Un amor de juventud - Heidi Rice - E-Book

Un amor de juventud E-Book

Heidi Rice

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Beschreibung

Ally Jones no había podido olvidar a Dominic LeGrand desde aquel inolvidable verano en Francia, a pesar de haber sido una cría. Cuál no sería su sorpresa cuando el último reparto en un día lluvioso la llevó a la puerta de la casa de Dominic. Pero lo más sorprendente fue la proposición de él. Dominic necesitaba una esposa, pero solo temporalmente. Conseguiría que Ally aceptara su propuesta, aunque para ello tuviera que recurrir a la promesa de una experta seducción.

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Seitenzahl: 176

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Heidi Rice

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un amor de juventud n.º 2808 septiembre 2020

Título original: Contracted as His Cinderella Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-696-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CALLING Riders cerca de Strand. Voy a la joyería Mallow and Sons a recoger un paquete para llevarlo a Bloomsbury.

Alison Jones se detuvo bruscamente delante de un semáforo en ámbar en Waterloo Bridge mientras aguzaba el oído para tratar de descifrar lo que le decían por radio.

Hacía horas que la fría lluvia le había calado el impermeable. A las seis de la tarde había estado a punto de acabar el trabajo, deseando meterse en una bañera llena de agua caliente y lamerse las heridas provocadas por otra jornada laboral pedaleando por las calles de Soho. Pero, al recibir la llamada, había respondido en su radio:

–Ciclista 524, lista para el reparto.

Aún le quedaban por pagar varias mensualidades del préstamo que había pedido para cubrir el gasto del funeral de su madre. También tenía que pagar el alquiler de su habitación en una casa en Whitechapel que compartía con otros estudiantes de diseño de modas. Además, ya no podía mojarse más de lo que estaba.

–Es un paquete pequeño, un anillo de compromiso –le dijo el repartidor por la radio–. El cliente se llama Dominic LeGrand. La dirección es…

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Apenas prestó atención a la dirección, los recuerdos le inundaron la mente, haciéndola retroceder al verano en el que había cumplido trece años.

Un aroma a hierba y rosas. El calor del sol de Provenza. La voz profunda y paternalista de Pierre LeGrand, tan guapo, tan encantador…

–Llámame papá, Alison –le había dicho Pierre LeGrand.

La sonrisa de su madre, despreocupada, llena de esperanza.

–Esta vez va en serio, Ally. Pierre me ama. Pierre va a cuidar de nosotras –le había dicho su madre.

Alison sintió calor en el bajo vientre al evocar la imagen de Dominic, el hijo de Pierre de dieciséis años, tan real como si hubiera sido ayer, no doce años atrás. Dominic, con labios sensuales y cínica sonrisa, una misteriosa cicatriz sobre su ceja izquierda, un pelo sumamente corto y rubio que lanzaba destellos dorados bajo la luz del sol.

Dominic, un hombre bello, peligroso, fascinante… Un ángel caído, que convirtió en peligroso y emocionante aquel perfecto verano.

–No puedo hacer ese reparto –graznó Ally por la radio recordando la última noche en Provenza.

El rostro de su madre, tan triste y frágil, con un moratón en el pómulo. El olor a espliego y ginebra. La voz de su madre, asustada y ligeramente borracha, diciéndole:

–Ha ocurrido una cosa terrible, cielo. Pierre está muy enfadado conmigo y con Dominic. Tenemos que marcharnos.

Al enterrar a su madre, cuatro años atrás, había dejado de revivir el horror de aquella noche. Al enterrar a su madre, delante de la tumba, había sentido un gran alivio. Por fin, Minica Jones descansaba en paz.

El claxon de un autobús la sacó de su ensimismamiento. No, no podía hacer ese reparto. No quería volver a ver a Dominic LeGrand. Sobre todo, ahora que Dominic ya no era un inquieto chico protagonista de sus sueños de adolescente sino un promotor inmobiliario multimillonario. Un donjuán, a juzgar por el relato que su exnovia, una supermodelo, había vendido a un periódico un año atrás por una cantidad de dinero de seis cifras. El anillo de compromiso debía ser para Mira… algo, según había leído hacía un mes.

–¿Qué? ¿Por qué no quieres hacer el reparto? Acabo de poner tu nombre en el ordenador –le dijo el coordinador–. O lo haces o pierdes el trabajo. Tú eliges.

Ally respiró hondo en un intento por controlar el pánico.

Tenía que hacer ese reparto, no le quedaba otra alternativa. No podía permitirse el lujo de perder el trabajo.

–Está bien, lo haré. Repite la dirección, por favor.

 

 

–No va a haber ninguna boda, Mira. No deberías haberte enrollado con Andre, tu profesor de esquí –dijo Dominic LeGrand sin alzar la voz.

No estaba triste ni disgustado, solo furioso. Habían hecho un trato. Y su «prometida» lo había roto.

–Pero…. ya te dije que no había sido nada, Dominic –respondió Mira con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada.

Dominic no aguantaba más. Esa mujer tenía la madurez emocional de una criatura de dos años.

–Desde el principio de nuestro trato dejé muy claro que esperaba exclusividad. No voy a casarme con una mujer de la que no puedo fiarme.

–No me acosté con Andre, te lo juro –contestó Mira–. Estaba un poco borracha y coqueteé con él, eso fue todo.

Mira se inclinó sobre el escritorio de Dominic, con postura provocativa le enseñó el amplio escote e hizo una mueca con los labios.

–No te voy a mentir, la verdad es que me gusta que estés un poco celoso –añadió ella.

–No estoy celoso, Mira, pero sí estoy enfadado. No has cumplido con lo que habíamos acordado y es posible que eso ponga en riesgo mi negocio respecto a Waterfront –que era la única razón por la que Dominic había pedido a Mira que se casara con él.

El consorcio Jedah era propietario de los terrenos en los que él quería construir, en Brooklyn. El consorcio estaba formado por un grupo de ricos magnates del petróleo del Oriente Medio, todos ellos de ideas muy conservadoras. Se habían mostrado reacios a hacer negocios con él desde el año anterior, desde el artículo publicado en un periódico sobre su relación con Catherine Zalinski. Los miembros del consorcio tenían miedo de entrar en negocios con un hombre que, al parecer, no podía controlar su libido y tampoco a las mujeres con las que se relacionaba.

Un matrimonio, supuestamente, solucionaría el problema. Pero aquella misma tarde se habían publicado fotos de su prometida besando a su profesor de esquí.

–El motivo de este matrimonio era lograr que se dejara de hablar de mi vida privada en público –añadió Dominic, por si ella aún no lo había entendido.

–Pero me dejaste sola durante todo un mes –se quejó Mira con una mueca infantil–. Esperaba que vinieras a Klosters, pero no lo hiciste. Y hace aún más que no nos acostamos juntos. ¿Qué querías que hiciera?

Dominic no había tenido tiempo de ir a Klosters a verla y, en realidad, tampoco había tenido excesivas ganas de hacerlo. El trato con Mira había sido una equivocación. Se había aburrido de ella antes de lo que había imaginado, tanto en la cama como fuera de ella.

–Quería que no pegaras la boca a la de otro hombre y que no te abrieras de piernas.

–Dominic, no digas esas cosas. Haces que me sienta una furcia barata.

–Mira, puedes ser cualquier cosa… menos barata –respondió él con cinismo.

El insulto la hizo ponerse tensa.

–Por favor, márchate. Hemos terminado.

–Eres… eres un bastardo sin corazón.

Al instante de sentir la bofetada de Mira, Dominic se puso en pie y la agarró por la muñeca para evitar que volviera a abofetearle. Fue entonces cuando le asaltó el amargo recuerdo de otra bofetada aquel verano en el que, por fin, su padre le había invitado a formar parte de su mundo, aunque solo hubiera sido para echarle a patadas al cabo de un mes. Y recordó la voz de la chica que le defendió:

–No pegues más a Dominic, papá, le vas a hacer daño.

–Hay gente que se merece que le hagan daño, ma petit –había contestado su padre.

–Tienes razón, Mira, no tengo corazón. También soy un bastardo. Y estoy orgulloso de ello, me da fuerza –declaró Dominic soltando la muñeca de Mira–. Y ahora sal de aquí si no quieres que haga que te arresten por agresión.

–Te odio –dijo Mira con labios temblorosos.

«¿Y qué?», se preguntó Dominic fríamente mientras ella salía apresuradamente de su estudio.

Dominic se acercó al mueble bar, se secó una gota de sangre de la comisura de la boca y se sirvió un whisky escocés.

Solo disponía de una semana para encontrar a otra mujer con la que casarse y así poder expandir su negocio. Un negocio que había construido de la nada después de salir de la casa de su padre aquel verano con costillas rotas y marcas de correazos en la espalda.

Había hecho autostop, un conductor de camiones se había apiadado de él y le había llevado hasta París. Durante el trayecto, se había jurado a sí mismo que jamás volvería a hablar ni a ver a su padre, y también que le demostraría a él y a todos los que le habían menospreciado lo equivocados que estaban.

Encontraría otra esposa. Con un poco de suerte, una que le obedeciera y mantuviera las piernas cerradas. Pero esa noche iba a celebrar su buena suerte. ¡De menuda se había librado!

Capítulo 2

 

 

 

 

 

APÁRTATE de mi camino, imbécil –dijo una mujer, empujándola.

Ally, aún montada en la bicicleta, se raspó la pierna con el pedal y estuvo a punto de caerse mientras la mujer pasaba de largo y se metía en un deportivo rojo.

Ally se bajó de la bicicleta. ¿No era esa Mira… algo? ¿La destinataria del anillo que estaba a punto de entregar?

La mujer parecía furiosa. ¿Problemas en el paraíso?

«Eso no es asunto tuyo», se dijo a sí misma.

Empujando la bicicleta, se acercó a la parte posterior de la mansión, en un extremo de una plazoleta. Respiró hondo, apoyó la bicicleta contra el muro de la casa y llamó al timbre.

«Él no va a abrir la puerta, lo hará alguno de sus empleados. Tranquilízate de una vez».

La lluvia había alcanzado proporciones de Monzón. Estaba calada hasta los huesos. Para colmo de males, le dolía enormemente la herida que se había hecho en la pierna con el pedal de la bicicleta.

Se apartó ligeramente de la puerta y vio que solo había luz en una de las ventanas, en el primer piso. Tragó saliva y volvió a llamar al timbre. Vio la silueta de un hombre en la ventana, un hombre alto y de hombros anchos.

«No es él, no es él, no es él», se repitió a sí misma mientras oía pisadas acercándose a la puerta.

Se pegó al pecho la bolsa de repartir. Lo que debía hacer era sacar la caja con el anillo para así entregarla tan pronto como se abriera la puerta.

Mientras intentaba abrir los cierres mojados de la bolsa, se encendió una luz en el vestíbulo y, a los pocos segundos vio una silueta a través de los paneles de cristal esmerilados de la puerta de la entrada.

–Bonsoir –dijo él al abrir.

Esa voz pronunciando una palabra en francés le acarició la piel y la hizo temblar de pies a cabeza. ¿Cómo era posible que aún le afectara de esa manera? Ahora era una mujer adulta, no una adolescente en medio de la pubertad.

–Entre si no quiere ahogarse –murmuró él haciéndose a un lado para permitirle el paso.

Dominic siempre había sido guapo, pero la madurez había transformado sus hermosos rasgos adolescentes en un atractivo de una intensidad devastadora.

Sus cabellos rubio dorado habían oscurecido hasta adquirir un color castaño con mechas doradas, y lo llevaba lo suficientemente largo como para que las puntas se le rizaran a la altura del cuello de la camisa. Esos ojos castaño oscuro seguían igual de serios que siempre, ella nunca le había visto reír.

Mientras devoraba los cambios en él, se dio cuenta de hasta qué punto había aumentado el cansancio de la expresión de sus ojos y cómo se había marcado la crueldad de la cínica curva de esos labios sensuales.

El temblor de su cuerpo alcanzó proporciones sísmicas.

–Vite, garçon, antes de que nos ahoguemos los dos –le ordenó él, haciéndola darse cuenta de que se le había quedado mirando.

Con un esfuerzo, Ally pasó al vestíbulo.

«Dale el anillo y esta pesadilla acabará».

Bajó la cabeza para hurgar en la bolsa de reparto y deseó no haberse quitado el casco; por suerte, él no parecía haberla mirado, porque la había llamado chico.

El ruido de las gotas de agua cayendo en el suelo del vestíbulo le resultó ensordecedor.

–Ah, eres una chica –murmuró él después de cerrar la puerta.

–Soy una mujer –le corrigió ella–. ¿Es eso un problema?

–No –casi jadeó al verle esbozar esa sonrisa ladeada que tan bien recordaba–. Tu cara me resulta familiar.

–No –negó Ally presa del pánico.

«Por favor, que no me reconozca. Eso solo empeoraría las cosas».

Precipitadamente, Ally consiguió sacar la pequeña caja de la bolsa y se la dio. Desgraciadamente, sus dedos entraron en contacto con los de Dominic y fue como si una corriente eléctrica le subiera por el brazo.

–Estás temblando. Quédate hasta que te seques un poco –dijo él, más como una orden que como una sugerencia.

–No, gracias, estoy bien. Y ahora, por favor, firme aquí –dijo Ally, ofreciéndole la pequeña maquina digital.

Dominic agarró la máquina y, al hacerlo, volvió a rozarle los dedos.

–Estás helada –dijo él en tono de enfado e impaciente–. Deberías quedarte aquí hasta que pase la tormenta.

Dominic firmó, le devolvió la máquina y añadió:

–Es lo menos que puedo ofrecerte después de haberte hecho venir con este tiempo para nada.

–¿Para nada? ¿Y eso? –nada más hacer esas preguntas, Ally deseó haberse mordido la lengua.

«Cállate, Ally. ¿Por qué le has preguntado eso?»

El corazón le golpeaba las costillas con fuerza, le sorprendía no haberse desmayado. Pero más aún le sorprendió la respuesta de él.

–Para nada porque he roto mi compromiso matrimonial hace diez minutos.

Ahora comprendía la cólera de la tal Mira. Dominic la había dejado.

Dominic abrió el paquete, sacó la pequeña caja de terciopelo y la abrió.

A Ally le dio un vuelco el corazón. Era un sencillo, pero exquisito anillo, de oro y platino.

Era el anillo que su madre le había dicho que el padre de Dominic le había ofrecido aquel verano. Un sueño que había muerto la terrible noche que Pierre LeGrand las había echado de su casa, una pérdida que había torturado a su madre el resto de sus días.

–Pierre ha sido el único hombre que me ha querido de verdad y yo lo he estropeado todo, cielo –le había confesado su madre, culpándose de lo ocurrido. Pero… ¿qué era lo que había hecho para encolerizar a Pierre hasta ese punto?

Dominic cerró la caja de terciopelo ruidosamente y Ally volvió al presente.

–Lo siento –murmuró ella.

–No lo sientas –contestó él–. Este noviazgo ha sido un error. Y las ochenta mil libras que he pagado por el anillo digamos que es un daño colateral.

Ally guardó el aparato digital en la bolsa con manos temblorosas. No podía controlar las emociones que la embargaban.

–En fin, será mejor que me vaya y siga con mi trabajo –dijo Ally.

Quería irse. Quería olvidar. Los recuerdos eran demasiado dolorosos.

–Vamos, pasa y tómate una copa, necesitas entrar en calor –le ordenó él.

¿Estaba flirteando con ella? No era posible. Ese hombre salía con supermodelos y ricas herederas, mujeres con estilo y sex appeal, algo que ella nunca poseería.

–Y, además, hay que curarte esa herida –añadió Dominic.

–¿Qué?

–La pierna –los ojos oscuros de Dominic se clavaron en su pierna–. Te está sangrando.

Ally bajó la mirada. Las mallas se le habían desgarrado y la pantorrilla le sangraba. Todo ello debido a su altercado con la novia, la exnovia, de Dominic.

–No es nada. Tengo que irme.

Pero al volverse para marcharse, las palabras de Dominic la detuvieron.

–Arrêtes. Claro que es algo, estás sangrando. Se te puede infectar. No vas a salir de aquí hasta que esa herida esté limpia.

La emoción que la embargó estuvo a punto de ahogarla. No podía permanecer allí, no podía aceptar la brusca e imperativa amabilidad de él.

–Tengo que hacer otro reparto –añadió ella con premura–. No puedo quedarme.

–Si es por dinero, pagaré por tu tiempo. No quiero que me remuerda la conciencia por no prestar atención a una mensajera herida.

Dominic estaba demasiado cerca. El pulso se le aceleró. Y entonces, inesperadamente, Dominic le puso un dedo bajo la barbilla y se la alzó.

–Eh, un momento… Yo te conozco –Dominic empequeñeció los ojos mientras la miraba fijamente. La intensidad de esa mirada la hizo temblar de pies a cabeza.

Ally fue a ponerse el casco para evitar que él la reconociera, pero ya era demasiado tarde.

–¿Monique? –murmuró él.

–No, yo no soy Monica. Monica está muerta. Soy su hija.

–¿Allycat? –Dominic parecía igual de confuso que como se sentía ella.

Allycat.

El apodo se abrió paso en su memoria. El apodo que él le había puesto todos esos años atrás. Un apodo del que, por aquel entonces, se había sentido orgullosa.

De súbito, inesperadamente, la adrenalina que la había mantenido hasta ese momento la abandonó y solo sintió vergüenza y angustia. Y un sofoco inapropiado.

Ally respiró hondo varias veces en una lucha por contener un sollozo.

–Respira, respira, Allycat –murmuró Dominic.

Ally se llenó los pulmones de aire y, con ello, una buena dosis del aroma de él, una mezcla de especias, pino y jabón.

–¿Mal día?

–De lo peor –contestó Ally, aún haciendo un ímprobo esfuerzo para no echarse a llorar.

«¿Por qué estás tan disgustada? Dar pena a Dominic LeGrand no es lo peor que puede pasarte».

–Te entiendo perfectamente –dijo él con una irónica sonrisa, lo que le hizo mucho más atractivo y totalmente inalcanzable.

Ally forzó una sonrisa y agarró con fuerza el casco.

–Ha sido un placer volverte a ver, Dominic. Y ahora… en fin, tengo que marcharme ya.

Pero cuando echó a andar hacia la puerta, Dominic le salió al paso.

–No te vayas, Allycat. Vamos, quédate un rato. Así te secarás y te curaremos esa herida.

Ally alzó la cabeza y lo miró a los ojos. Y lo que vio en ellos no fue pena ni impaciencia, sino una intensidad pragmática, como si Dominic estuviera tratando de penetrarle el alma. Y vio otra cosa, algo que no pudo interpretar ni comprender, porque parecía… deseo. Pero no, eso no podía ser.

–No puedo quedarme –repitió ella con voz temblorosa.

–Sí, claro que puedes. Y como he dicho, pagaré por tu tiempo.

–No, no es necesario que lo hagas. Además, estoy agotada. Voy a agarrar la bicicleta y me voy a ir directamente a casa.

Tenía que marcharse inmediatamente si quería evitar sucumbir al deseo de quedarse y de que Dominic la cuidara.

 

 

«¡Vaya, quién habría imaginado que la tímida y protegida hija de Monique iba a convertirse en una mujer extraordinaria y tan valiente como Juana de Arco!»

–Entonces, ¿ya no tienes que hacer más repartos esta noche? –preguntó Dominic.

La chica frunció el ceño. Pero, a pesar de saber que la habían pillado mintiendo, lo miró directamente a los ojos.

–No, ya no tengo más repartos. Te he mentido.

Dominic lanzó una queda carcajada.

–Touché, Allycat.

Dominic paseó la mirada por el juvenil y delgado cuerpo de ella que vibraba por la tensión. Los altos y firmes pechos, que el empapado tejido del impermeable dejaba ver, se agitaban al ritmo de la entrecortada respiración de ella. Llevaba el cabello, castaño y ondulado, recogido en una corta cola de caballo. Ally tenía el cutis muy pálido, casi transparente, y profundas ojeras. Eso, unido a la mancha de aceite en la barbilla, debería conferirle un aspecto desastroso. Sin embargo, parecía la doncella de Orleans, apasionada y decidida.

Y, por ello, hermosa.

No muy diferente a su madre, según lo que podía recordar de ella.

Monica Jones había sido la amante de su padre durante ese corto verano en el que su padre le había admitido en su casa. Pero la verdad era que era la hija de Monica, la chica que tenía delante, de quien se acordaba con mayor claridad.