Tres noches contigo - Merline Lovelace - E-Book

Tres noches contigo E-Book

Merline Lovelace

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Beschreibung

¿Era una aventura o el amor verdadero? Texas era el lugar perfecto para pasar unas vacaciones cálidas. Justo lo que la doctora Anastazia St. Sebastian necesitaba antes de tomar la decisión más importante de su carrera. Entonces hizo su aparición el atractivo multimillonario naviero Mike Brennan, quien insistió en invitarla a cenar cuando ella salvó a su sobrino. Pero una noche llevó a otra. Y tres noches de diversión en el dormitorio de Mike no fueron suficientes. Zia quería enamorarse, pero ¿cómo hacerlo cuando lo que Mike deseaba era lo único que ella no podría darle nunca?

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Seitenzahl: 182

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Merline Lovelace

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tres noches contigo, n.º 2087 - abril 2016

Título original: The Texan’s Royal M.D.

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7874-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Prólogo

Creo que he cerrado el círculo. Durante muchos años centré mi vida en mis queridas nietas. Ahora han crecido y tienen su propia vida. La elegante y callada Sarah tiene un marido que la adora, una carrera floreciente como autora y su primer hijo en camino. Y Eugenia, mi despreocupada y llena de vida Eugenia, es la esposa de un diplomático de Naciones Unidas y madre de gemelas. Cumple con los dos papeles con alegría y sin esfuerzo. Ojalá pudiera decir lo mismo de Dominic, mi impresionante sobrino nieto. Dom sigue sin acostumbrarse al hecho de que ahora ostenta el título de gran duque de Karlenburgh. Pero en cuanto mira a su mujer, la inquietud se le borra al instante. Natalie es tan discreta, tan dulce e inteligente… Nos impresiona a todos con su profundo conocimiento sobre los temas más ocultos… incluida la historia de mi amado Karlenburgh.

En estos tiempos vivo pendiente de la hermana de Dom, Anastazia. Admito que utilicé descaradamente nuestro lejano parentesco para convencer a Zia de que viviera conmigo durante su residencia pediátrica en Nueva York. Solo le quedan unos meses para acabar el agotador programa de tres años. Debería estar encantada de que se acercara el final, pero percibo que hay algo que la inquieta. Algo de lo que no quiere hablar, ni siquiera conmigo. No forzaré el asunto, pero confío en que las vacaciones que he preparado para toda la familia ayuden a calmar la preocupación que se esconde tras la preciosa y cálida sonrisa de Zia.

Del diario de Charlotte, gran duquesa de Karlenburgh

Capítulo Uno

Zia no escuchó el grito con el bramido de las olas. Preocupada por la decisión que pendía sobre ella como la espada de Damocles, había salido a correr temprano por la orilla de Galveston Island, Texas. Aunque el Golfo de México ofrecía una gloriosa sinfonía de agua verdosa y olas de espuma, Zia apenas se fijó en el cambiante paisaje marino. Necesitaba pensar, estar sola para pelearse con sus demonios particulares.

Quería a su familia, adoraba a su hermano mayor, Dominic; a su tía abuela Charlotte, que prácticamente la había adoptado; a sus primas; sus maridos y sus hijos. Pero pasar las vacaciones de Navidad en Galveston con todo el clan St. Sebastian no le había dejado mucho tiempo para observar su alma. A Zia solo le quedaban tres días para decidir, tres días para volver a Nueva York y…

–¡Ve por él, Buster!

Sumida como estaba en sus pensamientos, habría bloqueado el alegre grito si no hubiera pasado dos años y medio como residente pediátrica en el hospital infantil Kravis, que formaba parte del complejo del hospital Monte Sinaí de Nueva York. Tantas horas trabajando con niños le habían agudizados los sentidos hasta el punto de que su mente reconoció al instante que se trataba de un niño de unos cinco o seis años con un buen par de pulmones. Sonrió y dio unos cuantos pasos hacia atrás para ver al niño correr por la arena a unos treinta metros de ella. Era pelirrojo y con pecas y perseguía a un perro blanco y marrón que a su vez perseguía un frisbi.

A Zia se le borró la sonrisa cuando miró a su alrededor y no vio a ningún adulto. ¿Dónde estaban los padres del niño o su cuidadora? ¿O algún hermano mayor? Era demasiado pequeño para estar en la playa sin supervisión. Sintió una oleada de rabia. Ella había tenido que lidiar con los resultados de la negligencia de muchos padres. Entonces escuchó otro grito, esta vez de pánico. Con el corazón en un puño, Zia vio que se había lanzado a las olas tras el perro. Ella sabía que había un banco de arena que descendía en aquel punto de forma drástica.

Miró frenéticamente hacia el punto en el que la roja cabecita desapareció bajo las olas. ¡No le veía! Sin pensárselo dos veces, Zia se lanzó al agua como un delfín perseguido por una ballena asesina.

Justo antes de meterse bajo las olas vio el lomo del perro, que la fue guiando hacia donde estaba el niño. Zia lo agarró de la muñeca. Tiró de él hacia arriba con fuerza y rapidez. Tuvo que nadar en paralelo a la orilla durante unos angustiosos momentos antes de que la corriente le permitiera acercarse a la arena.

El niño no respiraba cuando lo tomó bocarriba y empezó la reanimación. La lógica le decía que no llevaba en el agua el tiempo suficiente como para sufrir una carencia de oxígeno importante, pero tenía los labios morados. Centrada por completo en él, Zia ignoró al perro, que gemía y daba vueltas alrededor del niño. También ignoró el retumbar de los pasos que se acercaron corriendo, los ofrecimientos de ayuda, el grito que fue mitad plegaria mitad expresión de pánico.

–¡Davy! ¡Dios mío!

El pecho infantil se agitaba bajo las manos de Zia. Un instante más tarde, el niño arqueó la espalda y le salió agua de mar por la boca. Rezando en silencio una plegaria de agradecimiento a san Esteban, el santo patrón de su nativa Hungría, Zia puso al niño de costado y le sujetó la cabeza mientras echaba la mayor parte del agua que había tragado. Cuando terminó volvió a ponerle bocarriba. Le salía agua por la nariz y tenía los ojos llenos de lágrimas, pero las retuvo.

–¿Qué… qué ha pasado?

Zia le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

–Te has metido demasiado y perdiste pie.

–¿Me… me he ahogado?

–Casi.

El niño le pasó un brazo al perro por el cuello mientras la emoción se abría paso a través de la confusión y el miedo que reflejaban sus ojos marrones.

–¡Ya verás cuando se lo cuente a mamá, a Kevin a la abuelita y a…! –giró la cabeza y miró detrás de Zia–. ¡Tío Mickey! ¡Tío Mickey! ¿Has oído eso? ¡Casi me ahogo!

–Sí, chaval, lo he oído.

Era el mismo tono de barítono que Zia había registrado unos instantes atrás. Aunque ya no había pánico, sino un alivio coloreado por algo parecido al buen humor.

Jézus, Mária és József! ¿Aquel idiota no se daba cuenta de lo cerca que había estado de perder a su sobrino? Furiosa, Zia se puso de pie y se giró hacia él. Estaba a punto de lanzarle toda la munición cuando se dio cuenta de que el tono jocoso iba dirigido al niño.

Tenía unos hombros muy anchos, se fijó Zia sin poder evitarlo, coronados por un cuello grueso y una barbilla recta con hoyuelo. Tenía los ojos de un verde profundo como el mar y el pelo negro oscuro y corto.

El resto tampoco estaba mal. Se formó una rápida impresión del ancho pecho, las musculosas piernas que asomaban bajo los vaqueros cortados y los pies con chanclas. Entonces aquellos ojos verdes como el mar le lanzaron una mirada agradecida y el hombre hincó una rodilla al lado de su sobrino.

–Tú, jovencito –dijo mientras ayudaba al niño a sentarse–, estás metido en un lío. Sabes muy bien que no puedes bajar a la playa solo.

–Buster necesitaba salir.

–Te lo repito: no puedes bajar a la playa solo.

Zia se libró de los últimos resquemores que le quedaban al pensar que el niño estaba sin supervisión.

–Cuando me diste a Buster dijiste que era mi responsabilidad, tío Mickey –protestó Davy–. Dijiste que tenía que pasearle, darle de comer, recoger sus cacas…

–Seguiremos luego con esta conversación –lo atajó su tío–. ¿Cómo te encuentras?

–Bien.

–¿Tan bien como para ponerte de pie?

–Claro.

El pequeño sonrió y se levantó. El perro ladró para animarle, y Davy hubiera salido corriendo si su tío no le hubiera puesto una mano en el hombro.

–¿No tienes nada que decirle a esta dama?

–Gracias por no dejar que me ahogara.

–De nada.

Su tío mantuvo la mano con firmeza en el hombro y le tendió la otra a Zia.

–Soy Mike Brennan. No tengo palabras para agradecerle lo que ha hecho por Davy.

Ella le estrechó la mano y percibió su fuerza y su calor.

–Anastazia St. Sebastian. Me alegro de haberle sacado a tiempo.

El terror que había atravesado a Mike cuando vio a aquella mujer arrastrando el cuerpo inerte de Davy a la orilla había retrocedido lo suficiente como para poder fijarse.

Y lo que vio le dejó algo atribulado.

El cabello negro y brillante le llegaba por debajo de los hombros. Tenía los ojos casi igual de oscuros y algo rasgados. Y cualquier supermodelo del planeta habría matado por aquellos pómulos tan altos. El esbelto cuerpo se marcaba a la perfección con la camiseta y los pantalones cortos de correr a juego. Y para colmo no llevaba anillo de casada ni de compromiso.

–Creo que se pondrá bien –estaba diciendo la mujer mientras miraba a Davy, que ahora no se estaba quieto–. Pero debería echarle un ojo durante las siguientes horas. Observar alguna señal de respiración agitada, ritmo cardíaco rápido o fiebre. Todo eso es normal las primeras horas tras sufrir un ahogamiento.

Su acento resultaba tan intrigante como toda ella. Mike pensó que procedía de algún país de Europa del Este, pero no pudo precisar cuál.

–Parece saber mucho de este tipo de situaciones. ¿Es usted técnico en primeros auxilios?

–Soy médico.

De acuerdo, ahora estaba doblemente impresionado. La mujer tenía los ojos de una odalisca, el cuerpo de una seductora y el cerebro de un médico. Le había tocado la lotería. Mike señaló hacia las coloridas sombrillas que asomaban del restaurante que había más arriba y se lanzó.

–Espero que nos permita a Davy y a mí mostrarle nuestro agradecimiento invitándola a desayunar, doctora St. Sebastian.

–Gracias, pero ya he desayunado.

Mike no estaba dispuesto a dejar ir a aquella maravillosa criatura.

–A cenar entonces.

–Eh… estoy aquí con mi familia.

–Yo también. Desafortunadamente –le hizo una mueca a su sobrino, que se rio–. Le estaría muy agradecido si me diera una excusa para escaparme de ellos un rato.

–Bueno…

A Mike no se le escapó su vacilación. Ni el modo en que le miró a él la mano izquierda. La marca blanca del anillo de casado se había borrado. Lástima que no hubiera sucedido lo mismo con las cicatrices internas. Mike devolvió el desastre de su matrimonio al agujero negro en el que tenía que estar e ignoró sus dudas.

–¿Dónde se aloja?

Aquellos ojos exóticos lo miraron de arriba abajo.

–Estamos en el Camino del Rey –dijo finalmente a regañadientes–. A un kilómetro de la playa.

Mike disimuló una sonrisa.

–Sé donde está. La recogeré a las siete y media –le apretó el hombro a su sobrino, que cada vez se mostraba más impaciente–. Dile adiós a la doctora St. Sebastian, chaval.

–Adiós, doctora.

–Adiós, Davy.

–Hasta luego, Anastazia.

–Llámeme Zia.

–De acuerdo –Mike levantó dos dedos en señal de despedida y agarró a su sobrino por la camiseta para sacarlo de la playa.

Zia los siguió con la mirada hasta que desaparecieron tras la fila de casas que había frente a la playa. No se podía creer que hubiera accedido a cenar con aquel hombre. ¡Como si no tuviera bastantes cosas en la cabeza en aquel momento sin tener que charlar de banalidades con un completo desconocido!

Observó cómo el perro saltaba al lado de ellos. Le recordó al perro de su cuñada, que se llamaba Duque, para disgusto del hermano de Zia, Dominic, que todavía no se había adaptado del todo a la transición de agente de la Interpol a gran duque de Karlenburgh.

El ducado de Karlenburgh formó parte en el pasado del vasto imperio austrohúngaro, pero había desaparecido hacía tiempo a excepción de en los libros de historia. Eso no había evitado que los paparazzi persiguieran al nuevo miembro de la realeza europea, obligándole a dejar su trabajo de agente secreto. Y Dom había respondido enamorándose de la mujer que había descubierto que él era el heredero del título e incorporándola a las filas del creciente clan St. Sebastian. Ahora la familia de Zia incluía una cuñada cariñosa e inteligente y dos primas maravillosas que Dom y ella habían conocido hacía solo tres años.

Y por supuesto, la tía abuela Charlotte. La regia matriarca de la familia St. Sebastian y la mujer que le había abierto a Zia las puertas de su casa y de su corazón. Zia no creía que hubiera llegado tan lejos en su residencia de pediatría sin el apoyo de la duquesa.

Dos años y medio, pensó mientras renunciaba al resto de la carrera matinal y volvía al apartamento. Veintiocho meses de rondas, turnos, reuniones de equipo y conferencias. Días interminables y noches de agonía con los pacientes. Horas dolorosas de duelo con los padres mientras enterraba su propia pérdida tan profundamente que ya apenas salía a la superficie.

Excepto en momentos como aquel. Cuando tenía que decidir si seguir trabajando con niños enfermos durante los próximos treinta o cuarenta años o aceptar la oferta del doctor Roger Wilbanks, jefe del centro investigación pediátrica avanzada, y unirse a su equipo. ¿Podría cambiar los retos y el estrés de la medicina de a pie por el menor volumen de trabajo y el atractivo salario en un edificio de investigación ultramoderno?

La pregunta le quemaba como el ácido en el estómago mientras se dirigía al complejo en el que se alojaba la familia St. Sebastian. Los turistas habían empezado a bajar a la playa. Sin saber por qué, Zia pensó en Mike Brennan. En su cuerpo musculoso y en sus vaqueros cortados que sugerían que se encontraba a gusto consigo mismo en aquel ambiente tan adinerado.

Le apetecía la idea de cenar con él. Tal vez le ofreciera lo que necesitaba. Una noche agradable lejos de su bulliciosa familia. Unas cuantas horas en la que no tener que tomar decisiones. Una aventura sin importancia…

¡Vaya! ¿De dónde había salido eso?

Ella no tenía aventuras sin importancia. Aparte de que las largas horas de trabajo la dejaban agotada, era demasiado responsable y cuidadosa. Sin contar con aquella única vez. Zia torció el gesto y apartó de sí el recuerdo de aquel guapo cirujano que había olvidado mencionar su matrimonio.

Seguía lamentándose por aquel error cuando abrió la puerta del apartamento de dos plantas y seis habitaciones. Aunque todavía era muy temprano, el nivel de ruido estaba empezando a alcanzar los decibelios permitidos. En gran parte se debía a las gemelas de tres años de su prima. Sonrió mientras siguió los gritos hasta el salón. El ventanal ofrecía una impresionante vista del Golfo de México. Pero nadie parecía interesado en ella. Todos los presentes estaban absortos en los intentos de las gemelas de ponerles una nariz de reno a sus tíos. Dominic y Devon estaban sentados con las piernas cruzadas al alcance de las niñas, mientras que su padre, Jack, observaba la escena divertido.

–¿Qué está pasando aquí? –preguntó Zia.

–Va a venir Santa Claus –afirmó Amalia emocionada.

–Y el tío Dom y Dev van a ayudarle a tirar del trineo –dijo Charlotte.

Las niñas tenían el nombre de la duquesa, cuyo nombre completo y títulos llenaban varias hojas. Los de Sarah y Gina eran casi igual de largos, como el de Zia. Era un tormento intentar que el nombre de Anastazia Amalia Julianna St. Sebastian cupiera en los formularios, pensó Zia deteniéndose en el umbral de la puerta para disfrutar de la escena.

Los tres hombres no podían ser más distintos de aspecto y al mismo tiempo tan parecidos en carácter. Jack, el padre de las gemelas y actual embajador de Estados Unidos en Naciones Unidas, era alto, rubio oscuro y de porte aristocrático.

El esfuerzo de Devon Hunter por pasar de supervisor de equipajes a multimillonario hecho a sí mismo se notaba en su rostro enjuto y en sus ojos inteligentes. Y Dominic…

Ah. No había nadie más guapo ni carismático que el hermano que había asumido la custodia legal de Zia cuando sus padres murieron. El amigo y consejero que la había guiado en sus turbulentos años adolescentes. El agente secreto que la había animado durante la etapa universitaria y que había abandonado su peligroso trabajo por la mujer que amaba.

Natalie también le amaba a él, pensó Zia con una sonrisa mientras deslizaba la mirada hacia su cuñada. Estaba completamente feliz, sin reservas, sentada en la esquina del cómodo sofá agarrando el collar de su perro para evitar que se uniera a la brigada del reno.

Las primas de Zia estaban sentadas a su lado. Gina, con un gorro de Santa en la cabeza con su correspondiente peluca de rizos blancos, parecía más bien una adolescente y no madre de gemelas, esposa de un respetado diplomático y socia de una de las empresas de organización de eventos más importante de Nueva York. La hermana mayor de Gina, Sarah, ocupaba el otro extremo del sofá. Tenía las palmas de las manos apoyadas en el incipiente vientre y sus elegantes facciones mostraban la plácida alegría de su próxima maternidad.

Pero fue la mujer que estaba sentada con la espalda recta y las manos apoyadas en la cabeza de ébano de su bastón quien captó la atención de Zia. La gran duquesa de Karlenburgh era un modelo para cualquier mujer de su edad. Cuando era joven vivió en varios castillos desperdigados por toda Europa. Obligada a presenciar la ejecución de su marido, Charlotte consiguió escapar atravesando los Alpes cubiertos de nieve con su bebé recién nacido en brazos y una fortuna en joyas escondida en el osito de peluche del bebé. Más de sesenta años después, no había perdido ni un ápice de dignidad ni de porte regio. Con el pelo blanco y la piel como el papel, la indomable duquesa gobernaba su creciente familia con mano de hierro envuelta en guante de terciopelo.

Ella era la razón por la que todos estaban allí, pasando las Navidades en Texas. Charlotte no se había quejado. Consideraba las lamentaciones un defecto deplorable. Pero Zia se había dado cuenta de que el frío y la nieve que había cubierto Nueva York a principios de diciembre habían exacerbado la artritis de la duquesa. Y solo hizo falta que Zia expresara su idea de reunir a todo el clan St. Sebastian.

Dev y Sarah alquilaron rápidamente aquel apartamento de seis habitaciones y lo montaron como base temporal para sus operaciones en Los Ángeles. Jack y Gina ajustaron sus apretadas agendas para disfrutar de aquellas vacaciones en el sur de Texas. Dom y Natalie viajaron con el perro, y la familia había logrado convencer también a Maria, el ama de llaves de toda la vida de la duquesa y también su acompañante, para que disfrutara con ellos de aquellas vacaciones pagadas mientras el personal del complejo se hacía cargo de las necesidades de todos.

Zia no se había tomado más de tres días seguidos de vacaciones desde que empezó la residencia. Y con la decisión pendiente de aceptar o no la oferta del doctor Wilbanks, no se habría marchado una semana entera si Charlotte no hubiera insistido. Como si le hubiera leído el pensamiento, la duquesa alzó la vista en aquel momento y apretó con sus arrugados dedos la cabeza del bastón. Alzó una de sus níveas cejas en gesto regio.

¡Ajá! Charlotte solo tenía que mirar a Zia para saber qué pensaba la joven. Que era tan vieja y decrépita que necesitaba que el brillante sol de Texas le calentara los huesos. Bueno, tal vez sí. Pero también necesitaba devolver algo de color a las mejillas de su sobrina nieta. Estaba demasiado pálida. Demasiado delgada y cansada. Había trabajado hasta la extenuación en los dos primeros años de residencia. Y en los últimos meses todavía más. Pero cada vez que Charlotte le hablaba de sus ojeras, la joven sonreía y le decía que el agotamiento formaba parte de su residencia de tres años.

Charlotte ya había pasado los ochenta, pero todavía no estaba senil. Ni tampoco vacilaba lo más mínimo cuando se trataba del bienestar de su familia. Ninguno de ellos, Anastazia incluida, tenían idea de que ella era quien había ingeniado aquellas vacaciones al sol. Solo había hecho falta masajearse un poco los nudillos artríticos y alguna que otra mueca de dolor mal disimulada. Había bastado con eso y con comentar que Nueva York estaba especialmente frío y húmedo aquel diciembre. Su familia reaccionó tal y como había imaginado, organizando aquellos días en el sur de Texas.

Charlotte había conseguido convencer a Zia para que se tomara toda la semana de Navidades. La joven todavía estaba muy delgada y cansada, pero al menos sus mejillas habían recuperado algo de color. Y la duquesa se fijó en que le brillaban los ojos. También le intrigó que tuviera el brillante y negro cabello mojado. Y un alga pegada.

–Ven a sentarte a mi lado, Anastazia, y cuéntame qué te ha pasado cuando has ido a correr a la playa –le pidió.

–¿Cómo sabes que ha pasado algo?

–Tienes un alga en el pelo. Dinos, ¿qué ha pasado?

Zia se tocó la cabeza y se rio. Aquello llamó la atención de los demás, que se dispusieron a escucharla.

–Un niño pequeño estaba a punto de ahogarse y me metí en el mar para sacarle.

–¡Dios mío! ¿Está bien?

–Perfectamente. Y su tío también. Muy bien –añadió subiendo varias veces las cejas–. Por eso he accedido a cenar con él esta noche.