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De las brillantes luces de Las Vegas… al resplandor de las joyas del desierto Un minúsculo biquini no era el atuendo que le hubiera gustado llevar a Rachel Donnelly al conocer al jeque Karim al Safir. Sobre todo siendo él tan atractivo y estando… tan vestido. Karim se quedó horrorizado al conocer a la madre de su recién descubierto sobrino. La emoción que sintió al contemplar el cuerpo medio desnudo de Rachel contradijo su reputación de jeque sin corazón, pero lucharía con todas sus fuerzas para asegurarse de que el heredero al trono fuera educado en Alcantar.
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Sandra Marton. Todos los derechos reservados.
UN JEQUE DESPIADADO, N.º 2162 - junio 2012
Título original: Sheikh without a Heart
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0146-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
ERA UNA de esas noches en las que un hombre montaría en su caballo favorito y cabalgaría, largo y tendido, por las arenas del desierto.
El cielo estaba raso y las estrellas brillaban como antorchas en la negrura del firmamento. La luna iluminaba con su luz de plata la interminable llanura de aquel mar de arena.
Pero el jeque Karim al Safir no iba en su caballo esa noche. Su Alteza Real, el príncipe de Alcantar, heredero al trono, volaba a bordo de su jet privado a más de siete mil metros de altura sobre el desierto. Había un maletín abierto en el asiento de al lado y una taza de café, ya frío, en la mesita que tenía delante.
Miró una vez más el maletín, a pesar de que conocía de memoria su contenido. Lo había revisado mil veces en las dos últimas semanas y había vuelto a hacerlo de nuevo esa misma noche tras despegar de las islas del Caribe con destino a Las Vegas. Esperaba encontrar en aquel maletín alguna pista que despejara las incertidumbres en las que estaba sumido últimamente.
Se llevó a los labios la taza de café. Estaba frío. Se lo bebió de todos modos. Necesitaba su amargura y su cafeína para seguir adelante. Se sentía agotado. En cuerpo y alma.
Tal vez, si entrara en la cabina del piloto y le dijera que aterrizara allí mismo, en las arenas del desierto, para respirar un poco de aire fresco… Pero no, eso sería una locura.
En aquella tierra, difícilmente podría encontrar la paz que andaba buscando.
El desierto por el que sobrevolaba nada tenía que ver con el de su infancia. Las suaves ondulaciones de las dunas del desierto de Alcantar, que se extendían hasta las aguas de color turquesa del golfo Pérsico, quedaban ya a varios miles de kilómetros.
Miró por la ventanilla. Las luces de neón de Las Vegas comenzaban a verse ya, al final de aquel desierto. Apuró la taza de café.
Las Vegas.
Había estado allí ya en otra ocasión. Un conocido había tratado de convencerle para que invirtiese en la construcción de un hotel de lujo. Había aterrizado en el aeropuerto de McCarran a primera hora de la mañana y había regresado a Nueva York esa misma noche.
No le había gustado nada la ciudad. Todo su aparente esplendor y glamour le había parecido falso. Tan falso como una vieja prostituta queriendo hacerse pasar por una cortesana de lujo a base de maquillaje, perfumes y vestidos llamativos. Al final, no había invertido su dinero, o mejor dicho, el dinero de su fundación, en aquel proyecto.
Definitivamente, Las Vegas no estaba hecha para él. Pero tal vez sí para su hermano.
Rami había pasado allí casi tres meses. Más tiempo del que había estado en ningún otro lugar en los últimos años. Parecía haberle atraído tanto como la luz a las polillas.
Karim se reclinó en su asiento de cuero.
Después de todo, no era de extrañar, conociendo a su hermano como le conocía.
Tenía que enfrentarse a la dura realidad y atar los cabos sueltos sobre las circunstancias de la muerte de su hermano.
Atar los cabos sueltos, se dijo Karim para sí, con un gesto de amargura.
Esa había sido la frase de su padre. Lo que ahora estaba tratando de hacer era limpiar y poner en orden todos los desatinos y despropósitos que su hermano Rami había dejado tras de sí, pero sin que su padre se enterase, pues creía que su hijo menor había estado viajando por medio mundo solo para tratar de encontrase a sí mismo.
Karim pensaba que eso de encontrarse a sí mismo era un lujo que no podía permitirse un príncipe. Desde muy niño, había aprendido las obligaciones y responsabilidades que tenía con su pueblo. Solo Rami parecía haber quedado exento de esos deberes.
«Tú eres el heredero, hermano», solía decirle a Karim, con una sonrisa. «Yo soy solo el segundón. Un repuesto, como si dijéramos».
Tal vez, si Rami hubiera tenido unos principios éticos y morales más elevados, no habría aparecido degollado de aquella forma tan tétrica en una fría calle de Moscú.
Pero era ya demasiado tarde para ese tipo de especulaciones.
Karim había sentido un dolor indescriptible al conocer la noticia y pensó que, atando los cabos sueltos que su hermano había dejado en su turbulenta vida, podría encontrar una razón y un sentido a sus actos.
Respiró hondo. Lo único que podía hacer para lavar el honor y el buen nombre de su hermano era pagar las deudas que había contraído. Rami era un jugador empedernido, un mujeriego y algo aficionado a las drogas. Había pedido prestado dinero que no había devuelto. Había dejado facturas y deudas sin pagar en multitud de hoteles y casinos de medio mundo: Singapur, Moscú, París, Río de Janeiro, Jamaica, Las Vegas…
Todas esas deudas debían ser resarcidas, más por razones morales que legales.
Deber. Obligación. Responsabilidad. Todos esos valores de los que Rami se había burlado eran ahora una pesada carga para Karim.
Por eso se había embarcado en aquel infausto viaje que casi podría ser considerado una peregrinación. Había recorrido buena parte de todas aquellas ciudades entregando cheques en mano a banqueros, directores de casinos, propietarios de tiendas. Había pagado cantidades ingentes de dinero en efectivo a hombres de dudosa moral en sucias habitaciones. Había oído cosas sobre su hermano que nunca se habría imaginado y que quizá nunca podría olvidar.
Ahora, con la mayoría de los cabos sueltos ya atados, su peregrinación estaba a punto de tocar a su fin. Dos días en Las Vegas. Tres a lo sumo. No quería quedarse más tiempo en aquella ciudad. Por eso estaba volando de noche. Para aprovechar mejor el tiempo.
Una vez resuelto todo, iría a Alcantar a informar a su padre, aunque sin contarle los detalles. Después, regresaría a Nueva York a hacer su vida normal como presidente de la Fundación Alcantar y trataría de olvidar aquellos amargos recuerdos.
–¿Alteza?
La tripulación de su jet privado era pequeña, pero muy eficiente: dos pilotos y una azafata nueva que aún estaba emocionada por tener el honor de trabajar para el príncipe de Alcantar.
–¿Sí, señorita Sterling?
–Llámame Moira, señor. Vamos a tomar tierra en una hora.
–Gracias –respondió él, cordialmente.
–¿Puedo ayudarle en algo, señor?
¡Ayudarle! ¿Podría ella hacer retroceder el tiempo para hacer que su hermano siguiese con vida y tener así la ocasión de inculcarle un poco de sensatez y sentido del deber?, ¿podría retrotraer a Rami a sus años de infancia, cuando era un chico alegre y desenfadado?
–Gracias, estoy bien, no necesito nada.
–Muy bien, Alteza. Si cambia de opinión…
–No se preocupe, la llamaré.
–Como usted diga, Alteza –dijo la chica con una pequeña reverencia.
Luego hizo una ligera genuflexión y desapareció por el pasillo.
Karim sonrió levemente. Tendría que recordarle a su jefe de protocolo que la tradición de inclinar la cabeza al paso de un miembro de la realeza había quedado en desuso desde hacía ya muchos años en su país.
Se arrellanó en el asiento. Bueno, después de todo, la chica solo estaba haciendo lo que consideraba su deber. Él, mejor que nadie, lo comprendía. Había sido educado para cumplir con su deber. Era algo que tanto su padre como su madre le habían inculcado desde la infancia.
Su padre había sido y seguía siendo un hombre severo. Primero rey y luego padre.
Su madre había sido una incipiente estrella de cine en Boston. Mujer de gran belleza y modales refinados, había decidido en los últimos años llevar una vida alejada de su marido y de sus hijos. Había llegado a odiar aquel país de desiertos y temperaturas extremas.
Karim recordaba cómo en cierta ocasión, de niño, se había agarrado a la mano de su niñera, conteniendo las lágrimas, porque se suponía que un príncipe no debía llorar, mientras veía a su bella madre marcharse del palacio en una limusina.
Rami había salido enteramente a ella. Alto, rubio y con los ojos azules.
Él, por el contrario, tenía los ojos de un tono gris frío, mezcla de los ojos azules de su madre y de los castaño oscuro de su padre. Tenía los mismos pómulos prominentes y la boca bien perfilada de su madre, y la complexión atlética y musculosa de su padre.
Rami había salido a ella no solo en lo físico. Aunque no había llegado a odiar Alcantar como ella, había preferido irse también a vivir a lugares con más lujos y comodidades.
Él, en cambio, había amado siempre a su país, con su desierto y sus inclemencias. Se había criado en el palacio de su padre, construido sobre un gran oasis al pie de las Montañas Vírgenes, teniendo por amigos a su hermano Rami y a los hijos de los ministros de su padre.
A los siete años, ya sabía montar a caballo sin silla, hacer fuego frotando una rama seca con una piedra de sílex o dormir al aire libre bajo el único abrigo de la luz de las estrellas.
De eso hacía ya veintiséis años. Ya por entonces, apenas quedaban algunas pequeñas tribus en Alcantar que llevaran esa clase de vida, pero el rey había considerado vital que tuviera esas experiencias para que comprendiera y respetara las tradiciones de su pueblo.
Era algo que le había dicho muchas veces cuando era niño. Y también a Rami, aunque no hubiera estado destinado a sentarse en el trono.
¿Qué le habría llevado a su hermano a tomar aquel rumbo en la vida? Era una pregunta que se había hecho desde hacía años. ¿Tal vez el saber que él no reinaría nunca? ¿O el hecho de que, a la muerte de su madre, su padre decidiera ahogar su dolor entregándose por entero al gobierno de su país, distanciándose de sus hijos?
Los había mandado a estudiar a Estados Unidos, tal como su madre hubiera querido.
Tanto Rami como él se habían sentido extraños en aquella cultura tan diferente de la suya. Habían sentido nostalgia de su país. Aunque cada uno por razones diferentes.
Rami echaba de menos los lujos del palacio y él el cielo infinito del desierto. Pronto comenzó a faltar a clase y a juntarse con chicos problemáticos. Terminó, a duras penas, sus estudios en el instituto y consiguió una plaza en una pequeña universidad de California donde se «especializó» en mujeres, juegos de azar y en hacer promesas que nunca cumplió.
Karim, por el contrario, estudió duro. Sacó con sobresaliente sus estudios en el instituto y fue admitido en la prestigiosa Universidad de Yale, donde se graduó en Derecho y Administración de Empresas. Con veintiséis años creó un fondo de inversión en beneficio de su pueblo, que gestionó él mismo en lugar de recurrir a algún charlatán de Wall Street.
Rami, por entonces, había conseguido un trabajo en Hollywood, como ayudante de un productor de películas de serie B. Tenía ese trabajo y otros que conseguía haciendo valer su glamour y su condición de hijo del rey de Alcantar.
A los treinta años, cuando recibió la herencia que su madre le había dejado, renunció al trabajo para hacer lo mismo que ella había hecho: viajar por el mundo.
Karim había tratado de hablar con él. Y no una sola vez, ni dos, ni tres, sino muchas. Le había hablado de la responsabilidad, del cumplimiento del deber y del honor.
Pero Rami se había limitado a responderle, con una sonrisa, que eso no iba con él, que él no era el heredero, que él solo estaba de repuesto.
Después dejaron de verse, hasta que se enteró de que estaba…
«Muerto», se dijo Karim para sí, sin poder todavía aceptarlo.
Su cuerpo fue repatriado desde Moscú hasta Alcantar, donde fue enterrado con todos los honores propios de un príncipe.
Cuando su padre, desolado ante la tumba de Rami, le preguntó cómo había muerto su hermano, él le respondió que en un accidente de automóvil.
Cosa que, hasta cierto punto, era verdad. Rami había tenido, al parecer, algunas diferencias con un traficante de cocaína, habían discutido acaloradamente y el individuo había acabado cortándole la garganta con un cuchillo. Rami, tambaleándose y medio moribundo, había tratado de cruzar la calle, resultando atropellado violentamente por un automóvil.
Karim se revolvió en el asiento del avión. ¿Qué sentido tenía volver a revivir aquellos amargos recuerdos? Pronto dejaría atados todos «los cabos sueltos» y regresaría a…
Escuchó de pronto una vibración brusca. El piloto estaba desplegando el tren de aterrizaje. Momentos después, tomaron tierra. Se levantó del asiento y tomó el maletín que contenía las pistas que le ayudarían a cumplir la misión que le había llevado hasta allí. Eran cartas de varios hoteles y casinos, expresando sus condolencias por la muerte de Rami pero recordando, al mismo tiempo, las considerables facturas que había dejado a deber.
Había también un sobre pequeño con una llave y un trozo de papel con una dirección garabateada, con la letra de Rami.
¿Habría conseguido su hermano echar allí algún tipo de raíces?
¿Qué importaba ya eso?, pensó él con gesto de indiferencia. Ya era demasiado tarde.
Quería acabar aquello cuanto antes. Se levantaría muy temprano al día siguiente, pagaría las facturas pendientes de su hermano y luego iría, con esa llave, a la dirección escrita en el papel. Seguramente, le reclamasen allí el alquiler de varios meses que Rami habría dejado a deber. Una vez hecho todo, podría olvidar aquella pesadilla y volver a su vida normal.
Su jefe de protocolo le había reservado un coche de alquiler y una suite en uno de los mejores hoteles de la ciudad. El coche estaba equipado con GPS, así que Karim introdujo el nombre del hotel y se dirigió a la ciudad, siguiendo las indicaciones del instrumento.
Era cerca de la una de la noche cuando llegó a Las Vegas Strip, una de las avenidas más famosas del mundo. Las tiendas estaban abiertas y había gente por todas partes. Se respiraba una atmósfera de bullicio y alegría que a Karim, sin embargo, no le sedujo lo más mínimo.
Al parar frente a la puerta del hotel, un mozo se hizo cargo de su coche. Karim le dio un billete de veinte dólares y le dijo a otro, que se acercó inmediatamente a llevarle las maletas, que él se encargaría personalmente de ellas.
Se oía el sonido ensordecedor de las máquinas tragaperras cercanas.
Se dirigió al mostrador de recepción, abriéndose paso entre varios grupos de hombres y mujeres que parecían estar divirtiéndose. Tras registrarse, subió al ascensor y pulsó el botón de la planta décima. Había dos mujeres y un hombre. El hombre iba abrazado a las dos mujeres. Una de ellas le acariciaba el pecho y la otra le pasaba la lengua por la oreja.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron al llegar al ático, Karim salió y respiró aliviado.
Entró en la suite. Era grande y confortable.
Se desvistió y se dio una ducha. Dejó que el agua caliente le cayera a chorros por el cuello y por los hombros con la esperanza de vencer el cansancio que llevaba acumulado.
Pero no resultó. Tal vez lo que de verdad necesitase fuera dormir y descansar.
Se metió en la cama. Pero no consiguió conciliar el sueño. No era de extrañar. Después de dos semanas deambulando por medio mundo con aquella misión que él mismo se había encomendado, sabía que no descansaría hasta que todo estuviera zanjado.
Después de unos minutos, se dio por vencido. Tenía que hacer algo: dar un paseo a pie o en coche, ir a visitar los hoteles donde Rami había derrochado esas cantidades tan astronómicas de dinero, o tal vez ir a ver el apartamento donde su hermano debía de haber vivido y cuya llave tenía él ahora en su poder.
No esperaba encontrar nada de valor en él, pero, si hubiera algún objeto personal suyo, a su padre le gustaría conservarlo como recuerdo.
Se puso unos pantalones vaqueros, una camiseta negra, unas zapatillas deportivas y una cazadora de cuero negro. Los desiertos eran muy fríos por la noche, y aquel de Las Vegas no iba a ser una excepción, por más que estuviese junto a aquella gran ciudad llena de luces y colores. Tomó la llave del maletín y memorizó la dirección del papel. Colgando de la llave había una pequeña chapa identificativa: 4B. El número del apartamento, sin duda.
El mozo le tenía preparado el coche en la misma puerta del hotel. Karim le dio otro billete de veinte dólares, entró en el automóvil, introdujo en el GPS la dirección del papel y siguió el itinerario que le iba marcando. Quince minutos después, llegó a su destino.
Era un edificio anodino y sin personalidad, ubicado en una parte de la ciudad que se parecía a Las Vegas como la noche al día. Era un barrio tan oscuro y sombrío como el edificio mismo.
Karim frunció el ceño. Le costaba trabajo aceptar que su hermano pudiera haber vivido allí. Tal vez fuese un error del GPS. Esos aparatos eran muy exactos y fiables, pero, cuando los satélites sufrían alguna avería, podían dar indicaciones erróneas.
Pero no. Miró la placa de la calle y comprobó que era la dirección correcta.
¿Habría perdido Rami su afición por el lujo prefiriendo lugares humildes?
Solo había una manera de averiguarlo.
Salió del coche, lo cerró con llave y se dirigió hacia el edificio.
La puerta exterior no estaba cerrada con llave. Entró. El vestíbulo apestaba. Las escaleras crujían. Creyó pisar algo blando y pegajoso mientras subía, pero prefirió no pensar en ello y siguió adelante. Primer piso, segundo, tercero y cuarto. Allí estaba. El apartamento 4B.
Karim titubeó. ¿Era eso lo que quería hacer realmente esa noche? ¿Entrar en aquel apartamento que sería con toda probabilidad un cuchitril asqueroso y lleno de mugre?
Recordó la época en que iba a ver a Rami a California. Lo primero que veía al entrar era el fregadero y la mesa llenos de platos sucios, el frigorífico con alimentos caducados o en mal estado y la ropa arrugada o tirada por el suelo.
No le importaba lo sucio que pudiera estar el apartamento, solo había ido allí en busca de los objetos personales de Rami.
Introdujo la llave en la cerradura. La puerta se abrió. Lo primero que notó fue un olor especial, no a suciedad, sino a algo agradable. Tal vez azúcar o galletas o leche…
Lo segundo que observó fue que no estaba solo. Había alguien a escasos metros de él.
Era una mujer que estaba de espaldas. Era alta, delgada y estaba… desnuda.
La recorrió con la mirada de arriba abajo. Tenía un hermoso pelo rubio que le caía por los hombros como una lluvia de oro y una espalda recta y elegante. Su cintura era estrecha y acentuaba la curva de sus caderas y la longitud de sus maravillosas piernas de infarto.
Debía de haberse equivocado de apartamento.
La mujer se dio la vuelta. No estaba desnuda. Llevaba un sujetador minúsculo con lentejuelas y un tanga diminuto en forma de triángulo de plata brillante. Tenía un cuerpo bellísimo, pero su rostro lo era aún más, aunque, en aquel momento, reflejaba un miedo cerval.
Karim levantó las manos en son de paz, para tranquilizarla.
–Está bien –dijo él–. Creo que me he equivocado. Pensé que…
–Conozco bien sus intenciones. Usted es… un pervertido –dijo la mujer, abalanzándose sobre él antes de que pudiera reaccionar.
Llevaba algo afilado en la mano. Era un zapato. Un zapato de aguja, con un tacón tan largo y afilado como un estilete.
–¡Eh! –exclamó Karim echándose hacia atrás–. Escúcheme un momento. Solo quiero…
Ella le lanzó el zapato a la cara, pero él se apartó con rapidez y acabó alcanzándole solo en el hombro. Le agarró de las muñecas para tenerla sujeta.
–¿Quiere escucharme un minuto? Maldita sea, solo un minuto…
–¿Para qué? –exclamó la mujer.
Ella creía saber quién era él: el pervertido que la había estado desnudando toda la noche en la sala de juego con la mirada. No podía esperar otra cosa de él sino que intentara violarla.
Trató de soltarse para volver a defenderse con el zapato, pero Karim la sujetó con fuerza y la apretó contra la pared inmovilizándola.
–¡Maldita mujer! ¿Quiere escucharme de una vez?
–No hay nada que escuchar. Sé bien lo que quiere. Estuvo bebiendo toda la noche sin dejar de mirarme. Ya sabía yo que me iba a traer complicaciones. Lo reconocí nada más verlo en…
Se detuvo un instante y miró a Karim detenidamente.
No, se había equivocado. Él no era el hombre que la había estado desnudando con la mirada.
El pervertido era calvo, y con una mirada viciosa que ocultaba bajo unas gafas de cristales grandes y gruesos como culos de botella, mientras que el hombre que tenía ahora delante lucía un espeso cabello negro y tenía unos ojos grises y fríos como una mañana de invierno.
Aunque, después de todo, qué importaba eso. Era un hombre y había entrado en su apartamento. Después de tres años en Las Vegas, sabía muy bien lo que eso significaba…
–Se equivoca. No he venido aquí a hacerle ningún daño –dijo Karim.
–Entonces salga inmediatamente por esa puerta y váyase. De lo contrario me pondré a gritar y llamaré a la policía.
–Tranquilícese y escúcheme. He venido aquí, al apartamento de mi hermano, pensando que no habría nadie.
–Pues ya ve que se ha equivocado. Este apartamento es… ¿De qué hermano está hablando?
–De mi hermano Rami. ¿Le conocía?
Por supuesto que sí. Y sabía también que, si el hombre que tenía frente a ella era en verdad el hermano de Rami, tendría que ser Karim de Alcantar, el todopoderoso y despiadado príncipe.
–Yo… yo.
–¿Qué hace usted aquí? –exclamó él con firmeza–. Este apartamento pertenece a Rami.
Eso no era cierto. El apartamento era suyo y siempre lo había sido. Aunque había permitido que su hermana Suki y luego su amante lo utilizaran.
Ahora, gracias a Dios, los dos se habían marchado y ella podía vivir sola tranquilamente…
Cosa que tampoco era verdad. Ella no vivía allí sola…
–¿Quién es usted? –preguntó Karim, y luego añadió elevando un poco el tono de voz al ver que ella no respondía–. ¡Responda! ¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí?
–Soy… una amiga de Rami. Una buena amiga.
KARIM se quedó de piedra al oírlo.
Aquella mujer había sido la novia de su hermano. Por una vez en su vida, Rami se había enamorado de una mujer que era distinta de las habituales con las que salía.
Todo era sorprendente y confuso. El vestido de aquella mujer, si podía llamarse así a lo que llevaba puesto, resultaba muy llamativo. Sin embargo, ella no parecía querer dar una imagen provocativa. Había algo en ella, tal vez en sus ojos azul oscuro, que parecía reclamar respeto e incluso precaución.
Era, sin duda, una mujer valiente. Cualquier otra, al ver entrar a un intruso en su apartamento, se habría puesto a gritar como una histérica o a rogarle que no le hiciera daño. Pero ella, no. Ella le había hecho frente, tratando de defenderse con un arma.
Un arma bastante inusual, pensó él con ironía, contemplando el zapato que tenía a sus pies, no muy lejos de su compañero. Podría haberle hecho mucho daño, teniendo en cuenta lo afilados que estaban aquellos tacones y que debían de medir no menos de diez centímetros.
Una amante le había dicho en cierta ocasión que los zapatos de aguja era una auténtica tortura, pero que seguiría poniéndoselos. Todas las mujeres sabían que los hombres las encontraban así mucho más atractivas y deseables. Hacían las piernas más largas y esbeltas y le daban a la pelvis una inclinación hacia delante muy seductora.
Aunque aquella mujer no necesitaba que sus piernas parecieran más largas. Incluso ahora, con los pies descalzos, parecían interminables.
Fijándose mejor, vio que llevaba medias. Eran pantys, o como se llamase aquella malla negra transparente que ejercía tal poder magnético sobre él, que le hacía recorrer sus piernas con la mirada hasta verlas desaparecer bajo aquel diminuto tanga.