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Esposas sin maridos, madres y hermanas, mujeres que se debaten entre el arte y la familia. Amor, vanidad y soledad. Una madre trabajadora que puede con todo y acaba sus enloquecidos días con una sempiterna sonrisa, un prestigioso científico que acaba de recibir el Nobel por el descubrimiento de "la vanidad de los genes" o una mujer que suspira aliviada cuando se entera de la muerte de su esposo son parte de un exquisito elenco de personajes que protagonizan unas historias que son un trasunto de la vida cotidiana de nuestra época. Sumamente atractivos, los relatos destilan los temas que han marcado la narrativa de Drabble: mujeres y relaciones, Inglaterra y el extranjero, melancolía y exaltación, trabajo y familia, clase y modales, feminismo, sensualidad y claustrofobia.
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Seitenzahl: 379
Veröffentlichungsjahr: 2017
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impedimenta
-1- La torre de Hasán
—Si estuviese segura de que son gratis —dijo ella—, me los comería.
—Tienen que serlo —dijo él—, a juzgar por el precio de la bebida.
—Pero supongamos, y solo es una suposición —repuso ella—, que fueran tan sumamente caros como la bebida. Si te cobran doce chelines por un gin-tonic, no quiero ni pensar lo que tendrías que pagar por algo así.
Él guardó silencio, pues había llegado exactamente a la misma conclusión, aunque se mostrara reacio a admitirlo, reacio a revelarle hasta qué punto llegaba su miedo crematístico. Además, le había molestado que ella lo verbalizase, ya que, para la joven, esas reflexiones suponían meras sutilezas coyunturales, mientras que para él eran el pan de cada día. El joven miró con ojos tristes los pequeños cuadraditos de pan tostado, decorados, para su desgracia, con apetitosas sardinas, gambas y olivas, y se preguntó a cuánto se cotizarían en ese sistema financiero fantástico, y a la vez increíble, en el que acababa de entrar. ¿Cuál, se preguntó, sería el precio máximo que podría alcanzar cada uno de esos cuadraditos? ¿Cinco chelines? Absurdo, absurdo pero no imposible, eso seguro. ¿Siete chelines con seis peniques? Bueno, siete con seis sí que era del todo imposible. Parecía inimaginable, incluso en un hotel de cinco estrellas marroquí, que unos simples panecillos pudiesen llegar a costar siete chelines con seis peniques. Así pues, si la joven se los comía todos (y estaba claro que iba a comérselos, pues su apetito se había vuelto insaciable), la broma ascendería a más de tres libras. Pero ¿qué suponían tres libras, a fin de cuentas, entre amigos? ¿O entre recién casados, mejor dicho? Se diría que nada. Para su creciente sorpresa, incluso a él le pareció que no significaban nada de nada. Aunque, por supuesto, era una cantidad excesiva, y mucho, para unos cuadraditos. Claro que también era posible, incluso probable, que fueran gratis, que los hubieran puesto ahí y estuvieran, como quien dice, incluidos en el precio desorbitado de los gin-tonics. Si ese fuera el caso, sería una pena dejarlos. Pero si no lo eran y ella se los comía y luego se dirigían al ascensor para subir a su habitación creyendo que no había que pagarlos, ¿qué pasaría? ¿Saldría aquel camarero ataviado con un ridículo fez de detrás de la barra con un gesto ágil y se pondría a perseguirles? ¿Incluirían quizá, con suma discreción, el coste en los extras de la factura del hotel, ya de por sí bastante caro? La verdad era que la falta de experiencia lo tenía atrapado entre dos tipos de tacañería: le cabrearía dejarlos si eran gratis, lo mismo que le cabrearía comérselos si costaban más de la cuenta. Para colmo, el suntuoso y, a la vez, injustificado titubeo de la joven le irritaba aún más: ¿para qué se había casado con ella, sino para que decidiese esas cosas?
Finalmente, estiró la mano y cogió uno, y luego empujó el platito hacia ella. La joven se comió otro con una actitud independiente, casi ausente, contribuyendo todavía más a su creciente irritación. No mostró ni un ápice de gratitud por su decisiva acción, y dio buena cuenta del panecillo con una expresión fría, como si hubiera olvidado la nimia crisis por la que estaban pasando desde hacía un buen rato. Y, en efecto, eso era lo que había ocurrido, como pudo comprobar en cuanto la joven habló.
—Me encantaría —dijo con esa voz estridente, pero discreta, y ese marcado acento tan típico suyo— que no te pusieras tan nervioso cuando la gente intenta venderte algo. Me refiero, por ejemplo, al hombre del zoco de esta tarde. No hacía falta ponerse así de histérico, ¿no?
—¿Cómo que histérico?
—Bueno, no tenías ninguna necesidad de gritarle, ¿no crees?
—Y no le he gritado. Apenas si he levantado la voz… Además, si no gritas, esa gente no deja de incordiarte jamás.
—Pues no les hagas ni caso.
—¿Cómo no voy a hacerles caso si se me cuelgan de las mangas del abrigo?
—Pues, entonces —dijo ella, cambiando de táctica—, ¿por qué no te lo tomas a risa y ya está? Eso es lo que hacen los demás, reírse.
—¿Y cómo sabes tú que los demás se ríen?
—Porque lo he visto. Esa pareja francesa que nos cruzamos en Marrakech, por ejemplo, que iba rodeada de todos esos chiquillos que no dejaban de incordiarles, se iba riendo sin más.
—Pues yo no le encuentro la gracia —dijo él—. Preferiría que me dejasen en paz y punto, para ver las cosas a mi aire.
—No lo hacen con mala intención. Solo prueban…
—Bueno, pues yo preferiría que no probasen conmigo.
—Lo que te gustaría a ti —dijo ella— sería que estuviésemos en un país sin gente. Solo con sitios que ver. Y hoteles.
—Eso es una auténtica tontería —respondió él—. A mí la gente me da absolutamente igual, lo que de verdad me gustaría es que dejasen de intentar venderme por todos los medios cosas que no quiero. Solo pretendo que me dejen en paz.
—Pues a mí me parecen todos bastante divertidos —dijo ella, levantando ligeramente la barbilla, con determinación.
Y él la odió por decirlo, porque sabía que aquella gente no le parecía en absoluto divertida. Antes bien, esos malabaristas y charlatanes extranjeros, esos encapuchados silenciosos vestidos con sus túnicas, le daban un miedo de muerte, y la única razón por la que no le gustaba que él les gritase era porque temía que eso desatara algún tipo de reacción violenta u ofensiva por su parte. Solo quería que él se riese para apaciguarlos. En realidad, se ponía tan nerviosa que, si la hubiese dejado allí sola, habría acabado comprándoles sus objetos horribles, sus camellos de peluche mal cosidos, sus gorritos de lana feos como ellos solos e incluso sus anillos con piedras falsas e irregulares. En cambio, si él los hubiese comprado, ella lo habría menospreciado, como habría hecho si el miedo o la ignorancia le hubieran llevado a dejar intactas las gambas y las olivas. Acusarlo de albergar sus propios miedos era muy propio de ella… Sin embargo, hubo sin duda un tiempo en el que, de algún modo, debieron compartir sus mutuos temores, y era un tiempo no muy lejano. Incluso durante su prolongado y agotador noviazgo hubo momentos de acuerdo, momentos en los que él podía burlarse de la familia de ella, y ella podía mofarse de la de él, con cierta clemencia. Sin embargo, en las últimas dos semanas, desde la boda, su antagonismo, tan básico y a la vez tan predecible, encontró el instante propicio para brotar y florecer, y su luna de miel no había sido sino una exacerbación deliberada del aciago crecimiento de sus mutuas antipatías. Él confiaba en que cuando salieran de Inglaterra dejarían atrás algunas de sus diferencias más evidentes, que deberían demostrarse del todo irrelevantes en un país extranjero; sin embargo, ambos comprobaron que, a pesar de haber cruzado las fronteras de su país, seguían encallados en un mundo de auténtico conflicto británico, donde las formas de uno y de otra se exageraban de manera monstruosa. Era como si hubieran emprendido una suerte de gira para que todo Marruecos tuviese el placer de contemplar a una auténtica y genuina pareja británica. Ciertas cosas de ella que él había sido capaz de tolerar en casa, contemplándolas como un mero producto de su experiencia pasada, le parecían ahora inherentes a su mujer. Pero, de igual manera, sentía que sus propios defectos se habían magnificado hasta extremos insospechados y, bajo las presiones extranjeras, su comportamiento le había convertido en una farsa de sí mismo. De repente, entendió el sentido que tenía aquello de dejar el sexo para la luna de miel, pues al menos esos asuntos le habrían distraído y le habrían evitado otros presagios más lúgubres. Ir a Marruecos había sido un error, pero ¿dónde iban a ir si no, estando en aquella situación, con tanto dinero y en un mes tan frío?
Era el dinero, sin duda, lo que había creado los mayores problemas, y era Marruecos lo que arrojaba una sombra tan repugnante sobre ese dinero. Sabía de sobra que, de no estar ganando, como se repetía a sí mismo día tras día, un sueldo sorprendentemente alto, jamás habría osado casarse con una chica de una familia tan adinerada, sobre todo por aquello del qué dirán. Así que entre los dos, ella merced a una pequeña herencia y él con el dinero que había ganado con el sudor de su frente escribiendo artículos inútiles para un periódico, acumulaban una pequeña fortuna. Sin embargo, el tema de sus finanzas era una fuente infinita de amargura. Ambos sentían culpa, pero la de ella era heredada, y adquirida la de él: cuando él la atacaba por esa causa, no dejaba de darse cuenta de que mucho más culpable era él, pues al menos había podido elegir. Decir que cuando aceptó el empleo no buscaba el dinero, sino ese trabajo en sí, no era ninguna justificación, pues sin duda había ramas del periodismo menos lucrativas que esa en la que, por respetable e inocente que fuese su trayectoria, acabó recalando. Seguro que lo habría querido, igualito que la habría querido a ella, aunque, como en el caso del dinero, tuviera muchísimas connotaciones que despreciaba. Pero, al menos en Inglaterra, el dinero parecía necesario y también retorcidamente deseable: todos los amigos de ella disponían de posibles; todos sus amigos, inteligentes, empezaban también a ganar buenos sueldos, y a veces incluso se sorprendía preguntándose cómo podía ser que sus padres hubiesen fracasado tan estrepitosamente sin conseguirlo. Sin embargo, en Marruecos la cosa era muy distinta. Para empezar, cada penique que gastaban era del todo innecesario (aunque confiaba en poder recuperar una pequeña parte de los impuestos escribiendo un artículo sensato), sobre todo porque nadie los veía gastarlos, y porque las condiciones en las que se producía ese dispendio le resultaban harto nauseabundas. Él jamás se habría esperado encontrarse con toda esa pobreza y escualidez, y la brecha entre ricos y pobres, entre hotel y medina, le hacía devanarse los sesos continuamente, en un esfuerzo por comprender. En sus años de estudiante, hacía ya un tiempo, cuando viajaba de otra forma, había llegado muy cerca de aquí, a Tánger. Por entonces, con solo unas cuantas libras en el bolsillo, sufría a causa de unos dolores de estómago espantosos, del hambre, de la suciedad y de unas ampollas sumamente dolorosas. Se sentaba en cafés mugrientos junto a expatriados de mala fama, contemplando fijamente el glamur de los turistas más elegantes, anhelando sus camas y sus comidas, y sin embargo convencido de que era feliz, y de que ellos no eran capaces de ver, como él había visto, la ciudad blanca surgir del mar al alba, en la distancia inodora, aún más bella si cabe merced a la noche estrecha y hedionda. En aquella época se le había permitido ver; y, dado que ahora era incapaz de hacerlo, ¿no era lógico deducir que era el dinero lo que había arruinado su visión?
La verdad era que quizá en aquel entonces le resultaba más fácil fingir que él también era pobre, como esos árabes, y eso le llevó a descubrir que también se podía vivir así. No ponía muecas al mirar sus casas, y nadie creyó que mereciese la pena incordiarlo con camellos de peluche ni rubíes falsos. Pero ahora, en su dolorosa luna de miel, cada vez que ponía un pie fuera del hotel, algún chiquillo apostado junto a la puerta pegaba un brinco y empezaba a hablarle sin parar, a parlotear sobre sus zapatos, que si podía limpiar los zapatos del señor, que si por favor podía limpiar los zapatos del señor, que sabía hablar inglés, que se sabía las canciones de Los Beatles, mire… Ese chiquillo siempre estaba ahí, esperando, y en cuanto Kenneth osaba atravesar las grandes puertas giratorias —incluso le giraban las puertas, ni siquiera le concedían el placer de salir empujándolas él mismo—, aquella criatura miserable, con su sonrisilla y su cara de mono, se abalanzaba sobre él. El chiquillo en cuestión era harto servil, y al mismo tiempo cada vez se comportaba de un modo más desvergonzado: cuando Kenneth rehusó por décima vez que le limpiase los zapatos, se atrevió incluso a señalar que les hacía falta una buena limpieza, que eran una deshonra para cualquier turista de hotel que se preciase. Y Kenneth, mirándose los pies, no tuvo más remedio que admitir que, efectivamente, sus zapatos estaban sucios, como de costumbre, pues no le gustaba nada limpiarlos: no le gustaba el olor del betún y tampoco le gustaba mancharse las manos. Y, sin embargo, no podía permitir que aquel niño burlón, de odiosos ojos taimados, se los limpiase, pues no era propio de él quedarse ahí mientras otro par de manos se manchaban en lugar de las suyas por dinero. Así las cosas, cada vez que entraba o salía del hotel, el niño que se apostaba en la puerta canturreaba alguna cancioncilla en francés sobre el inglés tacaño con los zapatos perdidos de barro, y Chloe, fría, se ponía rigidísima a su lado.
Ahí estaba ahora, bebiéndose su gin-tonic y comiéndose distraídamente los caros cuadraditos… La expresión de su cara, un tanto inexpresiva y adusta de por sí, mostraba una insulsa tranquilidad, pero el cansancio propio del turista hacía que la burda palidez de su piel se filtrase a través del maquillaje. No dejaba de sorprenderle constatar lo sencilla, lo anodina que era, pues cuando la vio por primera vez le pareció una mujer muy hermosa, exótica y, obviamente, digna de admirar. Ahora que la conocía mejor, podía darse cuenta de que lo único que le proporcionaba cierta elegancia febril era la vivacidad. Su elegancia era auténtica, pero rara vez se dejaba ver. Cuando estaba tranquila, era más bien poca cosa, y su cara, que otrora le deslumbrase y lo asustara, ahora solo lo conmovía. Un día, meses atrás, al principio de su noviazgo, en un momento de confianza ella le enseñó una foto de sus tiempos de colegiala. Al contemplar su cara impasible, anodina y rechoncha mirando con tristeza a la cámara entre el resto de sus compañeras, de rasgos más discretos y aceptables, el desasosiego se apoderó de él, pues por primera vez experimentó un sentimiento de compasión hacia ella, y si había algo que él odiara eran los arrebatos de compasión. Pero ya era demasiado tarde, y desde aquel instante no pudo rechazar la tentación de la pena, como antes no había podido rechazar la de una envidiosa admiración. A medida que sus primeras y nítidas impresiones sobre ella se fueron fundiendo en una maraña borrosa de complicaciones, el joven empezó a ampararse en lo que los demás decían de ella, como si las opiniones del resto sobre su valía fuesen más justas, pues le resultaba imposible aceptar que se hubiese casado con una mujer así por puro sentido de la obligación. A los otros les parecía hermosa, así que debía de serlo, y debía de ser única y exclusivamente culpa suya que ya no la viese así.
Cuando la joven se acabó el gin-tonic, y todos los cuadraditos menos uno (él ni siquiera podía llamarlos canapés para sus adentros, pues la palabra ofendía sobremanera su sentido del estilo; y sin embargo, no tenía una palabra para designar algo así, porque en su vida anterior esas cosas no existían, así que ¿de qué otro modo iba a llamarlos?), se recostó en su sillón y su pañuelo cayó al suelo sin que se diera cuenta. Un joven uniformado que pasaba por allí se lo devolvió. Parecía cansada, la ginebra se le había subido a la cabeza; se achispaba con facilidad. A él no le sorprendió que dijese: «Vamos a quedarnos en el hotel esta noche, que no tengo fuerzas para volver a salir. Cenemos en el restaurante panorámico, ¿vale?».
A él le pareció bien, por supuesto. Le aliviaba saber que no tendría que volver a pasar junto al limpiabotas sonriente. Así que subieron a su habitación para cambiarse, y luego se dirigieron al gran restaurante acristalado del ático, desde el que contemplaron la ciudad mientras cenaban en silencio, y ella se quejó de su filete, y él se enfadó cuando el maître llegó y le arrebató su naranja, alegando que él se la prepararía, como si un hombre no pudiera pelarse su propia naranja (aunque, en efecto, no le gustaba pelar naranjas, le gustaba casi tan poco como limpiarse los zapatos: no le gustaba que se le metiese el jugo en las uñas ni le gustaba la piel blanca que su pereza le obligaba a comerse). Entonces ella se enfadó con él por enfadarse con el maître, y abandonaron el restaurante en silencio, y en silencio se fueron a la cama, importunados únicamente por el zumbido incontrolable del aire acondicionado, que ninguno de los dos supo apagar. En Marrakech, las naranjas colgaban de los árboles junto a la carretera, y de cuando en cuando caían con un ruido sordo a sus pies. Las murallas y los edificios también eran naranjas, y se recortaban con gran belleza, aunque él no la percibía, contra los montes Atlas —territorio de leones— nevados en la distancia. Y allí, en Marrakech, discutieron con vehemencia, porque no eran capaces de encontrar el palacio de la Bahía, y porque él se negó a contratar a un guía, pues no se fiaba de ninguno, y porque a los dos les asustaron los chiquillos acosadores.
Por la mañana fueron a Rabat. No tenían demasiado interés en ir a Rabat, pero a algún sitio había que ir, y les habían dicho que merecía la pena ver la capital. Una vez allí, no sabían qué monumentos visitar, así que fueron al aburrido palacio de estilo moderno, y se preguntaron cómo había tantos turistas locales, hasta que compraron un periódico y se enteraron, como buenamente pudieron, de que ese día se celebraba una fiesta nacional. Se sentaron en un café de estilo francés, hojearon el periódico y se dedicaron a decidir dónde almorzar. Él volvió a decirse que el dinero, en lugar de ampliar sus miras, los confinaba de tal manera que lograba que elegir no tuviera sentido. Al parecer, había un restaurante lo bastante caro para ellos con el mismo nombre que un sitio llamado «torre de Hasán», así que al final fueron allí, y la estúpida idea del falso encanto de comer aquel cuscús horrible, que sabía fatal se cocinara como se cocinase, volvió a adueñarse de él. Después de comer, como no sabían qué hacer, ella dijo:
—Bueno, pues vayamos a ver la torre de Hasán.
—¿De verdad quieres ir a ver la torre de Hasán? —preguntó él con tono irritado—. Si ya sabes lo que te vas a encontrar: un montón incomprensible de ladrillos desmoronándose, abarrotado de guías, vendedores de postales y carteristas. Y encima un día de fiesta… Seguro que es aún más horroroso que de costumbre.
—Quizá sea bonita —repuso ella—, nunca se sabe, quizá sea bonita…
Él se daba cuenta de que ella compartía su opinión, y que de hecho también le estremecía la simple idea.
—No va a ser bonita —dijo él— y, en cualquier caso, no la vamos a encontrar ni de casualidad.
—Tiene que venir en el mapa —dijo ella sacando de su bolso el pequeño plano que le habían dado en el hotel. Estaba tan mal dibujado que resultaba imposible orientarse con él. No había ni una calle que tuviese su nombre bien puesto.
Para colmo, la dichosa torre no aparecía en el mapa.
—¡Dios santo! —continuó la joven—. Aun así, estoy segura de que si damos una vuelta con el coche, la veremos. Digo yo que será importante… Si no, no le habrían puesto su nombre a un restaurante.
—Eso mismo dijiste del palacio de la Bahía —dijo él.
—Pero esto es distinto —respondió ella—. Al fin y al cabo, es una torre. Tiene…, en fin, tiene que destacar, como quien dice. Se verá por encima del resto de los edificios…
—Entonces ¿qué pretendes que haga? —preguntó—. ¿Que me monte en el coche y empiece a dar vueltas hasta que vea algo que pueda ser tu torre de Hasán? ¿Eh?
Eso resultó ser exactamente lo que la joven quería, de suerte que, dejando en suspenso su recelo, como solía hacer cuando se disponía a zambullirse en el tráfico de la hora punta de Londres, el joven se subió al coche y juntos empezaron a deambular en busca de la torre. Como no había acabado de comprender el principio de que, fuera de su país, quienes giraban a la derecha tenían preferencia, conducir era para él una actividad algo arriesgada. De modo que, tras tener que enfrentarse a varios cruces, su opinión sobre el carácter de los marroquíes no hizo sino empeorar. Sin embargo, y para su sorpresa, todo sea dicho, no tardaron en localizar algo que solo podía ser aquella torre que le había cedido el nombre a su restaurante, así que aparcaron y se bajaron del coche para echar un vistazo. La torre era, como él había predicho, una construcción incomprensible: un edificio rectangular de ladrillo rojo, decorado siguiendo un diseño que ninguno de los dos era capaz de entender. Además, su absoluta falta de belleza les dejó completamente desconcertados.
—Bueno —dijo ella, después de pasar un rato observándola en silencio desde la seguridad de la carretera—, supongo que será muy antigua.
—Parece antigua —admitió él.
—Las vistas desde la parte alta deben ser impresionantes —aventuró a decir ella—. Mira, hay gente arriba.
Y, en efecto, había gente arriba.
—Podríamos subir —fue lo siguiente que dijo ella.
—¿Qué? —exclamó él con una violencia inusitada—. ¿Qué? ¿Subir a lo alto de eso? Me apuesto lo que quieras a que no tiene ni siquiera ascensor. No seré yo quien suba hasta ahí arriba para que me roben la cartera o algo similar. Y seguro que entrar ya nos cuesta un ojo de la cara.
En lugar de responder, ella empezó a caminar lentamente hacia la explanada de césped cubierto de maleza que rodeaba la torre. Él la siguió, observando, mal que le pesara, sus movimientos con cierto placer. Llevaba una falda de lana azul marino y un jersey a juego que, bajo aquella luz clara, daban una sensación de calor áspero e intenso que, curiosamente, pegaba con su piel. Entonces ella se detuvo y, sin girarse hacia él, dijo:
—Me gustaría subir.
—¡Qué tontería! —respondió él, aunque luego la siguió hasta los pies de la torre. Sabía que ella estaba decidida, y aquel país le daba demasiado miedo para dejarla ir sola. Además, en el fondo le daba vergüenza que ella, a pesar de estar asustada, tuviese agallas para continuar. Le irritaba saber que, aunque el temor era lo único que en realidad la espoleaba, sus acciones contradirían sus sentimientos: subiría a la torre, temblando como un flan por miedo a que la violasen, mientras que él, que solo temía por su cartera y su orgullo, probablemente al final no se atrevería.
Efectivamente, no había ascensor, pero tampoco vigilante ni ninguna taquilla junto a la puerta: la entrada era gratis. Ella fue la primera en dejar atrás la luz del sol y adentrarse en la penumbra del portal, de donde partía una rampa ancha, que ascendía por tramos en ángulo recto, sin peldaño alguno.
—¡Vamos! —dijo ella.
—Va a ser una paliza, y probablemente huela mal.
—Me da igual el olor. Si me esperas aquí, subo yo sola. Quiero ver qué hay arriba.
—No habrá nada —dijo él, pero aun así la siguió, del todo incapaz de dejarla sola. Tenía que reconocer que, además, una vez llegados ahí, le encontraba algo irresistible a la idea de subir.
Así pues, con una humillante sensación de riesgo, empezó la ascensión. Habían doblado ya varios recodos, y se encontraban a bastantes metros del suelo, cuando él cayó en la cuenta, nervioso, de que entre quienes subían y bajaban no se habían topado con ningún turista: todos eran árabes, no había ninguna guía de viaje a la vista. Era peor de lo que había supuesto. Aferró el pasaporte y el fajo de cheques de viaje que llevaba en su bolsillo y se preguntó si debía advertir a Chloe de la situación, pero ella, que no parecía aquejada de la dificultad para respirar que empezaba a adueñarse de él, seguía subiendo a un ritmo constante y sosegado, caminando uno o dos metros por delante. De modo que, como no quería destacar pegando un grito en un idioma extranjero, se vio obligado a seguirla. Hasta ese momento, todo sea dicho, ningún árabe parecía prestarle demasiada atención, ni siquiera le habían ofrecido un paquete de postales, de modo que se relajó un poco, hasta donde le permitieron los rigores de la ascensión, y se concentró en observar los destellos de unas vistas cada vez más amplias que se colaban por las aspilleras de cada lateral de la torre. Se preguntó si, después de todo, al final, disfrutaría de una buena panorámica cuando llegaran arriba. Realmente había mucha gente subiendo y bajando, por algo tenía que ser. Todos exhibían ese buen humor propio de las vacaciones. Hasta llegó a alegrarse de que no hubiera ascensor; ninguna forma de subir propia de un hombre rico, ninguna reminiscencia a la vida europea. Pero, de repente, escuchó, procedente de la zona superior, una tremenda algarabía, que le provocó un miedo tal que su alegría desapareció por completo. Presa de la inquietud, buscó a Chloe, pero como ella ya había doblado el siguiente recodo, no la vio y echó a correr tras ella por la inclinadísima rampa. No tardó en cruzarse con el origen de los gritos, que bajaba de la torre sin hacer daño a nadie y que resultó ser un grupo de chiquillos, que habían subido hasta arriba solo para volver a bajar, entre risas y jadeos. Bajaban a la carrera, chocándose con la gente, perdiendo el equilibrio, cayéndose, dando volteretas, volviéndose a levantar, ante la mirada indulgente y entretenida de los adultos que subían. Los hombres negaban con la cabeza y sonreían; las mujeres se reían tras sus velos. La falta de parques, ferias y zonas de recreo había hecho de la torre de Hasán un territorio para el juego y, en realidad, el uso que le daban los niños era visto con buenos ojos por el resto de la gente.
Cuando llegó arriba, le sorprendió el resplandor súbito del sol, que, al principio, le impidió distinguir a Chloe. Su mujer se había colocado en una esquina del gran cuadrado, para contemplar el estuario y el mar: las vistas eran, tal y como ella había previsto, arrebatadoras. Se quedaron mirando en silencio, y él pensó que eran verdaderamente hermosas, pero también un tanto deprimentes, con ese aire de inutilidad propio de todos los paisajes hermosos. Y, sin embargo, ahí estaba Chloe, presa de una enorme conmoción, contemplando el panorama con una pasión desmesurada, como si eso de verdad importase, como si significara algo; mirando como él había mirado Tánger un día a primera hora de la mañana diez años atrás. Tras unos segundos, no pudo soportar verla sumida en un éxtasis tal y, con las rodillas aún temblorosas por la subida, el aliento entrecortado y el ánimo por los suelos, a causa de un presagio lúgubre e invisible sobre la edad adulta, fue a sentarse en uno de los parapetos de piedra. Mientras permanecía allí sentado, al principio sin ver nada, sus ojos fueron enfocando poco a poco al resto de personas que se encontraban en lo alto de la torre y que también constituían, a su manera, una vista increíble. La azotea estaba repleta de gente: niños pequeños gateando de un lado a otro; madres amamantando a sus bebés; chicos cogiendo de la mano a chicas, o a otros chicos; chiquillos sentados en el mismísimo borde de la torre, con los pies colgando en el vacío; y ancianas que necesitarían un día para recuperarse de la escalada pero que ahora descansaban tumbadas al sol, delante de todo el mundo, como abuelas en una playa de Inglaterra. Y una playa de Inglaterra era a lo que más recordaba esa escena. El joven descubrió en aquel preciso lugar los mismos grupos y actitudes con los que se había encontrado años atrás, de niño, en Mablethorpe. Y mientras lo observaba todo, creció en su interior una sensación de extraordinaria familiaridad que, en cierto modo, se convirtió en una especie de iluminación, pues todas aquellas personas extranjeras aparecían ante sus ojos intensamente iluminadas, con un resplandor visionario cargado de significado, deslumbrantes y arrebatadoras a su manera, como otrora lo fuese Tánger para él. De repente, vio a esas personas como lo que eran: tan solo personas, nada más. Su ropa estaba rellena de cuerpos, sus caras adoptaban expresiones, sus relaciones se volvían de una claridad meridiana, como si los detalles de su naturaleza desconocida se hubieran desvanecido, como si los términos de la humanidad común (que hasta ahora siempre había reconocido por principio, pero nunca percibido en su interior) se materializasen en ese instante ante su mirada. Era como si durante unos segundos hubiese sido capaz de ver a través de esa borrosa nube de miedo que convence a la gente de que los extranjeros son todos iguales y se hubiese concentrado en los auténticos rasgos y diferencias de los individuos por separado. Ahí estaban todos ellos, vivos e independientes como los transeúntes de una calle londinense, hermanos y hermanas, primas, la tía soltera con los dos sobrinitos, la chica fácil con medias debajo de la falda larga y un velo de encaje color verde pálido, la mujer rechoncha después de sus muchas operaciones, el estudiante con su Dostoievski en árabe. Incluso su ropa, hasta ese momento extraña e indistinguible para él, los diferenciaba. Y, ante aquella imagen, una abrumadora sensación de alivio se apoderó por completo de él, pues había tenido miedo, se había pasado años temiendo haber llegado al final de lo novedoso y lo interesante de la vida. Ahora estaba ahí sentado, mirando cómo existía toda esa gente, y disfrutando de su existencia. De repente, descubrió que uno de los jóvenes a los que miraba era ni más ni menos el limpiabotas del hotel. Miró al limpiabotas, y el limpiabotas lo miró a él, y sus miradas cruzaron una señal de comprensión, que no de reconocimiento. Ninguno de los dos sonrió, ninguno se movió, pues allí arriba no había manera de expresar lo que ambos compartían. El limpiabotas estaba con una mujer bajita, que era su madre, y que tenía agarrado de la mano a su hermano pequeño, que llevaba la camisa roja y resplandeciente de las ocasiones especiales y tendría unos cuatro años. Eso también lo vio.
(1966)
-2- Un viaje a Citera
Oh tú, amada perdida de antemano,
nunca venida, yo no sé
qué músicas te gustan. Ya no intento
reconocerte cuando lo venidero ondula.
Las imágenes todas, los paisajes remotos,
ciudades, torres, puentes, y los giros
inesperados que hay en los caminos,
lo poderoso de países
antaño entrecruzados con los dioses:
todo asciende a un sentido, en mi interior,
en ti, tan inasible.
Ay, eres los jardines…
Rainer Maria Rilke
Hay cierta gente que es incapaz de montarse en un tren sin imaginar que está a punto de emprender un viaje cargado de significado hacia lo desconocido, como si la misma noción de movimiento estuviese ligada indisolublemente a la noción de descubrimiento, como si cada traslado del cuerpo fuese también un traslado del alma. Helen era una de esas personas, y en su caso las excusas duraban tan poco que no podía dejar de sorprenderse con la continua intensidad de sus expectativas. Se emocionaba ante cualquier trayecto de más de cincuenta kilómetros, y la idea de viajar al continente era suficiente para sumirla en un estado de expectación febril. Era una completa adicta a estaciones de trenes, terminales de aeropuertos, autopistas, puertos, panfletos de viaje y cualquier punto o símbolo de salida, y la mera mención de ciertos nombres hacía que se pusiera a temblar. Una simple frase de una novela podía consumirla de deseo, y en cierta ocasión, estando en la Gare de l’Est de París, cuando vio un tren con un cartel que decía «Budapest», notó cómo se le ponían la carne de gallina y los pelos como escarpias. En sus sueños más eróticos no aparecían hombres, sino lugares. Soñaba con plazas y fuentes de mármol, con montañas y terrazas repletas de estatuas barrocas, con grandes edificios abandonados en medio de campos verdes, y se despertaba empapada en el sudor de una pasión que se desvanecía. Había un ángulo concreto en las carreteras que la conmovía especialmente: un ángulo ascendente, con una curva abierta preñada del infinito del cielo azul. Siempre había creído que el mar podía esconderse detrás de ese vacío ascendente, y a veces se trataba en efecto del mar, pero a menudo lo que allí se ocultaba era solo el mercado de Caledonia o una hilera de casas de Hampstead. Sin embargo, fuera lo que fuese lo que le deparaba aquella curva, era, en cierto modo, irrelevante, pues lo que a ella de verdad le hacía disfrutar era ese momento tenso previo a la revelación.
Una vez compartió esa obsesión suya con un anciano que había viajado mucho, y que le explicó que seguro que se sentía así porque siempre que iba a un sitio nuevo esperaba enamorarse allí. A él le había ocurrido lo mismo en su día, dijo. Antes de emprender un viaje siempre estaba inquieto, impaciente, y ella supo que le decía la verdad, porque ilustró su explicación con experiencias de su propia vida. «De joven —le contó—, pensaba que habría una mujer esperándome en cada compartimento de tren, en cada avión, en cada hotel. ¿Cómo se puede evitar pensar eso? Si uno cree que existe la posibilidad de que su avión se estrelle, y que va a morir, imagina que morirá en los brazos de la mujer que ocupa el asiento de al lado, ¿verdad?»
Y, en cierto sentido, Helen pensaba que tenía razón, pero la verdad es que ella jamás se habría enamorado en uno de aquellos lugares de paso, porque era incapaz de hablar con desconocidos. Aunque eso no significaba nada de por sí, pues suponía que quizá, algún día, encontraría fuerzas para hacerlo. Puede que hasta fuese ese preciso momento de comunicación repentina lo que buscaba con tanta insistencia. De cuando en cuando, alguien se dirigía a ella, pero siempre gente inadecuada: siempre las mujeres maternales y los hombres paternales y los jóvenes anodinos que no sabían contenerse. Los individuos de su especie jamás le habían dirigido la palabra, ni ella a ellos. Una vez, por ejemplo, en un viaje nocturno desde Milán, compartió el compartimiento con una joven que iba leyendo el mismo libro que ella; un libro sobre el que ambas habrían estado encantadas de hablar, pero acerca del cual no intercambiaron ni una palabra. En otra ocasión, en un trayecto desde Edimburgo, se sentó frente a una mujer que empezó a llorar en el mismo instante en que el abarrotado tren abandonó la estación. Se pasó horas llorando en silencio, y los lagrimones le resbalaban por las mejillas blancas para caer sobre el cuello de su suéter verde esmeralda. Cuando llegaron a York, Helen le ofreció un cigarrillo, pero ella lo rechazó y dejó de llorar de inmediato. Otra vez, un hombre la besó en el pasillo cuando estaban entrando en Oxford. Era un hombre apuesto, y le gustó, pero resultó que iba borracho y ella apartó la cara y se subió el cuello del abrigo.
Y a pesar de todas aquellas oportunidades desperdiciadas, ella seguía esperando. «La verdad —se dijo mientras subía al tren de Londres en la estación de Reading, a última hora de una fría tarde— es que este viaje no parece para nada prometedor; he ahí una prueba más de mi locura. Hace frío, el tren lleva media hora de retraso y para colmo estoy muerta de hambre… Me encuentro en una de esas situaciones sobre las que oigo a mis amigos quejarse de manera harto insistente y tediosa. Y, sin embargo, yo estoy deseando sumirme en ella. Me sentaré envuelta en la oscuridad y el frío, contemplando únicamente el reflejo de mi cara en el cristal helado, y ya no me importará nada. En cuanto el tren empiece a moverse, me recostaré y lo sentiré moverse conmigo, y notaré que me muevo, aunque sé de sobra que lo único que estoy haciendo es volver a un piso vacío. La lluvia y el vapor empañarán el cristal de esta ventana junto a mi cara, y yo miraré a través de ella, y ya está. Si estos kilómetros sosos me evocan esos otros paisajes, esos precipicios nevados, esas llanuras bañadas por el sol, esos campos de maíz, esos desayunos bamboleantes bajo la luz pálida de la efímera Suiza o la mirada de los ángeles que velan por Marsella, es que soy un caso perdido. Soy una niña, me gusta mecerme y soñar, como si estuviese en una cuna.»
Y, a la espera del silbato y del sonido metálico de la maquinaria, cerró los ojos. Así que no pudo ver al hombre entrar en el compartimento, y nunca llegaría a saber con certeza si él la había visto, si en realidad entró porque quería compartir espacio con ella. Lo único que sabía era que, cuando abrió los ojos, consciente de la intrusión, consciente de la corriente de aire que se había colado por la puerta, él ya estaba ahí, dejando su abrigo en el portaequipajes, colocando sus libros y sus papeles en el asiento de al lado, instalándose en el compartimento vacío, en sus antípodas: pegado al pasillo, en diagonal, en un lugar donde no podía no verlo. Ella se levantó el cuello de pelo en un gesto defensivo, cubriéndose la cara. Después juntó las piernas con recato y abrió el libro que tenía en el regazo, protegiéndose de toda amenaza de contacto humano, rechazando con frialdad cualquier muestra de reconocimiento de su presencia, sin dejar en ningún momento, eso sí, de mirarlo discretamente con los ojos entrecerrados. Porque la verdad era que, desde los diecisiete años, hacía ya tanto tiempo que ni siquiera le importaba, no se había sentado tan cerca de un hombre así en un tren. Cuando tenía diecisiete años, compartió el compartimento del tren nocturno a Brighton con un actor que se pasó todo el viaje charlando con ella, y que la divirtió imitando a Laurence Olivier y a otros famosos que no reconoció, y que cuando se separaron en la estación le dio un beso en esa mejilla suave, femenina e impresionable, murmurando «Bendita seas, bendita seas», como si tuviera la potestad de bendecir. Ella siguió luego la mediocre carrera de aquel hombre: se encontró con su nombre en la revista de la bbc, lo vio una vez por televisión y lo descubrió en pequeños papeles en la gran pantalla. Se sentía discretamente celosa. Le divertía esa sensación de intimidad con alguien que debía de haberse olvidado de ella hace muchísimo tiempo y que difícilmente la habría reconocido ahora. A veces se preguntaba, distraída, si su obsesión por los viajes se remontaría a esa experiencia, pero, por una mera cuestión cronológica, comprendía que era imposible pues su emoción precedía con mucho a aquel episodio. Había sido así desde niña, cuando se estremecía y temblaba al ver los enormes pistones, cuando aguzaba el oído, presa de un agradable miedo, para escuchar los rugidos del tren litoral cuya llegada era inminente.
Aquel hombre, aquella noche, no parecía estar tratando de divertirla con su imitación de Laurence Olivier. Más bien parecía preocupado. De hecho, cuanto más lo miraba, más se convencía de que su preocupación rayaba lo grotesco. Estaba agitado, no era capaz de quedarse quieto: cogía un libro de su pila, luego otro, luego hojeaba el New Statesman, y no dejaba de echar continuos vistazos al pasillo y al andén oscuro. Al principio pensó que quizá estuviera esperando a alguien, que confiaba en que ese alguien le acompañara, pero al final llegó a la conclusión de que no era el caso, pues no percibió que su inquietud aumentase a medida que pasaba el tiempo ni él se sobresaltó de repente cuando el altavoz se disculpó por el retraso y dijo que el tren partiría en dos minutos. Su nerviosismo tampoco parecía enfocarse a la puerta ni al andén, como de hecho habría sucedido en el caso de que hubiese estado esperando a alguien. Recordó que, en una ocasión en la que ella misma se sentó de espaldas a la ventana por la que sabía que atisbaría el primer cartel de la estación a la que estaba deseando llegar, acabó sufriendo una horrible tortícolis. Pero el nerviosismo de aquel hombre, en cambio, era difuso, no se dirigía a ningún punto; se concentraba en nada y en todo, como quien dice. Ella no podía apartar los ojos de él, y no solo por aquel estado de tensión que transmitía, que en otra persona le habría resultado meramente absurdo. En efecto, era la elegancia extrema de sus gestos y las hermosas posturas que cada batalla contra la inmovilidad le hacían adoptar lo que le impedía retirar la vista. En cualquier otra circunstancia, la vergüenza le habría impedido mirarle tan fijamente. Aquel hombre se llevaba una mano grande de dedos largos manchados de nicotina a las cejas de una manera que a ella le causaba un placer intenso; la mano le tapaba los ojos, proporcionándole sin duda la ilusión de estar oculto, pero ella era capaz de distinguir por debajo el movimiento inquieto de sus labios trémulos, con una expresión que no lograba captar: un murmullo, una sonrisa, quizá un suspiro. Y, cada vez que repetía ese gesto, inclinaba la cabeza un poco hacia atrás, y luego adelante de golpe, y el pelo largo le caía cubriéndole suavemente los dedos. Lo que más la conmovió fue su color de pelo. Un color que siempre le había gustado, pero que nunca había visto adornar unas facciones tan angustiadas, demacradas y maduras, pues era un tono dorado y oscuro, el color de la salud y la inocencia. Rubio oscuro con mechas canas. Un pelo lacio, que caía con dulzura.
Cuando el tren empezó a moverse, el hombre volvió a acurrucarse en su rincón y cerró los ojos con actitud decidida, como si al final su propia inquietud hubiese empezado a irritarle y hubiera decidido quedarse quieto. Helen giró entonces la cabeza hacia la ventana, para contemplar las luces y las sombras de la ciudad menguante. Pero el cristal le devolvía el reflejo de la cara del hombre y, convencida de que este no sería capaz de aguantar con los ojos cerrados, se quedó mirándolo. Efectivamente, al cabo de unos minutos, ya estaba otra vez inclinado en su asiento, con los codos apoyados en las rodillas y los ojos clavados en el suelo. Y en ese momento Helen se dio cuenta de que a él se le había ocurrido una idea: vio con sus propios ojos cómo la concebía, cómo se metía la mano en el bolsillo y se sacaba una cajita de cerillas y un paquete de tabaco del que cogía un cigarrillo que encendió con esos gestos cautivadores de fumador habitual. Sin embargo, el hombre también parecía presa de cierto asombro, porque la verdad era, y ella se percató clarísimamente, que, absorto como estaba en sus pensamientos, se le había olvidado incluso la posibilidad de recurrir a ese consuelo tan banal. Pudo adivinar su alivio mientras sacaba el cigarrillo, su gratitud por haberlo recordado. Fumar lo consoló, y ella, que había fumado en contadísimas ocasiones, sintió en su interior la naturaleza de aquel consuelo. Y es que, cuando el amor la atormentaba, también ella encontraba un bálsamo en la repetición de ciertas acciones pequeñas y necesarias: lavar tazas, vaciar papeleras, atarse las medias, recordar que era hora de comer. A Helen le resultaba evidente que era el amor lo que atormentaba a su compañero de compartimento. Conocía demasiado bien los dolorosos síntomas de esa enfermedad.
Y, en efecto, diez minutos después, cuando las cenizas de su cigarrillo ya estaban desperdigadas por el suelo y por sus pantalones, el hombre se levantó, se sacó un paquete de cartas del bolsillo del abrigo y empezó a leerlas. No podría haber expresado con mayor claridad cuál era su dolencia ni aunque se hubiese girado hacia ella para confesarle lo que le pasaba. Helen observó el reflejo de su cara mientras leía, avergonzándose, ahora sí, de mirarlo tan fijamente, aunque la consolaba saber que él no podía ser consciente de que lo observaba con tanto interés, de que era toda una experta en el lenguaje íntimo de su estado. La forma en que trataba esas cartas no le dejó lugar a dudas: aún estaba cautivado por los primeros cinco minutos del amor, ese intervalo breve, indefinido y trepidante que llega antes de la cotidianidad, el cariño, la desilusión, la podredumbre y el declive. El número de cartas que tenía en sus manos, así como el modo en que las trataba, corroboraban su intuición. Tenía cinco, solo cinco, y el papel era nuevo, aunque los pliegues estaban ya un tanto desgastados de tanto manoseo. Ese hombre le provocaba unas punzadas, tal vez de envidia, tal vez de arrepentimiento o incluso de deseo, que ella no sabía identificar. A su edad, con esos mechones canosos y esas arrugas profundas, sin duda debía de ser consciente de lo disparatado de su obsesión, de la tragedia inevitable e inminente que tenía por delante; a ella, ese enfrentamiento obstinado contra el dolor le parecía conmovedor hasta rayar lo insoportable. Ella, que soportaba a diario la dolorosa muerte de esa actitud, el destino gélido de esos viajes deliberadamente románticos, a duras penas era capaz de evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Y, en efecto, estas acabaron brotando, cálidas sobre la piel fría de sus párpados, haciendo que le picase la nariz y que le escociesen los ojos. Brotadas de su interior, su calidez se enfriaba al contacto con el aire. Absurdo, dijo para sus adentros, absurdo: llorar era absurdo. La imagen de su compañero de viaje acabó volviéndose borrosa, convirtiéndose para ella en la imagen del propio tiempo: humana, adorable, deteriorada, profunda.