Tras la verdad - Gabriel Urza - E-Book

Tras la verdad E-Book

Gabriel Urza

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Beschreibung

¿ESTÁ CAPACITADO EL SISTEMA LEGAL PARA HACER JUSTICIA? Reno, Nevada. Santi Elcano es un abogado penalista que ha pasado de ser un entusiasta del sistema legal a un descreído de la justicia. En particular, por el caso de Anna Weston, una joven madre cuyo cuerpo fue hallado en el desierto. Junto con su mentora C. J. asumieron la defensa de Michael Atwood, el acusado. A pesar de haber escasas pruebas tanto físicas como testificales en su contra, fue condenado a muerte. Santi y, sobre todo, C. J. estaban convencidos de la inocencia de Atwood y, debido a esto, Santi lleva años cargando el peso de no haber podido hacer nada para evitar su destino. Hasta que, pocos meses antes de que llegue la ejecución, Santi recibe una carta de Atwood pidiéndole que lo visite en la cárcel. Ese encuentro será revelador y dará un giro inesperado a los acontecimientos.

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Seitenzahl: 456

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Primera parte. Selección del jurado

1

2

Segunda parte. Alegatos iniciales

3

4

5

6

7

8

9

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19

Tercera parte. El caso de la acusación

20

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28

29

Cuarta parte. El caso de la defensa

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39

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41

42

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Quinta parte. Conclusiones finales

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Sexta parte. Veredicto

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60

61

Agradecimientos

Título original inglés: The Silver State: A Novel.

© del texto: Gabriel Urza, 2025.

© de la traducción: Mireia Rué, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025

REF.: OBEO010

ISBN: 979-13-7031-002-8

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PARA RAIJA

Me quedé plantado delante del tribunal, totalmente perplejo, tratando de dilucidar si existía algún estado situado entre «culpable» e «inocente».

¿Por qué solo tenía esas dos alternativas?, pensé. ¿Por qué no podía ser «ninguna» o «ambas»?

PAUL BEATTY, The Sellout

Mis acusaciones contra la ley son también mi confesión.

VANESSA PLACE, The Guilt Project

PRIMERA PARTE

SELECCIÓN DEL JURADO

Como defensor público, enseguida aprendí que la selección del jurado suele ser el momento más decisivo de todo el juicio. Es entonces cuando vosotros, miembros del jurado —árbitros finales de la verdad, dadores definitivos de la vida o de la muerte—, sois elegidos, con vuestros prejuicios y vuestra compasión, vuestras debilidades y vuestras fortalezas, vuestra ignorancia y vuestra sabiduría. Y es también entonces cuando me veis por primera vez. Cuando empezáis a formaros una opinión sobre mí.

Pero, antes de nuestro primer encuentro en la sala, yo ya creo conoceros. Cuando todavía falta una semana para empezar el juicio, el tribunal envía un cuestionario a sesenta y cinco posibles miembros del jurado, todos ellos extraídos de los registros del Departamento de Tráfico y del Censo Electoral.

«¿Quién eres? —pregunta básicamente este cuestionario—. ¿Qué edad tienes, a qué te dedicas? ¿Cuál es tu nivel de estudios? ¿Tienes algún familiar en el cuerpo de policía? ¿Te han arrestado alguna vez? ¿Has sido víctima de algún delito o lo ha sido alguien cercano a ti?».

Al cabo de una semana, cuando llega el día de la selección del jurado, mi investigador privado ya ha revisado vuestras cuentas en redes sociales, ha verificado vuestros antecedentes, ha examinado vuestro historial laboral. Sé qué música os gusta, con quién estáis casados, en qué zona de la ciudad vivís. Me digo a mí mismo que os conozco.

Pero siempre me asalta un instante de vértigo cuando os hacen entrar por primera vez en la sala, la mañana del juicio. El secretario judicial extrae vuestro nombre del interior de un viejo bombo de sorteo y, cuando lo lee en voz alta, los posibles miembros del jurado dais un paso al frente. Llegáis con la piel quemada por el sol, o con resaca, o felices de estar aquí —en lugar de haber ido a trabajar, a clase, o de haberos quedado en casa—. Venís con vuestras mejores galas o armados de excusas para libraros de esta carga: enfermedades, hijos... Lo anoto todo en mis tarjetitas: la mueca que hacéis al oír vuestro nombre, la atención que prestáis a las instrucciones del juez. Pongo signos de más o de menos junto a vuestro nombre, ajusto la puntuación en vuestra ficha. Es una pseudociencia, poco más que suposiciones y estereotipos. Pero tomo estas notas porque necesito sentir que hay una lógica en todo esto, que existe un proceso. Y si hay proceso, hay control.

Después de que el juez os dé la bienvenida y os haga las preguntas de rigor, le llega el turno a la fiscal. Repetirá su discurso habitual sobre la duda razonable, sobre respetar la ley, sobre las pruebas circunstanciales. Resulta aburrida porque su trabajo consiste en ser aburrida. Dirá: «Todos estamos aquí para garantizar que el acusado tenga un juicio justo», lo cual, por supuesto, es mentira. Puede que os pregunte si entendéis que las pruebas circunstanciales son admisibles para probar la culpabilidad de un acusado, señal indiscutible de que no ha conseguido encontrar ni un solo testigo directo del delito. Para ilustrar el concepto de prueba circunstancial, sin duda presentará el siguiente ejemplo: «Suponed que una noche, al acostaros, no hay ningún rastro de nieve, y al despertar, el camino de entrada está completamente cubierto de un manto blanco. ¿Es razonable suponer —preguntará— que ha nevado durante la noche?». Y, por supuesto, vosotros asentiréis. Lo que está diciendo es esto: la culpabilidad de mi cliente es tan evidente como ese camino nevado.

Finalmente, cuando la fiscal termina con sus preguntas, llega el turno del abogado defensor. Por fin podemos hablar.

Me coloco delante de la tribuna. Lo único que me separa de los sesenta posibles miembros del jurado que os habéis dignado venir es una baranda de madera que apenas me llega a la cintura. En este grupo se ocultan las doce personas que van a juzgar a mi cliente, que van a decidir si es culpable o inocente.

Consulto las tarjetitas donde he anotado mis puntuaciones, pero, de repente, las palabras que he escrito no son más que eso: palabras. El futuro se torna incierto, impredecible. «¿Quiénes sois?», me pregunto. Intento mirar en el interior de vuestra mente, pero ahora me parecéis indescifrables. «¿Estáis realmente dispuestos a escuchar mi versión de los hechos, a concederle a mi cliente el beneficio de la duda?».

1

La carta llega a mi despacho una gélida tarde de abril, metida entre un nuevo expediente y un Informe de Incumplimiento de la División de Libertad Condicional y Libertad Vigilada. El sobre tiene las esquinas dobladas y está ligeramente descolorido, como si hubiera circulado de un lado a otro antes de ser enviado. Mi nombre está un poco emborronado; lo han escrito a lápiz, encima de la dirección de la Oficina del Defensor Público del Condado de Washoe, situada en el centro de Reno. En la esquina superior izquierda, figuran el remitente y su número de recluso del Centro Penitenciario del Norte de Nevada.

Es la carta de un hombre cuyo nombre todavía me da miedo pronunciar en voz alta, incluso después de todo este tiempo. Por supuesto, en su día tuvo un nombre: Michael Keith Atwood, también conocido como Mi Excliente. Sin embargo, hace ya mucho que se convirtió en un fantasma, después de años de procedimientos de revisión de condena y recursos de habeas corpus. Ahora, las veces contadas en que me tropiezo con el nombre de Michael Atwood en artículos de prensa o notificaciones de apelación, mi mente lo censura de forma automática.

Hoy mi recuerdo de ese hombre lo configuran las palabras que pronunció un secretario judicial al leer la denuncia el primer día de un juicio que comenzó hace ocho años: Asesinato en primer grado y agresión sexual, delito de lesiones corporales graves y secuestro en primer grado. También lo recuerdo como una serie de fotografías forenses, una camiseta desgarrada sellada en un casillero de pruebas y el olor a sangre reseca impregnada en algodón y poliéster. Es un ser anónimo, sin rostro, porque considerar su nombre o rememorar su cara significaría recordar que hay un inocente encerrado en la cárcel.

«Si muere ahí dentro, no será por algo que haya hecho», dijo C. J. una vez, semanas antes de que comenzara el juicio de Michael. Era viernes y habíamos trabajado hasta tarde; ya no quedaba nadie en la oficina, todo estaba en silencio y, en la mesa de reuniones, se apilaban informes policiales, memorandos de investigación y fotografías forenses marcadas para ser admitidas como prueba. Yo había empezado a recoger mis cosas para irme, pero C. J. insistió en que nos quedáramos. «Conoces los hechos tan bien como yo. Si muere ahí dentro, será por culpa de lo que no hayamos hecho nosotros».

Acaricio la carta con el pulgar, incapaz de reunir el valor para abrirla. La dejo en la esquina de mi escritorio, junto a la lámpara de lectura. En el otro extremo de la habitación, en una estantería, descansa el busto amarillento de escayola de un hombre, una antigua prueba del juicio que heredé con el despacho. Sus ojos parecen clavarse en la carta. Y juraría que sus labios agrietados de yeso se mueven, exigiéndome que recuerde a Michael Atwood y todo lo que lo acompaña: la mujer muerta, el juez Bartos, C. J., allá donde esté.

Dicen que el desierto de Nevada está lleno de viejos fantasmas, que sus cuencas secas rebosan de muertos, apilados como estratos de sedimento en el fondo de los valles. Vidas pasadas que terminaron de forma injusta o prematura, presas de la angustia, el pánico o la ira. Pero ¿cómo debemos llamar a los fantasmas vivos, aquellos que, sepultados tras los muros de una prisión como Michael Keith Atwood, pueden llegar a nosotros mediante líneas telefónicas y sobres escritos a lápiz?

Todo me parece mejor que abrir la carta de Michael, así que desvío mi atención hacia el montón creciente de casos que se me han asignado.

Esta tarde, en los pasillos de la Oficina del Defensor Público, reina el bullicio habitual: secretarias y asistentes jurídicos atienden llamadas y organizan expedientes; abogados e investigadores acompañan a clientes o a testigos a salas de reuniones y despachos. Cierro la puerta del mío y me dispongo a preparar la última prueba para incorporarla a un nuevo caso de la Unidad de Delincuentes Peligrosos: un vídeo de baja resolución del Departamento de Policía de Reno cuyo nombre de archivo es «Entrevista a Gregory Lake». Cinco pisos más abajo, en Center Street, las farolas han empezado a encenderse a lo largo del río Truckee, uniéndose a los azules, los rosas y los morados de las luces de los casinos del centro de la ciudad.

El vídeo comienza con la imagen de una conocida sala sin ventanas en la que no hay más que una mesa y dos sillas metálicas. Un hombre calvo de traje gris se apoya en la esquina de la mesa. En esta ocasión, el que espera en la sala de interrogatorios es el detective Turner, pero también podría haber sido Villanueva o Jones, con su odiosa perilla de policía y su gorra ridícula.

Turner ha adoptado su habitual actitud informal (informal para Rob, claro). Ha dejado la chaqueta doblada sobre el respaldo de una de las sillas de la sala de interrogatorios, e incluso se ha remangado las mangas de la camisa. En el vídeo, veo que se afloja un poco la corbata y se seca el sudor de la calva con el dorso de la mano.

En cuanto mi cliente aparece en pantalla, sé que la entrevista no va a ir bien. Greg Lake es un tipo que vive en moteles a quien he representado de forma intermitente a lo largo de unos once años, desde que lo juzgaron por robo cuando tenía diecisiete. Ya le cuesta procesar las cosas cuando está sobrio, como si se hubiera quedado en la adolescencia temprana, pero en la grabación queda claro que va colocado: su paso vacilante no deja lugar a dudas. Así que ya veo cómo irá la cosa. Especialmente con un poli como Turner, que, a pesar de su carácter antipático y el fastidioso puritanismo de su traje y su corbata, no es un completo imbécil.

Me recuerdo a mí mismo que las entrevistas que «no van bien» para mi cliente acostumbran a facilitarme la vida. Miro el indicador del tiempo en la parte inferior de la pantalla: una hora y cuarenta y cuatro minutos, justo lo que suele necesitar un poli como Turner para conseguir una confesión incontestable. «Nada que defender» significa que me ahorro el trabajo de preparar una audiencia preliminar, buscar testigos, presentar mociones previas al juicio y discutir con el fiscal sobre la admisibilidad de las pruebas. Basta una conversación de quince minutos con el fiscal para cerrar la declaración de culpabilidad, un tira y afloja poco entusiasta sobre el rango de la pena, y al siguiente caso.

En la pantalla, veo que Turner le estrecha la mano a Greg Lake, que se ríe un poco cuando el policía lo llama Gregory. Nadie lo llama Gregory. Turner también se ríe, como si estuviera al tanto de la broma. Como si fuera uno de los colegas con los que Greg se junta en el Gold Dust Inn o juega a las tragaperras en el Cal Neva, con esas mangas arremangadas que lleva y su puto aire informal.

No he vuelto a ver a Greg Lake desde nuestra última comparecencia en el tribunal. De eso hace ya un año. Lo habían detenido por posesión de drogas y mis cinco minutos de alegato ante el juez Bartos le valieron sesenta días en Parr Boulevard, la cárcel del condado. Como Greg ya había cumplido un mes, saldría en unos días por reducción de condena. Nada.

«No la cagues», le dije cuando se lo llevaban de la sala. Él negó con la cabeza y esbozó una sonrisa que clamaba a gritos que ya estaba pensando en todas las formas en que iba a cagarla.

Mis temores estaban fundados: en el vídeo, Greg se ve diez kilos más delgado y, con la cabeza rapada, sus grandes orejas todavía parecen sobresalir más. Está metido en su sucia parka de invierno y se mueve a trompicones, con ese ritmo nervioso que provocan las anfetaminas. Su mirada desorbitada me dice que lleva sin dormir un par de días, como mínimo. Se pasa el antebrazo por los labios, una y otra vez. Es un gesto que roza lo obsceno.

He visto cientos de interrogatorios como este, y el guion siempre es el mismo. Sean cuales sean las acusaciones —podría ser hurto o incluso asesinato—, el detective invita al acusado a un refresco al poco de empezar o incluso le ofrece salir a fumar. Supongo que se han dado cuenta de que no hace falta montar el numerito del «poli bueno y el poli malo». Basta con el poli bueno. Hace unos años, durante el interrogatorio de un supremacista blanco que había matado a nueve personas en una iglesia, los policías invitaron a comer al sospechoso al Burger King. La gente se indignó, pero nadie entendió que aquel chaval firmó su propia sentencia de muerte por un Whopper, unas patatas y un Dr Pepper. Desde el punto de vista de los polis, ocho dólares es un precio más que justo por una confesión grabada de nueve asesinatos premeditados.

Por supuesto, en cuanto Greg se sienta frente a Turner en la sala de interrogatorios, empieza a retorcerse. La rodilla le tiembla nerviosa bajo la mesa. Ladea el cuello, primero a un lado, luego al otro. Turner se reclina en la silla, le echa un vistazo a su reloj para calibrar si ya es el momento y entonces tiende su previsible trampa.

Es una fórmula sencilla: café para los borrachos y una visita a la máquina expendedora para los fumetas. Y cuando no está claro, cigarrillos. Hoy, para Greg Lake, la cosa oscila entre el refresco y el cigarrillo, porque eso es lo que buscan los colgados de metanfetamina: un Mountain Dew es criptonita y un Marlboro, una bala de plata para el hombre lobo.

«Ya lo tiene», digo en voz alta en mi despacho vacío. Desde lo alto de un archivador, en el otro extremo de la estancia, el busto de escayola deslustrada y desconchada del hombre muerto me devuelve la mirada, frunciendo los labios en un gesto de desaprobación. Sabe que a estas alturas no debería sentir frustración alguna. No debería alterarme por algo que ya sé: Greg Lake está a punto de hablar.

Me aparto del escritorio, giro la silla para dar la espalda al busto del hombre muerto y quedar de cara a la ventana de mi despacho. En el aparcamiento del casino, al otro lado de la calle, una mujer de mediana edad suelta el humo de un cigarrillo por la ventanilla entreabierta de su ranchera. Se aprieta el puente de la nariz, como si intentara recordar algo. La observo mientras mira a lo lejos, hacia el este, donde la luz que ilumina las colinas del desierto se va apagando. Apura el cigarrillo hasta el filtro, deja caer la colilla por la rendija de la ventanilla y arranca el motor mientras sube el cristal. Se frota las manos, como si estuviera impaciente por marcharse; detrás de ella, un sedán pequeño rodea una esquina del aparcamiento. Me pregunto por la mujer, fugazmente. ¿Acaba de terminar su turno en el casino? ¿Es crupier de blackjack o tal vez camarera? ¿O quizás una turista que se ha pasado el día jugándose un dólar la mano en el Cal Neva?

En el vídeo, Turner se inclina hacia Greg, que se encoge de repente, como si alguien hubiera hecho estallar un globo.

—¿Estás bien, Gregory? —pregunta Turner.

Su voz suena débil, metálica, a través de los altavoces del ordenador. Saca un paquete de Chesterfields del bolsillo, le da unos golpecitos con el dedo y se coloca un cigarrillo sin encender entre los labios. Greg se muerde las mejillas y vuelve a limpiarse la boca de ese modo obsceno.

—¿Quieres algo? —prosigue Turner—. ¿Un refresco, quizá? ¿Un cigarrillo?

Puede que esta rutina sea previsible, pero su eficacia es incontestable. Cada vez que veo a alguno de mis clientes en la misma situación de Greg, acorralado en esa sala de interrogatorios, con la mirada inquieta, pienso: «No, esto no puede funcionar. Es demasiado obvio».

Pero, en el vídeo, Greg ya se está levantando. Sigue a Turner hacia la puerta y los dos desaparecen de la imagen, mientras yo me quedo mirando una sala vacía. Una vez han salido afuera a fumar, pulso el botón de «avance rápido» esperando lo que sé que no ocurrirá. «Greg va colocado hasta las cejas —me digo—, pero no será tan estúpido ni está tan desesperado». Es más listo que eso.

El año pasado, en la vista de imposición de pena, el aspecto de Greg era casi normal, más de lo que nunca lo había sido hasta entonces. Tenía algo de color en el rostro y la zona de debajo de los ojos no le sudaba como antes. Había comparecido en el tribunal con un papel que certificaba que había asistido a treinta reuniones consecutivas de Narcóticos Anónimos en la Cárcel del Condado de Washoe. Se la mostró al juez Bartos, y hasta yo estuve a punto de tragármelo. Había repasado las normas con él antes de la vista, como hago siempre con todos mis clientes. «Mira al juez a los ojos. No intentes hablar como un abogado. No discutas con el juez. Pero, sobre todo, mantén la boca cerrada hasta que yo te diga». Esa era la regla número uno, algo que C. J. me grabó a fuego en mi primer año como defensor público.

—Entendido —me había dicho—. Boca cerrada. Lo pillo.

Sin embargo, cuando reanudo el vídeo, Turner lo acompaña de vuelta a la sala de interrogatorios y veo que Greg se está riendo. Se sienta. Turner le da una palmada en el hombro y lanza una mirada rápida al objetivo vidrioso de la cámara instalada en la esquina del techo, como diciendo: «Aquí tienes tu confesión, abogado defensor de mierda». Se sientan uno frente al otro, mientras mi cliente sorbe el contenido de una lata de refresco con una pajita.

—No lo hagas, Greg —le digo a la pantalla—. Mantén la puta boca cerrada.

Pero habla. Por supuesto que habla.

Turner sonríe y asiente. Greg sigue, cada vez más animado. Empieza a hablar de su familia, de que estuvo dos años en un hogar de acogida y de que no fue precisamente una buena experiencia. Turner vuelve a asentir. «Por supuesto. Por supuesto».

—Parece que has tenido una vida difícil —le dice, muy comprensivo.

—Ni te lo imaginas —responde Greg, inclinándose hacia delante mientras sigue sorbiendo la pajita—. Ni te lo imaginas —repite.

Están hablando durante una hora, mientras el sol se pone tras el extremo occidental de Sierra Nevada, más allá de las torres de los casinos del centro, al otro lado de la ventana de mi despacho. Algunos pinos imponentes quedan recortados en lo alto de una cresta, sobre un fondo de nubes teñidas de cobre y bermellón. Pronto, las únicas luces visibles serán los neones chillones del Hotel-Casino Eldorado.

Cuando Greg apura su primer refresco, Turner llama a la puerta de la sala de interrogatorios. Un agente uniformado asoma la cabeza y, al cabo de un minuto, regresa con una lata sin abrir, como quien se ocupa del servicio de habitaciones. Mientras, Greg sigue hablando. Turner desliza la lata por encima de la mesa y, como de pasada, pregunta por el tiroteo que tuvo lugar esa misma noche en un bar de moteros de la calle Cuarta. Greg tiene toda la atención puesta en la segunda lata de refresco cuando responde que sí, que tampoco hay para tanto. Turner abre la lata, coge la pajita de la primera y la mete en la segunda. Luego le entrega el nuevo refresco a Greg, que sigue hablando, confesando. Sin apenas darse cuenta, entre sorbo y sorbo de Mountain Dew, pasa de ser sospechoso a acusado.

Cabría esperar que Greg —ajeno a su nuevo estatus— se sintiera traicionado o se enfureciera cuando Turner, al final de la conversación, le dice: «Gregory, supongo que entenderás que voy a tener que arrestarte hasta que todo esto se aclare». Cabría esperar que, cuando los agentes entran a esposarlo, Greg se diera cuenta por fin de su error e intentara retractarse. Pero no.

Apago el vídeo, sabiendo muy bien lo que viene a continuación: un técnico forense se encargará de recoger las latas de refrescos y la colilla del cigarrillo, que usarán para obtener muestras de ADN sin necesidad de tramitar una orden judicial. Le pedirán que se levante y tomarán fotografías de su rostro y su cuerpo, de sus uñas y de su ropa. Como el caso implica el uso de un arma de fuego, un técnico de laboratorio le meterá las manos en un par de bolsas de papel y las asegurará en sus muñecas con cinta de pintor para recoger cualquier residuo de disparos. Greg será fichado y procesado, sometido a un cacheo integral y desinfectado. Y así, sin más, Greg Lake y yo volveremos a enfrentarnos a un nuevo proceso judicial.

En un plazo de setenta y dos horas, tendrá que asistir a una primera comparecencia por vídeo en la que un juez le leerá unos cargos que no comprenderá y fijará una fianza que no podrá pagar. Le asignarán un defensor público —yo— y le darán fecha para el juicio. Dentro de una semana, tendremos nuestra primera reunión presencial, donde le explicaré exactamente en qué lío está metido. Le diré que el hombre al que disparó hace diez días en pleno brote psicótico inducido por la ingestión de metanfetamina murió allí mismo, en el suelo de un bar cutre del centro de Reno. También le informaré de que un segundo hombre —un transeúnte inocente alcanzado por una bala perdida— sigue en el hospital: un fragmento de proyectil le perforó el intestino y podría morir de septicemia, en cuyo caso la fiscalía modificará la acusación para añadir un segundo cargo de asesinato.

2

Cuando llego a casa, son más de las ocho; Rosa ya está en la cama y Sarah cabecea frente al televisor. El suelo del salón es un caos de artículos con palabras destacadas en amarillo y márgenes de páginas repletos de anotaciones que Sarah ha hecho en tinta azul; el mes que viene participa en un congreso académico sobre el fenómeno de la expansión hacia el oeste de Estados Unidos durante los siglos xviii y xix y lleva tiempo posponiendo la redacción de su ponencia, «Saqueo en el Estado de la Plata: la minería y la usurpación de las tierras indígenas en la Nevada primitiva». Da un respingo al oír el pitido del microondas cuando lo pongo en marcha.

—Tranquilo, Santi —me dice, levantándose del sofá—. Solo se ha pasado media hora llorando hasta quedarse dormida.

Antes de que pueda disculparme, me saluda soñolienta con la mano, arrastrando los pies camino del dormitorio.

En noches como esta —en los días de bajón que siempre siguen a las vacaciones o después de haber visto la confesión de Greg Lake—, viene a visitarme la mujer muerta. Percibo el fantasma de su presencia alcanzándome con sus dedos desde la lejanía de ocho años, incluso mientras caliento la cena. Incluso al deshacerme el nudo de la corbata y colgar la chaqueta del traje junto a la media docena que llena el armario del dormitorio. Espero a que la sensación se disipe, pero cuando Sarah ya se ha dormido y el informativo de medianoche ha terminado, la mujer muerta aún sigue allí.

Salgo de la cama en silencio y bajo las escaleras a hurtadillas. Me detengo en el armario del pasillo, junto a la habitación de Rosa, y saco unos tejanos viejos y unas botas de senderismo. Me quedo un momento junto a la puerta del cuarto de mi hija, escuchando el zumbido del aireador eléctrico de la pecera. A la luz tenue de la lamparita de noche, apenas distingo el bulto de su cuerpecito bajo las sábanas, rodeado de pandas de peluche, unicornios y koalas. Respiro el olor agrio de su ropa amontonada sobre la cómoda y escucho el vaivén de su respiración.

En el alféizar de la ventana, junto a su cama, encuentro uno de sus pequeños altares: una serie de figuritas de plástico dispuestas con una precisión casi religiosa. Algo se despierta en mi interior, un antiguo ritual, y me santiguo: frente, pecho, un lado, el otro. Es un gesto que me viene del catecismo y, aunque dejé de comulgar a los trece años, nunca he logrado librarme de él. Me quedo escuchando la respiración de mi hija en la oscuridad y tengo la sensación de que incluso esa función tan básica, tan instintiva, sigue el ritmo de mi oración: uno, dos, tres, cuatro; uno, dos, tres, cuatro. Cierro la puerta del dormitorio y bajo las escaleras hacia la puerta del garaje, acompañado por el eco de la vieja oración de mi abuela. «Padre». Inspiro. «Hijo». Inspiro. «Espíritu Santo». Inspiro. «Amén».

El garaje huele a cartón húmedo y a aceite de motor. Cuando abro la puerta, el aire frío de la noche entra a raudales junto con el resplandor amarillento de las farolas. Piso el embrague y suelto el freno de mano, dejando que la camioneta recorra en silencio el camino de entrada hasta la calle. Hago girar el volante con fuerza para enderezar el vehículo y, ya lejos de la casa, arranco el motor.

Conduzco unos quince minutos por la carretera, hacia el desierto de Nevada; por el retrovisor, veo desaparecer el brillo de las farolas y los casinos del centro tras la masa oscura de la llanura. Paso junto a parques de caravanas y casas dispersas en pleno desierto y atravieso una pequeña urbanización recién terminada de casas de estuco y vallas prefabricadas que trepan por las laderas. Hacía años que no venía por aquí y me pierdo un instante entre las nuevas calles. Poco después, el asfalto intacto da paso a la grava y veo aparecer la imponente silueta del depósito de agua. Sigo adelante, remontando un camino minero erosionado mientras las ruedas de la camioneta resbalan sobre el terreno.

La pista se aplana, se suaviza. La grava rebota contra los bajos del vehículo y los faros iluminan gigantescas excavadoras que se recortan en la oscuridad, como si fueran criaturas prehistóricas. En la ladera, se han creado explanadas, delimitadas por pequeñas banderitas fosforescentes. Detengo la camioneta en el límite del terreno; los faros iluminan una colina cubierta de arbustos de chamizo y de espiguilla, tallos amarillos de centeno silvestre y ramas oscuras de chaparral. Al apearme, respiro el aroma intenso del desierto y el aire hiriente del invierno. Busco entre el olor a polvo y a matorrales, algo esquivo y oscuro.

Vuelven a despertarse impulsos conocidos, la necesidad de rezar. Pero, en lugar de ceder, saco un cigarrillo rancio de un paquete viejo que guardo en la guantera. Me apoyo contra la puerta de la camioneta, con la ventanilla bajada, y escucho el chasquido del motor al enfriarse, el crujido del metal que se retrae. Poco a poco, a medida que mis ojos se van acostumbrando a la oscuridad del desierto, empiezo a distinguir la topografía: los hombros pesados de la montaña, manchas negras de enebros en las cotas más altas. Apuro el cigarrillo hasta el filtro y lo apago contra el tacón de la bota.

Me encaramo por un pequeño barranco hasta alcanzar un saliente de basalto que asoma en la ladera. Apago la linterna. Me agacho para examinar la textura de la tierra con los dedos. Riolita y lutita, arenisca y granito, pizarra.

Percibo la presencia de la mujer muerta en este lugar; toda su vida está derramada sobre la tierra que me rodea: su casa de la infancia en el suroeste de Reno, sus años en el equipo de voleibol del instituto, el trayecto que hacía a diario hasta su querido trabajo como asistente médica. Su boda en Bartley Ranch bajo una nevada inesperada, el parto difícil de su único hijo en el Hospital Saint Mary la noche de unas elecciones presidenciales.

Al cabo, hablo con ella. Anna Weston.

—¿Hola? —susurro en el aire de la noche—. ¿Sigues aquí?

Me trabo al pronunciar las primeras palabras, algo afectado por el efecto del cigarrillo rancio que aún recorre los circuitos de mi cerebro. Pero las frases acaban fluyendo, se van encadenando unas con otras, hasta que acabo confesándole lo que ni siquiera me había permitido considerar: pensamientos, actos, omisiones.

En mis primeros días como defensor público, empecé a levantar un muro: mantener la boca cerrada. «Cierra la maldita boca», como solía susurrarme mi abuela en misa. Es el Primer Principio de C. J., la Regla de Oro y el Primer Mandamiento, todo en uno.

Y, sin embargo, esta noche no lo respeto. Le cuento a la mujer muerta que en el despacho me espera una carta sin abrir. Le hablo de Greg Lake, de su interrogatorio con Turner, y luego siento la necesidad de explicarle por qué le estoy confesando todo esto. Admito que, por un instante, vi algo más en la confesión de Greg Lake y también en las grabaciones de tantas otras salas de interrogatorios. Las pequeñas atenciones del detective —un refresco, dejar pasar una reacción nerviosa— permiten que ocurra algo. Por supuesto, su objetivo es atrapar al sospechoso. Pero, de algún modo, también lo está cuidando. Esos pequeños gestos desatan algo en su interior, como una veta de plata en la ladera de una montaña, y de esa veta brotan los instintos más básicos: la negación, la ira, el simple deseo de sobrevivir, de conservar la vida. Y, al mismo tiempo, por un momento fugaz —pese a la cadena perpetua que su confesión casi garantiza—, el sospechoso es presa de algo distinto. Ligereza. Gracia, tal vez. O una mínima dosis de expiación.

Me viene a la cabeza un término legal: corpus delicti.

Es un principio que aprendí en la Facultad de Derecho, una expresión latina que significa, más o menos, «el cuerpo del delito». Esto es lo que quiere decir: un acusado no puede ser condenado solamente por su confesión; debe haber otra prueba externa que demuestre que se ha cometido un delito. En el sentido más literal, debe existir un cadáver.

Puede que esta sea la razón por la que esta noche le confieso todo esto a la mujer muerta: la ausencia de cadáver, la falta de pruebas que respalden los hechos. La consciencia de que mis palabras no bastan para comprometerme, que puedo ser culpable y, a la vez, estar a salvo de ser procesado. Nadie quiere creer que Michael Atwood está en prisión solo porque C. J. y yo le fallamos. Nadie quiere creer las palabras de un asesino convicto.

La oscuridad y el frío vuelven a embargarme. Saco el paquete del bolsillo de la chaqueta: solo queda un cigarrillo. Enciendo una cerilla; el calor y la luz que me iluminan las manos, por un instante, crean un mundo dentro del mundo. Arrojo la cerilla apagada al suelo y doy una calada. Enciendo otra cerilla, y otra más.

En algún lugar de la ciudad, más allá de las montañas, mi hija respira con su ritmo inconsciente, en una cama rodeada de peluches y cuentos infantiles. Vuelvo a tocar la tierra con las manos: está seca, fría, áspera. Me dirijo a la mujer muerta, titubeante, dispuesto a explicarle lo de Michael Atwood, el hombre que acabó entre rejas acusado de su muerte, y a hablarle de la carta que me mandó y que espera en mi despacho.

—¿Estás ahí? —digo en voz alta—. ¿Puedes oírme?

SEGUNDA PARTE

ALEGATOS INICIALES

Cuando finaliza la selección del jurado y el secretario ha leído vuestro nombre en voz alta —después de que hayáis planteado vuestras objeciones y telefoneado a vuestra pareja, a la persona encargada de cuidar de vuestros hijos o a vuestro jefe para informarles de que habéis sido seleccionados como jurado—, os invitan a subir tres escalones y a sentaros junto a once desconocidos en una de las desgastadas sillas de pino de la tribuna del jurado.

Desde ahí contempláis la escena mientras los participantes van ocupando sus sitios: el juez en su estrado, con una leve mancha de café en la parte delantera de la toga negra de poliéster; la fiscal en su mesa, hojeando el contenido de un archivador atiborrado de mociones probatorias, perfiles de testigos, interrogatorios y copias de pruebas documentales; yo, tras la mesa de la defensa, revisando por última vez las notas de mi alegato inicial; y allí, oculto detrás de mí, aturullado por tanto trajín, está el acusado, la única persona que parece no tener un papel activo. Contempla nervioso la sala, intentando recordar a dónde le han dicho que debe mirar y a dónde no, qué debe hacer y qué no con las manos y qué puede indicar su postura, su sonrisa o la falta de ella acerca de su culpabilidad o su inocencia.

En cuanto el secretario judicial ha leído formalmente los cargos, la fiscal se levanta de la mesa, con una carpeta de anillas en la mano. Se toma su tiempo: se abrocha el botón superior de la chaqueta, coloca el atril que hay en el centro de la sala delante de la tribuna del jurado para crear un ambiente de cercanía y corrección, como quien dispone los muebles de su salón. Abre su cuaderno y se detiene unos segundos, una pausa dramática que siempre logra su efecto: el jurado se inclina hacia delante sin darse cuenta y el público guarda silencio. Y entonces la fiscal comienza su alegato inicial.

Un alegato inicial no es más que una promesa. Una promesa dirigida a vosotros, los miembros del jurado, acerca de las pruebas que cada parte presentará durante el juicio, de los testimonios que aparecerán y del hecho de que la conclusión lógica de dichas pruebas demostrará o refutará la culpabilidad del acusado.

La fiscal hace sus promesas. Muestra fotografías, cronogramas y artículos legales en la pantalla de la sala. Os presenta a los personajes que pronto os resultarán familiares: los acusados, los testigos, las víctimas.

—Las pruebas lo demostrarán... —dice, mientras os muestra las diapositivas de su presentación en PowerPoint—. Las pruebas lo demostrarán.

Cuando termina, actúa sin prisas: recoge sus notas, cierra su carpeta con una lentitud deliberada y vuelve a su mesa. Y entonces llega mi turno.

Comienzo adoptando un tono que exprese seriedad y, al mismo tiempo, cercanía; después de todo, ya hemos hablado durante la selección del jurado. Las imágenes que presento son casi idénticas a las de la fiscal, pero mis promesas, de algún modo, contradicen las que acaba de hacer ella.

—Las pruebas lo demostrarán —digo—. Las pruebas lo demostrarán.

Tened cuidado, miembros del jurado. Lo que se presenta como un hecho incuestionable casi siempre es mera especulación. Ya os están diciendo a quién debéis creer, os están pidiendo que ignoréis lo que dicta la ley en favor de algo intangible: miedos, prejuicios, deseos. La pregunta que ya os están planteando no es a quién creéis, sino a quién queréis creer.

3

Apenas tenía veinticinco años cuando conseguí mi primer empleo como licenciado en Derecho: abogado de primer año en la Oficina del Defensor Público del Condado de Washoe. Había estado siete años estudiando fuera de Reno y hacía solo tres meses que había regresado, el tiempo justo para prepararme el examen de acceso al Colegio de Abogados de Nevada y aprobarlo. El tiempo justo para darme cuenta de que el lugar al que había regresado había cambiado por completo durante mi ausencia. El año anterior, mis padres se habían trasladado al otro extremo del país para estar más cerca de la familia de mi madre. La mayoría de mis amigos del instituto se habían ido a trabajar fuera, se habían casado o simplemente habían desaparecido. Incluso la propia ciudad había cambiado: buena parte del desierto que la rodeaba estaba ahora ocupado por urbanizaciones que habían quedado abandonadas tras el colapso del mercado inmobiliario y los viejos casinos se habían reconvertido apresuradamente en apartamentos.

Cuando me presenté en el vestíbulo de la Oficina del Defensor Público en mi primer día, la mujer corpulenta que se sentaba tras el cristal blindado que protegía la recepción apenas reaccionó ante mi presencia. A pesar de mi entusiasta «hola», ella se limitó a apartar un instante la mirada de la pantalla para pulsar con su generoso pulgar el botón que tenía encima del escritorio. La puerta empezó a zumbar y se oyó un fuerte chasquido mecánico. Me quedé mirándola sin saber qué hacer hasta que el zumbido cesó y la cerradura se bloqueó con un segundo chasquido. La mujer resopló y empezó a golpear con un bolígrafo el cristal que nos separaba.

—Soy Santi —le dije. Se llamaba Joanne; nos habíamos visto un momento la semana anterior, cuando me entrevistó Pat Russo, el jefe del departamento—. Se supone que hoy empiezo a trabajar aquí.

—Ya sé quién eres —replicó con fastidio—. Abre la puñetera puerta cuando te dé paso.

Cuando volvió a pulsar el botón, tiré de la puerta. Al otro lado del cristal de seguridad, su aparato de radio bramaba un anuncio sobre lingotes de oro; el locutor hablaba del incremento histórico del valor de los metales preciosos y de lo útiles que serían en una economía postapocalíptica.

—Vamos, ven conmigo —me instó.

Se levantó de la mesa y echó a andar por un pasillo flanqueado por cubículos. Mientras la seguía, algunas de las asistentes legales me dedicaron una mirada y me guiñaron el ojo antes de volver a sus pantallas, como diciéndome que estábamos en el mismo equipo.

—Tú te encargarás de los casos de Melissa —dijo Joanne, al detenerse ante una de las muchas puertas cerradas que rodeaban la cuadrícula de cubículos.

Asentí, como si supiera quién era Melissa y qué tipo de casos llevaba. Lo que Joanne no me dijo, lo que Pat Russo no me había contado en la entrevista de la semana anterior, era por qué debía encargarme de los casos de Melissa. No sabía que, después de trabajar como defensora pública durante doce años, había perdido su licencia. Que varios clientes habían presentado quejas, primero a Pat y luego, al no recibir respuesta, al Colegio de Abogados del Estado. Nadie me dijo que hacía poco se había divorciado ni que había perdido la custodia de sus dos hijos. Todo esto lo iría descubriendo más tarde, por los chismorreos que oía en los ascensores o al terminar las reuniones de equipo, por el contenido de algunos expedientes o por los comentarios que hacía el personal de los juzgados.

Joanne hurgó entre un manojo de llaves, eligió una y abrió la puerta.

—Pat dijo que te pidiera disculpas por el desorden —me dijo, con total frialdad—. Hemos solicitado que venga alguien a limpiar, pero ¡vete tú a saber!

Tras la puerta, apareció un despacho minúsculo en el que apenas cabían un escritorio de madera chapada y dos sillas de plástico. Una estantería estrecha y combada por el peso soportaba hileras de libros: un ejemplar encuadernado de las Leyes revisadas de Nevada, Estrategias para la defensa legal de los casos de conducción bajo los efectos del alcohol, Perspectivas básicas sobre investigaciones criminales, 101 errores en la recogida de pruebas forenses, El caso contra la defensa penal. En la balda inferior, descansaban tres libros infantiles de tapa dura, como un haiku.

Fijado a la pared, había un tablón de corcho recubierto de tarjetas de visita de centros de desintoxicación, hospitales psiquiátricos y peritos forenses, además de un par de menús de una pizzería y un restaurante tailandés de la zona. Me acerqué a la única ventana; era estrecha y daba a un rincón del centro de Reno, seis pisos más abajo. Al otro lado de Center Street, seis personas con mala pinta se agrupaban frente a la biblioteca municipal, a la espera de que abriera, media hora más tarde. En el banco de una parada de autobús, una chica adolescente estaba sentada en el regazo de un hombre mientras fumaba un cigarrillo.

—Al menos tienes vistas al juzgado —comentó Joanne.

Por la esquina inferior de la ventana, entre el aparcamiento de un casino y el balcón de un motel, asomaba una sola columna de piedra caliza amarillenta del edificio del juzgado.

—No te han programado nada hasta el jueves —añadió, dejando sobre el escritorio una copia impresa del calendario semanal. Señaló un archivador bajo encajado en una esquina del despacho—. Todos tus expedientes están ahí, por si quieres empezar a ponerte al día.

Y antes de que pudiera formular alguna de las mil preguntas que se agolpaban en mi cabeza («¿Qué contiene un expediente? ¿Qué hay previsto para el jueves? ¿Quién se supone que debe enseñarme a ser abogado?»), Joanne salió al pasillo y cerró la puerta tras ella.

Me senté en el escritorio, con la mirada fija en el calendario que me había dejado: una lista de fechas y horarios, salas de vistas, números de casos, tipos de audiencias y apellidos. Oía teléfonos que sonaban en el pasillo, conversaciones incomprensibles, el zumbido y los clics de una fotocopiadora. Bajo la entrada del jueves, encontré mi nombre, S. Elcano, junto a las palabras «Departamento Nueve», seguidas de cuatro apellidos: Hernández, Jacobi, Isner, Walton.

De pronto, sentí la necesidad de hacer listas, de anotar todo lo que no sabía para poder averiguarlo después. Al abrir el cajón superior del escritorio en busca de un bolígrafo, encontré un revoltijo de clips plateados, varios caramelos para la garganta, dos frascos vacíos de ibuprofeno y un bloc de notas doblado. En la hoja superior, había escrito: «Recoger a Eliza en el entrenamiento, 18:30».

Cerré el cajón y me sorprendí buscando más pistas de la antigua ocupante de aquel despacho. Mi mirada se posó en una esfera gris claro del tamaño de un balón de voleibol. Estaba oculta en lo alto de la estantería, tras una pila de viejas revistas de la Asociación Estadounidense de Abogados. Entorné los ojos con la intención de identificar aquella figura. Al final, arrastré una silla hasta la estantería para poder alcanzar el objeto. Cuando lo giré, me di cuenta de lo que tenía entre las manos.

Las mejillas de yeso caían un poco, por la edad o quizá por la grasa infantil. Las comisuras de los ojos se plegaban levemente, como si estuvieran entornados o incluso sonrieran. Los labios eran carnosos y el cuello, tan grueso como una pata de cordero. En la parte posterior del cráneo, había tres adhesivos redondos del tamaño de una moneda de diez centavos, cada uno de un color diferente y todos numerados: debían de marcar los lugares por donde habían entrado las balas.

«¿Quién era?», me pregunté, sin ni siquiera estar seguro de si aquella cabeza era femenina o masculina: tenía unos rasgos suaves, asexuados. Intenté imaginarme aquel rostro de escayola con una cabellera larga, las cejas depiladas y maquillaje. Lo alcé con la palma de la mano y lo llevé hasta el escritorio: sus curvas y hendiduras me resultaban extrañamente familiares, me producían una sensación a la vez íntima e impersonal.

Me pregunté qué serie de acontecimientos habría llevado al dueño de aquella cabeza a ese instante, a ese momento en que tres piezas de metal le atravesaron el cerebro. Y entonces, poco a poco, entendí por qué aquella cabeza había quedado abandonada en ese despacho: mi predecesora había sido la abogada del asesino.

«¿Quién eras? —quise preguntarle—. ¿Cómo llegó a ocurrir todo esto?»

Le di la vuelta al busto buscando alguna pista que me desvelara la identidad del hombre fallecido. No encontré un número de caso, ni una fecha, ni una referencia como prueba; solo una sola palabra grabada en cursiva en la base del cuello: Washington. Podía significar cualquier cosa: el nombre del artista que había creado el busto, el lugar donde se fabricó, quizás el nombre del fallecido o tal vez el del hombre acusado de matarlo.

«Siempre pido el compromiso de un año a todo el mundo —me había dicho Pat la semana anterior al ofrecerme el empleo—. No hace falta que me prometas que te quedarás aquí treinta años y nadie te va a inhabilitar si te vas mañana. Pero si aceptas este trabajo, quiero que te comprometas por un año».

En aquel momento, no me lo pensé dos veces. Además de un sueldo, el puesto parecía infinitamente más interesante que redactar escritos y preparar facturas como churros en un despacho de derecho civil. No pude más que asentir y decir: «Sí, por supuesto». Sin embargo, en aquel despacho, de pronto sentí que la cuenta atrás había empezado: trescientos sesenta y cuatro días, siete horas, diecinueve minutos.

Abrí un cajón del archivador. Dentro encontré decenas de carpetas como las que había visto en los escritorios de las secretarias al entrar. Las había de todos los grosores: desde la anchura de un lápiz hasta la de una Biblia, con montones de papeles desbordándose por los lados.

Cogí al azar una de las carpetas más gruesas. En la etiqueta mecanografiada, se leía: «Collins, Steven. lesiones corporales graves, posesión de objeto robado 3». En la primera página, un breve memorando que la «Abogada Responsable» dirigía a un «Nuevo Abogado»; estaba firmado por Melissa Tardiff. En un solo párrafo, el memorando resumía los hechos del caso: dos botellas de whisky Canadian Club, una navaja, un exnovio, tres testigos presenciales independientes, una evaluación psiquiátrica y un resumen de las vistas judiciales anteriores. La carta llevaba fecha de dos semanas antes, pero el mensaje parecía enviado desde el más allá. Después de la firma, el memorando terminaba con dos palabras inquietantes: «Buena suerte».

En un paquete de historiales médicos adjunto, las notas clínicas del cirujano de urgencias describían una serie de puñaladas en el costado izquierdo y la espalda de un hombre que le habían causado un colapso pulmonar y hemorragias internas importantes; había necesitado casi ochenta puntos de sutura.

Un sobre aparte contenía una docena de fotografías. En la primera, se veía la chaqueta del hombre cortada con las tijeras de un sanitario; había montones de gasas y agujas hipodérmicas usadas sobre dos mesas de acero inoxidable dispuestas junto a la cama de urgencias. Allí donde la chaqueta había sido rasgada, un tatuaje descolorido con el nombre de una mujer cruzaba el omóplato, partido por una herida irregular tan larga como mi dedo índice. En la siguiente foto, la mano enguantada del cirujano abría la herida, revelando una raja de unos cinco centímetros de profundidad que dejaba visibles el músculo y la grasa.

Cerré el expediente y lo deposité en un rincón del escritorio. La risa de un grupo de hombres llegó desde el pasillo. El archivador seguía ahí, imponente, repleto de decenas de casos como el que acababa de revisar. Empecé a hojear las carpetas del cajón superior y leí la letanía de cargos:

INCENDIO PROVOCADO PRIMER GRADO

POSESIÓN / INTENCIÓN DE VENTA

ROBO CON FUERZA

POSESIÓN DE DROGAS 2

EMISIÓN DE CHEQUES SIN FONDOS

ROBO CON FUERZA

ROBO CON FUERZA 2

ROBO CON FUERZA

POSESIÓN / INTENCIÓN DE VENTA

El archivador parecía crecer, como si adquiriera presencia humana. Como si respirara, como si tuviera calor propio.

Busqué a mi único compañero en aquella habitación cargada de fuerzas oscuras. La mirada hueca de la cabeza de escayola me observaba desde lo alto de la estantería, con esa sonrisa ambigua que parecía divertida y al mismo tiempo amenazante.

4

Cuando llevaba cinco horas sentado en el escritorio de Melissa Tardiff, zambullido en el cajón superior del archivador, los gritos de un hombre de la calle me distrajeron.

Me acerqué a la ventana y aproveché para estirar un poco los hombros. El jueves ya estaba cerca, así que, mientras contemplaba la calle que se desplegaba seis pisos por debajo, intenté recordar mi único semestre de juicios simulados, recuperar aquel lenguaje formal y arcaico que se requería en la sala.

—Con la venia del tribunal —dije frente a la ventana—. Solicito la indulgencia del tribunal.

Abajo, en una esquina de Center Street, un hombre de torso desnudo con una melena cana y revuelta se acercaba a dos chicos que estaban sentados en la parada del autobús. Uno de ellos hacía rodar un monopatín con el pie mientras compartía un cigarrillo con su compañero. No se fijaron en el hombre hasta que lo tuvieron casi delante. Arrastraba una bolsa de basura enorme y parecía discutir con el aire, volviéndose con dramatismo para señalar airado un tramo desierto de la acera. El chico del monopatín le dijo algo a su amigo y luego arrojó el cigarrillo encendido hacia el vagabundo, que seguía con su perorata. El hombre se sacudió con frenesí la pernera del pantalón donde había ido a parar la colilla y luego continuó con su monólogo mientras los chicos se levantaban y se alejaban entre risas camino del río.

Al otro lado de la calle, había un hombre calvo trajeado y una mujer vestida con unos pantalones negros y una blusa. Los dos estaban pendientes del hombre sin camiseta, que ahora se las tenía con una señal de tráfico. Por un momento, me invadió una extraña sensación de triangulación: yo los miraba a ellos mientras ellos miraban al vagabundo. El hombre calvo se inclinó para decirle algo a la mujer y los dos cruzaron juntos hacia la Oficina del Defensor Público. Sin embargo, mientras él se dirigía hacia la entrada, la mujer se desvió hacia la señal de tráfico.

Sentí una curiosidad creciente cuando la vi acercarse por detrás al hombre del torso desnudo. Cuando estuvo lo bastante cerca, le puso una mano en el hombro. El hombre se estremeció y se volvió con brusquedad, fulminando a su asaltante con la mirada. La mujer le hablaba, tratando de calmarlo. La vi rebuscar algo en el bolso hasta que sacó un paquete de cigarrillos e hizo asomar dos de una sacudida. Se los llevó a la boca, los encendió y le tendió uno al hombre. Él la miró con desconfianza, pero al final aceptó el cigarrillo.

Se quedaron allí fumando juntos, hasta que el hombre se inclinó y le dijo algo. Ella se rio y le respondió. «¿Qué le estará diciendo?», me pregunté. De pronto, la mujer señaló el edificio del condado y el hombre siguió su dedo con la mirada hasta mi ventana.

Al cabo de cinco minutos, una luz roja parpadeó en el teléfono de mi despacho. Cuando respondí, reconocí la voz nasal de Joanne al otro lado de la línea.

—El señor Milan ha venido a verte —dijo. Su voz apenas disimulaba una impaciencia divertida—. Parece muy ansioso por hablar contigo.

Miré el calendario que la recepcionista me había dado aquella mañana: junto al nombre de otros abogados, aparecían citas programadas con clientes, pero el espacio que había junto a mi apellido estaba en blanco.

—¿Tiene cita? —pregunté.

Oí que Joanne soltaba una carcajada.

—Estoy bastante segura de que no la tiene —respondió.

Al fondo oí la risa de otra mujer y luego escuché que una voz áspera, masculina, repetía mi nombre. Me levanté y rodeé el escritorio, tirando del cable del teléfono hasta llegar a la ventana. La acera donde había visto al hombre del torso desnudo hacía solo un momento ahora estaba vacía.

—¿El señor Milan...? —empecé a preguntar, sin saber muy bien cómo decirlo—. ¿El señor Milan lleva camisa?

Joanne soltó una risa en el auricular, claramente encantada con la pregunta.

—No lleva —respondió.

—No lleva —repetí.

—¿Quieres que le diga que te espere en la sala de reuniones? —preguntó.

—Me parece bien —respondí. Colgué el teléfono y me quedé mirando fijamente la puerta cerrada que daba a la sala donde el señor Milan estaría esperándome.

Fui al archivador y saqué una carpeta en cuya pestaña había escrito «Milan, Joseph M.». Al abrirla, encontré una evaluación psiquiátrica de cinco páginas fechada hacía dos semanas: se diagnosticaba a Milan esquizofrenia aguda, pero se concluía que «a pesar de presentar varios delirios clásicos (vigilancia gubernamental, tendencia a inventar palabras o construcciones gramaticales propias, etc.)», el señor Milan entendía la naturaleza del procedimiento y tenía capacidad suficiente para colaborar con su abogado en la defensa, por lo que era competente para ser sometido a juicio.

¿Cómo podía ser competente para ser sometido a juicio un hombre que hablaba un idioma propio?

Oí que el señor Milan gritaba mi nombre desde el vestíbulo. Descolgué de nuevo y marqué la extensión de Joanne.

—Oye, creo que al final no voy a tener tiempo para ver al señor Milan esta tarde —dije—. ¿Te importaría pedirle que reprograme la cita?

—Un momento —respondió.

Escuché su voz amortiguada mientras hablaba con alguien, cubriendo el auricular con la mano, y luego se rio.

—Claro —dijo cuando volvió a la línea—. Le diré que te llame.

Me costaba creer que el señor Milan fuera a llamarme alguna vez, pero lo único que quería era evitar un espectáculo público en mi primer día.