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Nuestro protagonista se embarca en un rocambolesco viaje entre lo onírico y lo lisérgico para averiguar si realmente existe el último capítulo del Ulises de James Joyce. Un viaje a los infiernos de la (meta)literatura plagado de humor, ironía, mala leche y ternura a los que ya nos acostumbró el inolvidable protagonista de Ulises, Leopold Bloom.
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Seitenzahl: 157
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Óliver Guerrero
Prólogo ALBERTO CHESSA
Saga
Ulises 19
Copyright © 2017, 2022 Óliver Guerrero and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728396155
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
El 2 de febrero de 1922, después de un sinnúmero de tentativas frustradas, Sylvia Beach publicaba en París una novela titulada Ulysses. Su autor, James Augustine Joyce, había eliminado a última hora la parcelación en capítulos. Sin embargo, en sucesivas ediciones, el libro se fue ofreciendo dividido en 18 episodios, acompañados de unos epígrafes odiseicos, según los esquemas de Gilbert y Gorman (y de las propias cartas de Joyce a su amigo Carlo Linati). La narración se clausura con el célebre monólogo de Molly Bloom, acaso la mayor cumbre en la literatura universal de stream of consciousness —o corriente de pensamiento—, y esa última frase que parece merecer en sí misma un punto final: “Sí dije sí quiero Sí”.
Hasta aquí, nada que no supiéramos.
Fue Virginia Woolf, en conversación privada con Lytton Strachey de la que nos han llegado algunos ecos, la primera en llamar la atención sobre unas páginas del Ulises que, al parecer, no conformaban el corpus de la edición original que ha dado pie a las numerosas reimpresiones de la novela hasta llegar a nuestros días. Nada sabemos del contenido de esos pasajes; solo que, al decir de la autora de Las olas, venían a ser una auténtica travesura literaria, en tanto que el juego de contrarios y equívocos, los malabarismos con el lenguaje, el cruce de géneros y un cierto desafuero en la expresión de los deseos más lúbricos y escasamente soterrados, encontraban su formulación en grado de excelencia... y de desafío a las buenas costumbres.
Desde entonces, más de un testimonio (pero, casi con toda certeza, menos de tres) ha apuntado en dirección a un fragmento perdido o, como poco, no divulgado, que es presumible que Joyce hubiese concebido como broche de su novela; y en tal sentido es obligado referir lo que muchos consideraban una broma de Juan Benet cuando sostenía, a altas horas de la noche, que su capítulo preferido del Ulises era precisamente el 19, titulado “Argos”.
Pero... ¿bromeaba Benet? Según este, lo que venía a hacer el escritor irlandés, en ese a modo de colofón en boca de un perro, era una suerte de palinodia de las cerca de mil páginas precedentes, pues —siempre según Benet—, en no más de cinco párrafos con esmerada puntuación, el narrador reconocía haber abusado de la paciencia de hasta el más santojob de los lectores con su afán lúdico en lo tocante a cruce de géneros, malabarismos con el lenguaje y alguna que otra valentonada literaria más, y pedía disculpas de modo particular por sus efusiones en el terreno de lo lúbrico.
Obsérvese el contraste tan acusado entre el supuesto capítulo 19 del Ulises según Virginia Woolf y el supuesto capítulo 19 del Ulises según Juan Benet. Cómo dieron ambos con esas presuntas páginas finales de la novela joyceana es algo que quizá solo se sepa el día que se airee por fin el segundo libro de la Poética de Aristóteles dedicado a la comedia.
Mientras llega ese día, permítame el ocupadísimo lector que le recomiende esta nouvelle atribuida a Óliver Guerrero, un autor del que solo se conoce una colección de cuentos, Diario apócrifo de Yuri Gagarin y otros relatos, que es como un mapamundi de trasiegos tan iniciáticos como mayéuticos. En este Ulises 19, cuyo manuscrito —se diría que incompleto— encontré tirado en el baño de una cervecería dublinesa, el tal Guerrero sospecho que calla más de lo que sabe, aunque tal vez sepa menos de lo que cree.
Lo que más me ha interesado de estas páginas es su condición de artefacto literario capaz de sostener sin desmayo una anécdota que no habría dado más de sí de no haber sido por ese despliegue de recursos y esa ¿cómo decirlo? polifonía que al cabo logran su objetivo de que cada capítulo suene diferente al resto pues no en vano hay un ejercicio de singularización por la vía de aplicar una técnica narrativa u otra si bien todos comparten un ánimo y una ambición similares que podríamos resumir en los malabarismos con el lenguaje el juego de contrarios y equívocos y un par de majezas retóricas más sin olvidarnos de un cierto regusto por el aspaviento de deseos tan infructuosamente soterrados como lúbricos. Lo cual, bien mirado, recuerda no poco a Joyce y los 18 capítulos de su Ulysses.
...Si es que no fueron 19.
Alberto Chessa
Madrid, febrero de 2017
A los placeres fugaces
Para Erin Conway
Si te gustan esos dibujos de Miyazaki
Si tuviste una granja en las colinas de Ngong
Si te embarcaste con Maqroll el gaviero
Si te perdiste una noche por Manhattan
Si el placer es el primer trago de cerveza
Si le rezas a un dios salvaje
Si tarareas aquella canción de Jacques Brel
Si lo que quieres es sentarte a las orillas del Vístula
Si una noche de invierno un viajero
Si Chagall te enseñó el azul eléctrico
Si te encerraran en una cárcel de Piranesi
Si al final nos bebimos el Mediterráneo
Si la tristeza no la inventó Dostoievski
Si trabajar cansa y descansar no duele
Si no te gustasen tanto los trenes y perdieses más aviones
Si a ti lo que te gusta es visitar cementerios
Si el Neva era oscuro pero la noche era blanca
Si te encuentras vegetando en todos los cafés europeos
Si todo en tu vida es anhedonia y mitomanía
Si me aseguras que no todo fue naufragar
Si relees poesías para los que no leen poesía
(De la serie inédita Poemas para Erin Conway)
Para Erin Conway
Abrir la ventana y observar
La tempestad y el ímpetu
El susurrar del bosque
Biergarten
Noche secreta en La Habana
Acariciar al perro, la lengua del gato
Descorchar la botella
El ruido y la furia
Despertar y volver a dormir
Toda la belleza del mundo
Nabokov
La sonrisa desconocida
Cruzar la frontera, llegar, seguir
La línea clara de Hergé
Rasgar el envoltorio
La tormenta desde el refugio
Cuando quieres que se vayan y todos se van y te quedas solo
Quitarte el reloj, confundir el calendario
Cine negro
Patricia Highsmith
Ganar
Estética, corazón, inteligencia
(De la serie inédita Poemas para Erin Conway)
Durante la guerra, yo escribí Ulises.
¿Qué hiciste tú?
Atribuido a James Joyce
Advierto al lector que todo quedó en nada, en travesura, en un amor literario de corto verano irlandés. Dos niños grandes jugando a ser detectives de poca monta no da para mucho más... Claro que podría haberme quedado en Sandycove o en cualquier atalaya todo el trimestre, leyendo, releyendo, contemplando la bahía sin preocupaciones, como un Oliver St. John Mulligan en su torre Martello.
La conversación, los diálogos de esta pieza malograda, son una aproximación dramática al momento, una representación, una extensión del retrato, del ambiente, de las luces y efectos, las personas y los episodios que se sucedieron en Dublín aquel verano de 2011.
No trato de justificarme. Aunque al final del viaje no haya encontrado la meta y el resultado haya sido pobre, yermo, casi infructuoso, tengo que quedarme con el trayecto, la peripecia, el ritual que supone, que ha supuesto, porque en el fondo es el alma de la idea, el sentido... Es el destino a golpe de epifanía.
Un último agradecimiento a Rory Conway y a su hermana Erin, jueces y partes de la aventura y la gamberrada.
17 de junio
¡¡Boom!! Onomatopeya pop. Como ya estoy muy borracho el duendecillo verde en mi cabeza dicta sin parar el monólogo silencioso un flujo eterno un torrente salvaje de palabras voces ecos diatribas sin ton ni son ni pies ni cabeza ni brazos ni corazón se ha vuelto completamente loco con la música la ebullición el baile y la noche perpetua tan sólo el alma me dice que fije la mirada en el camarero y sienta la unión del cristal inclinándose suavemente cuarenta y cinco grados en el grifo las yemas de sus dedos son expertas es un tacto familiar sobre el vidrio y cae la pócima negra sorda sigilosamente el brebaje mágico ha llegado a los tres cuartos ha tocado el arpa y veo el nitrógeno lo veo lo siento las cosas buenas les llegan a aquellos que aguardan así que cuento ciento diecinueve segundos y las cincuenta centésimas reglamentarias el camarero ni siquiera me mira pero él y yo sabemos que es así que ese pan líquido está frío canónicamente frío a seis grados ni más ni menos y sube y sube y el color de la tierra se transforma en el rubí más oscuro ahí vuelve a la carga el agua de las montañas Wicklow la cebada asada la malta el lúpulo la levadura el camarero presiona de nuevo el grifo y cae la espuma de los días sobresaliendo ligerísimamente no más de diecisiete milímetros no menos de catorce. Ya está. Otra pinta imperial de ahí al lado, de St.James’s Gate Brewery.
La música muy alta. Estoy sentado en el célebre Oliver St.John Gogarty y no sé qué hora es, pero aquí se ha desatado la demencia. Un señor de la edad de mi abuelo se acaba de beber de un trago su vaso de Jameson y ahora realiza movimientos espasmódicos a ritmo de The Who, coreado por la concurrencia, por la masa social del pub, porque no cabe nadie más.
Delante de mí, Rory Conway, dublinés de Dublín, del norte del Liffey, de Halston Street, católico protestón, guiña los ojos, primero el derecho y luego el izquierdo, cada vez que se ríe y se ríe mucho, conmigo o de mí, todavía no estoy muy seguro. Mi ojo vidrioso me da una breve aproximación física, psicotécnica, me dice que es el arquetipo de irlandés pelirrojo para un anuncio de whisky: alto, fuerte de hombros, rugby frustrado en la adolescencia, cintura alcohólica, grandes patillas, siempre rizos desgreñados, ojos agua marina indeterminados con un brillo brillante de rufián, de charlatán, de majadero, de mucha bondad, de alguna maldad, Quijote y Sancho y Chesterton. Muy irlandés. Sus miles de diminutas pecas se contraen con cada mueca, con cada gesto, con cualquier mímica y su edad se hace confusa, un niño diablo envuelto en papel de plata aplastado, que puede tener veintiuno o treinta y seis años pero yo sé que tiene treinta y seis años y las manos muy grandes, velludas, simulando artritis y las uñas largas rascándose la barba mal afeitada.
—Entonces, ¿por qué has venido? —me pregunta en un castellano perfecto, con un levísimo acento intencionado que no ha querido perder, que yo sé que no ha querido perder.
—Sir Arthur me ha invitado a su fábrica. (Risas)
—Te ha invitado mi hermana...
—Cierto. Te voy a decir la verdad. Tu hermanita me dijo que era una auténtica pelirroja irlandesa, pero cuando me la tiré en Valladolid estaba completamente rasurada, así que he venido a comprobarlo de nuevo, a ver si esta vez hay suerte.
No se hace el silencio, porque estamos en un pub abarrotado, pero Rory intenta imitar una máscara funeraria y envenenarme con su mirada torva, aunque sólo es capaz de soportar tres segundos y estalla en una carcajada desaforada y guiña los ojos y yo también lanzo risotadas porque me he bebido cuatro o cinco pintas y mi cerebro me ordena que me ría a partir de la tercera y nos abrazamos y nos palmeamos la espalda como gorilas en la selva.
—Tu hermana me dijo que estabas detrás de algo, pero no me quiso decir de qué... Eso sí, me dijo que eres un intelectual de pacotilla... (Más risas); que contabas conmigo y que eras un cobarde porque no te atrevías a pedirme que viniera...
(Pausa y miradas cruzadas)
—Es cierto —intenta imprimir un tono grave, algo aparatoso—. ¿Qué estás haciendo ahora?
—Bebiéndome una pinta suavemente.
(Sonrisas y guiños por Rory Conway).
—Leí lo que escribiste para aquella revista, aunque me costó más conseguirlo que si hubiese pedido un manuscrito de Alejandría.
—Lógico. Edición local. No llega a O’Connell Street.
—Por cierto, ¿qué cojones era aquello? ¿Un cuento? ¿Un relato largo? ¿Una novela corta? ¿Una crónica? ¿Un diario? ¿Una fábula? ¿Una leyenda?
—Todo eso y mucho más.
—Te has vuelto muy pretencioso.
—Ya lo era. Cuando escribo doy cuerda al mundo.
—No, en serio. Me gustó mucho cuando lo leí. ¿Qué estás haciendo ahora?
—Voy a pedir otra pinta.
Hay un momento de relajación artificial y Van Morrison aprovecha para cantar Moondance y la concurrencia se une y funda el coro de los gallos rotos. El pub, a través de mis ojos nebulosa, es una especie de gelatina amorfa que se mueve como una de esas lámparas de lava de colores chillones horteras. Se lo comento a Rory, creyéndome un borracho extremadamente ingenioso.
—¡Inmersión! Mirada subacuática. Ahora somos dos submarinistas explorando la ciénaga de mi tío Patrick en Cork. Ya verás. Intenta hablar. (Muecas deformadas de sordomudo crispado).
Ése es el payaso Rory Conway. Siempre me supera y nunca me permite ser más payaso que él.
—¿Estás escribiendo? —me insiste.
—Ya sólo escribo cuando tengo algo que escribir...
—O sea, nada. (Sonrisa emisora).
—(Sonrisa receptora). Nada... Nada desde hace más de un año.
Rory y su mirada de satisfacción estudiada y su pausa teatral demasiado larga.
—Pues ya tienes algo que escribir. Por eso te he obligado a venir. Vamos a buscar un Santo Grial.
—¿Eh?
—El Santo Grial. Créeme.
Todo este duelo interpretativo, este tour de force de baratija, se desdramatiza, se viene abajo cuando los amigos de Rory (no recuerdo ningún nombre y lo que es peor, ninguna cara) entran en escena como un torbellino huracanado con un mínimo porcentaje de sangre en alcohol y nos envuelven y se abalanzan y nos abrazan y nos zarandean y nos agitan y nos sacuden y nos exprimen y nos maltratan y nos besan y nos acarician y nos babosean y nos descalabran y piden y exigen y ruegan otra ronda de pintas y otra y otra y otra y otra más y el duendecillo verde de mi cabeza sufre una parálisis cerebral.
Consejos de un discípulo de Joyce a un fanático de Joyce
Cierre de los pubs. Calles de Dublín. Exterior. Noche profunda, abstracta, etílica, mohína. Temperatura indefinida de verano irlandés, otoño continental. Salimos de Temple Bar a Wellington Quay. Cruzamos corriendo con los brazos en alto el Ha’penny Bridge, gritando algo olvidado, para recordarlo siempre, para que no se nos olvide nunca que una vez cruzamos el Ha’penny Bridge aullando como perturbados. Se me ocurren dos millones cuatrocientas noventa y cinco mil metáforas de saldo sobre el Liffey a esas horas de la madrugada pero Rory dice que la poesía murió con Yeats, así que nada de blasfemias ni sacrilegios. Rory Conway, señoras y señores. Es Rory Conway: muy irlandés. Se enciende un cigarro y luego otro y luego otro. Tres caladas y al suelo.
¿Si tenemos que ir a Halston Street por qué caminamos en sentido contrario? No lo quiero saber, así que andamos por la ribera del río, por Ormond Quay Lower, por Bachelors Walk. La cúpula verde iluminada de la Custom House es el faro que nos guía sin sentido. Nos encontramos con mucha gente, con seresombra, con víctimas de la aurora, algunos ya muertos, difuntos, cadáveres que vuelven a la vida como en una película de Romero. Como restos de noche en un amanecer, recuerdo el verso de un poeta amigo que ya no me recuerda. Después de una batería de estupideces con lengua trabada, de carcajadas desatinadas, el aire frío de la bahía nos da una hostia con sal y relente y nos viene muy bien, porque discurrimos con suavidad relativa, con verdadera calma, susurrando. Los cruces, las esquinas, las calles del barrio pobre se han tragado a la pandilla de Rory. No recuerdo haberme despedido de nadie. Nos hemos quedado solos, así que caminamos, caminamos hacia delante y hacia atrás, sin rumbo, Eden Quay, Marlborough Street arriba, Cathal Brugha, Gardiner Street, a la búsqueda de la conversación, supongo.
—¿Has vuelto a ver Indiana Jones o qué coño te pasa?
El ceño de Rory da orden de arrugar toda la cara.
—Hace años que no las veo, ¿por qué?
—Joder, ¿no vamos en busca del Santo Grial?
Rory y su dentadura desigual, angulosa, de vampiro dublinés, amarillanicotizada, se abre y se cierra como un muñeco autómata. Me da un poco de miedo.
—Me das un poco de miedo. No te rías así. Pareces un puto tarado.
—Literatura. Vamos a buscar literatura.
—¿Literatura? ¿Eres gilipollas? ¿Qué cojones estás buscando? ¿Los papeles del Club Pickwick?
Veo las pecas de Rory en plena carcajada.
—¿Has leído mucho a Joyce?
—Seguro que más que él a mí.
—¿Le has leído en serio?
—¿En serio? ¿A qué te refieres? Le he leído con bastante disciplina para lo pasado de rosca que estaba. Todo lo que un españolito puede leer. El Retrato, Dublineses, la poesía completa, Anna Livia Plurabelle edición Cátedra, Exiliados y nada más y nada menos que las tres traducciones del Ulises... Joder, he leído más a Joyce que la mitad de Irlanda. Soy un puto becario de Joyce.
—¿Finnegans Wake?
Mueca irónica sin llegar a sonrisa.
—¡Qué gracioso! Rory Conway: gracioso.
Risas emisoras.
—Quería saber hasta dónde llegaba tu disciplina.
—Actualmente estoy traduciendo Finnegans Wake a dos idiomas simultáneos: al español y al turco.
Más carcajeos nocturnos enlatados.
—Coño, he leído hasta la biografía de Ellmann. ¿Cuánta gente se ha leído el puto ladrillo de Ellmann?
—Yo he leído ese puto ladrillo cuatro veces en los últimos tres años y el Ulises... el Ulises he perdido la cuenta.
Parada de estupefacción. Nos atravesamos los ojos mutuamente. Estupor y autocomplacencia.
—Joder, Rory, ¿y no has entrado en coma?
—Necesitaba estudiarlo a fondo para iniciar todo esto.
—¿Todo esto?
—Empecé con esto hace muchos años y me gustaría que me ayudaras. Un verano. Un verano en Dublín. No sé... He memorizado todo. Todo.
—¿Todo? ¿Todo lo que hay que saber en la vida?
—Toda su vida y su obra.
—¿Toda la vida y la obra de James Joyce? Vamos a llamar a un médico.
—Pregúntame algo. Lo que sea.