Traición cruel - Lynne Graham - E-Book
SONDERANGEBOT

Traición cruel E-Book

Lynne Graham

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Quizá hubiera sido su amante, pero jamás sería su esposa... Después de su traición, despedir a Mina Carroll fue una decisión puramente profesional... aunque hubieran sido amantes. El siciliano Cesare Falcone le había arruinado la vida y no estaba dispuesta a permitir que lo hiciera de nuevo. Pero Mina tenía un secreto que Cesare estaba a punto de descubrir. ¿Lo utilizaría para destruirla... o para pedirle que fuera su esposa?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 232

Veröffentlichungsjahr: 2012

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1995 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

TRAICIÓN CRUEL, Nº 3 - julio 2012

Título original: A Savage Betrayal

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0685-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

–Y ésta es mi ayudante ejecutiva, Mina Carroll.

Mina sonrió y dio la mano, después de que su jefe, Edwin Haland, hiciera otra presentación. Mina, elegantemente vestida con un traje de Armani. Llevaba su cabello dorado peinado con un moño algo suelto. Podría haber sido confundida con una de las adineradas mecenas, en lugar de ser reconocida como una de las organizadoras del evento caritativo. Nadie se hubiera imaginado que era la primera vez que la habían invitado a desempeñar un papel tan prominente, ni que era la sustituta de último momento de su superior, que estaba con gripe.

Una mano le agarró el codo y la llevó a un aparte.

–¿Dónde diablos has conseguido ese traje? –le preguntó Jean, la joven relaciones públicas–. ¿Has robado un banco?

–Es del ropero de mi hermana –susurró Mina.

–¿Qué te parece si nos intercambiamos las hermanas? La mía lleva una ropa bastante extraña y maquillaje de vampiro –se quejó Jean–. ¡Y aunque yo estuviera lo suficientemente loca como para pedirle ropa prestada, no me la dejaría! Tu hermana debe de ser un ángel.

Mina se rió.

–No llega a tanto –frunció el ceño mientras miraba el bufé, sin tocar, y a los solícitos camareros–. ¿Por qué no sirven la comida?

–Están esperando al invitado más importante –sonrió Jean–. Claro, se me olvidaba, tú has estado de vacaciones. No debes haber conocido a nuestro patrocinador más nuevo. ¡Lo que te has perdido!

–¡Debe de ser una persona muy importante para que el señor Haland no empiece a comer sin él!

–Es un personaje prominente socialmente, multimillonario, con una familia muy dada a la filantropía –le describió Jean burlonamente al personaje–. Es un envío del cielo. Los directores hacen cualquier cosa, excepto besarle los pies. Y las más humildes empleadas suspiran a su paso. ¡Hasta Polly, la chica que organiza el té, que odia a todos los hombres!

–¡Polly! ¿Estás de broma? –preguntó Mina, riendo.

–Polly fue a comprar un pastel de crema para él...

–¡Estás bromeando!

–Te juro que no. Es un hombre muy atractivo. Yo subí al ascensor con él, y deseé que se estropeara... Aunque no creo que me hubiera hecho caso... –Jean suspiró y se puso las manos en sus anchas caderas–. Pero ¡quién sabe! A los italianos supuestamente les gustan las mujeres con redondeces, y eso es algo que me sobra.

–¿Es italiano? –preguntó Mina, un poco rígida.

–Sí. Y ahí mismo lo tienes.

–¿Dónde?

–¡Dios santo! ¿Dónde tienes los ojos?

Los ojos de Mina se detuvieron en el hombre alto, de cabello negro que atravesaba la habitación, flanqueado por dos de los directores de Preocupación por la Tierra. Su corazón dio un vuelco, y toda ella se puso tensa. Sintió cómo se le iba el color del rostro, y se instalaba el frío en todo su cuerpo. Estaba en estado de shock. Y se había quedado paralizada.

–Cesare Falcone –susurró Jean–. De Industrias Falcone. Un hombre con mucho éxito, ¿no crees? Al parecer, el señor Barry le dio una copia de nuestro boletín en una cena, y se sintió tan impresionado, ¡que quiso arreglar un encuentro para la misma semana! ¡Y hasta mencionó mi artículo sobre reciclaje!

–¿De verdad? –preguntó Mina, sorprendida. «¿Reciclaje? ¿Cesare?», se preguntó.

De pronto, sintió náuseas. Se dio la vuelta y fue al aseo. Afortunadamente, estaba vacío. Se agarró al borde del lavabo, y respiró profundamente para luchar contra el mareo que estaba sintiendo. Ver a Cesare donde menos esperaba verlo... Cuando, en realidad, no había esperado verlo nunca. «Dios bendito, ¡qué cruel puede ser la vida!», pensó con amargura.

Sintió rabia. Hacía cuatro años, recién acabada la universidad, Mina había empezado lo que parecía ser el trabajo de su vida. Cesare Falcone la había contratado como ayudante ejecutiva. Y a los tres meses la había despedido sin advertencia, y de la forma más humillante posible, le habían negado la entrada al edificio Falcone.

Y como si hubiera sido poco, se había negado a dar referencias para otros empleos. Ese rechazo había sido negativo para su currículum. Había pasado más de un año hasta que Mina había podido encontrar otro empleo, y había tenido que conformarse con un sueldo bajo y un cargo sin responsabilidad. Cesare Falcone había arruinado su carrera en la City.

Pero no lo había hecho solo, pensó Mina con tristeza. No se había merecido un trato semejante, pero ella había jugado un papel en su caída. Un desliz... Un error. Ella se había enamorado de su jefe. Y se había hecho vulnerable. Su corazón había reemplazado a su cabeza. Había perdido el sentido común, y cuando una noche tarde, Cesare había descorchado un champán por un negocio que había sido un éxito, Mina se había ofrecido como cena.

Mina cerró los ojos, tratando de borrar los recuerdos. Se odiaba por haber sido tan ingenua, por abandonarse de aquel modo, por ser tan estúpida. Si no hubiera sido por esa noche, ella lo habría demandado por despido improcedente. Pero había sentido vergüenza, y eso la había mantenido callada. Mientras que en cualquier otra circunstancia se habría enfrentado a él por finalizar su contrato en semejantes términos. Se estremeció al recordarlo.

Tenía que salir del aseo, porque sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a Cesare.

Edwin Haland estaba dando un discurso cuando ella volvió a la sala llena de gente. Todo el mundo estaba en su sitio con los platos servidos. Jean la saludó con la mano desde una mesa cercana.

Mina se sentó en el sitio vacío, al lado de Jean. Ésta, al ver su palidez, frunció el ceño y dijo:

–No habrás venido con el virus ése de la gripe, ¿verdad?

–Sólo estoy un poco cansada.

A Cesare lo habrían sentado a la cabecera de la mesa, y Mina intentó no mirar en esa dirección, pero un impulso más fuerte que su voluntad triunfó, y miró. Su corazón se detuvo por un momento.

–¡Es terriblemente atractivo! –exclamó Jean.

Irónicamente, la única vez que no se había fijado en su sensacional apariencia, había sido el día en que él la había entrevistado para el trabajo, en que le había hecho todo tipo de preguntas, y ella sólo se había quedado con el recuerdo de una persona seria, que la había presionado hasta con la mirada.

A pesar de su falta de experiencia, había conseguido el trabajo, lo que la había sorprendido. Pero después de una semana de estar trabajando allí había pensado que había sido su condición de mujer lo que lo había hecho desconfiar a Cesare. Había descubierto que en su planta de ejecutivos no había ninguna empleada por encima del nivel de secretaria, y que los hombres de la junta directiva se regodeaban en su machismo, reaccionando con horror y resentimiento ante su presencia. Mantenerse en su puesto había sido una lucha diaria desde el primer momento.

Mina volvió al presente. Siguió mirando a Cesare. Sus facciones aún le resultaban familiares, después de tanto tiempo. ¡Era increíble!

No, no era increíble. Por supuesto que aquellas facciones le resultaban familiares... En miniatura y en femenino. ¿Acaso no había vivido con aquellos pómulos salientes, aquellas cejas arqueadas y esos ojos color miel durante tres años? Su hija, Susie, tenía sus mismos rasgos.

–Estás nerviosa por la reunión de los directores mañana, ¿no? –supuso Jean, al ver que Mina no comía–. Yo no me preocuparía en tu lugar. Tu promoción es segura.

Agradecida de que la distrajeran de sus dolorosos pensamientos, Mina suspiró.

–Nada es seguro, Jean.

–El señor Haland quiere que seas tú quien encabece la sección de finanzas, y los otros directores aceptarán su recomendación –dijo Jean.

–Había otros candidatos.

–Dudo que tengan tus cualificaciones, y yo diría que la invitación a que reemplaces a Simon esta noche es un avance de ello.

Mina había pensado lo mismo, pero no lo dijo. Su confianza en sí misma había mermado mucho en los últimos cuatro años, y las ambiciones que había tenido de joven habían sufrido la misma suerte. Durante sus quince días de vacaciones, que como siempre, Mina había pasado en casa de su hermana, había cruzado los dedos y había rogado que la promocionaran, y no porque estuviera deseosa de subir de estatus, ni por el desafío de una responsabilidad mayor. Sino por el simple hecho de que le iban a subir el sueldo considerablemente al ocupar el puesto de directora financiera.

Edwin se estaba levantando de la mesa y estaba invitando a su invitado VIP a subir al podium. Bajo las luces su cabello negro parecía de seda, y Mina fue asaltada por el recuerdo de la sensación de sus dedos acariciándolo. Se puso roja y bajó la cabeza. Luego levantó su copa de vino con dedos temblorosos. E intentó recuperar el control, sin escuchar ni una sola palabra del discurso de Cesare.

Pero debió de ser ingenioso y divertido, porque la audiencia se rió varias veces, en medio del respetuoso silencio con que recompensó a un orador con talento.

Lo único que oyó fue la voz grave de Cesare, con su acento tan particular. No fue capaz de comprender nada más profundo.

–No me extraña que los directores estén saltando de alegría –murmuró Jean–. Cesare Falcone podría meter a Preocupación por la Tierra en los mejores círculos sociales. Mira cuántos periodistas hay... ¡Nunca hemos tenido tantos!

La gente se estaba levantando de la mesa y empezaba a irse. Edwin señaló a Mina. Ella deseó con toda su alma poder ignorar ese gesto. Pero se levantó. Luego se sintió aliviada al ver que Cesare era rodeado por la gente. No era de extrañar, pensó cínicamente.

Muchos de sus mecenas los apoyaban solamente porque el ser vistos en ciertos eventos aumentaba su caché. Y pocas veces tenían la oportunidad de codearse con Cesare Falcone.

–Un discurso impresionante, ¿no crees? –comentó Edwin–. Yo hubiera querido que te sentases con nosotros en la mesa principal –se quejó el hombre mayor.

–No tenía idea... Lo siento...

Pero no era fácil disimular. Mina se alegró, agradecida por la posibilidad que había tenido de escapar.

Con suerte podría irse pronto a su casa, y pensar cómo manejar la situación cuando le presentaran a Cesare, algo que sucedería tarde o temprano.

«Díselo ahora», se dijo mentalmente. Debía decirle a Edwin que había trabajado con Cesare, aunque ese dato no apareciera en su currículum vitae. Edwin se sorprendería, pero no creía que fuera a comprobarlo.

–Supongo que ha sido culpa mía –sonrió Edwin, mirándola. La estatura baja de Mina le recordaba a su fallecida esposa–. Debí pedírtelo.

Mina reunió valor y dijo:

–Edwin...

–¿Te das cuenta de que ésta es la primera vez que me llamas por mi nombre de pila? –se rió el hombre.

Mina se puso roja. Solía ser muy formal con los directores.

–Por favor, no te disculpes –le dijo Edwin, alegre–. Me hace sentir muy viejo que me llamen señor Haland todo el tiempo.

–Algo que está muy lejos de la realidad... –dijo Mina educadamente, algo desconcertada por la calidez que veía en los ojos de su jefe.

–Realmente no me siento viejo cuando estoy en compañía de una hermosa joven. De hecho, me siento privilegiado.

–¿Señor Haland? –alguien lo llamó por detrás.

Edwin alzó la mirada, reacio a abandonar a Mina, algo que ella notó. Mina se había ruborizado. Se sentía algo incómoda y estaba sorprendida por aquella actitud de su jefe. Se había dado cuenta de que le gustaba a Edwin Haland, como eficiente empleada, pero hasta entonces no se le había ocurrido que pudiera sentirse atraído por ella.

–¿Dónde te has estado escondiendo toda la noche, cara?

Mina alzó sus ojos color amatista, y lo miró con aprensión.

–Cesare... –susurró ella, intentando guardar su compostura.

Había temido aquel momento, y había intentado prepararse para él, pero al parecer, nunca iba a estar preparada para enfrentarse a él.

–Sí, Cesare... quien te recuerda bien –murmuró él, fijando sus ojos en ella.

Ella sintió un escalofrío.

–¿Advierto al viejo verde que está por caer en el pozo del caimán? ¿O mantengo la boca cerrada?

–¿Cómo? –preguntó Mina.

–Desde fuera pareciera que te has propuesto conseguir un anillo de bodas. Pero me pregunto si es verdad. Eres una lagarta –le dijo Cesare en un tono de conversación normal, lo que hizo que lo que estuviera diciendo fuera aún más chocante–. Pero eres predecible. Evidentemente, sigues acostándote con el jefe.

Totalmente desprevenida para semejante ataque, Mina le devolvió la mirada, sin poder creer lo que estaba escuchando.

–¿Cómo te atreves...?

–En la mesa, Haland parecía un cisne buscando a su pareja. No se me ocurrió que fuese tu ausencia lo que lo inquietaba tanto. Debe de haber alguna razón por la que estés trabajando por poco dinero en una empresa que se dedica a la caridad. Dejémoslo claro, ¡tú no eres una hermanita de la caridad!

Mina empezó a pensar que Cesare Falcone se había vuelto loco.

–¿Por qué me tratas así... diciendo esas cosas? –preguntó, con voz temblorosa.

Cesare se rió suavemente.

–Eso suena a inocencia ultrajada, cara... Me parece bien que lo intentes, pero yo no soy un viejo tonto que se siente solo, hambriento por la atención de una mujer joven y sexy. Soy Cesare Falcone... Y si no hubieras desaparecido hace cuatro años, te hubiera despedazado, miembro a miembro, ¡por lo que me hiciste!

Incapaz de quitar sus ojos de él, Mina dio un paso atrás instintivamente. Estaba en un estado de shock tal, que no podía pensar con claridad.

–¿Por lo que te hice? –Mina repitió sus palabras, temblorosa.

–Pero la buena noticia es que un siciliano jamás olvida una puñalada por la espalda, y si tiene que esperar un año o dos... –él hizo un gesto en el aire con su mano bronceada.

Ella se asustó.

–Con el tiempo, el deseo de venganza se hace más agudo, más intenso. Te destruiré –cerró la mano como si estuviera aplastando algo, y se rió–. Salir corriendo fue un error muy grande.

El silencio rotundo sonó en sus oídos, y la hizo sentirse mareada y desorientada.

–Veo que ya ha conocido a la señorita Carroll, señor Falcone –dijo Edwin.

Mina se encogió, como si se acordase de pronto de que había otra gente alrededor. Como un sonámbulo que se despierta de repente, Mina intentó tomar consciencia de lo que la rodeaba, pero fue inútil. El comportamiento demencial de Cesare estaba exigiendo a su cerebro ejercitar toda su capacidad.

–Mina y yo no necesitamos que nos presenten –dijo Cesare, mirando a Mina con una sonrisa de desprecio–. ¿No le ha mencionado nuestro anterior encuentro?

–No he tenido la oportunidad... –empezó a decir Mina, sin saber de dónde le había salido la voz y la frialdad.

–No te hagas la cándida, cara... –la interrumpió Cesare–. Probablemente no haya dicho que trabajó conmigo porque la despedí.

Con el estómago revuelto, absolutamente humillada por el hecho de que Cesare fuera capaz de hablar de ese vergonzoso asunto sin dudar un momento, Mina miró a Edwin. El hombre parecía perplejo, luego su boca se apretó, y puso una mano en la espalda de Mina como prueba de su apoyo.

–Desde el primer día de trabajo con nosotros, la señorita Carroll ha demostrado ser un excelente miembro de nuestro equipo –respondió, muy serio, Edwin.

–Sí... La habilidad de Mina de involucrarse al cien por cien es una de sus cualidades –se rió Cesare.

Mina lo miró, incrédula. No podía creer que aquella pesadilla fuera realidad, porque no era capaz de pensar en una sola razón por la que Cesare pudiera querer humillarla de aquel modo.

–Pero, lamentablemente, ella es una distracción que implica un riesgo en la oficina.

Mina se puso de pie.

–Si me disculpáis...

–Te disculpo, cara –le dijo Cesare como en un aparte, como si ella no estuviera allí, con la atención puesta en los esfuerzos de Edwin Haland por comprender su rabia.

–Por favor, discúlpenos a ambos, señor Falcone –dijo Edwin, tratando de disimular su enfado, puesto que Cesare era un patrocinador muy importante y rico a quien no quería ofender.

Mina alzó la cabeza y dijo:

–Creo que es hora de irme a casa.

–Yo te llevaré –le ofreció Edwin.

–No es necesario –respondió Mina.

–Déjela que huya. Se siente acorralada y no quiere contestar preguntas incómodas ahora mismo.

–¿Cómo te atreves a hablar de mí como si yo no estuviera aquí? –protestó Mina.

–Se te han subido los humos todo este tiempo que has estado lejos de mí, ¿no? –Cesare le clavó la mirada–. Es mejor que pierdas esa costumbre rápidamente.

–Señor Falcone... –empezó a decir Edwin.

Mina se dio la vuelta y se alejó, sudando y temblando.

Cesare no se había sorprendido de verla. ¿La habría elegido deliberadamente para ofenderla?

¿Por qué Cesare la humillaba en público? ¿Por qué quería arruinar su reputación de la peor manera?

No comprendía nada. La había acusado de acostarse con su jefe. Y en cuanto a las amenazas... Su referencia a un deseo de venganza... ¡Y la había acusado de haber huido hacía cuatro años!

La odiaba. Pero ¿por qué?

Nada de aquello tenía sentido.

Pero ella sí tenía motivos para odiarlo. No sólo había arruinado su carrera profesional, sino que había sido el hombre al que había amado, y la había herido terriblemente. Aquella noche, después de haber hecho el amor con él, la había hecho sentirse la mujer más sucia del mundo, aficionada a las relaciones de una sola noche con cualquiera. La había castigado por un episodio en el que él había jugado el mismo papel.

–No mezclo nunca los negocios con el placer, cara –le había dicho.

¡Pero ella no había sospechado que al mismo tiempo que le estaba haciendo el amor estaba planeando despedirla de su empleo!

Su hermana, Winona, le había dicho:

–¿Podrías trabajar para él después de eso?

Y ella había sabido que no podía. Para Cesare había sido un error aquella noche. Y ella, en un segundo de entrega, había perdido todo respeto y consideración para él.

Y si tanto deseaba deshacerse de ella, podría haberlo hecho decentemente, ofreciéndole un traslado, por ejemplo. Falcone tenía sucursales en varios países. O podría haberle dado tiempo de conseguir otro trabajo. Pero no, la había echado con el invento de un cargo de mal comportamiento que había arruinado sus perspectivas de futuro desde entonces, y que la había forzado a empezar de nuevo desde abajo.

¡Dios santo! ¿No había sufrido ya suficientemente? ¿Por qué él quería causarle más daño? ¿Estaría loco?

–¿Quiere su abrigo?

Mina pestañeó y se dio cuenta de que estaba frente a la encargada del guardarropa.

Cuando se estaba poniendo la prenda, apareció Edwin Haland. Parecía turbado y sofocado.

–Mina... te marchas –dijo el hombre, incómodo.

–Creo que es lo mejor –respondió ella.

–Estoy impresionado por su grosería. Es inexcusable –el hombre dudó y luego se atrevió a decir–: ¿Cuándo trabajaste para Falcone?

–Inmediatamente después de salir de la universidad. Sólo fueron tres meses. Y me echó –Mina levantó su barbilla–. Pero quiero que sepa que eso no tuvo nada que ver con mi eficiencia como empleada. Me temo que los motivos fueron más bien personales.

Edwin miró, apenado. Y frunció el ceño.

–Es una verdadera pena. Espero que el señor Falcone se abstenga de hacer comentarios delante de los otros directivos –dijo con énfasis–. Se sentirían muy perturbados por su actitud. El señor Falcone hará una gran contribución a nuestra campaña, y naturalmente no queremos ninguna fricción entre él y cualquier miembro de nuestra plantilla.

–Comprendo –respondió Mina, más pálida que nunca.

–Te veré mañana.

Su ofrecimiento de llevarla no duró mucho, aunque ella no lo hubiera aceptado. Había notado el cambio de actitud de Edwin desde que ella había abandonado el salón. Y no le extrañaba. Cesare podría haber gritado delante de todo el mundo que ella era una lagarta. Para Edwin había sido un shock, y había estado dispuesto a defenderla, pero unos minutos de reflexión lo habían enfriado, y posiblemente Cesare hubiera hecho que Edwin sospechase de ella. Después de todo, Cesare Falcone era una persona muy respetada y valorada en los círculos de los negocios de Europa.

Y por supuesto Edwin se estaría preguntando qué tipo de comportamiento podría haber provocado aquella reacción en un hombre con la educación y el reconocimiento social de Cesare Falcone, después de tantos años del episodio en cuestión.

Seguramente habría perdido todas sus esperanzas de que la promocionaran.

El conserje de la entrada se ofreció a pedirle un taxi. Pero Mina agitó la cabeza. Un taxi era un lujo que no podía permitirse. Vivía muy modestamente. Aceptaba la ropa de su hermana, y dormía en una habitación pequeña durante la semana, y sólo existía a partir del viernes por la noche en que tomaba el tren a Oxfordshire a casa de su hermana. El billete de tren le costaba una fortuna, pero Mina no se perdía ni un fin de semana. Eran muy preciados. Pero los domingos por la noche le rompían el corazón. Nunca había podido acostumbrarse a separarse de Susie.

Caminó por la calle iluminada tratando de no ceder a la desesperación. Pero lo que no podía soportar era que esas separaciones de los domingos por la noche se hicieran infinitas.

Un coche pasó por su lado y se detuvo varios metros delante de ella. Se abrió la puerta. Como ella dudó, Cesare salió del lado del conductor y se quedó observándola, apoyado en el techo de su Ferrari.

–Entra, te llevaré.

«El caballero de la carretera», pensó Mina. No sabía si reírse o llorar.

Y tuvo la sospecha de que si no le hacía caso, Cesare iría tras de ella.

–Tenemos un asunto pendiente –dijo él.

Mina bajó la cabeza para que los ojos de Cesare no la intimidaran y dijo:

–Déjame en paz.

–Métete en el coche.

Ella tuvo curiosidad por saber qué quería decir eso de que tenían un asunto pendiente. Y quería averiguarlo, y quería aclarar qué había detrás de aquel comportamiento tan extraño de Cesare, y aclarar el malentendido. Cesare era despiadado, duro, temperamental, volátil como un volcán, pero no estaba loco, pensó.

Mina subió al coche.

–Te daré una alternativa –dijo Cesare, sin volver a poner el coche en marcha.

–¿Una alternativa? –repitió ella.

–Que renuncies a tu empleo.

–¿Renunciar? ¿Estás loco?

–Si no renuncias, tendré que advertir a los directores –luego hizo una pausa y agregó–: ¿Directora de finanzas, tú? Sí, sé que te iban a promocionar. Pero yo no permitiré que metas tus zarpas en fondos relacionados con actividades caritativas.

Mina estaba mirando hacia delante. No quería mirarlo. Pero de pronto se dio la vuelta.

–¿Estás insinuando que no se me puede confiar dinero? –preguntó en un tono tenso.

–Sé que no se puede confiar en ti. Y no me impresionas con esta representación de inocencia. Tú cometiste un delito hace cuatro años, y es posible que la ley no haya sido lo suficientemente rápida como para detenerte... Pero yo, sí –dijo Cesare, mirándola amenazadoramente–. Aún tengo la prueba que podría enviarte a prisión...

–¿A prisión? –repitió ella, incrédula.

–Por uso fraudulento de información confidencial en el comercio. Es algo que está muy perseguido en los tribunales. Aún podrían juzgarte por ello.

Mina se puso pálida. Cada vez comprendía menos.

–Estás loco... Yo jamás habría hecho algo así –protestó Mina con voz débil, porque no podía creer que él pudiera pensar que ella fuera capaz de hacer algo así.

–Lo habrías hecho más de una vez si yo te hubiera dado la oportunidad –replicó Cesare con dureza–. Pero yo no te la di. Te despedí. Y tú te fuiste con tu ganancia y desapareciste de la faz de la tierra.

–Eso no es verdad. ¡No hubo ganancia alguna, porque yo no lo hice –exclamó Mina, con el corazón latiendo enloquecidamente.

Pero Cesare parecía imperturbable.

–Yo creí que me despediste porque... ¡Porque me había acostado contigo! –terminó diciendo ella. Pero fue incapaz de mirarlo.

–Dio mio! El jurado seguramente se conmoverá cuando oiga esa defensa –dijo Cesare con desprecio–. Hay un documento en el que hay constancia de que fuiste despedida por comportamiento grave.

–Lo sé, pero yo...

–Se dice que en las cárceles de mujeres hay mujeres marimachos. Yo que tú, con lo poco que pesas y esa constitución de muñeca que tienes, empezaría a entrenarme.

–¡No voy a ir a la cárcel porque no he hecho nada! –exclamó Mina, totalmente descontrolada.

–Bueno, puedes estar segura de que no harás nada en el mundo de las obras de caridad... Con tu talento para la contabilidad, podrías causar mucho daño. Quiero que estés fuera de ese mundo y...

–¡No he hecho nada! ¡Soy una persona honesta!

–Si me presionas, le contaré todo a Haland, y te aseguro que puedo apoyar mis alegaciones con pruebas contundentes. Y un hombre como Haland, con unos principios tan sólidos, se sentiría obligado a informar a las autoridades de un acto ilegal...

–Y si estás tan convencido de que soy culpable, ¿por qué no has sido tú quien se lo ha informado a la policía?

–Habría sido como denunciar un asesinato sin tener el cadáver. Desapareciste como un ladrón en la noche –hizo una pausa y la miró fijamente–. Reconozco que me hacía gracia la idea de que te convirtieras en una mascota de la cárcel, pero no me satisfacía totalmente. Creo que el castigo debe ser acorde al delito.

–Yo no he cometido ningún delito. ¿Por qué te niegas a escucharme?

–Tú te aprovechaste de las charlas en la cama para beneficio propio...

–¿Charlas en la cama para beneficio propio?

–Conseguiste esa información como una profesional. Me pusiste en ridículo. Podrías haberme arrastrado contigo al fango. Que me consideraran culpable por colaboración. No dudo que tu intención era decir que comerciabas en nombre mío si te hubieran atrapado. Seguramente habrías representado el papel de rubia tonta que no tiene idea de nada, y hubieras insistido en que tú no tenías idea de que lo que estabas haciendo era un delito contra la ley.

–¡Estás chiflado! –apenas pudo vocalizar Mina.

–Y que dirías que fuiste seducida, usada –continuó Cesare–. Si fueras un hombre, te habría matado... Pero eres una mujer, y pienso usarte del mismo modo en que me tú me usaste...

Capítulo 2

–¿Cómo? –Mina aún estaba en estado de shock, y su cerebro no podía procesar lo que estaba escuchando.

Era demasiado para digerir de una vez.

No obstante, había algo claro: él pensaba que ella había cometido un delito. Porque cuando ella le había dicho que había creído que la había echado por acostarse con él, Cesare había rechazado ese motivo.

Aquello explicaba su actitud con ella. Su odio y sus agresiones ahora tenían sentido.

Cesare pensaba que ella era culpable de traficar con información. Y peor aún, creía que había usado información que él le había confiado. Y además, pensaba que si la hubieran detenido habría mentido y habría dicho que había actuado en nombre de él.