Todo por una mujer - Sueños de verdad - Vicki Lewis Thompson - E-Book
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Todo por una mujer - Sueños de verdad E-Book

Vicki Lewis Thompson

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Beschreibung

Todo por una mujer El banquero Quinn Monroe no era precisamente un caballero andante... Pero claro, tampoco se había encontrado nunca con una mujer tan seductora como Jo Fletcher. Ella necesitaba desesperadamente alguien que la ayudara a salvar su rancho. Desgraciadamente, Quinn sabía más de inversiones que de conducir reses. Pero una sola sonrisa de Jo, y estuvo dispuesto a intentar cualquier cosa... Sueños de verdad Joe Northwood era un hombre soltero acostumbrado a llegar a casa y encontrarse una cama cálida y acogedora, y cada noche se metía en ella con la libido más alta... todo gracias a la encantadora joven que se encargaba de limpiar y organizar su casa. Por eso, Joe iba teniendo más claro qué era lo que deseaba: que la sexy Darcie O'Banyon compartiera la casa con él además de limpiarla...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1999 Vicki Lewis Thompson. Todos los derechos reservados.

TODO POR UNA MUJER, Nº 121 - diciembre 2011

Título original: With a Stetson and a Smile

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

© 1999 Vicki Lewis Thompson. Todos los derechos reservados.

SUEÑOS DE VERDAD, Nº 121 - diciembre 2011

Título original: Bringing up Baby New Year

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicados en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-148-3

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: CZALEWSKY/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Vicki Lewis Thompson

Todo por una mujer

Capítulo 1

HABÍA una serpiente en el taxi. Quinn se cambió de carril para evitar un coche en segunda fila, giró en la esquina y pisó el freno. Salió del taxi en un abrir y cerrar de ojos. Tras respirar hondo unas cuantas veces, reunió por fin coraje para acercarse de nuevo y abrir la puerta de atrás. Luego corrió al asiento del copiloto y abrió las dos puertas de ese lado.

Detestaba las serpientes. Y las lagartijas. Una de las cosas que más le gustaban de Manhattan era que no había reptiles. De haber sabido que su cliente llevaba serpientes en aquella caja de zapatos, jamás lo habría recogido. Pero el tipo no le había advertido de que iba a hacer una donación al zoológico de Central Park hasta el momento de llegar.

Debía ser una trampa. Era demasiada coincidencia, el hecho de que tuviera que llevar a un tipo con serpientes justo el día en que había decidido aceptar la apuesta de Murray de conducir uno de sus taxis. Murray estaba convencido de que Wall Street había hecho de él un blando. Tanto, que lo creía incapaz de sobrevivir conduciendo solo un taxi durante un día. Y era típico de él tenderle una trampa para ganar la apuesta.

Nada más descubrir que el pasajero llevaba serpientes, había estado a punto de chocar. Por fin había dejado al tipo en la puerta del zoo y se había marchado. Fue entonces cuando miró y encontró un par de ojos debajo del asiento. Una serpiente se había escapado.

—¡Taxi!

Quinn no se dio la vuelta. No tenía intención de llevar a nadie a ninguna parte mientras no se librara antes de la serpiente. La mujer que lo llamaba tendría que buscar otro taxi.

—¡Taxi!

Quinn la observó correr hacia él, así que se dio la vuelta y alzó una mano.

—Lo siento, pero no…

De pronto olvidó lo que iba a decir. Atractiva, sexy. Murray, con su lenguaje políticamente incorrecto, habría dicho de ella que era una muñeca. Y desde luego, con aquel pantalón, aquella camisa y aquel sombrero de cowboy sobre su cabellera castaña, la mujer producía en él un efecto políticamente incorrecto.

—Tengo que ir al aeropuerto inmediatamente —dijo ella ajustándose los paquetes bajo el brazo, arrugándose la camisa y mostrando buena parte del escote.

—¿Al aeropuerto? —repitió Quinn lamentando que una belleza así abandonara Nueva York.

—Al JFK. Tengo prisa —añadió ella.

Verla caminar con aquellos vaqueros rojos ajustados y aquellas botas de tacón era impresionante. Además, Quinn tenía debilidad por las castañas desde que, a una edad muy impresionable, había visto Pretty Woman. Llevar a aquella mujer al aeropuerto habría sido lo más agradable de ese día…, de no ser por el problema de la serpiente. Era doloroso tener que elegir. La serpiente o la pasajera.

—Eh…. Será mejor que le advierta una cosa primero. Hay una serpiente en el taxi.

—No me digas que eres de esos que no se despegan de su adorada boa constrictor.

—No. Esta se la ha dejado mi último cliente, por eso tengo las puertas abiertas. Estaba intentando…

—¿Es venenosa?

—¿Y eso cómo se sabe?

—Por los pliegues de los colmillos —explicó ella agarrando los paquetes con un solo brazo para demostrarle con dos dedos de la mano que le quedaba libre cómo se desplegaban los colmillos de las serpientes venenosas—. Hacen así ¿Lo hacía esa serpiente?

—No.

—Entonces vamos, la capturaré de camino.

—Bueno, no será necesario.

—¡Pero si estás pálido! No tendrás miedo a las serpientes, ¿no?

—¿Yo?, ¿miedo de las serpientes? ¡No, ni hablar! —negó Quinn, incapaz de comprender que a ella le resultara indiferente y que no hubiera preguntado siquiera de qué tamaño era el reptil—. En realidad estoy preocupado por ella. Debe estar aterrada.

—Seguro. Escucha, tengo prisa. Si pierdo el avión, se echará a perder el esperma.

—¿Cómo? —Quinn tragó saliva.

Ella volvió a cambiarse de lado los paquetes para mostrarle una pequeña nevera en la que debían caber unas seis latas de cerveza.

—Esperma de caballo.

Entonces fue cuando Quinn se dio cuenta de que ella también formaba parte de la broma.

—Sí, claro. Habéis decidido reíros a mi costa. Primero las serpientes, y ahora, el esperma. Queréis que el pobre Quinn tenga un accidente. Murray tiene mucha imaginación, eso tengo que reconocerlo. Apuesto a que en esa nevera llevas la cerveza para celebrar que habéis ganado la apuesta.

—¿Quién es Murray? —preguntó ella, confusa.

—Deja que te refresque la memoria —contestó él cruzándose de brazos—. Murray es el tipo con el que estás compinchada, el dueño de los taxis; el tipo que creció conmigo en el Bronx; el tipo que, hasta hoy, era mi mejor amigo. El tipo al que voy a estrangular en cuanto acabe mi turno.

—No conozco a ningún Murray.

—No, claro. ¿Qué habéis hecho, seguirme hasta aquí desde el zoo? Seguro que me vienes siguiendo desde que recogí al tipo de las serpientes, que también estaba compinchado. ¿Caliente, caliente? —sonrió Quinn, seguro de dominar la situación.

—Debes estar loco, y seguramente es una imprudencia confiar en un loco, pero es difícil encontrar taxi en esta ciudad, y no lo voy a dejar escapar. Aunque lo conduzca un tipo al que le faltan unos cuantos tornillos. Tengo que llevar este esperma a Montana hoy, así que voy a volver a preguntártelo otra vez, con mucha corrección. ¿Podrías llevarme a ese sitio que hay a las afueras de la ciudad, donde están los aviones, por favor?

—Desde luego, Murray sabe cómo elegir a la gente —suspiró Quinn—. Eres buena actriz. Está bien, chica. Si no te importa ir con una serpiente, a mí tampoco —contestó Quinn encogiéndose de hombros—. Detrás de usted, señora.

—Menos mal —contestó ella metiendo los paquetes en el asiento de atrás y cerrando la puerta.

Luego dio la vuelta al taxi y subió delante. Quinn cerró la puerta que faltaba e hizo una pausa antes de subir al taxi. En realidad no quería subir, con la serpiente dentro, pero tampoco estaba dispuesto a que Murray ganara la apuesta. Además, si su amigo estaba detrás de todo, entonces la serpiente debía ser inofensiva. Quizá incluso se hubiera escapado. Quinn apoyó las manos en el techo del vehículo y se inclinó para mirar por la ventanilla.

—La costumbre es que los clientes se sienten atrás.

—Jamás me gustó esa costumbre —contestó ella—. Es decididamente altanera. En el Oeste…

—Sí, claro. Ya sé. Eres del salvaje y lejano Oeste. Del oeste de Nueva York, probablemente.

—Escucha, ¿te importaría seguir con tus fantasías mientras conduces? Tengo prisa, no tengo tiempo de charlar.

—¿Has… visto a la serpiente, por casualidad? —preguntó Quinn buscando por el suelo.

—No, pero desde aquí delante te protegeré mejor.

Eso bastó. Quinn no estaba dispuesto, bajo ningún concepto, a dejar que aquella mujer insinuara que era un cobarde, de modo que subió al taxi fingiendo indiferencia.

—No, si a mí la serpiente no me molesta, solo pretendía evitar que te asustaras.

—Tranquilo, he visto serpientes de cascabel más anchas que tu antebrazo.

—¡Qué historia más estupenda! —rió Quinn arrancando el coche—. Ahora me contarás algo sobre el oso que vive en las colinas, justo encima de tu rancho.

—En realidad son dos.

—Ya, claro —contestó Quinn notando que aquella mujer había llenado el taxi con su dulce fragancia—. Así que… ¿qué nombre has adoptado, para esta parodia?

—El de siempre, el mío. Jo Fletcher.

—Jo, ¿es diminutivo de Josephine? —preguntó Quinn sin creer ni por un segundo que se llamara así, decidido a seguirle el juego.

—Pues sí, me pusieron ese nombre por mi tía abuela Josephine. Supongo que fue por eso por lo que me dejó el rancho. Bueno, por eso y porque era la única de la familia que sabía algo de caballos.

—Murray y tú debéis haber pasado horas inventando esa historia. Estoy impresionado. No he mordido el anzuelo, pero estoy impresionado. Murray es capaz de cualquier cosa con tal de ganar la apuesta.

—No conozco a nadie que se llame Murray y no sé nada de esa apuesta.

—Ya —sonrió Quinn con aires de superioridad.

—¿Te ha dicho alguien, alguna vez, que eres exactamente igual que Brian Hastings, la estrella de cine? —preguntó ella ladeando la cabeza y mirándolo de un modo extraño—. Hasta la sonrisa.

—Solo un par de miles de personas.

—Ah, así que te lo dicen constantemente.

—Exacto —contestó Quinn—. Estoy harto. Por eso precisamente debió decirte Murray que lo mencionaras, para picarme.

—No conozco a Murray, pero si te molesta que te lo digan, dejaremos el tema. Es que te pareces tanto…

—Soy más alto que Hastings. En la pantalla no se nota, porque lo toman desde ángulos especiales para que parezca más alto. Y se sube a una caja si tiene que estar al lado de otro actor.

—Sí, he oído decir que es bajito pero ¿y qué? La gente da demasiada importancia al hecho de ser alto. Ser más alto no significa ser mejor persona.

—Yo no he dicho eso.

—En cierto sentido sí, Quinn.

—¡Ajá! —exclamó Quinn, seguro de haberla pillado en un desliz—. ¿Cómo sabes mi nombre? A ver qué me cuentas ahora.

—Tú lo has dicho.

—No lo he dicho.

—Lo has dicho. Has dicho «queréis que el pobre Quinn tenga un accidente».

—Ah.

—De todos modos, me encantó Brian Hastings en The Drifter. ¿La has visto?

—No, nunca voy a sus películas. Las boicoteo, en realidad —contestó Quinn dando un bocinazo a dos chicos de cresta morada que cruzaban delante de él.

Dejando a un lado la experiencia de las serpientes, aquel día estaba resultando divertido. Más de lo habitual, proyectando estrategias de inversión.

—¿Y por qué? —preguntó Jo—. Es buen actor, y ahora ha empezado a dirigir. Tiene mucho talento.

—Lo que quieres decir es que es sexy —comentó Quinn reconociendo aquel tono de voz adulador.

—Bueno, es cierto, lo encuentro sexy. ¿Qué pasa?, ¿es que estás celoso porque las mujeres lo encuentran sexy? ¿Es esa la razón por la que no vas a ver sus películas?

—No, no estoy celoso —contestó Quinn, que siempre había sentido como si el famoso actor le usurpara su personalidad.

—Entonces ¿por qué boicoteas sus películas?

—Piénsalo. Cuando voy al cine a ver una película de Brian Hastings, las mujeres se lanzan encima de mí. Me rasgan la ropa, me persiguen por la calle…

—¡Pobrecito!

—Te parece divertido, ¿verdad? —preguntó Quinn—. Pues no lo es. Además, no soy yo, Quinn Monroe, inversor financiero, quien les gusta. A quien persiguen es a Brian Hastings, estrella de cine, así que no significa nada.

—¿Inversor financiero? Pues no debes ser muy bueno si tienes que conducir un taxi para llegar a fin de mes.

Quinn volvió la vista hacia ella. Aquella mujer parecía no tener ni idea de que conducía el taxi solo por una apuesta. Lo miraba con sus enormes ojos marrones y con un gesto de ingenuidad que habría sido difícil de esbozar de haber sido falso. Por primera vez Quinn se preguntó si de verdad estaría fingiendo.

—O eres una actriz increíble o es cierto que tienes un rancho en Montana.

—Yo no sé actuar.

—¿Te importa enseñarme tu permiso de conducir?

—No, no quiero.

—Me lo figuraba —sonrió Quinn—. Tu permiso de conducir no es de Montana, ¿verdad? Apuesto a que ni siquiera te llamas Josephine Fletcher.

—¡De acuerdo, te enseñaré el maldito permiso! —accedió ella al fin abriendo el bolso—. Pero tienes que prometerme que no te reirás de la foto. Parezco una presa fugada —añadió abriendo la cartera.

Quinn paró ante un semáforo en rojo y observó el documento. Josephine Fletcher estaba seria en la foto, pero aun así estaba guapa. Y el permiso era de Montana.

Jo observó la cara de sorpresa de Quinn al ver el documento. Aquel tipo era realmente guapo, con sus ojos azules y su aire de estrella de cine. Cerró la cartera y volvió a meterla en el bolso.

—¿Te basta con eso o quieres ver mi visa?

—Si eres Jo Fletcher, entonces eso de la nevera es esperma de caballo.

—¡Pues claro! ¿Crees que podría inventarme una cosa así?

—Si estuvieras compinchada con Murray, seguro que sí.

—Pero no lo estoy —negó una vez más Jo, despidiéndose de Nueva York mientras cruzaban Queensboro Bridge. Quizá no volviera a verlo—. Y ya que no formo parte de ningún complot, ¿te importaría decirme quién es ese tal Murray?

—Mi mejor amigo, propietario de una empresa de taxis. Está convencido de que soy uno de esos ejecutivos trajeados blandengues, incapaz de soportar un día entero en un taxi, así que hicimos una apuesta. Cuando apareció el tipo con la caja de zapatos llena de serpientes pensé que era una broma. Y lo de la nevera con esperma de caballo tampoco es muy normal que digamos. Por eso creía que era una trampa.

—Comprendo.

Jo había visto dos veces a la serpiente en el coche, y sospechaba que Quinn estaba aterrorizado, así que había decidido atraparla sin hacer ruido para tratar de evitar un accidente.

—Te toca —dijo Quinn—. ¿Qué haces tú con esperma de caballo?

—El esperma es de Lust-a-Lot, el semental de mi amiga Cassie. Cassie y yo éramos compañeras de clase en la universidad. Trabajé en las cuadras de su familia aquí, en el estado de Nueva York, nada más terminar los estudios. Luego heredé el rancho de Montana y se nos ocurrió vernos una vez al año aquí, por primavera. Es como una tradición: yo vengo y ella me da esperma.

—¿Me estás diciendo que en Montana no hay esperma de caballo?

—Claro que hay. Es una forma de mantener nuestra amistad. Además, el esperma de Lust-a-Lot es muy fértil. Buenos nadadores. Mis yeguas se quedan embarazadas a la primera —explicó Jo chasqueando los dedos.

—¿Es eso lo que crías en tu rancho?, ¿caballos?

—No, criamos vacas —suspiró Jo recordando la terrible deuda acumulada desde que había heredado Bar None. Sabía criar caballos, pero financieramente era un desastre. La contabilidad le producía dolor de cabeza—. El invierno pasado perdimos muchas cabezas de ganado y voy retrasada en mis pagos al banco, así que no sé qué será del rancho.

—Supongo que es difícil, hoy en día, llevar un rancho pequeño.

—Sí, es duro. Pero cuando es una joya de rancho, herencia de tu tía abuela favorita, haces cualquier cosa con tal de sacarlo adelante —explicó Jo—. Es una lástima que no seas Brian Hastings. El otoño pasado vino al rancho un hombre que trabajaba para él buscando localizaciones para su próxima película. Si fueras él, me arrodillaría ante ti y te pediría que eligieras mi rancho para rodar.

—Y si fuera él, rodaría en tu rancho —sonrió Quinn.

—Gracias —contestó Jo admirando su sonrisa y pensando que resultaba aún más sexy que la de Brian Hastings.

—Entonces supongo que no has vuelto a saber nada de él, ¿no?

—No, pero se me ocurrió contar en el banco que la cosa era segura. Así me los quitaba de encima una temporada. Pero si Brian Hastings no aparece, se van a echar encima de mí.

—Pues no sé si es buena idea apostarlo todo al capricho de una estrella de cine —comentó Quinn.

—No, probablemente no —contestó Jo inclinándose al ver salir a la serpiente, sin dejar de hablar para distraer la atención de Quinn—. Teniendo en cuenta el estado de mis finanzas, no debí venir este año a Nueva York, pero Cassie ha decidido castrar a Lust-a-Lot, así que esta será la última vez. Podría congelar esperma, pero sale demasiado caro.

—Castrarlo… ¿Eso es cortarle el…?

—Bueno, digamos que perderá la posibilidad de tener familia.

—¿Y por qué va a hacer eso? —preguntó Quinn.

—Porque Lust-a-Lot es un salvaje, no se deja montar. Castrarlo lo suavizará. No la culpo, es ella la que tiene que soportarlo.

—Entonces, ¿llevas en la nevera el último esperma de Lust-a-Lot?

—Sí —rio Jo—, se podría decir así. Va envuelto en hielo, y siempre he logrado que llegue a casa fresco, pero no quiero perder el avión y que se estropee.

—Pues a correr —contestó Quinn pisando el acelerador y sorteando vehículos.

—¿De verdad eres inversor financiero? —preguntó Jo inclinándose lentamente.

—Sí.

—¡Maldita sea! —exclamó Jo, que no había conseguido capturar a la serpiente.

—Bueno, ya sé que no es tan emocionante como ser actor, lo siento.

—No, si no era por eso —contestó Jo dejando el sombrero en el asiento de atrás y desabrochándose el cinturón mientras la serpiente se metía a toda prisa bajo el asiento de Quinn—. Reduce la velocidad, échate a la derecha y para.

—Ah, la serpiente.

—Sí, es muy pequeña, por eso es más difícil atraparla —explicó Jo arrodillándose en el suelo e inclinándose hacia Quinn, hasta alcanzar su tobillo.

—¿Está ahí debajo?, ¿justo debajo de mi pie?

—No tengas miedo, no te hará daño.

—¡No tengo miedo, maldita sea! Es solo que… ¿Qué es eso?

—Quieto, está escalando por tu pierna.

—¿Por mi pierna?, ¿para qué?

—Quizá sea chica, y desde luego es curiosa —dijo Jo metiendo una mano por dentro de la pernera del pantalón de Quinn.

—¡Ay, Dios mío! ¿Qué ocurre?

—¡No mires hacia abajo! ¡Mira por dónde vas!

—¡Dios de mi…!

Entonces se oyó un fuerte golpe metálico y la voz de Quinn se desvaneció.

Capítulo 2

JO se agarró a la pierna de Quinn para evitar golpearse contra el salpicadero. El incidente asustó a la serpiente, que trató de escapar. Jo aprovechó para atraparla.

—¡La tengo!

—¡Jo! —exclamó Quinn jadeando. La agarró por los hombros—. ¡Dios mío, lo siento! ¿Te encuentras bien?

—Eso creo —contestó Jo levantándose—. ¿Lo ves? Es muy pequeña.

Quinn no tenía buen aspecto. De hecho, respiraba trabajosamente y parecía a punto de desmayarse.

—Quinn, ¿estás herido?

—No —contestó él sin dejar de mirar a la serpiente.

Alguien dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor. Quinn la bajó sin dejar de observar atentamente al animal. Un hombre asomó la cabeza.

—Tenemos un problema, amigo. ¿Quieres llamar a la policía?

—Sí, claro —contestó Quinn sin moverse.

Jo se figuró que si no se deshacía de la serpiente, Quinn permanecería inmóvil para siempre. Estaban cerca del aeropuerto, la serpiente tendría que conformarse con el descampado que había junto a la autopista.

—Voy a llevarme a la serpiente allí. Tú llama a la policía y pídeme un taxi mientras tanto, Quinn —Quinn asintió, pero continuó inmutable. Antes de salir, Jo añadió—: Y cambia mis paquetes de taxi, ¿de acuerdo? No quiero perder el avión.

Jo saltó la valla metálica y, tras caminar un rato, dejó a la serpiente en el suelo. Aquello le recordaba a su casa. Allí había aprendido a apreciar a todas las criaturas. Jo se había criado en Chicago, pero no sentía que la ciudad fuera su hogar. En realidad, nunca lo había sentido. Los veranos en Bar None, el rancho de tía Josephine, la habían conquistado.

Cuando regresó al taxi, la policía y un segundo taxi la esperaban. Quinn estaba de pie, hablando y haciendo gestos, enfadado. Pero incluso enfadado resultaba atractivo. Era una lástima que viviera en Nueva York. El hombre contra el que habían chocado la miró con suspicacia.

—Le digo que en este coche ocurría algo raro, oficial. Yo iba en paralelo con ellos y disminuí la velocidad para ver qué pasaba. Entonces empezaron a dar bandazos y ella se inclinó sobre el regazo de él…, usted ya me entiende.

—¡Solo trataba de quitarme a la serpiente de encima! —protestó Quinn—. Esto es cosa de Murray.

—¿Quiere usted contarnos su versión de los hechos? —preguntó entonces el oficial de policía a Jo.

—Me encantaría, pero si no me doy prisa, el esperma se echará a perder —objetó Jo mirando el reloj. Quinn bufó. Jo comprendió entonces que no hubiera debido expresarse así, de modo que rectificó—: Me refería al esperma de caballo, oficial. Lo llevo a Montana, los papeles están en regla. Yo solo trataba de capturar a la serpiente cuando se produjo el accidente. Acabo de dejarla en ese descampado.

—Escuche, ella no tiene nada que ver —intervino Quinn—. Se lo aseguro. La empresa de taxis se hará cargo de todo. Ese esperma es de un caballo que va a ser castrado, quizá lo hayan castrado ya. Es imprescindible que tome el avión, ¿comprende?

—Ah, bueno, en ese caso… —contestó el hombre del vehículo contrario, escéptico.

—Entonces ¿puedo marcharme? —preguntó Jo. Tras contestar a unas cuantas preguntas que le hizo el policía, Jo se volvió hacia Quinn.

—Supongo que has perdido la apuesta.

—Eso me temo. Jo, lo siento, es que…

—Te aterran las serpientes —Jo terminó la frase por él.

—Sí —confesó al fin Quinn con una sonrisa traviesa.

—Hay cosas peores —comentó Jo—. Escucha, tengo que marcharme. ¿Están mis cosas en el otro taxi?

—Sí. Bill, el taxista, las ha trasladado.

—Estupendo.

—Buena suerte con el rancho.

—Gracias. Y buena suerte con Murray —contestó Jo estrechándole la mano y subiendo al otro taxi.

Treinta y cinco minutos más tarde, al atravesar la puerta de embarque del aeropuerto, Jo se dio cuenta de que no llevaba la nevera.

Quinn vio la nevera en el suelo, en el asiento de atrás, cuando llegó la grúa. Justo antes de que se llevaran el vehículo a remolque, llamó a Bill para que se acercara a recogerlo. Este llegó enseguida.

—Has tenido suerte, estaba en la cola del aeropuerto para recoger pasajeros y ya me iba a tocar.

—Pues tú también has tenido suerte, porque te olvidaste de esto —contestó Quinn alzando la nevera—. Es de la mujer a la que acabas de dejar en el aeropuerto. Tenemos que alcanzarla antes de que embarque.

—¡Creía que era tu almuerzo! —exclamó Bill incorporándose al tráfico y acelerando.

—Pues es esperma de caballo, de un caballo al que van a castrar. Escucha, déjame justo en la puerta donde la dejaste a ella.

—No creo que llegues a tiempo, pero buena suerte.

—Sí, hoy ha sido una locura de día.

—¡Y que lo digas! Todo el mundo se ha enterado ya. Murray se está partiendo de risa.

—¡Lo sabía! Sabía que era idea suya.

—No, no fue idea suya, te lo juro. Dijo que de haberlo planeado, no le habría salido mejor —continuó Bill parando ante la puerta—. ¿Te espero?

—No.

—Bueno, pero ¿qué vas a hacer, si no la encuentras? No vas a seguirla hasta Montana, ¿no?

De pronto Quinn se planteó la idea. Toda la culpa era suya, y para él era fácil desaparecer unos días de la oficina.

—Pues sí —contestó dejándose llevar por un impulso.

Quinn se sentía más diminuto que una hormiga en aquella carretera secundaria. Los faros de su coche alquilado eran la única luz en muchos kilómetros a la redonda, sin contar la de la luna y las estrellas. Las montañas se cernían amenazadoras, negras, a excepción de los picos nevados. Montana era muy… espaciosa. Si por casualidad se le estropeaba el coche, podían pasar días y días antes de que alguien lo auxiliara.

Habría debido llevar comida, agua, un saco de dormir y un rifle. Quinn jamás había disparado un arma, pero en aquel paisaje parecía imprescindible. Aquella era la tierra de Jo. A cada kilómetro que recorría, valoraba más y más su empeño en salir adelante. Esperaba no haberse equivocado de carretera. Quinn había llamado a su secretaria desde el aeropuerto y le había encargado que localizara Bar None. Por suerte, su asistente había dado con el sitio en media hora. El rancho estaba cerca de una ciudad llamada Ugly Bug, Sabandija Fea, junto al riachuelo Ugly Bug Creek. A juicio de Quinn, después de las serpientes y las lagartijas, las sabandijas eran los bichos más repugnantes de esta tierra.

Quinn siempre se había sentido fascinado por el Oeste, pero en ese momento se daba cuenta de que su imagen de aquella tierra era falsa y romántica. Cowboys en torno a una hoguera, partidas de póquer en el saloon. Todo aquello estaba muy lejos de la realidad. Al girar siguiendo un vallado, Quinn vio luz en medio del valle. Según el cuentakilómetros, tenía que ser Bar None. Quizá, después de todo, no encontraran sus huesos en un pozo seco. No consiguió leer lo que ponía en el cartel de la puerta, pero aun así entró. Estaba abierto. Había sombras en el paisaje. Vacas, pensó. U osos. Por fin llegó a los edificios. Era fácil adivinar cuál era la casa, cuál el establo y cuál el granero. Había luz en el porche. Quinn agarró la nevera y salió. Una mujer gordita, de unos cuarenta años, abrió la puerta y salió a recibirlo. En la ciudad, nadie abría así a un desconocido.

—Hola, soy…

—¡Gracias a Dios! —exclamó la mujer mirándolo como si fuera el mismísimo Cristo.

—Vaya, me alegro del recibimiento —comentó Quinn figurándose que había reconocido la nevera—. Dadas las circunstancias…

—¿Conoces las circunstancias?

—En parte. ¿Está Jo? Soy…

—Sé muy bien quién eres —sonrió ampliamente la mujer—. Y me alegro de verte. Ya habíamos perdido la esperanza. Entra, entra. Yo soy Emmy Lou, la cocinera. ¿Has comido? Puedo calentarte lo que ha sobrado de pollo.

—¡Pollo, estupendo! —exclamó Quinn siguiendo a la mujer al vestíbulo—. He venido en cuanto he podido; supongo que Jo estará preocupada.

—Pues sí. ¡Pobre mujer, se lo toma todo tan en serio! La verdad, yo creo que lo que necesita es consejo financiero. Bueno, lo importante es que estás aquí. Dudaba que vinieras.

—Bueno, hay mucho en juego. Un semental merece una última oportunidad, ¿no?

—¿Una última oportunidad? —Emmy Lou lo miró de arriba abajo sonriendo—. No lo creo.

—Bueno, eso me dijo Jo.

—¡Qué bruta! Tendré que hablar con esa chica. Bueno, de todos modos, aquí estás. Iré a buscar a Jo. Está arriba.

—Bien.

Quinn estaba contento. Quizá pudiera ayudar a Jo con la contabilidad y darle algún consejo. Dejó la nevera en el suelo y se sentó. No podía dejar de preguntarse cómo reaccionaría Jo. Quizá le diera un abrazo, llena de gratitud. La idea resultaba alentadora. Emmy Lou abandonó la cocina y volvió al vestíbulo.

—¡Jo! —gritó al pie de la escalera—. ¡Adivina quién ha venido!

Quinn sonrió. Debía haberle causado buena impresión a Jo, a pesar de la serpiente, si le había hablado a la cocinera de él. Quinn había pensado volver de inmediato a Nueva York, pero después de aquel recibimiento quizá Jo pudiera convencerlo de que se quedara unos días.

—¿Quién? —gritó Jo al llegar a lo alto de las escaleras.

—Brian Hastings —le dijo Emmy Lou al oído en cuanto bajó.

—Estás de broma —contestó Jo.

—No, está en la cocina.

—¿Y se ha presentado así, solo, sin más?

—Debe gustarle escaparse, de vez en cuando. Así se aleja de tantas admiradoras. He decidido no pedirle ningún botón de la camisa. Por ahora.

—Pues no te precipites —aconsejó Jo asomando la cabeza, con el corazón en un puño.

Jamás había negociado un contrato como aquel. Tendría que concentrarse seriamente en los ceros, aunque, en realidad, no tenía ni idea de cuánto podía cobrar por alquilar el rancho para rodar una película.

—Créeme, Jo —susurró Emmy Lou con voz trémula—. Bar None será famoso, podremos pagar la deuda. Además, tendremos aquí a Brian Hastings unas semanas. ¿Crees que es pronto para pedirle un papel en la película?

—¡Sí! —susurró Jo—. Puede que solo quiera tantear el terreno —añadió peinándose.

Al llegar a la puerta de la cocina, Jo respiró hondo. Tan solo se trataba de un hombre, se dijo. Sin embargo, era incapaz de dominarse. El corazón le latía aceleradamente. Era el hombre más sexy de América. Además, el futuro del rancho estaba en juego. Todo dependía de la impresión que le causara al entrar. Jo cerró los ojos y contó hasta diez. Luego entró.

—¡Sorpresa! —exclamó Quinn sonriendo.

—¡Maldita sea…, eres tú!

La sonrisa de Quinn se desvaneció de inmediato.

—¡Josephine Sarah Fletcher! —exclamó Emmy Lou enojada—. ¿Te parece bonito tratar así al señor Hastings? ¡Pide disculpas inmediatamente!

—Lo siento. Emmy Lou, este no es Brian Hastings.

—¿Qué quieres decir con eso de que no es Brian Hastings? He visto The Drifter catorce veces. ¡Es Brian Hastings!

—Pues la verdad es que… —comenzó a decir Quinn.

—Lo reconocería en cualquier parte —insistió Emmy Lou tomando el rostro de Quinn entre las manos—. Mira esos labios tan sensuales. Fíjate en la intensidad del azul de los ojos. ¡Y el perfil! —añadió ladeando bruscamente la cabeza de Quinn—. ¿Pretendes decirme que no es el perfil de Brian Hastings? ¡Por el amor de Dios!

—Es el perfil de Quinn Monroe —suspiró Jo.

—A ver, sonríe —ordenó Emmy Lou.

—No puedo, me estás clavando las uñas —se quejó Quinn.

—Vamos, sonríe ahora —ordenó una vez más la cocinera soltándolo. Quinn obedeció—. ¿Lo ves? Es la sonrisa más sexy del país. Y en persona resulta aún mejor. Deberías aparecer en público más a menudo. Hay actores que pierden mucho al natural, pero tú no.

El cerebro de Jo no dejaba de maquinar mientras Emmy Lou se exaltaba, convencida de que Quinn era Brian Hastings, a pesar de que los dos lo negaran.

—He venido a traer el esperma —dijo Quinn.

—Joven, ya sé que en Hollywood sois todos unos descarados, pero esto es Montana, aquí no hablamos así. Estas cosas hay que trabajárselas, salir juntos, robar unos besos. Y se dice «hacer el amor», no «traer el esperma».

—¿Lo has traído? —preguntó Jo contenta.

—Sí, tomé el siguiente vuelo —contestó Quinn alzando la nevera—. Se me ocurrió de pronto.

—Es… fantástico. Gracias, Quinn. Lo pondré en el refrigerador —contestó Jo agradecida, y se volvió hacia Emmy Lou—. ¿Recuerdas al taxista de la serpiente? Pues es él. Olvidé decirte que se parecía a Brian Hastings.

—No puede ser —insistió Emmy Lou.

—No es Brian Hastings, pero me ha hecho un favor inmenso y le estoy muy agradecida —contestó Jo observándolo nerviosa—. Tienes que decirme cuánto te debo por el billete de avión.

—No, no hace falta. Fue todo culpa mía.

—Al menos deja que te preparemos una habitación para esta noche.

—Sí, estupendo. Además tengo… hambre —añadió Quinn dirigiéndose a Emmy Lou—. ¿Se mantiene en pie la oferta del pollo, a pesar de que no sea Brian Hastings?

—¡Por supuesto! Yo siempre doy de comer a cualquier alma en pena que entre en mi cocina, sea quien sea.

—Gracias…, creo.

—Aún no puedo creer que no seas… ¿Cómo dices que te llamas?

—Quinn Monroe.

—¿Puedes demostrarlo?

—Bueno, tengo aquí mi permiso de conducir —contestó Quinn sacando la cartera del bolsillo y dirigiéndose hacia ella—. Pero tenéis que prometerme que no os vais a reír. Parezco un preso fugado.

—Apuesto a que pareces Brian Hastings —comentó Emmy Lou observando atentamente el documento—. Está bien, no eres Brian Hastings, pero lo pareces.

—Sí, ya lo sé.

La mente de Jo seguía maquinando. No podía evitarlo. Tenía un plan, un audaz y atrevido plan que podía salvarle la vida.

Capítulo 3

JO decidió esperar a que Quinn tuviera el estómago lleno antes de hacerle la propuesta. Para empezar, fue tanteando el terreno.

—¿Crees que podrías desaparecer del trabajo un día o dos?

—Claro, mi secretaria sabe dónde estoy —contestó Quinn—. La llamaré por la mañana para ver si hay algo urgente.

—¿Y a qué hora sale tu avión?

—No reservé billete de vuelta, no sabía cuánto iba a tardar en encontrarte. Ya me ocuparé de eso mañana.

—¿Has estado alguna vez en Montana? —continuó preguntando Jo, cada vez más ansiosa.

—No, es la primera.

—Entonces ¿qué te parecería quedarte unos días? La primavera aquí es preciosa, pero de noche no has podido ver nada. Todo está verde, florecido.

—No quiero ser una molestia —contestó Quinn, vacilante pero interesado.

—¡No es ninguna molestia! —exclamó Jo contenta. El plan no solo le brindaba la oportunidad de salvar el rancho, sino además de conocer a Quinn. La atraía físicamente, aunque en realidad lo que más le gustaba de él era su humanidad. Quizá le dieran miedo las serpientes, pero había viajado a Montana solo para llevarle el esperma— . Betsy y Clarise van a dar a luz cualquier día de estos. ¿Cuántos inversores financieros de Nueva York han visto parir a una yegua?

—Yo no, desde luego.

—Pero te dan miedo las serpientes —señaló Emmy Lou—. En esta época precisamente es cuando más salen. Hay cientos y cientos de ellas por aquí.

—¿Me disculpas un momento? —preguntó Jo a Quinn, que se mostraba vacilante. Luego agarró a Emmy Lou del brazo y le susurró al oído—: ¿Vas a colaborar conmigo? Tengo una idea fantástica.

—Será mejor que vuelva mañana a Nueva York, después de todo —repuso Quinn.

—Bueno, prueba primero la cocina de Emmy Lou —le propuso Jo—. Y luego me dices si no te gustaría quedarte unos días. Un poco de pollo y te sentirás como en el paraíso.

Quinn sabía otra cosa que también podría haberle hecho sentirse como en el paraíso. Desde luego el pollo estaba exquisito. Pero no debía olvidarse de las serpientes. Además, le preocupaba el nombre del pueblo. Aunque siempre podía quedarse en la casa… Jo despertaba en él un instinto básico, y ese instinto se exploraba mejor en un sofá. Quinn había comenzado a fantasear qué sentiría estrechándola en sus brazos, besando aquellos labios, acariciando aquella suave piel. Y los atributos físicos de Jo no eran el único aliciente. Quinn siempre se compadecía de una mujer en apuros. Quizá con sus contactos pudiera conseguirle un nuevo préstamo. Lo importante era deshacerse de la deuda. Por fin terminó el pollo y apartó el plato satisfecho.

—Estaba delicioso, gracias.

—Tienes que probar la tarta de manzana —sugirió Emmy Lou.

—Sí, dale un trozo de tarta.

Jo se mostraba cada vez más simpática, pensó Quinn. Resultaba halagador, pero también sospechoso. ¿Qué tramaban aquellas dos mujeres?

—¿La quieres con helado? —preguntó Emmy Lou.

—Claro, ¿por qué no? —contestó Quinn pensando que el postre no iba a derretirle el cerebro.

Jo lo observó comer con interés. Cada vez que la miraba, sonreía. Como si ocultara algo. Definitivamente, algo estaban tramando.

—¿Tú no quieres? —preguntó Quinn.

—No, es que me encanta ver a la gente disfrutar.

—Pues el espectáculo ha terminado, aunque tengo que decir que es la mejor tarta de manzana que he comido nunca. ¡Y he comido en restaurantes caros!

—Entonces, Quinn, ¿te quedas unos días? —preguntó Jo—. Mañana hay carne guisada para cenar.

La mente le aconsejaba prudencia. Jo se mostraba demasiado insistente. Pero su libido reaccionaba fuertemente al brillo de aquellos ojos. Además, siempre le había encantado la carne guisada.

—Creo que podría arreglarlo.

—Estupendo, porque he tenido una idea alucinante. ¿Qué te parecería hacerte pasar por Brian Hastings mientras estés aquí?

Quinn gruñó y enterró el rostro entre las manos. Todas sus fantasías se desvanecieron. Había picado el anzuelo.

—¡Josephine, qué idea más brillante! —exclamó Emmy Lou.

—Pero, ¿sabes? —dijo Quinn apartando las manos e inclinándose hacia Jo, a quien encontraba guapa y encantadora, pero también traicionera—, yo no soy Brian Hastings…

—Pero podrías hacerte pasar por él. Has engañado a Emmy Lou. Si la gente creyera que Brian Hastings está en mi casa, me quitaría de encima al banco otra buena temporada.

Quinn se reclinó en la silla suspirando pesadamente. Igual que el resto de las mujeres, Jo se interesaba por él solo porque se parecía a una estrella de cine.

—¿Y qué ocurrirá si Hastings no aparece? Volverás a estar en la misma situación.

—Tendré dinero a finales del verano y podré pagar una parte. Necesito que me retengan los plazos hasta entonces.

—Puede que haya otra forma de solucionarlo. Yo podría conseguirte un crédito…

—¡No! —negó Jo alzando la mano—. No quiero que nadie meta las narices en mis asuntos. Si me hundo, me hundiré sola.

—Esa actitud es muy noble, pero es innecesaria. Es tu medio de vida, Jo. No sé por qué no te lo sugerí en el taxi. Puedo asesorarte.

—¿Asesorarme? Pero tú no lo haces gratis, Quinn.

—No, normalmente no, pero ya se me ocurrirá algo.

—Prefiero enfrentarme al problema yo sola. Solo te pido que te hagas pasar por Brian Hastings durante una semana. Eso es todo.

—¿Todo? —repitió Quinn mirándola—. Brian Hastings es actor, conoce Hollywood al dedillo. Además, es un sex symbol. ¿Te das cuenta de lo significa eso para un tipo normal y corriente como yo?

—¡Tonterías! —exclamó Emmy Lou—. Eso de ser un sex symbol no te costará ningún esfuerzo. Basta con que sonrías y guiñes un ojo. Las mujeres caerán como moscas.

Quizá, pensó Quinn. Pero cuando se enteraran de quién era, se sentirían engañadas y se pondrían groseras. Quinn lo sabía por experiencia. Se pasaría el tiempo muerto de miedo pensando que podían descubrirlo. Además, estaba harto de que nadie lo valorara jamás por sí mismo. No quería formar parte de ese plan, aunque eso significara no pasar más tiempo con Jo. En su opinión, aquella no era la mejor manera de solucionar un problema económico. Era como usar una tirita para una herida que requería un torniquete.

—Emmy Lou ha visto todas las entrevistas de Brian Hastings, lo sabe todo acerca de Hollywood. Puede ayudarte en ese tema —señaló Jo.

—Lo siento, pero va contra mis principios. Detesto que me tomen por Hastings, no estoy dispuesto a provocar deliberadamente la confusión. Escucha, Jo, no rechaces mi ayuda. Puede que sea justo lo que necesitas.

—No, gracias, te lo agradezco, pero no tengo ninguna garantía de que el rancho vaya a salir adelante, y no quiero arruinar tu reputación.

—No vas a arruinar mi reputación. Y aunque así fuera…, prefiero eso a ser un Hastings de pacotilla.

—¡Qué poco crédito te concedes a ti mismo! —exclamó Emmy Lou—. ¡Tú podrías ser una versión de primera!

—Eso es lo que tú te crees. Brian Hastings no es solo una estrella de cine, es un cowboy. Y yo no sé montar, no sé ni tirar el lazo. Deja que haga lo que sé hacer mejor, que es manejar dinero.

—No puedo dejar que metas las narices en mis asuntos, Quinn. Sencillamente, no puedo.

—Pues yo no tengo ningún interés en hacerme pasar por Brian Hastings.

—Entonces ya está todo dicho —concluyó Jo—. De todos modos eres bienvenido, si te quedas.

—Gracias, pero prefiero marcharme mañana a primera hora de la mañana. No quiero que la gente de aquí reaccione igual que Emmy Lou.

—Comprendo —asintió Jo—. Emmy Lou, ¿quieres enseñarle su habitación? Voy a ver a Clarise y a Betsy antes de irme a la cama.

—Vamos, Quinn —contestó la cocinera subiendo las escaleras—. No creo que te pasara nada por hacerle el favor a Jo.

—Claro, tú jamás te has visto rodeada de mujeres que te arrancan la ropa a jirones —contestó Quinn siguiéndola.

—Exageras. Mira, yo creía que eras Brian Hastings y no te he hecho nada. Solo iba a pedirte un botón.

—¿Lo ves? Se empieza por los botones, ¿y qué daño puede hacerme eso? Luego, cuando se acaban, me piden una manga. Después el cinturón, y entonces se monta un striptease. Basta con que comience una. Antes de darme cuenta, estoy rodeado. Y cuando les digo que se equivocan de hombre, ¿crees que me escuchan? No, se ponen como locas. Hay más de veinte mujeres en este mundo con un botón, una manga o un bolsillo de mis pantalones, y todas creen que es de Brian Hastings.

—¿Y todo eso te ha ocurrido en Nueva York?

—Sí, allí es donde vivo.

—¿Lo ves? ¡Lo sabía! —repuso Emmy Lou deteniéndose delante de una puerta—. Es por culpa del estrés. En esa ciudad falta espacio. Se comen a los jóvenes, desnudan a las celebridades…, lo que esté más a tiro. Aquí tenemos espacio de sobra, no estamos neuróticos.

—Pero tú querías un botón.

—Bueno, pero ya no ¿Quién quiere el botón de la camisa de un inversor financiero?

Quinn se puso de mal humor. No sabía qué era peor, si perder la ropa cuando lo confundían con Hastings o perder el orgullo cuando las mujeres descubrían que solo era Quinn Monroe.

—De todos modos no sé para qué quieren las mujeres esos trofeos. No lo comprendo. ¿Qué hacen con ellos?

—Algunas cosen el botón a un trozo de terciopelo y bordan el nombre del famoso —contestó Emmy Lou aclarándose la garganta y mirando al techo.

—¿Tú, por ejemplo? Pues debes tener la pared llena de cuadros con botones.

—No, por aquí no vienen muchas celebridades. Aquí está tu habitación, cobarde —lo acusó Emmy Lou haciendo un gesto hacia la puerta.

—Emmy Lou, te aseguro que acabarían por descubrirme. En Nueva York es diferente, porque no hay caballos que montar ni vacas a las que echar el lazo.

—Vaquillas. Brian Hastings jamás las llamaría vacas —lo corrigió Emmy Lou.

—¡Lo ves! A eso me refería.

—Pero eso se aprende. Jo y yo podríamos ponerte al tanto en un santiamén.

—Perdona, pero no.

—Bien, sé un cobarde, si quieres. El baño está al final del pasillo. Si te quedaras unos días, te traería ropa del barracón, pero supongo que no hace falta.

—Si quieres te doy un botón. Podrías decir que es de Brian Hastings —sugirió Quinn, conciliador.

—Eso sería mentir —señaló Emmy Lou.

—¿Mentir? ¿Quieres que me haga pasar por Hastings y te preocupa mentir acerca de un botón?

—Por Bar None y por Jo, estaría dispuesta a mentir. ¿Cómo iba a permitir que…? —Emmy Lou calló de pronto ladeando la cabeza—. Creo que ha venido alguien —Quinn oyó voces. Jo hablaba con un hombre, y por su tono de voz, no parecía muy contenta—. ¡Es Dick!

—¿Dick?

—Dick Cassidy, el ex marido de Jo. El peor error que ha cometido Jo en su vida fue casarse con él, y su gran acierto fue divorciarse. Dick solo quería de ella una cosa, aparte de lo obvio: que su ganado bebiera agua del riachuelo de Ugly Bug Creek.

—Y ese riachuelo, que se llama igual que la ciudad, ¿está en este rancho?

—Sí, la parte más ancha y caudalosa. Y no pasa por el rancho de Cassidy, que está al lado. Hizo sufrir mucho a Jo, cuando el divorcio, tratando de ganar tiempo para que su ganado siguiera bebiendo. Además, estamos seguros de que tiene algo que ver con la enorme cantidad de cabezas de ganado que hemos perdido este invierno, pero no podemos probarlo. Sospechamos que robaba heno. Y puede que se haya quedado también con dinero, pero Jo es tan desastrosa con las cuentas que ni siquiera lo sabe.

—Pero entonces ¿por qué lo deja entrar en casa?

—Ah, él siempre tiene una buena razón para entrar. La última vez dijo que se había roto la valla que separa los ranchos. Fue él quien la rompió, claro. La anterior, se le había averiado la camioneta. Aquí es de ley ayudar al vecino, así que Jo lo ayudó. Se pasa la vida buscando excusas para meter las narices donde no le importa. Quiere que Jo se rinda. De hecho, le ha ofrecido comprarle el rancho.

—Bien, ya he visto la habitación —dijo Quinn echando un rápido vistazo al dormitorio, sintiendo de inmediato el deseo instintivo de proteger a Jo—. ¿Qué te parecería ofrecerme un café, antes de ir a la cama?

—Buena idea —asintió Emmy Lou con aprobación guiándolo escaleras abajo.

Mientras bajaban, Quinn escuchó la conversación entre Jo y Dick:

—Esa alambrada estaba en perfecto estado ayer —decía Jo—. Alguien la ha cortado.

—¿Y quién habrá sido? ¿Acaso crees que me gusta que tus toros me destrocen el huerto?

—Si eso significa que tendré que compensarte por los daños causados…, sí, creo que te gusta —respondió Jo.

Jo le estaba dando una buena lección, pensó Quinn entrando en la cocina tras la cocinera. Dick estaba de frente y Jo de espaldas. Nada más verlo, aquel tipo le cayó mal. En cambio, la reacción de Cassidy al ver a Quinn fue exactamente la contraria. Abrió los ojos enormemente y sonrió.

—¡Dios, maldita sea! ¡Qué calladito te lo tenías, Jo!

Jo se volvió y vio a Quinn y a Emmy Lou.

—No es lo que tú te crees, este es…

—Como si hiciera falta que me lo presentaras —contestó Dick empujándola para pasar y estrechando la mano de Quinn—. Soy Dick Cassidy, vivo en el rancho de al lado. Me gustaría que vinieras a echarle un vistazo. Puede que te guste más que Bar None. Las edificaciones son más nuevas, las hemos pintado hace poco. Lo mantenemos mucho mejor que Jo. Pero, bueno, tienes que disculparla. No se puede esperar que una mujer lo haga todo.

—Me gusta el aspecto rústico de este rancho —contestó Quinn serio.

—Bueno, entonces arañaré la pintura. Lo que quieras, se hará —prometió Dick.

—Dick, deja que te explique —intervino Jo—. Sé lo que estás pensando, pero…

—¡Brian Hastings! —exclamó Dick—. He visto todas tus películas. Y son buenas, la verdad.

Quinn contó con tres segundos para decidir si dejaba que aquel tipo siguiera aprovechándose de Jo. Tardó dos.

—Me alegro, ¿cuál te gustó más?

Capítulo 4

JAMÁS en su vida había sentido Jo tantos deseos de abrazar a un hombre como en ese momento. Y todo gracias a Dick. Según parecía, su aparición la había hecho ganar puntos ante Quinn, que por fin había decidido ayudarla.

—Me cuesta elegir una película —contestó Dick—. ¿Cuál te gusta más a ti?

—No podría decirlo, jamás las veo —dijo Quinn.

—Excepto por las tomas que se ruedan a diario, claro. Estoy segura de que esas sí las ves —intervino Emmy Lou.

—Bueno, sí, esas sí —respondió Quinn con vaguedad—. Y a veces las semanales y las mensuales.

—¿Mensuales? —repitió Dick.

—¡Hollywood! —exclamó Jo alzando las manos—. ¿Quién puede estar al día, con todas esas divertidas palabras que se inventan continuamente? Eh, no sé vosotros, pero yo he cruzado la franja horaria dos veces en el día de hoy, llevo más de veinticuatro horas sin dormir, así que si no os importa, me voy a la cama —terminó mirando a Quinn—. Pareces cansado, Brian. La habitación de invitados te resultará muy cómoda.

—¿Se queda aquí? —preguntó Dick boquiabierto, volviéndose hacia Quinn—. ¿Dónde está el resto de tu equipo?

—Los he mandado a Bimini —contestó Quinn encogiéndose de hombros—. Les dije que se relajaran, que tomaran el sol. Quería estar solo, profundizar en mi personaje.

—¡Vaya, no sabía que los actores fueran tan trabajadores! Es impresionante, Brian. No te importa que te llame Brian, ¿verdad? Puedes llamarme Dick.

—Claro, Dick.

—¿Cuántos oscars has ganado?

—Bueno, Dick, es fácil perder la cuenta, ya sabes. Unos pocos —contestó Quinn mirando a Emmy Lou, que discretamente sacó tres dedos—. Tres.

—Dick, no quiero ser descortés, pero Brian es tan amable que estaría levantado toda la noche contestando a tus preguntas, cuando lo que debe hacer es dormir —intervino Jo—. Soy su anfitriona, debo controlar su horario, asegurarme de que se cuida. Los actores se sumergen tanto en sus personajes, que a menudo se olvidan de comer.

Dick trataba de ocultar sus celos y su envidia, pero Jo sabía adivinarla y estaba encantada. Su ex marido detestaba ver la confianza con que se trataban Quinn y ella; le habría gustado ocupar su lugar. Era otra satisfacción más de su plan. Además, estar con Quinn resultaba de lo más agradable. Tendría que aprender a ser un buen cowboy de cine, y enseñarle sería divertido.

—Entonces me marcho —dijo Dick sin ganas, haciendo una pausa al llegar a la puerta—. Escucha, ya sé que la gente te lo pedirá constantemente, pero ahora que somos vecinos, por decirlo de algún modo, me preguntaba si tendrías algún papel para mí. Sé montar y tiro muy bien el lazo.

Quinn se tomó su tiempo antes de contestar, mirándolo de arriba abajo. Jo y Emmy Lou se miraron, y ambas tuvieron que darse la vuelta reprimiendo las carcajadas.

—Bueno, quizá —accedió al fin Quinn.

—¡Vaya, sería estupendo! De verdad, te estaría…

—Si… —lo interrumpió Quinn, y dejó la frase en suspenso de un modo muy teatral.

—¿«Si»?

—Si te deshaces de esos kilos de más. Te sobra carne en el torso, Dick. No puedes salir así. Te sugiero que levantes pesas, montes en bicicleta y hagas jogging, quizá.

—¿Montar en bicicleta? Los cowboys no hacemos jogging, y menos aún montamos en bicicleta.

—Eso depende de ti. Yo solo te sugiero ideas para que tu aspecto sea más aceptable en la pantalla. Puedes hacerlo o no.