Un hombre sin aliento - Philip Kerr - E-Book
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Un hombre sin aliento E-Book

Philip Kerr

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Beschreibung

«El horror no necesita de la oscuridad, y a veces un acto malvado de verdad elude las sombras». A principios de 1943, llegan a Berlín noticias de una ejecución en masa de prisioneros polacos cometida por el ejército soviético en los alrededores de Smolensk. Los nazis están empezando a perder la guerra y necesitan subir la moral como sea. Así que es de vital importancia que Bernie Gunther encuentre el lugar exacto en el que fueron enterrados esos polacos.

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Título original inglés: A Man Without Breath.

© thynKER Ltd, 2013.

© de la traducción: Eduardo Iriarte Goñi, 2014.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: OEBO680

ISBN: 978-84-9056-244-4

Composición digital: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

Cita

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

SEGUNDA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

NOTA DEL AUTOR

Notas

ESTA NOVELA ES UNA PEQUEÑA MUESTRA DE GRATITUD

A TONY LACEY POR CONSEGUIR QUE ME PUSIERA EN MARCHA,

Una nación sin religión es como un hombre sin aliento.

PRIMERA PARTE

1

Lunes, 1 de marzo de 1943

Franz Meyer se levantó en la cabecera de la mesa, bajó la mirada, tocó el mantel y esperó a que guardáramos silencio. Con el pelo rubio, los ojos azules y unas facciones neoclásicas que parecían haber sido esculpidas por Arno Breker, el escultor oficial del Reich, no se aproximaba para nada a la idea que tuviera nadie de un judío. La mitad de los integrantes de las SS y el SD parecían más semíticos. Meyer respiró hondo con gesto casi eufórico, nos ofreció una amplia sonrisa que era mitad alivio y mitad alegría de vivir, y levantó la copa hacia cada una de las cuatro mujeres sentadas a la mesa. Ninguna era judía. Sin embargo, de acuerdo con los estereotipos raciales que tanto gustaban al Ministerio de Propaganda, podrían haberlo sido: todas eran alemanas de nariz grande, ojos oscuros y cabello más oscuro aún. Por un momento dio la impresión de que Meyer se había atragantado por la emoción, y, cuando por fin fue capaz de hablar, tenía lágrimas en los ojos.

—Quiero agradecer a mi mujer y sus hermanas los esfuerzos que han hecho por mí —dijo—. Hacía falta mucho valor para algo así, y no puedo deciros lo que supuso para quienes estábamos detenidos en el Centro de Asistencia a los Judíos saber que había tanta gente fuera lo bastante preocupada como para venir a manifestarse en nuestro apoyo.

—Aún me cuesta creer que no nos hayan detenido a nosotras —dijo Siv, la esposa de Meyer.

—Están tan acostumbrados a acatar órdenes —comentó Klara, la cuñada de Meyer— que no saben qué hacer.

—Mañana volveremos al centro de asistencia de la Rosenstrasse —insistió Siv—. No cejaremos hasta que hayan puesto en libertad a todos los que están allí. Hasta el último de los dos mil. Les hemos demostrado lo que podemos hacer cuando la opinión pública se moviliza. Tenemos que seguir ejerciendo presión.

—Sí —convino Meyer—. Y lo haremos. Lo haremos. Pero ahora quiero proponer un brindis. Por nuestro nuevo amigo, Bernie Gunther. De no ser por él y sus colegas de la Oficina de Crímenes de Guerra, probablemente seguiría preso en el Centro de Asistencia a los Judíos. Y después, ¿quién sabe dónde...? —Sonrió—. Por Bernie.

Éramos seis en el acogedor comedorcito del apartamento de los Meyer en la Lützowerstrasse. Mientras cuatro de ellos se levantaban y brindaban por mí en silencio, yo negué con la cabeza. No estaba seguro de merecer la gratitud de Franz Meyer, y además, el vino que bebíamos era un tinto alemán bastante bueno, un Spätburgunder de mucho antes de la guerra que él y su esposa hubieran hecho mejor en cambiar por algo de comida en vez de derrocharlo conmigo. Era casi imposible encontrar vino en Berlín, y mucho menos un buen tinto alemán.

Esperé por cortesía a que bebieran a mi salud antes de ponerme en pie para llevar la contraria a mi anfitrión.

—No sé si puedo decir que tenga mucha influencia en las SS —expliqué—. Hablé con un par de polis conocidos míos que vigilaban la manifestación y me dijeron que corre el rumor fundado de que la mayoría de los detenidos el sábado por las protestas de la fábrica probablemente serán puestos en libertad dentro de pocos días.

—Es increíble —dijo Klara—. Pero ¿qué significa eso, Bernie? ¿Cree que las autoridades van a ser más cautelosas con las deportaciones ?

Antes de que pudiera dar mi opinión resonó la alarma antiaérea. Todos nos miramos sorprendidos. Hacía casi dos años desde el último bombardeo de la RAF.

—Más vale que vayamos al refugio —dije—. O al sótano, quizá.

Meyer asintió.

—Tienes razón —dijo con firmeza—. Más vale que os vayáis todos. Por si acaso es real.

Cogí el abrigo y el sombrero del perchero, y me volví hacia Meyer.

—Pero tú también vienes, ¿verdad? —dije.

—Los judíos no pueden acceder a los refugios. Tal vez no te hayas dado cuenta. Bueno, no hay motivo para que te hubieras fijado. Me parece que no ha habido ningún bombardeo desde que empezamos a llevar la estrella amarilla.

Negué con la cabeza.

—No, no me había dado cuenta. —Me encogí de hombros—. Entonces, ¿adónde se supone que deben ir los judíos?

—Al infierno, naturalmente. Al menos eso esperan. —Esta vez la sonrisa de Meyer era sarcástica—. Además, la gente sabe que este apartamento es judío y, puesto que la ley obliga a dejar las puertas y ventanas de las casas abiertas para minimizar el efecto de la onda expansiva de una explosión, también es una invitación a que algún ladrón del barrio venga a robarnos. —Meneó la cabeza—. Así que me voy a quedar.

Miré por la ventana. En la calle, la policía uniformada ya estaba llevando a cientos de personas al refugio en rebaño. No había mucho tiempo que perder.

—Franz —dijo Siv—, no vamos a ir sin ti. Deja el abrigo. Si no ven la estrella tendrán que dar por sentado que eres alemán. Puedes llevarme en brazos y decir que me he desmayado, y si enseño mi pase y digo que soy tu esposa nadie sospechará.

—Tiene razón —dije.

—Y si me detienen, ¿qué? Acaban de ponerme en libertad. —Meyer sacudió la cabeza y rio—. Además, seguro que no es más que una falsa alarma. ¿Acaso no ha prometido Hermann el Gordo que esta es la ciudad mejor defendida de Europa?

La sirena siguió aullando como una especie de horrenda trompeta mecánica que anunciara el final de un turno de noche en las fábricas humeantes del infierno.

Siv Meyer se sentó a la mesa y entrelazó las manos con gesto decidido.

—Si tú no vas, yo tampoco.

—Ni yo —dijo Klara, que se sentó a su lado.

—No hay tiempo para discutirlo —repuso Meyer—. Tenéis que ir todos. Todos.

—Tiene razón —dije en tono más urgente ahora que ya se oía el zumbido de los bombarderos a lo lejos. No era un simulacro. Abrí la puerta e indiqué a las cuatro mujeres que me siguieran—. Vamos.

—No —insistió Siv—. Nos quedamos.

Las otras dos hermanas se miraron y luego se sentaron flanqueando a su cuñado judío. Yo me quedé plantado con el abrigo en la mano y el semblante nervioso. Yo había visto lo que nuestros bombarderos hicieron con Minsk y algunas partes de Francia. Me puse el abrigo y metí las manos en los bolsillos para disimular que me temblaban.

—No creo que vengan con folletos de propaganda —dije—. Esta vez no.

—Sí, pero seguro que no van detrás de civiles como nosotros —respondió Siv—. Estamos en el distrito gubernamental. Todo el mundo sabe que hay un hospital cerca de aquí. La RAF no se arriesgará a alcanzar el Hospital Católico, ¿verdad? Los ingleses no son así. Lo que buscan es la Wilhelmstrasse.

—¿Cómo lo sabrán a seiscientos metros de altura? —me oí contestar con voz débil.

—Ella está en lo cierto —coincidió Meyer—. No tienen como objetivo el oeste de Berlín, sino el este. Lo que significa que probablemente es una suerte que esta noche no estemos ninguno en el centro de asistencia de la Rosenstrasse—. Me sonrió—. Más vale que vayas, Bernie. No nos pasará nada. Ya lo verás.

—Supongo que tienes razón —dije y, decidido a hacer caso omiso de la alarma antiaérea igual que los demás, empecé a quitarme el abrigo—. Aun así, no puedo dejarles a todos aquí.

—¿Por qué no? —quiso saber Klara.

Me encogí de hombros, pero en realidad todo se reducía a lo siguiente: no podía marcharme y continuar quedando bien ante los preciosos ojos castaños de Klara, y yo tenía sumo interés en causarle buena impresión, aunque no creía poder decírselo con esas palabras. Aún no.

Por un momento noté que se me contraía el pecho a medida que los nervios iban apoderándose de mí. Luego oí explotar unas bombas a lo lejos y lancé un suspiro de alivio. En las trincheras, durante la Gran Guerra, cuando se oían explotar los proyectiles en otra parte solía ser indicio de que estabas a salvo, porque se daba por sentado que nunca se oía el que acababa con tu vida.

—Parece que están cayendo en el norte de Berlín —dije apoyado en el marco de la puerta—. La refinería de petróleo en la Thaler Strasse, tal vez. Es el único auténtico objetivo por ahí. Aunque más vale que nos metamos debajo de la mesa. No vaya a ser que una bomba perdida...

Creo que fue lo último que dije. Seguramente fue estar de pie en el umbral lo que me salvó la vida, porque justo en ese instante tuve la impresión de que el cristal de la ventana más próxima se fundía en un millar de gotas de luz. Algunos de los apartamentos del antiguo Berlín estaban construidos para durar, y más adelante averigüé que la bomba que hizo saltar por los aires aquel en el que estábamos —por no hablar del hospital de la Lützowerstrasse— y lo redujo a escombros en una fracción de segundo con toda seguridad me hubiera matado de no ser porque el dintel sobre mi cabeza y la recia puerta de roble que protegía resistieron el peso del tejado, pues fue eso lo que acabó con la vida de Siv Meyer y sus tres hermanas.

Luego solo hubo oscuridad y silencio, salvo por el sonido de una tetera sobre un quemador de gas silbando al hervir el agua, aunque probablemente no fuera sino la sensación que yo tenía en mis maltrechos tímpanos. Fue como si alguien hubiera apagado una luz eléctrica y luego arrancara todas las tablas del suelo en las que me apoyaba; y el efecto de que el mundo desapareciera bajo mis pies tal vez se pareciera a la sensación de verse encapuchado y colgado en el cadalso. No lo sé. Lo único que en realidad recuerdo de lo que ocurrió es que estaba patas arriba sobre un montón de escombros cuando recobré el conocimiento. Tenía encima de la cara una puerta que, durante varios minutos, hasta que recuperé el suficiente resuello en mis pulmones sacudidos por la onda expansiva para gemir pidiendo ayuda, no me cupo duda de que era la tapa de mi maldito ataúd.

Había dejado la policía criminal, la Kripo, en el verano de 1942 y había ingresado en la Oficina de Crímenes de Guerra de la Wehrmacht con la ayuda de mi viejo colega Arthur Nebe. Como comandante del Grupo de Acción Especial B, que tenía su cuartel general en Smolensk, donde habían sido asesinados decenas de miles de judíos rusos, Nebe sabía también lo suyo acerca de crímenes de guerra. Estoy seguro de que, con su humor negro berlinés, le hacía gracia que me viera inmerso en una organización de viejos jueces prusianos, la mayoría de ellos firmemente antinazis. Entregados a los ideales militares estipulados en la Convención de Ginebra de 1929, estaban convencidos de que había una manera adecuada y honorable de que el ejército —cualquier ejército— librara una guerra. A Nebe debía de parecerle desternillante que existiera un organismo judicial dentro del Alto Mando alemán que no solo se opusiera a contar con miembros del Partido en sus distinguidas filas sino que estuviera dispuesto a dedicar sus considerables recursos a investigar y perseguir crímenes cometidos por los soldados alemanes y contra estos. El robo, el saqueo, la violación y el asesinato podían estar sujetos a investigaciones largas y formales, deparando a veces a quienes las cometían la pena de muerte. A mí también me parecía más bien gracioso, pero es verdad que, al igual que Nebe, soy de Berlín, y ya se sabe que tenemos un sentido del humor extraño. En el invierno de 1943 uno encontraba cómico lo que podía, y no sé de qué otra manera describir una situación en la que se puede condenar a la horca a un cabo del ejército por la violación y el asesinato de una campesina rusa en un pueblo a escasos kilómetros de otro en el que un grupo de acción especial de las SS acaba de asesinar a veinticinco mil hombres, mujeres y niños. Imagino que en griego existe una palabra para esa clase de comedia, y si hubiera prestado un poco más atención a mi profesor de lenguas clásicas en la escuela es posible que supiera cuál es.

Los jueces —prácticamente todos eran jueces— que trabajaban para la Oficina de Crímenes de Guerra no eran hipócritas, ni nazis, ni tampoco veían motivo para que sus valores morales decayesen solo porque el gobierno de Alemania no los tuviera en absoluto. Los griegos sí que tenían un término para eso, y hasta yo sé cuál era, aunque he de confesar que tendría que aprender de nuevo a deletrearlo. Llamaban a esa clase de comportamiento «ética», y ocuparme de discernir el bien del mal era una sensación agradable, pues me ayudó a sentirme orgulloso otra vez de quien era y lo que era. Al menos durante una temporada.

La mayor parte del tiempo ayudaba a los jueces de mi oficina —algunos de los cuales los había conocido durante la República de Weimar— a tomar declaraciones a testigos o buscar nuevos casos para que fueran investigados. Fue así como conocí a Siv Meyer. Era amiga de una chica llamada Renata Matter, que era una buena amiga mía y trabajaba en el hotel Adlon. Siv tocaba el piano en la orquesta del Adlon.

La conocí en el hotel el domingo 28 de febrero, el día después de que los últimos judíos de Berlín —unas diez mil personas— hubieran sido detenidos para su deportación a los guetos del Este. Franz Meyer trabajaba en la fábrica de bombillas eléctricas Osram de Wilmersdorf, que fue donde lo detuvieron, pero antes había ejercido de médico, y fue así como se encontró trabajando de ordenanza en un buque hospital alemán que fue atacado y hundido por un submarino británico frente a la costa de Noruega en agosto de 1941. El director de la Oficina de Crímenes de Guerra, Johannes Goldsche, intentó investigar el caso, pero a la sazón se pensó que no había habido supervivientes. Así que cuando Renata Matter me contó la historia de Franz Meyer, fui a ver a su esposa a su apartamento de la Lützowerstrasse.

No estaba muy lejos de mi apartamento en la Fasanenstrasse, con vistas al canal y el ayuntamiento del distrito, y distaba apenas un trecho de la sinagoga de la Schulstrasse, donde habían retenido a muchos judíos de Berlín en tránsito hacia su destino desconocido en el Este. Meyer solo había eludido la detención porque era un Mischehe, un judío casado con una alemana.

En la fotografía de boda del aparador de estilo Biedermeier resultaba evidente lo que habían visto el uno en el otro. Franz Meyer era absurdamente guapo y se parecía mucho a Franchot Tone, el actor que estuvo casado con Joan Crawford. Siv era sencillamente preciosa, y eso no tenía nada de extraño: más aún lo eran sus tres hermanas, Klara, Frieda y Hedwig, todas las cuales estaban presentes cuando conocí a su hermana.

—¿Por qué no informó su marido antes de ese suceso? —le pregunté a Siv Meyer mientras tomábamos una taza de sucedáneo de café, que era el único café que se podía conseguir a esas alturas—. El incidente tuvo lugar el 30 de agosto de 1941. ¿Por qué no ha querido hablar hasta ahora?

—Está claro que usted no tiene idea de lo que supone ser judío en Berlín —dijo.

—Es verdad. No tengo idea.

—Ningún judío quiere llamar la atención entrando a formar parte de una investigación en Alemania. Aunque sea por una buena causa.

Me encogí de hombros.

—Lo entiendo —dije—. Testigo de la Oficina de Crímenes de Guerra un día y prisionero de la Gestapo al siguiente. Por otra parte sé lo que es ser judío en el Este y, si quiere evitar que su marido vaya a parar allí, espero que me esté contando la verdad. En nuestra oficina nos encontramos con mucha gente que intenta hacernos perder el tiempo.

—¿Estuvo en el Este?

—En Minsk —dije sin más—. Me enviaron de regreso a Berlín y a la Oficina de Crímenes de Guerra por poner en tela de juicio mis órdenes.

—¿Qué está pasando allí? ¿En los guetos? ¿En los campos de concentración? Se oyen muchas historias distintas sobre lo que supone la reubicación.

Me encogí de hombros otra vez.

—No creo que esas historias se acerquen siquiera al horror de lo que ocurre en los guetos del Este. Y por cierto, no hay nada parecido a una reubicación. Solo inanición y muerte.

Siv Meyer dejó escapar un suspiro y cruzó una mirada con sus hermanas. A mí también me gustaba mirar a las tres hermanas. Era un cambio muy agradable tomar declaración a una mujer atractiva y culta en vez de a un soldado herido.

—Gracias por su sinceridad, Herr Gunther —dijo—. Además de historias se oyen muchas mentiras. —Asintió—. Puesto que ha sido sincero, permítame que lo sea yo también. La razón principal de que mi marido no haya hablado todavía sobre el hundimiento del vapor Hrosvitha von Gandersheim es que no quería ofrecer al doctor Goebbels propaganda antibritánica en bandeja de plata. Naturalmente, ahora que ha sido detenido, cabe la posibilidad de que sea su única oportunidad de no ir a parar a un campo de concentración.

—No tenemos mucho contacto con el Ministerio de Propaganda, Frau Meyer, al menos si lo podemos evitar. Tal vez debería ponerse en contacto con ellos.

—No dudo de que sea usted sincero, Herr Gunther —dijo Siv Meyer—. Aun así, los crímenes de guerra británicos contra buques hospital alemanes indefensos suponen una buena propaganda.

—Es la clase de historia que ahora resulta especialmente útil —añadió Klara—. Después de Stalingrado.

No pude por menos de reconocer que quizá tenía razón. La rendición del VI Ejército Alemán en Stalingrado el 2 de febrero había sido el mayor desastre sufrido por los nazis desde su llegada al poder; y el discurso de Goebbels del día 18 alentando al pueblo alemán a ir la guerra total sin duda necesitaba de incidentes como el hundimiento de un buque hospital para demostrar que, ahora no podíamos dar marcha atrás, que debía ser victoria o nada.

—Mire —dije—, no puedo prometerle nada, pero si me dice dónde tienen retenido a su marido iré ahora mismo a verle, Frau Meyer. Si creo que su historia reviste interés, me pondré en contacto con mis superiores y veré si puedo conseguir que lo pongan en libertad como testigo clave en una investigación.

—Está detenido en el Centro de Asistencia a los Judíos, en la Rosenstrasse —dijo Siv—. Iremos con usted, si quiere.

Negué con la cabeza.

—No se molesten. Ya sé dónde está.

—No lo entiende —explicó Klara—. Vamos a ir de todos modos, para protestar por la detención de Franz.

—No creo que sea muy buena idea —aseguré—. Las detendrán.

—Van a ir muchas esposas —repuso Siv—. No pueden detenernos a todas.

—¿Por qué no? —pregunté—. Por si no se ha dado cuenta, han detenido a todos los judíos.

Al oír pasos cerca de mi cabeza, intenté apartarme de la cara la pesada puerta de madera, pero tenía atrapada la mano izquierda, y la derecha me dolía demasiado para usarla. Alguien gritó algo y un par de minutos después noté que me deslizaba un poco cuando los escombros sobre los que estaba tendido se desprendieron como un pedregal en una ladera empinada. Y entonces se levantó la puerta, dejando a la vista a mis rescatadores. El edificio de apartamentos había desaparecido casi por completo y lo único que quedaba a la fría luz de la luna era una chimenea gigante con una serie ascendente de hogares. Varias manos me auparon hasta una camilla en la que me sacaron del revuelto y humeante montón de ladrillos, hormigón, tuberías de agua rotas y tablones, para dejarme en mitad de la calzada, desde donde tenía una vista perfecta de un edificio ardiendo a lo lejos, y luego de los haces de luz de los reflectores antiaéreos de Berlín, que seguían rastreando el cielo en busca de aviones enemigos. Pero las sirenas ya anunciaban que había pasado el peligro, y oí los pasos de la gente que salía de los refugios en busca de lo que quedara de sus casas. Me pregunté si mi apartamento de la Fasanenstrasse habría resultado dañado. Aunque tampoco es que tuviera gran cosa allí. Casi todo lo que poseía de valor lo había vendido o cambiado en el mercado negro.

Poco a poco, empecé a mover la cabeza de aquí para allá, hasta que me sentí capaz de incorporarme sobre un codo para mirar alrededor. Pero apenas podía respirar: aún tenía el pecho lleno de polvo y humo, y el agotamiento me provocó un acceso de tos que solo se me alivió cuando un hombre al que reconocí a medias me ayudó a beber un poco de agua y me echó una manta encima.

Más o menos un minuto después se oyó un fuerte grito y la chimenea gigante se vino abajo sobre el lugar donde había estado yo. El polvo del derrumbe me cubrió, así que me trasladaron calle abajo y me dejaron junto a otras personas que esperaban ayuda médica. Klara estaba tendida a mi lado, al alcance de mi brazo. Su vestido apenas estaba desgarrado, tenía los ojos abiertos y su cuerpo casi no presentaba marcas. La llamé varias veces por su nombre antes de caer en la cuenta de que estaba muerta. Era como si su vida se hubiese detenido igual que un reloj, y me pareció imposible que tanto futuro como tenía por delante —no podía haber tenido más de treinta años— hubiera desaparecido en cuestión de segundos.

Tendieron otros cadáveres en la calle, a mi lado. No alcancé a ver cuántos. Me incorporé para buscar a Franz Meyer y los demás, pero el esfuerzo fue excesivo, así que me recosté y cerré los ojos. Y perdí el conocimiento, supongo.

—¡Devuélvannos a nuestros hombres!

Se las oía a varias calles de distancia, una muchedumbre de mujeres furiosas. Cuando doblamos la esquina de la Rosenstrasse me quedé con la boca abierta. No había visto nada parecido en las calles de Berlín desde antes de que Hitler llegase al poder. ¿Quién iba a pensar que llevar un bonito sombrero y un bolso de mano era el mejor atuendo para enfrentarse a los nazis?

—¡Suelten a nuestros maridos! —gritaba la multitud de mujeres cuando nos abrimos paso por la calle—. ¡Suelten a nuestros maridos ya!

Había muchas más de las que esperaba: tal vez varios centenares. Hasta Klara Meyer parecía sorprendida, aunque no tanto como los policías y los de las SS que vigilaban el Centro de Asistencia a los Judíos. Se aferraban a sus metralletas y rifles, y mascullaban maldiciones e insultos a las mujeres que más cerca estaban de la puerta. Parecían aterrados al ver que no les hacían ningún caso o incluso les devolvían los insultos sin reparos. No era así como debían funcionar las cosas: si empuñabas un arma, en teoría la gente tenía que hacer lo que tú decías. Eso estaba en la primera página del manual para ser un nazi.

El centro de asistencia en la Rosenstrasse, cerca de la Alexanderplatz, era un edificio de granito gris con tejado a dos aguas de estilo Guillermina junto a una sinagoga —antaño la más antigua de Berlín— parcialmente destruida por los nazis en noviembre de 1938, y a tiro de piedra de la jefatura de la policía, donde había trabajado la mayor parte de mi vida adulta. Ya no seguía trabajando para la Kripo, pero me las había arreglado para conservar mi insignia, la chapa de identidad de latón que tanto acobardaba a la mayoría de los ciudadanos alemanes.

—¡Somos alemanas de bien! —gritó una mujer—. ¡Leales al Führer y a la patria! No nos puedes hablar con semejante descaro, malnacido.

—Puedo hablarle así a cualquiera lo bastante infeliz como para haberse casado con un judío —oí que le decía uno de los agentes de uniforme, un cabo—. Váyase a casa, señora, o le pegarán un tiro.

—¡Lo que te mereces es una buena zurra, mamarracho! —le espetó otra mujer—. ¿Ya sabe tu madre que eres un mocoso arrogante?

—¿Lo ve? —dijo Klara en tono triunfal—. No nos pueden matar a todas.

—¿Ah, no? —se mofó el cabo—. Cuando nos den órdenes de disparar, le aseguro que usted se llevará el primer tiro, abuela.

—Tómeselo con calma, cabo —le advertí, y le puse delante de las narices mi insignia—. No hay necesidad de ser tan grosero con estas señoras. Sobre todo un domingo por la tarde.

—Sí, señor —dijo, cuadrándose—. Lo siento, señor. —Señaló con un gesto de cabeza hacia atrás—. ¿Va a entrar, señor?

—Sí —respondí. Me volví hacia Klara y Siv—: Procuraré ir tan aprisa como pueda.

—Entonces, si es tan amable —dijo el cabo—, estamos esperando órdenes, señor... Nadie nos ha dicho qué hacer. Solo que nos quedemos aquí e impidamos entrar a la gente. Tal vez podría mencionarlo, señor.

Me encogí de hombros.

—Claro, cabo. Pero, por lo que veo, están haciendo un trabajo estupendo.

—¿Ah, sí?

—Están manteniendo el orden, ¿no?

—Sí, señor.

—No podrán mantener el orden si empiezan a disparar contra todas estas señoras, ¿verdad? —Le sonreí y le di unas palmadas en el hombro—. Según mi experiencia, cabo, el mejor trabajo policial es el que pasa inadvertido y se olvida de inmediato.

No estaba preparado para la escena que me encontré dentro, donde flotaba un olor insoportable: un centro de asistencia no está diseñado como campo de tránsito para dos mil prisioneros. Hombres y mujeres con carnés de identidad colgados al cuello de un cordel, igual que niños de viaje, hacían cola para ir a unos aseos sin puertas, mientras otros estaban apiñados a razón de cincuenta o sesenta por despacho, donde solo podían estar de pie. Los paquetes de ayuda —muchos llevados por las mujeres que estaban fuera— llenaban otra estancia, donde los habían lanzado de cualquier manera. Pero nadie se quejaba. Reinaba el silencio. Tras casi una década de dominio nazi, los judíos habían aprendido a no quejarse. Por lo visto, solo el sargento de policía a cargo de esas personas tenía tendencia a lamentarse de su suerte, pues, mientras buscaba en un tablilla con sujetapapeles el nombre de Franz Meyer y luego me conducía a un despacho del primer piso, donde estaba detenido, empezó a tender todo un rollo de afilado alambre de espino con sus quejas:

—No sé qué se supone que debo hacer con toda esta gente. Nadie me ha dicho nada, maldita sea. Cuánto tiempo van a pasar aquí. Cómo acomodarlos. Cómo responder a todas esas puñeteras mujeres que piden respuestas. No es fácil, se lo aseguro. Lo único que tengo es lo que había en este edificio cuando llegamos ayer. El papel higiénico se nos acabó al cabo de una hora de estar aquí. Y solo Dios sabe cómo voy a alimentarlos. No hay nada abierto en domingo.

—¿Por qué no abre los paquetes de comida y se los da? —sugerí.

El sargento puso cara de incredulidad.

—No puedo hacer eso —aseguró—. Son paquetes privados.

—No creo que a sus dueños les importe —dije—. Siempre y cuando tengan algo que comer.

Encontramos a Franz Meyer sentado en uno de los despachos más grandes, donde casi un centenar de hombres esperaba pacientemente a que ocurriera algo. El sargento llamó a Meyer y, rezongando aún, se fue a pensar en lo que le había sugerido acerca de los paquetes, mientras yo hablaba con mi testigo en potencia en el pasillo, un lugar íntimo por comparación con el resto.

Le expliqué que trabajaba para la Oficina de Crímenes de Guerra y cuál era el motivo de mi presencia. Mientras, en el exterior del edificio, la protesta de las mujeres parecía ir cobrando intensidad.

—Su esposa y sus cuñadas están ahí fuera —continué—. Son ellas quienes me han indicado que viniera aquí.

—Haga el favor de pedirles que se vayan a casa —dijo Meyer—. Hay más seguridad aquí dentro que ahí fuera.

—Es cierto, pero no creo que estén dispuestas a escucharme.

Meyer esbozó una sonrisa torcida.

—Sí, ya me lo imagino.

—Cuanto antes me diga qué ocurrió en el vapor Hrotsvitah von Gandersheim, antes podré hablar con mi jefe y hacer lo posible por sacarlo de aquí, y antes podremos llevarlas a un lugar seguro. —Hice una pausa—. Eso si está usted dispuesto a hacer una declaración.

—Me parece que es la única manera que tengo de eludir el campo de concentración.

—O algo peor —añadí a modo de incentivo extra.

—Vaya, qué sinceridad. —Se encogió de hombros.

—Lo interpretaré como un sí, ¿de acuerdo?

Asintió y pasamos la media hora siguiente redactando su declaración sobre lo que ocurrió frente a la costa de Noruega en agosto de 1941. Cuando la firmó, le señalé con un dedo.

—Al venir aquí de esta manera arriesgo el cuello por usted —le advertí—. Así que más vale que no me deje en la estacada. Si me huelo siquiera que tiene intención de cambiar su versión, yo me lavo las manos. ¿Lo entiende?

Asintió.

—¿Por qué arriesga el cuello?

Era una buena pregunta y probablemente merecía una respuesta, pero no quería entrar en que el amigo de un amigo me había pedido que echara una mano, que es como suelen apañarse estos asuntos en Alemania; y desde luego no pensaba mencionar lo atractiva que me parecía su cuñada Klara, ni que estaba compensando el tiempo perdido a la hora de ayudar a los judíos; y tal vez algo más que mero tiempo perdido.

—Digamos que no me gustan mucho los Tommies, ¿de acuerdo? —Negué con la cabeza—. Además, no le prometo nada. Depende de mi jefe, el juez Goldsche. Si cree que a partir de su declaración puede ponerse en marcha una investigación sobre un crimen de guerra británico, es él quien tendrá que convencer al Ministerio de Asuntos Exteriores de que esto merece un libro blanco, no yo.

—¿Qué es un libro blanco?

—Una publicación oficial que tiene como fin ofrecer la versión alemana de un incidente que podría constituir una violación de las leyes de guerra. Es la Oficina de Crímenes de Guerra la que se encarga de todo el trabajo de campo, pero el informe lo emite el Ministerio de Asuntos Exteriores.

—Me da la impresión de que eso podría tardar una temporada.

Negué con la cabeza.

—Por suerte para usted, mi oficina tiene un poder considerable. Incluso en la Alemania nazi. Si el juez Goldsche se traga su historia, lo enviarán a casa mañana mismo.

2

Miércoles, 3 de marzo de 1943

Me llevaron al hospital estatal en el barrio de Friedrichshain. Sufría una conmoción cerebral y había respirado humo. Lo de respirar humo no tenía nada de nuevo, pero debido a la conmoción el médico me aconsejó que guardara reposo un par de días. Nunca me han gustado los hospitales. Para mi gusto, ofrecen más realidad de la necesaria. Pero estaba cansado, desde luego. Es lo que tiene ser bombardeado por la RAF. Así que el consejo de aquel Jesús de las Aspirinas con aspecto de novato me vino bien. Pensé que ya me tocaba pasar un tiempo con los pies en alto y la boca inmovilizada. Además, estaba mucho mejor en el hospital que en mi apartamento. En el hospital seguían alimentando a los pacientes, que era más de lo que podía decirse de mi casa, donde el puchero estaba vacío.

Desde la ventana tenía una bonita vista del cementerio de St. Georg, pero no me importaba: el hospital da por el otro lado a la fábrica de cerveza Böhmisches, por lo que siempre había un intenso olor a lúpulo en el aire. No se me ocurre mejor manera de alentar la recuperación de un berlinés que el olor a cerveza alemana. Aunque no es que se viera a menudo en los bares de la ciudad: la mayor parte de la cerveza fabricada en Berlín iba directa a nuestros valientes muchachos en el frente ruso. Pero no puedo decir que les guardase rencor por un par de cervezas. Supongo que, después de Stalingrado, les hacía falta recordar el sabor del hogar para mantener la moral alta. Un hombre no tenía mucho más para animarse en el invierno de 1943.

En cualquier caso estaba mejor que Siv Meyer y sus hermanas, que habían fallecido. El único superviviente de esa noche, aparte de mí, era Franz, que seguía en el hospital judío. ¿Dónde si no? Aunque lo más sorprendente es que hubiera un hospital judío ya para empezar.

No me faltaron visitas. Vino a verme Renata Matter. Fue ella quien me contó que mi casa no había sufrido daños y me dio la noticia sobre las hermanas Meyer. Estaba muy afectada también y, como buena católica que era, había pasado la mañana rezando por sus almas. Parecía asimismo afectada por la noticia de que el sacerdote de St. Hedwig, Bernhard Lichtenberg, había sido detenido y era probable que lo enviasen a Dachau, donde —según ella— ya estaban encarcelados más de dos mil curas. Dos mil curas en Dachau era una idea deprimente. Es lo que tienen las visitas al hospital: a veces uno preferiría que no se hubieran molestado en ir a animarte.

Fue esa sin duda la impresión que me causó la segunda visita: un comisario de la Gestapo llamado Werner Sachse. Conocía a Sachse de la jefatura de policía de la Alexanderplatz, y a decir verdad no era mal tipo para ser oficial de la Gestapo, pero ya sabía que no había venido a traerme un pastel de frutas y ofrecerme unas palabras de apoyo. Llevaba el pelo tan pulcro como las líneas del cuaderno de un carpintero, un abrigo de cuero negro que crujía como la nieve bajo los pies cuando se movía y un sombrero y una corbata negros que me hacían sentir incómodo.

—Me parece que elegiré asas de latón y forro de satén, por favor —bromeé—. Y el funeral con el ataúd abierto, creo.

Sachse se mostró perplejo.

—Supongo que tu categoría salarial no alcanza para tener humor negro. Solo corbatas y abrigos negros.

—Te sorprendería. —Se encogió de hombros—. En la Gestapo también tenemos nuestros chistes.

—Seguro que sí. Solo que para el Tribunal Popular de Moabit se denominan pruebas.

—Te aprecio, Gunther, así que no te importará que te advierta de que no gastes bromas así. Sobre todo después de Stalingrado. Hoy en día se considera «minar la fortaleza defensiva» y te cortan la cabeza por ello. El año pasado decapitaron a tres personas al día por hacer chistes así.

—¿No te has enterado? Estoy herido. Tengo una conmoción. Apenas puedo respirar. No estoy en mis cabales. Si me cortaran la cabeza, seguramente no me enteraría de todos modos. Me acogeré a eso si llego a los tribunales. ¿Cuál es tu categoría salarial, Werner?

—A3. ¿Por qué lo preguntas?

—Me preguntaba por qué alguien que gana seiscientos marcos a la semana ha venido hasta aquí para advertirme de que no mine nuestra fortaleza defensiva, suponiendo que exista tal cosa después de Stalingrado.

—No era más que una advertencia amistosa. De pasada. Pero no he venido por eso, Gunther.

—No creo que estés aquí para confesar un crimen de guerra, Werner. Al menos todavía.

—Ya te gustaría, ¿eh?

—Me pregunto hasta dónde podríamos llegar por ahí antes de que nos decapiten a los dos.

—Háblame de Franz Meyer.

—Él también está herido.

—Sí, lo sé. Acabo de pasar por el hospital judío.

—¿Cómo se encuentra?

Sachse meneó la cabeza.

—Le va de maravilla. Está en coma.

—¿Lo ves? Tenía razón. Tu categoría salarial no alcanza para tener sentido del humor. Hoy en día tienes que ser por lo menos Kriminalrat para que te permitan hacer chistes graciosos de veras.

—Los Meyer estaban bajo vigilancia, ¿lo sabías?

—No. No estuve allí el tiempo suficiente para darme cuenta. Me distrajo Klara. Era toda una belleza.

—Sí, lo de ella es una pena, estoy de acuerdo. —Hizo una pausa—. Estuviste en su apartamento, dos veces. El domingo y luego el lunes por la noche.

—Así es. Oye, no habrán muerto también los agentes secretos que vigilaban a los Meyer, ¿verdad?

—No. Siguen vivos.

—Qué pena.

—Pero ¿quién dice que fueran agentes secretos? No era una operación encubierta. Supongo que los Meyer sabían que estaban siendo vigilados, aunque tú eres tan tonto que no te diste cuenta.

Encendió un par de cigarrillos y me puso uno en la boca.

—Gracias, Werner.

—Mira, pedazo de inútil, más vale que sepas que fuimos yo y otros agentes de la Gestapo los que te encontramos y te sacamos de entre los cascotes antes de que se desmoronara la chimenea. Te salvó la vida la Gestapo, Gunther. Así que debemos de tener sentido del humor. Lo más sensato habría sido dejarte allí para que murieras aplastado.

—¿De veras?

—De veras.

—Entonces, gracias. Te debo una.

—Eso pensaba yo. Por eso he venido a preguntarte por Franz Meyer.

—De acuerdo. Soy todo oídos. Saca la lámpara de los interrogatorios y enciéndela.

—Dame respuestas sinceras. Me debes eso al menos.

Di una breve calada al cigarrillo, solo para recuperar el aliento, y asentí.

—Eso y este pitillo. En realidad sabe igual que un clavo.

—¿Qué hacías en la Lützowestrasse? Y no digas «estaba de visita».

—Cuando la Gestapo detuvo a Franz Meyer por las protestas de la fábrica, su parienta pensó que la Oficina de Crímenes de Guerra podría sacarle las castañas del fuego. Era el único testigo superviviente de un crimen de guerra, cuando un submarino de los Tommies torpedeó un buque hospital frente a la costa de Noruega en 1941. El buque Hrotsvitha von Gandersheim. Le tomé declaración y convencí a mi jefe de que firmara su puesta en libertad.

—¿Y tú qué salías ganando?

—Es mi trabajo, Werner. Me ponen tras la pista de un posible delito e intento verificarlo. Mira, no niego que los Meyer se mostraron muy agradecidos. Mi invitaron a cenar y abrieron su última botella de Spätburgunder para celebrar la liberación de Meyer del Centro de Asistencia a los Judíos de la Rosenstrasse. Estábamos brindando cuando cayó la bomba... No niego que me produjera cierta satisfacción endiñarles una a los Tommies. Son unos santurrones de mierda. Según ellos, elHrotsvitha von Gandersheim solo era un convoy de transporte de tropas y no un buque hospital. Se ahogaron unos mil doscientos hombres. Soldados, tal vez, pero soldados heridos que volvían a su hogar en Alemania. Su declaración está en poder de mi jefe, el juez Goldsche. La puedes leer por ti mismo y ver si digo la verdad.

—Sí, lo he comprobado. Pero ¿por qué no fuisteis al refugio junto con todos los demás?

—Meyer es judío. No está autorizado a entrar en el refugio.

—De acuerdo, pero ¿y los demás? La esposa, sus hermanas, ninguna era judía. Debes reconocer que resulta un tanto sospechoso.

—No pensamos que el ataque aéreo fuera real. Así que decidimos pasarlo allí.

—Muy bien. —Sachse suspiró—. Ninguno de nosotros volverá a cometer ese error, supongo. Berlín está en ruinas. St. Hedwig ardió hasta los cimientos, la Prager Platz quedó reducida a escombros, y el hospital de la Lützowerstrasse quedó destruido por completo. La RAF lanzó más de mil toneladas de bombas. Sobre objetivos civiles. Eso sí que es un puto crimen de guerra. Ya que estás, también puedes investigarlo, ¿no?

Asentí.

—Sí.

—¿Mencionaron los Meyer alguna clase de divisa extranjera? ¿Francos suizos, tal vez?

—¿Para dármelos a mí, quieres decir? —Negué con la cabeza—. No. No me ofrecieron ni un mísero paquete de tabaco. —Fruncí el ceño—. ¿Me estás diciendo que esos malnacidos tenían dinero?

Sachse asintió.

—Bueno, pues a mí no me lo ofrecieron.

—¿Mencionaron a un hombre llamado Wilhelm Schmidhuber?

—No.

—¿Friedrich Arnold? ¿Julius Fliess?

Negué con la cabeza.

—¿La Operación Siete, tal vez?

—No he oído hablar nunca de eso.

—¿Dietrich Bonhoeffer?

—¿El pastor?

Sachse asintió.

—No. Me habría acordado de su nombre. ¿A qué viene todo esto, Werner?

Sachse dio una calada al cigarrillo, miró de soslayo al hombre que estaba en la cama de al lado y acercó la silla a mí, lo bastante para que alcanzara a oler su loción para el afeitado, Klar Klassik. Hasta la Gestapo suponía un cambio agradable con respecto a los vendajes rancios, los meados en los cristales y las bacinillas olvidadas.

—La Operación Siete era un plan para ayudar a siete judíos a escapar de Alemania a Suiza.

—¿Siete judíos importantes?

—No quedan de esos. Ya no. Todos los judíos importantes se fueron de Alemania y están..., bueno, se han largado. No, eran siete judíos normales y corrientes.

—Ya veo.

—Naturalmente, los suizos son tan antisemitas como nosotros y no hacen nada a menos que sea por dinero. Creemos que los conspiradores se vieron obligados a reunir una importante suma de dinero para tener la seguridad de que esos judíos pudieran pagarse el billete y no supusieran una carga para el Estado suizo. Ese dinero se trasladó a Suiza de forma clandestina. La Operación Siete se llamaba en un principio Operación Ocho, no obstante, e incluía a Franz Meyer. Los teníamos bajo vigilancia con la esperanza de que nos llevaran hasta los demás conspiradores.

—Es una pena.

Werner Sachse asintió lentamente.

—Me creo tu historia —dijo.

—Gracias, Werner. Te lo agradezco. Aun así, supongo que me registraste los bolsillos en busca de francos suizos mientras estaba tendido en la calle.

—Claro. Cuando apareciste supusimos que habíamos dado con un soborno. Ya te puedes imaginar lo triste que fue descubrir que, seguramente, no habías hecho nada ilegal.

—Es lo que digo yo siempre, Werner. No hay nada tan decepcionante como descubrir que nuestros amigos y vecinos no son menos honrados que nosotros.

3

Viernes, 5 de marzo de 1943

Un par de días después el médico me dio unas aspirinas más, me aconsejó que tomara aire puro para que se recuperasen mis pulmones y me dijo que podía irme a casa. Berlín era famoso por su aire con toda la razón, aunque no siempre era puro, no desde que los nazis habían llegado al poder.

Casualmente, era el mismo día que las autoridades dijeron a los judíos aún retenidos en el centro de asistencia que podían irse a casa también. Cuando lo oí me costó creerlo e imagino que a los hombres y mujeres que fueron puestos en libertad les costó aún más que a mí. Las autoridades habían llegado al extremo de localizar a algunos judíos ya deportados y traerlos de regreso a Berlín para liberarlos, igual que a los otros.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué tenía el gobierno en mente? ¿Cabía la posibilidad de que, tras la grandiosa derrota en Stalingrado, se les empezara a escapar la situación de las manos a los nazis? ¿O habían prestado oídos de verdad a las protestas de un millar de alemanas decididas? Era difícil de creer, pero parecía la única conclusión posible. El 27 de febrero habían sido apresados diez mil judíos, y de esos solo dos mil habían ido a parar a la Rosenstrasse. Unos quedaron en prisión preventiva en la Mauerstrasse, otros fueron a parar a los establos de un cuartel en la Rathenower Strasse, y un número aún mayor acabó en una sinagoga de la Levetzowstrasse, en Moabit. Pero solo en la Rosenstrasse, donde estaban retenidos los judíos casados con alemanas, hubo una manifestación y solo allí donde liberaron a los judíos detenidos. Según me enteré después, en el resto de los lugares, los judíos retenidos fueron deportados al Este. Pero si la manifestación había surtido efecto, era necesario preguntarse qué habría ocurrido si esas protestas en masa hubieran tenido lugar antes. Daba que pensar que la primera oposición organizada al nazismo en diez años hubiera tenido éxito.

Desde luego daba que pensar. También daba que pensar que, si no hubiera ayudado a Franz Meyer, sin duda habría permanecido en el centro de asistencia de la Rosenstrasse y quizá su esposa y las hermanas de esta se habrían quedado fuera con el resto de las mujeres, en cuyo caso seguirían con vida. Indigentes, tal vez, pero con vida. Sí, era más que probable. Por muchas aspirinas que trague uno, esa clase de dolor de muelas no desaparece.

Me fui del hospital, pero no volví a casa. Al menos no de inmediato. Tomé un tren de la línea Ringbahn en dirección noroeste, hacia Gesundbrunnen. Para ponerme a trabajar de nuevo.

El hospital judío de Wedding estaba compuesto de seis o siete edificios modernos en la confluencia de la Schulstrasse y la Exerzierstrasse, al lado del hospital St. Georg. Descubrir que las instalaciones eran modernas, y estaban relativamente bien equipadas y llenas de médicos, enfermeras y pacientes fue tan sorprendente como que existiera algo parecido a un hospital judío en Berlín. Puesto que todos eran judíos, el centro también estaba vigilado por un destacamento de las SS. Casi en cuanto me identifiqué en recepción, descubrí que el hospital tenía incluso su propia sección de la Gestapo, uno de cuyos oficiales había sido nombrado director del hospital, el doctor Walter Lustig.

Lustig llegó primero, y resultó que ya habíamos coincidido en varias ocasiones: Lustig, un silesio de armas tomar —que siempre son los prusianos más desagradables—, había estado a cargo del departamento médico en la Alexanderplatz, y siempre nos habíamos tenido inquina. Le tenía aversión porque no me gustan los tipos pomposos con el porte, que no la estatura, de un oficial prusiano de alto rango. Probablemente creyera que me caía gordo porque era judío, pero, en realidad, me di cuenta de que era judío cuando lo vi en el hospital: la estrella amarilla en la bata blanca no dejaba lugar a dudas. Yo no le gustaba porque Lustig era de esos que desprecian a todos sus subordinados o aquellos a quienes consideran incultos según sus elevados niveles académicos. En la Alexanderplatz le llamábamos doctor Doctor porque tenía títulos universitarios en Filosofía y Medicina, y nunca olvidaba recordar a todo el mundo esa distinción.

Lustig entrechocó los tacones e hizo una rígida inclinación como si acabara de abandonar la plaza de armas de la academia militar prusiana.

—Herr Gunther —me saludó—, volvemos a encontrarnos después de tantos años. ¿A qué debemos tan dudoso placer?

Desde luego no me dio la impresión de que su nuevo estatus degradado, en tanto que miembro de una raza de parias, hubiera afectado en modo alguno su actitud. Casi alcancé a ver la cera del bigote en forma de águila que antes decoraba su labio superior. No había olvidado su pomposidad, pero por lo visto sí su aliento: para sentirse convenientemente a salvo en su compañía había que estar al menos a medio metro de distancia y padecer un fuerte resfriado.

—Me alegro de verle, doctor Lustig. Así que anda por aquí. Me preguntaba qué había sido de usted.

—No creo que eso le quitara el sueño.

—No. En absoluto. A día de hoy duermo como un perro siciliano. De todas formas, me alegro de verle. —Miré alrededor. Había ciertos detalles de aspecto hebreo en la pared, pero ni rastro de la clase de grafismos angulares y astronómicos que acostumbraban a añadir los nazis a todo aquello que poseían o utilizaban los judíos—. Qué lugar tan bonito tiene aquí, doctor.

Lustig inclinó la cabeza de nuevo, y luego hizo ostentación de mirar su reloj de bolsillo.

—Sí, sí, pero ya sabe, tempus fugit.

—Tiene un paciente, Franz Meyer, que ingresó el lunes por la noche o quizá el martes de madrugada. Es el testigo clave en una investigación sobre crímenes de guerra que estoy llevando a cabo para la Wehrmacht. Me gustaría verle, si es posible.

—¿Ya no trabaja para la policía?

—No, señor. —Le di una tarjeta de visita.

—Entonces, me parece que tenemos algo en común. ¿Quién lo iba a decir?

—La vida brinda toda suerte de sorpresas mientras se vive.

—Eso es especialmente cierto aquí, Herr Gunther. ¿La dirección?

—¿La mía o la de Herr Meyer?

—La de Herr Meyer, claro.

—Lützowerstrasse diez, apartamento tres, Charlottenburg, Berlín.

Lustig repitió, con tono seco, el nombre y la dirección a la atractiva enfermera que lo acompañaba. De inmediato y sin que se lo dijeran, fue a la oficina detrás del mostrador de recepción y buscó en un archivador enorme las fichas de los pacientes. De algún modo percibí que Lustig estaba acostumbrado a que le sirvieran siempre el primero a la mesa.

Ya estaba chasqueando sus dedos rechonchos para que la enfermera se apresurase.

—Venga, venga, no tengo todo el día.

—Veo que está tan ocupado como siempre, doctor —dije cuando la enfermera regresó a su lado y le entregó el expediente.

—Me procura cierto consuelo, por lo menos —murmuró mientras hojeaba las fichas—. Sí, ya lo recuerdo, pobre hombre. Le falta media cabeza. Que siga vivo es algo que escapa a mi compresión médica. Lleva en coma desde que llegó. ¿Todavía quiere verle? ¿Perder el tiempo es una costumbre institucional en la Oficina de Crímenes de Guerra, igual que en la Kripo?

—El caso es que me gustaría verle. Quiero comprobar que usted no le da tanto miedo como a ella, doctor. —Sonreí a la enfermera. Sé por experiencia que a las enfermeras siempre merece la pena dirigirles una sonrisa, incluso a las guapas.

—Muy bien. —Lustig profirió un suspiro hastiado parecido a un gruñido y enfiló el pasillo a paso ligero—. Venga por aquí, Herr Gunther —gritó—, sígame, sígame. Tenemos que apresurarnos si queremos encontrar a Herr Meyer en situación de pronunciar esas palabras tan importantes que serán de ayuda vital para su investigación. Está claro que mi propia palabra no tiene mucho valor hoy en día.

Unos segundos después encontramos a un hombre con una cicatriz más bien grande debajo de una boca retorcida que parecía un tercer labio.

—Y la razón es esta —añadió el médico—. El comisario criminal Dobberke, jefe de la sección de la Gestapo en este hospital. Un puesto muy importante que garantiza nuestra permanente seguridad y nuestro servicio leal al gobierno electo.

Lustig le entregó mi tarjeta al hombre de la Gestapo.

—Dobberke, le presento a Herr Gunther, antes miembro de la policía y ahora adscrito a la Oficina de Crímenes de Guerra. Quiere ver si un paciente nuestro es capaz de aportar el testimonio vital que cambiará el curso de la jurisprudencia militar.

Me apresuré a seguir a Lustig, y lo mismo hizo Dobberke. Tras pasar varios días en cama, supuse que un ejercicio tan violento solo podía hacerme bien.

Entramos en un pabellón lleno de hombres con dolencias diversas. No parecía necesario, pero todos los pacientes lucían una estrella amarilla en el pijama y el albornoz. Parecían desnutridos, pero eso no era nada extraño en Berlín. No había nadie en la ciudad —ni judío ni alemán— al que no le hubiera venido bien una buena comida. Unos fumaban, otros hablaban y otros jugaban al ajedrez. Ninguno nos prestó demasiada atención.

Meyer estaba detrás de un biombo, en la última cama, bajo una ventana con vistas a un bonito jardín y un estanque circular. No parecía probable que fuera a disfrutar de la vista: tenía los ojos cerrados y un vendaje alrededor de la cabeza, que ya no era del todo redonda. Me recordó a un balón de fútbol medio deshinchado. Pero incluso gravemente herido, seguía teniendo un atractivo pasmoso, como una maltrecha estatua griega de mármol en el altar de Pérgamo.

Lustig cumplió con las formalidades, comprobó el pulso del hombre inconsciente y le tomó la temperatura con un ojo en la enfermera, consultando la gráfica solo por encima antes de chasquear la lengua con fuerza en señal de desaprobación y negar con la cabeza. Hasta el mismísimo Victor Frankenstein se hubiera avergonzado de esa clase de trato a los pacientes.

—Ya me parecía a mí —sentenció con firmeza—. Un vegetal. Ese es mi diagnóstico. —Sonrió alegremente—. Pero adelante, Herr Gunther. Siéntase como en su casa. Puede interrogar al paciente tanto como considere oportuno. Pero no espere ninguna respuesta. —Se rio—. Sobre todo con el comisario Dobberke a su lado.

Y se marchó sin más, dejándome a solas con Dobberke.

—Qué reencuentro tan emotivo. —A modo de explicación, añadí—: Fuimos colegas en la jefatura de la policía. —Negué con la cabeza—. No puedo decir que el tiempo o las circunstancias le hayan suavizado el carácter.

—No es tan mal tipo —repuso Dobberke con generosidad—. Para ser judío, quiero decir. De no ser por él este lugar no saldría adelante.

Me senté en el borde de la cama de Franz Meyer y dejé escapar un suspiro.

—No creo que este hombre vaya a hablar con nadie en el futuro inmediato, salvo con san Pedro —comenté—. No veía a nadie con una herida así en la cabeza desde 1918. Es como si hubieran abierto un coco a martillazos.

—Usted también tiene un buen chichón en la cabeza —señaló Dobberke.

Me llevé la mano a la cabeza, cohibido.

—Estoy bien. —Le resté importancia—. ¿Cómo es que aún funciona este hospital?

—Es un basurero para inadaptados —explicó—. Un campo de recogida. El caso es que los judíos son gente extraña. Son huérfanos de padres desconocidos, algunos colaboradores, unos cuantos judíos con contactos que cuentan con la protección de algún que otro pez gordo, varios tipos que intentaron suicidarse...

Dobberke reparó en mi gesto de sorpresa y se encogió de hombros.

—Sí, intentos de suicidio —insistió—. Bueno, no se puede obligar a alguien que está medio muerto a subir y bajar de un tren de deportación, ¿verdad? Causa más problemas de los que resuelve. Así que envían a estos puñeteros semitas aquí, les permiten recuperar la salud y luego, cuando ya están bien, los meten en el siguiente tren al Este. Eso es lo que le espera a este pobre cabrón si vuelve en sí alguna vez.

—Así que ¿no todos están enfermos?

—Dios santo, no. —Encendió un pitillo—. Supongo que lo cerrarán pronto. Corre el rumor de que Kaltenbrunner le ha echado el ojo a este hospital.

—Seguro que le viene de maravilla un sitio tan bien acondicionado. Serían unos edificios de oficinas estupendos.

Tras la muerte de mi antiguo jefe, Reinhard Heydrich, Ernst Kaltenbrunner era el nuevo director de la Oficina Central de Seguridad del Reich, la RSHA, aunque vete a saber para qué quería su propio hospital judío. Tal vez como clínica de desintoxicación para dejar la bebida él mismo, aunque esa suposición me la guardé para mí. El consejo de Werner Sachse de que procurase morderme la lengua lucía los galones rojos de la inteligencia. Después de Stalingrado todos —pero sobre todo los berlineses, como yo, para quienes el humor negro era una vocación religiosa— hacíamos bien en tener cuidado con lo que decíamos.

—¿Kaltenbrunner lo conseguirá?

—No tengo la menor idea.

Quería ver cualquier otra cosa que no fuera la cabeza gravemente herida del pobre Franz Meyer, así que me acerqué a la ventana. Fue entonces cuando me fijé en el ramo de flores en la mesilla.

—Qué curioso —dije y examiné la tarjeta junto al jarrón, que no llevaba firma.

—¿Qué?

—Los narcisos —respondí—. Acabo de salir del hospital y a mí nadie me envió flores. Y, sin embargo, él tiene flores recién cogidas, y de la tienda de Theodor Hübner en la Prinzenstrasse, nada menos.

—¿Y bien?

—En Kreuzberg.

—Sigo sin...

—Antes era proveedor oficial del káiser. Sigue siéndolo, hasta donde yo sé. Lo que significa que es un establecimiento caro. Muy caro. —Fruncí el ceño—. Lo que quiero decir es que dudo que haya muchos pacientes aquí que reciban flores de Hübner. Aquí ni en ningún otro sitio, vamos.

Dobberke le restó importancia.

—Debe de habérselas enviado su familia. Los judíos siguen teniendo mucho dinero debajo del colchón. Eso lo sabe todo el mundo. Yo estuve en el Este, en Riga, y tendría que haber visto lo que se guardaban esos malnacidos en la ropa interior. Oro, plata, diamantes, de todo.

Sonreí con paciencia, eludiendo preguntarle a Dobberke qué era lo que buscaba en la ropa interior ajena.

—La familia de Meyer era alemana —dije—. Y además, están todos muertos. Los mató la misma bomba que a él lo peinó con la raya en medio. No, debió enviarle las flores otra persona. Algún alemán, alguien con dinero y buen gusto. Alguien que solo se contenta con lo mejor.

—Bueno, él no va a decirnos quién fue —observó Dobberke.

—No —reconocí—. Él ya no dice nada, ¿verdad? El doctor Lustig tenía razón en eso.

—Podría investigarlo si cree que es importante. Tal vez podría decírselo alguna enfermera.

—No —dije con firmeza—. Olvídelo. Es una antigua costumbre mía, comportarme como un detective. Unos coleccionan sellos, a otros les gustan las postales o los autógrafos. Yo coleccionó preguntas triviales. ¿Por qué esto o lo de más allá? Naturalmente, cualquier idiota puede empezar una colección así. Y huelga decir que es la respuesta a las preguntas lo que en realidad tiene valor, porque las respuestas son mucho más difíciles de hallar.

Eché otra larga mirada a Franz Meyer y caí en la cuenta de que bien podría haber sido yo el que estaba tendido en esa cama con solo la mitad de la cabeza, y por primera vez en mucho tiempo supongo que me sentí afortunado. No sé de qué otro modo podría llamar al hecho de que una bomba de la RAF mate a cuatro personas, hiera a otra y a ti te deje con poco más que un chichón en la cabeza. Pero la mera idea de volver a tener suerte me hizo sonreír. Tal vez había doblado alguna clase de esquina en la vida. Era eso y también el aparente éxito de la protesta de las mujeres en la Rosenstrasse, y la buena fortuna que había tenido de no formar parte del VI Ejército en Stalingrado.

—¿Qué es lo que le resulta tan gracioso? —quiso saber Dobberke.

Sacudí la cabeza.

—Estaba pensando que lo más importante en la vida, lo que de verdad es importante a fin de cuentas, es sencillamente seguir vivo.

—¿Esa es una de las respuestas? —preguntó Dobberke.

Asentí.

—Quizá esa sea la respuesta más importante de todas, ¿no cree?

4

Lunes, 8 de marzo de 1943