Tom Sawyer - Mark Twain - E-Book

Tom Sawyer E-Book

Mark Twain

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Beschreibung

Las aventuras de Tom Sawyer es una novela del autor estadounidense Mark Twain publicada en 1876, actualmente considerada una obra maestra de la literatura. Relata las aventuras de la infancia de Tom Sawyer, un niño que crece durante el antebellum del Sur de los Estados Unidos en «St. Petersburg», una población de la costa del río Mississipi inspirada en Hannibal, donde creció el autor.Tom Sawyer vive con su tía Polly y su medio hermano, Sidney. En una pelea callejera, Tom ensucia su ropa y es obligado a pintar la valla al día siguiente como castigo. Tom hábilmente convence a sus amigos para canjearle pequeños tesoros por el privilegio de hacer su trabajo. Luego negocia los pequeños tesoros por boletos de la Escuela Dominical que se reciben, normalmente, cuando se memorizan versículos de la Biblia...

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Mark Twain

TOM SAWYER

Mark Twain

TOM SAWYER

editado por Carola Tognetti
Greenbooks editore
ISBN 978-88-3295-024-3
Edición Digital
Abril 2017
ISBN: 978-88-3295-024-3
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

Indice

​CAPÍTULO I

​CAPÍTULO II

​CAPÍTULO III

​CAPÍTULO IV

​CAPÍTULO V

​CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

​CAPÍTULO VIII

​CAPÍTULO IX

​CAPÍTULO X

​CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

​CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIV

​CAPÍTULO XV

​CAPÍTULO XVI

​CAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVIII

​CAPÍTULO XIX

​CAPÍTULO XX

​CAPÍTULO XXI

​CAPÍTULO XXII

CAPÍTULO XXIII

​CAPÍTULO XXIV

​CAPÍTULO XXV

​CAPÍTULO XXVI

​CAPÍTULO XXVII

​CAPÍTULO XXVIII

​CAPÍTULO XXIX

​CAPÍTULO XXX

​CAPÍTULO XXXI

CAPÍTULO XXXII

​CAPÍTULO XXXIII

​CAPÍTULO XXXIV

​CAPÍTULO XXXV

​CAPÍTULO I

¡Tom!

Silencio.

‑¡Tom!

Silencio.

‑¡Dónde andará metido ese chico!... ¡Tom!

La anciana se bajó los anteojos y miró, por encima, al­rededor del cuarto; después se los subió a la frente y miró por debajo. Rara vez o nunca miraba a través de los cristales a cosa de tan poca importancia como un chiquillo: eran aqué­llos los lentes de ceremonia, su mayor orgullo, construidos por ornato antes que para servicio, y no hubiera visto mejor mirando a través de un par de mantas. Se quedó un instante perpleja y dijo, no con cólera, pero lo bastante alto para que la oyeran los muebles:

‑Bueno; pues te aseguro que si te echo mano te voy a...

No terminó la frase, porque antes se agachó dando es­tocadas con la escoba por debajo de la cama; así es que necesi­taba todo su aliento para puntuar los escobazos con resopli­dos. Lo único que consiguió desenterrar fue el gato.

‑¡No se ha visto cosa igual que ese muchacho!

Fue hasta la puerta y se detuvo allí, recorriendo con la mirada las plantas de tomate y las hierbas silvestres que cons­tituían el jardín. Ni sombra de Tom. Alzó, pues, la voz a un ángulo de puntería calculado para larga distancia y gritó:

‑¡Tú! ¡Toooom!

Oyó tras de ella un ligero ruido y se volvió a punto para atrapar a un muchacho por el borde de la chaqueta y detener su vuelo.

‑¡Ya estás! ¡Que no se me haya ocurrido pensar en esa despensa!... ¿Qué estabas haciendo ahí?

‑Nada.

‑¿Nada? Mírate esas manos, mírate esa boca... ¿Qué es eso pegajoso?

‑No lo sé, tía.

‑Bueno; pues yo sí lo sé. Es dulce, eso es. Mil veces te he dicho que como no dejes en paz ese dulce te voy a despe­llejar vivo. Dame esa vara.

La vara se cernió en el aire. Aquello tomaba mal cariz.

‑¡Dios mío! ¡Mire lo que tiene detrás, tía!

La anciana giró en redondo, recogiéndose las faldas para esquivar el peligro; y en el mismo instante escapó el chi­co, se encaramó por la alta valla de tablas y desapareció tras ella. Su tía Polly se quedó un momento sorprendida y después se echó a reír bondadosamente.

‑¡Diablo de chico! ¡Cuándo acabaré de aprender sus mañas! ¡Cuántas jugarretas como ésta no me habrá hecho, y aún le hago caso! Pero las viejas bobas somos más bobas que nadie. Perro viejo no aprende gracias nuevas, como suele de­cirse. Pero, ¡Señor!, si no me la juega del mismo modo dos días seguidos, ¿cómo va una a saber por dónde irá a salir? Pa­rece que adivina hasta dónde puede atormentarme antes de que llegue a montar en cólera, y sabe, el muy pillo, que si logra desconcertarme o hacerme reír ya todo se ha acabado y no soy capaz de pegarle. No; la verdad es que no cumplo mi deber para con este chico: ésa es la pura verdad. Tiene el diablo en el cuerpo; pero, ¡qué le voy a hacer! Es el hijo de mi pobre her­mana difunta, y no tengo entrañas para zurrarle. Cada vez que le dejo sin castigo me remuerde la conciencia, y cada vez que le pego se me parte el corazón. ¡Todo sea por Dios! Pocos son los días del hombre nacido de mujer y llenos de tri­bulación, como dice la Escritura, y así lo creo. Esta tarde se escapará del colegio y no tendré más remedio que hacerle tra­bajar mañana como castigo. Cosa dura es obligarle a trabajar los sábados, cuando todos los chicos tienen asueto; pero abo­rrece el trabajo más que ninguna otra cosa, y, o soy un poco rí­gida con él, o me convertiré en la perdición de ese niño.

Tom hizo rabona, en efecto, y lo pasó en grande. Volvió a casa con el tiempo justo para ayudar a Jim, el negrito, a ase­rrar la leña para el día siguiente y hacer astillas antes de la cena; pero, al menos, llegó a tiempo para contar sus aventuras a Jim mientras éste hacía tres cuartas partes de la tarea. Sid, el hermano menor de Tom o mejor dicho, hermanastro, ya ha­bía dado fin a la suya de recoger astillas, pues era un mucha­cho tranquilo, poco dado a aventuras ni calaveradas. Mien­tras Tom cenaba y escamoteaba terrones de azúcar cuando la ocasión se le ofrecía, su tía le hacía preguntas llenas de malicia y trastienda, con el intento de hacerle picar el anzuelo y son­sacarle reveladoras confesiones. Como otras muchas perso­nas, igualmente sencillas y candorosas, se envanecía de poseer un talento especial para la diplomacia tortuosa y sutil, y se complacía en mirar sus más obvios y transparentes artificios como maravillas de artera astucia. Así, le dijo:

‑Hacía bastante calor en la escuela, Tom; ¿no es cierto?

‑Sí, señora.

‑Muchísimo calor, ¿verdad?

‑Sí, señora.

‑¿Y no te entraron ganas de irte a nadar?

Tom sintió una vaga escama, un barrunto de alarmante sospecha. Examinó la cara de su tía Polly, pero nada sacó en limpio. Así es que contestó:

‑No, tía; vamos..., no muchas.

La anciana alargó la mano y le palpó la camisa.

‑Pero ahora no tienes demasiado calor, con todo.

Y se quedó tan satisfecha por haber descubierto que la camisa estaba seca sin dejar traslucir que era aquello lo que tenía en las mientes. Pero bien sabía ya Tom de dónde sopla­ba el viento. Así es que se apresuró a parar el próximo golpe.

‑Algunos chicos nos estuvimos echando agua por la cabeza. Aún la tengo húmeda. ¿Ve usted?

La tía Polly se quedó mohína, pensando que no había advertido aquel detalle acusador, y además le había fallado un tiro. Pero tuvo una nueva inspiración.

‑Dime, Tom: para mojarte la cabeza ¿no tuviste que descoserte el cuello de la camisa por donde yo te lo cosí? ¡De­sabróchate la chaqueta!

Toda sombra de alarma desapareció de la faz de Tom. Abrió la chaqueta. El cuello estaba cosido, y bien cosido.

‑¡Diablo de chico! Estaba segura de que habrías hecho rabona y de que te habrías ido a nadar. Me parece, Tom, que eres como gato escaldado, como suele decirse, y mejor de lo que pareces. Al menos, por esta vez.

Le dolía un poco que su sagacidad le hubiera fallado, y se complacía de que Tom hubiera tropezado y caído en la obediencia por una vez.

Pero Sid dijo:

‑Pues mire usted: yo diría que el cuello estaba cosido con hilo blanco y ahora es negro.

‑¡Cierto que lo cosí con hilo blanco! ¡Tom!

Pero Tom no esperó el final. Al escapar gritó desde la puerta:

‑Siddy, buena zurra te va a costar.

Ya en lugar seguro, sacó dos largas agujas que llevaba clavadas debajo de la solapa. En una había enrollado hilo ne­gro, y en la otra, blanco.

«Si no es por Sid no lo descubre. Unas veces lo cose con blanco y otras con negro. ¡Por qué no se decidirá de una vez por uno a otro! Así no hay quien lleve la cuenta. Pero Sid me las ha de pagar, ¡reconcho!»

No era el niño modelo del lugar. Al niño modelo lo co­nocía de sobra, y lo detestaba con toda su alma.

Aún no habían pasado dos minutos cuando ya había olvidado sus cuitas y pesadumbres. No porque fueran ni una pizca menos graves y amargas de lo que son para los hombres las de la edad madura, sino porque un nuevo y absorbente in­terés las redujo a la nada y las apartó por entonces de su pen­samiento, del mismo modo como las desgracias de los mayo­res se olvidan en el anhelo y la excitación de nuevas empresas. Este nuevo interés era cierta inapreciable novedad en el arte de silbar, en la que acababa de adiestrarle un negro, y que an­siaba practicar a solas y tranquilo. Consistía en ciertas varia­ciones a estilo de trino de pájaro, una especie de líquido gor­jeo que resultaba de hacer vibrar la lengua contra el paladar y que se intercalaba en la silbante melodía. Probablemente el lector recuerda cómo se hace, si es que ha sido muchacho al­guna vez. La aplicación y la perseverancia pronto le hicieron dar en el quid y echó a andar calle adelante con la boca rebo­sando armonías y el alma llena de regocijo. Sentía lo mismo que experimenta el astrónomo al descubrir una nueva estre­lla. No hay duda que en cuanto a lo intenso, hondo y acendra­do del placer, la ventaja estaba del lado del muchacho, no del astrónomo.

Los crepúsculos caniculares eran largos. Aún no era de noche. De pronto Tom suspendió el silbido: un forastero es­taba ante él; un muchacho que apenas le llevaba un dedo de ventaja en la estatura. Un recién llegado, de cualquier edad o sexo, era una curiosidad emocionante en el pobre lugarejo de San Petersburgo. El chico, además, estaba bien trajeado, y eso en un día no festivo. Esto era simplemente asombroso. El sombrero era coquetón; la chaqueta, de paño azul, nueva, bien cortada y elegante; y a igual altura estaban los pantalo­nes. Tenía puestos los zapatos, aunque no era más que vier­nes. Hasta llevaba corbata: una cinta de colores vivos. En toda su persona había un aire de ciudad que le dolía a Tom como una injuria. Cuanto más contemplaba aquella esplen­dorosa maravilla, más alzaba en el aire la nariz con un gesto de desdén por aquellas galas y más rota y desastrada le iba pa­reciendo su propia vestimenta. Ninguno de los dos hablaba. Si uno se movía, se movía el otro, pero sólo de costado, ha­ciendo rueda. Seguían cara a cara y mirándose a los ojos sin pestañear. Al fin, Tom dijo:

‑Yo te puedo.

‑Pues anda y haz la prueba.

‑Pues sí que te puedo.

‑¡A que no!

‑¡A que sí!

‑¡A que no!

Siguió una pausa embarazosa. Después prosiguió Tom:

‑Y tú, ¿cómo te llamas?

‑¿Y a ti que te importa?

‑Pues si me da la gana vas a ver si me importa.

‑¿Pues por qué no te atreves?

‑Como hables mucho lo vas a ver.

‑¡Mucho..., mucho..., mucho!

‑Tú te crees muy gracioso; pero con una mano atada atrás te podría dar una tunda si quisiera.

‑¿A que no me la das?...

‑¡Vaya un sombrero!

‑Pues atrévete a tocármelo.

‑Lo que eres tú es un mentiroso.

‑Más lo eres tú.

‑Como me digas esas cosas agarro una piedra y te la es­trello en la cabeza.

‑¡A que no!

‑Lo que tú tienes es miedo.

‑Más tienes tú.

Otra pausa, y más miradas, y más vueltas alrededor. Después empezaron a empujarse hombro con hombro.

‑Vete de aquí ‑dijo Tom.

‑Vete tú ‑contestó el otro.

‑No quiero.

‑Pues yo tampoco.

Y así siguieron, cada uno apoyado en una pierna como en un puntal, y los dos empujando con toda su alma y lanzán­dose furibundas miradas. Pero ninguno sacaba ventaja. Des­pués de forcejear hasta que ambos se pusieron encendidos y arrebatados los dos cedieron en el empuje, con desconfiada cautela, y Tom dijo:

‑Tú eres un miedoso y un cobarde. Voy a decírselo a mi hermano grande, que te puede deshacer con el dedo meñi­que.

‑¡Pues sí que me importa tu hermano! Tengo yo uno mayor que el tuyo y que si lo coge lo tira por encima de esa cerca. (Ambos hermanos eran imaginarios.)

‑Eso es mentira.

‑¡Porque tú lo digas!

Tom hizo una raya en el polvo con el dedo gordo del pie y dijo:

‑Atrévete a pasar de aquí y soy capaz de pegarte hasta que no te puedas tener. El que se atreva se la gana.

El recién venido traspasó en seguida la raya y dijo:

Ya está: a ver si haces lo que dices.

‑No me vengas con ésas; ándate con ojo.

‑Bueno, pues ¡a que no lo haces!

‑¡A que sí! Por dos centavos lo haría.

El recién venido sacó dos centavos del bolsillo y se los alargó burlonamente.

Tom los tiró contra el suelo.

En el mismo instante rodaron los dos chicos, revolcán­dose en la tierra, agarrados como dos gatos, y durante un mi­nuto forcejearon asiéndose del pelo y de las ropas, se golpea­ron y arañaron las narices, y se cubrieron de polvo y de gloria. Cuando la confusión tomó forma, a través de la polvareda de la batalla apareció Tom sentado a horcajadas sobre el foraste­ro y moliéndolo a puñetazos.

‑¡Date por vencido!

El forastero no hacía sino luchar para libertarse. Estaba llorando, sobre todo de rabia.

‑¡Date por vencido! ‑y siguió el machacamiento.

Al fin el forastero balbuceó un «me doy», y Tom le dejó levantarse y dijo:

‑Eso, para que aprendas. Otra vez ten ojo con quién te metes.

El vencido se marchó sacudiéndose el polvo de la ropa, entre hipos y sollozos, y de cuando en cuando se volvía mo­viendo la cabeza y amenazando a Tom con lo que le iba a hacer «la primera vez que lo sorprendiera». A lo cual Tom respondió con mofa, y se echó a andar con orgulloso conti­nente. Pero tan pronto como volvió la espalda, su contrario cogió una piedra y se la arrojó, dándole en mitad de la espal­da, y en seguida volvió grupas y corrió como un antíope. Tom persiguió al traidor hasta su casa, y supo así dónde vivía. Tomó posiciones por algún tiempo junto a la puerta del jar­dín y desafió a su enemigo a salir a campo abierto; pero el enemigo se contentó con sacarle la lengua y hacerle muecas detrás de la vidriera. Al fin apareció la madre del forastero, y llamó a Tom malo, tunante v ordinario, ordenándole que se largase de allí. Tom se fue, pero no sin prometer antes que aquel chico se las había de pagar.

Llegó muy tarde a casa aquella noche, y al encaramarse cautelosamente a la ventana cayó en una emboscada prepara­da por su tía, la cual, al ver el estado en que traía las ropas, se afirmó en la resolución de convertir el asueto del sábado en cautividad y trabajos forzados.

​CAPÍTULO II

Llegó la mañana del sábado y el mundo estival apareció lu­minoso y fresco y rebosante de vida. En cada corazón re­sonaba un canto; y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuer­pos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia saturaba el aire.

El monte de Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándo­se por encima de él, estaba todo cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer una deliciosa tierra prome­tida que invitaba al reposo y al ensueño.

Tom apareció en la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca, y la Naturaleza perdió toda alegría y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu. ¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin ob­jeto y la existencia una pesadumbre. Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto; repitió la operación; la volvió a repetir, comparó la insignificante franja enjalbegada con el vasto continente de cerca sin enca­lar, y se sentó sobre el boj, descorazonado Jim, salió a la puer­ta haciendo cabriolas, con un balde de cinc y cantando . Acarrear agua desde la fuente del pue­blo había sido siempre a los ojos de Tom una cosa aborrecible; pero entonces no le pareció así. Se acordó de que no faltaba allí compañía. Allí había siempre muchachos de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando vez; y entretanto, hol­gazaneaban, hacían cambios, reñían, se pegaban y bromea­ban. Y se acordó de que, aunque la fuente sólo distaba ciento cincuenta varas, Jim jamás estaba de vuelta con un balde de agua en menos de una hora; y aun entonces era porque algu­no había tenido que ir en su busca. Tom le dijo:

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