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PREMIO FÉMINA 2015PRIX DES PRIX 2015 ¿Y si al llegar la Segunda Guerra Mundial, un abuelo judío que ya se pensaba netamente francés se ve obligado a esconderse de los suyos en su propio hogar, en pleno corazón de París? ¿Qué sucede cuando uno se alimenta desde la infancia tanto del genio como de las neurosis de unos parientes radicalmente distintos a los demás? ¿Cómo se transmite un secreto familiar, ese núcleo de sombras capaz de devorarlo todo? ¿Y son el talento, la libertad y la bohemia la recompensa por cargar de por vida con el abrumador legado del miedo? «Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible por no golpearse», escribió Georges Perec en Especies de espacios, una frase y un autor cuya obra planea sobre este original roman-vrai, esta novela verídica sobre los excéntricos Boltanski y su insólita educación en todas y cada una de las habitaciones de las dos plantas de su casa en la aristocrática Rue de Grenelle.
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Seitenzahl: 344
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Edición en formato digital: julio de 2017
Título original: La cache
En cubierta: ilustración de Isabel Da Silva Azevedo © 123RF.com
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Éditions Stock, 2015
De las ilustraciones del interior, Mickaël De Clippeleir
© De la traducción, Vanesa García Cazorla
© Ediciones Siruela, S. A., 2017
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17151-44-7
Conversión a formato digital: María Belloso
Coche
Cocina
Despacho
Salón
Escalera
Apartamento
Cuarto de baño
Intersticio
Dormitorio
Desván
Agradecimientos
Glosario
Para Anne y Jean-Élie
1
Jamás los vi salir a pie solos, ni juntos tampoco, para llevar a cabo ese acto de todo punto sencillo que consiste en deambular a lo largo de una acera. Solo se aventuraban fuera de la casa motorizados: sentados el uno contra el otro, al abrigo de una carrocería, tras un blindaje, por ligero que fuere. En París circulaban a bordo de un Fiat 500 Lusso de color blanco. Un coche sencillo, manejable, seguro, a su escala, con su redondez, su tamaño enano, su velocímetro graduado hasta 120 km/h, su motor de dos cilindros que, situado en la parte trasera, emitía una suerte de estertor, un gorgor de vieja lancha escupiendo agua. Lo aparcaban en el patio adoquinado frente al portal, listo para arrancar, paralelo al ala principal y casi pegado al muro, como la cápsula de rescate de una nave espacial. La portezuela delantera derecha estaba invariablemente girada hacia la entrada de la cocina. Para esperarlo solo tenían que atravesar una escalerita de piedra. Con el fin de facilitar la bajada, se había tallado un peldaño adicional en mitad del escalón. Una vez abajo, no les quedaba más que abalanzarse hacia el interior del habitáculo agarrándose al asidero. Ella, al volante. Él, a su lado. Jean-Élie, Anne y yo, apiñados en el asiento de atrás.
Ella llevaba unas gafas muy grandes, con una montura en marrón claro y cristales ovalados ligeramente tintados. Antes de girar la llave, se inclinaba hacia el espejito fijado por detrás del parasol, con la palma de la mano se daba unos ligeros toques en su melena para ahuecarse los rizos, acercaba sus mejillas, esbozaba una sonrisa con su boquita de piñón para escrutar su base de maquillaje y su pintalabios, y después arrancaba en medio de un desapacible estrépito que reverberaba en las fachadas. Al mando de su ciclomotor, el cual a cada giro de pistón se veía presa de violentos temblores, se transformaba en cíborg. Ella y su vehículo eran una misma cosa. Puesto que sus exánimes piernas no podían apoyarse en los pedales, se habían añadido, con la complicidad de no sé qué mecánico, unas largas palancas, semejantes a las de los mandos de una vieja avioneta, a fin de permitirle frenar y acelerar; en definitiva, conducir, cosa que hacía a una considerable velocidad, dando acelerones toda vez que se topaba con un peatón tratando de cruzar fuera de un paso de cebra. Con una alegría rabiosa, se abalanzaba preferentemente sobre los ancianos renqueantes pero autónomos para castigarlos por su escasa libertad de movimiento y, de paso, asustar a sus pasajeros. Jamás atropelló a nadie. Desconozco si tenía permiso de conducir y, de ser así, ignoro de qué estratagema se sirvió para conseguirlo. Le encantaba aquello: era su silla de ruedas, sus piernas recobradas, su victoria sobre aquella inmovilidad forzosa.
2
¿Cuándo habían dejado de caminar por las calles? En cuanto a ella, lo sé: al principio de los años treinta. Fue a partir de su polio, la cual contrajo al poco tiempo del nacimiento de Jean-Élie, durante sus estudios de Medicina. Desde entonces, había mostrado un rechazo inquebrantable a usar muletas, a aparecer en público como una persona débil y privada de una parte de sí misma. Cuando el camarero de un restaurante se precipitaba para sujetarle la puerta, ponía el grito en el cielo: ella no necesitaba a nadie. Odiaba la compasión fingida, esa amabilidad altiva que quienes gozan de buena salud —o supuestamente lo hacen— manifiestan hacia cuantos no la tienen. Pero ¿él? ¿En qué momento había decidido que nunca más acudiría a pie a su trabajo, ni deambularía a lo largo de los muelles del Sena para hojear los libros de los puestos de lance ni haría la compra; que viviría sin un céntimo en el bolsillo y boicotearía los transportes públicos; que no se sentaría solo a la mesa de una terraza de un café ni pisaría la calle de no ir acompañado? ¿Había sido una decisión suya o de su esposa? ¿Padecía una especie de agorafobia aguda? ¿Lo que quería mediante aquella silente displicencia hacia un modo de locomoción natural al hombre era acaso manifestar su compasión o, más bien, su amor por una mujer que le había declarado la guerra a las leyes de la mecánica?
Ella le servía de chófer. Lo dejaba frente a los edificios oficiales, construidos en sillería, lo miraba desaparecer tras puertas monumentales coronadas por banderas tricolores y, después, acechaba su regreso. Lo transportaba a todas partes, como a un herido grave: al hospital cuando todavía ejercía; a los simposios en los que discutía acerca de la invalidez y la incapacidad; a congresos de especialistas en discapacidad. Lo llevaba en mitad de la noche, con sus hijos dormidos, a velar a los moribundos o, con mayor frecuencia, a sujetos hipocondriacos. Sin su escolta, seguramente él se habría perdido. Aquel escrupuloso médico, adulado por sus pacientes, cubierto de diplomas, honores y condecoraciones, era como un niño desnudo rodeado de adultos vestidos. Sucesivamente alegre, atormentado y atribulado, avanzaba por la vida sin una posición donde replegarse, sin refugio, como un crustáceo despojado de su caparazón y abandonado a merced del primer depredador que asomara. Incapaz de mentir o de disimular sus sentimientos, la menor emoción podía hacerlo prorrumpir en sollozos. Cualquier texto, música, comentario o recuerdo bastaban para hacerlo llorar o ponerse como un tomate.
La cara ancha, el cuello robusto, la frente alta, el cráneo achatado, el pelo rapado, ralo: físicamente se parecía un poco a Erich von Stroheim, pero con algo menos de esa rigidez prusiana. En público no afectaba el estilo —totalmente inventado en el caso del actor y cineasta americano de origen austrohúngaro— del típico señorito prusiano galoneado y de inclinaciones sádicas, sino ese otro, igualmente fantasioso, del caballero inglés, delicado a la par que pudoroso y reservado. Con este propósito, lucía un fino bigote dividido en dos, al modo de David Niven; vestía siempre bajo su chaqueta un chaleco de lana en color beis; fumaba en una pipa de raíz de brezo, con boquilla recta, de calidad corriente, por lo general fabricada en Saint-Claude, y manifestaba un cierto gusto por el whisky, aun cuando apenas si bebía una gota de alcohol. Con sus alargados y almendrados ojos, realzados por unas pestañas bien dibujadas, observaba su entorno con una mirada perpetuamente extrañada, como si el mundo entero continuara siendo un misterio. Debíamos protegerlo, mantenernos unidos, formar un cordón alrededor de su persona. Sea como fuere, nosotros éramos sus guardaespaldas, sus airbags dispuestos a inflarse nada más recibir el primer impacto.
3
Objeto mítico de las películas italianas de los años cincuenta, el Fiat de segunda generación, llamado Nuova 500, hacía pensar en una pecera para peces rojos, en un submarino de bolsillo, en un ovni; y yo, su pasajero, recordaba a un marciano arrojado sobre un planeta desconocido. En su país de origen, lo llamaban Bambina. Menos halagüeños, los franceses lo habían apodado «tarro de yogur». Sus bajos rozaban el suelo. Su chapa poseía la delicadeza de una hoja de papel. La ausencia de puertas traseras, y más aún la de ventanillas que pudieran abrirse, reforzaba la sensación de encierro. Podía pasarme las horas apoyado en aquel motor del cual podía escuchar cada una de sus pulsaciones, bamboleándome en todas direcciones, con el cuerpo acurrucado, las rodillas acorraladas por el asiento delantero, la cara pegada a la ventanilla para ver desfilar, en contrapicado, un París que, a la sazón, era casi negro de manera uniforme, un paisaje monótono que el vaho tornaba impreciso. Aturdido por los discontinuos bramidos de la maquinaria, remontaba las grandes arterias cubiertas de hollín, la Rue Bonaparte, el Boulevard Morland, la Avenue de Ségur, la Rue de Sèvres, la Rue de Vaneau o la Avenue du Maine, en un estado de ingravidez, como si me desplazara de acá para allá en un mundo sombrío y acuoso (¿acaso no decimos de la circulación que es fluida?), en unas profundidades de azabache, fosas abisales habitadas por peces diáfanos. Yo estaba ovillado en posición fetal en el interior de esa campana de inmersión ovoide, expuesto a las miradas de los demás y curiosamente invisible en ese útero sobre ruedas pilotado por mi abuela en medio de la agitación de la ciudad.
Vivían en mitad de la Rue de Grenelle, en uno de esos palacetes que suelen llevar nombres de marqués o vizconde. Sin embargo, ajenos a la nobleza y a cuanto estuviera relacionado con esta, ellos no formaban parte del barrio Saint-Germain, cuyo nombre, desde Balzac, no designa tanto un barrio cuanto un grupo social, unos modales, un aspecto y una manera de hablar. Hasta el momento en que decido, hacia la edad de trece años, vivir de manera permanente con ellos, me cuidaban los días de descanso, es decir, casi la mitad de la semana. Los martes por la tarde (¿o eran los miércoles?) venían a buscarme al distrito 14º a la salida de mis clases, en la Rue Hippolyte-Maindron; al día siguiente por la tarde me llevaban a casa de mi madre, situada en el Impasse du Moulin Vert, y volvían a recogerme el fin de semana, quedándome con ellos desde el sábado a mediodía hasta el domingo. Allí estaban todos esperándome en el Fiat justo enfrente del colegio y, más adelante, a una respetuosa distancia del instituto Lavoisier. Cada año, a medida que fui pasando de curso, aparcaban el coche un poco más lejos —primero en la Rue Pierre-Nicole, luego en la Rue des Feuillantines, incluso cerca de Val-de-Grâce— con el fin de no incomodarme delante de los demás alumnos. Acabé cogiendo el 83 en la parada de Port-Royal rumbo a Bac-Saint-Germain un día que, sin duda, señalaba mi paso a la adolescencia.
4
De niño, mi tío Christian se pasaba cada mañana, de 09:15 a 12:30, sentado en ese mismo lugar, en su caso en una tracción delantera (a menos que se tratara del Citroën ID 19, la versión simplificada del Citroën Tiburón), mientras su padre prestaba sus servicios en el hospital Laennec, lugar que, con su fragoroso ajetreo de ambulancias y furgonetas de policía, lo aterrorizaba. Con razón, lo asociaba al sufrimiento y a la muerte. ¿El hecho de que el Citroën estuviera aparcado, no delante de la entrada principal, en la Rue de Sèvres, sino en el lado de la Rue Vaneau acaso era para ahorrarle semejante espectáculo, o por respeto a las normas de estacionamiento? ¿Qué hace uno en un habitáculo acristalado en pleno París? Contemplar la vista: unos agentes de movilidad deslizando las multas por debajo del limpiaparabrisas, las acrobacias de un conductor que, en vano, trata de intercalarse entre dos parachoques, los obreros armados con sus martillos neumáticos y perforando una acera, las palomas posándose sobre un canalón, un pedazo de cielo sombreado por los gases de los tubos de escape. Christian clavaba su mirada en los transeúntes. A la larga, acababa conociéndose a todos: aquella vieja de la gabardina, suerte de adefesio; el triciclo del repartidor de correos; el viejo del impermeable; la mujer del cochecito de bebé. Con la frente apoyada en la ventanilla, acechaba especialmente la llegada de una niñita de la que, sin haber llegado jamás a dirigirle una sola palabra, se había enamorado.
Esperó hasta alcanzar la edad adulta para aventurarse a salir de casa sin su caparazón. La primera vez contaba dieciocho años. No anduvo durante mucho tiempo. Apenas quinientos metros, entre la Rue de Grenelle y una diminuta galería, bautizada con el nombre de Les Tournesols y especializada en arte yidis, que su madre había abierto en la Rue de Verneuil con el propósito de encontrarle una ocupación. Él garantizaba su apertura al tiempo que pintaba en la sala trasera. Al cabo de unos meses, empuñó las riendas del lugar y comenzó a exponer la obra de pintores que él mismo había elegido, como Jean Le Gac. Ignoro si, tras aquella primera excursión en solitario, alguien fue a buscarlo. Sus padres continuaron varios años más acompañándolo en coche durante todos sus desplazamientos: a la Académie Julian, donde asistía a clases de dibujo, a los museos, a las exposiciones. Luc, mi padre, afirma haber adquirido autonomía más pronto. Pero cuando, más o menos a la misma edad, expresó su deseo de ir a hacer vela para tomar el aire, acabó encontrándose con toda su familia en el barco, un velero monocasco de diez metros de eslora y provisto de un timonel, amarrado en el puerto de Graau, en la provincia neerlandesa de Frisia. ¿Cómo se las arregló su madre, con aquellas indómitas piernas, para subirse a bordo? «Si él hubiera querido atravesar el desierto en caravana, nos habríamos montado todos a lomos de unos camellos», dice Christian.
5
En invierno, durante sus largas horas de espera, ella dejaba el motor en marcha para mantener la calefacción. Se ponía una bolsa de agua caliente entre los muslos, la cubría con una manta de viaje y emborronaba unas hojas apoyándose sobre una tablilla de cuero. Bajo el seudónimo de Annie Lauran, escribía novelas inspiradas en su triste y solitaria infancia; en su adopción, en lo que ella denominaba «compra» por su madrina, dama de alta cuna, excéntrica y entregada a la beneficencia; en su padre, abogado de Rennes sin un céntimo y morfinómano, minado por sus fracasos políticos; en su hermano, un aventurero aquejado de megalomanía y exiliado en las islas australes de la Polinesia, igual que Napoleón en Santa Elena. Bellísimos libros anclados en un país de antaño hecho de catedrales y baptisterios, una región de Mayenne húmeda y supersticiosa, una Francia de ultramar, colonial y sin altura de miras. Era también la autora de ensayos casi sociológicos: unos trabajos de investigación sorprendentemente premonitorios acerca de la segunda generación de inmigrantes, esos «hijos de ningún lugar», como ella los llamaba, o el rechazo hacia la «tercera edad», fórmula en boga en los años setenta antes de la invención del poder de los mayores o poder gris. Reivindicaba su adhesión a una «literatura de magnetófono» dedicada al estricto registro de la realidad, a semejanza del cinéma vérite de Jean Rouch, una escritura neutra, desprovista de toda suerte de psicología. En total, una veintena de títulos publicados en Plon y Pierre-Jean Oswald, y, más tarde, en Les Éditeurs Français Réunis, la editorial del Partido Comunista, a menudo luciendo en sus portadas las fotografías y collages de Christian. Una obra que injustamente ha caído en el olvido.
6
Cuando, tras mi nacimiento, hubo de adoptar, en conformidad con su nuevo estatus de abuela, un término si no afectuoso, cuando menos familiar, eligió como apodo Mère-Grand1, a causa de Caperucita Roja o, mejor dicho, del Lobo Feroz, esa hidra de dos caras que aúna la dulzura con una voz potente y grave, la inocencia con la depredación, el camisón con el pelaje gris, el gorro de algodón con unos resplandecientes colmillos. Le gustaba provocar, enmarañar los códigos, seducir e intimidar, todo a la vez. «Yaya», el sobrenombre elegido por mi otra abuela, la materna, no habría estado en consonancia con ella, pues no formaba parte de esas empalagosas ancianas que, con el mayor esmero, preparan tartas y mermeladas para su progenie. Lo de encasillarse en el papel de la buena madre que se deshace en sonrisas benévolas, indulgencia y una atención forzada hacia un niño caprichoso bajo las miradas enternecidas de los transeúntes simplemente no iba con ella. Poseía una insaciable sed de vivir. Igual que una olla a presión, le bullía la sangre en las venas, incapaz de transmitir el exceso de energía a sus ruedas motrices. A semejanza del animal del cuento, estaba postrada en la cama y mortificada por un hambre voraz. Nos había devorado a todos, como si fuéramos la chiquilla vestida de color púrpura. Nosotros nos habíamos convertido en sus brazos, sus piernas, una prolongación de su propio cuerpo.
En los lugares públicos —el vestíbulo de un aeropuerto, la terraza de un café, una sala de cine o la feria del libro de L’Humanité—, me tenía prohibido llamarla Mère-Grand o pronunciar cualquier otra fórmula equivalente que pudiera dar idea de su edad, asunto sobre el que guardaba el mayor de los secretos. En el momento en que escribo estas líneas, sigo sin saber la cabal fecha de su nacimiento y soy reacio a realizar las pesquisas necesarias en las administraciones correspondientes por miedo de violar su intimidad más profunda. Ella rechazaba «todo cuanto marca», en sus propias palabras, empezando por el peso de los años, ese lento declive, esa degradación física, esa vida mermada que le hacía tener presente su enfermedad, otra degradación que jamás cesó de combatir. Ponía un infinito cuidado en su aspecto. Se teñía el pelo de un negro que tiraba a caoba, abusaba de la crema autobronceadora y, pese a las dificultades para desplazarse, calzaba tacones altos con miras a ganar unos centímetros de altura. Así, delante de desconocidos, yo debía llamarla «tía», expresión más respetuosa, sobre todo más intemporal, menos asociada a la vejez que el sobrenombre —sin duda burlesco, pero poco halagüeño— con el que se había obsequiado a sí misma. Para no correr el riesgo de embrollarme, en público evitaba dirigirme a ella por cualquiera de sus apelativos.
7
Como es natural, en ocasiones teníamos que salir de nuestra nave espacial para ir a ver una película —preferentemente americana— o cenar en un restaurante. Los lugares se elegían en función de su accesibilidad y anonimato, como los cines Maine, Escurial o Mac-Mahon, cuyas salas estaban al nivel de la calle; o grandes cervecerías ruidosas e impersonales, tales como La Coupole o Le Select, situadas a uno y otro lado del Boulevard Montparnasse, o también Les Ministères, un establecimiento de la Rue du Bac. Nunca esos restaurantes caseros típicamente franceses, con su mantel de cuadros, su comida llamada «tradicional», restos de velas y un dueño lisonjeador. Queríamos confundirnos con la masa de comensales o espectadores. A despecho de nuestros esfuerzos por guardar nuestra discreción, yo sentía el peso de las miradas de la gente desde el momento en que nos presentábamos en cualquier lugar. Constituíamos una curiosa recua, con nuestras parvas siluetas, morenotes, delgados —a excepción de mi abuelo, más voluminoso— y nuestro paso de tortuga, nuestro aspecto circunspecto y casi a la defensiva. Cogidos de la mano, pegados los unos a los otros, formábamos un único ser, una suerte de enorme ciempiés. Yo me avergonzaba un poco, claro está, de aquellas criaturas tan frágiles y vulnerables. Ella, sostenida por ambos lados; él, ayudado por un bastón. Nosotros, a su alrededor. Cuando no les ofrecía mi brazo, hacía como si no los conociera, pasaba delante, miraba hacia arriba haciéndome el distraído. Me gustaban el calor y la promiscuidad del Fiat tanto como temía aquellas salidas al descubierto, aquel recorrer unos escasos metros a la vista de todos.
8
Ella, él, nosotros, esta vez con una misión. Propicia para los rituales, ya fueran profanos o religiosos, la mañana dominical comenzaba con la venta de L’Humanité dimanche. La que tenía el carné del Partido era ella: un compromiso dictado más por su lealtad hacia la editorial que por su fe en una ideología que, en su mente, siempre permaneció difusa. A pesar de su discapacidad, cuando menos una vez al mes, iba a buscar la revista semanal a la sección del distrito 7º, situada en Rue Amélie, con el fin de repartirla entre los escasos afiliados del distrito. Ella se ocupaba de la conducción; Jean-Élie y Anne se encargaban del reparto. Conforme a la sociología del barrio, la célula a la que ella pertenecía contaba con un número considerable de ejecutivos y de profesionales intelectuales superiores, incluso con empresarios con diez o más asalariados, por emplear la nomenclatura del Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos. En el caso de esta muestra poco representativa del Partido Comunista Francés, sería más sensato hablar de nomenklatura en el sentido que se le da en los países del Este. El abogado defendía la Confederación General del Trabajo; el banquero administraba los activos soviéticos en Francia; el poeta ocupaba un asiento privilegiado en el Comité Central; la editora publicaba a sus camaradas escritores. Puesto que residían en un país enemigo, evitaban toda forma de proselitismo tipo collage, reparto de panfletos o propaganda. Tomados por burgueses, aun siendo militantes clandestinos, todos ellos observaban la mayor de las discreciones con respecto a sus actividades políticas. Cuando Anne les entregaba el periódico en su domicilio, se apresuraban a hacerla entrar dando un portazo tras ella, por miedo a que cualquier vecino los sorprendiera con aquella literatura sediciosa. Dudaban acerca de si tratar a la chica como si fuera un camarada —mejor dicho, una compañera— de viaje o como si fuera una recadera a la que se le desliza una propina en el bolsillo. Uno de ellos le había llegado a preguntar si podía aprovechar para, ya de paso, traerle unos croissants.
Después de L’Huma, estaba la misa. Era en Saint-Sulpice o, para ser más exactos, delante, en la plaza. Ni ella ni él entraban jamás en la iglesia. El reparto de papeles era siempre el mismo: Jean-Élie y Anne iban en calidad de exploradores del terreno, atraídos por la monumental portada. Mis abuelos y yo, en el coche de acompañamiento, esperábamos a que terminara el oficio, sentados, meditativos, prosternados al pie de las escaleras, bajo el inmenso peristilo. El Fiat invita a la genuflexión. ¿Sacaban ellos un misal? ¿Murmuraban el avemaría y el padrenuestro? ¿Rezaban mediante procuración, a través de sus hijos emisarios? No recuerdo más que un largo silencio, una plaza vacía, una fuente de agua potable de la que no brotaba agua alguna. El quiosco de periódicos, cerrado. Mendigos apoyados de espaldas contra las columnas, inmóviles. Sillas apiladas detrás del ventanal del Café de la Mairie. El aparcamiento, desierto. Y yo, absorto en la contemplación de un cartel cinematográfico extendido sobre la fachada del cine Bonaparte, tratando de descifrar el título de la película a través de las hileras de castaños, inquieto porque no veo a mis tíos salir de ese edificio disimétrico, casi disforme, mientras aguardo con suma atención el tañido de las campanas, señal de su liberación y de nuestra partida del lugar.
La mañana terminaba en el Marais, en la Rue de Rosiers, que, a la sazón, todavía no era esa calle peatonal invadida por boutiques de lujo y vendedores de falafel, sino una arteria animada y popular. Otro ritual: comprábamos pan de comino, pasteles rellenos de semillas de amapola y tarta de queso blanco en la pastelería Finkelsztajn; los embutidos y los malosols, en Goldenberg, Blum o Klapisch: la cuestión de saber cuál de los tres locales ofrecía mejores pastramis, pickelfleisch y leberwurst daba lugar a interminables discusiones. En un ultramarinos cuyo nombre he olvidado, cubierto con baldosines azules y situado en la Rue des Hospitalières-Saint-Gervais, comprábamos un pan ácimo que yo devoraba untándolo con mantequilla y añadiéndole jamón cocido, doble transgresión de la kashrut que hacía reír a Grand-Papa. No guardo el recuerdo de haber advertido contradicción alguna en aquella larga secuencia dominical. En todo caso, no hasta una alcanzar una edad avanzada. En cuanto a él, ¿qué pensaba él de ello?
9
Por las casualidades de la vida, su propio padre poseía también una estrecha relación con el coche. Debería haber circulado en carroza, de pie, disfrazado de Mefistófeles, ataviado con una capa roja y frunciendo sus arqueadas cejas ante las aclamaciones de la muchedumbre. En lugar de eso, era él quien fabricaba las carrozas, las berlinas. Había crecido en Odesa, esa ciudad del mar Negro tan fecunda en músicos. Hijo del gueto, nacido en el seno de una familia modesta y piadosa, poseía una voz extraordinaria. Un rico comerciante homosexual —o una dama dedicada a las obras de caridad, según otra versión— financiaba sus clases de canto y le repetía que era el nuevo Fédor Chaliapine. Las tablas del teatro imperial lo aguardaban. Según decía, interpretaría el papel de Borís Godunov en la ópera homónima, agonizaría delante del zar, escupiría perdigones —¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Blacha!— a la cara del rey de Inglaterra (al parecer, un fantasma bastante banal en Rusia: unos años más tarde, la madre del escritor Romain Gary le prometió a su hijo el mismo futuro). No obstante, una tuberculosis en las cuerdas vocales había puesto punto y final a sus ambiciones líricas y a sus sueños de gloria. Bajo la presión conjunta de la enfermedad y los pogromos, hacia 1895, había emigrado a Francia con la esperanza de una vida mejor, y ello a despecho de la degradación, ese mismo año, del capitán Alfred Dreyfus en el patio grande de la escuela militar. Había llegado a París un domingo. Todo estaba cerrado, salvo un taller de carrocerías, situado seguramente en los aledaños de la Gare de l’Est. El dueño le preguntó qué experiencia tenía. Salvo hablar a grito herido, no sabía hacer nada y tampoco hablaba francés. Le tendió las manos demandado ayuda. Primero se convirtió en guarnicionero, elaborando asientos, cojines, guarniciones para coches. A continuación, lo contrataron como obrero en Citroën. ¿Fue aquello en Quai de Javel o en Place de Clichy? Un trabajo duro que alternaba largos periodos de inactividad con fases de inclemente ajetreo. Acabó siendo encargado de taller. Antes de que, a sobrevienta, un cáncer le arrancara la vida, al parecer suplicó a sus amigos escuchar una ópera por última vez. Cuentan que lo llevaron al palacio Garnier en camilla. Christian siempre ha dudado acerca de esta historia, demasiado melodramática para ser verdad. Según él, la carrera de eminente bajo trágico de su abuelo no debió de superar jamás la fase de chantre de sinagoga.
10
Durante las vacaciones, solían recorrer miles de kilómetros, no en un Fiat 500, sino en un Volvo 144, un vehículo mejor adaptado a la carretera, robusto, sólido, fabricado con acero sueco y del cual se separaban lo menos posible. En él pasaban sus días y sus noches. Para evitar los vestíbulos, los pasillos interminables, las escaleras estrechas, las exiguas buhardillas de un hotel, Mère-Grand prefería dormir sentada, atrapada en la parte delantera del coche, abierta a cuanto la ciudad pudiera depararle, con los suyos apiñados a su alrededor. De este modo podía ella cuidarlos sin tener que andar negociando con un recepcionista suspicaz ante el hecho de que solicitaran una única habitación para cinco personas, de las cuales tres eran adultas. Jean-Élie se sentaba a su lado. Desconozco cómo se las arreglaba para pegar ojo con el volante hundiéndosele en las costillas y la cabeza aplastada contra la ventanilla. Anne, por entonces adolescente, dormía en el asiento de atrás. Grand-Papa descansaba, por encima de ella, sobre una tabla colocada en equilibrio que iba desde el reposacabezas a la bandeja. Cuando los acompañaba, me tumbaban en el maletero, el cual dejaban abierto para que pudiera respirar, en medio de los equipajes. En el puerto de Brindisi, en Italia, me había despertado la linterna de un bersagliere. Todavía recuerdo con terror el haz de luz al pasar sobre mi cara, aquellos murmullos en una lengua que me era incomprensible. Los policías, intrigados por ese maletero entornado, seguramente sospecharon que se trataba de un robo hasta que pudieron distinguir nuestras siluetas dormidas.
Muchos años atrás, invariablemente bajo un capó, pero de diferentes coches, había estado Christian. Su hermano, Luc, ocupaba el sitio de Anne. Su padre se tendía en la fila delantera de asientos, a la vera de un poeta holandés de pelo largo y envuelto en una amplia capa verde que era amigo de la familia. Por más que las combinaciones y los figurantes pudieran cambiar, siempre era el mismo cuadro vivo, la misma arquitectura, el mismo cúmulo de carne y acero, igual que tras un accidente en cadena. Nos despertábamos en tristes aparcamientos al son de los cláxones. Para hacer sus necesidades, Mère-Grand se apoyaba en el reborde del coche, oculta tras la portezuela, y evacuaba sobre una palangana. Apenas si nos mudábamos de ropa. Nos lavábamos como los gatos, con un pulverizador de agua Évian o con el agua de un hervidor. Desdeñábamos los museos, los castillos, los pueblos pintorescos, las mesas de renombre, los lugares que merecen la pena. De este modo, habían llegado, sin mí en aquellas ocasiones, hasta Irán, el círculo polar, Moscú y más allá del trópico de Cáncer. Habían atravesado los Estados Unidos de este a oeste; Australia, de norte a sur. Como dice Paul Morand, en sus viajes sacrificaban la profundidad en favor de la extensión. Su objetivo no consistía tanto en descubrir tierras lejanas o exóticas cuanto en recorrer las mayores distancias posibles y plantar nuevos alfileres en un globo terráqueo.
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¿Acaso los automovilistas se habían quedado ya sin gasolina o es que también ellos estaban en huelga? Circulábamos por un París tan soleado y vacío como un 15 de agosto. Ascendíamos por la Avenue du Général Leclerc. Era por la mañana. Desde las diminutas ventanillas del Fiat, el león de Denfert, pintarrajeado de vivos colores, recordaba a un animal de circo. Mère-Grand y Jean-Élie lucían caras de conspiradores. Atravesábamos una ciudad cubierta de grafitis y carteles rasgados con un cubo desbordando pegamento entre las piernas, una escoba y nuestra propia resma de papel. El mensaje que nos disponíamos a fijar en las paredes no tenía gran cosa que ver con la balbuciente agitación de aquel principio de mayo de 1968. Por entonces, contaba yo seis años. En el callejón donde vivían mis padres, solía jugar a la policía y los manifestantes con los niños del vecindario. Si mal no recuerdo, me decantaba por el bando del orden debido, a mi gusto por los uniformes. En el cartelito cuadrangular de color marrón que debíamos pegar, no se denunciaba ninguna violencia policial, sino «La vida imposible de Christian Boltanski». Yo no comprendía por qué mi tío emitía un juicio tan severo sobre su parva existencia y, sobre todo, por qué tenía tamaño interés en dárselo a conocer a la población parisina con la complicidad, además, de su familia. Era su primera exposición. Henri Ginet, amigo de los surrealistas, le había abierto su sala de teatro y cine, el Ranelagh, al lado de un jardín del mismo nombre situado en el distrito 16º. Había instalado sus maniquíes, hechos con andrajos y pintarrajeados, en la parte inferior de una escalera monumental, en un vestíbulo neorrenacentista tapizado de fieltro rojo. Guardo un recuerdo preciso de la inauguración, la tarde del 3 de mayo de 1968. Hondamente conmovido, Jean-Élie llegó anunciando que había barricadas en el barrio Latino.
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Entrábamos marcha atrás, con cuidado de no embestir contra los dos arquitos de hierro forjado que enmarcaban el portal. A la vecina, heredera de una vieja editorial especializada en viajes, le habría gustado desembarazar el patio de aquel atajo de chatarras. Ella soñaba con un jardín francés, elegante, rectilíneo, del género de los concebidos por Le Nôtre y, a tal efecto, había mandado construir en el espacio que le correspondía una fuente perpetuamente seca y rodeada, siguiendo sus líneas más o menos geométricas, de matorrales de espino albar a los que daba forma espigada o esférica, arbustos todos ellos que acababan raquíticos y marchitos por falta de sol. Habría querido que su propiedad se remontara a épocas anteriores, preferentemente al siglo XVII; que fuera declarado de interés artístico aquel palacete tan especial, húmedo en invierno, fresco en verano, siempre a la sombra, melancólico y colmado de un aire polvoriento y granuloso. Mejor aún: habría preferido que lo enmarcaran dentro de un estilo concreto, que lo dotaran de un nombre prestigioso; pero padeció un rechazo inapelable por parte del servicio de monumentos históricos. El edificio era un batiburrillo arquitectónico, una acumulación de capas geológicas, un fárrago de diferentes épocas que amalgamaba una rotonda del siglo XVII, una fachada Luis XV cubierta de hiedra y otros tantos elementos posteriores.
Puede parecer extraño empezar la descripción de una casa por su coche. El Fiat 500, exactamente como su hermano mayor sueco, constituye la primera habitación de Rue-de-Grenelle, su prolongación, su esclusa, su parte móvil, su dormitorio extramuros, sus ojos, su globo ocular. Al igual que un fogón, forma un universo finito, redondo, liso, tan cálido y tranquilizador como un hogar. Es un modo de hábitat antes que un medio de transporte. Al mismo tiempo vacío, transparente y lleno hasta los topes; abierto, con sus superficies acristaladas, y cerrado, impenetrable, casi hermético, con sus juntas de goma rodeadas de níquel. Su interior se define por su contrario, por ese exterior urbano omnipresente y, sin embargo, lejano e irreal. Satisface nuestros deseos de evasión y de reclusión, de entrada en el mundo y de regreso al estado fetal. Representa el cuerpo femenino, ese que protege y alumbra. Símbolo fálico y maternal, es tanto el domus como el domina, domicilio y dominador. Mère-Grand lo había provisto de los objetos indispensables: un pincel, bolígrafos Bic, toallitas húmedas de la marca Quickies, pañuelos desechables, unas gafas de sol, un paquete dorado de cigarrillos 555, todo a semejanza de Blaise Cendrars, ese otro mutilado que había transformado su Alfa Romeo en dormitorio ambulante y que almacenaba en su guantera los capítulos de los libros que deseaba leer.
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Imagino su rostro tornándose lívido al descubrir, sobre su parabrisas, aquella hoja de enorme cuadrícula atravesada por letras mayúsculas: PROFISOR BOLTANSKI JUDIO. Enseguida reconoció ella una escritura infantil, y no solo por la falta de ortografía y la torpeza, sino también por la trivialidad de la expresión. No le costó trabajo desenmascarar al culpable. «Mi pequeño, ¿cómo deletreas tú la palabra “profesor”?», le preguntó un día con un tono meloso. El niño, apenas un poco mayor que yo, muy limpio, muy bueno, con su pantalón corto, con su pelo con raya a un lado, se apresuró a responderle. ¿Les exigió después explicaciones a sus padres, igualmente perfectos, vestidos de un azul marino uniforme, americana, falda plisada y diadema incluidas, que vivían en el tercero? Aquella advocación brotada de las tinieblas no podía haberla «encontrado él solo», repetía ella. Debía de haber captado, alrededor de la mesa familiar, comentarios, alusiones acerca de «la gente de al lado», acerca de ese hombre que hermosea su buzón con el título de profesor, comentarios y alusiones que acaso a continuación había compartido con sus compañeros del colegio San Fulanito, ese tipo de escuelas tan numerosas en el barrio. ¿Acaso alguno de ellos le había sugerido que pasara a la acción, que desenmascarara al intruso? Mientras ella arremetía no contra el niño, sino contra aquel entorno todavía impregnado de odio del que había emergido, el destinatario del mensaje no decía una sola palabra. Un mero papel, tres palabras, y todo volvía a comenzar.
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¿Cómo acude él a la comisaría? No en su Hotchkiss, ese coche de proa afilada del cual estaba tan orgulloso, a pesar del estrépito que armaba al arrancar. El ejército alemán se lo había incautado largo tiempo atrás. Tampoco a pie, no obstante la proximidad del lugar. Seguramente, en Vélocar, que a esas alturas aún no se lo han confiscado. El tetraciclo, provisto de una carrocería ligera, le ha valido ya varios problemas. Tras habérselo comprado a un desconocido, fue acusado de robo por un joven del barrio que fingía ser el propietario. Por supuesto, pagó la suma que este le pedía. No estaba en situación de discutir. Una vez que llega al portal número diez de la Rue Perronet, ayuda a su esposa —que, como siempre, lo acompaña— a subir la polvorienta escalera. Su madre, a la que también han citado, los sigue en último lugar. La comisaría ocupa dos plantas de un edificio de sillería que hace chaflán. Ellos forman parte de los primeros que van a buscar su insignia. A aquellos cuyos apellidos comienzan por las letras A y B se los llama a partir del martes, 2 de junio de 1942. Un hombre «ataviado con vestiduras raídas» los recibe en una sala enturbiada por el humo. Cortés, le ofrece una silla a su mujer inválida, pero no a su madre. Los dos proscritos permanecen de pie frente al policía, sentado a su escritorio. ¿Acaso era el mismo que, cuando se inscribieron en el registro especial, en octubre de 1940, dijo en un tono con el que buscaba ponerlos en evidencia: «Señor Boltanski, hay otro judío cerca de su casa, el señor Lévy. Probablemente lo conozca, ¿verdad?»? Le da a cada uno su cuadrado amarillo, con sus tres estrellas listas para ser recortadas con tijeras, y les pide que firmen en la columna reservada para ello. A cambio, él exige un cupón destinado a la compra de textil que les habían retirado de su cartilla de racionamiento. La madre, con la mirada aterrada, es la primera en salir. En la mano, esa tela que, una vez de regreso en casa, recortará siguiendo el ribete negro y que, con esmero, aplicará en la solapa de sus abrigos. Nada más pisar la acera, se desploma. A la vista del trozo de tela y de las lágrimas que recorren su rostro, una transeúnte la abraza diciéndole: «A partir de ahora, podremos reconocer a nuestros amigos de verdad».
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Él luce su diana amarilla. Ella va a acurrucada a su lado. Él pedalea lo más rápido posible en un París parcialmente desierto. Apenas si salen ya, pero los han avisado de la llegada de una partida de naranjas, un producto imposible de encontrar. Se trata de una caja entera. ¿Adónde van a buscarla? Jean-Élie ya no se acuerda: «A una estación, quizá». ¿Quién es el remitente? ¿Un pariente? ¿Un amigo? ¿Alguien agradecido? ¿Qué más da? Están inquietos. Han dudado si correr tal riesgo. Desde principios del verano, la vigilancia se ha recrudecido. La Policía de Asuntos Judíos tiende emboscadas en los pasillos del metro, a la salida de los cines y teatros, en los parques. Con esa brillante tela sobre el pecho, le pueden echar el guante en cualquier lugar. Al regresar, de repente, una fila, gente agolpada y, a lo lejos, un cordón, un control, hombres uniformados inspeccionando papeles, órdenes que manan con violencia. Si se da media vuelta y desanda lo caminado, enseguida llamará su atención. Así las cosas, retrocede, muy quedamente, de manera imperceptible. La marcha atrás no existe en un tetraciclo: la única manera de conseguirla consiste en poner el pie en el suelo y arrastrar el vehículo hacia sí. Su impotente pasajera ve cómo suda, cómo se le tensan los músculos, cómo tira del manillar. Sus suelas derrapan. Las ruedas, a trompicones sobre el asfalto. La cadena del tetraciclo gira en vano. Delante de ellos, la muchedumbre que los disimulaba se despeja. Si se separan de quienes los preceden, corren el riesgo de llamar la atención de los agentes de policía o de los soldados. Los últimos peatones y vehículos se disponen a franquear el cordón cuando aparece una salida por un lado. Recula uno o dos metros más, maniobra su Vélocar y desaparece por la calle lateral.
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Esta vez camina solo. En plena noche, desciende por la escalera de la cocina y se dirige hacia la calle con su abrigo, su sombrero y su maletín: un desafío a la orden alemana que le prohíbe abandonar su lugar de residencia entre las 20 y las 6 de la mañana. ¿Estamos a finales del verano o ya en el otoño de 1942? Ha dejado de pasar consulta a sus pacientes. El Consejo de Vigilancia de la Asistencia Pública de París se dispone a declarar su puesto «vacante». Está oficialmente divorciado de su esposa. Su cuenta bancaria está bloqueada. Ya nada lo retiene en París. Con paso decidido, atraviesa el patio, penetra en el porche, alza la manivela del pestillo, tira de la puerta hacia sí y le da un sonoro portazo, como si quisiera que la tierra entera —sus familiares, la portera, los vecinos, los convecinos, los confidentes de la Policía, eventuales transeúntes— pudiera escucharle.
1Mère-grand es la forma antigua de grand-mère («abuela») y la que Charles Perrault emplea en su versión de Le Petit Chaperon Rouge (1697). Aunque en francés no se trate de un hipocorístico, en castellano se ha venido traduciendo como «abuelita» en las diferentes versiones de Caperucita Roja. Sin embargo, por el contexto de esta novela, no nos ha parecido que el diminutivo castellano defina la personalidad de la abuela. En razón de ello, hemos preferido ser fieles al texto original francés y conservar el apelativo Mère-Grand sin traducirlo. Este término aparece en el texto siempre en mayúsculas, es decir, por antonomasia la mère-grand (nombre común) se convierte en la Mère-Grand (nombre propio). Lo mismo sucede con Grand-Papa («abuelo»). En cambio, sí hemos traducido los pares grand-mère/aïeule de un lado, y grand-père/aïeul del otro, respectivamente por «abuela» y «abuelo». El autor recurre asimismo a la antonomasia al referirse al palacete familiar, de modo que la maison de la Rue de Grenelle («la casa de la calle de Grenelle») aparece simplemente como Rue-de-Grenelle.