2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Aquel hombre tan atractivo necesitaba el beso de la vida El empresario millonario Ryan King se sentía avergonzado: ¡una preciosa socorrista lo acababa de sacar del mar! ¿Por qué tenía que haberse subido a una tabla de surf tras su accidente? Por la misma razón por la que quería tener a una mujer sexy en su cama: para demostrar que era el mismo hombre que solía ser. Maddy se sorprendió al ver que aquel surfista tan atractivo hacía que le vibrara todo el cuerpo. A ella siempre la utilizaban, pero tal vez en aquella ocasión se cambiaran los papeles…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 169
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Heidi Rice. Todos los derechos reservados.
UN MAR DE PASIÓN, N.º 1832 - enero 2012
Título original: Surf, Sea and a Sexy Stranger
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-405-7
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
–Ese hombre es el peor surfista que he visto en mi vida –murmuró Maddy Westmore estremeciéndose bajo el chaleco salvavidas.
El aguanieve de aquella tarde de octubre le dificultaba la vista, pero se empeñó en seguir aquella tabla que estaba a unos metros de la orilla. Miró fascinada cómo se arrodillaba, se ponía en pie y se erguía.
Y ahogó un grito cuando lo vio caer.
El pobre hombre llevaba más de una hora surfeando, o más bien intentándolo, en las aguas revueltas de la bahía Wildwater Bay en el siglo XVII.
Maddy llevaba mirándolo desde el principio y no había conseguido mantenerse en pie más que unos segundos. Maddy admiraba su constancia, pero empezaba a preguntarse si no estaría mal de la cabeza. Debía de estar muerto de frío y casi sin fuerzas porque, a pesar de que el cuerpo que se marcaba bajo el traje de neopreno era fuerte, había bastante resaca.
–No sé –comentó Luke, su compañero, con su acento australiano–. Está en forma y va bien sobre la tabla.
Maddy resopló cuando el peor surfista del mundo se volvió a caer de la tabla.
–Aunque le falta equilibrio, eso es cierto –apunto Luke–. ¿Quieres que le digamos que tiene que salir? Está a punto de estallar una tormenta.
Sólo quedaban dos bañistas más en la playa, pero estaban en la orilla. No había hecho un buen verano aquel año en Cornualles y el tiempo había empeorado a medida que llegaba el otoño.
–Sí, vamos a decirle que salga –contestó Maddy yendo hacia la furgoneta de salvamento y agarrando el altavoz mientras pensaba en el chocolate caliente al que la iba a invitar su jefe en el Wildwater Bay Café.
El viento amortiguó su mensaje, pero los dos bañistas de la orilla salieron inmediatamente del agua.
–Vaya, el otro no sale –dijo Luke.
Maddy miró hacia el surfista. La tabla estaba dada la vuelta.
–Ése está loco o se quiere suicidar –comentó.
Los nubarrones negros que se habían formado a cierta distancia avanzaban ya a buen paso, haciendo que las olas fueran cada vez más grandes. Incluso a un surfista experimentado le costaría tomar aquellas olas.
Maddy volvió a acercarse el altavoz a los labios.
–El puesto de socorro de esta playa está a punto de cerrar. Le recomendamos encarecidamente que salga del agua ahora mismo.
Lo repitió un par de veces más, pero el surfista siguió metiéndose mar adentro.
–¿Será que no nos oye? –se preguntó en voz alta intentando no preocuparse.
–Voy a retirar las banderas –contestó Luke refiriéndose a las banderas que delimitaban la franja de playa que era segura–. Ya es mayorcito. Si quiere matarse, allá él. Además, he quedado con Jack dentro de una hora y me ha prometido sexo de postre.
–Me encanta lo romántico que eres –contestó Maddy volviéndose hacia él.
–Oye, que el sexo salvaje puede ser muy romántico si lo haces bien –se rió Luke guardando la bandera más próxima en la furgoneta.
–¿De verdad? –se rió Maddy ayudándolo a subir la base de la bandera a la parte trasera del vehículo.
Maddy llevaba un año reformando la casa de campo de su abuela, trabajando como socorrista y camarera de día y aprovechando las noches para realizar sus pinturas sobre seda, así que no había tenido tiempo para romanticismos. En cuanto a sexo salvaje, estaba segura de no haberlo conocido en su vida…
Maddy frunció el ceño mientras entre su compañero y ella cargaban la segunda bandera. En aquel momento, se le metió el viento, helado bajo el chaleco y se le endurecieron los pezones.
Era un milagro que, de no utilizarlo, no se le hubiera secado el cuerpo. ¿A lo mejor se le había secado y se había muerto y ella ni siquiera se había dado cuenta? ¿Cómo saberlo?
Steve la había dejado el verano anterior después de acusarla de estar más interesada en sus cuadros que en él y ella no lo había negado. Era cierto que la pintura era muy demandante, pero ni la mitad que Steve y, aunque era cierto que pintar no le producía orgasmos, había estado muy cerca de tener uno la primera vez que había terminado una de sus marinas… y Steve tampoco le proporcionaba muchos orgasmos… lo que dejaba claro que había sido patético aguantarlo tanto tiempo y llorar tanto cuando se había ido.
Maddy se estremeció y metió las manos en los bolsillos del chaleco, pues el viento cada vez soplaba con más fuerza. Menos mal que le había hecho caso a su hermano Callum y no había vuelto con Steve ni le había prestado el dinero que le había pedido.
Sí, era cierto que había perdido la libido y el cuerpo a cuyo lado se acostaba y se despertaba todos los días, pero, a cambio, había aprendido a respetarse a sí misma, porque su hermano tenía razón, tenía que dejar de recoger hombres perdidos con la intención de reformarlos. Cal no era quién para dar consejos sobre relaciones, porque nunca le duraban más de cinco segundos, pero en aquello tenía razón.
Su hermano era un ligón empedernido que tenía muy claro que no quería una relación estable con nadie, y ella se había obsesionado con cambiar a los hombres que encontraba a su paso, y ambas reacciones, tan diferentes, habían sido el resultado de la relación de sus padres, que se habían pasado toda la vida separándose y volviéndose a reconciliar.
Steve había sido uno más de la lista de chicos malos que Maddy se había empeñado en reformar. Todo había empezado con Eddie Mayer, que la había besado en la discoteca del colegio y, luego, le había robado el dinero de la merienda. Todos ellos habían tomado de ella todo y no le habían dado nada a cambio.
Durante aquel invierno, Maddy había decidido que las cosas iban a cambiar. Había cumplido veinticuatro años hacía dos semanas y ya iba siendo hora de dejar de cometer el mismo error una y otra vez.
Había decidido que se había acabado ser la buena samaritana, la chica dulce que todo lo pone fácil y la tontorrona que mira para otro lado cuando le hacen alguna jugarreta. Estaba decidida a ser la que llevara las riendas y la que se saliera con la suya. Tenía claro que, de entonces en adelante, iba a ser ella quien utilizara a los hombres. Por desgracia, habían pasado ya diez meses desde que había tomado aquella determinación y ninguno se había dejado utilizar todavía.
–Oye, un momento, no lo veo. ¿Dónde se ha metido? –dijo Luke oteando el horizonte–. ¿Habrá salido y no lo hemos visto? –preguntó sin convicción.
Maddy se quitó el chaleco salvavidas y lo dejó caer al suelo mientras agarraba su tabla y se dirigía a la orilla.
–No, no ha salido –gritó mientras se metía en el agua y oteaba el horizonte frenéticamente.
A pesar del traje de neopreno que llevaba puesto, sintió el agua helada mordiéndole los tobillos.
–Voy a avisar al helicóptero –dijo Luke corriendo a la orilla con el walkie-talkie en la mano.
–No, espera, ahí está la tabla –contestó Maddy señalando la tabla que aparecía y desaparecía arrastrada por la turbulencia del agua.
Por desgracia la forma negra que había encima no se movía. Maddy se apresuró a zambullirse y a nadar hacia él. Afortunadamente, la corriente estaba llevando la tabla hacia la orilla. Maddy se horrorizó al ver que el surfista alzaba la cabeza y tenía sangre en la cara, así que nadó con más fuerza y más aprisa. Le empezaron a doler los brazos y las piernas del esfuerzo, pero consiguió llegar a su lado y colocarle la tabla salvavidas bajo el pecho.
–Tranquilo, ya te tengo –le dijo luchando con la tira de velcro que unía al surfista por el tobillo con su propia tabla.
De repente, lo oyó quejarse y, al mirarlo, vio que le resbalaba sangre desde la frente a la mejilla.
«Concéntrate en soltar el velcro», se dijo.
Por fin lo consiguió. Estaba agarrando al herido cuando una ola cayó sobre ellos con gran estruendo. El miedo la paralizó durante un segundo, pero Maddy era una socorrista bien adiestrada, así que se apresuró a agarrar bien al surfista y a salir a la superficie de nuevo. El mar estaba furioso y rugía, pero ella no se dejó amilanar, se orientó y comenzó a nadar hacia la orilla remolcando el cuerpo del herido.
La orilla parecía estar a miles de kilómetros y las piernas le dolían, apenas le llegaba el aire a los pulmones y lo estaba pasando muy mal, pero siguió adelante. Tras lo que se le antojó una eternidad, sintió una mano en el hombro y, al levantar la cabeza, se encontró con Luke.
–Ya está, tranquila, lo tengo yo –le dijo su compañero–. Ya haces pie.
Maddy se puso en pie, efectivamente, y sintió que las piernas le temblaban. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que estaba ya casi en la orilla? Al salir del agua, se quedó mirando a Luke y al herido. Su compañero estaba arrodillado junto al surfista, examinándolo.
–Respira, así que no hace falta hacerle el boca a boca –comentó sonriendo–. Átale la correa de seguridad alrededor del pecho–. Va a recuperar el conocimiento de un momento a otro. Se debe de haber golpeado la cabeza con la tabla. El equipo médico ya viene para acá a reconocerlo. Quédate con él mientras voy a por dos mantas, que tú también estás muerta de frío –anunció poniéndose en pie.
Maddy se apartó el pelo empapado de la cara y, a pesar del miedo y de la sal que le había arrasado los ojos, sintió un fuerte calor en la tripa cuando miró al hombre al que acababa de rescatar.
No tenía la belleza clásica de Luke, pero el pelo rubio y revuelto, los pómulos altos y la mandíbula cuadrada le daban un aire de dios pagano que a Maddy la dejó sin aliento. Se fijó en sus hombros, anchos y musculados, en sus abdominales bien definidas y en sus piernas largas y tonificadas bajo el neopreno y sintió que el calor se acentuaba.
Maddy se estremeció, y ya no era de frío, y se fijó en el tono azul que enmarcaba sus labios. En aquel momento, el herido tosió y se revolvió y Maddy se preguntó qué demonios estaba haciendo mirándolo como si se lo fuera a comer con patatas cuando el pobre hombre estaba herido y debía de tener un frío tremendo. Así que se arrodilló a su lado y le acarició la mejilla. Al instante, sintió más calor, pero se dijo que debía ignorarlo.
–Tranquilo –le dijo con una voz tan sensual que le dio vergüenza.
Desde luego, iba siendo hora de que prestara atención a su vida amorosa, porque aquello de ligar con moribundos inconscientes no era buena señal.
–Estás bien, no te muevas –murmuró apartándole el pelo de la frente y viendo que la herida que tenía en el nacimiento del pelo no era para tanto.
Al tocarla, el herido abrió los ojos. Maddy sintió que el corazón le latía desbocado mientras se miraba en los ojos más azules que había visto en su vida.
El dueño de aquellos ojos intentó erguirse y, al ver que no podía, se enfadó.
–¿Pero qué demonios…? –se quejó–. ¿Quién me ha atado? –rugió.
Maddy le puso la mano en el brazo con la intención de calmarlo, pero, al sentir su poderoso bíceps en la mano, la que no se calmó fue ella.
–Yo –contestó–. Es por tu bien.
–¿Y quién demonios eres tú? Maddy se sonrojó a pesar del frío.
–Soy una de las socorristas de esta playa –contestó–. Te acabamos de sacar del agua. Te has golpeado en la cabeza.
El herido paró de forcejear y dejó caer la cabeza hacia atrás.
–Fantástico –murmuró con amargura–. Gracias –añadió sin convicción–. Suéltame la correa, por favor.
Maddy intentó que su tono imperioso no le molestara. Después de lo que había pasado, era normal que aquel hombre no se encontrara bien.
–No, no te voy a soltar –le dijo con toda la firmeza que pudo–. Tienes que permanecer quieto hasta que lleguen los médicos.
–No necesito ningún médico –insistió el herido–. Me quiero poner de pie.
–No es buena idea –insistió Maddy.
–Ya me suelto yo.
Maddy se quedó mirándolo mientras el herido se libraba de la correa, se sentaba y se tocaba la cabeza con un gruñido de dolor.
–Te está bien empleado –le espetó–. Lo que tienes que hacer es permanecer tumbado hasta que vengan los médicos a examinarte.
El herido maldijo, apenas se fijó en la sangre y la miró enfadado. Aun así, Maddy insistió.
–Los médicos están a punto de llegar. No te muevas –le dijo agarrándolo del brazo.
El desconocido se quedó mirando su mano y Maddy la retiró rápidamente.
–Yo hago lo que me da la gana –rugió.
Maddy no dio su brazo a torcer.
–Puedes tener lesiones internas –le advirtió.
El herido se quedó mirando sus pechos y los pezones de Maddy eligieron aquel preciso instante para endurecerse.
–Me arriesgaré –dijo el surfista con sarcasmo.
A continuación, la miró a la cara y a Maddy le pareció que estaba haciendo un gran esfuerzo para no sonreír. Además, ya no la miraba tan enfadado. Aquello era increíble y Maddy sintió que el calor le subía por el cuello. ¿El peor paciente del mundo se había quedado prendado de ella? Pero no, no debía hacerse ilusiones.
–¡Eh!, pero, ¿qué haces, tío? –lo increpó Luke llegando con las mantas plateadas.
Se había roto el hechizo.
–Me voy –contestó el surfista poniéndose en pie con esfuerzo.
–¿De verdad? –le dijo Luke ayudándolo–. Te has dado un buen golpe.
–Ya lo sé –contestó el desconocido mirando a Luke con frialdad.
Maddy se estremeció ante su brusquedad, pero su compañero ni se inmutó y le tendió una manta.
–Llévate, por lo menos, una manta –le dijo–. Debes de estar muerto de frío.
El desconocido miró la manta, miró a Luke y la aceptó.
–Gracias –dijo poniéndosela sobre los hombros con manos temblorosas.
Maddy supo instintivamente que, si no hubiera sido porque estaba al borde de la hipotermia, no la habría aceptado.
–¿Dónde vives? –le preguntó Luke con prudencia, como si el otro fuera un animal salvaje que pudiera morder en cualquier momento–. ¿Quieres que te llevemos a casa? –añadió mientras el desconocido lo miraba con recelo.
El surfista no contestó inmediatamente.
–Vivo en Trewan Manor –dijo por fin, señalando con la cabeza hacia la imponente mansión que se alzaba sobre los acantilados–, pero no necesito que me llevéis, puedo subir por el sendero –añadió mientras un fino reguero de sangre le bajaba hasta la sien izquierda.
Maddy siguió su mirada, sorprendida. Desde que había empezado a trabajar allí en junio, le había fascinado aquella casa de torres de piedra que le recordaba a la de Cumbres borrascosas. Había supuesto que estaba abandonada y su mente había imaginado todo tipo de historias para explicar su abandono.
Su mirada volvió a concentrarse en el surfista. Desde luego, era igual de bello que la casa que ocupaba, pero también parecía igual de duro e inexpugnable. Una pena…
Cuando el desconocido se giró para irse, Maddy dio un paso al frente.
–Un momento, no puedes irte…
Pero Luke la agarró.
–No quiere que lo ayudes –le dijo.
–Pero no se puede ir así –insistió Maddy–. Podría estar malherido –murmuró indignada preguntándose qué le importaba eso a ella.
–No puedes rescatar a todo el mundo –le dijo su compañero sonriendo–. Venga, vamos al café. Te invito a un chocolate caliente –añadió colocándole una manta sobre los hombros y frotándole los brazos.
Maddy aceptó la manta y asintió, pero no dejó de mirar al desconocido, que se alejaba por la arena con la manta plateada a modo de capa tras él. Fue entonces cuando se fijó en su pierna.
–Cojea –se asustó.
Efectivamente, el surfista se había parado y se estaba masajeando el muslo, pero siguió su camino rápidamente a pesar de la cojera, en actitud desafiante.
–Eso no se lo ha hecho ahora –le aseguró Luke–. Eso lo tiene de antes. A lo mejor, por eso no se tenía en pie sobre la tabla –recapacitó.
Maddy sintió una preocupación y una confusión que se tornaron en irritación al pensar en qué tipo de idiota se dedica toda la tarde a hacer algo que sabe que no puede hacer y se juega la vida de paso.
–Pero tiene un buen trasero, ¿eh? –añadió Luke.
Y Maddy se encontró fijándose en aquellos glúteos, efectivamente, un buen trasero. Al instante, sintió que el pulso se le aceleraba y que el deseo se apoderaba de su bajo vientre.
Luke tenía razón.
–Por desgracia para ti, me parece que no es de los tuyos –le dijo a su compañero.
Luke se rió.
–Por cómo te ha mirado las tetas, no tengo más remedio que darte la razón –contestó.
Maddy se obligó a dejar de mirarle el trasero al desconocido. Sí, tenía un trasero estupendo, pero demasiada testosterona también.
¡Le había salvado la vida y no le había dado ni las gracias! ¡Ni siquiera la había tratado con respeto!
Sin embargo, sentada en la cabina de la furgoneta y mientras Luke conducía, Maddy sintió que los pechos se le endurecían y un pulso insistente le latía entre los muslos.
«Perfecto», pensó.
Era perfecto que sus instintos básicos eligieran abandonar el estado de hibernación en el que habían estado durante meses precisamente en aquel momento y por un hombre que llevaba un neón bien visible en el que se leía: «Mujeres, si os acercáis, allá vosotras».
Ryan King maldijo mientras obligaba a su pierna a dar un paso más. Dejó caer la cabeza hacia delante, contó hasta diez y se concentró en controlar las náuseas que le subían desde el estómago. No era fácil, pues el muslo lo estaba matando de dolor, la sien le latía como si tuviera un clavo dentro y tenía tanto frío que estaba seguro de que le iban tener que cortar varios dedos de los pies y de las manos.
–Eres un estúpido –se recriminó a sí mismo–. Todo esto es culpa tuya. ¿Qué querías demostrar?
«Vaya, estupendo, ahora resulta que también hablo solo», pensó.
Mientras el dolor le atravesaba el muslo y sentía el sudor mezclándose con la sal por el esfuerzo de seguir subiendo, se dijo que había hecho el ridículo bien hecho. Desde luego, pasarse dos horas demostrándose a sí mismo que jamás podría volver a hacer surf y entrando en hipotermia como resultado no había sido lo más inteligente que podía haber hecho. Y, para colmo, se había golpeado la cabeza con su propia tabla y habían tenido que venir un socorrista a salvarlo.
¡Bueno, una socorrista, una mujer!
Claro que, permitir que los ojos color esmeralda de la socorrista y su voluptuoso cuerpo le llevaran a pensar que podría hacer con ella algo mucho más interesante que dejarse sacar del agua, debía de haber sido uno de los peores momentos de su existencia.
Claro que no tan malo como aquellas primeras semanas en el hospital, completamente dopado, saliendo y entrando de la inconsciencia y atado a la cama. Y, desde luego, no tan malo como el momento vivido tres meses después, cuando se había dado cuenta de que su pierna y su ego no habían sido los únicos que habían quedado irremediablemente dañados como consecuencia del accidente de moto.
Al mirar a aquella chica, había sentido el principio de una erección, algo que no le ocurría hacía mucho tiempo, pero la alegría le había durado poco y la realidad había caído con todo su peso, dejándolo enfadado y amargado de nuevo.
Cuando le dieron el alta, los médicos le habían asegurado que la impotencia en su caso era psicosomática y temporal, resultado del trauma físico y mental que había vivido y él lo había creído.
Hasta aquella noche de verano en su ático de Kensington, cuando la mirada de compasión en el rostro de Marta había puesto de manifiesto la verdad.
Lo que no podía negar era que si el cuerpo escultural de una mujer como Marta Mueller, que era modelo profesional, y su actitud de tómame, soy toda tuya, no habían conseguido que tuviera una buena erección, aquella chica, por mucho que le hablara de manera sensual y lo mirara como si se lo quisiera comer, no iba a conseguirlo.