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No tenía nada que perder, excepto quizás lo único que había pensado que era intocable, su corazón. Travis Wilde no era un hombre que creyera en el amor ni en el compromiso, pero nunca rechazaba a una mujer que estuviera dispuesta a irse a la cama con él. Normalmente, una joven tan inocente como Jennie Cooper habría conseguido anular su deseo como si acabara de darse una ducha fría, pero su determinación y sus fabulosas curvas estaban consiguiendo que su cuerpo ardiera por ella. Jennie tenía que enfrentarse a su vida y estaba decidida a eliminar unas cuantas cosas de su lista de tareas pendientes. Algunas eran algo arriesgadas, como la de acostarse con un hombre como Travis Wilde…
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Seitenzahl: 224
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Sandra Marton
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Travis Wilde, el arrogante, n.º 110 - noviembre 2015
Título original: The Merciless Travis Wilde
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7262-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
TRAVIS Wilde y sus hermanos llevaban muchos años reuniéndose los viernes por la noche. Había sido una costumbre que habían iniciado de manera espontánea cuando aún estaban en el instituto, sin pensárselo mucho y sin anuncios formales. Simplemente, había ocurrido. Y no había tardado mucho en convertirse en una tradición.
Los hermanos Wilde se reunían los viernes pasara lo que pasara.
Y lo hacían siempre.
Bueno, casi siempre.
A veces alguno tenía un viaje de negocios. Caleb solía viajar a una costa u otra del país para reunirse con clientes cuando tenía un caso especialmente complicado de derecho corporativo. Jake iba de vez en cuando a Sudamérica y a España, donde compraba caballos para el rancho familiar, El Sueño, del que llevaba algún tiempo encargándose.
Y él, Travis, tenía que viajar por todo el mundo para reunirse con inversores, desde Dallas a Singapur, Londres o Nueva York.
Y antes de tener esos trabajos, los tres se habían visto inmersos en peligrosas misiones en el extranjero, ya fuera a los mandos de helicópteros de combate, como agente secreto o piloto de cazas.
Otras veces, había sido alguna mujer la que había hecho que no pudieran juntarse los tres hermanos un viernes.
Travis se llevó la botella de cerveza a los labios.
Pero tenía que reconocer que no era algo que sucediera a menudo.
Creía que las mujeres eran criaturas maravillosas y misteriosas, pero ellos eran, por encima de todo, hermanos y nunca iban a poner en peligro su relación. Después de todo, compartían la misma sangre, los mismos recuerdos.
Tenían un vínculo muy especial.
El caso era que, si no había llegado el fin del mundo ni habían aparecido los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, si era viernes por la noche y los hermanos Wilde estaban en la misma zona, se iban a encontrar en algún sitio donde pudieran disfrutar de unas cervezas bien frías y unos buenos filetes. A ser posible, mientras escuchaban la música de Willie Nelson o Bruce Springsteen.
Pero el sitio donde estaba en esos momentos no tenía nada que ver con el tipo de establecimiento en el que solían quedar para verse ni era tampoco el lugar donde los Wilde habían planeado ir esa noche. Para colmo de males, al final él había sido el único que había podido salir.
El plan original había sido reunirse en un bar que los tres conocían, uno de sus favoritos. Estaba cerca de su trabajo y era un lugar tranquilo con cómodas sillas, buena música, media docena de variedades de cerveza de elaboración local y unos deliciosos filetes del tamaño del estado de Texas.
Pero ese plan había cambiado y él había terminado donde estaba por casualidad.
Cuando supo que sus hermanos no iban a poder salir esa noche, siguió conduciendo un buen rato y, cuando le entró hambre, decidió detenerse en el primer sitio que vio.
Ese en el que estaba.
Allí no había reservados. No sonaba la música de Nelson ni la de Springsteen. Tampoco había cerveza artesanal ni filetes.
Miró a su alrededor. Solo había media docena de mesas y sillas destartaladas. La música que tronaba en el local tenía más de ruido que de música, solo tenían un par de marcas de cerveza y las hamburguesas que servían eran grasientas y no tenían buen aspecto.
Lo mejor que había en el local era la propia barra del bar, un larga y robusta pieza de zinc que o había sido rescatada de tiempos mejores en ese sitio o representaba sueños que nunca se habían llegado a materializar.
Travis ya se había imaginado lo que iba a encontrar allí dentro en cuanto dejó el coche en el aparcamiento y vio el mal estado en el que estaba el resto de los vehículos allí estacionados. Había sobre todo camionetas oxidadas con los parachoques abollados y media docena de Harleys.
Tampoco le había costado mucho imaginar lo que no iba a encontrar allí dentro. Ni camareros que lo recibieran con una sonrisa ni mujeres bellas y elegantes, como salidas de un catálogo de moda de Neiman Marcus. Sabía que tampoco iba a haber allí una diana para tirar dardos en una pared, fotos de los clubes deportivos locales, deliciosas cervezas o los mejores filetes de todo Texas.
Sabía que no era el tipo de sitio en el que acogieran con los brazos abiertos a los nuevos clientes. Y no ayudaba nada que estuviera solo, pero su trabajo en el extranjero le había enseñado a pasar desapercibido y no llamar la atención cuando estaba en territorio hostil. Pensaba limitarse a comer lo que le sirvieran e irse a casa.
Tal y como había previsto, todos lo miraron en cuanto entró por la puerta. Sabía que lo más seguro era que allí todos se conocieran y era lógico que una nueva cara siempre llamara la atención en un antro como aquel. Y eso que, al menos físicamente, era uno más.
Siempre había sido alto, delgado y musculoso, algo que había conseguido después de pasarse años montando a caballo en el rancho de su familia, El Sueño. Más de doscientas mil hectáreas formaban la propiedad que su familia tenía a un par de horas de Dallas. El fútbol americano que había practicado en el instituto y en la universidad y su entrenamiento en las Fuerzas Aéreas habían hecho el resto.
A los treinta y cuatro años, entrenaba cada mañana en el gimnasio que tenía en su piso del barrio de Turtle Creek, seguía montando casi todos los fines de semana y jugaba al fútbol americano con sus hermanos.
Aunque la verdad era que Caleb y Jake cada vez tenían menos tiempo para jugar con él. De hecho, no tenían tiempo para nada. Por eso estaba solo en ese bar un viernes por la noche. No quería sentir lástima de sí mismo, era un hombre hecho y derecho, pero le dolía no verlos más a menudo. Sentía que era el fin de una época.
Tomó la botella de cerveza y se bebió un buen trago mientras se quedaba mirando su reflejo en el sucio espejo que había tras la barra.
Disfrutaba de su soltería y de la libertad que tenía. Sin responsabilidades y sin tener que dar explicaciones a nadie más, solo a sí mismo.
Sus hermanos empezaban una nueva vida y les deseaba lo mejor, pero, aunque no pensaba decírselo a ellos, tenía un mal presentimiento sobre cómo iban a terminar sus nuevas relaciones.
Creía que el amor era una emoción efímera y no entendía por qué sus hermanos no habían aprendido esa importante lección a tiempo.
Al menos él lo había hecho y era algo de lo que se sentía satisfecho.
Por eso estaba allí, solo y echando de menos las noches de los viernes que había pasado con ellos mientras disfrutaba de buena comida y bebida.
Creía que ese tipo de vínculo era el único con el que de verdad se podía contar. El vínculo que tenían los hermanos. Lo había experimentado con Jake y Caleb durante su infancia. En la universidad le había pasado con los otros jugadores del equipo y, más adelante, con sus compañeros de las Fuerzas Aéreas, durante las agotadoras semanas de entrenamiento.
Era un fuerte vínculo de respeto y confianza que había surgido entre esos hombres y él. Ya fueran hermanos de sangre o no.
Por eso habían quedado desde hacía años para verse todos los viernes por la noche.
Se sentaban a la mesa mientras comían y bebían, hablando de todo y de nada en particular. A veces de fútbol americano, de baloncesto o de sus tesoros más preciados, el antiguo Thunderbird de Jake, toda una reliquia, o el Corvette Stingray del 74 que tenía él. Nunca iba a conseguir entender por qué Caleb se empeñaba en seguir conduciendo su nuevo y reluciente Lamborghini.
Y, por supuesto, también habían aprovechado esas veladas para hablar de mujeres.
Pero eso era algo que también había cambiado.
Suspiró, levantó de nuevo la botella y bebió otro trago.
Sacudió la cabeza con incredulidad. No terminaba de entender que Caleb y Jake, sus hermanos, se hubieran casado. Los había llamado el día anterior para recordarles el plan de esa noche.
–Por supuesto, allí estaré –le había dicho Caleb.
–Nos vemos entonces –le había prometido Jake.
Pero estaba solo. Se sentía como el Llanero Solitario.
Y lo peor de todo era que ni siquiera le sorprendía verse en esa situación.
No tenía nada en contra de sus cuñadas. Le encantaban Addison y Sage, las quería ya tanto como a sus tres hermanas, pero tenía muy claro lo que estaba pasando. Creía que el matrimonio y el compromiso lo cambiaban todo.
–No voy a poder ir esta noche, Travis –le había dicho Caleb cuando lo llamó esa tarde–. Tenemos clase de Lamaze.
–¿De quién?
–No sé quién es, pero se llaman así estas clases. Son de preparación al parto. Suelen ser los jueves, pero la profesora tuvo que cambiar el día y será esta noche.
«Clases de parto», se dijo sacudiendo de nuevo la cabeza.
Su hermano, uno de los abogados más duros que conocía, un hombre que nunca se comprometía con nadie, estaba yendo a clases de preparación al parto.
–¿Travis? ¿Sigues ahí? ¿Me has oído? –le había dicho Caleb al ver que no contestaba.
–Sí, te he oído. Clases de Lamaze… Bueno, pues nada, pasadlo bien.
–En realidad, en esas clases no es posible pasarlo bien.
–No, supongo que no –había repuesto él.
–Ya lo verás cuando te toque a ti, Travis.
–¡Retira eso ahora mismo!
Caleb se había echado a reír al oírlo.
–¿Recuerdas al ama de llaves que tuvimos justo después de que muriera mamá? ¿La que solía decir que primero llegaba el amor, luego el matrimonio y después...?
Se estremeció al recordar la conversación que había tenido con su hermano esa tarde. Estaba seguro de que él nunca iba a verse en esa situación. Creía que, aunque el matrimonio fuera un éxito, y dudaba mucho de que pudiera serlo, era algo que cambiaba por completo a los hombres.
Además, pensaba que el amor en realidad no existía y era solo una manera más aceptable de referirse a lo que solo era sexo. Y, en ese terreno, le iba muy bien. Aunque pecara de inmodestia, era el primero en reconocer que tenía todo lo que quería y sin ninguna de las complicaciones de las relaciones.
Así no tenía que soportar que alguien le dijera que lo quería y que lo iba a esperar para descubrir poco después que sus palabras no significaban nada, que esa mujer no iba a esperar ni dos meses antes de irse a la cama con otro hombre.
Ya había pasado por ello durante su primera misión en el extranjero y la experiencia lo había dejado escaldado.
Aunque había llegado a la conclusión, después de que se le pasara el enfado, de que no había sido en realidad una gran decepción. Los dos habían sido entonces muy jóvenes y el amor que había creído sentir por ella no había sido más que una ilusión.
A pesar de los años que habían pasado, seguía sin entender cómo podía haber sido tan débil e inocente como para creer en el amor. Después de todo, había crecido con una madre que había enfermado gravemente cuando él aún era bastante pequeño y con un padre que había estado demasiado ocupado salvando el mundo para volver a casa y pasar más tiempo con ella. Después de su fallecimiento, su padre tampoco había cambiado de vida para estar con sus hijos.
Maldijo entre dientes. No entendía qué le estaba pasando esa noche, cada vez se sentía más melancólico y abatido.
Alzó la vista y le hizo un gesto al camarero para que le sirviera otra cerveza.
El chico asintió con la cabeza.
–Ahora mismo.
Después de Caleb, lo había llamado también Jake para decirle que él tampoco iba a poder ir.
–¿Por qué?
–Porque resulta que Addison ya había hablado con un tipo que va a venir a casa esta tarde.
–¿Qué tipo?
–No lo sé, uno –le había dicho Jake sin querer darle mucha información–. Creo que tiene que ver con lo que hemos estado haciendo estos últimos meses. Ya sabes, lo de la reforma de la casa.
–Pero pensaba tú te habías encargado de la ampliación de la casa, la nueva cocina, los cuartos de baño…
–Sí, bueno, es que este chico también… También nos tiene que consultar otras cosas…
–¿Como qué?
–Por Dios, ¿qué más da? ¿Es que nunca te rindes? Pues nos va a enseñar unas muestras… Un muestrario de papel pintado, ¿de acuerdo? –le había dicho Jake casi gruñendo–. ¿Ya estás contento? Nos va a traer cientos de muestras de papel pintado. Al parecer, Addison ya me lo dijo hace días, pero se me olvidó y ahora ya es demasiado tarde para llamarlo y…
–Bueno, no pasa nada –le había contestado él.
Su hermano Jake era todo un héroe de guerra y no había querido avergonzarlo aún más.
–La próxima semana nos juntamos sin falta –le había prometido Jake–. ¿De acuerdo?
Le había seguido la corriente, pero Travis no lo tenía tan claro. Suponía que, una semana después, Caleb estaría en una clase para aprender a cambiar pañales y Jake, eligiendo las telas de las cortinas, por ejemplo.
No quería tener nada que ver con ese mundo. Le daba escalofríos solo pensar en ello.
Le gustaba su vida tal y como era. Había visto mucho mundo, pero aún le quedaba más por descubrir, lugares por visitar y cosas que hacer. Cosas con las que poder olvidar para siempre la guerra y tanta muerte y destrucción como había tenido que ver.
Suspiró mientras sacudía la cabeza.
No entendía lo que le estaba pasando esa noche. Creía que ese antro en la peor parte de la ciudad no era el mejor lugar para dejarse llevar por ese tipo de recuerdos ni por pensamientos filosóficos.
Se terminó su cerveza y el camarero le llevó otra botella y la puso frente a él sin que tuviera siquiera que decírselo.
–Gracias.
–No te he visto antes por aquí –comentó el hombre.
Travis se encogió de hombros.
–Es la primera vez que vengo.
–¿Quieres algo de comer antes de que cerremos la cocina?
–Sí. Un filete de ternera poco hecho, por favor.
–Es tu dinero, pero no te lo aconsejo. Yo que tú pediría una hamburguesa.
–De acuerdo. Una hamburguesa entonces.
–¿Algo más?
–Con patatas fritas, por favor.
–Ahora mismo te lo traigo todo.
Se tomó otro trago de cerveza mientras recordaba una conversación que había tenido con sus hermanos hacía un par de semanas. Le habían dicho que últimamente lo notaban distinto y le habían preguntado si estaba bien.
–¡Vosotros sois los que habéis cambiado! –había repuesto Travis con una carcajada–. Los dos casados, domesticados y siguiendo las normas al pie de la letra.
–A veces, las normas vienen bien –le había dicho Jake.
–Sí –había añadido Caleb–. Puede que haya llegado el momento de que reevalúes tu vida, Travis.
No le habían gustado nada sus consejos. Le gustaba la vida que llevaba, no quería cambiar nada. Creía que tenía justo lo que necesitaba. Prefería seguir trabajando duro y divirtiéndose a tope. No entendía por qué sus hermanos parecían preocupados por él. Creía que el tipo de vida que llevaba no tenía nada malo. Vivía como siempre lo había hecho.
Pero la guerra los había cambiado a todos. Jake todavía estaba en tratamiento para superar su síndrome postraumático y Caleb tampoco había terminado de superar por completo lo vivido.
Él también tenía a veces pesadillas y se despertaba de repente, con el corazón a cien por hora y recordando cosas que nadie debería tener que recordar. Pero le bastaba con pasar el día siguiente en su despacho, disfrutando con la adrenalina de comprar y vender acciones en Bolsa, y la noche con alguna mujer espectacular, para olvidarse de todo.
Pensó que quizás fuera ese su problema, lo que estaba poniéndole de un humor tan negro esa noche. Hacía bastante que no se acostaba con nadie y no entendía por qué. Le gustaba tan poco el celibato como el matrimonio y la vida doméstica. Pero hizo cuentas y llegó a la conclusión de que hacía días, incluso semanas, que no disfrutaba entre los brazos de alguna bella mujer…
–Tu hamburguesa poco hecha y las patatas fritas –le dijo el camarero dejando un enorme plato frente a él.
Miró la hamburguesa. Era de tamaño gigante y la carne estaba casi quemada.
Pensó que era una suerte que se le hubiera quitado de repente el apetito. Tomó una de las patatas y le dio un mordisco.
El lugar estaba empezando a llenarse. Casi todos los taburetes de la barra estaban ocupados y también las mesas. La clientela era en su mayoría masculina. Y casi todos esos hombres eran grandes, peludos y estaban tatuados.
Algunos lo miraron de arriba abajo y él no se dejó amilanar. Había estado en suficientes antros como ese, no solo en Texas sino también en peligrosas zonas de Europa del Este y Asia, para saber que no convenía mostrar miedo. Sobre todo cuando cualquiera podía ver que estaba fuera de lugar en ese sitio.
Aparte de su altura y físico, que había heredado de antepasados vikingos, romanos, comanches y kiowas, ayudaba mucho el hecho de que le hubiera dado tiempo a cambiarse cuando salió de la oficina. En vez de un elegante traje a medida, llevaba una camiseta gris, pantalones vaqueros algo desgastados y un par de botas vaqueras que ya tenían algunos años.
Creía que su ropa y su físico, incluso el cabello negro que había heredado de sus antepasados indios y los profundos ojos verdes que tenía gracias a la sangre europea que también corría por sus venas, le hacían parecer lo que era, un hombre que no iba a buscar problemas, pero que tampoco iba a huir con el rabo entre las piernas si tenía que enfrentarse a alguien.
–Eres guapo y sexy sin dejar por ello de parecer un chico malo –le había dicho una vez una de sus muchas amantes.
Se había quejado con falsa modestia al oír su descripción, pero lo cierto era que estaba encantado con su herencia genética. La sangre de generaciones de guerreros corría por sus venas. Su padre, el general, los había criado a los tres contándoles historias de sus antepasados, historias de valor y coraje. Y los tres habían aprendido a hacerse respetar. De vez en cuando, era inevitable encontrarse con gente sin sentido común y demasiada afición por las peleas, pero normalmente no tenía demasiados problemas. Tampoco los tenía con las mujeres, que entendían el tipo de vida que llevaba y su alergia al compromiso.
Tenía suerte y, si pasaba una noche solo, era por elección, no por falta de candidatas...
–Hola, cariño.
La última vez que había mirado a su alrededor, el taburete a su izquierda había estado vacío, pero eso acababa de cambiar. Había una rubia sentada en él y lo miraba con una gran sonrisa, como si acabara de encontrar un regalo inesperado bajo el árbol de Navidad.
Frunció el ceño.
Ella también era sin duda un regalo, pero no para él. Esa mujer no era su tipo.
Llevaba el pelo cardado y daba la impresión de que había usado medio bote de laca para mantener su peinado. También llevaba demasiado maquillaje para su gusto, una camiseta muy apretada, un escote poco sutil y unos pantalones vaqueros que tampoco parecían de su talla.
Lo peor de todo era saber que no podía rechazarla sin más, sobre todo en un bar como ese.
Si una mujer trataba de ligar con él, se suponía que debía mostrarse halagado. De lo contrario, corría el peligro de ofenderla.
No solo lo miraba con atención la mujer. El resto del bar parecía tener la vista en él.
–Hola –repuso él con una sonrisa forzada.
Después, siguió mirando su comida y trató de concentrarse en ella.
–Nunca te he visto por aquí.
Travis le dio un mordisco a la hamburguesa y masticó muy despacio.
–Soy Beverly, pero todos me llaman Bev –le dijo la mujer.
Él asintió con la cabeza y siguió masticando.
Bev se acercó más a él, hasta rozarle el brazo con uno de sus generosos pechos.
–¿Tienes nombre, vaquero?
No sabía qué hacer. La situación se complicaba. Hiciera lo que hiciera, iba a buscarse un problema. Su única salida era seguirle la corriente, pero no pensaba llegar tan lejos.
De un modo u otro, ella se iba a sentir insultada y sus amigos se verían en la obligación de acudir a su rescate y vengar la afrenta.
Pensó que quizás su mejor oportunidad pasaba por ser honesto y educado antes de que las cosas se complicaran aún más.
Tomó una servilleta de papel, se limpió los labios y se volvió hacia ella.
–Escucha, Bev –le dijo con amabilidad–. No estoy interesado, ¿de acuerdo?
Vio que su cara enrojecía y se dio cuenta de que no iba a salir de aquella ileso.
–Lo que quiero decir es que… Bueno, eres una mujer muy atractiva, pero la verdad es que estoy… Estoy esperando a alguien.
–¿En serio? –repuso Bev con incredulidad–. ¿Quieres que me crea que estás esperando a una mujer con la que tienes una cita?
–Eso es. No tardará ya mucho en…
–Si tienes una cita, ¿cómo es que has empezado a comer sin ella?
El tipo que estaba sentado al otro lado de Bev se acercó con interés a ellos. Era enorme, parecía un gigante, y miraba a Travis con los ojos entrecerrados. Se dio cuenta de que estaba listo para la pelea de ese viernes.
Poco a poco, con cuidado, Travis dejó la hamburguesa en el plato y volvió a limpiarse con la servilleta.
El gigante era bastante más grande que él. Vio que agarraba una botella en una de sus enormes manos, no había visto nunca manos tan grandes que las suyas.
Había peleado otras veces contra hombres más grandes que él y le había ido bien, pero ese gigante tenía amigos en el bar. Muchos amigos. Él, en cambio, estaba solo.
A pesar de lo que sus hermanos pensaban de él, tenía sentido común y no pensaba ignorar la sabia voz que oía de vez en cuando en su interior, la que le decía en esos momentos que era mejor irse de allí.
Desgraciadamente, Bev no había dejado de hablar ni un momento, soltando todo tipo de improperios y atrayendo la atención de varios amigos del gigante. Todos parecían encantados con la posibilidad de participar en algún tipo de altercado.
«Esto no pinta bien», le dijo la voz de la razón.
No huía de las peleas, pero tenía un problema.
Tenía que viajar a Frankfurt el lunes por la mañana para asistir a una importante reunión en la que llevaba meses trabajando. Tenía la sensación de que el ultraconservador consejo de administración de la firma Bernhardt, Bernhardt y Stutz no iba a ver bien que su nuevo experto financiero se presentara a la reunión con un ojo negro, la mandíbula rota y algunos moretones.
Y sabía que, aunque les contara la verdad, no les iba a importar en absoluto que en realidad hubiera sido la víctima de una agresión que no había provocado él.
Maldijo entre dientes, acordándose otra vez de sus hermanos. «¿Dónde están esos dos cuando los necesito?», se dijo.
–Esta señorita te está hablando –le dijo el gigante acercándose a él de manera amenazadora–. ¿Qué pasa? ¿Acaso tienes problemas de oído, guaperas?
Todo el mundo se quedó en silencio, encantado con lo que estaba pasando.
Travis sintió la adrenalina corriendo por sus venas.
–No me llamo «guaperas» –le contestó Travis intentando contenerse.
–No se llama «guaperas» –repitió el gigantesco tipo burlándose de él mientras miraba a su entregado público.
Bev también parecía encantada al ver que alguien iba a vengarla y no dejaba de sonreír. Se bajó del taburete y se apartó. Pensó entonces que quizás se hubiera acercado a él con la intención de provocar una pelea.
De un modo u otro, sus opciones iban desapareciendo.
El defensor de Bev se acercó más a él.
–Estás cometiendo un error –le dijo Travis en voz baja.
El gigante resopló.
Travis asintió con la cabeza, tomó un último trago de cerveza y decidió en ese momento que iba a tener que cancelar la reunión del lunes. Después, respiró profundamente y se puso de pie.
–¿Afuera o aquí? –le preguntó Travis.
–¡Aquí! –exclamó alguien.
Tres hombres más se habían unido al gigante. Travis sonrió, no tenía nada que hacer, pero sabía que también iba a divertirse, sobre todo teniendo en cuenta el extraño estado de ánimo en el que había estado esa noche.
–Muy bien –les dijo–. Perfecto.
Sabía que era inevitable y la adrenalina se disparó con más fuerza aún por sus venas. Hacía mucho que no participaba en una pelea de bar. Si no recordaba mal, la última había sido en Manila… O quizás en Kandahar. Recordó entonces que había sido allí, en Kandahar, durante su última misión. Había visto tanta muerte en ese sitio…
De repente, le apeteció pelearse con alguien como ese tipo gigantesco, aunque se arriesgara a perder el contrato que quería firmar en Frankfurt.
Además, creía que solo un milagro podía salvarlo a esas alturas y...
Se abrió la puerta de la calle y, por algún motivo, el público que tan embelesado los había estado contemplando se volvió hacia la puerta. Pudo sentir cómo entraba de repente el cálido aire de Texas.
Y entró al mismo tiempo una mujer rubia, alta, bella y muy sexy. El tipo de mujer que sí era su tipo.
Todos se quedaron en silencio mientras miraban a una mujer que parecía sacada de un catálogo de moda de los grandes almacenes Neiman Marcus.
La mujer miró a su alrededor y se quedó inmóvil.
–Bueno, bueno… –dijo alguien dedicándole un silbido a la recién llegada.
Después de unos segundos tan hipnotizado como el resto de la gente, recobró la cordura.
Allí estaba el milagro que había estado esperando. Era su salvación.
–¡Por fin! –exclamó con entusiasmo y una sonrisa–. ¡La mujer con la que había quedado!
Antes de que nadie pudiera decir nada, fue hacia la rubia con seguridad. La mujer seguía inmóvil en la puerta.
Ella inclinó la cabeza hacia atrás al ver que se le acercaba. Era alta, sobre todo con los zapatos de tacón que llevaba. Pero, aun así, tuvo que levantar la cara para mirarlo y le gustó que lo hiciera. Le pareció un toque perfecto para su coartada.
–¿Cómo…? –susurró ella.
Decidió que no podía dejar que siguiera hablando.
–Preciosa –le dijo él en un tono seductor–. ¿Cómo has tardado tanto?
La mujer lo miró con los ojos muy abiertos.
–¿Perdone?
Travis sonrió.
–Bueno, te perdono… –repuso él mientras rezaba para que nadie más se diera cuenta del engaño.