Un ángel en mi vida - Jennifer Taylor - E-Book

Un ángel en mi vida E-Book

Jennifer Taylor

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Beschreibung

Con su dedicación y entrega, la enfermera Meg Andrews había devuelto la esperanza al pueblo de Oncamba. Sin embargo, se temía que nunca conseguiría el respeto de Jack Trent, el jefe del equipo médico. Debido a que era la viva imagen de su frívola ex esposa, Meg sabía que le iba a costar convencer a Jack de que era la persona adecuada para aquel puesto. También estaba segura de que lo mejor sería ocultar lo atraída que se sentía por él. Pero cuando al fin estalló la pasión y Jack la estrechó entre sus brazos, Meg tuvo que asegurarse de que era con ella con quien él deseaba hacer el amor…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Jennifer Taylor

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un ángel en mi vida, n.º 1210- septiembre 2021

Título original: Touched by angels

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-854-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

YA SÉ que le estamos avisando con muy poco tiempo. Por desgracia, hasta anoche mismo no supe que Yvonne no podría venir con nosotros. Entiendo que cuarenta y ocho horas es un plazo muy corto, así que si cree que no va a poder hacerlo, por favor, dígalo con franqueza.

—No, no se preocupe, estaré lista.

Meg Andrews se preocupó un poco al darse cuenta de que estaba dejando traslucir cierto nerviosismo. Por el tono de su voz, parecía que Jack Trent tenía sus reservas para aceptarla como miembro de su equipo, y no entendía a qué se debía esa actitud: sus referencias eran excelentes, y la experiencia que había adquirido en la planta de cirugía del Hospital General de Dalverston la convertían en la candidata ideal para el puesto.

Decidió que no tenía ningún sentido perder el tiempo angustiándose por eso, tenía cosas más importantes de las que preocuparse, como, por ejemplo, saber cuál iba a ser su destino. Sentía que se le disparaba la adrenalina solo con pensar que por fin iba a ocurrir lo que llevaba tanto tiempo esperando.

En cuanto vio el anuncio en una revista de enfermería, en el que se solicitaban enfermeras con experiencia para trabajar en una organización de cooperación internacional, supo que eso era exactamente lo que deseaba hacer. Había llegado el momento de afrontar nuevos retos.

Estaba impaciente por conocer todos los detalles, en especial, a dónde la iban a mandar por fin.

—¿Dónde está previsto que vayamos? —preguntó, incapaz de reprimir el entusiasmo.

Vio su reflejo en el espejo que había sobre la mesa donde tenía el teléfono: parecía tan excitada como una adolescente ante su primera cita, en vez de la madura y experimentada profesional de veintiséis años que era. Tendría que aprender a refrenar sus impulsos, pero le iba a resultar muy difícil, aun intuyendo que Jack Trent preferiría que mantuviera una actitud más calmada.

—Perdone, ¿cómo ha dicho? —alarmada, prestó toda su atención, temerosa de que él pensara que era propensa a quedarse pensando en las musarañas.

—Que nuestro destino es Oncamba —replicó el hombre al otro lado de la línea—. No me extraña que no lo haya oído nombrar; no mucha gente es capaz de localizarlo, es un país muy pequeño del sudeste de África, por si quiere buscarlo en el atlas.

Se lo dijo en un tono frío e impersonal. Meg se lo imaginó sentado en un despacho perfectamente organizado, no quería ni pensar en la cara que habría puesto en el caso de que hubiera visto el caótico estado de su apartamento, por no hablar de las pintas que llevaba aquella mañana.

Se mordió los labios para no estallar en una carcajada al recordar la enorme camiseta que llevaba puesta y los vaqueros agujereados. Comparó aquel atuendo con el de Jack Trent la única vez que se habían visto: un traje negro perfectamente cortado con una impecable camisa blanca y una corbata de seda de atrevido diseño lo ayudaban eficazmente a representar la viva imagen de la profesionalidad.

Meg sospechaba que el que las ropas resaltaran, además, su atractivo, era un hecho que se debía exclusivamente a la casualidad, pues no le daba la impresión de que Jack Trent fuera un hombre que se preocupara excesivamente por su imagen, imagen, que, no podía negarlo, le había causado una fuerte impresión. Más de una vez, en el tiempo que había transcurrido entre aquella primera entrevista y su llamada de aquel día, se había sorprendido pensando en él.

—Muy bien —Meg carraspeó, sintiéndose algo incómoda por el curso que estaban tomando sus pensamientos—. Supongo entonces que los informes sobre las características y situación del país serán escasos.

—Me temo que así es. Por supuesto, si lo desea, podemos proporcionarle toda la información de la que disponemos —por su tono de voz, parecía como si creyera que Meg no estaba interesada en estudiar la documentación.

—Me resultaría de gran ayuda, gracias —replicó de inmediato, conteniendo a duras penas su furia—. Sería una inconsciente si me presentara allí sin saber nada de las gentes y las costumbres.

—Tiene razón —convino Jack Trent algo más amable. Meg se mordió el labio, nerviosa. No se había dado cuenta hasta entonces de lo bonita que era su voz, lo que no era de extrañar, dado que hasta ese momento solo se había dirigido a ella con gélida frialdad. Se esforzó por concentrarse en lo que le estaba diciendo—. Cuando se trabaja en el Tercer Mundo es vital conocer las costumbres de cada país: no podemos imponer nuestros puntos de vista a los pacientes; debemos evitar por todos los medios que piensen que nos creemos superiores.

—Estoy de acuerdo —replicó Meg convencida—. Resulta muy tentador intentar decretar cómo deben hacerse las cosas, pero debemos tener muy presente que lo que es admisible en Inglaterra, puede ser totalmente inaceptable en otra cultura

—Exacto. Me complace que lo entienda.

Le había faltado poco para añadir que también lo sorprendía, pensó Meg escocida. Se temió que fuera uno de aquellos médicos que miraban por encima del hombro a las enfermeras. Había conocido algunos a lo largo de su carrera, doctores que sostenían que las enfermeras debían limitarse a cumplir sus instrucciones, pues la idea de que pudieran ser unas profesionales excelentes en su campo estaba más allá de su comprensión. Si resultaba que Jack Trent era de la misma cuerda, muy pronto iba a tener que cambiar de actitud, porque ella no era la criada de nadie, y mucho menos estaba dispuesta a que la infravalorasen.

—Le aseguro que no debe preocuparse, doctor Trent —afirmó muy fríamente—. Soy perfectamente consciente de los peligros que entraña trabajar en un país en vías de desarrollo, y estoy perfectamente preparada para evitarlos.

—¿Sí? —parecía levemente divertido, pero Meg se sintió incapaz de seguir una broma que, se temía, estaba haciendo a costa de ella.

—Sí, sin duda —aunque la paciencia y el buen carácter eran sus principales virtudes, estaba a punto de perderlas. Aquel hombre estaba consiguiendo ponerla de los nervios. Tomó aire, en un esfuerzo consciente por recuperar la calma—. Aunque no tengo experiencia directa en este tipo de trabajo, creo que estoy lo suficientemente preparada como para evitar los errores más comunes.

—Sí, supongo que lo está. Sin embargo, debo advertirla de que todas sus ideas preconcebidas pueden venirse abajo en cuanto las confronte con la dura realidad que se vive en el Tercer Mundo —comentó Jack Trent en un tono que volvía a ser impersonal—. Le sugiero que espere un poco antes de formular sus teorías, señorita Andrews. De ese modo, evitará sentirse decepcionada o confundida por lo que se encuentre.

—¿Qué es lo que quiere decir exactamente, doctor Trent? ¿Tal vez que no soy capaz de entender lo que supone trabajar en condiciones extremas? ¿O que no estoy preparada para afrontar la miseria y la enfermedad? —Meg profirió una seca carcajada.

—Lo que quería decir es lo que ya le he dicho: que lo más prudente es que espere a llegar allí antes de decidir cuál es la mejor forma de enfrentarse al trabajo que la espera.

Meg se mordió la lengua y después exhaló un suspiro, intentando contener su irritación. Sería una tontería provocar una discusión en aquel momento, y, desde luego, eso no iba a ayudar a que Jack Trent la tuviera en mejor consideración.

—Lo tendré en cuenta, doctor Trent —admitió por fin—. Seré la novata, así que me ayudará mucho contar con su consejo.

—Me alegro de que piense así. Otra cosa que quiero advertirla es que el trabajo en equipo es fundamental, no debemos perder ni un segundo en disputas o en mimar el ego de nadie…

Meg casi podía imaginárselo, detrás de su mesa, con los ojos fríos y acerados, imbuido de aquella seguridad en sí mismo, determinado a que entendiera cuáles eran las reglas del juego. Estaba claro, que en lo que al trabajo se refería, no estaba dispuesto a hacer la mínima concesión… y en otras áreas de su vida privada, Meg se temía que tampoco. Sin embargo, decidió no seguir divagando; no tenía el menor indicio que le permitiera entrometerse en aquel terreno… ni ganas de hacerlo tampoco. Lo único que quería era formar parte de su equipo y tener una oportunidad de demostrar lo que era capaz de hacer.

—Lo entiendo perfectamente, doctor Trent. Le aseguro que estoy más que acostumbrada a trabajar en equipo. Y, volviendo a lo que hablábamos antes, ¿podría enviarme la documentación de la que dispone antes de que nos vayamos?

—Por supuesto. Como el tiempo apremia, lo mejor será que le mande los detalles por fax… si eso no le supone ningún problema.

—No, claro que no. En el hospital están al tanto de todo, de hecho, me han apoyado desde el principio. El gerente me ha asegurado que me concederán la excedencia inmediatamente, y que me reservarán el puesto para cuando regrese —le explicó Meg—. Mande los papeles a nombre de Roger Hopkins, es el gerente, creo que puse su número en mi currículo.

—Sí, aquí lo tengo —Meg oyó un ruido de papeles al otro extremo de la línea—. Si está absolutamente segura de que podrá tenerlo todo a tiempo, creo que eso es todo. Supongo que se habrá puesto ya las vacunas y tendrá el pasaporte en orden…

—Por supuesto —replicó Meg muy digna. Aquel hombre debía pensar que era una completa idiota. Se había puesto todas las vacunas en cuanto empezó la ronda de entrevistas… ¿Acaso estaba buscando alguna excusa para poder rechazar su candidatura? Aquel pensamiento resultaba ciertamente inquietante, pero, ¿qué podía hacer? Si se lo preguntaba directamente, lo negaría.

—Muy bien, entonces lo único que queda pendiente es tramitar su visado, y me pondré a ello inmediatamente, ahora que me ha confirmado que acepta el puesto —Meg lo escuchaba con los cincos sentidos; por nada del mundo quería causarle aún peor impresión de la que ya debía tener de ella—. El avión sale de Manchester el martes, a las seis de la tarde, y tendrá que estar en el aeropuerto dos horas antes. Procure reducir al mínimo su equipaje personal. Aunque nos han reservado espacio en las bodegas del avión, necesitaremos hasta el último rincón para acomodar el equipo.

—¿Tendremos que llevarlo nosotros? —preguntó Meg, intentando imaginarse las dificultades que entrañaría preparar la logística de aquel proyecto.

—No exactamente —Meg se quedó muy sorprendida al notar cierta emoción en el tono del doctor, cosa que de inmediato excitó su curiosidad.

—¿Qué quiere decir? —preguntó intrigada. Le daba mucha rabia no poder apartar de su mente la imagen de su atractiva sonrisa. Aunque era un hombre muy guapo, eso nadie podía negarlo, no se sentía atraída por él, la simple idea le resultaba absurda. Sin embargo, le costó un esfuerzo de voluntad dejar de pensar en él, y otro más volver a concentrarse en lo que le estaba diciendo.

—Llevamos a bordo todo lo que necesitamos para trabajar: consultas, dos quirófanos, incluso un pequeño hospital de campaña para los pacientes que estén en observación; por supuesto, también disponemos de nuestro propio espacio…

—¿A bordo? Me temo que no lo entiendo… ¿A bordo de qué, exactamente? —preguntó Meg confundida.

Jack Trent se echó a reír.

—Lo siento, he pasado tanto tiempo implicado en este proyecto, que se me olvida que puede haber otras personas que no sepan nada del mismo. Usaremos un antiguo tren de vapor como base de operaciones mientras estemos allí. Así podremos viajar a través del país y atender a más pacientes.

—¡Un tren de vapor!

—Parece increíble, ¿a que sí? Lo llevaron a Oncamba a principios de siglo, y ha estado funcionando durante muchos años. Llevaba tiempo fuera de servicio, hasta que lo redescubrió el nuevo presidente cuando llegó al poder, hace un par de años. Precisamente, es su empeño por hacer algo para ayudar a su gente lo que motiva nuestra presencia en Oncamba. «Hace casi un año contactó con nuestra organización y nos pidió ayuda; nos dijo que con un poco de dinero el tren estaría en condiciones de convertirse en un hospital móvil. Durante el mandato del presidente anterior se descuidaron los caminos y carreteras, de forma que viajar por el país en coche se había convertido en una pesadilla. Buscamos la colaboración de otras ONGS y empresas, y enseguida reunimos el dinero para reformar el tren.

Cuando remató su explicación, Meg detectó que el entusiasmo daba paso otra vez a su orgullo característico.

—De modo, señorita Andrews, que el Ángel de Oncamba será no solo su lugar de trabajo, sino el sitio donde vivirá los próximos tres meses. Aunque reúne mejores condiciones que una cabaña en medio de la selva, no será ni mucho menos tan confortable como a lo que está usted acostumbrada. ¿Sigue estando tan segura de querer venir con nosotros?

—¡Es como si estuviera usted deseando que le dijera que no! —aunque lo dijo con una carcajada, eso era precisamente lo que se estaba temiendo—. ¡Claro que quiero ir con ustedes! —afirmó, asiendo con fuerza el auricular—. Le aseguro que la falta de comodidades no me asusta lo más mínimo. Aunque lo sorprenda, lo único que me interesa es hacer mi trabajo de la mejor forma que sea capaz. Por esa razón contesté el anuncio, para, aunque fuera en muy poca medida, ayudar a la gente que necesita que la ayuden desesperadamente —casi temblaba cuando acabó su apasionada defensa.

—En ese caso, señorita Andrews —replicó Jack Trent en el mismo tono impersonal que había mantenido a lo largo de la conversación—, nos veremos el martes. Adiós.

Colgó antes de que ella pudiera añadir nada. Muy lentamente, Meg colocó el auricular en su sitio, algo arrepentida por haberse dejado llevar. Sin embargo, sentía todo lo que había dicho, y esperaba que el doctor Trent se hubiese dado cuenta de ello. Tanto si le gustaba como si no, estaría en aeropuerto el martes.

 

 

—¿Jack Trent? ¿El mismo Jack Trent que salió en la tele anoche?

Meg se estaba cambiando en el cuarto de enfermeras cuando llegó su amiga Maggie Carr, a la que enseguida puso al tanto de sus planes. Se quedó muy sorprendida al oír aquella pregunta.

—No lo sé, no vi la tele porque estaba arreglando la cocina —se explicó.

Las dos amigas no podían ser más distintas tanto en físico como en temperamento: Maggie era morena y de tez aceitunada, reveladora de sus raíces mediterráneas, mientras que Meg, con su larga melena rubia, esbelta figura, ojos azules y tez pálida era una típica rosa de Inglaterra. Meg era paciente y tranquila, mientras que Maggie reaccionaba casi siempre de forma instintiva y temperamental.

—¡Típico de ti! —la regañó—. Lo raro sería que lo hubieras visto —refunfuño mientras se ponía el uniforme—. Sin embargo, estoy segura de que es el mismo del que hablas: alto, bien parecido… de hecho, muy bien parecido, la verdad.

—Eso es innegable —Meg se puso una camisa azul de cuello de pico—. Aunque te diré que no fue muy amistoso conmigo. La verdad es que no lo veo muy convencido de quererme en su equipo…

—¿Y eso? —su amiga la miró sorprendida—. ¿Por qué lo dices? Tienes muchísima experiencia en cirugía, y por lo que dijo ayer, esa especialidad es prioritaria para él. Además, ¿él no es oftalmólogo?

—Sí, experto en cirugía ocular. Trabaja en el hospital de St. Augustine, donde dirige la unidad de oftalmología, y, además, es el director de la ONG. También da muchas conferencias, tanto aquí como en el extranjero.

—Con tanto trajín debe resultarle difícil encontrar tiempo para su vida privada —comentó Maggie—. ¡Qué pena! A mí me parece todo un bombón, pero, tras tu experiencia, supongo que no estás muy entusiasmada con él, ¿verdad? Espero que sepas ponerle en su sitio si te hace pasar un mal rato. Tal y como yo lo veo, es él el afortunado por tenerte en su equipo.

—¡Muchas gracias por el voto de confianza! —rio Meg mientras se calzaba—. ¿Me lo puedes poner por escrito? Así lo tendré a mano si en los próximos tres meses necesito que me levanten el ánimo.

—No estarás de verdad preocupada, ¿verdad? —Maggie le lanzó una cariñosa mirada. Meg dudó un momento, pero después salió de la estancia con determinación.

—No mucho… Tal y como has dicho, le pondré en su sitio rápidamente —se detuvo delante de la cama de la primera paciente, a la que saludó con una sonrisa.

—¡Esa es mi chica! Buenos días, señora Watkins —Maggie sonrió también a la mujer de mediana edad que las saludó alegremente. A Joan Watkins le encantaba charlar, y todas las enfermeras procuraban darle un poco de conversación cuando sus obligaciones se lo permitían, ya que les daba pena aquella señora, viuda y con todos sus hijos viviendo en el extranjero. Había ingresado por un problema intestinal y, tras haber sufrido una delicada operación, sorprendía a todo el mundo por su alegría y actitud positiva.

—Buenos días, chicas. ¿De qué veníais hablando? Seguro que de tu novio —aventuró, lanzando a Meg una pícara mirada—. Espero que te trate bien.

—¡Pues no! —rio la joven—. Hablábamos de mi futuro jefe —enseguida le contó a su paciente todos los detalles del viaje.

—¡Oh! Yo no me veo en un sitio de esos… Con tantas enfermedades… ¿Cómo se te ocurrió pedir ese puesto? ¿Es que no te gusta tu trabajo?

—Me encanta —contestó Meg con sinceridad—. Lo que pasa es que siento que tengo que hacer algo distinto, intentar ayudar a la gente que más lo necesita. Además, puedo irme tranquila porque sé que cuando regrese podré volver aquí.

—¿Y qué dice tu novio? Seguro que no le hace ninguna gracia que te vayas tan lejos —insistió Joan.

—¡Pero si no tengo novio! Soy libre como el viento, y eso me permite aceptar un trabajo de estas características. No sería lo mismo si estuviera casada y con hijos…

—Bueno, espero que sepas lo que estás haciendo —admitió Joan a regañadientes—. ¿Cuándo te vas?

—El martes por la tarde —respondió Meg mientras le colocaba las mantas.

—Y habrá una fiestecita de despedida, ¿no? —preguntó la señora a Maggie.

—Pues no se nos había ocurrido, pero es una idea estupenda, señora Watkins —Maggie lanzó una mirada a Meg que no admitía réplica—. No te molestes en protestar, querida, vamos a organizarte una despedida que no podrás olvidar fácilmente.

—No sé por qué tengo la sensación de que voy a arrepentirme de esto… —masculló la joven.

 

 

¡Y vaya si se arrepintió! No dejó de maldecir aquella estúpida idea durante todo el camino al aeropuerto. Solo había podido dormir un par de horas y se sentía completamente exhausta. Entre el trabajo del hospital y los preparativos del viaje, habían sido dos días frenéticos, y, para colmo, al terminar el trabajo el día anterior, a las once pasadas, Maggie la había arrastrado a bailar y tomar unas copas con un grupo de amigos para celebrar su despedida… lo que se había prolongado hasta altas horas de la madrugada.

—¿Dónde demonios se había metido? ¿Acaso no le dije que tenía que estar aquí dos horas antes de la salida? —le espetó el doctor Trent terriblemente enfadado nada más verla aparecer en el aeropuerto.

—Pero si faltan cinco minutos para las cuatro, doctor —replicó Meg con toda la calma que pudo reunir—. No creo que haya que preocuparse…

—¿Ah, no? ¡Pues se equivoca! Nuestro vuelo se ha adelantado, y apenas queda tiempo para facturar su equipaje.

Estaba tan aturdida que, sin querer tropezó mientras le seguía a todo correr, y no le quedó más remedio que agarrarse a su antebrazo para no caerse; al notar los fuertes músculos no pudo evitar pensar que el doctor Trent estaba en una forma física envidiable… lástima que sus modales dejaran tanto que desear.

—¿Le importaría decirme qué es lo que tiene en mi contra, doctor Trent? Es evidente que lo molesta enormemente llevarme con usted, así que me parece que merezco una explicación —Meg consiguió formular esa pregunta en un tono firme y tranquilo lo que, sin embargo, no pareció impresionar lo más mínimo al doctor.

—Está bien, si quiere saberlo le diré que estaba totalmente en contra de su candidatura. Si la decisión hubiera dependido solo de mí, la organización nunca la hubiera contratado.

Meg lo miró consternada, sin saber cómo reaccionar a aquellas crudas palabras.

—¿Y por qué no? Usted examinó mis referencias, son excelentes. Además, tengo varios años de experiencia en el departamento más duro de uno de los mejores hospitales del país. ¿Cómo puede decir semejante cosa?

—Porque es la verdad —al oírle, Meg le lanzó una mirada preñada de tristeza y confusión. Por un momento, Jack pareció arrepentido por haber sido tan brusco, sin embargo, continuó hablando—. No creo que sea capaz de colaborar con nosotros, señorita Andrews, y eso es algo que no tiene que ver ni con su cualificación profesional ni con su experiencia: sencillamente, no creo que pueda realizar este tipo de trabajo. Es completamente diferente a cualquier cosa que haya hecho.

—¡Lo sé! Sé muy bien que trabajaremos con medios muy precarios, si es eso lo que lo preocupa, le diré que soy perfectamente consciente de ello.

—Nadie que no haya trabajado en África puede imaginarse lo que es esto —afirmó Jack categórico—. Supongo que su «experiencia» se reduce a los documentales de la tele, que están todos amañados para no herir la sensibilidad de los espectadores. Créame, no se puede ni imaginar la dureza de lo que lo espera.

—¡Claro que lo creo! Sé que tengo un montón de cosas que aprender, y lo estoy deseando. ¿Por qué ni siquiera está dispuesto a concederme el beneficio de la duda?

—Porque en un viaje de estas características no podemos permitirnos el lujo de llevar un pasajero. Necesitamos a alguien dispuesto a arrimar el hombro —replicó Jack.

—¡Y yo estoy más que dispuesta a hacerlo! —exclamó Meg. Se sentía exhausta y a punto de dejarse vencer por el desaliento, pero su orgullo le impedía mostrar la más mínima debilidad—. ¿No ha pensado que puedo demostrarle que está equivocado? ¿Qué hará entonces?

—Le pediré disculpas. Ahora, vámonos —levantó su bolsa y se encaminó a la zona de embarque.

Meg se sentía como si la llevaran a prisión: tenía por delante tres meses de trabajo bajo las órdenes de un hombre que creía que no iba a ser capaz de soportarlo. Su única salida era demostrarle lo equivocado que estaba, y pensaba luchar por ello con uñas y dientes.

Nada de disculpas, se dijo Meg, dispuesta a que el orgulloso doctor no tuviera más remedio que comerse sus palabras.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

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