Tomek, el río al revés - Jean-Claude Mourlevat - E-Book

Tomek, el río al revés E-Book

Jean-Claude Mourlevat

0,0

Beschreibung

El primer volumen de una serie de Fantasy francesa que se ha vuelto lectura obligatoria en algunas escuelas

TOMEK, un huérfano de trece años, es el tendero de su pueblo. Una tarde, una chica entra en su almacén y le pide agua del río Qjar, «el agua que evita la muerte». Tomek nunca ha oído hablar de tal cosa, de manera que ella reemprende su marcha. Así comienza la aventura de Tomek, un fabuloso viaje que le llevará al Bosque del Olvido, al pueblo de los perfumistas, a la Isla Inexistente… ¿Conseguirá encontrar a Hannah en el otro extremo del mundo, allí donde fluye el río al revés?

EL RÍO AL REVÉS es una novela doble narrada desde las dos perspectivas de sus protagonistas (Tomek y Hannah). En el primer volumen, Tomek emprende un viaje de iniciación con el que dejará atrás la infancia, pero nunca la fantasía. En su aventura se enfrenta a las fuerzas de una naturaleza personificada, le acosan la soledad del Bosque del Olvido, el sueño eterno de las praderas, la incertidumbre del arcoíris… Una serie de obstáculos que supera victorioso y, cuando por fin alcanza su objetivo, ha adquirido la suficiente madurez como para plantearse una serie de interrogantes que tarde o temprano acechan a todo individuo: ¿De verdad puede desearse no morir nunca? ¿La razón de que la vida sea tan preciada no es precisamente que un día termine? ¿Acaso no resulta más angustiosa la idea de vivir eternamente que la de morir?

Un relato de iniciación para los 9-12 años que propone una reflexión profunda sobre el sentido de la vida. Las ilustraciones de Clara Luna acompañan perfectamente el texto
EXTRACTO

La historia que sigue transcurre en una época en la que aún no se habían inventado las comodidades modernas. No existían ni los concursos de la tele, ni los coches con airbag, ni los centros comerciales. ¡Ni siquiera existían los teléfonos móviles! Pero sí existían los arcoíris después de la lluvia, la mermelada de albaricoque con almendras dentro, los chapuzones improvisados a medianoche, y todas esas cosas que hoy en día se siguen apreciando. También existían, por otra parte, las penas de amor y la fiebre del heno, contra los que aún no se ha encontrado ningún remedio eficaz.

En pocas palabras, eran… otros tiempos.

SOBRE EL AUTOR

(Ambert, 1952)  Jean-Claude Mourlevat ha compaginado la docencia (ha sido profesor en Francia y Alemania) con el arte dramático (es actor, payaso y mimo). En 1997 comenzó a escribir para niños y adolescentes y desde entonces ha publicado cuentos, relatos y novelas, que han sido recibidos con entusiasmo por críticos y lectores. En sus obras Mourlevat combina un mundo imaginario, de situaciones inusuales y coloridas, con la realidad de la vida cotidiana, la soledad, la alienación, la melancolía, la violencia y los aspectos dolorosos de la vida, todo ello a través de una prosa fresca, dinámica e imaginativa, dotada de suspense, humor y un sentido poético.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 179

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Prólogo

La historia que sigue transcurre en una época en la que aún no se habían inventado las comodidades modernas. No existían ni los concursos de la tele, ni los coches con airbag, ni los centros comerciales. ¡Ni siquiera existían los teléfonos móviles! Pero sí existían los arcoíris después de la lluvia, la mermelada de albaricoque con almendras dentro, los chapuzones improvisados a medianoche,y todas esascosas que hoy en día se siguen apreciando.También existían, por otra parte, las penas de amor y la fiebre del heno, contra los que aún no se ha encontrado ningún remedio eficaz.

En pocas palabras, eran… otros tiempos.

I

Aves de paso

El almacén de Tomek era el último edificio del pueblo. Se trataba de una tienda no muy grande, y de lo más sencillo, que tenía pintada en letras azules, encima del escaparate, la palabra ALMACÉN. Cuando alguien empujaba la puerta, una campana tintineaba alegremente, ding dong, y allí aparecía Tomek, sonriente, con su delantal gris de tendero. Era un chico de mirada soñadora, bastante alto para su edad, y más bien huesudo.

No serviría de nada hacer la lista detallada de todos los artículos que vendía Tomek en su almacén: un libro entero no sería suficiente, mientras que una sola palabra basta para describirlo, y esa palabra es «todo». Tomek vendía de todo. Esto se refiere a todo lo útil y razonable, como matamoscas o el elixir antigolpes del Abad Perdrigón, pero también, y sobre todo, objetos imprescindibles, como bolsas de agua caliente y cuchillos para defenderse del ataque de los osos.

Como Tomek vivía en su almacén, o mejor dicho, en la trastienda de su almacén, no cerraba nunca. Había un cartel en la entrada, pero siempre mostraba al exterior la misma cara: la que decía ABIERTO. Sin embargo, no había un desfilar constante de clientes. No, la gente del pueblo era respetuosa y evitaba andar molestando a deshoras. Pero sabían que en caso de urgencia, Tomek los sacaría de un apuro con una sonrisa, incluso en medio de la noche. Tampoco hayque pensar que Tomek no abandonaba nunca elalmacén: la verdad era que le gustaba bastante ir a estirar las piernas, o incluso escaparse la mitad del día. Pero incluso en esos casos la tienda seguía abierta y los clientes se servíanellos mismos. A su regreso, Tomek se encontraba con notas que le habían dejado en el mostrador: «Me he llevado un rollo de cabo para salchichones. Line», junto con el dinero correspondiente, o bien «He cogido mi tabaco, te pago mañana. Jak».

Así que todo transcurría apaciblemente en el mejor de los mundos, como suele decirse, y esta situación habría podido durar años, o inclusosiglos, sin que sucediera nada digno de mención.

Sin embargo, Tomek tenía un secreto. No era nada malo, ni siquiera nada demasiado extraordinario. Le había sucedido tan poco a poco que apenas se había dado cuenta, exactamente como el cabello que va creciendo sin que uno lo advierta hasta que, de repente, se ha vuelto demasiado largo. Así que, un buen día,Tomek se encontró con esa idea que había ido creciendo dentro de su cabeza en lugar de fuera, y que podría resumirse de este modo: se aburría. Es más: se aburría mucho. Tenía ganas de ir de viaje, de ver el mundo.

Desde el ventanuco de la trastienda, observaba a menudo la vasta llanura en la que el viento, con su oleaje, convertía en un mar el trigo verde de primavera. Lo único que podía arrancarle de su ensoñación era el timbre de la puerta del almacén. Otras veces, muy temprano, se iba a caminar por los senderos que se perdían campo adentro, en el suave azul de los campos de lino al alba, y tener que regresar a casa le partía el corazón.

Pero cuando a Tomek se le despertaba con mayor intensidad el deseo de emprender el viaje era sobre todo en otoño, cuando los pájaros surcan el cielo en medio de un enorme silencio. Se le llenaban los ojos de lágrimas al ver como las ocas salvajes se desvanecían, batiendo sus grandes alas, por el horizonte.

Por desgracia, no es tan fácil irse a ninguna parte cuando uno se llama Tomek y es el encargado del único almacén del pueblo, del que su padre se había encargado antes que Tomek, y antes de él, su abuelo. ¿Qué iba a pensar la gente?¿Que los estaba abandonando? ¿Que ya no quería estar entre ellos? ¿Que ya no le gustaba el pueblo? Fuera lo que fuera, no podrían comprenderlo. Se pondrían tristes. Y como Tomek no soportaba causar pena a los demás, decidió quedarse y guardar el secreto en su interior. Se decía para sus adentros que tenía que ser paciente… el tedio acabaría por irse igual que había llegado, lentamente, con el tiempo, sin que él mismo se diera cuenta.

Sin embargo, lo que pasó fue todo lo contrario. Y eso sin tener en cuenta que un acontecimiento de la mayor importancia iba a acabar con cualquier esfuerzo de Tomek por ser razonable…

Era una tarde de finales de verano. Había dejado abierta la puerta del almacén para disfrutar de la frescura de la brisa vespertina. Estaba haciendo cuentas en su cuaderno especial a la luz de una lámpara de aceite y mordisqueaba el lápiz con actitud soñadora, cuando una voz nítida le hizo dar un respingo:

—¿Tienes bastones de caramelo?

Levantó la cabeza y vio a la persona más hermosa que habría podido imaginar. Era una chica de unos doce años, todo lo morena que se puede ser; llevaba sandalias y un vestido hecho jirones. Tenía una cantimplora de cuero colgando de la cintura. Había entrado sin hacer ruido por la puerta abierta, tan silenciosamente como un fantasma, y ahora estaba mirando a Tomek con unos tristes ojos negros:

—¿Tienes bastones de caramelo?

Entonces Tomek hizo dos cosas al mismo tiempo. La primera fue responder:

—Sí, tengo bastones de caramelo.

Y lo segundo que hizo Tomek, a quien nunca le había llamado la atención ninguna chica, fue enamorarse instantánea, completa y definitivamente de aquella mujer en miniatura.

Cogió un bastón de caramelo del frasco y se lo dio. Ella lo guardó enseguida en un bolsillo de su vestido, pero no daba muestras de querer irse. Estaba ahí parada, mirando las estanterías y las filas de pequeños cajones que ocupaban toda la pared.

—¿Qué tienes en esos cajoncitos?

—Tengo… de todo —respondió Tomek—. Al menos, todo lo que pueda hacer falta.

—¿Gomas de sombrero?

—Claro, por supuesto.

Tomek se subió a la escalerilla y abrió un cajón de la parte de arriba.

—Aquí está.

—¿Y una baraja de cartas?

Bajó de la escalera y abrió otro cajón.

—Aquí está.

Ella tuvo un momento de duda, y después, en su boca apareció una tímida sonrisa.

—¿Y la estampa… de un canguro?

Tomek se lo pensó unos segundos, y después se lanzó sobre un cajón de la derecha.

—Aquí está.

Esta vez, los oscuros ojos de la pequeña se iluminaron sin lugar a dudas. Le gustaba tanto verla contenta que el corazón de Tomek se le puso a dar saltos en el pecho.

—¿Y arena del desierto? Que aún esté caliente.

Tomek trepó de nuevo por la escalera y cogió un pequeño frasco naranja de un cajón. Volvió a bajar, y dejó caer la arena sobre sucuaderno especial para que la chica pudiera tocarla. Ella la acarició con el dorso de la mano, y después hizo que sus ágiles dedos caminaran sobre ella.

—Está calentita…

Como se había acercado mucho al mostrador, Tomek fue capaz de sentir el calor que ella misma emanaba, y habría preferido, con mucho,posar la mano en su brazo dorado que en la arena. Ella adivinó lo que estaba pensando, y dijo:

—Está tan caliente como mi brazo.

Y, con su mano libre, cogió la mano de Tomek para posarla sobre su brazo. Los reflejos de la lámpara de aceite jugueteaban en su rostro. Estuvieron así unos segundos, al cabo de los cuales ella se liberó con un movimiento ligero, revoloteó por la tienda, y por fin, apuntó con el dedo, al azar, a uno de los trescientos cajones:

—¿Y en ese? ¿Qué guardas en ese?

—Nada más que dedales —respondió Tomek,mientras vertía la arena en su frasco con ayuda de un embudo.

—¿Y en aquel otro?

—Dientes de virgensanta… son unas conchas bastante difíciles de encontrar.

—Ah —dijo la niña decepcionada—. ¿Y en ese?

—Semillas de secuoya… te puedo dar algunas si quieres, te las regalo, pero no las siembres en cualquier sitio, porque las secuoyas pueden hacerse muy, muy grandes…

Tomek le había dicho eso buscando una sonrisa, pero sucedió todo lo contrario. Ella se puso melancólica y pensativa. Se hizo otro silencio. Tomek no se atrevía a decir nada más. Un gato hizo ademán de entrar por la puerta entreabierta, con pasos cautelosos, pero Tomek lo echó haciendo un gesto brusco con la mano. No quería que le molestaran.

—¿Así que tienes de todo en tu tienda? ¿De todo, de verdad? —dijo la chica, levantando la mirada hacia él.

Tomek se sintió un poco incómodo.

—Sí… bueno, todo lo que pueda hacer falta.

—Entonces… —dijo con su vocecita temblorosa, que, según le pareció a Tomek, de repente se había llenado de una esperanza insensata— ¿quizá tengas… agua del río Qjar?

Tomek no sabía lo que era aquella agua. También ignoraba dónde podía encontrarse el río Qjar. La chica se dio cuenta, su mirada se ensombreció, y respondió, sin que nadie le preguntara:

—Es el agua que evita la muerte, ¿no lo sabías?

Tomek agitó la cabeza suavemente. No, no lo sabía.

—La necesito… —dijo la pequeña.

Entonces dio un golpecito en la cantimplora que le colgaba de la cintura, y añadió:

—La encontraré y la pondré aquí.

A Tomek le habría gustado que le dijera más cosas, pero ella ya estaba acercándose a él, mientras desplegaba un pañuelo en el que había unas cuantas monedas.

—¿Qué te debo por el bastón de caramelo?

Tomek se oyó a sí mismo murmurar:

—Una onza…

La chica dejó la moneda sobre el mostrador, volvió a mirar los trescientos cajoncitos, y le dedicó a Tomek una última sonrisa.

—Hasta la vista.

Y luego salió del almacén.

—Hasta la vista… —masculló Tomek.

La luz de la lámpara de aceite empezaba a menguar. Regresó a su sitio, tras el mostrador. Sobre su cuaderno especial, aún abierto, estaba la moneda de la desconocida, y algunos granos de arena dorada.

II

El abuelo Icham

Durante todo el día siguiente, y durante algunos más aún, Tomek estuvo muy enfadado consigo mismo por haber aceptado dinero de la visitante. No debía de tener demasiado. Se sorprendió varias veces al darse cuenta de que estaba hablando solo. Decía, por ejemplo:

—Nada de nada, no me tienes que dar nada de nada…

O:

—Por favor, si solo es un bastón de caramelo…

Pero aunque Tomek se inventara todas las respuestas del mundo, ya era demasiado tarde. La chica había pagado y se había ido, dejándolo arrepentirse en vano. Otra cosa en la que no dejaba de pensar era en aquella agua de la que ella había hablado, de ese río con nombre extraño del que no era capaz de acordarse. Además, ¿quién era aquella chica tan inusual? ¿De dónde venía? ¿Había llegado sola o tendría a alguienesperándola fuera de la tienda? ¿Y dónde habíaido después? Mil preguntas sin respuesta… Intentó conseguir más información de sus clientes, preguntándoles, como sin darle importancia:

—Así que, ¿no hay novedades en el pueblo?

O:

—No hay demasiados turistas, ¿verdad?

Con la esperanza de que alguno de ellos acabara por responderle:

—No, la verdad, no hay muchos, solo aquella chica del otro día…

Pero nadie se refirió a ella ni de pasada. Daba la impresión de que Tomek era el único que la había visto. Así pasaron algunos días, pero entonces, una tarde, Tomek no aguantó más. No era capaz de hacerse a la idea de no volver a ver a aquella chica. Y eso de no poder hablar de ella con nadie también le parecía terrible. Así que lo dejó todo listo en la tienda, se echó al bolsillo una barrita de fruta confitada, y salió corriendo, dando grandes zancadas, hasta el otro extremo del pueblo, donde se encontraba el anciano Icham.

El viejo Icham era escribano, es decir, que escribía para aquellos que no sabían hacerlo. También leía, claro. Cuando llegó Tomek, precisamente, estaba descifrando una carta para una señora pequeñita, que lo escuchaba con atención. Tomek se mantuvo a cierta distancia, por educación, hasta que terminaron, y después se dirigió a su amigo.

—Buenos días, abuelo —dijo, llevándose la mano al pecho.

—Buenos días, hijo —respondió Icham, extendiendo las manos abiertas hacia él.

En realidad no eran ni el abuelo ni el hijo el uno del otro, pero como Icham vivía solo y Tomek era huérfano, siempre se habían llamado así. Se querían mucho.

En verano, Icham trabajaba en una minúscula caseta adosada a la pared. Allí se quedaba, sentado con las piernas cruzadas, en medio de sus libros. Para llegar hasta él había que subir tres escalones de madera y sentarse en el suelo, así que sus clientes normalmente se quedaban de pie en la calle cuando le dictaban las cartas o cuando Icham se las leía.

—Sube hijo.

Tomek subió de un salto los tres peldaños, y se sentó, cruzando también las piernas, al lado del anciano.

—¿Qué tal estás abuelo? —dijo Tomek, sacándose del bolsillo la barrita de fruta confitada—. ¿Tienes mucho trabajo?

—Gracias muchacho —respondió Icham, aceptando la golosina—. Nunca tengo trabajo, ya te lo he dicho. Y tampoco descanso nunca. Todo esto, es solo la vida que pasa.

A Tomek le divertían mucho esas frases un poco misteriosas. Habría sido posible confundir a Icham con un gran filósofo si no fuera tan goloso. Le encantaban los dulces, y se ponía a lloriquear como un niño de tres años si Tomek se olvidaba de llevarle un caramelo blando, una gominola o una tira de regaliz. Lo que más le gustaba eran los bizcochitos de especias en forma de corazón, pero todo le parecía bien siempre que no resultara demasiado duro, ya que no tenía los dientes como antes.

Como Tomek no quería estar fuera de su tienda demasiado tiempo, y como le picaba tanto la curiosidad, enseguida fue al grano:

—Abuelo Icham, ¿has oído hablar del río Tchar… o Djar…?

El anciano, que ya estaba mordisqueando su barrita de fruta confitada, pensó en ello durante un momento, y después respondió, lentamente:

—Sé de un río llamado… Qjar.

—¡Eso es! —exclamó Tomek—. ¡Qjar! ¡El río Qjar!

Y al repetirlo, le pareció oír la voz de la chica diciendo «…el agua del río Qjar».

—… cuyas aguas corren al revés —continuó Icham.

—Cuyas aguas… ¿qué? —masculló Tomek, que nunca había oído hablar de nada semejante.

—Corren al revés —explicó Icham—. El río Qjar corre al revés.

—¿Al revés? ¿Qué quieres decir? —preguntó Tomek, con los ojos como platos.

—Quiero decir que el agua de ese río sube en lugar de bajar, mi pequeño Tomek. ¿A que te deja de piedra?

Icham se echó a reír al ver la cara que ponía su joven amigo, y después se apiadó de él y empezó a explicarle:

—Ese río nace del océano, ¿comprendes? En lugar de desembocar en él, lo toma como fuente, un poco como si aspirara el agua del mar. Al principio es tan ancho como un río grande. Se dice que en ese lugar brotan árboles muy curiosos de su rivera, árboles que se estiran por las mañanas y suspiran por las tardes. También se dice que los animales que pueden encontrarse allí no existen en ningún otro lugar.

—¿Animales de qué tipo? —preguntó Tomek—. ¿Peligrosos?

Pero el viejo Icham sacudió la cabeza. No lo sabía.

—De todas formas —siguió diciendo—, lo más extraño sigue siendo esa corriente de agua que va en sentido contrario…

—Entonces —le interrumpió Tomek, que estaba lleno de curiosidad—, si ese río aspira el agua del mar, el nivel del mar debería descender…

—Debería descender, pero no lo hace, porqueal mismo tiempo hay decenas de otros ríos que desembocan en el mar, que es lo habitual.

—Es verdad —reconoció Tomek—, es verdad.

—Además —prosiguió Icham—, el río Qjar corre tierra adentro durante centenares de kilómetros, según se dice, y se va haciendo cada vezmás estrecho. Pierde agua, en lugar de ganarla, como sucede con todos los demás ríos del mundo.

—¿Pero dónde va toda esa agua? —preguntó Tomek—. ¡A algún lado tiene que ir!

Una vez más, el viejo Icham tuvo que confesar que lo ignoraba:

—No se sabe dónde va el agua. No hay afluentes. Es un gran misterio. ¿Me has traído un trozo de turrón?

A Tomek le hizo falta un rato para reaccionar. Su mente estaba muy alejada del turrón en ese momento. Se buscó en los bolsillos, inútilmente.

—No, abuelo, pero te traeré un poco más tarde, si quieres. Te lo prometo. Háblame un poco más de ese río, por favor.

El anciano, bastante decepcionado, murmuró unas palabras incomprensibles, y por fin se decidió a seguir hablando.

—Sea como sea, el río al final llega al pie de una montaña, que lleva por nombre Montaña Sagrada.

—¿Montaña Sagrada? —repitió Tomek, impresionado por el nombre.

—Sí. Quienes se han acercado a ella dicen que nunca han visto nada más impresionante en los días de su vida. Sus cumbres se pierden entre las nubes. Sin embargo, eso no parece desanimar al río, que simplemente la escala. Y cuanto más sube, más pequeño se va haciendo. Se convierte en un torrente, y después en un arroyo. Sin dejar de ir hacia atrás, por supuesto, no lo olvides nunca. Cuando llega arriba del todo, ya no es más que un hilo de agua igual de grueso que mi dedo pulgar. Y una vez allí, el agua se detiene, formando una pequeña poza en el hueco de una roca, del tamaño de una jofaina. Y esa agua es de una pureza increíble. Y es mágica, Tomek…

—¿Mágica? —repitió el chico.

—Sí. Evita la muerte.

Una vez más, Tomek oyó claramente la voz de la chica: «Evita la muerte, ¿no lo sabías?». Icham había utilizado exactamente las mismas palabras.

—Lo malo —continuó el abuelo Icham—, es que nadie ha conseguido aquella agua, hijo. Nadie…

—Sin embargo —exclamó Tomek—, ¡solo habría que seguir el río hasta su nacimiento, es decir, hasta allá arriba, llenar una cantimplora y volver a bajar!

—Sí, solo habría que hacer eso… pero se da la circunstancia de que nadie ha conseguido llegar hasta allá arriba. Y si alguien ha conseguido subir, entonces no ha conseguido bajar. Y si alguien ha conseguido bajar, entonces perdió el agua por el camino… y, además, hay algo que hace que toda esta empresa sea aún más difícil.

—¿Y de qué se trata, abuelo?

—Pues de que ese río no existe, sin lugar a dudas, y esa montaña tampoco.

Hubo un largo silencio, que acabó rompiendo el viejo Icham:

—Por cierto, muchacho, ¿quién te ha hablado de ese río?

Tomek se acordó, de repente, de que el verdadero motivo de visitar a su amigo había sido hablarle de la visita de la chica. Por fin iba a poder confesar su secreto, y quizás incluso averiguar algo más sobre ella.

Tomó una gran bocanada de aire y se puso a explicar, detalladamente, todo lo que le había pasado aquella tarde en la tienda. No se olvidó de nada: ni de las estampas de canguros, ni de la arena en su frasquito naranja, ni del gato que había querido entrar. Solo omitió lo de haber posado la mano sobre el brazo de ella. Eso no hacía falta gritarlo a los cuatro vientos.

El viejo Icham le dejó hablar hasta que terminó y después lo miró con una sonrisa que Tomek no le había visto nunca, una sonrisa que expresaba al mismo tiempo diversión y ternura.

—Dime, hijo mío, por casualidad no estarás enamorado, ¿verdad?

Tomek se puso más colorado que un tomate. Estaba enfadado consigo mismo, y con Icham, que tanto se burlaba de él. Ya podía quedarse esperando el trozo de turrón. Estaba a punto de irse cuando el anciano lo sujetó por la manga y lo obligó a volver a sentarse.

—Espera un poco, hombre…

Tomek no se resistió. Nunca podía estar enfadado con Icham demasiado tiempo.

—¿Y dices que llevaba una cantimplora?

—Sí, tenía una. Dijo que cuando encontrara el agua la pondría allí.

Esta vez, Icham no sonreía en absoluto.

—Mira, Tomek, yo no sé si ese río existe o no, pero sé que la gente lo busca desde hace miles de años y que nadie, absolutamente nadie, ha conseguido traer de vuelta siquiera una gota de esa dichosa agua. Expediciones enteras de hombres en la flor de la vida, equipados de la cabeza a los pies y convencidos de que lo conseguirían, han perecido antes de avistar siquiera la Montaña Sagrada. Así que por mucho que tu pequeña bohemia dé golpecitos en su cantimplora y diga que va a llenarla, eso es tan imposible como hacer brotar trigo en el dorso de mi mano.

—Pero entonces —masculló Tomek, un momento más tarde—, ¿qué va a ser de ella?

Icham le sonrió:

—Creo que deberías olvidarte de todo eso, muchacho. Pensar en otra cosa. Hay bastantes chicas guapas en el pueblo, ¿no? Anda, vete ya. Seguro que hay gente esperándote…

—Abuelo, tienes razón —dijo Tomek, agachando tristemente la cabeza.

Después se levantó, agarró las manos del viejo Icham para despedirse, y regresó a su almacén caminando despacio.