Un asunto incabado - Más que perfecta - Amores y mentiras - Cat Schield - E-Book

Un asunto incabado - Más que perfecta - Amores y mentiras E-Book

Cat Schield

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Beschreibung

Un asunto inacabadoCat SchieldMax Case estaba empeñado en zanjar la aventura inacabada que había empezado cinco años atrás con Rachel Lansing, cuando ella le ocultó que estaba casada y lo abandonó para volver con un marido al que no quería. La pasión no tardó en volver a prender entre ellos. Pero el fuego amenazaba con arrasar sus defensas y exponer los secretos que con tanto celo habían ocultado.Más que perfectaDay LeclaireCuando el millonario Lucius Devlin recibió la custodia del hijo de su mejor amigo, se dio cuenta de que necesitaba una esposa; a ser posible, una que pudiera satisfacer todas sus necesidades. El programa Pretorius le había funcionado bien para encontrar a la asistente ideal, así que decidió probar suerte de nuevo.Amores y mentirasYvonne LindsayJudd Wilson por fin tenía la oportunidad de vengarse. Iba a desmantelar el imperio empresarial de su padre y pondría la guinda al pastel robándole a su amante, Anna Garrick. La intensa atracción que sentía por Anna haría más dulce su venganza. Sin embargo, cuando la fascinación se transformó en un deseo insaciable, todo cambió.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 417 - marzo 2019

 

© 2012 Catherine Schield

Un asunto inacabado

Título original: Unfinished Business

 

© 2012 Catherine Schield

Más que perfecta

Título original: More Than Perfect

 

© 2012 Dolce Vita Trust

Amores y mentiras

Título original: The Wayward Son

 

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012 y 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-917-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Un asunto inacabado

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Más que perfecta

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Amores y mentiras

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–¡Tú! –la palabra brotó de sus labios en tono acusador.

–Hola, Max…

Rachel Lansing llevaba todo el día preparándose para aquel encuentro, y descubrió que era mucho peor de lo que se había imaginado. El corazón se le detuvo mientras los grises ojos de Max Case la golpeaban como si de un mazo se tratara y sus anchos hombros ocultaban la vista del vestíbulo, elegantemente decorado con tonos azul marino y verde oliva y cuadros originales en las paredes.

¿Era su imaginación o Max parecía más alto, más fuerte y más autoritario que el amante dulce y apasionado de sus recuerdos?

Tal vez su presencia le resultara imponente por el traje gris marengo y la corbata plateada, que le conferían una imagen mucho menos asequible que el hombre desnudo de sus sueños y fantasías. Tan solo el carácter público de aquella reunión le impedía dar rienda suelta a sus impulsos. Se levantó del sofá de recepción con deliberada parsimonia y mantuvo el cuerpo relajado y una expresión fría y profesional, lo que le exigió un esfuerzo hercúleo mientras el pulso se le aceleraba frenéticamente y las rodillas le temblaban.

«Contrólate. No le hará ninguna gracia que te derritas a sus pies».

–Gracias por recibirme –extendió una mano en un intento por recuperar la compostura y no se molestó cuando Max la ignoró. La palma empapada de sudor habría delatado sus nervios.

–Qué estupendo que Andrea haya dado a luz –dijo, ya que él permanecía callado y el silencio se hacía insoportable–. Y con dos semanas de adelanto… Sabrina me dijo que es niño. Le he traído esto –levantó la mano izquierda para enseñarle la bolsa azul y rosa que colgaba de sus dedos. Había comprado el regalo para la secretaria de Max semanas antes, y le dolía no poder ver la expresión de Andrea cuando lo abriese.

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Iba a encontrarme con Andrea…

–¿Trabajas para la agencia de colocación?

Rachel sacó una tarjeta de visita y se la tendió. Tuvo que alargar totalmente el brazo para salvar el metro que los separaba.

–Soy la dueña de la agencia –le explicó, sin el menor intento por disimular su orgullo.

Él pasó el dedo pulgar por la tarjeta antes de leerla.

–¿Rachel… Lansing?

–Es mi apellido de soltera –aclaró, sin saber por qué se sentía obligada a compartir con él aquella información. No iba a cambiar la actitud que mantenía hacia ella.

–¿Estás divorciada?

–Desde hace cuatro años.

–¿Y ahora diriges una agencia de colocación aquí, en Houston?

Rachel había recorrido un largo camino desde que trabajaba en un restaurante de playa en Gulf Shores, Alabama, para mantener a ella y a su hermana a base de míseras propinas. Pero, por muy próspero que fuera su negocio actual, seguía sin sentirse económicamente segura.

–Me gusta la libertad que ofrece ser mi propia jefa –le confesó, apartando la preocupación que la perseguía a todas horas–. Es un negocio pequeño, pero está creciendo.

Y aún crecería más cuando se trasladara a una oficina mayor y contratase más personal. Ya había encontrado el local perfecto. Estaba localizado en un sitio ideal y no tardarían en quitárselo de las manos. De modo que había firmado el contrato de arrendamiento el día anterior, confiando en que la comisión que obtendría por colocar a una secretaria temporal en Case Consolidated Holdings le permitiera hacer frente a los gastos. Quizá entonces pudiera empezar a hacer planes de futuro a largo plazo.

Por desgracia, el encuentro con Max hacía peligrar aquellos honorarios y la obligaba a replantearse la situación. Tal vez tendría que renunciar al local.

Ojalá Devon hubiese podido ir a aquella cita en su lugar. Era su mano derecha y un hábil negociador, pero a su madre la habían ingresado de urgencia el día anterior para extirparle la vesícula y Rachel le había dicho que se quedara con ella todo el tiempo que fuera necesario. Para Rachel, la familia siempre era lo primero.

–¿A cuántas secretarias has colocado aquí? –le preguntó Max, guardándose la tarjeta en el bolsillo de la pechera sin apartar los ojos de Rachel, cuya compostura empezaba a resquebrajarse ante aquella mirada penetrante y hostil.

–A cinco –se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para no tirarse nerviosamente del cuello, de la solapa o de los botones–. La primera fue Missy, la secretaria de Sebastian.

–¿Eso fue cosa tuya?

Rachel parpadeó con asombro ante el tono amenazador. ¿Tenía algo Max en contra de Missy? La chica llevaba cuatro años trabajando para Case Consolidated Holdings, su rendimiento era encomiable y fue su contratación la que catapultó el incipiente negocio de Rachel.

–He oído que hace poco la ascendieron a directora de comunicaciones –y que se casó con Sebastian, el hermano de Max.

–¿Quieres decir que llevas cuatro años en Houston? –le preguntó él en el mismo tono amenazante.

–Más o menos –respondió ella, cada vez más nerviosa.

–¿Por qué aquí?

Cuando se separaron en aquel pueblo costero de Alabama, Max le dejó muy claro que no quería volver a verla nunca más. ¿Se estaría preguntando si su repentina aparición en Case Consolidated Holdings se debía a un giro del destino o si todo se debía a una especie de acoso por su parte?

–Me trasladé aquí por mi hermana. Se matriculó en la Universidad de Houston, hizo muchos amigos y nos pareció lo más sensato instalarnos aquí después de que se graduara.

Daba a entender que no tenían amigos donde habían vivido antes. Los ojos de Max brillaron de curiosidad, y Rachel sintió que su mirada le abrasaba la piel. Habían pasado cinco años desde que lo viera por última vez y la reacción de su cuerpo seguía siendo la misma.

–Tengo tres clientes en este edificio –le dijo ella, intentando recuperar su confianza con un tono firme y seguro. Se había pasado los últimos diez años tratando con ejecutivos y sabía exactamente cómo manejarlos–. Que haya colocado aquí a cinco secretarias y que en todo este tiempo no nos hayamos tropezado debería confirmarte que mi interés por tu empresa es puramente profesional.

Él la observó como si fuera un policía.

–Hablemos.

–Creía que ya lo estábamos haciendo –dijo ella, y enseguida se mordió el labio por pasarse de lista.

Hubo un tiempo en que a Max le hacían gracia sus insolencias, pero dudaba que siguiera siendo igual. Cinco años era mucho tiempo para seguir enfadado con alguien, pero si había alguien capaz de lograrlo… era Max Case.

–En mi despacho.

Se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas por el pasillo, sin mirar si ella lo seguía. Era un hombre autoritario y siempre esperaba que lo obedecieran sin rechistar. Sobre todo cuando estaban en la cama… diciéndole dónde colocar las manos, cómo mover las caderas, qué zonas de su cuerpo necesitaban más atenciones…

El deseo le hirvió la sangre y le paralizó los músculos. ¿Qué demonios estaba haciendo? Los recuerdos de los cuatro días que pasó con Max descansaban en la tumba junto a sus sueños y fantasías infantiles. Había abjurado temporalmente de los hombres y el sexo y de momento así debía seguir siendo. Recrearse en las fantasías eróticas que Max le provocaba sería el colmo de la estupidez si confiaba en mantener una relación profesional con él.

Max desapareció tras una esquina. Era su oportunidad para salir corriendo, esgrimir alguna excusa y enviar a Devon a que hiciera la entrevista al día siguiente.

No. De ningún modo. Podía hacerlo ella. Y tenía que hacerlo. Su futuro dependía de aquella comisión. Cinco años atrás aprendió una dura lección al huir de los problemas.

En la actualidad, encaraba de frente todas las dificultades que le salieran al paso. Su empresa, Lansing Employment Agency, necesitaba desesperadamente aquella comisión, y para ello debía llegar a un acuerdo con Max. Solo entonces podría instalarse en su nueva oficina y celebrarlo con una botella de champán y un largo baño de espuma.

Obligó a sus pies a moverse y paso a paso fue ganando confianza. Durante cuatro años se había estado abriendo camino a base de sudor y esfuerzo. Convencer a Max de que Lansing era la agencia de colocación adecuada solo sería uno más de tantos obstáculos, y cuando llegó al enorme espacio de Max volvía a estar concentrada en su objetivo.

–¿Te has perdido? –le preguntó él.

–Me detuve en la mesa de Sabrina y le pedí que le enviase a Andrea el regalo para el bebé.

Recorrió el despacho de Max con la mirada, sintiendo una gran curiosidad por aquel hombre de negocios de cuya carrera profesional no sabía nada. En los cuatro días que pasaron juntos él le habló de su familia y de su afición por los coches de carreras, pero se negó a hablar de trabajo. No fue hasta que Rachel conoció a Sebastian y advirtió el parecido familiar que supo que su examante era el Max Case de Case Consolidated Holdings.

De las paredes colgaban fotos de Max junto a una serie de coches de carreras, sonriente, con el casco bajo el brazo y un mono azul marino que se ceñía a sus esbeltas caderas y anchos hombros. A Rachel se le aceleró el pulso ante la arrebatadora imagen. En un estante se veían unos cuantos trofeos y varios libros de coches.

–Te has cortado el pelo –observó Max, cerrando la puerta.

Rachel intentó leer su expresión, pero él se protegía tras una máscara impasible y sus ojos eran como los muros de una fortaleza inexpugnable. Sin embargo, el comentario le provocó un hormigueo de emoción.

–Nunca me ha gustado llevarlo largo –respondió. A su marido, en cambio, sí que le gustaba.

Un atisbo de sonrisa pareció asomar a los labios de Max. ¿Habría reconocido el intento de Rachel por camuflarse? Pelo corto, traje pantalón de color gris, zapatos de suela plana, un reloj sencillo, nada de joyas y con un mínimo de maquillaje. En conjunto, tan sosa como un boniato pero impecablemente profesional. Nunca había sido la fantasía sexual de ningún hombre. Para la mayoría de los chicos era demasiado alta, y para el resto era demasiado flaca y de pecho plano. Lo máximo a lo que había podido aspirar en el instituto fue una buena amistad con los chicos, con quienes había crecido jugando al fútbol, al baloncesto y al béisbol.

Por ello seguía sin comprender por qué un hombre como Maxwell Case, quien podría tener a cualquier mujer que deseara, la había elegido a ella en una ocasión.

Una enorme mesa de cerezo dominaba el espacio delante de la ventana. Parecía un mueble demasiado anticuado para Max, a quien era más fácil imaginarse sentado tras una mesa de diseño de cristal y patas cromadas. En vez de dirigirse hacia el escritorio, Max se sentó en el sofá que ocupaba una pared del despacho y señaló un sillón. A Rachel no le gustó aquella actitud informal y se acomodó en el borde del asiento. Mantuvo el maletín en su regazo, como si fuera un escudo, para recordarse que estaba en una reunión de negocios.

–Necesito una secretaria que empiece mañana a primera hora.

Rachel no se había esperado que Andrea diese a luz con dos semanas de adelanto. En aquellos momentos no tenía a nadie disponible para cubrir el puesto al día siguiente.

–Tengo a la persona indicada, pero no podrá empezar hasta el lunes.

–Imposible.

A Rachel la dominó el pánico al ver cómo se esfumaba su ansiada comisión.

–Solo serán dos días… Seguro que puedes arreglártelas sin una secretaria hasta el lunes.

–Ya estamos hasta el cuello por la baja de Andrea. Hay que preparar los presupuestos del año que viene y necesito a alguien con capacidad de organización que pueda trabajar contrarreloj –clavó su mirada en ella–. Alguien como tú… Tú eres la persona que necesito.

El centelleo de los ojos de Max prendió una llamarada en el interior de Rachel. Cinco años atrás un fuego similar había calcinado su instinto de conservación y había reducido su sensatez a cenizas. Se había arrojado en brazos de Max sin pensar en las consecuencias y el resultado fue que él acabó odiándola. Lo miró a los ojos y descubrió que su furia no se había mitigado lo más mínimo con el paso de los años. Al parecer, el tiempo no lo curaba todo. En el caso de Max tan solo había afilado su resentimiento hasta convertirlo en una peligrosa arma con la que cobrarse su anhelada venganza.

Apretó la mandíbula y trató de contener la ola de pánico que amenazaba su tranquila existencia.

–No puedes tenerme.

 

 

La declaración quedó flotando en el aire. Pero Max sí que podía tenerla. La elección era de él, no de ella.

La tensión vibraba entre ellos y la fragancia del perfume de Rachel despertaba los recuerdos de un deseo olvidado.

–¿De verdad estás dispuesta a arriesgarte a decepcionar a un cliente?

–No –los pómulos de Rachel se cubrieron de rubor–. Pero no puedo abandonar mi negocio para ser tu secretaria.

–Contrata a alguien para que te sustituya –mostró los dientes en una fría sonrisa–. Qué irónico, ¿no?

Podía ver cómo la profesionalidad de Rachel empezaba a resquebrajarse.

–No estás siendo razonable.

–Claro que sí. Seguro que si llamo a otra agencia tendrán lo que necesito –los ojos de Rachel se abrieron muy reveladoramente, dándole a entender lo desesperada que estaba por conseguir aquella contratación.

–Lansing Employment tiene lo que necesitas –le aseguró entre dientes.

Él guardó silencio mientras ella lo observaba fijamente. El instinto lo acuciaba a mandarla a paseo, como haría con cualquier otra proveedora que no pudiera ofrecerle exactamente lo que necesitaba.

Pero había asuntos inacabados entre ellos. En algún momento durante los últimos cinco minutos Max había decido que necesitaba terminar definitivamente con ella. El breve romance que habían compartido no fue suficiente para sofocar la pasión, y por mucho que le molestara reconocerlo, la seguía deseando. ¿Por cuánto tiempo? Era un misterio, aunque por experiencia sabía que su interés rara vez duraba más de dos meses.

Y cuando se cansara de ella, rompería de una vez por todas.

–Muy bien –aceptó ella con cara de pocos amigos–. Seré tu secretaria durante dos días.

–Estupendo.

Rachel se levantó y se dispuso a marcharse, pero algo la retuvo.

–¿Por qué haces esto?

–¿Hacer qué? –preguntó él.

–Exigirme que sea tu secretaria hasta que encuentre una sustituta.

–Estás aquí. Lo veo como la solución más oportuna.

El volumen actual de trabajo lo estaba aplastando. Sus encargados habían acabado las previsiones y le habían enviado las cifras para el presupuesto del año próximo. En plena recesión económica el control de gasto y el incremento de ventas eran más importantes que nunca. Case Consolidated Holdings poseía más de una docena de empresas, cada una dedicada a un mercado distinto. Era todo un desafío recoger y analizar los datos de varias fuentes, ya que cada entidad operaba independientemente con sus propios parámetros y planes estratégicos.

Andrea conocía los entresijos del negocio tan bien como él, y su ausencia podía causar estragos irreparables.

–¿Seguro que solo es por eso? –le preguntó Rachel.

Max dejó de preocuparse por los plazos de tiempo y se recordó que su grave carencia de personal era solo parte de la razón por la que le había insistido a Rachel que fuese su secretaria temporal.

–¿Por qué otra cosa iba a ser?

–A lo mejor para vengarte por la forma en que acabó lo nuestro…

–Solo son negocios –repuso él. Que ella sospechara de sus motivos le añadía emoción al juego.

–Entonces, ¿ya no estás enfadado conmigo?

Desde luego que lo estaba. Y mucho.

–¿Después de cinco años? –preguntó él, negando con la cabeza.

–¿Estás seguro?

–¿Dudas de mi palabra? –espetó, pero su irritación no pareció causar el menor efecto en ella.

–Hace cinco años me dejaste muy claro que no querías volver a verme.

–Eso fue porque tú no me dijiste que estabas casada –intentó mantener un tono suave y tranquilo, pero no era suficiente para ocultar su ira–. A pesar de haberte dicho lo que pensaba de la infidelidad y de contarte cómo acabaron mis padres… me implicaste en una aventura extramatrimonial sin mi conocimiento.

–Había dejado a mi marido.

Max respiró profundamente para aliviar el repentino dolor que le traspasaba el pecho.

–No dudaste en volver con él cuando se presentó.

–Las cosas se complicaron…

–Yo no vi ninguna complicación. Solo vi mentiras.

–Estaba pasando por unos momentos muy duros. Conocerte me permitió olvidar mis problemas por un tiempo.

–Me usaste.

Ella ladeó la cabeza y lo miró bajo sus largas pestañas.

–Nos usamos el uno al otro.

Max la miró de arriba abajo. No era la mujer más hermosa que hubiera conocido. Tenía la nariz demasiado estrecha y la barbilla demasiado puntiaguda. Escondía su amplia frente con el flequillo y su cuerpo carecía de las curvas que a él tanto le gustaban en una mujer. Pero había algo irresistiblemente exótico y sensual en sus labios carnosos. Y le encantaba darle mordisquitos en su largo y esbelto cuello.

No se sorprendió al sentir una descarga de deseo, tan intensa que llegaba a ser dolorosa. Desde el primer momento había ardido entre ellos una química que lo arrasaba todo, y al verla en el vestíbulo supo que nada había cambiado.

Las dudas lo asaltaron por un instante. ¿Volverían a abrirse las viejas heridas si pasaba tiempo con ella? Perderla la vez anterior fue un golpe tan duro que tardó meses en recuperarse. Claro que por aquel entonces él aún creía en el amor y en el matrimonio, a pesar de las dolorosas lecciones sobre la infidelidad que había aprendido de su padre.

Gracias a Rachel, su corazón se había cerrado y sellado contra cualquier intromisión.

–¿A qué hora debo estar aquí mañana?

–A las ocho.

Rachel se dirigió hacia la puerta y él le recorrió con la mirada el práctico traje de color gris. Una sola palabra daba vueltas y más vueltas en su cabeza.

Divorciada…

Ella dudó un momento en la puerta y se giró a medias.

–Dos días –le dijo por encima del hombro en un tono firme y sereno–. Ni uno más.

Y dicho eso desapareció de su vista sin mirar atrás. Tan sexy e inaccesible como él la recordaba, rodeada por aquella aura de impenetrabilidad que la envolvía incluso cuando Max estaba dentro de ella.

Max era un hombre acostumbrado a tener a cualquier mujer que deseara y se había quedado fascinado por la elusiva esencia de aquella criatura inalcanzable que nunca llegó a ser realmente suya. Habían pasado cuatro días juntos, sin separarse un solo instante, avivando una pasión voraz y un deseo insaciable. Pero por mucho placer que él le proporcionara, por muchos orgasmos que ella tuviese entre sus brazos, en ningún momento pudo acercarse a su alma.

No fue hasta que ella lo abandonó para volver con su marido que entendió la razón.

Rachel no era la dueña de su alma y por tanto no podía entregársela. Pertenecía al hombre con el que se había comprometido y al que amaba.

La ira lo catapultó del sillón y lo lanzó hacia la puerta para cerrarla con un portazo, sin preocuparse por lo que pensaran en la oficina de aquel arrebato. La mano aún le temblaba cuando la apoyó en la pared.

Maldita fuera Rachel por reaparecer en su vida.

Y maldito fuera él por alegrarse.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Rachel cruzó a toda prisa las puertas de Lansing Employment Agency y saludó con la cabeza a la recepcionista. No se detuvo a charlar con ella, como de costumbre, sino que entró directamente en su despacho y se dejó caer en la silla. No fue hasta que hubo borrado la mitad de la bandeja de entrada del correo electrónico cuando se dio cuenta de que no había leído ninguno de los mensajes. Apoyó los brazos en la mesa y la frente en los antebrazos. Estaba a punto de echarse a llorar.

–No ha ido bien, ¿eh? –le preguntó un hombre desde el pasillo.

Rachel negó con la cabeza sin levantar la mirada.

–Ha sido horrible.

–Pobrecita… Vamos, cuéntaselo todo a Devon.

Con gran esfuerzo, Rachel se enderezó y miró al hombre que se sentaba frente a ella. Iba impecablemente vestido, con un traje gris, camisa lavanda y una carísima corbata morada, pero las manchas oscuras bajo los ojos revelaban que había pasado la noche en vela.

–¿Cómo está tu madre? –le preguntó Rachel.

–Bien. Mi hermana acaba de llegar de Austin y está en el hospital con ella –Devon se recostó en la silla y cruzó una pierna sobre la otra–. Bueno, dime, ¿tan mal ha ido en Case Consolidated Holdings?

–Peor de lo que esperaba.

–Vaya… ¿no nos han contratado?

–Sí –Rachel tenía los ojos tan secos e irritados que parpadeó unas cuantas veces para intentar humedecerlos, pero entonces recordó todo lo que había llorado por Max cinco años atrás. Lo más probable era que se le hubieran agotado las lágrimas.

–Entonces, ¿cuál es el problema?

–Max Case necesita una secretaria inmediatamente.

–Pero ahora mismo no tenemos a nadie.

Rachel puso una mueca.

–Por eso voy a ocuparme yo personalmente hasta que encontremos a alguien.

–¿Tú? –Devon dejó escapar una carcajada.

Nadie sabía lo que había sucedido entre Max y ella en Gulf Shores. Rachel había pensado que si lo mantenía en secreto nadie podría criticarla por haber escapado a la farsa de su matrimonio y haberse acostado con un desconocido. Así, aquellos cuatro días de ensueño permanecerían perfectos en su memoria.

Pero había cometido un grave error al iniciar una aventura con Max antes de acabar legalmente con su matrimonio. Y el precio a pagar había sido muy caro.

–Era la opción más conveniente –la palabra le dejó un sabor amargo en la lengua. ¿Por qué le molestaba no ser más que una opción conveniente para Max? ¿De verdad se había esperado que él la siguiera deseando después de haber hecho que traicionara sus principios?

Aquellos días en brazos de Max habían sido maravillosamente mágicos. No se había sentido tan segura desde la muerte de su padre. Era como si Max y ella viviesen en una burbuja de felicidad, aislados del mundo y su cruda realidad.

Todo era perfecto.

Hasta que Brody apareció con sus amenazas y la arrastró de vuelta a Mississippi.

–Espero que le hayas dicho que no.

–No exactamente.

–¿Qué quieres decir? –Devon frunció el ceño, como si estuviera asimilando la situación.

–No me dejó alternativa. He firmado el contrato de arrendamiento de la nueva oficina. Necesitamos la comisión de esta contratación para poder mudarnos.

–¿Has aceptado?

–Me puso contra la espada y la pared –Rachel se recostó en la silla y en ese momento recordó que el mecanismo estaba roto. Rápidamente se echó hacia delante para no acabar con el trasero en el suelo.

Devon la observó con preocupación.

–No entiendo por qué quieres que seas tú. Podría llamar a cualquier otra agencia.

Rachel dudó. Por muy bien que le cayera Devon no se sentía cómoda hablando con él de su pasado. Cinco años atrás había sido una persona muy distinta. Si le contara cómo conoció a Max tendría que explicarle los errores que había cometido y que no dejaban de acosarla.

–Nos conocimos hace tiempo.

–¿Os conocisteis? –repitió Devon, frunciendo aún más el ceño–. ¿Por temas de trabajo? ¿Como amigos? –entornó los ojos con desconfianza–. ¿Salisteis juntos?

Rachel odiaba remover el pasado, pero era hora de poner las cartas sobre la mesa. Devon merecía saber la verdad. Había estado con ella desde el principio y su ayuda había sido fundamental para levantar el negocio. Tanto, que Rachel tenía pensado convertirlo en su socio cuando se instalaran en la nueva oficina.

En caso de que llegaran a instalarse…

–No se puede decir exactamente que saliéramos juntos, pero… –se puso a darle vueltas al bolígrafo sobre la mesa.

–Te acostaste con él –dedujo Devon.

–Sí.

Levantó la vista del bolígrafo plateado y se encontró con la expresión de Devon. Parecía tan pasmado que Rachel no supo si reír o indignarse.

–No pongas esa cara. No siempre he sido la empresaria estirada que soy ahora. Hubo un tiempo en que era joven y romántica –y estúpida, añadió para sí.

–¿Cuándo?

–Un largo fin de semana hace cinco años.

Devon torció el gesto.

–¿Qué? –le preguntó ella.

–No, nada. Es solo que… me sorprende que Max se acuerde de ti, cuando todo el mundo sabe que no le faltan mujeres.

–En circunstancias normales seguramente se habría olvidado de mí –murmuró. Muy a menudo había pensado que lo suyo con Max solo había sido una breve aventura. Desde que se trasladó a Houston había aprendido mucho sobre el hombre que le hizo perder la cabeza, y a menudo se había preguntado cómo se sentiría si volviera a encontrárselo y él no la reconociera–. Pero no acabamos muy bien y se enfadó mucho conmigo…

–¿Por qué?

–Porque no le dije que estaba casada.

A Devon se le volvió a quedar cara de tonto.

–Llevamos cuatro años trabajando juntos y es la primera vez que oigo esto.

Rachel se frotó con el pulgar el dedo anular de la mano izquierda. Cuatro años después seguía sintiendo el tacto del anillo de oro y recordando lo equivocada que estuvo al ignorar su instinto. No volvería a cometer el mismo error.

–Es una parte de mi pasado de la que prefiero no hablar –cinco años más y sería completamente libre. O al menos económicamente, porque las cicatrices emocionales la acompañarían el resto de su vida.

–¿Ni siquiera si te digo que moriré de curiosidad si no me lo cuentas?

–Ni siquiera –dijo Rachel, riendo. Le encantaba el gusto de Devon por el melodrama, y su compañía siempre la animaba y le impedía tomarse las cosas muy en serio. Sobre todo porque Rachel siempre había tenido tendencia a hacer una montaña de un grano de arena.

–¿Crees que Max intenta algo contigo?

De un tema indeseado pasaban a otro peor.

–Lo dudo.

–No sé… –Devon le lanzó una mirada de sorpresa y desconfianza–. Que quiera contratarte como su secretaria, aunque solo sea por un par de días, no parece propio de un hombre de negocios tan serio y eficiente como Max Case.

Rachel suspiró profundamente.

–Sea como sea, no hay nada que yo pueda hacer. Además, te las apañarás muy bien sin mí. Lansing Employment no sería lo que es sin tu esfuerzo y dedicación.

–Ya, ya… Soy genial, pero el mérito ha sido cosa tuya. Yo solo te he acompañado en tu camino al éxito.

Y menudo camino había sido. Al montar el negocio había tenido que trabajar como camarera los fines de semana para pagar el alquiler y llevar comida a casa.

Pero si conseguía llegar a un buen acuerdo con Case Consolidated Holdings, podrían instalarse en el centro de Houston y el negocio subiría como la espuma. Por eso debía hacer lo necesario para ganarse el favor de Max.

–Solo espero que sepas lo que haces –dijo Devon, levantándose.

–Sé muy bien lo que hago –el estómago le dio un vuelco al pronunciar aquellas palabras, pero sofocó rápidamente la sensación. Era una profesional y no iba a permitir que las emociones volvieran a entrometerse. La primera vez acabó con el corazón destrozado. Una segunda vez causaría daños irreparables.

 

 

–¿Sabes que eres un sinvergüenza, rastrero y sin escrúpulos?

Max Case apartó la vista de la foto del ordenador y le sonrió a su mejor amigo.

–Me han llamado cosas peores.

Era viernes, al filo del mediodía. Max se había pasado las últimas treinta y seis horas alternando la admiración por la profesionalidad de Rachel con una profunda frustración por no poder dejar de imaginársela retorciéndose bajo él en el sofá.

–Llevaba cinco años detrás de Sikes para que me vendiera su coche –se quejó Jason Sinclair, fijándose en la foto de Max junto a un descapotable amarillo–. Y de pronto vas tú y me lo birlas bajo mis narices.

–Yo no te he birlado nada. Simplemente le ofrecí un buen precio al tipo y él no se lo pensó.

–¿Cuánto?

Max negó con la cabeza. No iba a decirle a Jason la verdad. No estaba seguro de por qué había ofrecido aquella disparatada suma. Solo sabía que Bob Sikes había conducido el coche desde 1971 y no iba a desprenderse de él así como así. Era uno de los clásicos más codiciados del mercado, pues solo se fabricaron siete. A principios de los setenta los descapotables eran demasiado caros, demasiado pesados y demasiado lentos para interesar a los amantes de las carreras. Con el paso de los años se convirtieron en valiosas reliquias. Y Max había conseguido hacerse con una de ellas.

–¿Estás listo para que te patee el trasero en la carrera de mañana? –formuló la pregunta para distraer a su amigo.

–Pareces muy seguro de ti mismo para haber perdido la última carrera… Recuerda que voy por delante de ti en la clasificación.

–Por ahora.

Max y Jason habían estado compitiendo desde que tuvieron edad suficiente para conducir. Los dos compartían la misma determinación y habilidad, por lo que cualquiera de ellos podía alzarse con la victoria. Durante los dos últimos años Max había superado a Jason en puntos, y al igual que hacían los corredores de antaño los dos amigos competían por los coches. El que quedaba con menos puntos al final de la temporada perdía su vehículo. Pero Max sabía muy bien que a su mejor amigo le fastidiaba más quedar segundo que renunciar a su coche de carreras.

Jason adoptó una pose fanfarrona.

–Si crees que este año vas a liderar otra vez la clasificación estás muy equivocado.

Antes de que Max pudiera responder, Rachel apareció en la puerta de su despacho. Llevaba un austero traje pantalón azul marino y una sencilla blusa blanca, pero a Max se le aceleró el pulso igual que si se hubiera presentado con un vestido de noche y una insinuante sonrisa.

–Lo siento –se disculpó ella rápidamente–. No sabía que tenías compañía.

Max le hizo un gesto para que entrase.

–¿Tienes las cifras que necesito?

Rachel dio un paso y volvió a detenerse.

–He actualizado el informe –miró un momento a Jason–. Tienes una entrevista a las dos y te he enviado por email el currículum de la solicitante. Maureen tiene mucha experiencia en finanzas y en análisis de mercado. Creo que será la secretaria perfecta.

–Ya lo veremos.

Los labios de Rachel se apretaron en una fina línea.

–Sí, ya lo verás.

Salió del despacho con la cabeza muy alta y Max sonrió al verla alejarse. Cuando se enfadaba adoptaba una pose muy sexy.

Oyó que Jason mascullaba algo en voz baja y vio que también él seguía a Rachel con la mirada.

–¿Qué?

–Esa era Rachel Lansing… ¿Qué está haciendo aquí?

–Es mi secretaria.

–¿Te has vuelto loco o qué?

Probablemente. Pero Jason no sabía nada de la aventura que había tenido con Rachel. Nadie lo sabía. Habían sido cuatro días demasiado cortos, demasiado intentos y con un final demasiado doloroso como para compartirlo con nadie. Y después de haber criticado durante años las infidelidades de su padre, ¿cómo podía confesarles a sus familiares y amigos que había tenido una aventura con una mujer casada y no parecer un hipócrita?

–¿Por qué lo dices?

–Esa mujer es una casamentera.

–¿Una qué? –examinó el rostro de Jason en busca de algún gesto burlón, pero su amigo parecía hablar totalmente en serio.

–Lansing Employment Agency es una agencia matrimonial.

–¿Estás de broma?

–No me mires así –le advirtió Jason en tono severo–. No sabes con quién estás tratando.

Max se frotó los ojos y suspiró.

–En estos momentos estoy tratando con un lunático –lo dominaba una mezcla de confusión y regocijo. Nunca había visto a su amigo comportarse de aquella manera.

–No tiene gracia.

A Max se le escapó una carcajada.

–Siéntate en mi sillón un momento y verás que sí tiene gracia.

–Mi padre recurrió a Lansing para contratar a una secretaria el año pasado –le explicó Jason–. Y seis meses después se casó con ella.

–Tu padre era viudo desde hacía quince años. Me sorprende que tardara tanto en volver a casarse. Además, Claire es muy guapa.

–Esa no es la cuestión. Todas lo son.

–¿Y qué? ¿Acaso se trata de una conspiración o algo así?

–Sí –Jason clavó la mirada en Max y se infló el pecho de aire–. ¿Crees que estoy loco?

–Totalmente.

–Conozco a otros cinco tipos que contrataron a sus secretarias a través de Lansing y acabaron casándose con ellas. Y a dos más que conocieron a sus futuras mujeres en el trabajo. Todas ellas obtuvieron sus empleos gracias a Lansing Employment Agency… Incluido tu hermano –apretó los labios–. ¿Todavía crees que estoy loco?

–¿Cómo has descubierto todo eso?

Jason se encogió de hombros.

–Me puse a investigar la agencia después de que a mi padre se le empezaran a ir los ojos detrás de Claire.

–¿Y qué averiguaste?

–Su reputación es intachable… y su récord, insuperable.

–¿Su récord de qué?

–De convertir a secretarias en esposas.

–¿No te parece que ocho matrimonios es una cifra insignificante entre cientos de contrataciones?

–No si comparas el número de ejecutivos casados con secretarias casadas con el de ejecutivos solteros con secretarias solteras.

–Me he perdido.

–La mayoría de los ejecutivos ya están casados, así que contemplas las cifras desde esa perspectiva…

–Son mucho más reveladoras.

Jason levantó las manos y se recostó en la silla con una sonrisa de alivio.

–Exacto.

A Max le seguía costando ver a Rachel como casamentera.

–Conmigo no tienes de qué preocuparte. Llevo una coraza contra las flechas de Cupido.

–No estés tan seguro.

–Al contrario. De nada estoy más seguro.

–¿Qué te apuestas?

Max sintió la misma descarga de adrenalina que lo invadía al comienzo de una carrera.

–¿En qué has pensado?

–Tu Cuda del 71.

–¿No te parece un poco excesivo? Si pierdo la apuesta no solo habré perdido mi libertad, sino el coche más valioso de mi colección –de repente ya no le parecía todo tan divertido–. ¿Qué clase de mejor amigo eres?

–La clase de amigo que quiere lo mejor para ti. Puede que no te esforzaras mucho por mantenerte soltero, pero harías lo que fuera por conservar ese coche.

Una lógica muy interesante e imposible de rebatir.

–¿Y si gano la apuesta?

Fue el turno de Jason de fruncir el ceño.

–¿Quieres mi Corvette del 69? –sacudió la cabeza–. Acabo de adquirirlo.

Max estaba impaciente por arrebatárselo.

–¿De qué tienes miedo?

–Muy bien. Trato hecho –Jason se levantó y se estrecharon la mano por encima de la mesa–. Cuando te hayas casado con la mujer de tus sueños te echaré de menos, amigo. Pero al menos tendré el Cuda del 71 para recordarte.

 

 

 

Rachel se sentó frente a su mesa, junto al despacho de Max, e intentó concentrarse mientras los nervios y la voz de la conciencia la acosaban. Durante los dos últimos días Max había mantenido una actitud escrupulosamente profesional y no había hecho la menor referencia a su pasado. Pero la intensa mirada que le echaba en determinados momentos le insinuaba que aún no había acabado con ella… ni mucho menos.

A pesar de que Max le había asegurado lo contrario, Rachel sospechaba que sus motivos para contratarla como secretaria temporal eran más personales que otra cosa. Tal vez quisiera seducirla para acostarse con ella, saciar sus deseos y luego abandonarla de la misma manera que creía que ella lo había abandonado. No estaba siendo paranoica. Max no era alguien que perdonara fácilmente, como sí lo hacía su hermano menor, Nathan, y su padre.

Por lo que había aprendido de sus fuentes en Case Consolidated Holdings, la tensión entre los hermanos Case había aumentado desde que Nathan apareciera en la ciudad un año antes. Sabía por Max que los rencores entre los hermanos mayores y su hermano ilegítimo se remontaban a mucho tiempo atrás. Pero Andrea le había contado que la relación entre Sebastian y Nathan había mejorado mucho últimamente.

Si Max era incapaz de olvidar el pasado en lo concerniente a su familia, jamás podría perdonar a una mujer a la que apenas conocía.

Apartó sus preocupaciones y se concentró en algo que pudiera controlar. Max tenía un viaje concertado para la semana próxima. El hotel y el vuelo ya estaban reservados, pero había que pedir un coche de alquiler, realizar una presentación en PowerPoint y ocuparse de otros muchos detalles.

El teléfono empezó a sonar y la inquietud se apoderó de ella al ver el número de Devon en la pantalla.

–Dime que todo va perfectamente –lo acució sin saludar.

–Pareces nerviosa –dijo Devon en tono divertido–. ¿Max te está hacienda la vida imposible, tal vez?

Mientras Devon se reía con sus chistes, Rachel entró en el ordenador usando la contraseña de Andrea. En aquel momento Max estaba entrevistando a una candidata para el puesto de secretaria temporal. Si todo salía bien, Rachel no tendría que solicitar una contraseña al departamento de informática. Examinó los contactos de la secretaria en busca del número del restaurante que había en el mismo edificio. Por lo visto, Max pedía que le subieran la comida casi todos los días. Los contactos de Andrea le daban una idea muy precisa sobre las actividades e incluso los gustos de Max. Restaurantes, floristerías, joyerías… Le gustaba agasajar a las mujeres, eso estaba claro. Hizo clic en un restaurante al que siempre había deseado ir pero que estaba más allá de sus posibilidades y vio el nombre del encargado, la mesa que siempre elegía Max y su vino favorito.

Era todo un mujeriego. Rachel no había conocido aquella faceta suya en los días que pasaron juntos en la playa, aunque se lo había imaginado al instalarse en Houston. Max no lo sabía, pero ella lo había visto en acción durante los primeros días de estancia en la gran ciudad.

Debía extremar las medidas de seguridad para proteger su corazón, especialmente si Max pretendía iniciar algo con ella a modo de represalia.

–¿… Maureen?

Devon le había estado hablando mientras ella se perdía en sus divagaciones.

–Lo siento, Devon. No estaba escuchando. ¿Qué me has preguntado?

–¿Qué ha pasado con Maureen? ¿Va a contratarla?

–Hace diez minutos que entró en el despacho de Max. La ha tenido esperando media hora.

–Tranquila. Sus referencias son impecables y Max podrá ver por sí mismo que es la secretaria que necesita.

–Eso espero.

No tuvo que esperar mucho para averiguarlo. Cinco minutos después de colgar, Maureen salió del despacho de Max y se dirigió hacia la mesa de Rachel, quien no supo si sentir alivio o preocupación por la brevedad de la entrevista.

–¿Cómo ha ido?

–No parece que le haya gustado mucho –respondió la bonita mujer pelirroja.

–Cuesta mucho entender a Max, pero seguro que le has causado muy buena impresión y que te ofrecerá el puesto –intentó mantener un tono animado y optimista–. Hablaré con él y te llamaré más tarde.

–Gracias.

Maureen se marchó y Rachel entró en el despacho de Max.

–¿Verdad que es genial? Tiene una licenciatura en Empresariales, cinco años de experiencia en una correduría y…

–No es una persona emprendedora.

¿Cómo había llegado a esa conclusión tras quince minutos de entrevista?

–No es eso lo que afirman sus referencias.

–Necesito a alguien con iniciativa. Busca a otra persona.

Rachel ocultó los puños apretados a la espalda e intentó relajar los hombros y la cara mientras pensaba en otra candidata.

–Te mandaré otra candidata para que la entrevistes el lunes.

–¿Soltera?

La pregunta la pilló completamente desprevenida.

–La ley nos prohíbe indagar en su estado civil.

–Pero puedes fijarte si llevan anillo para saber si están casadas o no.

–Supongo… –no sabía qué responder. ¿Qué quería exactamente Max? ¿Una secretaria soltera a la que poder seducir? No le parecía muy probable. Max podía ser un mujeriego, pero se tomaba su trabajo extremadamente en serio–. Es soltera –dijo con un suspiro–. ¿Satisfecho?

–Tu agencia tiene merecida fama… –no pareció decirlo como un cumplido.

–Por proporcionar lo mejor.

–Por emparejar a las secretarias con sus jefes.

–¿Cómo dices? –sin duda había oído mal–. Yo llevo una agencia de colocación, no una agencia de contactos.

–¿Y cuántos de tus clientes han acabado casándose con las secretarias que les has proporcionado?

–No sé… –su confusión crecía por momentos. ¿Qué tipo de pregunta era aquella?

–Ocho, incluyendo a Sebastian y Missy.

El tono acusatorio la desconcertó aún más. ¿Acaso se pensaba que…? La verdad, no sabía lo que a Max se le pasaba por la cabeza. ¿Creía que su empresa era una agencia de contactos? ¿Se había vuelto loco?

–No pongas esa cara de asombro –murmuró él.

–¿Y qué cara quieres que ponga? ¿Cómo sabes eso?

–Un amigo mío se preocupó de investigar un poco tu modesta empresa –pronunció la última palabra en un tono de manifiesto desdén.

Rachel vaciló un momento, pero afortunadamente primó su profesionalidad y consiguió sofocar sus impulsos.

–Te aseguro que no me dedico a emparejar a mis clientes ni a nadie –se irguió en toda su estatura y lo miró duramente a los ojos–. Mi empresa se ocupa exclusivamente de proporcionar a las mejores candidatas para un puesto. Si después resulta que un jefe y una secretaria son compatibles a otros niveles, eso ya es pura coincidencia –se estremeció por dentro. Si se corría la voz de que se daba una relación amorosa entre sus clientes y sus secretarias, estaría acabada–. Pero si te preocupa verte a ti mismo en una situación similar, me comprometo a mandarte únicamente secretarias casadas.

Advirtió su error en cuanto las palabras salieron de su boca. Max apretó los labios y endureció su mirada.

Tiempo atrás Rachel había estado casada y él se había enamorado de ella… Bueno, tal vez «enamorarse» fuera decir demasiado. Habían disfrutado de cuatro días espectaculares y él había mostrado interés en seguir viéndola.

–O secretarias mayores y feas –añadió de manera poco convincente.

Él arqueó una ceja hasta casi rozar el mechón de pelo castaño y ondulado que le caía sobre la frente, y la profesionalidad de Rachel se vio en peligro de resquebrajarse bajo el enorme atractivo de Max. Por suerte, la severa expresión de su boca le recordaba la forma tan poca amistosa en que se habían separado.

–El lunes te mandará más candidatas –murmuró, y el alma se le cayó a los pies al darse cuenta de que estaba actuando como si fuera la secretaria fija de Max.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

El lunes llegó y pasó y a Max seguían sin gustarle ninguna de las candidatas que Rachel le enviaba para entrevistarlas. Rachel no llegó a casa hasta las seis y media, muerta de hambre y deseando probar el chili de su hermana. Gracias a Dios le tocaba cocinar a Hailey aquel día, porque de lo contrario no cenarían hasta medianoche.

Entró por la puerta de la cocina y husmeó en busca del olor a picante que prometía tres grandes vasos de leche para poder digerir la comida. No había ninguna cazuela con agua hirviendo en el fuego ni ningún pan de maíz enfriándose en la rejilla. A Rachel le rugieron las tripas con hambre y frustración. ¿Cómo era posible que Hailey no hubiese empezado a preparar la cena?

–Ya estoy en casa –exclamó mientras dejaba el maletín junto a la puerta y se quitaba la chaqueta–. Siento llegar tarde. El nuevo jefe es un adicto al trabajo y…

Las palabras murieron en su garganta al entrar en el pequeño salón y ver la expresión de su hermana. Hailey estaba sentada en el borde de la vieja mecedora de su padre, con las palmas juntas y apretadas entre las rodillas. La butaca era el único mueble que habían conservado tras la muerte de su padre. Eso, y el álbum de fotos familiares.

Hailey levantó la mirada y a Rachel se le revolvió el estómago. Solo había una persona en el mundo capaz de provocarle aquella mueca de miedo y asco a su hermana.

Y aquella persona estaba sentada en el sofá. Había engordado desde que Rachel lo vio por última vez, cuatro años atrás, y su aspecto juvenil y desenfadado había desaparecido definitivamente bajo su crueldad y avaricia innatas. Seguía vistiendo como el hijo de un poderoso y acaudalado empresario: pantalones negros, un polo blanco y un jersey azul sobre los hombros. En conjunto parecía una persona afable e inofensiva… hasta que uno se acercaba lo suficiente para advertir el brillo demoniaco de sus ojos.

–¿Qué haces aquí?

Él esbozó una gélida sonrisa.

–¿Esa es forma de saludar al hombre al que juraste amar y honrar hasta que la muerte nos separase? –la recorrió con una mirada tan fría como sus labios y se pasó el dedo por la ceja izquierda–. Estás para comerte…

Brody Winslow disfrutaba engatusando a las personas con su labia y sus farsas para luego exprimirlas hasta consumirlas por completo. Como había hecho con ella. Rachel se había quedado prendada con su carísimo coche y su enorme mansión, y no descubrió sus mentiras hasta que fue demasiado tarde.

–¿Qué haces aquí? –repitió.

–He venido a por el dinero que me debes.

–Ya has recibido lo que te debo por este año. Hasta dentro de nueve meses no puedes reclamarme nada.

–Sí, pero ha surgido un pequeño problema y necesito los cincuenta mil ahora.

–Cincuenta… –se cruzó de brazos para ocultar el temblor de las manos–. No puedo pagarte esa cantidad ahora.

Brody paseó la mirada por el salón.

–Parece que te van bien las cosas.

–Esta casa la compré por un programa especial que me eximía de pagar una entrada. Apenas tengo el cinco por ciento de la hipoteca y ningún banco me concederá un segundo préstamo, así que vas a tener que esperar. Te pagaré el siguiente plazo dentro de nueve meses.

–No puedo esperar tanto –se levantó del sofá y se dirigió hacia ella.

Rachel se encogió cuando pasó a su lado para mirar por la ventana.

–Bonito coche. Tiene que valer una buena suma.

–Es alquilado.

Brody la miró por encima del hombro.

–¿Y esa empresa tuya?

Rachel se mordió la lengua para no darle la contestación que se merecía. No iba a conseguir nada enfureciéndolo. Aquel hombre podía ser un abusón y un acosador implacable. Había averiguado dónde vivía y en qué trabajaba.

–La empresa se mantiene a duras penas –era una mentira en toda regla, aunque sí que era cierto que durante la mayor parte de su vida adulta había estado al borde de la ruina. Contar con varios miles de dólares en su cuenta corriente le proporcionaba la paz y seguridad por la que tanto había luchado, y no estaba dispuesta a renunciar a ello.

–Ya veo. Estás pasando por una mala racha… Pero el caso es que necesito el dinero, y si no encuentras la manera de dármelo las cosas se pondrán aún más difíciles para ti y tu hermana pequeña –le dio una palmadita en la mejilla–. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

–Sí.

–¿Y?

–Te conseguiré lo que pueda –tendría que renunciar a su colchón financiero y posponer el traslado de la empresa a una oficina mayor, pero estaba dispuesta a hacer el sacrificio con tal de echar a Brody de su vida y de la de Hailey–. Y ahora márchate.

Brody se echó a reír y se encaminó hacia la puerta. Rachel lo siguió y echó el cerrojo apenas él hubo cruzado el umbral. No se dio cuenta de lo fuerte que le latía el corazón hasta que Hailey le habló, porque los frenéticos latidos casi no le permitían oír la disculpa de su hermana.

–Debió de seguirme hasta aquí cuando salí del trabajo… Lo siento mucho.

–No es culpa tuya. No podemos escondernos de él toda la vida.

–Lo hemos conseguido durante cuatro años.

–Solo porque no se preocupó de encontrarnos –Rachel se sentó en el brazo de la mecedora y abrazó a su hermana. La pobre seguía temblando por la impresión–. ¿Por qué le abriste la puerta?

–Me siguió hasta aquí sin que me diera cuenta y me empujó adentro cuando abrí la puerta.

Rachel apoyó la mejilla en la cabeza de su hermana.

–Siento no haber llegado antes a casa.

–¿Por qué le debes cincuenta mil dólares?

–Le pedí dinero prestado para montar la empresa –no era cierto, pero Rachel no quería preocupar a su hermana. Aquella carga era suya y nada más que suya.

–¿Pero por qué? –insistió Hailey–. Tú sabías mejor que nadie cómo era.

Rachel se encogió de hombros.

–Ningún banco iba a concederle un préstamo tan elevado a una chica que acababa de graduarse en el instituto y que no tenía más que un montón de buenas ideas para montar un negocio. Además, debía compensarme de alguna manera por los cinco años que aguanté con él –intentó transmitirle confianza a su hermana con una sonrisa, pero Hailey había recuperado sus agallas tras marcharse Brody.

–Esos cinco años valen mucho más que cincuenta mil dólares –se levantó y se giró para encarar a Rachel–. ¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo vamos a conseguir cincuenta de los grandes?

Rachel también se levantó y agarró las frías manos de su hermana para frotarlas.

–Tú no tienes que conseguir nada, Hales. Fue decisión mía pedirle prestado el dinero y es cosa mía devolvérselo.

–Pero…

–No –Rachel negó enfáticamente con la cabeza–. No tienes que preocuparte por esto.

–Nunca dejas que me preocupe por nada –se quejó Hailey. Ni cuando la tía Jesse nos dejó, ni cuando hubo que pagar los estudios, ni…

–Soy tu hermana mayor. Mi deber es cuidar de ti.

–Tengo veintiséis años –le recordó Hailey con gran indignación–. No necesito que me sigas cuidando. ¿Por qué no me dejas ayudar?

–Ya ayudas bastante. Te graduaste con unas notas excelentes y conseguiste un trabajo en una de las mejores asesorías de Houston. Pagas la mitad de los gastos, te ocupas de cocinar y de hacer la colada –sonrió para ocultar su inquietud interior–. No puedo pedirte que hagas más. Además, una vez que le haya pagado a Brody lo que le debo, nos dejará en paz para siempre.

–Pero ¿cómo vas a conseguir el dinero?

–Intentaré conseguir un préstamo del banco. Hace cuatro años no quisieron dármelo porque estaba empezando, pero las condiciones han cambiado ahora que Lansing Employment se ha convertido en un negocio próspero y rentable.

 

 

Sentada en el pequeño despacho del prestamista, supo lo que le iba a decir por la expresión de su cara.

–Son tiempos difíciles, señorita Lansing –era la misma retórica que llevaba escuchando cuatro días. Un patético eufemismo para negarle el préstamo–. Desearía tener mejores noticias para usted, pero…

–No pasa nada. Gracias de todos modos –forzó una sonrisa y se levantó. Un rápido vistazo al reloj le indicó que se había excedido de la hora que tenía para comer.

Aquella mañana le había transferido a su abogado los veinticinco mil dólares de su cuenta con instrucciones de que se los entregara a Brody. Durante los últimos cinco años había estado pagándole diez mil dólares al año, el doble de lo que había acordado al divorciarse. Un reembolso por una deuda que no había contraído. Un castigo por separarse de su marido. O mejor dicho, un justo castigo por haberse casado con él.

Volvió a Case Consolidated Holdings, ocupó su sitio y metió el bolso en el cajón un segundo antes de que Max le frunciera el ceño desde su despacho.

–Llegas tarde.

–Lo siento. No volverá a pasar. ¿Necesitabas alguna cosa?

–Lo que necesito es que pases ocho horas en tu mesa.

–¿Y algo más concreto?

–Llama a Chuck Weaver y dile que hace tres horas que necesito sus cuentas.

–Enseguida.

Mientras marcaba el número le empezó a sonar el teléfono móvil. Como Chuck no respondía, aprovechó para contestar la llamada.

–¿Has conseguido el dinero? –la voz de Brody le arañó el oído.

–Esta mañana le transferí veinticinco mil dólares a mi abogado.

–Te dije cincuenta.

–Es todo lo que he podido conseguir –dijo ella en voz baja para que nadie más la oyera–. Tendrás que conformarte con eso.

–¿Conformarme? –soltó una risita irónica–. Me parece que no lo entiendes… Necesito cincuenta mil dólares ya.

–Lo entiendo… Has vuelto a tener una mala racha en el juego.

No supo que Brody era ludópata hasta el segundo año de matrimonio. Una discusión a gritos entre su padre y él le reveló adónde iba cuando desaparecía los fines de semana, y Rachel se llevó una amarga decepción. Había albergado la esperanza de que Brody tuviese una aventura con otra mujer, se enamorase de su amante y pidiera el divorcio.

–No es asunto tuyo.

–Tienes un problema y necesitas ayuda.

–Lo que necesito es que me consigas el resto del dinero –espetó él, y colgó.

Rachel espiró profundamente y se apartó de la mesa. Tenía que despejarse la cabeza. No fue hasta que se levantó cuando se dio cuenta de que la estaban observando. Max tenía una expresión inescrutable, pero la tensión emanaba con fuerza de sus hombros. Estaba en mangas de camisa, con los puños arremangados y luciendo sus musculosos antebrazos. Rachel se fijó en su reloj de oro para que la vista de sus fuertes manos no le recordara sus caricias.

–Chuck Weaver no estaba en su despacho –le dijo, metiéndose las temblorosas manos en los bolsillos–. Voy un momento al lavabo. Lo llamaré otra vez cuando vuelva.

–Ven a mi despacho –la interrumpió él–. Tenemos que hablar.

 

 

Rachel se quedó paralizada.

–Dame un segundo –protestó, apartando la mirada como si buscase una salida.

–Ahora –ordenó Max. Entró en el despacho y esperó a que ella hubiese entrado para cerrar la puerta–. ¿Con quién hablabas por teléfono?

–Con nadie.

–Parece que le debes a ese nadie una gran cantidad de dinero.

No quería preocuparse por los problemas de Rachel, pero no pudo evitar que saltaran las alarmas al oír parte de su conversación telefónica. Apartó rápidamente la inquietud y se concentró en su irritación. Lo único que le importaba era que Rachel hiciera bien su trabajo.

–No tenías derecho a escuchar una conversación privada –replicó ella. Su aprensión anterior se había transformado en una repentina agresividad.

Max apoyó una mano en la puerta para no zarandear a Rachel hasta que le castañearan los dientes.

–¿Has olvidado quién manda aquí?

–No es asunto tuyo.

Era lo peor que podría haberle dicho.

–Si llaman aquí es asunto mío.

Sus miradas se encontraron y se sostuvieron en un silencioso duelo, hasta que ella cedió y bajó la vista.

–No volverá a pasar.

–¿Cómo lo sabes?

Rachel no respondió, pero la tensión de sus rasgos era más elocuente que cualquier palabra.

La frustración se apoderó de Max y le impidió hablar. Respiró hondo para calmarse y se dijo que, efectivamente, aquello no era asunto suyo. Si tuviera un mínimo de sentido común se mantendría al margen y dejaría que ella sola saliera del apuro en el que se hubiese metido. Por desgracia para él, bajo la irritación zumbaba un nido de inquietud. Intentó ignorarlo igual que evitaría un enjambre de avispas, pero la enervante emoción lo acosaba sin tregua.

–¿Necesitas ayuda? –le preguntó sin pensar en las consecuencias que tendría inmiscuirse en los problemas personales de Rachel.

–No –respondió ella en el mismo tono frío y seco.

Se miraron el uno al otro, como dos mulas reacias a moverse. A Max debería alegrarle que hubiese rechazado su ayuda, pero en vez de eso creció su determinación para involucrarse.

–No seas tan cabezota y déjame ayudarte. ¿Cuánto debes?

Rachel no apartó la mirada, pero pestañeó unas cuantas veces.

–No necesito tu ayuda.

–Pero yo sí necesito que todo vaya bien. No me puedo permitir que te distraigas en tu trabajo por culpa de problemas económicos. Supongo que eso es lo que te ha mantenido ocupada en la hora del almuerzo.

–Lo tengo todo controlado.

–No lo parece –insistió Max. Se apartó de la puerta y caminó hacia ella. No sabía lo que haría al llegar a ella. Seguramente algo estúpido, como estrecharla en sus brazos y besarla hasta dejarla sin sentido.

La fragancia de Rachel le llenó los orificios nasales y le hizo pensar en sábanas limpias y blanqueadas por el sol. De repente lo asaltó la imagen de Rachel haciendo la cama en el bungalow de la playa, después de haber arrancado las sábanas del colchón en sus arrebatos de pasión desaforada.

–Pareces angustiada.

–No voy a permitir que me ayudes.

Condenada cabezota…

La agarró del brazo y tiró de ella para cubrir la distancia que aún los separaba. Ella se acercó sin oponer resistencia y entreabrió los labios para exhalar una bocanada de aire. Max sintió el alocado deseo de volver a probar aquellos labios y comprobar si seguían siendo tan suculentos y embriagadores como los recordaba.

–¿Cómo vas a impedírmelo? –le preguntó, agarrándola por la nuca.

Agachó la cabeza y tomó posesión de su boca para tragarse su respuesta. Habían estado danzando alrededor de aquel momento durante casi una semana, y el duelo de voluntades había avivado su deseo por librar una batalla similar entre las sábanas.

Ella respondió con un gemido, y su inmediata rendición pilló a Max por sorpresa. Tanto, que tardó unos instantes en cambiar de táctica. Rachel sabía a ponche de frutas, pero el sabor se le subió a la cabeza como un cóctel con ron del Caribe. Unos dedos largos y delicados se entrelazaron en sus cabellos y sintió cómo los músculos de Rachel se relajaban. El roce de sus esbeltas curvas contra su cuerpo era como el continuo y relajante flujo de las olas lamiendo la orilla. Cerró los ojos y le pareció oír el murmullo de la espuma mientras se abandonaba a la sensación familiar de tener a Rachel en sus brazos.

Todos los recuerdos que había enterrado en el olvido lo invadieron de golpe, no solo del increíble sexo que habían compartido sino de la conexión especial y maravillosa entre sus almas.

Pero también recordó la separación. El dolor mortal que siguió a la partida de Rachel. La ira que consumió sus entrañas…

Interrumpió bruscamente el beso y se llenó el pecho de aire mientras observaba sus ojos azules empañados por la pasión y el deseo.

–Ha sido un error –dijo, aunque era incapaz de soltarla.