Un asunto delicado - Nuria Llop - E-Book

Un asunto delicado E-Book

Nuria Llop

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Beschreibung

Barcelona, 1921. La vida de Blanca Lledó, propietaria de una exclusiva residencia para artistas en la zona alta de la ciudad, transcurre sin sobresaltos hasta que en una de las habitaciones aparece el cadáver apuñalado de alguien que conoce muy bien: su difunto marido, a quién enterró años atrás. ¿Cómo es posible? Eso mismo se pregunta el atractivo novelista Ricardo Arbona, que acaba de llegar de Madrid y que planeaba ocupar la habitación donde se ha cometido el crimen. Blanca trata de mantener en secreto el asunto del crimen a toda costa, aunque eso implique plantearle una disparatada propuesta que a él le resultará tan inspiradora como su anfitriona. Decidida a averiguar la verdad sobre la doble muerte de su marido, Blanca se embarca en una investigación que la llevará a descubrir mucho más de lo que imagina. Sobre todo cuando su nuevo huésped, todo un donjuán, parece decidido a no despegarse de ella. «Leer a Nuria Llop no es solo un lujo, sino una clase de Historia que enseña, enamora y te arranca una carcajada», Nieves Hidalgo «Una magnífica obra de orfebrería a la que no le sobra ni le falta ninguna pieza», Anna Casanovas

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Título: Un asunto delicado

©️ 2024 Nuria Llop

____________________

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: abril 2024

____________________

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2024: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Calle Muntaner, 423, planta 2

08021 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

1

Barcelona, 1921

El timbre del teléfono a las diez de la mañana sobresaltó a Blanca Lledó. Aún no se había acostumbrado al sonido estridente de aquel aparato moderno que había hecho instalar la semana anterior junto a la entrada privada de la casa. Podía contar con los dedos de una mano las llamadas que había recibido desde entonces. Ella, por la curiosidad de probarlo, había realizado unas cuantas más.

Dejó el periódico sobre la mesa de la cocina, donde estaba desayunando, y fue a atender la llamada. Descolgó el auricular y carraspeó antes de asir aquel artilugio con forma de candelero y acercarse el micrófono a la boca para pronunciar con formalidad: «Residencia de artistas Lledó». La amable voz de la telefonista le informó de que daba paso a su interlocutor. El hombre se identificó como Ricardo Arbona, y Blanca se presentó a su vez. Por un momento temió que su próximo huésped, al que esperaba dentro de dos días, fuera a anular la reserva.

—Disculpe, señora Lledó, ¿habría algún problema si llego este mediodía? Calculo que en un par de horas estaré ya en Barcelona.

—Ah… No, no hay problema, no. —Solo uno muy pequeño que podía solventar—. Su habitación estará disponible a partir de la una, si le parece bien. Es probable que si llega antes no pueda recibirle adecuadamente.

—A la una me va estupendo. Es en la primera planta del edificio, ¿verdad? Me anoté el nombre de la calle: Muntaner. Y el número, pero no el piso.

—En la primera, sí. La puerta que queda a la izquierda al salir del ascensor. Verá una placa dorada que lo indica. La de la derecha también pertenece a la casa, pero es la que utilizamos como entrada privada para la familia.

—Bien. Gracias. Y disculpe por el cambio de planes. Hasta luego.

Un clic sonó en el auricular y la telefonista le preguntó si la llamada había finalizado. Blanca respondió que sí, ancló aquella especie de trompetilla y dejó el teléfono suavemente sobre la consola del pasillo, pensando en que el señor Arbona tenía una voz agradable. Incluso a través de aquel aparato que parecía crepitar, sonaba limpia, enérgica y con unos graves envolventes.

Regresó a la cocina y continuó con el desayuno y la lectura de La Vanguardia, que ese miércoles, 2 de noviembre, seguía dedicando unas cuantas columnas a la campaña de Marruecos. Las leyó por encima para no entristecerse por los heridos de guerra que seguían llegando a la península, y se centró en la información sobre la ciudad mientras aguardaba el regreso de Juanita, la única persona del servicio doméstico que podía permitirse. Debía avisarla del cambio de planes del nuevo huésped.

En cuanto la criada entró en la cocina, de vuelta de sus primeras tareas diarias, Blanca dio por concluida la lectura.

—¿Alguna noticia importante, señora?

—Pocas, Juanita. Han inaugurado unas escuelas en las afueras de la ciudad para trescientos alumnos. La mitad serán niñas.

—¡Niñas! Bien, algo es algo —expresó mientras se ataba el delantal blanco del uniforme del servicio.

Aunque no hubiera más sirvientas, las formas eran muy importantes para Blanca Lledó.

—Eso mismo pienso yo. Aún quedan muchas por escolarizar, pero espero que poco a poco…

—Qué optimista es usted, señora. A los hombres no les interesa que las mujeres aprendamos demasiado, no vaya a ser que dejemos de lavarles los calzoncillos y de agacharnos a sus pies para ponerles las pantuflas.

Blanca sonrió, pero no quiso entrar en un tema del que podrían hablar durante horas, así que mencionó otras noticias: la gran afluencia de visitantes en los cementerios de la ciudad el día anterior, la continua llegada de turistas a Barcelona y la infructuosa búsqueda de uno de los autores del atentado mortal contra D. Eduardo Dato, el presidente del gobierno, a principios de marzo. Justo el día que ella inauguraba su residencia de artistas.

—Ah, y un ligero contratiempo para nosotras, Juanita. El señor Arbona, el escritor, llegará hoy en lugar de pasado mañana. A la una. Deberemos apresurarnos al volver de la misa de difuntos.

—Puedo regresar yo sola en cuanto acabe, señora. No hace falta que corra usted —se ofreció la mujer mientras ponía al fuego una cacerola con agua.

—Ya sabes que me gusta recibir a mis artistas personalmente. Y, si quieres que te diga la verdad, casi agradezco tener un motivo para escapar de la charla banal que siempre soporto al salir de la iglesia y de los inevitables cotilleos que me interesan bien poco. No, volveremos juntas.

—Lo que usted mande, señora. Entonces, ¿preparo comida para uno más?

—No será necesario. Uno de los huéspedes, el ilustrador, está indispuesto. Dudo que le apetezca comer. Ya he llamado al doctor Velarde. Pasará a visitarlo en cuanto le sea posible. —Se levantó para poner fin a la breve conversación—. Voy a terminar de arreglarme. Saldremos en cuarenta minutos. Espero que el médico llegue antes o tendrás que quedarte a esperarlo.

Pero eso de «lo que usted mande» era un decir. Juanita no se mordía la lengua.

—¿Y no puede abrirle la puerta ese amigo suyo que viene todos los miércoles para llevarle las cuentas? Ya debe de estar al caer.

—Podría, pero no quiero. Bastante hace Ramón por mí al ayudarme desinteresadamente con la contabilidad del negocio.

—Una horita a la semana tampoco es tanto sacrificio, digo yo —opinó la criada, blandiendo en el aire el cuchillo con que cortaba unas verduras.

A pesar de que solo llevaba dos años trabajando para Blanca, Juanita la trataba como si la hubiera visto nacer. Ella toleraba aquel exceso de confianza porque andaba a la par con su eficiencia. La mujer mantenía la casa impecable, cocinaba bien y se encargaba de la colada, además de acompañar a su hija Eulalia cada mañana a la Institución Teresiana y de recogerla cada tarde. Para Blanca Lledó, la ayuda de aquella avispada y resuelta albaceteña de cuarenta y cuatro años era inestimable, y la compensaba con un buen salario.

También querría compensar a Ramón, pero él se negaba a aceptar una sola peseta por esa hora semanal que pasaba en el pequeño despacho de la vivienda, rodeado de facturas, recibos y demás papelajos que a ella la abrumaban.

El mentado Ramón llegó a las once de la mañana, puntual como siempre, y, tras el intercambio de saludos amistosos, se encerró en el despacho.

Media hora después, sin que el médico hubiera llegado, Blanca se despedía de Ramón y de la criada y se encaminaba hacia la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya. No era la más cercana a su casa, pero sí la que estaba de moda entre la burguesía barcelonesa desde hacía algunos años, y a la que ella —burguesa de cuna— acudía todos los domingos.

El doctor Velarde no apareció hasta quince minutos más tarde. Juanita lo acompañó a la habitación del enfermo y luego, ya con el abrigo y el sombrero puestos, fue a informar a Ramón Sureda de que se marchaba.

—Bien. Gracias, Juanita. Yo no tardaré en irme.

—Lo supongo. Siempre se va usted a las doce.

—¿Tienes algo que objetar? —replicó con severidad.

La criada hizo una mueca de extrañeza.

—¿Algo que qué?

—Que si tienes alguna queja de mis horarios.

—Ah, no, ¡válgame Dios! ¿Por qué iba yo a quejarme de usted? Solo era un comentario.

—En ese caso, te pido disculpas por haber sido algo brusco. Es que, cuando estoy metido de lleno en los números, me molesta que me interrumpan —explicó él, esbozando una sonrisa.

—Claro, claro. No se apure, que ya me voy. Llego tarde a la misa de difuntos y tengo muchos por los que rezar. Hala, vaya usted con Dios, don Ramón.

Aunque Juanita nunca entraba ni salía por la puerta reservada a los residentes, llevaba demasiada prisa para recorrer todo el pasillo con forma de U, que comunicaba la zona privada de la casa con la destinada al alojamiento de los artistas. Solo se permitió unos segundos de demora para comprobar, con un vistazo rápido, que la habitación adjudicada al escritor estuviera lista para ser ocupada.

Sí, lo estaba. Desde hacía una semana, cuando se marchó el último huésped que se había alojado allí y ella misma la adecentó para el siguiente. El lunes le había dado un repaso y estaba impecable.

Cerró la puerta y dejó la llave en el cajón de la consola del vestíbulo, donde guardaba las copias de las correspondientes a las cuatro habitaciones para artistas. Rogando por que el ilustrador no hubiera contraído alguna enfermedad infecciosa, lo que podía espantar a los demás huéspedes y a los posibles futuros residentes, se dirigió hacia la iglesia con paso rápido y la cabeza gacha a fin de no distraerse con nada durante el trayecto.

El mismo caminar llevaba el hombre que entró en el portal del que Juanita acababa de salir; aunque distraerse no era lo que él trataba de evitar, sino que intentaba pasar desapercibido. La americana gris de tweed y la gorra calada hasta las cejas no lo hacían especialmente destacable entre el resto de viandantes masculinos. Tampoco la discreta bolsa de viaje en la que llevaba sus pertenencias, pues había más de un turista en esa zona. Cruzó el vestíbulo del edificio con más rapidez aún y subió por la escalera hasta la primera planta. Del bolsillo del pantalón sacó la llave que había guardado durante tanto tiempo, la introdujo en la cerradura de la puerta que ahora se utilizaba como entrada privada y, con el máximo sigilo, se adentró en la casa.

2

Ricardo Arbona pagó el café que se acababa de tomar en un bar cercano a la residencia de artistas en la que tenía previsto pasar un par de semanas y hacia allí se dirigió. Ya era la una. La señora Lledó podría «recibirle adecuadamente». Ricardo no sabía qué había querido decir con eso aquella mujer, pero prefirió no incomodarla presentándose antes de la hora acordada; bastante hacía ya con aceptar de buen grado su llegada con dos días de adelanto.

El vestíbulo del edificio era amplio y regio, nada que ver con el de su casa en Madrid. La escalera de mármol, a la derecha, contrastaba con la estructura central de hierro forjado tras la que se ubicaba el ascensor, y con la ornada puerta de madera y cristal que debía de dar acceso a la vivienda de los porteros. Todo eran curvas sinuosas y motivos vegetales, muy propio de aquella corriente artística llamada modernismo que tanto había cuajado en Cataluña a finales del siglo anterior. Aunque Ricardo Arbona no era un entendido en arte, su profesión de periodista y una innata curiosidad le hacían saber un poco de todo. Le fascinó aquel vestíbulo y se dijo que esa misma tarde se acercaría hasta la Sagrada Familia para ver in situ aquella catedral en construcción, diseñada por el reconocido arquitecto Antonio Gaudí, que había visto en unas pocas fotografías.

Al salir del ascensor, distinguió enseguida la placa dorada que indicaba la entrada a la residencia de artistas. Pulsó el timbre y se peinó con los dedos mientras oía el paso de unos tacones que se acercaban.

La mujer que abrió la puerta, con una estudiada sonrisa, era alta y espigada. Su vestimenta acentuaba esa impresión: traje negro de corte sobrio, la falda casi hasta los tobillos y la chaqueta larga abotonada. Bajo el traje, una blusa blanca de cuello alto. El rostro sobre ese cuello era ovalado y un tanto pálido; apenas llevaba maquillaje. El cabello castaño oscuro, recogido de algún modo, y unos ojos almendrados de color marrón le daban un aspecto severo a la vez que entristecido. Quizá estaba de luto, pensó Ricardo. Ella no tardó en sacarlo de dudas.

—¿Señor Arbona? Bienvenido a la Residencia de Artistas Lledó. Pase, por favor. Y no ponga esa cara de circunstancias. Imagino que parece que se me ha muerto alguien, pero no. —Su sonrisa se amplió al tiempo que extendía un brazo hacia una pequeña estancia que hacía las veces de recepción—. Por aquí, si es tan amable. Debo formalizar el registro de su entrada. Lamento no tener un mozo que le lleve la maleta.

—Ah, no, no importa. Estoy acostumbrado a cargarla yo. Viajo a menudo.

La mujer se situó tras el mostrador de madera noble. Parecía algo inquieta.

—Acabo de volver de la misa de difuntos, por eso voy vestida así.

—Ah, claro —comprendió él, aliviado por no haber llegado en un momento delicado.

—Disculpe, todavía no me he presentado. Soy Blanca Lledó, la propietaria de la residencia de artistas.

—Encantado de conocerla. En persona —puntualizó.

—El placer es mío, señor Arbona. ¿Es la primera vez que viene a Barcelona? —le preguntó mientras anotaba en un formulario la fecha y la hora de su llegada.

—Pues sí, la primera.

—Espero que le guste la ciudad. Y que encuentre la inspiración que ha venido a buscar. En la solicitud de reserva indicó que iba a escribir una novela policíaca ambientada en los bajos fondos.

—Esa es mi intención, sí.

—Yo no los frecuento, por supuesto, pero…

«Por supuesto», repitió la mente de Ricardo. Todo lo que había visto desde que entrara en el portal olía a burguesía acomodada, y Blanca Lledó encajaba a la perfección en ese mundo que no solía mezclarse con el de la miseria si no era a causa de obras benéficas. Por eso, el ofrecimiento que le hizo la mujer de que estaba a su disposición para cualquier cosa que necesitara, incluso información y asesoría para la novela, le pareció un tanto absurdo.

—Siempre ayudo a los residentes en todo lo que está en mi mano —continuó la señora Lledó—. También intento fomentar el intercambio de ideas entre ellos, aconsejándoles que realicen juntos las tres comidas del día. Esta semana coincidirá usted con un músico, un ilustrador y una guionista de cine. Después se los presentaré.

Le entregó el formulario que había rellenado mientras hablaba y le pidió que lo revisara y lo firmara. Ricardo comprobó sus señas de Madrid, su fecha de nacimiento, profesión, estado civil, motivo de la estancia… Todos aquellos datos se los había proporcionado ya por escrito cuando solicitó el alojamiento. Le había recomendado la residencia un compañero del periódico que la conocía por el amigo de un amigo. Poco le había contado aquel periodista sobre el lugar, solo que era nuevo, acogedor y que se hallaba bien situado en la zona del Ensanche de Barcelona, y Ricardo prefirió probar esa opción que meterse en una pensión. El precio era asequible a su bolsillo, y por lo que había visto del edificio, podría decir que muy barato. Tal vez esa mujer fuera una especie de mecenas, pensó Ricardo.

Cuando le devolvió el formulario firmado, ella comentó:

—Tiene usted la misma edad que mi hermana pequeña, ¿sabe? Treinta y seis años.

—¿Pequeña? ¿En serio? No parece usted mayor que yo —la piropeó Ricardo, al que no le faltaba labia con las féminas.

Blanca Lledó elevó las cejas y lo miró con incredulidad durante dos segundos. Luego, salió de detrás del mostrador y le pidió que la acompañara a un recorrido por la casa.

—Así, cuando le muestre su habitación, podrá instalarse y descansar del viaje hasta la hora de comer. No mucho, ya que la comida se sirve a las dos. Le enseñaré dónde.

También le mostró la biblioteca, el excusado, el cuarto de baño y le señaló las puertas de las estancias privadas de la familia. Terminaron en la cocina, donde le presentó a Juanita: una mujer robusta, de estatura media y rostro rubicundo de expresión afable. El aroma que desprendía lo que cocinaba abrió el apetito de Ricardo.

—Huele de maravilla. Estoy deseando que sean las dos.

La cocinera y criada para todo, según le dijo la propietaria, soltó una carcajada estentórea.

—Ah, qué adulador es usted, señor Arbona. Pero se agradece, ¡claro que sí! Aunque el estofado de ternera no tiene mucho secreto. Espere a probar…

Una llamada telefónica interrumpió a Juanita. La señora Lledó dio un respingo al oír el timbre y murmuró:

—Vaya por Dios. Justo ahora que…

—Conteste, doña Blanca, que ya le enseño yo la habitación al señor Arbona. —Se limpió las manos con un paño y se alisó el delantal—. Caballero, venga conmigo o no le va a dar tiempo a descansar un poco antes de comer.

Blanca Lledó se disculpó por la interrupción y Ricardo siguió a Juanita, desandando el pasillo hasta el vestíbulo, donde la criada hizo un alto para coger una llave del cajón de una consola, y le indicó que allí podía dejar la suya cuando no quisiera llevarla encima.

Continuaron hasta el pequeño distribuidor en el que se ubicaba la biblioteca, flanqueada por dos puertas. Una placa oval numerada indicaba que correspondía a las habitaciones alquilables 1 y 2. La 3 y la 4 quedaban al otro extremo del largo pasillo.

Juanita abrió la 2 y se hizo a un lado, invitándolo a entrar.

Todo lo que veía Ricardo desde la puerta era un escritorio tipo buró, arrimado a la pared a su derecha, y la silla correspondiente. Avanzó hasta rebasar el recodo a su izquierda y allí se detuvo en seco, enmudecido y paralizado por lo que apareció ante sus ojos: a dos metros de sus pies, el cuerpo de un hombre yacía en el suelo sobre un charco de sangre. Parte de la americana gris y de la camisa blanca de aquel desafortunado estaban teñidas de rojo. Un abrecartas de mango dorado relucía en medio del charco.

Desde el umbral de la puerta, Juanita le preguntó:

—¿Qué, señor Arbona, le gusta su habitación?

A pesar de que Ricardo había visto mucho mundo y tenía el corazón a prueba de bomba, tuvo que tragar saliva para que la voz le saliera con normalidad. La situación era del todo anormal.

—Pues… no sabría decirle. Si esto es lo que la señora Lledó considera «recibirme adecuadamente»…

—¡La virgen! —exclamó la sirvienta, ya a su lado. Lo agarró del brazo y tiró de él, instándolo a salir—. Sí, bueno, es… exactamente eso: un recibimiento adecuado para usted. Porque viene a escribir una novela de crímenes, ¿no?

—Sí, pero…

—Pues esto es para que se nos inspire —lo cortó ella, cerrando la puerta de golpe—. Pero no es lo que parece. ¡No, por Dios! A ver, ¿cómo se lo explico?

—Oiga, hay un muerto ahí dentro —le susurró él, aturdido por la impresión.

—¡Qué va, hombre! Es… un muñeco. Sí, eso, un muñeco grande. Y pintura roja. Lo que parece sangre es pintura roja. ¡Si lo sabré yo, que soy la que la ha puesto ahí! Mire, mejor vaya usted al salón, que yo le limpio el cuarto en un santiamén.

Blanca Lledó, que avanzaba por el pasillo en dirección a ellos, preguntó con extrañeza:

—¿Qué ocurre, Juanita? ¿No me has dicho que la habitación del señor Arbona estaba preparada?

—Preparadísima, doña Blanca. Y ya la ha visto. ¡Y ha dado resultado! ¿No ve lo pasmado que está? Se lo ha creído. —Sonrió triunfal, al tiempo que le guiñaba un ojo a su señora—. Lo que yo le sugerí para el recibimiento adecuado que a usted le gusta dar a sus artistas, eso de montar la… ¿Cómo lo llama la policía? ¡Ah, sí! La escena de un crimen. Con el muñeco ese grande, la pintura roja…

—Eso no es pintura —insistió Ricardo, señalando con el pulgar la puerta cerrada a su espalda.

La señora Lledó los miraba, confusa.

—¿De qué estás hablando, Juanita?

—Pues de eso, señora. Ya sé que usted me dijo que no lo hiciera, pero… ¡Espere!

La criada intentó detener sin éxito a la dueña de la residencia, que se dirigió con decisión hacia la puerta señalada y entró en la habitación.

Ricardo las siguió. Al instante, fue testigo del grito que ahogó la señora Lledó tras llevarse una mano a la boca al ver lo que la sirvienta trataba de ocultar. La palidez de aquella dama burguesa aumentó hasta emular el color del papel. Sin embargo, se mantuvo erguida e inmóvil en el mismo sitio en que él se había quedado igual hacía un minuto.

Juanita, unos pasos más atrás, aceptó la realidad.

—Les juro por mi madre, que en paz descanse, que ese hombre no estaba ahí cuando he salido para ir a misa. Ni vivo ni muerto.

—Pu-puede que solo esté herido —tartamudeó la propietaria.

—Yo diría que no —opinó Ricardo—. Ya no sangra.

Totalmente desconcertada, Blanca Lledó avanzó con cautela hacia el cuerpo tendido en el suelo y ladeó la cabeza, fijando la mirada en el rostro de la víctima. La boca de la mujer se abrió para musitar el nombre de «Xavier» entre interrogantes.

Ricardo se acercó a ella.

—¿Conoce a este hombre?

—No, no puede ser él —musitó mientras retrocedía unos pasos. El buró le impidió alejarse más del cuerpo inerte—. Es imposible que sea él.

—¿A quién se refiere? ¿Quién es Xavier?

—Mi… marido.

Después de todo, sí había llegado en un momento delicado, concluyó Ricardo. Muy delicado.

—Vaya, lo siento mucho, señora Lledó. Comprendo que le cueste creer que su marido esté muerto, pero…

—No es eso lo que me cuesta creer, señor Arbona —lo interrumpió, mirándolo a los ojos—. Lo que me cuesta creer es verlo aquí, en esta habitación, recién… asesinado. Porque a mi marido lo mataron de un disparo hace más de dos años. Lo enterré el 3 de febrero de 1919.

3

Silencio en la habitación número 2. Todas las miradas confluían en la víctima.

Juanita fue la primera en hablar.

—Pues sí que se parece al hombre de las fotos que he visto por la casa, sí. —Había una de toda la familia en el salón, un par de instantáneas en la habitación de Eulalia y la de la boda de los señores en el dormitorio principal—. Sobre todo, en esos ojos verdes. Ya sé que las fotos son en blanco y negro, pero usted me dijo que los tenía verdes, doña Blanca, como los de este tipo esmirriado. Y, con su permiso, voy a cerrárselos.

La criada no esperó el permiso de su señora, que fruncía el ceño ligeramente y seguía resistiéndose a creer que su difunto esposo estuviera allí. Asesinado otra vez.

El periodista sintió lástima por aquella mujer que seguía pálida y no apartaba la mirada del cadáver.

—Disculpe, señora Lledó, comprendo que esté confundida si tanto se parece este hombre a su marido, pero es obvio que no puede ser él.

—Eso acabo de decirle, señor Arbona. Sin embargo… Juanita, ¿te importaría mirar en los bolsillos de la chaqueta? —le pidió con asombrosa sangre fría—. Tal vez haya algo que lo identifique.

—Un momento —frenó Ricardo a la criada—. Es mejor que se encargue de eso la policía. Deberían llamarlos y esperar a que…

—No —lo cortó la señora Lledó con firmeza. Sus mejillas adquirieron algo del color perdido—. Si interviene la policía, se enterarán los demás residentes. Y los vecinos. Y mañana saldrá en los periódicos y lo sabrán todas las personas que me conocen. ¿Qué voy a decirles? No, ni hablar. Me niego a volver a pasar por el calvario que ya pasé cuando… —Calló un instante, cerró los ojos y, tras alzar de nuevo los párpados, continuó—: ¿Y cuántos artistas querrán alojarse en una casa donde se ha cometido un crimen? ¿Cuánto tardarán en marcharse los residentes que hay ahora? No, señor Arbona, no quiero tener que cerrar mi negocio por culpa de un asesinato que quizá podamos gestionar con discreción. Porque si tengo razón y este hombre —señaló con el índice el cadáver a sus pies— es Xavier, nadie lo echará de menos. No se puede matar a un muerto y, por lo tanto, no habrá víctima. Y sin víctima, no hay asesinato.

El periodista reconoció para sí que había lógica en aquel razonamiento. La situación, en cambio, no tenía ninguna. Y el resto del discurso de la mujer tampoco tenía mucho sentido. Sobre todo, porque había un peligro evidente.

—Pero sí hay un asesino, señora Lledó. Eso es innegable. Y posiblemente sea alguien de esta casa, ¿no? O de la residencia.

—De la casa, no. Solo falta mi hija Eulalia, que está en el instituto desde las nueve de la mañana. Aquí no vive nadie más, señor Arbona, y le aseguro que yo no he sido. Aunque usted parece sospecharlo, por el modo en que me mira.

—No, no —mintió él, que sí empezaba a plantearse esa posibilidad.

—No es la primera vez que me miran con recelo, ¿sabe? Incluso con miedo. Pero ya no me afecta —afirmó ella con entereza, aunque su expresión un tanto triste no corroborara tal afirmación—. Y quizá piense usted que no estoy en mis cabales o que carezco de sentimientos por seguir aquí, delante de mi… de este… —Inspiró hondo y volvió a cerrar los ojos un par de segundos.

El recelo del periodista remitió ante una nueva oleada de lástima por aquella mujer que lo desconcertaba. No tanto como la insólita situación, desde luego. Si la plasmara en una novela, difícilmente resultaría verosímil, pensó mientras observaba en silencio a Blanca Lledó.

—Mire, señor Arbona —volvió a hablar ella, recuperando el aplomo con que se enfrentaba a ese crimen en su propia casa—, lo entenderé si usted decide marcharse ahora mismo, ya sea por la impresión de toparse con un cadáver en su habitación o por el miedo a que alguien acabe con su vida en cualquier momento. Tampoco yo dormiré tranquila hasta que averigüe qué ha ocurrido aquí, y le aseguro que pienso hacerlo. O lo intentaré, por lo menos. Lo único que voy a pedirle…, a rogarle, de hecho, es que no revele a nadie lo que está viendo en esta habitación. Incluso estoy dispuesta a pagarle por su silencio.

—¿Intenta sobornarme para que oculte un asesinato? —quiso confirmar Ricardo, perplejo ante la osadía de aquella dama burguesa y aparcando la lástima que había sentido.

—Bueno, es usted periodista, además de escritor. Y un delito de homicidio siempre es noticia. Sí, le estoy ofreciendo un soborno.

La criada, cuya fidelidad a su señora no tenía límites, decidió intervenir.

—A ver, caballero, usted escribe sobre muertos y asesinos, ¿verdad? Pues aquí tiene uno muy interesante. Uno de cada, quiero decir. Sería un poco raro que no le picara la curiosidad por saber quiénes son y qué ha pasado. Además, con esa planta que tiene usted, tan alto y guapote… No parece un caguillas de los que sale corriendo en cuanto huele problemas.

—He sido reportero de guerra, Juanita. He vivido situaciones peores.

—¿Lo ve? Un valiente, sí señor. Si es que tengo un ojo para la gente… Bueno, pues dejémonos ya de tanta cháchara y veamos quién es el finado.

Mientras la criada registraba los bolsillos del traje de tweed, la curiosidad del periodista y el instinto del escritor se aunaron para incitar a Ricardo Arbona a echar un vistazo a su alrededor. También para distanciarse mentalmente de la inquietante situación y de aquellas dos mujeres que lo confundían y asombraban a partes iguales.

Se fijó en la puerta entreabierta del balcón y se preguntó si el asesino podría haber entrado y salido por ahí, ya que la de la habitación estaba cerraba con llave cuando Juanita y él llegaron. Aparte de eso, no vio nada extraño. Claro que, al no haber estado nunca en ese dormitorio, no podía saber si había algún objeto de más o de menos o fuera de su lugar habitual.

Observó con más detenimiento y distinguió algo diminuto en el suelo, cerca de la puerta de entrada. Algo anaranjado que destacaba en uno de los rombos negros del mosaico hidráulico. Supo qué era justo antes de recogerlo: una viruta de lápiz. El borde en zigzag era de color azul.

—Nada —dijo la criada—. Ni cartera, ni pañuelo con sus iniciales… Se lo han robado todo, al pobrecillo. ¡Ah, no! Todo no. —Sacó un papel pequeño del bolsillo del pantalón—. ¿Qué es esto? Parece… algo de fútbol.

Juanita no sabía leer, pero sí reconocía el escudo del equipo principal de la ciudad. Le dio el papelito a su señora, que lo identificó enseguida.

—Es una entrada para el partido que jugó ayer el Barcelona contra el Real Sporting de Gijón.

El periodista dejó la viruta sobre el escritorio con sumo cuidado, y como no quería parecer un caguillas y comenzaba a reponerse de la impresión, comentó para distender el momento (o más bien, distenderse a sí mismo):

—Ganó el Barcelona por cuatro goles a cero, lo he leído en el periódico esta mañana. Por lo visto, este hombre disfrutó ayer del encuentro y de los paradones de Zamora. Según la crónica, estuvo espectacular.

—Xavier no se perdía un partido —expresó Blanca Lledó en tono ausente.

—¡Anda!, pues como muchos hombres, señora. Esa entrada no nos dice quién es este —concluyó la sirvienta, con los brazos en jarras y señalándolo con el mentón.

A pesar de que Ricardo estaba convencido de que aquella estirada burguesa no era la esposa de la víctima, prefirió disimular y colaborar. Cuanto antes se le pasara la chaladura de que podía ser el tal Xavier, ya enterrado, mucho mejor. Tal vez incluso recapacitara y accediera a llamar a la policía para dejar ese escabroso asunto en sus manos. Tarde o temprano tendría que hacerlo, porque él no era partidario de encubrir ningún crimen.

—Señora Lledó, ¿tenía su marido, por casualidad, alguna cicatriz por la que se le pudiera identificar con certeza?

—No, que yo recuerde, pero… sí tenía una marca de nacimiento. Un antojo, decía mi suegra. A Xavier le preocupaba que fuera algo malo, y me pedía a menudo que mirara si crecía o cambiaba de aspecto.

—Supongo que tenía esa marca en la espalda, si él no podía vérsela —dedujo el periodista.

—En la zona lumbar, sobre la nalga izquierda. Una especie de arbolito diminuto, como una… coliflor en miniatura. Pero del color del café con leche.

—Entonces, comprobemos si esa marca está en el cuerpo de este hombre —resolvió Ricardo.

Blanca se puso rígida al pensar en lo que implicaba la comprobación, pero era el único modo de acabar con la angustiosa sensación de que tenía a Xavier ante ella y no a un desconocido idéntico a él.

—Sí, por supuesto. Eh… Juanita, ¿podrías tú…?

—¿Bajarle los pantalones a este esmirriado?

—Sí. A mí me da… cierto reparo tocar…

—No se apure, señora, que yo no tengo manías. —Y procedió a la tarea mientras le contaba al escritor—: Trabajé cinco años en la casa de un enterrador, ¿sabe? Y, a veces, me pedía que le ayudara a vestir a los muertos, a maquillarlos… En fin, que he tocado a unos cuantos.

Cuando alzó la pelvis de la víctima, Ricardo Arbona y Blanca Lledó se agacharon a mirar con atención.

Ambos la vieron a la vez: la marca de nacimiento descrita que confirmaba la sospecha de la mujer y desconcertaba por completo al periodista.

Ella se incorporó primero, pero varias preguntas rondaban por su cabeza, así que se quedó callada, con la vista fija en su difunto esposo.

En su esposo asesinado por segunda vez.

De nuevo, el silencio se adueñó de la habitación número 2.

Juanita, por respeto a su señora, recolocó despacio los pantalones del marido, con más cuidado del que había tenido al bajárselos, y luego apuntó:

—A lo mejor es un hermano gemelo que no sabía que tenía.

—¿Con la misma marca? —puso en duda Ricardo, pese a lo extraño que le resultaba la constatación de lo imposible—. ¿Y en el mismo lugar? Sería un caso muy raro, aunque no lo descartaría. Y, sinceramente, señoras, creo que ha llegado el momento de llamar a la policía.

—No —reiteró Blanca, arrinconando las preguntas que no era capaz de responder—. Ahora, sería aún peor. Me tomarían por loca cuando contara que han apuñalado a un hombre que supuestamente lleva más de dos años dentro de un ataúd. Porque lo han apuñalado, ¿verdad? El abrecartas…

—Yo diría que sí —convino el escritor con cierta ironía, pues a él le parecía incuestionable.

—Aparte de eso —continuó ella—, la policía está muy ocupada desde hace tiempo, como ya debe usted de saber, señor Arbona. Por eso ha venido a Barcelona, ¿no es cierto? Por el caos y la violencia que imperan en la ciudad, con los continuos atentados. El mes pasado fue relativamente tranquilo, pero el enfrentamiento entre sindicalistas es constante. Muchos andan con pistolas por la calle, y cada semana disparan a alguien: obreros, patronos, encargados de las fábricas, militantes de la CNT… Eso es una cantidad ingente de trabajo para la policía. ¿Cómo cree que se van a tomar un caso como este? Yo se lo diré: no les importará en absoluto, porque Xavier Riera murió hace casi tres años. No hubo una investigación seria entonces, que ya estaban desbordados, y tampoco la habrá ahora. —El volumen de la voz de la mujer se iba alzando sin que ella ni lo quisiera ni lo percibiera—. Se limitarán a darme largas hasta que yo deje de incordiarles o volverán a señalarme como la principal sospechosa.

El asombro de Juanita y Ricardo Arbona se manifestó a la vez con un ligero respingo, y Blanca lamentó haber hablado más de la cuenta. Pero ya estaba dicho, así que irguió la espalda y trató de controlar los nervios que se la comían por dentro.

—Sí, eso fue lo que sucedió entonces. Me costó tres meses de sufrimiento librarme de que me acusaran oficialmente del asesinato de mi marido, aunque no hubiera ninguna prueba contra mí. Ni una sola. Al final, el dinero lo solucionó todo, como suele ocurrir.

—¿También sobornó a la policía? —inquirió el periodista.

—Comprenderá que no puedo admitir eso, señor Arbona. Y espero que también comprenda mi firme decisión.

La criada habló por él.

—¡Claro que sí! ¿Verdad, caballero? Además, imagínese a la señora denunciando el asesinato de un muerto. ¡Anda que no se iban a reír de ella un buen rato! Y seguro que mandaban avisar a un loquero. Y mi señora está muy cuerda, ya le digo yo que sí.

Ricardo tenía sus dudas sobre esa cordura, pero había otras cuestiones más preocupantes. Miró el cuerpo inerte y le planteó a Blanca Lledó:

—¿Y qué va a hacer con él, si no intervienen las autoridades pertinentes?

—Pues… no lo sé, ya se me ocurrirá algo. ¿Significa eso que acepta el trato que le he propuesto? Le daré otra habitación, claro.

—No hay ninguna libre, doña Blanca.

—Lo sé, Juanita, pero puede ocupar la de Xavi. Aunque todavía no esté acondicionada para huéspedes… Espero que no le importe, señor Arbona. Es el cuarto de mi hijo, que está estudiando en Madrid y, por lo tanto, lo tengo disponible.

—Se lo agradezco, señora Lledó, pero no creo que sea…

—¡Necesario! —saltó la criada sin dejarle terminar, y hacia él se dirigió—. ¿Qué mejor sitio para escribir sobre crímenes que la habitación donde ha habido uno? Y esto se lo limpio yo rapidito, lo ventilo bien y se lo dejo en condiciones para que se instale usted. A ver, puede que hoy no, porque habrá que deshacerse del finado y supongo que esperaremos a la noche, pero mañana, a más tardar, tendrá la habitación como los chorros del oro. Ni rastro del muerto le voy a dejar, ya lo verá. Y eso que la sangre cuesta mucho de quitar, pero hay una alfombra en el trastero que…

—Juanita —la acalló su señora—. No hace falta dar tantas explicaciones. Bien, señor Arbona, ¿qué le parece la solución? Ah, y no le cobraré la estancia, por supuesto.

El periodista trataba de poner orden en su mente, avasallada por la labia de la criada, el estoicismo de Blanca Lledó y su propio debate interno entre huir de allí a toda prisa o quedarse por pura curiosidad. ¿Quién era realmente la víctima de aquel crimen? ¿Por qué habían matado a ese hombre y por qué precisamente en esa habitación? ¿Y cómo se las iban a apañar las dos mujeres para sacarlo de allí y deshacerse de él? Pero tenía que arrinconar todas esas preguntas y responder a la de la dueña de la residencia.

—¿Me ofrece quince días de alojamiento gratis a cambio de que guarde el secreto de lo ocurrido aquí? Eso sigue siendo un soborno, señora Lledó.

—Yo lo llamaría… «compensación» por las molestias causadas y por las que pueda causarle. A su conciencia, me refiero, ya que le garantizo que, por nuestra parte —incluyó a la sirvienta—, no se verá implicado en ninguna investigación criminal.

Un golpeteo en la puerta de la habitación interrumpió la negociación.

—¡Blanca! ¿Estás ahí?

La voz femenina sonó al tiempo que la señora susurraba a la criada que no abriera, y a él:

—Es la guionista de cine que le he mencionado antes.

Se llevó un índice a los labios, pidiéndole silencio, y se encaminó hacia la puerta.

—¡Un momento, Yvette, salgo enseguida!

Pero no llegó a tiempo. La huésped entró alegremente en la habitación.

—Blanca, iba a buscarte cuando he oído voces aquí dentro y me he dicho: Oh là là! Un nuevo artista ha llegado.

Un leve acento francés realzaba la sensualidad de la voz y el tono de la guionista. Sensualidad que desapareció en cuanto la joven esquivó a la señora Lledó y vio el cuerpo ensangrentado en el suelo.

—Mon Dieu! ¿Qué…?

El largo collar de perlas que se agitaba con los andares de Yvette conservó un suave vaivén cuando ella se detuvo en seco; también los flecos del vestido turquesa que le rozaban las rodillas.

Ricardo Arbona miró a la atractiva guionista y, con una sonrisa de autosuficiencia, dijo:

—Me parece, señora Lledó, que va a tener que sobornar a otro huésped.

4

Blanca Lledó, al igual que la mayoría de las mujeres de su clase, había sido educada para ser esposa y madre, preservar el orden del hogar y de la familia, controlar sus emociones y mostrar la máxima cortesía en todo momento, razón por la cual supo mantener la templanza que requería uno como aquel. La impertinencia del periodista-escritor merecía un bofetón, y el poco civismo de la joven parisina al irrumpir en la habitación, un buen tirón de orejas. Se quedaría más a gusto dándoles una patada en el culo a los dos para echarlos de allí, pero su educación no se lo permitía. Y probablemente su estrecha falda tampoco. Así pues, hizo lo que las normas de urbanidad exigían.

—Señor Arbona, le presento a Yvette Faure, guionista de cine. Ocupa la habitación al otro lado de la biblioteca, la número 1.

—Enchanté, señorita Faure.

—Yvette habla castellano a la perfección —le informó Blanca—, como ya habrá notado. Su madre es española.

La chica ni se inmutó ante el alarde del nuevo huésped al saludarla en francés. Seguía boquiabierta por la evidencia de un crimen que adjudicó al instante a las mujeres de la casa.

—Juanita, ¿qué le habéis hecho a… a…?

—¡Nada, señorita! Solo registrarle la ropa y poco más, para saber quién era.

—Se… se parece mucho al hombre de la foto del salón, a… —Consternada, miró a Blanca—. A tu marido.

—Lo es.

—Creía que eras viuda.

—También yo. Bueno, ahora lo soy, sin duda alguna.

A Yvette Faure se le humedecieron los ojos. Ricardo Arbona, viéndola tan afectada, giró la silla encajada en el escritorio y la invitó a sentarse. El movimiento hizo volar la viruta de lápiz, que aterrizó en el suelo, debajo del mueble. Él la recogió y se la guardó en un bolsillo del pantalón para evitar más vuelos accidentales.

Mientras tanto, Blanca le contaba a la guionista que no sabían lo que había ocurrido y le proponía el mismo trato que al escritor.

—Bien sûr. Sí, sí, sí. Esto no puede salir de aquí.

La inmediata aceptación de aquella joven extravagante agradó a Blanca Lledó, que le preguntó si había estado en su habitación toda la mañana y si había oído algo extraño que pudiera darles una pista de lo sucedido.

—No, nada en absoluto. Ayer trabajé hasta muy tarde y me he quedado dormida después de desayunar. Me he despertado a las doce y media. Y tengo el sueño muy profundo.

El escritor calificó de coartada aquella respuesta, pero le pareció poco sólida y muy difícil de verificar. Y, aun sabiendo que no debería intervenir si quería quedarse al margen de ese misterioso crimen, intervino.

—¿Para qué buscaba a la señora Lledó, señorita Faure?

—Yvette. Llámame Yvette, por favor —le pidió la rubia, ya sin lágrimas en los ojos, pero todavía impresionada—. Para decirle que hoy no comeré en la residencia. Voy a ir de compras al centro de la ciudad y pasaré el día fuera. Blanca me dijo que esa zona está llena de tiendas.

No pudo preguntarle nada más, pues Juanita, que llevaba un rato callada, haciendo memoria de sus tiempos de empleada en la casa del enterrador a fin de calcular cuánto tardaría en adecentar el cadáver, advirtió a su señora que la sangre costaría más de limpiar si se secaba del todo y le sugirió que fueran a conversar a la biblioteca para que ella pudiera empezar su tarea.

Blanca iba a responder cuando Yvette quiso saber lo mismo que le había planteado el periodista minutos antes: qué iban a hacer con el cuerpo de Xavier.

Sí, eso era un problema, aceptó ella para sí, y deseó ser aquel mago escapista norteamericano del que había visto varias películas, el Gran Houdini, que había hecho desaparecer un elefante de cinco toneladas ante cientos de neoyorquinos. Obviamente el tamaño de su marido era mucho menor: debía de pesar poco más de cincuenta quilos y medía 1,62 metros de estatura. Para Houdini sería mucho más fácil hacer desaparecer…

¡Qué idiotez!, se regañó Blanca por aquel deseo absurdo. Sin embargo, la breve distracción protagonizada por el gran escapista le dio una idea para sacar de allí a su esposo. Una idea que no quiso revelar sin haberse asegurado de que era posible llevarla a cabo, por lo que se limitó a responder que iría a hablar con el doctor Velarde.

—¿Con un médico? —se extrañó Ricardo—. Si es un buen profesional, se verá moralmente obligado a informar del crimen a la policía. Dudo que acepte un soborno, señora Lledó.

—Daniel Velarde es un médico excelente, señor Arbona, pero también un buen amigo de la familia. Me ayudará sin necesidad de sobornos.

—Doña Blanca, le recuerdo que el doctor estaba aquí este mediodía. Bien podría ser él la persona que ha matado a su marido.

—¿Daniel? No, no. ¿Por qué iba Daniel a…? —Se quedó pensativa un instante y le asaltó la duda—. ¿Crees que ha podido hacerlo él, Juanita?

—¿Por qué no? Ese hombre bebe los vientos por usted, señora. Lleva tiempo rondándola, aunque usted diga que no, que solo es un amigo. Imagínese que, de pronto, ve aparecer a su difunto marido, pero muy vivo, lo que significa que usted ya no es viuda. ¡Menuda faena para él! Pero entonces se le ocurre que, como todos creen que el pobrecillo ya está criando malvas…

—No, no, no, no —reiteró Blanca—. Daniel sería incapaz de matar a alguien, y mucho menos a un amigo. Además, no habría dejado aquí el cuerpo. Es muy meticuloso.

Aunque Ricardo Arbona había visto cadáveres en peor estado que el que tenía ante él y podría seguir allí escuchando a la propietaria y a la criada, pensó que no era el momento ni el lugar para hacer elucubraciones sobre el posible asesino.

—Disculpe, señora Lledó, creo que debería hacer caso a Juanita. En lo de dejar que limpie esto —concretó al ver la elevación de cejas de la mujer y su mirada perpleja—. Respecto a ese médico… Quizá tuvo que huir a toda prisa, no lo sé, pero yo no descartaría la hipótesis de su criada.

La guionista se puso en pie.

—Bon, yo me voy. Necesito despejarme la cabeza. No veía un cadáver desde que terminó la guerra, y ha sido… —Inspiró hondo, exhaló el aire con un soplido tembloroso y se dirigió a Blanca—. Lo siento mucho, de verdad. Y tranquila, guardaré el secreto. Cuenta conmigo para lo que necesites, ¿de acuerdo?

—Gracias, Yvette.

La joven se marchó sin más y el escritor aguardó la decisión de la dueña del lugar, cuya mirada se clavó en él.

—¿Y con usted, señor Arbona? ¿Puedo contar con su silencio?

Ricardo iba a responder que no, pero aquel crimen lo intrigaba. Podía resultar más interesante que la idea que tenía en mente para su novela. Y había algo en la señora Lledó que lo atraía, algo que no sabía definir y que le impedía darle una rotunda negativa. Así que optó por aplazar su decisión.

—Me gustaría pensarlo con calma.

—Lo comprendo. Y si eso significa que se queda, al menos esta noche, lo acompañaré a la habitación de mi hijo. Ni usted ni yo podemos hacer nada más aquí y me resulta un tanto embarazoso estar… —Las pupilas de Blanca Lledó se desviaron un segundo hacia su esposo muerto—. Juanita, haz lo que puedas. Señor Arbona, sígame, por favor.

El escritor tomó su maleta y salió tras la mujer, que enfiló el pasillo con rapidez y la espalda muy erguida. También había tensión en el rostro femenino, por lo que pudo ver de refilón. No era de extrañar, dadas las circunstancias, y se preguntó cuánto tardaría la señora Lledó en desmoronarse. Tal vez si la detenía y le ofrecía un hombro sobre el que llorar…

No. Acababa de conocerla y debía mantener las distancias. Sobre todo, si no quería implicarse en ese misterioso crimen. Y, en vista de la actitud de ella dentro de la habitación que dejaban atrás, puede que ni siquiera necesitara un hombro. Ricardo seguía desconcertado por la impavidez de aquella dama burguesa.

Mientras el hombre contenía su impulso de acercamiento, Blanca luchaba por mantener la compostura que se exigía a sí misma, la calma externa que no se correspondía con la inquietud que trataba de apoderarse de ella. No podía permitirse ceder, nunca se lo había permitido. Las emociones debían quedar amarradas hasta que la mente fuera capaz de olvidarlas o de arrinconarlas en algún recóndito lugar. Y la situación en que ahora se hallaba exigía toda la fortaleza que pudiera reunir para ello.

No le costó mucho más que otras veces comportarse como si nada hubiera ocurrido. Años de práctica guardando las formas eran un gran aliado.

—Tal vez la comida se retrase unos minutos, señor Arbona, pero no será más. Juanita procurará servirla a las dos para que el músico no se extrañe. Es el único que comerá hoy con usted, ya que el ilustrador está indispuesto. Y le pido disculpas por no poder presentarle ahora a ninguno de ellos. Debo hablar con el doctor Velarde de inmediato. Trabaja en un hospital muy cerca de aquí —le informó, y agregó a media voz, como para sí—: Espero que haya terminado ya las visitas domiciliarias.

—¿Está segura de que puede confiar en ese médico?

—No se me ocurre nadie más apropiado.

—¿Aunque exista la posibilidad de que sea el culpable?

—Sí, señor Arbona. Porque si él ha matado a mi marido y piensa salir impune, que se encargue, por lo menos, de hacer desaparecer el cuerpo.

* * *

La habitación del hijo ausente era más amplia que la número 2, observó Ricardo en cuanto entró acompañado por la señora Lledó, pero menos luminosa. Daba a una galería acristalada desde la que se veía el patio interior de la manzana y los edificios que la circundaban. Tenía además un toque infantil, como si no hubieran cambiado los muebles desde que el chico comenzara la secundaria.

La mujer volvió a disculparse, esta vez por un detalle del que él acababa de percatarse.

—La cama le quedará un poco justa, lo siento. Mi hijo no es muy alto, como tampoco lo era su padre. En cambio, usted…

Ricardo esbozó media sonrisa de asentimiento. Su metro ochenta y dos rebasaría el largo del colchón.

—He dormido en camastros más pequeños, no se preocupe.

—Solo será por esta noche, se lo aseguro. De todos modos, puede deshacer su equipaje y utilizar el armario. Apenas queda ropa de Xavi aquí, así que hay espacio para la de usted. Juanita la trasladará mañana a su habitación, si decide quedarse en la residencia y aceptar mi… oferta de compensación. Y ahora, le dejaré para que vaya pensando en ello.

La propietaria se marchó y él optó por no sacar de la maleta nada más que lo imprescindible. Quería asearse antes de comer y solo faltaban diez minutos para las dos de la tarde.

La criada para todo no se retrasó ni medio. Mientras servía el estofado —que seguía oliendo tan bien como en la cocina—, entró en el comedor un hombre de estatura media, hombros estrechos y muy delgado, de aspecto un tanto desastrado. Un tímido bigotito contrastaba con su largo cabello lacio castaño claro, que llevaba remetido tras las orejas y le cubría el cuello de la camisa.

—Ah, señor Santoni —lo saludó Juanita—, menos mal que ha llegado. Ya pensaba que también se había puesto malo y que el nuevo huésped tendría que comer solo. Bueno, les dejo para que se vayan conociendo. ¡Que aproveche!

Ricardo se presentó a su compañero de mesa y lo dejó llevar la voz cantante en la conversación. Primero, porque no tuvo más remedio: el músico resultó ser tan hablador como egocéntrico y no se interesó lo más mínimo por él. Y segundo, por el lápiz que llevaba sujeto en la oreja, medio oculto por el pelo, y que el hombre se toqueteaba cada dos por tres: un Staedtler Mars, el modelo en azul que la marca alemana comenzó a distribuir hacía ya algunos años. A Ricardo le llamó mucho la atención, ya que aquella viruta que había recogido del suelo de la habitación 2 y que aún guardaba en el bolsillo del pantalón podría pertenecer a ese lápiz. Así pues, él sí se interesó por aquel artista locuaz que monologó durante toda la comida y una larga sobremesa.

Piero Santoni, el nombre artístico del músico, se llamaba en realidad Pedro Santos Nieto. Había nacido en Villena en el seno de una familia de zapateros, tenía treinta años y era el pequeño de ocho hermanos que admiraban su talento para la música. Ellos lo habían animado a pasar una temporada en Barcelona para componer una zarzuela, género que estaba en auge desde el año anterior en la capital catalana. A Santoni ya le habían representado una en Valencia al terminar la Gran Guerra y tenía varias por estrenar, así como un par de operetas. Idolatraba a Mozart y aspiraba a la fama que adquirió el maestro Chapí, también oriundo de Villena, con exitosas zarzuelas como La revoltosa.

Ricardo anotó mentalmente aquellos datos y algunos más que el músico le dio, por si algún día Piero Santoni alcanzaba la fama con la que soñaba y la prensa pedía artículos sobre él. El primero que publicaran podría ser uno suyo.

Más tarde, ya en su dormitorio provisional, volcó la recopilación en uno de los cuadernos que llevaba para tejer su crimen ficticio. Luego, fue a comprobar si el tono de azul del lápiz de Santoni era igual al de la viruta que guardaba.

Y quiso darse cabezazos contra la pared. Por imbécil.

La frágil viruta se había partido en pedacitos y tuvo que darle la vuelta al bolsillo del pantalón para recuperarlos, porque se habían adherido a la tela. Aun así, pudo constatar que el azul era muy similar al del Staedtler Mars.

Muy bien, ¿y qué?, se dijo Ricardo. Aunque le intrigara aquel homicidio, no era asunto suyo. Disponía de seis semanas para escribir la novela corta que le habían pedido, pero solo de dos a tiempo completo. Cuando regresara a Madrid, su trabajo en el periódico le ocuparía la mayor parte del día, por lo que no debía distraerse ahora con asesinos y víctimas de verdad. Por muy interesantes que resultaran. Pasaban ya de las cuatro de la tarde y tenía que centrarse en su historia ficticia, lo que significaba situarse en la ciudad y salir a la calle para una primera toma de contacto con el barrio donde quería que actuara su asesino.

Se sentó en un rígido sillón de terciopelo verde oscuro, muy desgastado, y desplegó el plano que había cogido del mostrador de recepción después de comer. El músico le confirmó que estaban a disposición de los huéspedes, igual que todas las revistas y periódicos expuestos en el revistero del salón. A Ricardo le agradó ver las dos para las que escribía artículos ocasionalmente: La esfera y Blanco y Negro.

El plano era poco detallado en cuanto a calles y distritos, pero los monumentos principales estaban bien indicados. La Sagrada Familia quedaba algo lejos de la parte baja de las Ramblas, así que decidió ir primero a la catedral de Gaudí y ver si, por el camino, encontraba una guía de Barcelona en alguna librería.

Continuó estudiando el plano, aunque sin poder concentrarse por completo. La imagen de Xavier Riera apuñalado se abría paso en su mente una y otra vez, y no le resultaba fácil bloquearla.

Uno de esos intentos de bloqueo se vio interrumpido por unos golpecitos en la puerta de la habitación y la voz de la señora Lledó, que le ofrecía un café. Ricardo se había tomado ya dos con el músico, pero jamás rechazaba un buen café y, como el que le había servido la criada un rato antes lo era, fue a abrir.

Le sorprendió no ver más que la taza y el platillo en la bandeja que portaba la mujer.

—Solo y sin azúcar, señor Arbona. Juanita me ha dicho que lo ha tomado así después de comer, pero si le apetece con un poco de leche, coñac o…

—No, no. Me gusta así. Gracias.

—No hay de qué. Y espero no molestarle, si le pido que me permita entrar un momento.

—Como si estuviera en su casa.

Ella sonrió un instante y fue a dejar la bandeja sobre la mesa que hacía las veces de escritorio. Él se fijó en que se había cambiado el traje negro por un vestido color canela que la favorecía: de corte recto, una tira de la misma tela le adornaba la cintura sin ceñirla, insinuando las curvas femeninas. Ricardo se distrajo dibujándolas con la mirada hasta que se dio cuenta de que la mujer se había plantado frente a él, a dos pasos de distancia, con las manos unidas en el regazo y una sonrisa formal que no se reflejaba en sus ojos. De no ser porque era la dueña del lugar, cualquiera diría que estaba esperando una propina. Dado que eso sería absurdo, Ricardo dedujo que la señora Lledó venía por algo más que por la amabilidad de traerle un café. Probablemente estaba impaciente por saber si aceptaba o no su propuesta.

No debería aceptarla. Sin embargo, lo había hecho de forma tácita. Que no hubiera salido ya de aquel edificio en busca de la comisaría más cercana indicaba que iba a guardar silencio. No por esa especie de soborno, aunque no le sobrara el dinero, sino por la mujer que tenía delante. No quería causarle problemas, y menos con la policía. Tampoco quería —ni podía— perder el tiempo en encontrar otro lugar donde alojarse, y no sería coherente ni razonable permanecer en la residencia Lledó si denunciaba el crimen de Xavier Riera.

—Señora Lledó, respecto al trato que me ha ofrecido…

—Ah, no hay prisa. Piénselo con calma y ya me comunicará mañana su decisión. Sea cual sea, va a dormir hoy aquí, ¿no es así?

—Sí, claro.

Entonces, ¿qué quería la mujer? Aquellos labios volvían a curvarse como si algo los obligara a hacerlo, pues la mirada no acompañaba a la amable sonrisa. Había en ella un punto de desafío que Ricardo no tardó en comprender.

—Y mañana, señor Arbona, ya no habrá nada en esta casa que pueda relacionarse con lo ocurrido, así que será difícil que la policía le tome en serio, si decide denunciar lo que ha visto. Incluso si lo hiciera hoy…

Cierto. Ese era un detalle importante en el que no había reparado. Si Juanita se esmeraba y el tal doctor Velarde…

—¿Significa eso que el médico ha accedido a ayudarla?

—Sí. Se ha quedado anonadado cuando le he contado mi problema, pero luego… —La sonrisa desapareció—. Bueno, también he tenido que convencerlo de que no acudiera a la policía, igual que intento convencerlo a usted. Diría que eso lo descarta como sospechoso, ¿no cree?

—Yo no pondría la mano en el fuego —discrepó Ricardo—. Si ese doctor está seguro de que nada puede delatarlo, no hay mejor modo de parecer inocente que insistir en que haya una investigación policial. De hecho, habrá sido un alivio para él saber que usted prefiere deshacerse del cadáver y olvidar el asunto.

También Ricardo querría olvidarlo, pero le estaba resultando imposible.

—Pues no. Se ha puesto muy nervioso al exponerle mi idea.

—Y, sin embargo, la ha aceptado —señaló él, y se acercó al escritorio para degustar el café antes de que se enfriara.

La mujer se alejó unos pasos, hasta la puerta que comunicaba con la galería acristalada, y le dio la espalda.

—Sí. Incluso la ha mejorado.

—Qué interesante.

—¿No va a preguntarme cómo?

—No. —Otro sorbo de café. Ella volvió la cabeza y lo miró, inquisitiva. Ricardo le expuso su decisión—. Señora Lledó, voy a guardar silencio sobre lo ocurrido. Por mucho que me reconcoma la conciencia, le doy mi palabra de que lo haré. Pero no quiero saber nada más de ese crimen.

—¿Y por qué me ha preguntado si Daniel iba a ayudarme?

—Usted me ha dado pie a ello. Y admito que sentía cierta curiosidad.

—Ah.

Solo esa vocal. Y ella miró de nuevo hacia la galería.

Ricardo observó la hierática figura mientras apuraba el café. La señora Lledó parecía preocupada. Y no le había dado ni las gracias por ceder a su petición de silencio.

De pronto, el cuerpo esbelto de la mujer se giró hacia él.

—Disculpe mi atrevimiento, señor Arbona, pero ya que ha aceptado mi propuesta, necesito que me haga un favor.

—¿Qué clase de favor? —inquirió él, suspicaz.

—Necesito un hombre esta noche. Uno fuerte, como usted.

Ricardo se quedó pasmado. ¿La viuda le pedía sexo? Una imagen fugaz de Blanca Lledó desnuda, en la cama, atravesó su mente mientras ella continuaba hablando.

—Le prometo que será lo último que le pida. No volveré a molestarle con nada relacionado con este asunto. Ni siquiera se lo mencionaré a partir de mañana. El caso es que Daniel y yo…

—¿Daniel? —la interrumpió, todavía más perplejo.

—El doctor Velarde.

—El médico, sí.

—Exacto. El caso es que Daniel y yo necesitamos ayuda para… ocultar el cuerpo de mi marido. La ayuda de un hombre fuerte.

El alivio de Ricardo al descartar un ménage à trois con un desconocido se tradujo en una carcajada. También se reía de sí mismo por haber malinterpretado a la viuda. Y por ese disparatado favor que le pedía con una serenidad asombrosa.

—¿Pretende que me implique de lleno en una ilegalidad?

—Nuestro pacto tampoco es muy legal, ¿no le parece?

—No hay ningún pacto, señora Lledó, porque no aceptaré su dinero a cambio de mi silencio.

—Pero usted ha dicho que…

—Sí —se apresuró en confirmar, al percibir que ella se tensaba—, y cumpliré mi palabra, no se preocupe. Pero una cosa es callarme lo que he visto y la otra… —Se pasó la mano por el pelo, un tanto agobiado, aunque la curiosidad lo venció—. Dígame, ¿para qué necesitan mi ayuda exactamente?

—Para trasladar el cuerpo al depósito de cadáveres de la Facultad de Medicina —soltó ella de corrido—. Ha sido idea de Daniel, que colabora en la Cátedra de Anatomía, y me ha parecido mejor que la mía. Por lo menos, Xavier será útil a los estudiantes. Lo registraremos como «desconocido» y nadie hará más preguntas. Según él, más de uno entra allí con esa misma etiqueta.

—Y el doctor tendrá a la víctima controlada, de modo que tampoco nadie buscará al asesino —concluyó Ricardo—. Una gran idea, sí, sobre todo si…