemente simétricas para lucirse en trajes de baño (en las raras ocasiones en las que usaba uno, puesto que me crie en la ciudad de Nueva York). No tuve el problema que tenía Nora Ephron, que escribió un ensayo para la revista Esquire sobre la obsesión que tenía con la pequeñez de sus tetas en la década de 1950 —la era del corpiño en forma de torpedo— en California: “Me sentaba en la bañera y miraba mis tetas con la certeza de que, en cualquier momento, en cualquier minuto, comenzarían a crecer como las de las demás. Pero nunca pasó”5.

Pobre Nora. Su preocupación daba cuenta de una verdad que había evolucionado desde el ocaso del Pleistoceno: las tetas son importantísimas. Cabe destacar que, en nuestro desarrollo como mamíferos, la lactancia permitió que, en sus primeros años, las crías humanas no tuvieran que recolectar, masticar, digerir y depurar el alimento encontrado en la naturaleza. Otros animales, los reptiles, por ejemplo, tenían que vivir cerca de fuentes de alimento específicas y altas en grasas. Los mamíferos solamente tenían que estar cerca de sus madres, que hacían todo el trabajo por ellos. Además, esto otorgaba más flexibilidad en épocas de cambio climático y escasez de alimentos. Luego de que se desarrollara la lactancia (a partir de las glándulas sudoríparas) en el Mesozoico, los mamíferos comenzaron a ganar dominio sobre los dinosaurios. El mundo se convirtió en un lugar diferente.

Las tetas propiciaron la evolución de nuestra especie de maneras tan evidentes como inesperadas. Debido a su capacidad de almacenar abundante leche, los recién nacidos podían ser más pequeños y nuestros cerebros podían crecer más. Al tener bebés más pequeños, nuestras caderas podían ser más estrechas, lo cual ayudó a que ascendiéramos a la bipedestación. Es posible que la lactancia haya abierto una vía para el desarrollo de la gestualidad, la intimidad, la comunicación y la sociabilidad. Los pezones sirvieron para desarrollar y preparar el paladar humano para el habla y justificaron la existencia de nuestros labios. De manera que, además de allanar el camino de nuestro dominio planetario, las tetas engendraron el exquisito arte de besar. Era una tarea titánica, pero ellas estaban a la altura de las circunstancias. Millones de años de evolución y presión ambiental crearon un órgano prácticamente milagroso, o al menos eso pensábamos hasta ahora.

Tuve unas tetas fabulosas durante aproximadamente nueve meses, cuando estaba embarazada de mi primer hijo. Cuando nació, se convirtieron en algo pasmosamente utilitario por primera vez en mi vida, y aunque se suponía que eran una obra de arte evolutiva perfectamente calibrada, a menudo funcionaban mal. Pasaron a ser una fuente de traición, duda, frustración y un dolor insoportable. Tuve que aprender una cantidad de técnicas para que el bebé se prendiera y para romper el vacío de la succión cuando era momento de retirarlo, y mis pezones la pasaron muy mal. Una semana después del nacimiento de mi hijo, tuve mi primera mastitis —una infección sistémica casi medieval que empieza con una obstrucción en un conducto mamario— y tuve que soportar tres más antes de que pasara el primer año.

Aunque amamantar terminó gustándome mucho, no soy un hada alegre de la lactancia. Las tetas son prácticamente el único órgano que el cuerpo tiene que aprender a usar, y no es un proceso para todo el mundo. Yo estaba bajo la influencia de una noción idealizada de la leche materna, su pureza y sus bondades: mientras que la leche de fórmula deriva de leche de vaca o de proteína de soja, la leche materna humana es la receta perfecta para el bebé humano, tal como suelen repetirnos los libros sobre maternidad. Contiene cientos de sustancias —incluso una que combate los gérmenes—, muchas de las cuales no se sintetizan o no pueden sintetizarse en la fórmula. La leche materna siempre está a la temperatura adecuada, tiene las proporciones correctas de lípidos, proteínas y azúcares, es medicinal, nutritiva y, para un bebé, deliciosa. Fue diseñada para ser el alimento perfecto, y yo, madre primeriza, me lo creí.

Sin embargo, un día, mientras amamantaba alegremente a mi segunda hija, sumida en la burbuja mágica del vínculo materno-infantil, me crucé con un informe periodístico que iba a alterar para siempre mi percepción sobre las tetas. Mi dichosa burbuja de la maternidad incipiente explotó cuando leí que los científicos habían empezado a encontrar productos químicos industriales en los tejidos de mamíferos terrestres y marinos, y también en la leche materna humana. Me enteré de que, más allá del exaltado papel que desempeñan en nuestra cultura, las tetas son antenas que captan todas nuestras transgresiones ambientales. Advertí que mis pechos no solo me conectaban con mis hijos, sino también con el ecosistema circundante (y, por extensión, también conectaban a mis hijos con el ambiente). Resulta que la lactancia es una manera muy eficaz de transmitir la basura industrial de nuestra sociedad a generaciones futuras.

Liberé mi teta de la válvula de succión de mi hija y empecé a buscar respuestas. ¿Cuánta carga tóxica les había transmitido a mis hijos a través de la lactancia? ¿Qué implicaba para su salud y para la mía? ¿Estaba bien amamantar? ¿Cómo interfieren estas sustancias químicas con nuestro cuerpo? ¿Podremos volver a tener leche pura alguna vez?

Hice lo que haría cualquier periodista: me puse a escribir sobre el tema. Para un artículo que publiqué en The New York Times Magazine6, mandé a analizar mi leche a Alemania, para saber si tenía retardantes de llama, una clase común de sustancias químicas que se acumulan en los tejidos grasos y provocan problemas de salud en animales de laboratorio. Resultó que tenía concentraciones más altas de las que esperaba, y entre diez y cien veces más altas que las registradas en mujeres europeas. Mi exposición provenía de aparatos electrónicos, muebles y comida. También hice analizar la presencia de otras sustancias químicas, como el perclorato, un compuesto del combustible de avión que ciertamente no está en el menú del bebé. Los resultados no dejaban de dar positivo, con concentraciones “promedio” para estadounidenses. Fue una revelación desalentadora sobre el carácter integral que había alcanzado la contaminación en los albores del siglo XXI.

—Por lo menos decime que no se te van a prender fuego las tetas —me dijo el gracioso de mi marido, tratando de alivianar una situación sobre la cual no podíamos hacer prácticamente nada. Pero yo estaba asustada. El cóctel químico mamario se tropezó contra la periodista de mi cabeza: quería saber cómo ese elixir evolutivo había alcanzado un destino tan infausto. Por otro lado, empecé a preguntarme de qué otras maneras la vida moderna nos habría alterado las tetas y cómo afectaba todo esto a nuestra salud. Las respuestas no siempre fueron fáciles de encontrar.

Para sorpresa de nadie, las tetas no suelen ser objeto de pensamientos claros. Cada par de ojos las ve ligeramente diferentes. Linneo podría habernos clasificado por la constitución de nuestros cartílagos auriculares o por las cuatro cavidades de nuestro corazón, pero nos categorizó como mamíferos a partir de la singularidad de nuestras mamas, cosa que al parecer no respondía únicamente a motivos científicos, sino también políticos7. Linneo, padre de siete hijos, aborrecía la costumbre —muy común entre las clases medias y altas europeas de su época— de dejar la lactancia de los bebés a manos de nodrizas, pues muchos bebés morían de desnutrición y contraían enfermedades a causa de esta práctica. En 1752, unos pocos años antes de que Linneo presentara el término Mammalia en la décima edición de su Systema Naturae, escribió un tratado sobre las “nodrizas mercenarias”. La historiadora de la ciencia Londa Schiebinger sostiene que, si bien Linneo estaba preocupado por la salud de los bebés, también estaba profundamente perturbado ante la posibilidad de que hubiera una mayor igualdad entre los sexos durante el Renacimiento8. Para Linneo, el lugar de la mujer era el hogar, donde debía actuar de acuerdo a los planes de la naturaleza. Para demostrarlo, pasaríamos a llamarnos mamíferos.

También es posible que a Linneo simplemente le gustaran mucho las tetas y, por cierto, no era el primer hombre de ciencia que ponía esta parte del cuerpo al servicio de una ideología. Las tetas siempre estuvieron entre las favoritas de los biólogos evolucionistas, quienes les atribuyen coloridas historias de origen, que pueden o no estar ancladas en datos de la realidad. Los científicos se pasaron décadas estudiando (y mirando) tetas, rompiéndose la cabeza para entender por qué los humanos habían tenido tanta suerte. Durante años, muchos consideraron que los pechos eran una hermosa decoración —como la cola del pavo real— diseñada para atraer al sexo opuesto. Cuando el humorista Dave Barry escribió: “La función primaria de las tetas es dejar estúpido al macho”, resumió medio siglo de investigaciones científicas9. Los pechos, según toda una generación de académicos, evolucionaron porque a los hombres les gustaban mucho y preferían aparearse con las afortunadas mujeres de las cavernas que los habían desarrollado.

No obstante, ya en el último cuarto del siglo XX, a medida que las mujeres se abrían paso en los departamentos de Antropología y Biología, comenzaron a esbozarse —y siguen esbozándose— otras ideas sobre el modo en que estos misteriosos orbes se manifestaron sobre el pecho femenino. Las infiltradas conjeturaron que, en realidad, fueron las mujeres que maternaban las que impulsaron la evolución mamaria. Quizá nuestras ancestras necesitaban esa cantidad adicional de gramos de grasa torácica para gestar y alimentar a sus hijos, quienes, después de todo, son los primates pequeños más rechonchos en la historia de la Tierra.

El debate sobre la evolución de las tetas es importante porque las historias sobre el origen afectan el modo en que las vemos, las usamos y las cargamos de expectativas. Puesto que la historia dominante siempre se centró en el aspecto visual, se ignora lo que hay en la teta. ¿Cómo funciona? ¿Cómo se conecta con el resto del cuerpo y cómo la afecta el entorno ecológico?

No esperaba indagar en estas preguntas. Pero, al escribir aquel artículo, descubrí un mundo nuevo sobre salud ambiental. Me di cuenta de que nuestro cuerpo no es un templo, sino que se parece más a los árboles: tenemos membranas permeables que transportan lo bueno y lo malo del mundo circundante. La medicina del siglo XX nos enseñó que los gérmenes nos enferman, pero la salud humana, según aprendí, es mucho más compleja de lo que sugiere ese modelo. El cuerpo también está dominado por los lugares que habita y los ingredientes microscópicos del agua que tomamos, las moléculas que tocamos, respiramos e ingerimos todos los días. Se me hacía cada vez más evidente que no solo somos agentes del cambio ambiental, sino que también somos objeto de esas alteraciones.

Y las tetas son particularmente vulnerables y visibles. Tanto para su beneficio como para su perjuicio, nacieron para ser grandes comunicadoras. Desde sus albores primitivos y circulares, las tetas han sido sumamente sensibles al mundo circundante, pues establecen conversaciones con el interior y el exterior del cuerpo. Junto con la grasa, almacenan también las sustancias químicas tóxicas que atrae la grasa. Algunas de estas sustancias permanecen durante décadas en nuestros tejidos. Las tetas contienen además una densa red de receptores que se alojan en las paredes celulares cual hambrientas Venus atrapamoscas a la espera de moléculas de estrógeno —las primeras hormonas de la naturaleza—. Es una costumbre antigua: antes de que los organismos avanzados produjeran su propio estrógeno, las células tenían que buscarlo en otros sitios10. Nuestras tetas del siglo XXI siguen buscándolo afuera, pero encuentran más del necesario. Al igual que las plantas, las corporaciones químicas y farmacéuticas producen compuestos estrogénicos, muchas veces sin querer. Estas sustancias químicas —variantes o sustitutas del estrógeno— interactúan con nuestras células, a veces de manera sutil, otras burdamente. Nuestros pechos absorben la contaminación como dos esponjas.

Para entender por qué nuestras tetas andan con moléculas de tan mala reputación, tuve que aprender sobre el modo en que funcionan las células y cómo responden a los cambios ambientales. Estudié biología celular, genética y endocrinología durante un año como investigadora en periodismo ambiental y más tarde como investigadora invitada en la Universidad de Colorado. Mi empeño me llevó tanto a rincones oscuros como a salas bien iluminadas, ante expertos que trabajan en los campos emergentes de la epigenética y la endocrinología ambiental, y a otros campos de más larga trayectoria como la oncología, la biología evolutiva y la celular.

Lo que encontré no solo resultó profundo y perturbador, sino también, por momentos, divertido y provocador. Tomemos, por ejemplo, el debate sobre las Barbies. En general, las mujeres cuyas proporciones cintura-cadera-busto corresponden a la silueta de reloj de arena producen cantidades levemente más altas de estrógeno. Suena bien, ¿no? No obstante, hay más probabilidades de que esas mujeres engañen a sus parejas y padezcan cáncer de mama. De hecho, tal como señalaron algunos investigadores indignados, las mujeres con menos curvas estamos perfectamente bien, gracias. En períodos críticos y estresantes, puede que sean estas mujeres —con sus concentraciones levemente más altas de las llamadas hormonas masculinas— quienes lleven el mastodonte a casa y golpeen a los competidores en la cabeza11, lo cual resulta bastante sensual también. Y hay un corolario masculino interesante: los varones más musculosos atraen más parejas, pero al parecer tienen un sistema inmunológico más débil. La belleza tiene su precio.

También me enteré de que actualmente la leche materna, que alguna vez fue la poción mágica de la evolución, quizás esté haciéndonos involucionar y limitando nuestro potencial. Las toxinas en la leche materna se han vinculado con coeficientes intelectuales más bajos, debilitamiento de la inmunidad, problemas de conducta y cáncer. Nuestro mundo moderno no solo contamina la leche materna, sino que también está modificando a nuestros hijos. Las niñas alcanzan la pubertad más precozmente. El busto es a menudo una de las primeras señales de desarrollo sexual, y cuando las chicas desarrollan mamas de manera precoz, se enfrentan a un riesgo más alto de cáncer de mama en la adultez, por motivos que explicaré más adelante. De hecho, nuestro medioambiente moderno ha dejado su marca en cada una de las etapas vitales de las tetas, desde la infancia a la pubertad, y luego el embarazo, la lactancia y la menopausia.

El progreso de la civilización supuso una separación de las tetas de su vida natural, fomentada por costumbres como tener nodrizas, llevar una vida conventual, controlar la reproducción y modificar los pechos con fines estéticos. Mi abuela, después de someterse a una mastectomía a principios de los años setenta, usaba una “prótesis” de busto con la silueta y el peso de una ojiva nuclear. Irónicamente, quien promovía estos dispositivos y luego pasó a diseñarlos no era otra que la inventora de la Barbie, Ruth Handler, quien también padeció cáncer de mama. Los senos falsos y agrandados de la actualidad son mucho más realistas. Casi todo el mundo quiere un poco más. Las ventas del corpiño realzador Wonderbra en los Estados Unidos recaudan setenta millones de dólares por año.

En un sinnúmero de sentidos, la modernidad ha sido beneficiosa para las mujeres, pero no siempre para nuestras tetas. El aumento mundial de la incidencia del cáncer de mama se debe en parte a una mayor precisión en los diagnósticos y a una mayor esperanza de vida de la población, pero estos factores no alcanzan para explicarlo. Los países más industrializados y ricos presentan las cifras más altas de cáncer de mama en el mundo. Los antecedentes familiares solo explican alrededor de un 10% de los casos. La mayoría de las mujeres (y cada vez más hombres) que padecen esta enfermedad son las primeras en su familia. Está pasando otra cosa, algo que tiene que ver con la vida moderna, que abarca desde los muebles sobre los que nos sentamos hasta nuestras decisiones reproductivas, las pastillas que tomamos y los alimentos que comemos.

Además de mis antecedentes familiares, yo, como tantas otras mujeres, tengo factores de riesgo para esta enfermedad, entre ellos, embarazos en edad avanzada, pocos embarazos y, como consecuencia de estas dos cosas, muchas décadas de circulación libre de estrógenos. Comencé a tomar pastillas anticonceptivas hacia finales de mi adolescencia. Como la mayoría de los estadounidenses, tengo concentraciones levemente bajas de vitamina D, otro riesgo vinculado con la vida moderna. Dicho todo esto, soy una persona promedio, al igual que mis tetas. Al escribir e investigar para este libro, en ocasiones usé mi cuerpo como representante del cuerpo de las mujeres modernas, lo examiné para saber si tenía sustancias cancerígenas, algunas comprobadas y otras no, y lo hice pasar por varios escáneres, pantallas y sondas. Annabel, mi hija, también se sumó valerosamente a algunos experimentos.

En esencia, Tetas es la historia ambiental de una parte del cuerpo, un relato sobre el modo en que el medioambiente pasó de perfeccionarlas a deteriorarlas. Es, en parte, un libro sobre biología, antropología y periodismo médico. Su publicación12 ocurre en el quincuagésimo aniversario de dos hitos importantes para la historia natural de las tetas, que serán temas recurrentes aquí: la publicación de Primavera silenciosa, de Rachel Carson, que reveló el modo en que los productos químicos industriales estaban alterando los sistemas biológicos, y el primer implante de siliconas en Houston, Texas, realizado en una mujer que en realidad solamente quería una otoplastia.

Ante la pregunta de por qué tendríamos que conocer mejor las tetas y por qué deberían importarnos, las respuestas son varias. La primera es que, como individuos y como cultura, nos gustan mucho, de manera que les debemos el favor. La segunda es que queremos protegerlas y cuidarlas, y para eso tenemos que entender sus procesos y saber cuándo se encuentran mal. La tercera es que son más importantes de lo que pensamos, porque son un medidor de la salud cambiante de las personas. Si somos cada vez más infértiles, si producimos cada vez más leche contaminada, si llegamos más precozmente a la pubertad y más tarde a la menopausia, ¿podremos realizar nuestro potencial como especie? ¿Acaso las tetas están en la vanguardia de nuestra involución? En ese caso, ¿podemos devolverles la gloria anterior a la caída sin comprometer nuestra identidad moderna? Las tetas cargan con el peso de los errores que cometimos como guardianes del planeta y, si sabemos dónde mirar, también nos alertan sobre ellos. Si las tetas son el rasgo que nos define, salvarlas es salvar a la humanidad.

1. Por quién doblan las campanas

Al principio no las teníamos [...] eran dos órganos totalmente nuevos, no podían sacarse, eran difíciles de esconder y estaban a la vista de todo el mundo [...] son gemelas mensajeras que vienen a anunciar que no tenemos control sobre nada y que la naturaleza tiene planes sobre los cuales no nos consultó.

FRANCINE PROSE, Master Breasts13

SI HAY ALGO QUE las estrellas como Jayne Mansfield y Mae West comprendían era el poder de sus generosos atributos. En sus memorias de 1959, West escribe que en la adolescencia se masajeaba los senos regularmente con manteca de cacao y después los salpicaba con unas gotitas de agua fría: “Este tratamiento los volvió suaves y firmes, y les dio un tono muscular que los mantuvo siempre bien arriba, donde deben estar”14. West no es la única que da consejos de belleza ridículos para las tetas; en Internet pueden encontrarse todo tipo de cremas, pastillas, bombas, ejercicios para pectorales y hasta un video en YouTube que enseña a usar la herramienta “licuar” de Photoshop, con la cual se puede inflar el busto.

En nuestra cultura, al menos, las tetas grandes reciben mucha atención. Yo uso el talle promedio en los Estados Unidos, una taza B15. Algunas conocidas me dicen que tener tetas grandes es como caminar con luces de neón colgando del cuello. Hombres, mujeres, niños y niñas, todos se quedan mirando, con los ojos imantados. Algunos hombres suspiran. No es de extrañar, pues, que algunos antropólogos las hayan llamado “señales”, pues, según ellos, las tetas revelan cosas acerca de la aptitud física, la madurez, el estado de salud y la cualidad maternal de su portadora. ¿Por qué otra razón existirían las tetas?

Todas las mamíferas tienen glándulas mamarias, pero ninguna tiene “tetas” como las nuestras16, agradables esferas que brotan en la pubertad y permanecen sin importar cuál sea nuestro estado reproductivo. Nuestras tetas son más que glándulas mamarias, están constituidas también por una constelación carnosa de grasa y tejido conectivo llamado estroma. Para alimentar a un bebé no hace falta tener tetas grandes, alcanza con que la glándula mamaria tenga el volumen equivalente a media cáscara de huevo. Junto con la bipedestación, el habla y la ausencia de pelaje, las tetas, en su suave gloria plena de estroma, son una de las características que definen a la humanidad. Pero a diferencia de la bipedestación y la ausencia de pelaje, los pechos se presentan —la mayoría de las veces— solamente en un sexo, con lo cual, según Darwin, forman parte de los rasgos que se desarrollaron como señales sexuales para el apareamiento.

¿Pero señales de qué exactamente? ¿Bastaría esto para explicar cómo y por qué a las humanas les tocaron las tetas en la lotería? Al parecer, muchos científicos piensan que sí, y han dedicado grandes tramos de su carrera a responder estas preguntas. Una cosa es clara: es divertido investigar estos temas. No es muy complejo elaborar estudios para demostrar que a los hombres les gustan las tetas, lo difícil es demostrar que esa atracción significa algo en términos evolutivos.

Esperaba encontrar las respuestas en los creativos experimentos de Alan y Barnaby Dixson, un equipo de padre e hijo que recibe financiamiento para observar tetas. Ambos trabajan en Wellington, Nueva Zelanda, y publicaron juntos varios artículos sobre las preferencias masculinas con respecto al tamaño de los pechos, la forma y el color de areola, y sobre fisonomía femenina y atractivo sexual en lugares como Samoa, Papúa Nueva Guinea, Camerún y China. Alan, célebre primatólogo y exdirector científico del zoológico de San Diego, aporta al proyecto su especialidad en sexualidad de primates, mientras que Barnaby, recientemente doctorado en antropología cultural, tiene mucho talento con los gráficos de computadora y un gran entusiasmo por el trabajo de campo.

Conocí a Barnaby un tempestuoso día de otoño en Wellington. Tenía veintiséis años, el pelo ondulado y cobrizo le caía alrededor del cuello alto de su pulóver tejido. Era alto, desgarbado, hablaba con una pizca de acento británico y tenía un porte muy serio. Caminaba con aire distraído y el ceño fruncido, y extraviaba las cosas con frecuencia —el ticket de estacionamiento, por ejemplo—. La vida del experto en señales sexuales no es fácil.

—A veces la gente piensa que estoy usando el dinero del gobierno para mirar tetas. No entienden lo que hacemos —me dijo. Según él, en lugares como Samoa, que actualmente está muy evangelizado, puede ser espinoso preguntarles a los hombres qué tipo de tetas prefieren. Algunos directamente se ofenden y lo tratan de pervertido. Ya aprendió a evitar a los hombres que están alcoholizados. Por otra parte, en el mundo académico, puede resultar difícil conseguir becas cuando hay otros temas como el cáncer de mama para financiar.

—Quizá tendría que haber sido médico —me dijo—. Pero la verdad es que soy muy impresionable.

En uno de sus experimentos digitales, Barnaby usó un dispositivo de seguimiento ocular llamado EyeLink 1000, junto con un paquete de software especializado. El aparato de 60.000 dólares habita en un espacio pequeño y anodino, tras una puerta con un cartel que reza “Laboratorio de Percepción/Atención” en el Departamento de Psicología de la Universidad de Victoria. Parece el tipo de aparato que una encontraría en el consultorio de un oculista. El sujeto apoya el mentón y la frente en los lugares indicados y observa a través de unas pequeñas lentes. En este caso, en lugar de ver la pirámide del alfabeto, el ojo encuentra imágenes de mujeres desnudas que centellean en una pantalla de computadora. Si todos los exámenes oculares fueran así, los hombres seguramente irían al oculista más seguido.

El día que fui a conocer el laboratorio, había un estudiante de posgrado llamado Roan que se había ofrecido como conejito de indias. Vestido con jeans y una remera holgada, se sentó a mirar plácidamente a través del aparato mientras Barnaby lo calibraba. Después, Barnaby le explicó la prueba: Roan iba a mirar seis imágenes, todas de la misma modelo agraciada, pero “transformada” digitalmente en cada una. Roan tendría cinco segundos para mirar cada imagen, que luego tendría que calificar del uno al seis, de la menos atractiva a la más atractiva, usando un teclado. Las imágenes tendrían pechos más o menos grandes y distintos índices de cintura-cadera (ICC). Estas dos medidas —el tamaño de los pechos y el así llamado ICC (que básicamente mide las curvas)— constituyen la lengua franca de los “estudios de atracción”, que, créase o no, son una especialidad reconocida en la antropología, la sociobiología y la neuropsicología. Según esta teoría, el modo en que machos y hembras evalúan su atractivo mutuamente puede revelarnos algo acerca de nuestra evolución y nuestra identidad.

El seguimiento ocular no miente. Iba a mostrarnos exactamente qué partes del cuerpo había mirado Roan mientras evaluaba las imágenes. Como ya me había explicado Barnaby, la máquina mediría el movimiento de las pupilas de Roan en un rango de centésimos de grado y registraría la cantidad de tiempo que detenía la vista en cada parte del cuerpo.

—Lo maravilloso del seguimiento ocular es que nos permite medir la respuesta conductual. Se puede calcular con precisión la conducta del ojo en el momento en que evalúa el atractivo de lo que está mirando —me había dicho Barnaby. Roan comenzó a mirar y calificar. El procedimiento duró solo un par de minutos. Cuando terminó, estaba un poco sonrojado.

Se quedó para ver cómo le había ido, y Barnaby empezó a mostrarnos unos gráficos y unos cálculos deslumbrantes. Una serie de anillos verdes que se superponían sobre el cuerpo de la modelo representaban la cantidad de veces que la mirada de Roan se había detenido un momento en cada lugar. Había algunos en la cara, otros pocos en las caderas y un montón en las tetas. Barnaby iba explicando a medida que repasaba la información:

—Roan empieza en los pechos, después le mira la cara, después los pechos, después el pubis, el vientre, la cara, los pechos, la cara, los pechos. La mirada se queda cada vez más tiempo ahí.

Roan pasó más tiempo mirando las tetas que cualquier otra parte durante cada “fijación”, y le dio el puntaje más alto a la versión más delgada y más tetona de la modelo. En otras palabras, la conducta de Roan fue igual a la de la mayoría de los hombres, tal como habría predicho Jayne Mansfield, quien podría haberle ahorrado unos cuantos dólares a la Universidad de Victoria.

Los resultados de la prueba de seguimiento ocular de Barnaby parecen obvios, pero para un científico es importante recabar información. Barnaby estaba preparándose para publicar un artículo en una revista llamada Human Nature17, y consideraba que ese trabajo respaldaba una hipótesis relativamente bien aceptada según la cual las tetas evolucionaron como señales para transmitir información esencial a posibles parejas, lo cual explicaría por qué la mirada de los hombres hace zoom a las tetas apenas unos doscientos milisegundos —sí, milisegundos— después de ver la imagen de la modelo.

—En términos generales, la teoría dice que la juventud y la fertilidad eran factores importantes cuando hombres y mujeres elegían pareja en épocas ancestrales —señaló Barnaby—. Por eso es lógico que elijan pareja a partir de rasgos que señalan el valor, la juventud, la buena salud y la fertilidad.

Para él, las tetas son útiles para los hombres. Y como a ellos les gustaban esas novedosas y gráciles esferas pendulares que al parecer aportaban tanta información y que, en su origen, como todo rasgo nuevo, surgieron accidentalmente, eligieron parejas según este criterio. Las pechugonas se apareaban más, o se apareaban con los mejores machos, y fue así que este rasgo se transmitió a las siguientes generaciones para beneficio de todos. En el mundo explicado por Barnaby, la historia termina más o menos ahí.

Me intrigaba saber si en esos pocos segundos de regodeo visual Roan había percibido inconscientemente ese reservorio de buena salud y juventud.

—¿Sos de los que se fijan más en los pechos? —le pregunté.

—Buena pregunta. —Roan es sudafricano y dedica su vida académica a estudiar rinocerontes—. Sí, pero no tanto. No es que me obsesionen, como esos tipos que no pueden parar de hablar de tetas. Pero sí, obviamente me gustan.

No pude evitar sentir fastidio ante las implicancias de las conclusiones del estudio de seguimiento ocular en el mundo real. ¿Un hombre le mira las caderas y las tetas a una mujer durante cinco segundos y en ese momento decide si aparearse o no con ella? ¿Así eran las cosas en nuestro profundo pasado evolutivo? ¿Así es ahora? E incluso si las cosas fueran así, ¿de verdad esta era la explicación de por qué tenemos tetas?

—Me imagino que cuando conocen a una mujer se fijan en otras cosas además de en las tetas —les dije a ambos.

—¡Pero claro! —Roan se sonrojó y rio.

—Hay otras cosas importantes —agregó Barnaby—. Uno tampoco puede clavarle la mirada en los pechos.

—Algunos sí —dijo Roan.

Barnaby tuvo la necesidad de rescatar un poco la charla.

—Esto es un experimento artificial. Mide solamente lo que podría llamarse el primer filtro, lo que es inmediatamente visible. Después, cuando uno conoce a la otra persona y charla con ella, entran a jugar muchos otros factores: la personalidad, la historia religiosa, el estatus socioeconómico…

—¿El sentido del humor? —pregunté.

—Sí, claro, claro —dijo Roan.

Más tarde, almorzamos en la casita junto a un arroyo en las colinas de Wellington que Barnaby comparte con su novia, Monica, una estudiante de posgrado canadiense que investiga la conducta de las aves. Hizo una sopa riquísima de un tubérculo neozelandés asado llamado kumara. Un cartel en la cocina rezaba: “No alimente a los osos”.

Al parecer, yo no era la única mujer a la que el trabajo de Barnaby la hacía sentir un poco incómoda y cohibida.

—Cada vez que Barny da algún seminario sobre índices de cintura-cadera, todas las mujeres salen corriendo a medirse18 —dijo Monica.

Según los estudios de Barnaby y muchos otros, los hombres prefieren un ICC de 0,7 —el de Marilyn Monroe—, es decir, que la cintura sea un 70% de la circunferencia de las caderas. Algunos científicos afirman que este número mágico representa un estado óptimo de salud y hormonas, pero el sentido del ICC es sumamente polémico en el campo. Barnaby parecía mortificado.

—Bueno, sí, es lamentable —señaló.

—Yo me medí —dijo Monica.

—¿Y, qué tal? —pregunté.

—Me dio 0,75.

Parece que Barnaby tampoco es inmune a los efectos de su investigación. Usa barba, por ejemplo. En sus estudios antropológicos sobre varias culturas, descubrió que el vello facial simboliza masculinidad y autoridad. Su padre, que da clases en la universidad y vive en un pueblo vecino con su esposa Amanda y un macizo bulldog llamado Huxley19, exhibe un tupido bigote blanco.

En las paredes de la casa de Barnaby se ostentaban varios dibujos originales de Alan Dixson, entre ellos uno de un mandril y otro de un gorila. Alan ilustra casi siempre sus propios textos, mientras que Barnaby se ocupa de hacer los gráficos de computadora. El último libro de Alan se llama Sexual Selection and the Origins of Human Mating Systems [La selección sexual y los orígenes de los sistemas humanos de apareamiento]20. Además de ser coautores de ocho artículos, comparten el amor por los animales y una personalidad reservada y amable.

—Barnaby es como un Mini-Me de Alan —dijo Monica, riéndose. Nacido en Inglaterra, el joven Dixson se crio en lugares como Escocia y África Occidental, siguiendo el derrotero de los trabajos de su padre. En Gabón, donde Alan dirigió un centro de primatología y estudió la competencia entre espermatozoides, la familia de Barnaby tenía un monito de mascota, un poto llamado Percy. Vivir junto a otros animales hacía que sus conductas, entre ellas las sexuales, le resultaran completamente normales. El hermano mayor de Barnaby, que también es científico, se dedica al estudio de un grillo enorme que no vuela.

Alan y Barnaby piensan que el estudio de las conductas de apareamiento y selección sexual en los primates puede revelar mucho sobre nuestros propios órganos reproductivos. Por ejemplo, los humanos tienen testículos relativamente pequeños en comparación con otros primates21. Alan argumentó que esto quizás indique que nuestros ancestros humanos primitivos eran polígamos. (Sobre este tema, los académicos están en fuerte desacuerdo. El campo de los estudios evolutivos es un deporte sangriento).

Para los Dixson, las tetas grandes de las humanas, al igual que los testículos gigantes de los chimpancés o la barba del orangután, son “recursos de cortejo” que se desarrollaron al calor de la competencia y la selección. Los testículos grandes producían más esperma, de manera que aumentaban la posibilidad de que los genes de un individuo penetraran el óvulo de una hembra promiscua en lugar de los de sus rivales. Los machos con testículos más grandes tenían más descendientes, que a su vez tenían testículos más grandes. Los Dixson consideran que las barbas y las tetas grandes son, en cambio, “adornos” de seducción, que indican la calidad genética de quienes los portan. Quienes atraían a las mejores parejas tenían crías más aptas y, en última instancia, más descendientes, y así se transmitían los rasgos. Esta es la esencia de la selección sexual tal como la propuso Charles Darwin.

—Se escribió mucho sobre cuáles eran los posibles mensajes de los pechos para los hombres —señaló Barnaby—. El mensaje más simple es que su portadora es una mujer sexualmente madura. Después hay un montón de hipótesis. Una que me resulta interesante, y que se basa en investigaciones sobre los cazadores-recolectores hadza, en Tanzania, es que podría haber una fuerte preferencia de los hombres por los pechos jóvenes y sexualmente maduros22.

Barnaby explicó que a medida que las mujeres envejecen, y también a causa de embarazos sucesivos —algo que reduce su valor ante parejas nuevas—, las tetas cambian.

—Estoy buscando una manera amable de decirlo —se atajó Barnaby—, pero los años y la gravedad dejan una marca. La forma tiende a perder firmeza y a caer. Puede que esto les dé a los hombres indicios de la juventud y la fertilidad de la mujer, así como de sus posibilidades reproductivas.

En otras palabras, muchachos, tienen que buscarse mujeres biológicamente aptas. Qué despiadado es este mundo.

Pero hay más matices: las tetas grandes caen más que las pequeñas, señaló Barnaby, de manera que los hombres preferirían las más grandes porque son “fuentes de información” más fiables en términos de edad. Otros estudios apoyan la hipótesis de Barnaby, algunos con experimentos de campo. Hace unos años, en Bretaña, Francia, se contrató a una actriz de veinte años de “atractivo promedio” con pechos relativamente pequeños para un trabajo peculiar: tenía que sentarse en un bar mientras un investigador encubierto registraba cuántos hombres se le acercaban23. Después, debía rellenarse el corpiño para hacer crecer su busto a una taza B e ir a otro bar. Ya se imaginan el paso siguiente: repetir con taza C. En todos los bares usó la misma ropa, jeans y un buzo bien ajustado. Las instrucciones eran observar la pista de baile, pero sin mirar a los hombres alrededor. Esto se repitió durante doce noches en un período de tres semanas. Cuando usó la taza A, la sacaron a bailar trece veces. Con la taza B, diecinueve veces. ¿Y con la taza C? Nada más y nada menos que 44 propuestas de baile.

En un experimento similar, la muchacha tetamórfica probó hacer dedo, también en Bretaña, en el pico del verano y a plena luz del día24. En su versión taza A, pararon quince hombres. Con taza B, pararon veinte. Y con taza C, pararon veinticuatro hombres. En cuanto a las conductoras, paró aproximadamente la misma cantidad con las tres versiones de taza. Otro estudio demostró que las camareras con tetas más grandes reciben más propina25.

Steven Platek, un neurocientífico evolutivo de Georgia Gwinnett College, hizo un estudio que consistía en mostrarles fotografías de tetas a estudiantes universitarios mientras les escaneaba el cerebro con un resonador magnético. Descubrió, como era de esperar, que las imágenes activaban “centros de recompensa” en el cerebro de los voluntarios.

—La mayoría de las imágenes capturan la atención del varón en tal medida que lo distraen de procesos mentales y cognitivos, y pueden volverlos disfuncionales para otras actividades —me dijo Platek. Hay quienes llaman a este estado “hipnotetación”.

Muy bien, los varones se distraen cuando ven tetas, lo cual no es ninguna novedad para la cultura occidental, pero surgen algunos problemas cuando se hacen afirmaciones generalizadoras sobre la evolución a partir de estudios sobre la conducta masculina en bares. Para empezar, la hipótesis de la nubilidad, que bien podría formar parte de la teoría de la gravedad, sigue haciéndome ruido. Si hablo desde la experiencia personal, puedo afirmar que mis tetas en realidad se agrandaron después del embarazo. No puedo decir que estén cayéndose, por lo menos no todavía. Hace rato pasé la edad que los antropólogos consideran “el pico de valor reproductivo”. ¿De verdad un hombre necesita mirarle las tetas a una mujer para saber si es vieja? ¿Acaso no hay señales más evidentes y mucho menos incómodas de verificar? Por otra parte, como sabe toda persona que ha estado en duchas públicas o en un campus universitario en primavera, hay una enorme, pero realmente enorme, variedad de formas y tamaños de tetas. Hablo de diferencias de volumen de entre el 300% y el 500%, y esto solo en grupos que tienen aproximadamente la misma edad. ¿Qué otra parte del cuerpo es tan variable? Si las tetas son comunicadoras tan importantes, ¿no deberían ser más coherentes?

Para seguir complicando el panorama, el gusto también varía muchísimo. Barnaby concedió que las preferencias masculinas no son tan universales como había pensado, pues esperaba que todos los hombres prefirieran tetas de un tamaño similar —o sea, grandes—, pero no siempre es el caso. En sus estudios anteriores de seguimiento ocular26, cuyos resultados se publicaron en la revista Archives of Sexual Behavior, la misma cantidad de hombres prefería tetas medianas que grandes, y a algunos les gustaban más las chiquitas (y estamos hablando de hombres blancos heterosexuales de Nueva Zelanda). Otros estudios han demostrado que, por ejemplo, los hombres de las tribus azanda y ganda las prefieren alargadas y pendulares, mientras que a los manus y los maasai les gustan redondas27. Según otro estudio, los hombres occidentales prefieren mujeres más curvilíneas en tiempos de recesión, quizá porque evocan confort y calorías28. En su estudio, Barnaby descubrió que a los hombres básicamente les gustaba mirar todas las tetas, sin distinción de tamaño y más allá de los puntajes que les dieran a las imágenes.

Si los pechos son tan buenos indicadores de la aptitud física de una mujer, también debería serlo la areola, señala Barnaby. Como las mujeres jóvenes que nunca tuvieron hijos tienen areolas más claras, Barnaby hizo otro estudio en el que esperaba que los hombres prefirieran una pigmentación más clara a la hora de evaluar las imágenes29. Para su sorpresa, muchos hombres prefieren el pigmento más oscuro que adquieren las areolas después del embarazo. De manera similar, los datos arrojados sobre preferencias en cuanto al tamaño de la areola eran muy variados. Y si bien a casi todos los hombres parecen gustarles las tetas, en muchos lugares son más intrascendentes. No todas las culturas tienen Hooters. En Japón, la nuca es insoportablemente sensual. En algunas partes de África Occidental y América del Sur, las nalgas son la sensación. Cuando mi hijo era chico, me mortificaba cantando por toda la casa una canción de Sir Mix-a-Lot que estaba en la banda sonora de Shrek y que repetía sin cesar cuánto le gustaban los culos grandes.

Barnaby sabe de estas incoherencias y le producen un poco de acidez académica. Pero si bien reconoció que los datos están lejos de ser conclusivos, considera que son sólidos:

—La cantidad de atención visual y de evidencia de que los hombres se sienten atraídos por los pechos nos llevaría a concluir que, en términos evolutivos, hay una relación entre la elección de pareja y la morfología de los pechos.

Barnaby es apenas el más reciente de una larga lista de científicos que sostienen que las tetas evolucionaron al compás de la mirada masculina desde hace por lo menos medio siglo, cuando Desmond Morris —un zoólogo británico célebre por haber dirigido los gestos y los gruñidos de los actores en La guerra del fuego— publicó su famoso e influyente libro El mono desnudo en 1967. Allí, Morris intentó explicar para un público lego las motivaciones de la conducta humana, y para ello compuso una descripción de la vida prehistórica muy parecida a la zona muerta de la vida de las familias de clase media de mediados de siglo XX para narrar el modo en que surgió, en el Pleistoceno, el “hombre cazador”, singular entre todos los primates, que llegaba a casa después de un largo día de perseguir animales y necesitaba que su esposa, cuyo lugar estaba siempre junto a la fogata, le mostrara una estimulante delantera. Aunque posteriormente una investigación reveló el pequeño detalle de que las mujeres cazadoras-recolectoras procuraban la mayor parte del alimento diario para su familia, Morris nunca corrigió su hipótesis sobre el origen de los pechos.

Puesto que la señora del Poderoso Cazador debía ser constantemente sensual para que esta situación funcionara, necesitaba un buen órgano sexual a la vista, distinto al de todas las otras primates que no caminaban erguidas. En ellas, las señales de disponibilidad sexual —el celo— se manifestaban a través de una hinchazón en las nalgas o en los labios vaginales. Morris se preguntó:

Si observamos las regiones frontales de las hembras de nuestra especie, ¿podemos advertir alguna estructura que sea un posible remedo de la antigua exhibición de las nalgas hemisféricas y los labios vaginales rojos? La respuesta es tan destacada como el busto femenino en sí mismo. Los pechos protuberantes y hemisféricos de la hembra sin duda son copias de las nalgas carnosas, mientras que los labios rojos y bien definidos de la boca han de ser copias de los de la vulva30.

Nunca podré volver a usar lápiz labial del mismo modo.

Hoy en día, El mono desnudo es leído como un manifiesto vergonzante del dominio masculino, aparecido en el preciso momento en que el movimiento de mujeres comenzaba a encenderse. Tal como Linneo parecía ir detrás de sus propios intereses políticos —imponer el carácter maternal en las mujeres del Renacimiento— cuando nos nombró Mammalia, puede que Morris hiciera otro tanto. Por otra parte, quizá tanto a Linneo como a Morris simplemente les gustaran las tetas.

Por cierto, a muchos antropólogos les encantan. En ilustraciones de manuales y en dioramas de museos, siempre se representa al “eslabón perdido” más reciente de la cadena evolutiva con tetas, a pesar de que no hay ninguna evidencia fósil que respalde esta decisión. ¿Ardi? ¿Lucy? Con tetas, siempre con tetas. Incluso a la novia de Pie Grande le dibujan casi siempre una buena delantera. Todos conocemos tipos como Morris, hay miles, pero también hay hombres que se fijan más en las piernas, como mi marido (por suerte). En cualquier caso, la ciencia de la atracción sexual siempre estuvo marcada por debates feroces y acusaciones de sesgos culturales, hasta el día de hoy.

Prueben decirle a una antropóloga feminista que las tetas existen a causa de los hombres; en el mejor de los casos va a tirarles una pelvis de Australopithecus de goma por la cabeza. Elaine Morgan, una escritora galesa, escribió un libro muy encantador, para refutar a Morris y sus compañeros, llamado Eva al desnudo. Allí, desmiente exhaustivamente la noción de que las necesidades de los hombres hayan provocado cada astuta adaptación anatómica en nuestros ancestros humanos, entre ellas, las tetas.

Toda la fábula me parece bastante increíble. Desmond Morris, al reflexionar sobre la forma de los pechos de una mujer, deduce instantáneamente que se desarrollaron porque su compañero se había convertido en un Poderoso Cazador, y defiende esta proposición absurda con el más depurado ingenio. En la figura de Tarzán hay algo que los tiene a todos encandilados31.

Frances Mascia-Lees, una antropóloga de la Universidad de Rutgers, me dijo que la producción académica de los últimos cincuenta años en torno de los pechos y la atracción fue una pérdida de tiempo colosal.

—Si hablás con los más veteranos, vas a ver que todavía hoy siguen sosteniendo los mismos argumentos. No van a cambiarlos por nada del mundo. Pero la realidad es que, a la hora de elegir una pareja y tener hijos, el tamaño de los pechos no importa, aunque a los publicistas y cirujanos plásticos les encantaría que todos pensemos que sí —me dijo.

Luego, señaló una serie de lagunas en la teoría del origen de las tetas como señales sexuales. Si los senos grandes y firmes les indican a los hombres que una mujer es fértil y está lista para copular, ¿por qué son más grandes y más firmes cuando la mujer ya está embarazada o amamantando? ¿Por qué hay tanta variación en el tamaño y en la forma de las mamas humanas? ¿Por qué tantas mujeres con tetas diminutas amamantan, dan a luz y crían hijos espectacularmente?

Aunque me cueste admitirlo, no pude evitar preguntarme si Mascia-Lees tenía pechos pequeños y si eso había tenido algo que ver con su disenso. Así que le pregunté, y resultó que tenía el problema opuesto: es un 36DD. Cuando entró al posgrado, en 1981, su departamento estaba compuesto por quince hombres y una mujer. La obsesión estadounidense con las tetas era evidente hasta el fastidio.

—Tener pechos grandes implicaba una constante sexualización por parte de los hombres —me dijo—. Era muy complicado lograr que me tomaran en serio como intelectual.

En ese momento, la teoría del Poderoso Cazador estaba muy en boga. Este señor impulsó el desarrollo de un cerebro más grande, del habla, del comportamiento social, la bipedestación, el uso de herramientas, etc. Era exasperante, y eso la estimuló a pensar. En una hipótesis opuesta en la que se saborea la dulce venganza, Mascia-Lees y otras personas sostienen que es igualmente probable que la hembra impulsara estos cambios a través de la lactancia y las necesidades particulares de las crías humanas. Imaginen por un momento, estimados caballeros de la academia, que las tetas no se desarrollaron porque el hombre de las cavernas, garrote en mano, las necesitara, sino porque la mujer las necesitaba.

Mascia-Less sostiene que los pechos evolucionaron por selección natural, no sexual. Parece perfectamente razonable, si no más razonable, suponer que había algo en el hecho de tener senos que aumentaba la aptitud física de las mujeres y sus crías en lo que Darwin llama lastimeramente “la lucha por la existencia”. El deseo masculino, si bien es un hecho universal, era secundario. Esta hipótesis propone que las tetas ayudaron a aumentar las reservas de grasa de las mujeres32. Aunque el porcentaje de ese aumento fuera muy bajo, en el entorno pobre e impredecible de nuestra evolución primitiva —en las vastas llanuras, bajo temperaturas sumamente fluctuantes—, esos depósitos extra de grasa quizás hayan marcado la diferencia al momento de llevar adelante el embarazo y la lactancia. Los humanos necesitan almacenar más grasa que otros primates porque no tienen pelaje para mantenerse calientes. Por otra parte, las humanas embarazadas necesitan movilizar más grasa para seguirles el ritmo a sus rechonchos bebés, cuyos grandes cerebros necesitan reservas especiales de ácidos grasos de cadena larga. Por eso, los cuerpos gestantes ni siquiera ovulan si no superan cierto umbral de grasa corporal. En promedio, las mujeres en edad fecunda almacenan el doble de grasa que los hombres.

¿Pero por qué la grasa se almacena en las tetas y no, digamos, en el codo? Mascia-Lees tiene una buena explicación para esto. La grasa y el colesterol producen estrógeno, y las glándulas mamarias están llenas de células sensibles al estrógeno. Tenemos más estrógeno que otros primates simplemente porque tenemos más grasa. La secuencia es así: necesitábamos más grasa a partir de la pubertad para producir bebés humanos, la grasa producía estrógeno, que a su vez nos hizo crecer los senos porque los tejidos que hay allí están sintonizados con esta hormona.

En la explicación de Mascia-Lees, los pechos no son más que “derivados de los depósitos de grasa”. Esta teoría no es tan comprobable, ni tan sensual, como la de Morris y su grupete, pero ese es precisamente el punto.

—Quise demostrar que mis supuestos tienen una base sólida y que no estoy proyectando los mismos supuestos culturales sobre la historia evolutiva —señaló.

Quizá porque nunca tuve el tipo de busto que los hombres se quedan mirando, estoy más dispuesta a considerar teorías de origen alternativas. Y hay un montón. Un aspecto que complica el panorama es que, a diferencia del pulgar oponible, las tetas no dejan rastro fósil. No hay manera de saber en qué preciso momento de la evolución humana apareció este generoso atributo. ¿Fue antes o después de la bipedestación? ¿Antes de que perdiéramos el pelaje? Casi todas las teorías que explican el surgimiento de los pechos, entre ellas las de Mascia-Lees y los Dixson, entran en la categoría SWAG33.

Índice de contenido

Introducción. El planeta de las tetas

1. Por quién doblan las campanas

2. Comienzos circulares

3. Curso básico de conductos

4. De relleno

5. Atributos tóxicos: la mama en desarrollo

6. Primavera anticipada

7. La paradoja del embarazo

8. ¿Qué comemos hoy?

9. Ser o no ser: flora y fauna intestinal

10. Leche agria

11. Territorio desconocido: anticonceptivos, menstruación y terapias hormonales

12. ¿Pueden los marines resolver el enigma del cáncer de mama?

13. Envejecimiento y densidad mamaria

14. El futuro de las tetas

Agradecimientos

Créditos

Hitos

Portada

Página de copyright

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Capítulo

Agradecimientos

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