¿Todavía? ¡Siempre! - Anabel García - E-Book

¿Todavía? ¡Siempre! E-Book

Anabel García

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

A veces la vida te brinda una segunda oportunidad. Una en la que todas las piezas encajan y no hace falta lanzar más dados al viento. «No todas las historias de amor comienzan con un beso. Yo me enamoré de él mucho antes de besarnos». Sara acaba de descubrir que no hay nada peor que mirarse al espejo y no reconocerse. Desearía desaparecer de su propia vida porque siente que lo tiene todo y no es suficiente. Ansía recuperar algo que ni siquiera sabe que ha perdido, pero que es lo único que necesita para ser feliz: amar y ser correspondida. Cuando por fin se decide a dejar a su novio y trasladarse a Madrid para intentar controlar una vida que es como ella, un caos absoluto, resulta que el piso en el que debería vivir sola está repleto de gente extraña, en el trabajo no le pagan y el amor de su vida es gay. ¿Qué más le podría suceder? Pues que termina grabando un podcast en el que cuenta sus escarceos amorosos con su amor platónico. El gay. El problema es que cada vez tiene más oyentes y corre el riesgo de que el susodicho reconozca su voz. ¿Logrará mantener Sara su identidad en secreto? ¿Quién es ese hombre anónimo que le escribe unas cosas tan bonitas en el podcast? —No te enamores con el primer beso —me advertían siempre mis amigas—, ¡y yo, como buena idiota que soy, me enamoré sin ni siquiera besarlo!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 591

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

¿Todavía? ¡Siempre!

© 2022, Anabel García

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 978-84-18976-38-4

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Prólogo

1. Un paso atrás para tomar impulso y avanzar

2. En realidad, no has amado

3. El principio

4. Nadie dijo que fuera fácil

5. El cambio es la vida misma

6. Un piso, muchas vidas

Joel (primera consulta)

7. Es una lata el trabajar

8. ¿Quién eres?

9. Encuentros

10. Planes maquiavélicos

11. Mi vida sin ti no tiene sentido

12. La nueva inquilina

13. ¡Quítate la corona y ponte la armadura!

14.Podcast

15. Después de la tormenta, viene el chaparrón

Joel (segunda consulta)

16. La ducha de mi vida

17. Ir de compras nunca fue tan complicado

18. Calor de invernadero

19. Sorpresa

20.Podcast

21. La vida comienza cada día por primera vez

Joel (tercera consulta)

22. Nunca se sabe el origen de la alegría

23. Una declaración de amor en toda regla

24. La vida es bella

25. Un lugar en el mundo

26. Sorpresita

27. Bienvenida a casa

28.Podcast

29. Cosas de amigas

30. Comenzar desde cero

31. La noche en que bailamos bajo la lluvia

32. Cómo volar sin alas

Joel (cuarta consulta)

33. ¿Qué pasa cuando vives en las nubes?

34. Besos. Locura

35. Todo se soluciona

Joel (quinta consulta)

36. Cumpleaños feliz

37. Una escalera en penumbra

Joel (sexta consulta)

38. Junto a ti la vida es mucho mejor

39.Podcast

40. Amor es mirarte y no poder evitar sonreír

41. Mientras tú me mires, lo demás no importa

42. El paraíso

43. Si no sabes hacia qué puerto marchar, ningún viento será favorable

44. ¿No crees que nos merecemos un final diferente?

45. El amor es una serpiente que va cambiando de piel

Joel

46. Me veo brillar en tus ojos

Joel (la despedida)

47.Podcast

48. Olvidar

Joel (último día de terapia)

49. Todavía siempre

Joel

50. El infierno es el hielo en el corazón

51. La mejor manera de honrar su memoria es vivir

52. ¿Qué te gustaría que recordaran de ti?

53. Confesiones

Epílogo

Reflexiones de la autora

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A César y Yago, los amores de mi vida. Sin ellos,

habría terminado este libro mucho antes.

Y a mis padres: saltaos las escenas de sexo, por favor.

Cita

 

 

 

 

 

Si me preguntasen qué es el amor,

sin dudar contestaría que el amor

es desear con todas tus fuerzas

que la otra persona sea feliz y

hacer todo lo posible porque así sea,

incluso salir de su vida.

 

 

 

 

 

Gracias a mis lectoras

por conseguir que mis alas

se batan cada vez con más fuerza.

¡Estamos a un palmo del cielo!

Os quiero.

ANABEL GARCÍA

Prólogo

 

 

 

 

 

La farola bajo la que nos encontrábamos estaba fundida y las demás se hallaban demasiado alejadas de nosotros, por eso todo estaba prácticamente a oscuras. Mi interior no difería demasiado del ambiente que nos rodeaba, pues mi alma hacía tiempo que se había acostumbrado a vivir inmersa en una noche eterna en la que ni siquiera brillaban las estrellas. Sin embargo, algo había conseguido abrir una pequeña brecha en aquel sombrío mundo, permitiendo que se colara un tenue rayo de luz. Voy a ser franco, no era algo, era alguien, y en cuanto la vi aparecer frente a mí bajo la lluvia, resucitó cada uno de los sentimientos que durante toda la vida me había obligado a desterrar con tanta fuerza que hasta me estremecí.

Me acababa de dar cuenta de que no podría vivir sin ella y eso solo significaba una cosa: mi perdición. En vez de ponerme firme y recobrar el control de la situación, como hacía siempre, me estaba dejando llevar. Por primera vez en mi puta vida me estaba dejando llevar, y lo peor era que le estaba cediendo el mando a la única mujer en el mundo que podía destrozarme, la única en todos los sentidos. Admito que la cobardía me asfixiaba por consentirlo, pero me daba igual, porque me sentía jodidamente feliz.

¿Feliz? De hecho, no me encontraba demasiado seguro de que fuese felicidad lo que sentía en aquel entonces porque no estaba demasiado familiarizado con ella. Hacía tiempo que no me permitía el lujo de tener emociones de ningún tipo, pues mi trabajo consistía en eso precisamente y no podía desviarme del camino trazado.

Hacía tiempo que mi mente bullía a todas horas repleta de recuerdos que todavía no habían sucedido, lo que venían siendo fantasías, aunque me daba pánico reconocer que soñaba con ella incluso estando despierto. Hasta entonces, solo habíamos cruzado frases provocadoras, miraditas seductoras y algún que otro roce furtivo intencionado, pero siempre fingiendo que no lo era para no traspasar los límites. Y ya no aguantaba más esa presión en el pecho, tenía que armarme de valor y decírselo.

Estaba a punto de dar el paso más importante de mi vida y en lo único que pensaba era en que iba a joderlo todo, pero a base de bien. Siempre había sido un hombre muy seguro de mí mismo, a veces incluso demasiado, tanto, que me tachaban de arrogante; pero allí estaba yo, en plena noche, bajo el diluvio universal, en mitad de la plaza de Santa Ana, con varias personas de testigos, que nos observaban con curiosidad, cagándome de miedo ante la mujer menuda de metro sesenta que tenía delante.

«No me jodas que vas a hacerlo», me repetía en bucle, sin poder dejar de mirar cómo la ropa se le pegaba al cuerpo por la lluvia. El problema no era que no supiera declararme, el problema era que no debía…; eso y que estaba acojonado. Primero, porque Sara acojonaba, y mucho, porque ella no sería un polvo de una noche por experimentar, sabía que ella sería la definitiva. Y segundo, porque no podía permitir que se convirtiese en eso, en la definitiva.

Me debatía conmigo mismo entre ser egoísta y feliz o dejarla marchar para que lo fuese ella sin mí, porque tenía claro que, a largo plazo, no podría darle lo que merecía. Dicen que renunciar a lo que amas es el acto de amor verdadero más grande que existe, aunque solo el hecho de imaginarla siendo feliz sin mí corrompía mi alma y desgarraba mis entrañas. Entonces, ¿qué cojones hacía? No quería vivir sin ella, no podía, pero, si jodía lo nuestro, no lo superaría jamás.

Los últimos días se habían convertido en un auténtico infierno de contención porque no sabía cómo hostias confesarle que, de repente, cuando me hablaba, me recreaba más de lo que debía en sus labios. ¿Cómo le decía que, sin quererlo, fantaseaba con mi lengua sobre sus pechos y conmigo entrando en su cuerpo cada vez que me rozaba? ¿Cómo le contaba que me gustaría averiguar a qué sonaban sus gemidos al correrse? Correrse. Sara corriéndose. Joder. No podía pensar en nada más, se me nublaba la mente y solo quería convertir aquella imagen en realidad. Y ese propósito se implantó en mi cerebro para no marcharse nunca más, resucitando así miles de ilusiones que hasta aquel preciso instante me había obligado a exterminar.

«No puedes ser tan egoísta, ella se merece más», me recriminé en un último instante de lucidez. Sería mejor así. Callarme. Y ella nunca lo sabría.

—¿Por qué me has pedido que venga? —susurró con timidez.

Sus palabras me devolvieron a la realidad justo cuando por fin iba a renunciar a confesarle todo lo que sentía por ella. Al mirarla percibí mi propio rubor cubriéndome las mejillas, pues de pronto fui consciente de lo que tenía ante mis ojos. ¡Dios! El agua había conseguido que se le marcase cada curva de su anatomía y estaba increíblemente sexi tratando de despegarse el camisón de sus extraordinarias tetas, mirándome a través de sus largas pestañas empapadas, con el pudor reflejado en sus ojos. ¡Pudor! ¡Conmigo! ¿Qué mierda había sucedido entre nosotros?

Me entraron unas ganas enormes de estrecharla entre mis brazos para resguardarla de la lluvia y besarla como si se acabase el mundo. Estaba sobrecogido. Lo admito. Entré en pánico y no supe reaccionar. Solo fui capaz de abrir el paraguas que llevaba en la mano para ofrecérselo, como un auténtico gilipollas. Total, ¿para qué?, si ya estábamos empapados los dos.

—¿No crees que es un poco tarde para eso? —preguntó ella con una enorme sonrisa al verme titubear.

Dejé caer el paraguas al suelo y no tardó en salir rodando calle abajo debido al viento, no obstante, nosotros permanecimos mirándonos a los ojos sin apartarlos uno del otro ni un solo segundo. Recordé con cariño el día en que me quedé prendado de esos ojos azules de gata que, todavía a día de hoy, me vuelven loco: el día en que la vi por primera vez.«Ay, Sara, me hiciste tuyo tan solo con respirar y ninguno de los dos se dio cuenta». Pero ella ¿podría leer mis pensamientos?

—Alguien me dijo una vez que nunca es tarde para bailar bajo la lluvia —me escuché soltar con una voz ronca sin ni siquiera esperármelo y, al ser consciente de que quizá se me estaba viendo demasiado el plumero, me sobresalté.

—Ese alguien debe de ser muy sabio —contestó ella en un imperceptible murmullo.

—Ese alguien es jodidamente increíble.

¿Jodidamente increíble? ¡Me cago en la puta! Me acababa de dar cuenta de que estaba enamorado de Sara hasta los huesos y de que tenía un maldito «Te quiero» atascado en la garganta clamando con fuerza por salir. Pero si ni siquiera nos habíamos besado, ¿cómo cojones iba a confesarle que la quería? ¿Se puede amar a alguien con quien no has tenido ni un beso? Joder, ¡aquello era una puta paranoia! ¡Me estaba volviendo loco!

De repente, fui consciente de que ansiaba su proximidad más que nada en el mundo. Quería protegerla de la lluvia porque esa había sido siempre mi misión en la vida: protegerla. Entonces, en un inesperado momento de locura, esa locura que solo ella sabía despertar en mí, extendí mi mano hacia su cuerpo y le pregunté:

—¿Bailas?

En aquel momento, sus ojos se clavaron en los míos, brillaron como nunca para iluminar la oscura noche que nos envolvía, iluminaron mi alma al mismo tiempo y confirmaron con ello que no me había equivocado en mi decisión.

Y así fue como convirtió un solo momento en toda una eternidad.

1Un paso atrás para tomar impulso y avanzar

 

 

 

 

 

«No todas las historias de amor comienzan con un beso». Yo, sin ir más lejos, no sabría definir el momento exacto en el que empezó la mía.

Me encuentro en el baño terminando de arreglarme mientras escucho en el móvil y canturreo Bam Bam de Camila Cabello y Ed Sheeran. Yo soy muy Camila en esta canción, este videoclip me define a la perfección. «Así es la vida», puedes regocijarte en tu desgracia o bailar a pesar de todo.

El cuarto de baño de la planta de arriba es el sitio menos concurrido de casa, por eso siempre ha sido mi lugar preferido del mundo, mi recinto sagrado. Aquí es donde respiro hondo cuando lo necesito, donde me escapo para meditar decisiones complicadas, también donde lloro y río, aunque, sobre todo, es el único sitio donde desaparezco para volver a encontrarme, y creo que el motivo lo tengo claro: es la única estancia de la casa que tiene pestillo y el pestillo, a ciertas edades, es como darte de bruces con el santo grial, un gran golpe de suerte.

Me tomo el tiempo necesario, una vez más, para valorar si en realidad deseo hacer lo que me estoy planteando. Me siento sucia, rastrera y culpable, pero ¿a quién pretendo engañar? Son mis sentimientos y debo ser sincera conmigo misma. Además, no es que desee hacerlo, es mucho más que eso: lo necesito tanto como respirar, porque todos mis sueños se han roto y él es el único culpable. Quiero reencontrar a esa Sara que se ha ido haciendo invisible por el camino, cogerle la mano y llevarla hacia la luz para que vuelva a brillar y a reírse a carcajadas. No puedo esperar ni un minuto más. Anhelo con todas mis fuerzas volver a ser feliz. Me lo merezco.

Me paso la plancha por el pelo ondulado para alisarlo. No sé qué manía tenemos las chicas de querer llevar el pelo justo al contrario de como es su naturaleza. Compruebo a la luz del espejo, separando un mechón del cabello con dos dedos para examinar con detenimiento la raíz, que me ha quedado bien el tinte. Me he aplicado un color zorrón muy mono, y no te vayas a pensar que es porque sea una zorra, que ya me gustaría; no, es que el tono es cobrizo, como el del animal.

Me gusta cambiar de tinte según mi estado de ánimo. Creo que ya he llevado todos los colores que existen; todos menos uno, porque nunca me he atrevido con el rubio. Sentirse rubia son palabras mayores y yo todavía no tengo demasiado claro lo de portar un estandarte tan imponente.

Mientras me maquillo, me esfuerzo de manera especial en no parecer una adicta al crack ni tampoco la hermana del Joker. Me encanta pintarme, y más de dos veces, cuando me he querido dar cuenta, me había puesto encima todo cuanto tenía en mi bolsita de pinturas, que no es nada pequeña. Es superior a mis fuerzas, todo me parece ideal, mezclo los colores aquí y allá sin piedad, sombras, polvos, cremas… y admito que el resultado es desastroso muy a menudo. Alguna vez, incluso, he tenido que desmaquillarme para volver a empezar, y entonces me viene a la mente la cara de Joel con los ojos en blanco, muy serio y de brazos cruzados, abroncándome: «Pecas, menos es más».

Joel.

¿Será el causante de que esté a punto de hacer lo que jamás creí posible que haría?

Dejo escapar una leve sonrisa al recordar la primera vez que me llamó Pecas. Estábamos en el colegio y él se sentaba muchas filas por detrás de mí porque siempre ha sido de los rebeldes. Tan rebelde que, siendo tres años mayor que yo, seguía estando en mi curso; yo, sin embargo, era una empollona de primera línea, por eso me habían dado una beca para poder asistir a ese colegio de pijos al que nunca hubiese podido aspirar; por el contrario, a mi amigo le sobraba el dinero para ello. Aquel día, mi madre me había lavado el único uniforme que tenía y disfrutaba del gran privilegio de poder acudir a clase con ropa de calle… ¡Maldita la hora!

Seleccioné de mi armario, henchida de ilusión, un pantalón de campana rosa con una chaqueta roja y una camiseta verde pistacho, además de unas deportivas naranjas. No lo hice por llamar la atención, lo juro, al menos aquella primera vez. Es que a mí la ropa me parece más divertida cuando está llena de colores vivos y chillones, cuanto más vivos y chillones mejor. Nunca he entendido por qué a la gente no le gusta mezclarlos y se empeña en combinarlos según una sola paleta; eso no es nada divertido. No debería haber unas normas establecidas para mezclar colores, ¿o es que acaso el arcoíris es mágico por combinarlos bien?

Hoy en día tengo claro que a mis estirados compañeros de clase no les pareció nada divertido mi atuendo y por ese motivo, en cuanto me vieron, comenzaron a burlarse de mí. Yo pasé de ellos y me dediqué a la tarea que había mandado el profesor. Lo malo fue cuando este salió del aula para ir a algún sitio. Alguien me llamó desde los asientos de atrás para que me girase y, al hacerlo, me lanzó una goma de borrar con todas sus fuerzas al grito de «¡Bórrate del mundo, hortera de mierda!», con tan mala suerte que me dio de pleno en el ojo derecho. Todavía recuerdo aquel dolor tan intenso; fue tan fuerte que consiguió hacerme gritar como una loca.

En cuanto me escuchó chillar, sin ni siquiera saber qué había ocurrido, Joel se lanzó sin dudarlo sobre el chico que me había agredido para pegarle una buena paliza, montando así el espectáculo del siglo. La consecuencia fue que expulsaron a mi amigo del colegio unos cuantos días, mientras que al agresor ni uno solo; que el padre de Joel le castigó a base de golpes y que yo terminé llevando un parche en el ojo durante el resto del trimestre, encima dando gracias por no haberme quedado ciega. Con esto aprendimos muchas cosas, como, por ejemplo, que la gente con dinero siempre tendrá más razón que tú.

Una tarde cualquiera, fui a casa de Joel, como hacía cada día que mi amigo seguía expulsado, para llevarle la tarea de Inglés que nos habían mandado aquel día en clase. Me puse la misma ropa estridente para reivindicar mi derecho a la libre elección de los colores que me representaban, porque ¡a mí, a cabezota no me ganaba nadie! Podrían humillarme, pero nunca doblegarme.

Cuando entré en su cuarto con mi atuendo multicolor, me miró henchido de orgullo, pues, sin quererlo, a partir de aquel día se había convertido en el brazo ejecutor de mi lucha contra la opresión de los tiranos de la clase. Algo muy fuerte nos había unido para siempre. Estábamos en el mismo bando y sus ojos me lo confirmaban, aunque sus palabras fueron bien distintas. Años después aprendería a hacer caso a sus ojos más que a su boca.

—¿Por qué vas así vestida otra vez, Sara? ¿No te da miedo que vuelvan a insultarte o que lleguen a pegarte y que encima no esté yo allí para defenderte?

—Claro que me da miedo, pero es una batalla que tengo que librar yo —respondí—. Si a mí me gusta vestir así, no tengo que cambiar por ellos.

Su expresión se tornó sombría.

—¿Se han vuelto a meter contigo? ¡Porque les mataré en cuanto vuelva! —rugió enojado.

Joel siempre daba demasiada importancia a mis cosas y demasiada poca a las suyas.

—No te preocupes, papá —bromeé—, cada día se burlan un poco menos de mí, ya se van acostumbrando a mi forma de ser. Cuando vuelvas, verás que todo será normal de nuevo. Te lo prometo —canturreé, tratando en vano de que me viese contenta y despreocupada, pues me conocía de sobra.

—¿No lo entiendes? Nada será normal mientras no seas como ellos quieren —gruñó enojado.

Lo decía con conocimiento de causa, porque él era experto en ser como los demás querían. Era un jodido camaleón.

—Pues entonces, ¡que se armen de paciencia, porque no me van a cambiar nunca! —contesté llena de fuerzas renovadas.

Él negó con la cabeza, algo asustado por mi actitud provocadora, aunque terminó sonriendo.

Mi querido amigo comprendió en aquel preciso momento que, aunque luchábamos por distintas causas, ya que su guerra era contra su padre, lo hacíamos utilizando la misma táctica bélica: dábamos un pasito adelante, aguantábamos los golpes sin replegarnos y, cuando todo había acabado, dábamos otro pasito más, venían nuevos golpes…; así hasta conseguir llegar a la meta, en silencio, poco a poco y sin retroceder, ni siquiera para tomar impulso. Y eso también es ser fuerte y valiente. Mucho.

—¿Sabes una cosa? —susurró a modo de secreto.

—¿Qué?

—Eres mi pecosa favorita —exclamó, rompiendo a reír.

—¡No me llames así! —le supliqué.

—¿Por qué? —Su cara era todo un poema, no entendía nada.

—¡Porque odio mis pecas! —le expliqué avergonzada, cubriéndome las mejillas con las manos.

—Pues a mí me encantan. —Posó sus manos sobre las mías con suavidad para retirarlas de mi rostro. Me resultaba imposible sostenerle la mirada porque no se podía aguantar de lo guapo que era. Por eso me giré para darle la espalda.

—Puedes llamarme retaco si quieres, o gorda, como hacen todos, me da igual, pero pecosa no, por favor, ¡lo odio! —Tomé distancia dirigiéndome hacia la puerta.

Desde siempre había odiado las manchitas que cubrían mi nariz respingona, deseaba tener la piel limpia y pulcra como la de mis amigas, porque la mía parecía la de un maldito dálmata.

Él se acercó a mí y alzó mi rostro con uno de sus dedos bajo mi barbilla para obligarme a mirarlo a los ojos.

—Deja de decir gilipolleces. No eres bajita, ni retaco, ni gorda y, aunque lo fueras, seguirías siendo preciosa porque desprendes luz. No lo olvides nunca. Eres simplemente perfecta, mi Pecas —susurró.

«Simplemente perfecta. Mi Pecas».

Si alguien como él te decía algo así, a ti te sonaba a gloria bendita y punto, aunque te llamase lo peor del mundo, daba igual. Así fue como consiguió que uno de mis mayores complejos se convirtiera, con un enorme batir de alas de mariposa, en algo de lo que enorgullecerme. Y a partir de aquel momento, yo sería su Pecas y lo sería para siempre.

Todavía a día de hoy siento el apodo como si fuese algo más mío que mi propio nombre, con mucho apego, pues solo él me llama así y es algo muy nuestro. Muy jodidamente solo nuestro.

Y volviendo al presente, repaso por última vez el maquillaje. Ojos ahumados. Labios color fresa. Ojeras, granitos y pecas bien camuflados con el corrector. Todo en orden. Mis ojos, grandes y azules, siempre han sido la parte de mi cuerpo que más me gusta, y eso ya es mucho decir, porque no es que mantenga una relación demasiado sana con mi anatomía. Pero ya hablaremos de eso más tarde.

Debo tener un aspecto al menos presentable para afrontar lo que se me viene encima, la confianza en mí misma será imprescindible para ser capaz de hacerlo.

Por último, coloco el pecho de manera estratégica dentro del sujetador con relleno que me he puesto para que se me vea bien el canalillo bajo el generoso escote de mi vestido violeta, me subo a unos tacones amarillos infinitos, me echo una cantidad industrial de perfume y… ¡estoy lista!

2En realidad, no has amado

 

 

 

 

 

De camino al restaurante en mi coche escucho un podcast en el que citan a Shakespeare, y precisamente el fragmento en el que el dramaturgo alega que si no recuerdas la más ligera locura en la que el amor te hizo caer es porque en realidad no has amado.

Por eso me doy cuenta de que, según mi adorado William, no he amado, o mejor dicho, no me han amado a mí, pues yo lo he dado todo con la intensidad que me caracteriza, aunque la otra parte no me correspondiera y eso me haya llevado a descubrir que me he cansado de no recibir nada.

Entonces, ¿qué leches se supone que he estado haciendo en estos últimos cuatro años junto a mi novio? La respuesta es sencilla: perder el tiempo. Y es que, al echar la vista atrás, veo que mi relación siempre ha sido templada, no ha habido lugar para locuras. Ese tipo de amor impetuoso de las novelas románticas no tiene ni ha tenido cabida nunca en mi vida sentimental, y eso hace que, según Shakespeare, lleve tatuadas las palabras Loser of Love en la frente.

Hasta hace tan solo unos días, estaba segura de que mi amor era calmado y sosegado porque se trataba de un amor maduro, pero, una vez que se me ha caído la venda de los ojos, me he dado de bruces contra la cruda realidad: mi amor es una cagada de pato, o más bien de vaca, que es más grande.

Lo admito. Soy de esas personas propensas a ser intensas, a veces quizá demasiado, pues no sé regular lo que siento, lo hago a tope, sin barreras ni censuras. Suelo pensar, sentir y actuar sin complejos, vivo la vida dejándome llevar. Creo que cuando hay ganas, las historias se escriben solas, y a mí las ganas me sobran, por eso no quiero que la mía se escriba con medias tintas. Lo malo es que, con la misma intensidad que vivo, me pego las hostias.

Desde niña me enseñaron que de casa se sale con el corazón lleno porque no hay que buscar en otros lo que tienes dentro de ti. Y si no lo tienes, lo creas. No hay nada más bonito que quererse y respetarse a uno mismo, y ya es hora de que yo empiece a hacerlo, porque hasta ahora suponía que lo hacía él por mí y he descubierto que no era así.

Siempre he soñado con que mi novio viniera a buscarme al trabajo para sacarme de allí en brazos, mirándome embobado mientras todas mis compañeras aplaudían muertas de envidia, como en esa película antigua que le encantaba a mi madre, Oficial y caballero se titulaba, y si encima le sentase el traje como a Richard Gere, ¡pues me casaría con él allí mismo! También fantaseaba con ser una espectacular sirena pelirroja y que un beso de amor verdadero me convirtiese en humana, aunque eso ya lo veo un poco más complicado…, o no, como soñar es gratis… ¿ves? Ya lo estoy haciendo de nuevo.

Aunque no importa la cantidad de sueños románticos que se me pasen por la mente al cabo del día, porque ninguno de ellos se ha cumplido ni de lejos. Y no me refiero a ser una sirena, sino a recibir una simple flor el día de mi cumpleaños o a cogerme de la mano por la calle. Llevo muchos años saliendo con mi novio y lo que pensaba que era amor, no llega ni siquiera a cariño. Shakespeare me acaba de confirmar lo que debo hacer, arrancándome la venda con una patada voladora. Y duele, joder que si duele.

Todo este planteamiento me ha llevado a una clara conclusión: quiero encontrar el amor… ¡No! ¡Quiero encontrar el PUTO AMOR VERDADERO! Ese que se escribe con mayúsculas y signos de admiración. Un amor lleno de locura. Quiero alguien que se folle mis miedos y dinamite con ellos el puente de no retorno para tomarme de la mano y correr hacia el abismo del amor sin dudar. Y da igual que en ese abismo nos caigamos porque, si es con la persona adecuada, no habrá caída de la que no podamos levantarnos juntos.

No quiero estancarme y conformarme con una relación aburrida y tóxica. Quiero aullar a la luz de la luna gritando su nombre, arañarle la espalda, cantar en la ducha a grito limpio, bailar pegados, besarnos bajo la lluvia. Quiero… quiero amar a corazón lleno. Lo peor de todo es que ya lo hago, pero con la persona equivocada. Entonces, deduzco que lo único que quiero es ser correspondida.

«Tienes que terminar con la historia que tanto miedo te da cerrar porque es el paso definitivo para comenzar la que te mereces», me repito a mí misma.

 

 

«Rodri, ya no siento nada cuando me besas, ni deseo siquiera que me roces. Hace tiempo que debimos dejar nuestra relación y lo sabes…». —¿Por qué no deja de venirme a la cabeza la maldita canción de la Jurado?—. «Hemos pasado rachas muy malas, la mayoría ni siquiera las hemos superado aún y lo único que queda entre nosotros es cariño. No me culpes, yo no te culpo a ti, no es cuestión de buscar culpables. Se ha terminado el amor, y cuando pasa eso no hay manera de volver atrás». —La pena es que no ha sido de tanto usarlo. ¡Por Dios, Rocío, sal de mi cabeza!—. «Si no eras tú, iba a ser yo quien lo hiciese. No se puede amar poniendo parches. Lo siento, pero se ha terminado. Te deseo lo mejor y quiero que sepas que siempre me tendrás como amiga cuando me necesites».

En teoría, esta era la charla que me había preparado a conciencia frente al espejo, pero lo que sale por mi boca es algo muy distinto:

—Rodri, ¿te has planteado alguna vez el futuro de nuestra relación?

Sí, así es como mando a paseo el complejo discursito que he estado ensayando durante todo el día. Un discurso en el que se me veía coherente y serena, pero justo en el momento en que me toca exponerlo, me sale completamente diferente, un cagarro de alegato, un despropósito absoluto.

Él, que habla desde hace un buen rato de sus cosas, para variar, me observa como si le hablase en chino. Está sentado frente a mí en el restaurante El Almacén, donde venimos siempre que tenemos algún acontecimiento importante que celebrar. Esta vez no teníamos nada que celebrar, pero él ha insistido tanto en venir que no he podido negarme a sus ruegos. Quizá ese haya sido el problema entre nosotros, que nunca he sido capaz de negarle nada con tal de no discutir.

—¡Claro! Nos casaremos y nos iremos a vivir juntos a mi piso en cuanto me hagan fijo en la empresa —suelta mientras mastica.

Me entran unos calores horribles al escuchar una vez más sus planes de futuro para nosotros. Ni siquiera me hace ilusión casarme, ¡cuánto más tener hijos! Se supone que lo más lógico en una pareja es que ambos imaginen el mismo futuro, ¿no? Pues no. Él ya tiene nuestra vida planificada al milímetro y le es indiferente si a mí me gusta o no. Yo seré la madre de cinco criaturas a las que él ya ha puesto hasta los nombres y deberé quedarme en casa con los rulos puestos para cuidarlas. Punto. ¿Te gusta la idea? ¡Pues a mí menos!

Rodri se toma mi sueño de irme a trabajar fuera como una simple pataleta que me da de vez en cuando. Sostiene que lo hago porque pretendo acaparar la atención de mi familia y/o de él. Está seguro de que la semana que viene se me habrá quitado la idea de la cabeza y volveré llorando y suplicando su cobijo. Lo que no se huele es que preferiría que me despellejasen viva.

Como no le contesto, insiste:

—¿Es que tú te has planteado otra cosa, Sara?

Lo examino durante un breve instante. Lleva un jersey gris oscuro con camisa blanca y unos vaqueros. Es muy guapo, pero su pelo castaño ya no me incita a meter los dedos y tirar de él como me ocurría antes. Ya no fantaseo con los dos follando sobre la mesa y mis bragas en el suelo. Cuando parpadea confuso, ya no siento ninguna tensión eléctrica ni sexual entre nosotros. Nada en él consigue que se humedezca mi ropa interior. Y cuando he querido darme cuenta de todo eso, habían pasado demasiados años.

Estoy sentada frente a mi destino. Tengo en mis manos poder cambiarlo o no. «¡Venga, Sara, díselo!», me animo esperanzada.

Resulta agotador luchar contra una misma. Por un lado, quiero hacerlo, necesito hacerlo. Pero, por el otro, me da muchísima pena dejar una relación tan larga porque siento que he estado perdiendo el tiempo. No obstante, y para ser sincera, lo que me sucede en realidad es que no estoy segura de amar al hombre que tengo delante.

¿Cómo diferenciar el amor del cariño? ¿Y si me arrepiento y cuando quiera volver está con otra? Porque Rodrigo está buenísimo, eso no se lo quita nadie, es egoísta pero guapo. De hecho, es tan atractivo que nunca he creído ser lo suficientemente buena para él, pues en ningún momento me ha hecho sentir especial, y estoy segura de que las moscas que lo suelen rondar, en cuanto se enteren de que vuelve a estar soltero, se lo rifarán.

—La verdad es que me gustaría estar un tiempo sola, Rodri.

¡Ya está! ¡Lo he dicho!

Él clava sus oscuros ojos en mí y deja los cubiertos sobre la mesa de una manera demasiado pausada para mi gusto. Yo, en su lugar, ya estaría gritando como una loca desquiciada.

—No puedo creer que me estés dejando, Sara —musita incrédulo, limpiándose la comisura de los labios con la servilleta de tela blanca, como si nada.

Yo tampoco lo creo, pero llevo mucho tiempo planteándome la posibilidad de hacerlo y nunca encuentro el momento oportuno, tengo que pensar en mí misma, por una vez en la vida, tengo que hacer lo que yo quiero y no lo que los demás esperan de mí.

Lo miro con nostalgia al recordar la época en la que éramos Rodri y Sara. Soñábamos con miles de proyectos juntos, a pesar de no tener ni un euro en el bolsillo; siempre creímos que bastaría con nuestro amor porque leímos en algún libro que el amor todo lo podía.

Rememoré cómo se encendía con solo mirarme, nos abandonábamos durante días enteros al fornicio y nunca parecíamos tener suficiente. Es el único hombre con el que he estado. Me acordé también de cómo me arreglaba para él, entusiasmada, pues se le caía la baba al verme aparecer, y de la cantidad de emociones que recorrían mi cuerpo cada vez que me llamaba. Fuimos fuego y a día de hoy ni siquiera somos ceniza.

No sé cómo, cuándo ni por qué la pasión se convirtió en monotonía, luego en aburrimiento y al final en desidia. Nos transformamos en perfectos desconocidos, invisibles a ojos del otro. Hoy ya no queda nada de aquellos Rodri y Sara. No bastó con el amor y, si algo he aprendido en la vida, es que nunca basta.

De repente, al ver los ojos llorosos de Rodrigo, me obligo a recular en mi decisión porque parece destruido y por nada del mundo pretendo hacerle daño. Es algo que me sale de manera automática, ni siquiera lo pienso, será por la costumbre de querer protegerlo durante tantos años. Si le da una de sus crisis lo pasaré fatal.

—No te estoy dejando, Rodri, solo te estoy pidiendo tiempo —le aclaro mintiendo.

—Es lo mismo. Me dejas poco a poco en vez de cortar por lo sano. Podrías ser valiente y sincera por una puta vez en tu vida en lugar de comportarte como una niñata de mierda que no sabe lo que quiere. Después de aguantarte cuatro años creo que es lo mínimo que merezco, ¿no crees?

Lo miro con rencor. ¿Encima de que trato de cuidarlo me pega una coz?

Me bajé de mi sueño para perseguir el suyo y no hay mayor acto de desprecio hacia nosotros mismos que el de abandonar lo que nos hace bien, nuestros sueños, para sustituirlos por los de otra persona. Y es que muchas veces confundimos el entregarnos con obsesionarnos, pero la única verdad es que nadie merece la pena lo suficiente como para hacer que te olvides de ti mismo. Yo estoy en ese proceso.

—Rodrigo, te he dicho claramente lo que quiero, eres tú el que se niega a aceptarlo. Puedes hacer la lectura que quieras de mis palabras.

—¿Es que ahora, así, de repente, ya no me quieres, Sara? —solloza.

—¡Claro que te quiero! Pero me quiero ir a vivir fuera. No sé cuándo volveré ni si lo haré, y me parece injusto pedirte que me esperes —le explico, dándole la vuelta a la tortilla porque, bien es cierto que soy una niñata y que no tengo el valor suficiente como para confesarle que en realidad no quiero que me espere, que su indiferencia ha matado mi amor y que no hay Dios capaz de resucitarlo.

Él me observa con el ceño fruncido. No entiende nada. En una situación así podría comportarse de dos maneras: o ponerse a llorar y suplicarme, o sacar su orgullo a relucir para fingir que no le importa en absoluto lo que está ocurriendo.

Se recuesta en el respaldo de la silla sin dejar de mirarme con expresión gélida. Toma aire y al final lo asume:

—Está bien. Tómate el tiempo que necesites.

—¿Y ya está? —Me sale solo, pues no doy crédito a que todo sea así de fácil, tan maduro, sin dramas, sin reproches ni voces.

—Te quieres ir a Madrid, no te vas a Pakistán, Sara. Si al final te vas, que lo dudo, retomaremos lo nuestro cuando vuelvas.

Se niega a comprender que si me voy, no pienso volver, y mucho menos retomar nada con él, pero me da igual; aun así, me sorprende que se lo esté tomando de una forma tan sensata. Cuando pase el tiempo, se dará cuenta de que esto es un adiós definitivo.

—Entonces, ¿no te enfadas? ¿Estás bien? —insisto.

—¿Acaso te importa? Has venido a destrozarme, ¿no? Pues disfrútalo.

Ahí está. Ahora sí que es el hombre oscuro que conozco, el que hiere con las palabras, el ser rencoroso en el que se ha convertido a lo largo de los años. Ese momento de madurez ha sido solo un efímero eclipse y viene a confirmarme que no debo arrepentirme de la decisión tomada. La diferencia entre ayer y hoy radica en que ya no me hace daño con su soberbia porque, con un poco de suerte, en unas horas desaparecerá de mi vida para siempre.

A pesar de querer marcharme, terminamos la cena en el más absoluto de los silencios. Me ha pedido que, al menos, me quede hasta el final con él. Acepto porque supongo que recapacitará y será una cena llena de recuerdos, muestras de cariño por ambas partes, o el hasta siempre que nos merecemos. Pero, una vez más, me doy de bruces contra la cruda realidad para darme cuenta de que sigo soñando con imposibles. La cena tan bonita que yo esperaba consiste, básicamente, en ver cómo se bebe todo el vino de la bodega.

Cuando lo miro a los ojos, los tiene rojos por el alcohol y repletos de una ira que ha ido acumulando con cada trago; entonces comprendo que ha llegado el punto a partir del cual comenzará a soltar lindezas sobre mí y no quiero escucharlas. Me levanto para despedirme con dignidad.

—Te deseo lo mejor del mundo, Rodri, quiero que sepas que siempre te llevaré en mi corazón.

—No serás capaz… —Me coge de la muñeca con fuerza, pero me suelto de un tirón.

Y, a pesar de sus protestas, me marcho sin mirar atrás, con paso firme, soltando todo cuanto no quiero en mi vida, caminando hacia un nuevo futuro. Sin embargo, antes de salir por la puerta, lo escucho gritar desde el otro lado de la taberna:

—¡Cuando vuelvas lloriqueando como haces siempre, te recordaré que me abandonaste como a un perro pulgoso y entonces te arrepentirás, zorra asquerosa!

Nunca antes me había hablado así, lo juro. Discutíamos mucho, pero jamás me había faltado al respeto de esta manera y mucho menos en público. Esta es la primera vez y desde luego la última. Por eso ni me molesto en contestarle, porque ya no me importa. Ya no duele.

Tampoco entiendo por qué sufre tanto, pues ambos sabíamos de sobra que nuestra relación estaba muerta desde hacía mucho tiempo, tan solo estábamos alargando la agonía. Entonces, supongo que lo que le molesta realmente es que sea yo quien haya tomado la decisión antes, pues con ello he aniquilado su inmenso ego masculino.

Y así es como un punto final se convierte en el principio.

3El principio

 

 

 

 

 

En cuanto piso la calle, llamo a mis amigas para saber dónde están. Lo hago de manera automática. Es el último fin de semana que pasan aquí porque se terminan sus vacaciones y regresan al trabajo. Cada año solemos quedar para despedirnos, pero hoy no me apetece celebrar nada, aunque tampoco me apetece estar sola. Las necesito.

Nada más responder al móvil, me cuentan que están tomando algo en Amadeus, una disco terraza que, casualmente, se encuentra muy cerca de aquí, a unos quince minutos, así que decido ir caminando para encontrarme con ellas.

Durante el trayecto, tengo sensaciones contradictorias. Me siento libre y feliz por no tener que aguantar más una relación tóxica. También estoy enfadada y me arde la sangre en las venas por haber consentido que me tratase como si no valiese nada, como si fuese suya y pudiese hacer conmigo lo que le viniese en gana. Como siempre ha hecho hasta ahora. Estoy harta de estar a merced de sus idas y venidas. Pero también me da miedo echarlo de menos, arrepentirme y, en un momento de debilidad, volver a algo que no me conviene.

Es muy difícil encajar que algo te hace daño cuando viene de la persona que te hacía feliz, o que tú creías que te hacía feliz. Pero, por mucho que espere, si a alguien no le nace de dentro darte lo mismo que recibe de ti, nunca lo hará. Decimos que nos queremos mucho, pero nos tratamos mal porque priorizamos a otras personas por encima de nosotras mismas, porque decirlo es fácil, pero hacerlo no tanto. Para quererte bien tienes que saber qué límites no quieres cruzar y yo los he cruzado todos por Rodrigo; sin embargo, no lo voy a hacer más. Me lo debo.

Perdonar es el mayor acto de amor y yo acabo de aprender a perdonarme a mí misma, pues durante muchos años he perdonado a la persona equivocada. Tengo claro que no he hecho nada malo, solo estoy tratando de avanzar y de curar mis heridas. Hay personas que llegan a tu vida para recordarte que debes quererte mejor y Rodrigo es una de ellas, aunque haya tardado demasiados años en darme cuenta, pero es que cuesta mucho asimilar que tu cuento se ha acabado.

No sé sentir solo a ratos, ni querer a medias, ni ilusionarme solo por momentos, y espero encontrar a alguien que me ame como amo yo, a corazón abierto. Alguien que me quiera bonito, que me cante al oído, que susurre mi nombre después de hacerme el amor; en definitiva, alguien que me merezca, porque no quiero ser las sobras de nadie y, sobre todo, quiero a alguien que no sea gay. Luego sabrás por qué lo digo.

Mientras camino, trato de recordar momentos buenos junto a Rodrigo y casi todos son al comienzo de la relación, cuando éramos unos críos de diecisiete años. Después, todo se convirtió en oscuridad, en silencios, mentiras y reproches. Hace años que no me río con él, si es que alguna vez lo hice. Entonces, ¿por qué he tardado tanto en dejarlo?

Tomo aire con los ojos cerrados para centrarme en mí, en mis emociones. A diferencia de lo que pensaba, no estoy triste, ni vacía, no me duele en absoluto. He comprendido que dar todo por alguien no implica quitártelo a ti, y eso lo llevaré a partir de hoy tatuado a fuego en mi alma. Para ser sincera, siento más libertad que nostalgia y por eso, al volver a abrir los ojos, entro en la discoteca con una enorme sonrisa dibujada en mi rostro.

4Nadie dijo que fuera fácil

 

 

 

 

 

Sole, Nuria y yo siempre hemos sido como hermanas, de esas que te han visto en las peores circunstancias de tu vida y, aun así, te siguen queriendo. Nos conocimos a los tres años en la guardería y, desde entonces, nunca más volvimos a separarnos.

Ellas siempre han sido el motor de mi locura, las que consiguen que vuelva a ser yo misma cuando me encuentro perdida. Cada vez que estoy triste, voy en su busca y siempre aciertan con algo que me hace reír. La última vez, Nuria se subió de pie a un columpio borracha para cantarme a voz en grito Lo que te hace grande de Vetusta Morla, pero la anormal de Sole la empujó para columpiarla porque se le ocurrió que con el pelo al viento le daría más realismo a la escena. La conclusión fue que terminamos las tres en Urgencias muertas de risa mientras un enfermero muy majo les daba puntos a ambas, a una en la frente y a la otra en la mano.

Me gusta la gente que se distingue por intentar ser real y no única, porque todos intentan aparentar lo mismo, pero lo que te hace especial es lo que en realidad eres y ellas son reales a rabiar.

La vida sin amigas no tendría sentido. Las mías son la viva imagen de la juerga y el cachondeo, pero también son las más dramáticas si la situación lo requiere, por eso dudo si contarles lo de mi ruptura, pues no quiero estropear nuestra última noche juntas.

Seguro que te estarás preguntando que, si se supone que somos tan amigas, cómo es posible que ellas desconozcan mis sentimientos por Rodrigo. Es cierto, debería haberles contado la verdad, pero es que, para ser sincera, no habría sabido qué decirles porque ni siquiera yo lo tenía claro hasta hace un rato.

Las observo en silencio, bailando al son de la música con sus melenas al viento y sus cuerpos esculturales; aunque ellas siempre se quejan de que tienen demasiados michelines, a mis ojos son perfectas. Ambas están felizmente solteras y disfrutan de su libertad sexual en todos los sentidos. Todos los chicos las rondan como moscas a la miel y ellas se regocijan mandándolos a la mierda sin remordimientos. Son incorregibles.

La disco terraza en la que nos encontramos es un bar al aire libre decorado como si estuviésemos en Hawái, todo palmeras y bambú. A pesar de no querer cortarles el rollo con mis cosas, no puedo dejar de pensar que no debo ocultarles algo tan importante, tengo que contárselo.

—Rodrigo y yo hemos roto —suelto sin más, mientras bailamos en la terraza de Amadeus.

Nuria y Sole no dan crédito a lo que acaban de escuchar y casi se atragantan con el ron de sus copas.

—¡Estás de coña! —profiere Sole.

Niego con la cabeza sin dejar de bailarRosalía, Rigoberta Bandini y Sebastián Yatra.

—No te creo. Si Rodrigo te hubiese dejado, no estarías aquí bailando tan tranquila, Sara, estarías llorando desconsolada o rogando de rodillas que volviese contigo —añade Nuria.

Mi autoestima sufre su zarpazo desgarrador. ¡¿En serio?!

—¿Ese es el concepto que tenéis de mí? —les pregunto molesta a mis amigas.

Ambas se miran y asienten con la cabeza.

—Reconoce que tienes una dependencia enfermiza de ese tío, Sara —me reprocha Sole.

¿Es posible que la gente que te rodea vea cosas que tú no eres capaz de ver? Y, de ser así, ¿por qué no me han dicho nada hasta ahora?

—Pues he sido yo quien lo ha dejado, para que lo sepáis, ¡listas! —las informo con retintín.

Las dos me miran con los ojos muy abiertos porque no dan crédito. Rodrigo es lo que toda mujer desea en su vida, eso está claro, pero me está exasperando que me tomen por tonta. ¡Como si no fuese a encontrar nada mejor! Me están dejando a la altura del betún y me fastidia que tengan este concepto de mí. Se supone que son mis amigas y que en un momento así deberían convencerme de que soy la mejor del mundo y darme ánimos, ¡no hundirme en la miseria!

—Sara, no te enfades, pero es que lleváis demasiado tiempo juntos y no os imaginamos separados —se defiende Sole.

—Además, ¿qué vas a hacer sin él? —se burla Nuria.

De repente, siento cómo surge una llamarada de furia en mi estómago, es como si no las conociera de nada, como si fueran simples nombres propios y, por un instante, me siento tentada de matarlas. Un momento… ¡Es imposible que estén soltando tantas sandeces de golpe!

—Espero que estéis de coña porque me estáis cabreando mucho —las amenazo con el dedo, mirándolas muy seria.

Ellas se miran y, acto seguido, se parten de risa a la vez que brindan.

—¡Gracias al cielo! —celebro aliviada—. Pensaba que ibais en serio, joder, casi me da algo.

—¿Cómo vamos a ir en serio? ¡Te estábamos vacilando! —se ríe Nuria.

—Bueno, algo de verdad sí que hay, yo me alegro de que por fin hayas abierto los ojos. Te estabas perdiendo nuestras mejores borracheras, Sarita —añade Sole.

—Ya te dije que un «vete a tomar por culo» a tiempo te ahorraría muchos dramas, pero tú ni caso —vuelve Nuria a la carga.

—¿¡Y lo decías por mí!? —me quejo sorprendida—. ¡Solo eres sutil cuando no debes serlo!

Después de dedicarle unos cuantos insultos a mi ex entre las tres, y otros tantos a mí por no contarles nada antes, les cuento lo ocurrido en la cena y las dos se alegran porque me haya decidido a dar el paso por fin. Descubro que las amigas, al fin y al cabo, están para esto, para soportar a tu novio aunque no lo aguanten porque te hace feliz y para ofrecerte un hombro sobre el que llorar cuando lo dejas con él, en lugar de torturarte con un «ya te lo dije».

—Y bien, ¿puedes explicarnos el motivo por el que has dejado a tu adorado Rodrigo? ¿No habrá por ahí otro maromo y no nos lo has contado? —pregunta mi explosiva amiga Sole.

—¡¡¡No!!! ¡Ya lo sé! ¡Te has liado con Joel! —grita Nuria extasiada.

—¿¿¿¡¡¡Qué!!!??? ¿¡Eres tonta?! —respondo, tirada por los suelos de la risa para disimular los nervios que me entran ante semejante idea.

Nuria siempre ha sostenido que Joel y yo somos la pareja ideal. Lo malo es que a él no le gustan las mujeres nada más que para conversar y para mí él, de cara a la galería, tiene el mismo atractivo que una mierda seca.

—¿Y te has dado cuenta de que ya no le quieres así, de repente? —sospecha Sole risueña.

—Me di cuenta hace mucho tiempo, pero siempre esperaba a que fuese una crisis más y se solucionase. Me había acostumbrado a mirar hacia otro lado, pero ya no puedo más. —Detengo en seco la explicación porque mis amigas se quedan blancas de repente, mirando hacia algo o alguien a mi espalda.

Cuando me vuelvo, descubro a un Rodrigo con la cara desencajada por la ira.

—Muy bien. Mientras yo estoy con el corazón destrozado tú estás aquí, bailando con tus amiguitas. Mucho has tardado en llamarlas para celebrarlo —ruge.

No serviría de nada explicarle que no entraba en mis planes verlas hoy.

—Déjame en paz. —Trato de esquivarlo, pero me lo impide.

—¡No vas a ir a ninguna parte, Sara! Antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver. No pienso permitir que me dejes así como así, tirado como una mierda. Eso de darnos un tiempo es una mentira que no te crees ni tú. Lo que pretendes es largarte a Madrid para follarte a todo Dios. Pero yo soy más listo que tú, nena, y no voy a permitírtelo.

Mi recién estrenado exnovio, o lo que coño sea este tío al que de repente parece que no conozco, con su corpulencia y su peste a alcohol, se coloca demasiado cerca de mí, lo que me obliga a levantar mucho la cabeza para mirarlo a la cara.

—¿Qué haces aquí, Rodrigo? —le pregunto, obviando todo lo que acaba de soltar por su bocaza.

—He venido a pedirte explicaciones, ¿o crees que te voy a dejar irte así por las buenas? —escupe.

«¡Tú no tienes que dejarme hacer nada porque no eres mi dueño y ahora, por no ser, no somos ni conocidos!», me entran ganas de gritarle, pero no quiero montar un numerito en público y me muerdo la lengua. Para variar.

Las caras de mis amigas no tienen precio. Dudan si meterse en medio para socorrerme o seguir observando la patética escena sin intervenir.

—Ya te lo he explicado en la cena —le recuerdo, armándome de paciencia, con el mantra «Dos no se pelean si uno no quiere» resonando en mi cabeza.

—En la cena no me ha quedado demasiado claro —añade furioso.

Como se da cuenta de que me estoy alejando cada vez más, decide cambiar de estrategia.

—Sara, te amo más que a mi vida, por favor, podemos solucionarlo —solloza.

¡¿Qué?!

Ahora trata de darme pena, un truco que siempre suele funcionarle, pero que, como por arte de magia, ya no me causa efecto.

—Pues como veo que no te ha quedado claro, te lo repito: Ni tiempo, ni leches. ¡Lo nuestro se ha terminado! —grito por encima de la música, esta vez de una manera mucho más tajante, para que no haya lugar a dudas.

—¡Toma ya! —exclama Nuria henchida de felicidad y orgullo, a lo que él responde con un contundente «Cállate, zorra».

Rodrigo me coge con fuerza por las muñecas.

—Pídeme lo que quieras, Sara, te lo daré todo, pero no me dejes, por favor —suplica ante mi incredulidad. Es demasiado orgulloso como para hacer algo así, pero lo está haciendo.

—¡Ostras! —se sorprende Sole, tapándose la boca.

—Quiero que vuelvas a ser el hombre del que me enamoré y no el monstruo que tengo delante —espeto con desdén.

Mis amigas no son capaces de cerrar la boca, están agarradas de la mano contemplando todo. Tampoco yo entiendo demasiado bien mi repentino comportamiento y es que, después de años aguantando chaparrones y callándome mientras él gritaba, por fin me he llenado de valentía.

Al mirarlo a los ojos, descubro que su mirada no tiene nada que ver con la de un hombre enamorado pidiendo a su chica que vuelva. En ella hay demasiada oscuridad, posesión, ira y otros sentimientos que me hacen tener… miedo. Sí. Al fin pongo nombre a lo que siento.

—Te he dicho que no —insisto, ahora más convencida que nunca, sin un ápice de duda, zafándome de sus manos.

Él agacha la cabeza, abatido, aunque no se da por vencido. Levanta de nuevo la mirada para sentenciar:

—Si no vuelves conmigo, te haré la vida imposible. No sabes quién soy yo. Eres mía y nunca serás de nadie más.

Quizá hace años esta frase me hubiese parecido la más romántica del mundo, porque la habría tomado como una lucha por mi amor, pero a día de hoy, sin la venda en los ojos, solo me hace sentir repugnancia. Es un hombre tóxico.

—¡Eres un maldito bastardo, déjala en paz de una vez y lárgate! —Sole no aguanta más y se interpone entre nosotros, dando un brinco para propinarle un soberano guantazo en toda la cara, a lo que él responde asestándole un fuerte empujón que consigue tirarla al suelo.

El encargado de Seguridad de la terraza acude corriendo porque supongo que los clientes le habrán avisado de la violencia de la discusión. Así pues, insta a Rodrigo, no demasiado amablemente, a abandonar la sala de manera inmediata mientras Nuria y yo levantamos a Sole del suelo.

Pero cuál es mi sorpresa, que el desgraciado de mi ex, lejos de darse por vencido y marcharse para conservar la poca dignidad que le queda, atrapa mi cuello entre sus manos para plantarme un beso en la boca. Yo forcejeo con él con todas mis fuerzas para que me suelte, pero no hay manera.

De pronto, Rodrigo sale volando por los aires y choca contra la cristalera que separa el interior de la terraza del exterior. Nosotras tres gritamos a la vez. No sé qué ha sucedido, solo he visto una masa negra arrasando con el tirano mientras todos los presentes chillaban a nuestro alrededor.

Abrazo mi cuerpo con suavidad, tratando de recobrar el aliento porque aún estoy aterrorizada. Me tiembla todo. Sole y Nuria corren en mi auxilio para comprobar que me encuentro bien.

En un momento así no lo sabes. Nunca se sabe. Nadie reconoce cuándo va a cambiar su vida para siempre. Es solo un instante más, algo que se presenta, sucede y todo continúa como si nada. Sin embargo, algo ha ocurrido. Algo ha cambiado para siempre y ya no hay vuelta atrás.

Del mismo modo que nadie reconoce a esa persona que está destinada a cambiarte la vida. Un tío de casi dos metros de altura, con unos vaqueros y una camiseta negra se planta delante de nosotras. Tiene el pelo oscuro y los ojos claros más bonitos que haya visto nunca, todo ello acompañado de una barba súper sexi y de unos labios rosados, carnosos y bien definidos. Aunque tampoco me atrevería a apostar que en realidad sea así porque la oscuridad no me permite verlo demasiado bien y la excitación del momento, junto con el alcohol, podría estar jugándome una mala pasada. Da igual, ahora mismo es mi héroe.

Desconozco si continúo respirando o si, por el contrario, me he muerto y estoy soñando; supongo que sigo viva porque siento el latido desbocado de mi corazón palpitando en la garganta. En este momento lo aprecio, ha ocurrido algo entre nosotros.

—Esta es mi tarjeta, si ese malnacido vuelve a molestarte o necesitas algo, llámame —sugiere.

¡¡¡Madre mía, qué voz!!!

Solo es un chico más. Alguien que ha aparecido de la nada, sin esperarlo. Un desconocido que me mira. Sus pupilas se dilatan. Siento un ligero escalofrío en la piel que me hace estremecer. Su mirada sobre mí se alarga más de la cuenta. Son detalles imperceptibles que atribuyo a otras cosas y que seguramente sean producto de mi imaginación, pero que para mí son el fulgor de algo importante. Algo que puede salvarme o arrollarme, pues estoy al borde del abismo. Porque una espada puede salvarte la vida en la batalla, pero también puede atravesarte el corazón.

Pone una pequeña tarjeta de visita negra ante mis ojos, pero no logro cogerla, más que nada porque mi mano no responde a las señales que le manda el cerebro. Mi cabeza dice: «¡Coge esa maldita tarjeta!»; como ves, no es que la orden sea demasiado sutil y por eso no la comprenda; no, el problema radica en que solo atiende a las señales de otra parte de mi anatomía que se encuentra mucho más abajo y que clama extasiada: «Olvídate de esa maldita tarjeta, lánzate a sus brazos y hazle el amor salvajemente sobre la barra». Por lo cual, mi cordura decide hacer caso omiso a ambas y aquí me hallo, petrificada como una estatua delante del que podría ser el hombre de mi vida.

Él esboza una leve sonrisa. Resulta más que obvio que no le parece en absoluto extraña dicha reacción en las mujeres. Debe de estar acostumbrado. Coge mi mano entre las suyas y provoca que tiemble cada parte de mí al sentir su cálido contacto en mi piel, coloca entre ellas la tarjeta con suma delicadeza para, acto seguido, salir por la puerta de la terraza con paso firme, poniéndose su cazadora de cuero negra de una manera demasiado elegante para ser real.

Cuando consigo volver en mí, desconozco cuántos minutos, horas o siglos han pasado. Miro embobada a mi alrededor y descubro que la policía está tomando declaración a todos. A todos menos a mi extraño salvador, claro, que ya no se encuentra en el lugar del crimen porque se ha largado echando leches.

El resultado ha sido que se han llevado a Rodrigo a comisaría mientras gritaba enfurecido que me iba a arrepentir de haberlo dejado. Por si alguien en Ávila no se hubiese enterado de que hemos roto, ahora no queda duda.

Vuelvo la vista hacia mis amigas, que se encuentran examinando detenidamente y entre risas la tarjeta que Adonis ha puesto en mis manos. Por lo visto, para ellas no ha sido tan grave el asunto, más bien lo consideran gracioso. Resulta curioso experimentar cómo el mismo hecho afecta tanto a unas personas, mientras que a otras les parece una mera anécdota.

—¿Qué coño ha pasado? —balbuceo señalando la puerta por la que mi héroe se ha marchado, a la vez que tomo asiento en un taburete para no desmayarme. Supongo que al ser la parte afectada me ha impresionado más que a ellas todo lo acontecido.