Tu mejor amiga eres tú. Cómo aprendí a aceptarme, quererme y dejar de sufrir - Cris Blanco - E-Book

Tu mejor amiga eres tú. Cómo aprendí a aceptarme, quererme y dejar de sufrir E-Book

Cris Blanco

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿SIENTES QUE ERES EXTREMADAMENTE SENSIBLE? ¿HAS TENIDO ALGUNA RELACIÓN TÓXICA? ¿TE CONSIDERAS UN BICHO RARO? ¿SUFRES DE ANSIEDAD? En nuestro día a día nos encontramos con situaciones que nos generan sufrimiento y nos hacen creer que no encajamos con los demás. Cris Blanco, autora del pódcast Como si nadie escuchara, reflexiona en estas páginas, basándose siempre en su propia experiencia, sobre la salud mental, el amor, la autoestima, la amistad, las relaciones tóxicas, la vulnerabilidad y aquellas situaciones por las que todos transitamos, pero de las que nadie parece querer hablar. Tu mejor amiga eres tú te ayudará a entender que no eres perfecta, a construir relaciones sanas y a poner límites para obtener más confianza y libertad y ser tu versión más auténtica. UN LIBRO PARA ACEPTARTE, QUERERTE Y MEJORAR LA RELACIÓN CONTIGO MISMA.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 117

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

Portada

Créditos

Sentir que no eres suficiente

1. La autoexigencia: mi peor enemiga

2. Cuantos más amigos, ¿mejor?

3. Perder amistades

4. Amigas de verdad

5. El arte de ser sensible

6. La sensibilidad, mi superpoder

7. Convierte tu sensibilidad en tu mayor don

8. Cómo la ansiedad cambió mi vida

9. El paso de ir a terapia

10. Cuando mi mente se convirtió en mi peor rival

11. La temida medicación

12. La angustia en las relaciones de pareja

13. Siento que no encajo

14. Por qué no debería importarte lo que piensen los demás

15. Cuando no te gusta lo que ves en el espejo

16. Amores tóxicos

17. Los «casi algo»

18. Relaciones sanas

19. Saber poner límites

20. Quererse: el comienzo de todo

Perseguir los sueños

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

Tu mejor amiga eres tú: Cómo aprendí a aceptarme, quererme y dejar de sufrir

© 2024, Cristina Blanco Fernández

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o

parcial en cualquier formato o soporte.

Diseño de cubierta: María Pitironte

Ilustración de cubierta: Shutterstock

Foto de solapa: Facilitada por la autora

Diseño y maquetación de interiores: Raquel Cañas

ISBN: 978-84-10021-29-7

Depósito legal: M-32014-2023

Impreso en España por: Black Print

A mi familia, por sostenerme siempre que sentía que flaqueaba. A él, por enseñarme lo que es querer y que te quieran de verdad.

A mis amigas, por aceptarme y quererme tal y como soy.

A ti, por confiar en mis palabras para que te acompañen. Y a mí misma, aunque nunca me lo diga, por luchar por aquello

en lo que creo aunque sea contra viento y marea.

pensar que tu perfeccionismo es tu peor enemigo, que eres un fracaso por tener ansiedad y pensamientos intrusivos, por solo saber relacionarte de manera tóxica, por obsesionarte con tu físico y la autoimagen, por tener la sensación de no encajar con las personas de tu entorno, por no saber qué hacer con tu vida… ¿Te suena? Si la respuesta es sí, entonces este libro es para ti.

Siempre he tenido la sensación de que las cosas que pensaba o sentía solo me ocurrían a mí, y eso me hacía sufrir mucho. La vida puede ser una auténtica montaña rusa, llena de sorpresas, de subidas y de bajadas, de emociones fuertes que muchas veces no sabemos cómo gestionar —tampoco nadie nos enseña a hacerlo— y, al final, todo ello nos acaba estallando en la cara.

Durante años he hecho lo posible por ser la niña perfecta, un ejemplo. Trataba de cumplir con unos cánones del todo inalcanzables, tenía un enorme miedo a decepcionar, y sin darme cuenta iba añadiendo cada vez más presión, presión que poco a poco fue haciendo mella en mi interior y que terminó por destruirme emocionalmente.

Asimismo, en mi corta vida, he tenido la oportunidad de vivir distintas relaciones tanto de pareja como de amistad, que, si bien me han hecho mucho daño, también me han permitido entender que la manera que tenía de relacionarme con los demás quizás no era la más adecuada. En estas relaciones reflejaba mis inseguridades con muchas actitudes que podrían considerarse como tóxicas, aunque en su momento era incapaz de verlo así.

Y eso me tocó aprenderlo de golpe. Supongo que ser una persona altamente sensible tampoco me ayudó a saber regular bien mis emociones. Siempre he considerado que ser sensible era un defecto, o, más bien, sinónimo de ser débil, y durante años lo he sentido como una de mis mayores inseguridades. Aún sigo en el proceso de comprender y aceptar mi sensibilidad, empezar a verla como un rasgo más de mi personalidad, que si bien me hace sentir todo con mayor intensidad —tanto lo bueno como lo malo—, me permite al mismo tiempo apreciar los pequeños detalles de la vida, ser más creativa y conectar mejor con los demás.

Este cúmulo de autoexigencias, perfeccionismo, creencias limitantes y relaciones tóxicas hicieron que todo explotara en forma de la tan temida ansiedad. Creo que siempre la tuve, simplemente estuvo silenciada hasta que estas situaciones me sobrepasaron y ya no pude controlarla más.

Podría decir que lo que parecía lo peor que me había pasado, en realidad fue una nueva puerta que se me estaba abriendo. Tanto mi cuerpo como mi mente me decían: «No puedo más, esto tiene que cambiar», y como bien se dice, una vez que tocas fondo, ya solo queda ir para arriba, y es lo que hice.

Me llevó bastante tiempo, terapia y lloraditas empezar a desmontar esas creencias limitantes que tenía tanto sobre mí misma como sobre el mundo que me rodeaba, y he de reconocer que todavía sigo en ese proceso. De hecho, creo que siempre estaré en este proceso. Aún me quedan cantidad de cosas por entender y por vivir, pero, entre tanto, aprender a aceptar lo que pienso, siento y soy me ha dado una libertad que jamás pensé alcanzar.

En efecto, parece fácil, pero no lo es, ya que durante toda la vida nos obligamos a reprimir las emociones, intentamos controlar los pensamientos. En definitiva, nos entrenamos para ser unos robots andantes, cuerpos sin alma que vagan por este mundo haciendo lo que deben, tratando de complacer los deseos de todos menos los suyos, ¿cómo no vamos a estallar en un momento dado?

Para mí fue un auténtico despertar aceptar esta vulnerabilidad, que como seres humanos nos caracteriza, dejar de renegar de quién era en realidad, y, sobre todo, entender que, aunque yo no podía controlar mis pensamientos ni mis emociones, sí que estaba en mi mano decidir cuál era mi respuesta a ellos.

Quién me iba a decir que reconocer mi vulnerabilidad sería, precisamente, lo que me haría tener éxito. Y entiéndase éxito como la felicidad de poder dedicarme a aquello que me apasiona, cumplir muchos de mis sueños, saber que con ello estoy generando un impacto positivo en cientos de personas y conexiones reales con las mismas.

Siendo consciente de todo el camino que me queda por recorrer, todo lo que me queda por vivir y todas las lecciones que aún debo aprender, expresarme y contar mi verdad me resulta tremendamente terapéutico, y por eso hoy escribo estas páginas que espero te acompañen como si de una charla entre amigas se tratara.

Creo que no existe mejor manera de comenzar el libro que con el origen de lo que ha sido el noventa por ciento de todos mis males emocionales: el perfeccionismo y la autoexigencia. En otras palabras: mi pensamiento de blanco o negro. De todo o nada. De cien o cero.

El profundo convencimiento de que nunca era suficiente, que siempre había que hacer un poquito más e, incluso, que no debía celebrar ni alegrarme por mis logros en los cuales tanto tiempo y esfuerzo había invertido, ya que eran mi deber, es «lo que tenía que hacer», y, automáticamente, sin tiempo ni siquiera para asimilar lo sucedido, debía continuar haciendo cosas productivas, cumpliendo metas, persiguiendo objetivos. Si lograba, por ejemplo, sacar muy buenas notas en los exámenes, no era motivo de celebración, era tan solo cumplir con mi obligación. Y por mucho que me hubiera costado sangre, sudor y lágrimas sacarlos adelante, no sentía apenas gratificación, sino que era una sensación de indiferencia espectacular que hacía que pasara a centrarme en el próximo objetivo que cumplir.

Cuando intento buscar la raíz de todo esto, una de mis mayores preocupaciones desde muy pequeña es no decepcionar a los demás, actuar de forma «correcta», y eso me ha hecho tener un enorme sentido de la responsabilidad y una manera de pensar extremadamente rígida y exigente. ¿Sabes estos caballos que van con unas orejeras a los lados, para que tengan una visión de túnel, que les impiden distraerse y tengan claro por dónde deben seguir su camino? Pues yo he sido exactamente así toda mi vida.

Desde niños observamos lo que sucede en el mundo adulto, todos los problemas y malestares que existen, por lo que no queremos añadir más leña al fuego y, por lo tanto, nos obligamos a ser pequeños seres perfectos para no generar más inconvenientes a esas personas que tanto queremos y admiramos, o al menos eso es lo que me sucedía a mí.

Es vivir constantemente tratando de mantener bajo control multitud de factores y circunstancias que se nos escapan.

Siempre he creído que mi cabeza era como una especie de sargento que se pasaba el día dándome órdenes, obviando por completo cómo me sentía. No suspendas, tienes que estar delgada para estar guapa, di que sí a todo para no decepcionar a nadie, tienes que ser popular, ser la mejor amiga que todo el mundo desearía tener, ser la mejor hija, la mejor estudiante, la mejor novia, debes estudiar una carrera universitaria que enorgullezca a los demás, dar tu cien por cien en todo, tener las cosas siempre superclaras, demostrar entereza… Toda la vida repitiéndome estos mantras, fustigándome y hablándome como si fuera mi peor enemiga, mi peor profesora o mi peor jefe.

Poco a poco esto fue haciendo mella en mí, y, por supuesto, en mi salud mental. A veces, cuando miro hacia atrás, me gustaría abrazar a esa niña y decirle que no sea tan dura consigo misma, que no tenga tanto miedo, que no se exija de esa manera, que no merece la pena ni va a ser bueno para ella. Pero supongo que todo lo que ocurrió también me ha convertido en quien yo soy hoy, y es algo por lo que debía pasar para crecer y aprender.

Permitirme el más mínimo margen de error era igual que fracasar. Tenía que ser la mejor siempre, en todo. Y recuerdo perfectamente que mi psicóloga, cuando años después comencé a ir a terapia, una de las primeras cosas que me dijo fue:

—Cris, debes seleccionar aquello que realmente valoras y priorizarlo para intentar invertir tu mayor atención y tiempo. En eso serás un ocho o un nueve, pero habrá otros aspectos en los que seas un cinco o un seis, y está bien. Si intentas ser un diez en todo, al final acabarás desplomándote al cero, porque no hay manera de que tu mente ni tu cuerpo puedan aguantar ese nivel de presión.

Sus palabras consiguieron abrirme los ojos. Parecía muy simple, pero no lo era, porque llevaba desde que tenía uso de razón con una programación de pensamiento rígida y cerrada.

A veces nos hace falta tocar fondo para darnos cuenta de que el nivel de presión que nos estábamos poniendo es completamente insostenible. Y eso es justo lo que me pasó a mí. El resultado de toda esa autoexigencia acabó derivando en una ansiedad de caballo, pero no quiero anticiparme, ya que todo esto te lo cuento con mucho más detalle más adelante.

Lo que sí he aprendido es que no somos máquinas perfectas. Aunque a veces sintamos que el ritmo del mundo y de lo que nos rodea nos lo exige, no lo somos. Al final, y como dice mi madre, no somos más que saquitos de química, personitas llenas de sentimientos y emociones, no robots. No podemos llegar a todo siempre, no podemos caer bien a todo el mundo, no podemos tener siempre el mejor humor, no podemos pretender no cometer ningún error jamás… Es imposible. Cuando interiorizas esto y lo aceptas, sientes una liberación enorme, aunque al principio cueste.

Y eso no es malo, es innato a nuestra condición, no tenemos por qué huir de esa vulnerabilidad, eso solo nos hace daño. Y lo mejor de todo: el mundo no se va a acabar si somos un poco «imperfectas».

Ahora sé que la gente no me va a dejar de querer, no voy a dejar de perseguir mis metas y tampoco me voy a morir. Más bien todo lo contrario, ya que cuando reconozco esa vulnerabilidad, dejo de poner tanta presión sobre mí y me permito fluir más, y, por ende, ser más yo y mucho más feliz.

La próxima vez que pienses en exigirte tanto y en fustigarte de alguna manera, pregúntate si le hablarías así a una buena amiga que está haciéndolo lo mejor que sabe, que está dando todo de sí, que se esfuerza día a día en vivir la vida como puede. No lo harías, ¿verdad? Pues tampoco lo hagas contigo, porque, en definitiva, tu mejor amiga eres tú.

para mí, la amistad ha sido y es un sentimiento y un valor fundamental en mi vida, uno de los grandes pilares que me sostienen. Siempre le he dado importancia a tener muchos amigos, a encajar con los demás, a sentirme muy querida y aceptada por ellos. Por lo tanto, mi filosofía era algo así como «cuantos más, mejor, y a ser posible ser la amiga especial de todos y cada uno». Superrealista, ¿verdad? —Nótese la ironía—. Muy relacionado con la autoexigencia de la que hablaba antes.

Jamás supe diferenciar entre amigo y colega. Todos eran superamigos. Si estabas en mi círculo, eras como parte de mi familia e iba a darlo todo por ti. Un poco intensita, en mi línea. El problema surgía cuando esperaba que las personas a las que entregaba todo me devolvieran lo que yo les había dado. ¿Entonces daba para recibir? Sinceramente, puede ser. Supongo que a todos nos gusta recibir una «recompensa» por aquello que damos, y en este caso era en forma de amor y amistad.