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La fabulosa riqueza de "Tras el cofre del muerto", de Wiltse Javier, se multiplica en la medida que leemos sus páginas y vamos tras el cofre vivo de la oralidad, desenterrando hechos y narraciones orales sobre fortunas sepultadas por piratas, colonizadores y ricos de toda laya, tanto en la tierra y el mar como en la conciencia colectiva de los habitantes de esta verdadera Isla del Tesoro. Dentro de mil años, las nuevas generaciones se desentenderán de nuestros muros de lamentaciones actuales, pero seguirán abriendo libros de memorias y leyendas orales ‒como este‒ para continuar desenterrando riquezas.
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Seitenzahl: 106
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Primera edición: Ediciones El Abra, 2015
Edición: Eduardo Sánchez Montejo
Diagramación: Reynaldo Duret Sotomayor
Ilustración y diseño de cubierta: Reynaldo Duret Sotomayor
Corrección: Yojamna A. Sánchez Ponce de León
© Wiltse J. Peña Hijuelos, 2022
© Sobre la presente edición,
Ediciones El Abra, 2022
ISBN 9789592761742
Ediciones El Abra
Calle 37 s/n e/ 36 y 38 Nueva Gerona
Isla de la Juventud. Cuba
CP 25100
A Robert Louis Stevenson,
autor de La Isla del tesoro,
maestro a la antigua usanza.
Quince hombres van
tras el cofre del muerto!
Ya-ja-ja, y una
botella de ron!
Cantar de los piratas junto al cabestrante
Donde apareció un tesoro, no dude en buscar lo que falta.
Nadie entierra todo su dinero en un mismo lugar.
Regla de Oro de los Cazafortunas
Se dice que el pirata Latrobe, posiblemente socio del pintoresco Jean Laffitte, ancló su nave en playa Colombo, en la costa septentrional de Isla de Pinos. En 1809, capturó dos barcos españoles cargados de oro y joyas, y posteriormente se dirigió a (…) la ensenada de la Siguanea. Temiendo la persecución de sus enemigos enterró allí parte de sus tesoros.
Algún tiempo después Latrobe fue capturado por una nave norteamericana y entregado a las autoridades de Kingston, donde fue ahorcado.
En la edición del 29 de marzo de 1925 del The New York Times Magazine se preguntaba: “¿Qué ha sido de su tesoro?” Esta interrogante ha preocupado a muchos habitantes y visitantes de Isla de Pinos.
La noche anterior a su ejecución […] Latrobe pudo pasar un pedazo de papel a uno de sus grumetes con intención de hacerlo llegar hasta Laffitte. Se cree […] Laffitte nunca haya recibido el mensaje debido a la súbita muerte del grumete; pero en muchos lugares notas consideradas como copias de la comunicación original pasaron de mano en mano y han sido las causas de las búsquedas de tesoros en la Isla.
Todo cuanto se sabe del mensaje de Latrobe es que llevaba la información de que su tesoro estaba enterrado a noventa pies (…) de un manantial burbujeante.
Don Andrés Acosta era el Comandante Militar y Juez Pedáneo de Isla de Pinos cuando murió. No tengo precisada la fecha, pero fue bastante anterior a la fundación de Nueva Gerona en 1830.
Vivía en Cayo Bonito, un poco apartado de Santa Fe, el primer poblado pinero; por cierto, fundado por él mismo.
Un día su cuerpo apareció flotando en el río, un poco más abajo de su casa. Y se acusó a dos esclavos de haberle dado muerte; aunque como todos los habitantes de esta isla era un contrabandista nato y las causas bien pudieron ser otras.
Una parte considerable de su fortuna quedó enterrada en las inmediaciones de donde viviera, pero nunca se supo si alguien la encontró.
Fue tan imprevista la muerte que el secreto luego resultó impenetrable hasta para los familiares más cercanos.
Conocí esta historia por mi padre y hermanos, todos pescadores. Vieron acercarse un barco extraño, de los escasos piratas todavía dispersos. Ellos se quedaron muy quietos, escondidos tras unas matas de mangle.
El barco aquel terminó por llevarse un tesoro. Aquello ocurrió en Las Casimbas, en el Sur, alrededor de 1870. Decían que allí quedó más dinero.
El matrimonio de Harry Jones y Helen Rodman llegó a Los Almácigos en 1902. A diferencia del resto de la inmigración norteamericana que arribaba por esa fecha para dedicarse fundamentalmente al cultivo de la toronja, prefirieron levantar algo diferente: un jardín botánico.
Cuando Harry murió en 1938, ya lo habían logrado. Abarcaba unas 44 hectáreas y la mayoría de las especies se encontraba en la plenitud de su desarrollo.
Helen, hasta su muerte en 1960, vivió siempre sola. Era un ser del bosque, afable pero muy independiente. Una anciana mitológica. Siempre con un revólver 32 oculto entre sus vestidos y un enorme majá de Santamaría como únicos compañeros.
Aquel Santamaría, según ella, era el espíritu de Harry. Y quizás no le faltara razón. Durante el ciclón de 1944, cuando ella salió al patio para dejarse morir juntos a sus árboles desarraigados… apareció el majá y la salvó. Trajo guayabas y la protegió de la lluvia y del frío enroscándose sobre su cuerpo.
La gente iba a verla no solo por el hermoso Jardín Botánico, siempre muy limpio y cuidado, sino porque ella misma y su legendario majá resultaban de un atractivo innegable.
Solo en 1956, según documentos de la época, pasaron por la Jungla Jones más de 1500 turistas.
Helen nunca tuvo cuenta de ahorro en ningún banco, lo tenemos verificado. Nunca salió, y llevaba una vida de subsistencia extremadamente modesta. No tenía hijos, ni familiares allegados.
Todo lo que durante tantos años fue a sus manos, quedó enterrado en algún lugar de este magnífico jardín…
Mi abuelo vino de Galicia en 1918. Estuvo primero por Vertientes, Camagüey.
Años después, cuando la Guerra Civil Española, huyendo de ella o como deportados, llegó a esta isla un grupo como de veinte gallegos. Mi abuelo, que ya vivía aquí, los acogió y ayudó a agruparse para hacerle frente a la mala situación.
Eran todos labradores, y nada les pareció mejor si no irse juntos al sur pinero, a tumbar monte y hacer carbón. Levantaban hornos hasta de 700 y 900 sacos. ¡Una barbaridad! Y para sacar en chalanas esas grandes producciones hicieron unos canales larguísimos hasta el mar. Todavía están ahí.
¡Hay que ver aquello! Canales de cuatro y cinco kilómetros, navegables, y atravesando el diente de perro.
De esa gente, recuerdo bien a Pina, a Canosa, a Aurelio y, por supuesto, a Torriente. Casi todos murieron allí.
Por cierto, los gallegos nunca salían del monte y todo lo ganado hacían que se les pagara en moneda, no en billetes. El dinero les entraba por una mano y por la otra… directo al hueco. Y todo eso quedó ahí. Los ahorros de toda una vida de trabajar hasta reventarse, sin conocer sábados ni domingos, fiestas ni mujeres…
Solo uno de ellos, Torriente, cuando ya estaba agonizando, dejó una pista.
Yo no estaba allí, pero me lo contó mi padre:
—Está en la yanilla —decía—, en la yanilla… en la yanilla.
¡Imagínese! La indicación no pudo ser más imprecisa. Alrededor de su bohío los que más abundaban eran precisamente los árboles de yanilla.
Hace más de cuarenta años vinieron unos americanos con un derrotero. Buscaban una jocuma visible desde el mar y con un nombre grabado a cuchillo en la corteza. Pero mi abuelo pensó que, si los guiaba al lugar, luego lo iban a matar. Hacía poco alguien la había cortado, y no se veía jocuma alguna desde el mar. Mi abuelo aprovechó esto para el despiste y los enrumbó hacia otro lugar.
Cuando yo estuve allí, a los años, del árbol quedaba solo un pedazo del tronco, pero a unos metros del mismo, está la famosa casimba buscada en aquel derrotero. Tiene unas iniciales grabadas en el brocal, y las paredes interiores están repicadas como si las hubieran preparado para encementarlas después. La casimba había sido rellenada con piedras y cobos. Un trabajo de varios días. Y nadie hace eso por gusto.
Hasta donde pude la vacié de escombros, pero al sacar aquello el agua subió y llegó el momento en que a pulso ya no logré bajar más.
Cogí entonces una barreta y la fui palanqueando hasta dar fondo. Y si toqué fondo, no falta tanto por limpiar.
¡Ah!, recuerdo, una de las iniciales era una W, y en el borde de la casimba había un piquete profundo como si hubieran afincado un cable al bajar algo muy pesado. ¿Dónde está la casimba? En el sur, a unos cuatrocientos metros de la costa, tirando para Cocodrilo. En el lugar que yo me sé…
La cosa no viene de ahora. Ya a principios del siglo anterior se hablaba de ese tesoro. Felino Sierra —quien buscó muchos tesoros en esta isla— compró la casa a comienzos de los 60, y no lo hizo por gusto. Sabía que la cosa estaba en el patio, ¿pero ¿dónde? Aquello es bastante grande, no crea. Al fondo está el río Las Casas.
Invitado por él, yo fui un día con mis varillas de radiestesia y me marcaron al primer intento; cerca de una mata de mangos, más o menos al centro del área. Pero Felino dijo tener miedo.
Supuestamente no se atrevía a sacarlo porque era de los entierros que “piden sangre”, y uno de nosotros quedaría en el hueco para semilla. Le interesaba, según él, solo comprobar si estaba allí todavía.
Pasó como un año y en las vacaciones fui a visitar a unos familiares de mi mujer, en Guantánamo. Aproveché para consultarme con un brujero famoso en toda la zona, le dicen Pitillí.
Te juro… yo ni le había mencionado el tema pero el hombre, un negro muy viejo, llenito de arrugas, se me quedó mirando fijo, así… y al rato, me dijo:
— Eso que usted anda buscando, lo va a encontrar. No está donde lo buscó si no al lado. Guíese por la raíz, la única hacia el naciente; está en la punta de esa raíz. Sale de la mata de mangos, al centro del patio.
¡Oiga, yo ni le había mencionado la dichosa mata de mangos! El mismo día de mi regreso fui a la casa de Felino. Encontré la raíz, y efectivamente sale derechito al este.
Pero esta vez fui yo quien se hizo el chivo con tonteras, y me guardé el dato.
Si lo boqueo, me habría salido con lo mismo: con su miedo de mentiritas, los “dueños” pidiendo sangre y todo ese cuento, para venir después y sacarlo solito o con su familia y a mí, como la vez anterior, dejarme fuera del melón.
Ese chino tenía una bodega en Santa Bárbara, cerca de la actual gasolinera. Era de madera como casi todas las construcciones norteamericanas, tipo bungalow, de cuando se fundó el poblado. Él se fue para el norte hace más de treinta años, pero antes de la salida —legal—, cambió todo su dinero en valores capaces de resistir mucho bajo tierra.
Tuvo tiempo de sobra para hacer bien las cosas. Paciencia china. Y cuando se largó, no quedaba ni rastro del lugar donde enterró lo suyo.
Pensaba regresar en unos cuatro o cinco años, cuando se cayera la Revolución, recuperar lo enterrado y volver a su vida de siempre; no partiendo de cero, pero su exilio se alargó tanto como no pudo ni imaginarse.