Un bebé en la puerta del griego - Lynne Graham - E-Book

Un bebé en la puerta del griego E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Él no recordaba la noche que pasaron juntos… Hasta que, dieciocho meses después, conoció a la consecuencia de ese encuentro. Cuando alguien dejó un bebé en la puerta de su casa, el multimillonario Tor Sarantos no podía creer lo que estaba viendo. Y se quedó aún más estupefacto cuando una joven apareció en su casa poco después, diciendo que era hijo de los dos. ¿Cómo iba Pixie a enfrentarse con el hombre con el que había compartido una noche de revelaciones e intensa pasión cuando él no parecía reconocerla? Pero, cuando las pruebas de ADN confirmaron la verdad, solo había una solución que el poderoso griego estuviese dispuesto a aceptar: Pixie debía casarse con él.

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Seitenzahl: 183

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Lynne Graham

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un bebé en la puerta del griego, n.º 2885 - octubre 2021

Título original: A Baby on the Greek’s Doorstep

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-205-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

TOR SARANTOS observó el ceño fruncido de su jefe de seguridad cuando le dijo que esa noche no iba a necesitar su coche ni a su habitual guardaespaldas.

–Tú sabes qué día es hoy –se limitó a decir–. Salgo solo.

–Con el debido respeto, salir solo es un riesgo para una persona en su posición –replicó el hombre.

–Lo sé, pero es lo que hago siempre.

Cada año, sin faltar uno durante los cinco últimos años, Tor había ido solo a esa cita en particular, pero no había nada que celebrar porque era el aniversario de la muerte de su mujer y su hija.

Tor no se consideraba a sí mismo un hombre emotivo o sentimental. No, él recordaba lo que le había pasado a Katerina y Sofía porque el triste destino de su mujer y su hija era el mayor de sus fracasos. La rabia, el orgullo herido y la amargura habían llevado a esa tragedia que no olvidaría jamás.

Por respeto a la familia que había perdido, las recordaba durante ese día, regodeándose en su vergüenza y en el odio hacia sí mismo.

Había cometido un error que le había costado la vida a su mujer y a su hija cuando un hombre más indulgente y comprensivo habría sabido lidiar con la situación.

Lamentablemente, la comprensión y la indulgencia no eran virtudes de Alastor, conocido como Tor, Sarantos.

Aunque su familia siempre había sido cariñosa, él era severo e intolerante, con el carácter inflexible que correspondía a un banquero multimillonario cuyos consejos buscaban desde gobiernos a inversores privados.

En los negocios era un éxito. En su vida privada era un perdedor, pero ese era un secreto que pensaba llevarse a la tumba.

No pensaba volver a casarse, por eso raramente volvía a la casa de su familia en Grecia. Y no solo para evitar encontrarse con su hermanastro, Sebastiano, sino porque no quería escuchar los consejos de «pasar página» de sus bienintencionados parientes, que insistían en presentarle a atractivas jóvenes, aunque él había dejado claro que no tenía el menor deseo de volver a casarse.

El hombre felizmente casado con su primer amor se había convertido en un mujeriego conocido en toda Europa por sus apasionadas, pero cortas, aventuras.

A los veintiocho años no tenía nada que ver con el joven idealista que había sido una vez, pero su familia se negaba a aceptar que había cambiado. Sus padres seguían tan enamorados como el día que se casaron, convencidos de que eso era lo normal, y Tor no quería ser el aguafiestas que les hablase de los engaños y traiciones que habían florecido en su propio círculo familiar. Prefería que sus parientes siguieran viviendo en su feliz versión de la realidad.

Pero él había descubierto de la peor forma posible que una vez perdidas, la confianza y la inocencia eran irreparables.

Mientras se vestía, Tor apartó los gemelos de oro, el reloj de platino, todos los signos visibles de riqueza, y eligió unos vaqueros gastados y una chaqueta de cuero. Iría solo a un bar y bebería hasta perder el conocimiento mientras recordaba el pasado. Y luego subiría a un taxi y volvería a casa.

Eso era lo que hacía cada año porque debía hacerlo. Permitirse olvidar, pasar página, sería un alivio que no merecía.

 

 

Dieciocho meses después

 

Tor frunció el ceño cuando su ama de llaves apareció en la puerta del estudio, claramente agitada.

–¿Ocurre algo?

–Alguien ha abandonado un bebé en la puerta, señor Sarantos –dijo la señora James–. Un niño de unos nueve meses.

–¿Un bebé? –repitió él, atónito.

–Los de seguridad están revisando el vídeo de la cámara de vigilancia –dijo la mujer–. Y había una nota dirigida a usted.

–¿A mí? –repitió él mientras la señora James dejaba encima del escritorio un sobre blanco con su nombre escrito en mayúsculas.

Tor rasgó el sobre y leyó el mensaje.

 

Es tu hijo. Cuida de él.

 

Se quedó atónito. Evidentemente, no podía ser hijo suyo. ¿Pero y si era hijo de alguno de sus parientes? Tenía tres hermanos pequeños que se alojaban en su casa cada vez que iban a Londres. ¿Y si el niño fuera su sobrino? La madre debía estar desesperada para abandonar al bebé en la puerta de su casa.

–¿Quiere que llame a la policía? –preguntó la señora James.

–No, aún no –respondió Tor. Si el niño era hijo de alguno de sus hermanos no quería un escándalo en los medios–. Antes voy a intentar averiguar qué está pasando aquí.

–¿Entonces qué hago?

–¿Con qué?

–Con el bebé –respondió la señora James–. Yo no tengo experiencia con niños pequeños.

Tor frunció el ceño.

–Busca una niñera.

El bebé no podía ser hijo suyo, pensó. Claro que ningún anticonceptivo era seguro al cien por cien. Podría haber ocurrido un accidente. O un accidente «deliberado» si se trataba de una mujer manipuladora.

Había oído historias de preservativos agujereados y otras tretas repugnantes, pero no conocía a nadie que hubiera pasado por algo así.

Eran historias falsas, estaba seguro. Sin embargo, por un momento se sintió inquieto al recordar a la chica histérica que había aparecido en su oficina el año anterior…

 

 

Dieciocho meses antes

 

Pixie entró en la lujosa casa que sería su hogar durante un par de semanas. Varios estudiantes adinerados compartían la residencia y para ella, una estudiante de enfermería sin un céntimo, era un regalo poder escapar de su hermano y su novia, Eloise, que, tristemente, parecían a punto de romper la relación.

Soportar las constantes peleas de Jordan y Eloise en una casa tan pequeña, sin intimidad alguna, se había vuelto inaguantable.

Por esa razón, había sido una alegría saber que Steph, la hermana de uno de sus mejores amigos, tenía un precioso gatito siamés al que no quería dejar solo mientras trabajaba fuera del país como modelo.

Le había sorprendido que no pidiese ayuda a sus compañeros, pero cuando se mudó a la casa para cuidar de Coco entendió que allí cada uno hacía su vida sin el menor interés por las de los demás.

De modo que, por el momento, Pixie estaba disfrutando de un enorme dormitorio y un baño para ella sola a cambio de cuidar de Coco.

Un largo baño, se prometió a sí misma mientras entraba en la habitación y acariciaba al gatito, desesperado por jugar con alguien después de pasar todo el día solo.

Pixie llenó la bañera, intentando no pensar que durante su turno de prácticas en Urgencias había tenido que lidiar con la muerte de una paciente, una mujer joven y sana. Eso era algo para lo que el entrenamiento en el curso de enfermería no te preparaba.

Sabía que no debía involucrarse personalmente. Su trabajo consistía en lidiar con el lado práctico de las situaciones y atender a los afligidos parientes con tacto y compasión. Se sentía satisfecha de hacer bien su trabajo, pero la trágica realidad de la muerte era abrumadora.

No debía llevarse a casa las inevitables tragedias que ocurrían en el hospital, pero a los veintiún años, aún marcada por el trágico fallecimiento de sus padres seis años antes, era difícil aceptar la muerte como algo que ocurría todos los días.

Después de bañarse se puso un cómodo pijama y entró descalza en la cocina. Era muy temprano y los ocupantes de la casa aún no habrían vuelto de sus fiestas.

A esa hora del día solía tener la casa para ella sola y suspiró, emocionada, cuando encendió la luz. Era una cocina tan bonita, con encimeras brillantes, electrodomésticos nuevos y un solárium que llevaba al jardín. A veces se permitía soñar que era su casa y estaba cocinando algo especial para el hombre de su vida.

Un hombre especial, menuda broma, pensó, haciendo una mueca al ver su reflejo en el cristal de la puerta del patio. Una figura bajita y voluptuosa con el pelo verde.

¡Verde!

¿Cómo se le había ocurrido teñirse el pelo de ese color?

La novia de su hermano, Eloise, la había convencido para que lo hiciese en un momento en el que Pixie se sentía triste porque el hombre que le gustaba ni siquiera sabía que estuviese viva. Antony era un médico simpático y encantador, la clase de hombre que sería perfecto para ella, pero teñirse el pelo de verde había sido una idea horrible. Cuando leyó las instrucciones descubrió que no era recomendable para el pelo rubio, pero ya era demasiado tarde.

Ella había odiado sus rizos rubios desde que empezaron a llamarla «Caniche» en el colegio, pero en las últimas semanas había descubierto que los rizos verdes eran una tragedia aún mayor.

Todos, desde sus profesores del curso de enfermería a sus colegas del hospital, habían dejado claro que el pelo verde era un error, pero no podía ir a la peluquería porque no recibía un salario durante el curso.

Suspirando, Pixie sacó su sandwichera y reunió los ingredientes para hacerse un sándwich de queso. Era lo único que podía permitirse. De hecho, Coco comía mejor que ella.

Mientras llenaba la tetera le pareció oír un ruido, pero pensó que sería el gato jugando con su pelotita de goma. Coco era muy alegre, pero como la mayoría de los cachorros enseguida se cansaba de jugar y se dormía en su camita forrada de piel.

Mientras esperaba que se tostase el pan, pensó que tendría que volver a su casa ese fin de semana. La relación entre Jordan y Eloise era cada día peor y, como su hermano había perdido el trabajo por un problema en la cuenta de gastos, que a su jefe le había parecido fraudulento, Jordan estaba pasándolo fatal.

Todas sus peleas con Eloise eran por dinero. Las facturas crecían desde que lo despidieron y Pixie se sentía fatal porque sabía que ella era una carga.

Jordan se había convertido en su tutor cuando sus padres murieron de forma inesperada cuando ella tenía quince años y él veintitrés. Podría haberse lavado las manos y dejarla con una familia de acogida, ya que solo eran hermanos por parte de padre, pero Jordan no le había dado la espalda y había tenido que pasar muchas pruebas con objeto de convencer a los Servicios Sociales de que sería un tutor responsable para una chica adolescente.

Siempre estaría en deuda con Jordan, que la había ayudado en el colegio y, más tarde, con el curso de enfermería…

–Algo huele muy bien.

Pixie estuvo a punto de dar un salto al escuchar esa voz masculina. Cuando giró la cabeza vio a un extraño en la tumbona del solárium, donde parecía haber estado sentado todo ese tiempo sin que ella se diese cuenta.

«En el cielo debe faltar un ángel» era la frase para ligar más ridícula del mundo, pero por primera vez miraba a un hombre que podría haber inspirado tal frase.

Era tan apuesto como un ángel caído, pensó, con el corazón acelerado. Y tenía ojos de predador, poderosos y oscuros como la noche.

–No te había visto. ¿Quién eres? –le preguntó en cuanto pudo encontrar su voz.

–Soy Tor –respondió él–. Creo que debí quedarme dormido antes de llamar a un taxi.

–No sabía que hubiese nadie en casa. Acabo de volver del trabajo y estaba haciéndome algo de cena –le contó Pixie–. ¿A quién has venido a visitar?

–No recuerdo su nombre. Una pelirroja de piernas largas con una risita muy irritante.

–Saffron –dijo ella, intentando disimular una sonrisa–. ¿Pero por qué te ha dejado solo aquí?

El extraño se encogió de hombros.

–No lo sé, se marchó. La rechacé y se enfadó conmigo.

–¿Rechazaste a Saffron? –exclamó Pixie, incrédula.

Saffron, que quería ser actriz, era una chica guapísima.

–Un malentendido –dijo él–. Pensé que venía a una fiesta, pero ella pensó otra cosa. Lo siento, aún estoy un poco borracho. No sé lo que digo.

No podía estar tan borracho, pensó Pixie. Ella estaba acostumbrada a lidiar con borrachos en Urgencias y, normalmente, no eran capaces de formular una frase comprensible. Él, en cambio, hablaba correctamente, con una dicción perfecta.

Aunque resultaba increíble que hubiera rechazado a Saffron. ¿Y dónde estaba ella? Tal vez se había escondido en su habitación, en el piso de arriba, o había vuelto a salir. En cualquier caso, era muy raro que aquel hombre hubiera rechazado a la impresionante pelirroja.

–¿Qué estás cocinando? –le preguntó él.

–Un sándwich de queso –respondió Pixie, levantando la tapa de la sandwichera.

–Huele de maravilla.

–¿Quieres uno? –le preguntó.

Tal vez no debería hacerlo. Al fin y al cabo era un extraño y, como le había advertido tantas veces la novia de su hermano, ella era la clase de mujer de la que los hombres se aprovechaban. Tal vez tenía razón. Le gustaba cuidar de la gente, hacerlos felices. Satisfacía algo en ella que, según Eloise, debería suprimir.

–Me encantaría. Estoy muerto de hambre.

El extraño sonrió y a Pixie se le doblaron las rodillas porque era como verse envuelta en un rayo de sol. Esa carismática sonrisa provocó un revoloteo de mariposas en su estómago.

Una tontería, claro, se dijo a sí misma.

–Cómete este. Yo me haré otro.

Mientras sacaba más platos y cubiertos, él se levantó de la tumbona para sentarse en uno de los taburetes frente a la encimera. La ponía nerviosa tenerlo tan cerca. Más que nerviosa. No sentía nada de eso cuando estaba con Antony.

El pelo de la chica era raro. No había otra forma de describirlo, pensaba Tor. Pero si una mujer podía llevar el pelo de color verde, era ella.

Tenía los ojos más azules que había visto nunca, unos labios sensuales y una complexión de porcelana, pero era tan bajita que apenas podía verla tras la encimera.

–¿Cuánto mides? –le preguntó, por curiosidad.

Pixie hizo una mueca.

–Un metro cincuenta.

–¿Cuántos años tienes?

–¿Por qué quieres saberlo?

–Estoy en una casa que no conozco. No quiero descubrir que estoy charlando con una niña…

–Tengo veintiún años –lo interrumpió Pixie–. Estoy terminando un curso de enfermería, así que soy adulta e independiente.

–Veintiuno sigue siendo muy joven –comentó él.

–¿Cuántos años tienes tú, ancianito? –bromeó Pixie mientras cerraba la tapa de la sandwichera–. ¿Quieres un café?

–Sí, por favor. Solo, sin azúcar. Y tengo veintiocho años.

–Y estás casado –comentó Pixie señalando la alianza en su dedo–. ¿Que hacías con Saffron entonces? Bueno, perdona, no es asunto mío. No debería haber preguntado.

–Soy viudo –dijo él entonces.

Pixie se dio la vuelta para ofrecerle una taza de café.

–Ah, lo siento.

–No pasa nada –dijo Tor, incómodo–. Han pasado cinco años desde que mi mujer y mi hija murieron.

–¿Tu hija también?

Que hubiera perdido a su mujer y su hija al mismo tiempo debió ser un golpe terrible.

–Ya nadie habla de ellas –murmuró él entonces, como hablando consigo mismo–. Para ellos es como si hubiera ocurrido hace cien años –añadió, con evidente amargura.

–La muerte incomoda a la gente. Evitan hablar de ello por miedo a meter la pata.

–O como si fuera algo contagioso –dijo él, irónico.

–Sí, es verdad. Cuando mis padres murieron, mis amigos me evitaban en el colegio –le contó Pixie.

–¿Un accidente de coche?

–No, contrajeron legionela durante unas vacaciones. Los dos eran diabéticos y no acudieron al hospital a tiempo, pensando que era un simple virus –Pixie suspiró–. Mi padre murió el primero, mi madre al día siguiente y fue desolador. Yo no sabía que estuviesen en peligro de muerte.

–¿Por eso estudias enfermería?

–En parte, sí. Quería ayudar a la gente, me gusta ser útil –Pixie suspiró de nuevo mientras esbozaba una sonrisa–. Además, cuando era pequeña le ponía tiritas a mis muñecas y cuidaba de los pajaritos que se caían del nido. Mi hermano dice que quiero salvar al mundo. Bueno, en realidad es mi hermanastro.

–Yo también tengo un hermanastro, pero apenas tenemos relación –dijo Tor, aunque se arrepintió inmediatamente.

Estaba claro que el alcohol te soltaba la lengua porque estaba parloteando como un loro, algo que él no hacía nunca porque era muy reservado.

¿O era ella quien lo afectaba?

Era tan natural y sencilla como el pijama gris con flamencos rosas que llevaba puesto. Aunque, cuando se sentó en el taburete para comerse el sándwich, también se fijó en el vaivén de un par de estupendos pechos bajo el pijama.

–¿No os lleváis bien? Vaya, es una pena.

–No, no lo es. ¡Se acostó con mi mujer!

El propio Tor se quedó sorprendido por esa revelación. Jamás le había contado a nadie el sórdido secreto que había pensado mantener oculto para siempre.

Pixie lo miró, horrorizada.

–¿Tu hermano se acostó con tu mujer?

–Mi hermanastro. No crecimos juntos y nunca nos hemos llevado bien. Y jamás podré perdonarlo por esa traición.

–No, claro que no.

Por alguna razón inexplicable, Tor no podía callar.

–Esa noche, mi mujer me confesó que estaba enamorada de Seb antes de casarse conmigo, pero que había luchado contra esos sentimientos por lealtad hacia mí, pensando que se olvidaría de él.

–No debería haberse casado contigo –opinó Pixie–. Debería haberte dicho que tenía dudas antes de la boda.

–Eso habría sido menos devastador –asintió él–. Descubrir años después que nuestro matrimonio era una mentira fue terrible… y yo no supe lidiar con esa revelación.

–Imagino que te quedarías conmocionado –dijo Pixie.

–Aun así, no es excusa.

Su bronceado rostro podría haber sido esculpido en granito y sus ojos eran tan oscuros como la noche, pero unos puntitos dorados los hacían parecer de color bronce. Eran unos ojos muy bonitos, enmarcados por unas pestañas larguísimas.

Era tremendamente atractivo, pensó Pixie, intentando concentrarse en la conversación y dejar de mirar las perfectas cejas oscuras, los pómulos altos y los sensuales labios.

–¿Por qué? ¿Qué hiciste?

–Cuando llegué a casa, ella estaba metiendo las maletas en el coche. Entonces me contó lo de su aventura con Seb… en el último momento. Yo no sospechaba nada, pero después de tres años de matrimonio ella iba a abandonarme dejando una simple nota –Tor hizo una mueca–. Tuvimos una tremenda discusión. Yo estaba tan enfadado que no sabía lo que decía.

–Estabas conmocionado. No eras tú mismo.

–Dije muchas cosas que lamenté después. Fui muy cruel con ella –admitió él.

Pero no le contó la última confesión de Katerina, la que le había roto el corazón: que la hija a la que tanto quería no era hija suya sino de su amante.

–No estabas preparado para recibir esa noticia. No tuviste tiempo para pensar.

Animado por su comprensión y su deseo de consolarlo, Tor apretó la mano de la joven.

–Puede que seas capaz de salvar al mundo, pero no puedes salvarme a mí –murmuró, pensativo–. Katerina corrió a la habitación para sacar a la niña de la cuna. No estaba en condiciones de conducir e intenté razonar con ella, pero no quería escucharme. Sofía empezó a llorar…

No pudo terminar la frase y, al ver que se pasaba una mano por la cara, a Pixie se le encogió el corazón.

–Fue todo una locura esa noche, un caos –siguió Tor–. Katerina arrancó a toda velocidad, pero el camino estaba helado… el coche patinó y chocó contra un muro.

–¿Tú presenciaste el accidente? –exclamó Pixie, horrorizada.

–Y no pude hacer nada –dijo él, con gesto torturado.

Pixie quería consolarlo, pero no sabía cómo hacerlo.

–Cuando mi madre murió, yo me recriminaba constantemente haberle contestado mal cuando me decía que limpiase mi habitación. Uno recuerda todo lo malo que hizo o dijo a esa persona… todas las emociones se exageran. Somos humanos, es lo que pasa.

–No sé por qué te he contado todo esto. Nunca se lo había contado a nadie.

–¿A nadie?

–No quería contarle a nadie la verdad sobre lo que pasó esa noche. No quería que juzgasen a Katerina o que pensaran mal de ella porque eso no iba a cambiar nada. Katerina y Sofía estaban muertas y la verdad solo habría causado más dolor.

–Pero al guardar silencio te forzaste a ti mismo a vivir una mentira y eso lo hizo más difícil para ti –comentó ella.

–Tengo una espalda muy ancha… y no sé qué estoy haciendo aquí –dijo Tor entonces, con una sonrisa triste.

Por alguna razón, Pixie sentía una conexión con aquel extraño que no había sentido con nadie más.

–Estás comiendo un sándwich –intentó bromear.

Tor sacudió la cabeza.

–Debe ser verdad que es más fácil hablar con un extraño, pero creo que es hora de llamar a un taxi.

–Sí, claro –murmuró ella, saltando del taburete para guardar la bolsa de pan en uno de los armarios superiores.

–¿Cuál es la dirección? –le preguntó él, sacando el móvil del bolsillo–. Ni siquiera sé dónde estoy.

Pixie no podía apartar los ojos de esas facciones morenas, la sombra de barba, los dorados ojos de tigre.

Había tal poder en él, una energía apenas contenida.

Tuvo que pensar un momento antes de darle la dirección, corrigiéndose a sí misma cuando le dio el número.

Era tan guapo. Y, por supuesto, no estaba a su alcance. Ella era una chica normal y corriente mientras él parecía un dios.