Un momento de locura - Diana Palmer - E-Book
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Un momento de locura E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Lo suficientemente fuertes como para ser tiernos, seguros de sí mismos para seguir su propio camino e inteligentes para conseguir lo que quieren. Son los Soldados de Fortuna Casi todo el mundo en Jacobsville, Texas, se apartaba del camino del taciturno Cy Parks. Sin embargo, Lisa Monroe, una mujer llena de vida, no se acobardaba ante él, y encandiló a aquel atractivo solitario con sus besos dulces y tentadores. Cuando Cy la tomó por esposa para protegerla de un desalmado que buscaba venganza, la pasión ardiente que había entre ellos se desbordó. Claramente, Cy se estaba volviendo demasiado posesivo. Su cautivadora mujer necesitaba una protección que solo él podía darle. Pero, ¿quién la protegería de él?

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.

UN MOMENTO DE LOCURA, Nº 16 - septiembre 2012

Título original: The Winter Soldier

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0825-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Uno

El lunes era el peor día para conseguir una receta. Detrás del mostrador, un atareado farmacéutico estaba contestando al teléfono mientras rellenaba recetas y respondía a las preguntas que le hacían tanto los clientes, como sus dos ayudantes. Era siempre así después del fin de semana, pensó Cy Parks con resignación. Nadie quería molestar al médico en su día libre, así que esperaban al lunes para ir a la farmacia y solucionar sus problemas. Pero a pesar del mucho trabajo, Michael, el farmacéutico ese día, sonreía agradablemente.

Cy se tocó el brazo que se había herido el viernes por la noche con uno de sus toros. Era el brazo izquierdo, el mismo que se había quemado en el incendio de Wyoming. La herida necesitaba diez puntos y el doctor Coltrain, al que llamaban doctor Cobre, se había enfadado al ver que Cy no había ido a urgencias y había esperado dos días, arriesgándose a que se le gangrenara. Aunque Coltrain podía haberse ahorrado la regañina. No era la primera vez que Cy hacía caso omiso de sus heridas y lo único que había hecho en ese momento había sido mirarlo fijamente a los ojos. El doctor entonces se había callado inmediatamente.

Después de coserle la herida, Coltrain le había recetado un fuerte antibiótico y un analgésico para adormecer el dolor. Cy había dado la receta al farmacéutico hacía diez minutos y estaba esperando en el mostrador, pensando en que le habría dado tiempo de irse a almorzar.

El hombre cambió el peso de una pierna a la otra con evidente impaciencia mientras observaba a los demás clientes. Sus brillantes ojos se posaron en una mujer rubia de aspecto sereno, que lo estaba observando con evidente agrado. La conocía. La mayor parte de los habitantes de Jacobsville, en Texas, también. Era Lisa Taylor Monroe. Su marido, Walt Monroe, un detective privado especializado en narcóticos, había sido asesinado recientemente. No había dejado nada a Lisa, pero ésta por lo menos tenía un pequeño rancho de su padre, también fallecido.

Cy la observó abiertamente. Era mona, aunque nunca ganaría un concurso de belleza. Llevaba el pelo rubio recogido siempre en una coleta y jamás se maquillaba. Sus ojos marrones siempre iban ocultos tras unas gafas y su vestuario habitual eran vaqueros y camisetas, que era con lo que solía trabajar en el rancho paterno. Walt Monroe había amado el rancho y lo había ido restaurando durante sus cortas visitas. Siempre había querido que Lisa tuviera algo en lo que apoyarse si a él le pasaba algo. Por lo menos que pudiera pagar los intereses, como mínimo, de los préstamos que había ido pidiendo él al banco.

Cy sabía un poco de la vida de Lisa porque era su vecina más cercana junto con Luke Craig, un ranchero que se había casado recientemente con una abogada llamada Belinda Jessup. A la señora Monroe le gustaban los Charolais, recordó. Él no era muy aficionado al ganado extranjero y vivía de la cría de los toros llamados Santa Gertrudis. Era un buen negocio, musitó para sí. Su semental valdría en el mercado un millón de dólares.

Lisa no tenía tantos recursos. Tenía vacas de Charolais y vendía cada año alguna, pero tenía demasiadas deudas. Y él, como la mayoría de la gente, sentía lástima de ella. Se hablaba de que estaba embarazada y seguramente era cierto, ya que en un lugar pequeño como Jacobsville se sabía todo. Pero no parecía que lo estuviera, pensó Cy, observando cómo se le ceñían los pantalones, mostrando una cintura que muchas mujeres codiciarían.

Así que su situación era de lo más precaria. Embarazada, viuda y llena de deudas, lo más probable era que pronto se encontrara sin hogar, cuando se le acabara el plazo del préstamo bancario. Cy pensó que era una pena, debido a que su rancho podía dar muchos beneficios.

Lisa llevaba una manta eléctrica y esperaba en fila a que le tocara su turno en una de las cajas.

Cuando finalmente llegó a la caja, dejó la manta eléctrica sobre el mostrador y abrió el monedero.

–¿Otra manta, Lisa? –le preguntó la muchacha con una sonrisa extraña.

–No empieces, Bonnie –contestó ella, mirándola irritada.

–Me es imposible –replicó la cajera–, es la tercera que te llevas este mes. Es más, es la última que nos queda en el almacén.

–Lo sé. Será mejor que pidas que traigan más.

–Tienes que hacer algo con ese perro –sugirió Bonnie con firmeza.

–¡Claro! –dijo la otra chica, Joanne, mirando a Lisa por encima de las gafas.

–El cachorro se parece a su padre –contestó Lisa, defendiéndose.

Y era cierto, se dijo para sí. Su padre, Moose, un pastor alemán que pertenecía a Tom Walker, era toda una leyenda en la zona. Y ese cachorro era de la primera camada que había tenido sin el permiso ni conocimiento de Tom.

–Pero va a ser muy bueno, así que creo que tengo que esperar. ¿Cuánto es?

Bonnie se lo dijo y esperó a que Lisa escribiera un talón.

–Aquí tienes.

La otra mujer se quedó mirando el vientre liso de la muchacha.

–¿Para cuándo lo esperas?

–Para dentro de ocho meses y dos semanas –contestó Lisa en voz baja, recordando que la misma noche en que ella se había quedado embarazada, horas después, su marido había sido asesinado fuera de la ciudad. Eso si el doctor Lou Coltrain no se había equivocado. ¿Y cuándo se había equivocado Lou?

–¿Tienes todavía a ese tal Mason ayudándote en el rancho? –le preguntó Bonnie, interrumpiendo sus pensamientos–. No necesitas ningún perro estando él allí.

Bonnie frunció el ceño.

–Sólo viene los fines de semana –aseguró Lisa.

–Luke Craig lo envió, ¿no es así? Pero, ¿no se suponía que se quedaría a dormir en el cobertizo?

–Sí, pero va a ver a su novia casi todos los días –contestó enfadada Lisa–. Y mejor así. ¡No se baña casi nunca!

–Hay una cosa buena en todo esto –comentó Bonnie, soltando una carcajada–. Como no se queda por la noche, supongo que sólo le pagarás los fines de semana... Lisa –añadió al ver la cara de culpabilidad de la otra–, ¿no le estarás pagando la semana entera?

Lisa se puso colorada.

–La verdad es que sí.

–No deberías dejar que la gente se aproveche de ti. Hay demasiados canallas en el mundo y tú pareces una monja de la caridad.

–Los canallas no nacen, se hacen –le contestó Lisa–. No es un mal hombre, simplemente no ha tenido la educación adecuada.

–¡Dios mío! –exclamó de repente Cy.

La buena voluntad de aquella mujer lo ponía furioso.

Lisa abrió mucho los ojos.

–¿Perdón?

–¿Eres de este mundo? Mira, la gente cava sus propias tumbas y se mete en ellas. No hay disculpas para la crueldad.

–¡Muy bien! –aplaudió Bonnie.

Lisa reconoció a su taciturno vecino. Aquel hombre la había visto un día trabajando con el heno y le había dicho que dejara el trabajo pesado a su marido. A Walt no le había gustado nada aquel comentario. Había ocurrido días después de que dejara a Lisa haciendo lo mismo mientras él flirteaba con una rubia empleada de correos. Además, Walt había creído que Lisa había animado a Cy a que interviniera y se habían peleado. Lo que no suponía ninguna novedad, pese a lo poco que llevaban casados. A ella no le gustaba aquel hombre alto y así lo demostró su expresión.

–No estaba hablando con usted –señaló–. Usted no sabe nada de mi vida.

–Sé que está pagándole con creces su trabajo –dijo, mirándola el vientre.

–Y usted parece no saber lo que es la caridad.

–¡Escucha! –dijo Joanne desde detrás de Bonnie.

Lisa la miró fijamente.

–Tú te callas.

–Despida a su empleado y yo le enviaré a uno de mis hombres para que duerma en el cobertizo. Bonnie tiene razón en una cosa, no debería estar sola en un lugar tan alejado cuando anochece.

–No necesito su ayuda –contestó ella, mirándolo con ojos brillantes.

–Sí que la necesita. A su marido no le habría gustado que llevara el rancho sola.

Esperaba que no se le notara que estaba mintiendo. Lo cierto era que era un hombre al que no había apreciado lo más mínimo. Todavía recordaba la imagen de Lisa con un gran fardo de heno mientras su marido estaba a pocos metros, flirteando con una rubia. Era un milagro que Lisa no hubiera perdido el niño debido a aquellos esfuerzos. Se preguntaba incluso si ella sabía a lo que se estaba arriesgando...

En ese momento, cambió la expresión de su rostro. Había una nota de preocupación a pesar de la hostilidad que mostraba hacia él.

–Creo que tiene razón –admitió con suavidad–. No le gustaría.

Cy odió la sensación que le provocó aquella voz suave. Había perdido demasiado. Todo. No admitiría nunca, incluso a sí mismo, lo que aquellos ojos oscuros le hacían sentir al mirarlo con ternura. Tragó saliva para ganar tiempo.

Ella bajó la mirada a su brazo, en el que le acababan de dar los puntos, y soltó una pequeña exclamación.

–¡Tiene una buena herida!

–Dos recetas, señor Parks –dijo Bonnie en ese momento, mostrando las recetas.

La muchacha se inclinó para recoger el paquete y un mechón de su melena rubia le cayó sobre el rostro.

–Y el doctor Coltrain me ha dicho que si no se toma el analgésico, hará que me azoten.

–Entonces no podemos dejar que eso ocurra –murmuró Cy.

–Me alegro de que esté de acuerdo.

Bonnie aceptó la tarjeta de crédito mientras Lisa se daba la vuelta para marcharse.

–¿Va hacia el centro? –preguntó Cy a la viuda.

–La verdad es que se me ha roto el depósito del agua y he venido con el señor Murdock.

–Se quedará en el refugio hasta la medianoche –señaló él.

–No, sólo hasta las nueve. Me iré a la biblioteca y lo esperaré allí.

–Tiene que descansar –aseguró Cy–. No hay necesidad de que espere hasta las nueve. Yo la llevaré a casa.

–Vete con él –ordenó Bonnie, que ya había devuelto a Cy su tarjeta de crédito–. No protestes –añadió, al ver que Lisa iba a decir algo–. Llamaré al refugio y le diré al señor Murdock que ya te has ido.

–¿Has estado alguna vez en el ejército? –sugirió Cy, guiñándole un ojo a la dependienta.

–No, pero no saben lo que se han perdido.

–Amén –dijo él.

–Señor Parks... –empezó Lisa, tratando de escapar.

Cy la agarró de un brazo y después de hacer un gesto de despedida a Bonnie, la sacó fuera y la llevó hacia la calle donde tenía aparcada la gran camioneta roja. En el camino se cruzaron con otra farmacéutica. Una mujer de ojos y cabello oscuros.

–¡Hola, Nancy! –saludó Lisa con una sonrisa.

Nancy le esbozó una sonrisa sincera.

–¿Qué tal estás?

–Muy bien.

–¿Quieres venirte a casa? –preguntó Lisa.

Nancy dio un suspiro.

–Ahora no. Hasta pronto.

Nancy siguió hacia la farmacia y Lisa se volvió hacia la camioneta y esperó a que Cy le abriera la puerta.

–No le imaginaba con una furgoneta roja. Me pegaba más que fuera negra.

–Era la única que tenían en el concesionario y tenía prisa. Vamos –añadió, ayudándola a subir al gran vehículo.

–¡Cielos! Podría matar un elefante con este cacharro.

–No estamos en temporada de elefantes –contestó él, frunciendo el ceño–. Espere, el cinturón de seguridad es un poco complicado.

Se inclinó hacia ella y la ayudó, a pesar de la herida del brazo izquierdo. Llevaba sin estar cerca de una mujer mucho tiempo. Desde que su mujer y su hijo habían muerto en el incendio. Se dio cuenta de que los ojos de Lisa eran dulces y oscuros y que su piel era delicada. Tenía además, una barbilla firme y redonda y una bonita boca. Las orejas eran pequeñas. Se preguntó qué aspecto tendría su cabello por la noche, una vez que se hubiera quitado las horquillas y su propia curiosidad lo enfadó. Apretó los labios, le abrochó el cinturón de seguridad y se apartó para colocarse el suyo.

Lisa se alegró de que se apartara. Le ponía nerviosa que se acercara tanto. Pero le parecía extraña la sensación, después de haber estado casada dos meses. Debería de estar acostumbrada a los hombres. Desde luego su marido no había mostrado mucho interés en su cuerpo. No parecía disfrutar mucho en la cama con ella y siempre tenía prisa, con lo cual ella no sentía las cosas que en teoría sienten las mujeres. Recordó que su marido se había casado con ella después de que lo abandonara la mujer de la que estaba enamorado, y que lo único que en realidad lo atraía de ella era el rancho de su padre. Walt había querido construir todo un imperio, pero había sido sólo un sueño. Un sueño muerto ya.

–¿No tiene a nadie que se encargue del rancho? –preguntó él, después de que hubieran atravesado el centro y en la autopista que conducía a sus respectivos ranchos.

–No puedo permitirme pagar a nadie –contestó ella–. Walt siempre tenía grandes planes para el rancho, pero nunca teníamos suficiente dinero para llevarlos a cabo. Pidió un préstamo sobre su salario y su póliza de vida para comprar las reses, pero no tuvo ojo para anticipar la sequía que se avecinaba. Me imagino que no se dio cuenta de que comprar comida para el ganado para todo el invierno habría sido muy bueno para nosotros –hizo un gesto con la cabeza–. ¡Tenía tantas ganas de que saliera todo bien! Si era así, él pensaba dejar su trabajo de detective y quedarse en casa para cuidar del rancho –sus ojos mostraron una expresión sombría–. Sólo tenía treinta años.

–Manuel López es un narcotraficante peligroso –murmuró Cy–. No se detiene ante sus víctimas. Pone el ojo en familias enteras. Bueno, excepto en los niños. Si hay que decir una virtud de él, ésa sería la única posible –la miró a los ojos–. Por eso tiene que tener a alguien por las noches. Lo del perro es una buena idea. Incluso aunque sea un cachorro, ladrará cuando oiga que alguien se acerca a la puerta.

–¿Cómo sabe lo de López?

Cy soltó una carcajada. Fue uno de los sonidos más fríos que Lisa había escuchado jamás.

–¿Cómo lo sé? Hizo que sus hombres incendiaran mi casa en Wyoming. Murió mi esposa y mi hijo de cinco años en él –explicó, mirando hacia la carretera–. Y aunque sea lo último que haga, pagará por ello.

–No... no lo sabía –dijo ella, parpadeando al ver su expresión–. Lo siento mucho, señor Parks. Sabía lo del incendio, pero... –miró hacia el paisaje oscuro que corría a un lado y otro de la camioneta–. Me dijeron que Walt sólo dijo dos palabras antes de morir: «Encontrad a López». Y lo harán, lo sé –añadió con dureza–. Lo atraparán cueste lo que cueste.

El hombre la miró y esbozó una sonrisa, a pesar de sí mismo.

–No es usted la mujer tranquila que aparenta ser, ¿verdad, señora Monroe?

–Estoy embarazada y eso me hace estar más nerviosa.

En ese momento Cy hizo un giro.

–¿Quería tener un hijo tan pronto? –preguntó, sabiendo, como todo el mundo, que se había casado hacía dos meses sólo.

–Me encantan los niños –dijo, sonriendo–. Sé que no es el momento adecuado ahora mismo, pero nunca había soñado con encargarme de un rancho. Me gusta la paz que hay en Jacobsville. Todo el mundo se conoce. No hay apenas delincuencia. Mi familia lleva aquí muchos años. Mis padres y mis abuelos están enterrados en el cementerio del pueblo. Me gustaba ser un ama de casa. Me gustaba la idea de cuidar de Walt, hacer la comida y todas esas cosas que en teoría ya no gustan a las mujeres –miró con una sonrisa traviesa–. Incluso era virgen cuando me casé. ¡Aunque cuando me enfado, nadie me para!

Cy soltó una carcajada. Era la primera vez que se reía en años.

–Es usted una renegada.

–Es de familia –dijo ella riendo–. ¿De dónde es usted?

–De Texas.

–Pero vivió en Wyoming, ¿no es así?

–Porque pensé que era el único lugar donde López no podría molestarme. Fui un estúpido –añadió en voz baja–. Si me hubiera venido aquí desde el principio, quizá no habría pasado nada.

–Tenemos una buena policía, pero...

–¿No sabe quién soy? ¿Lo que he sido? –corrigió–. La vida entera de Eb Scott salió en los periódicos después de que enviara a la cárcel a los mejores hombres de López por intento de asesinato. Mencionaron que varios de sus viejos compañeros vivían ahora en Jacobsville.

–Lo leí –confesó ella–, pero no mencionaron los nombres, ya lo sabe.

–¿Seguro que no? –contestó, deteniéndose en una señal de Stop.

–¿Quién era usted?

Cy ni siquiera la miró para contestar.

–Si los periódicos no lo decían, yo tampoco lo diré.

–¿Era usted uno de esos viejos compañeros? –insistió ella.

Él vaciló, pero sólo unos segundos. Aquella mujer no era una cotilla. No había motivos para ocultárselo.

–Sí. Fui mercenario. Un soldado profesional que se vendía al mejor postor –añadió con amargura.

–Pero con principios, ¿no? Quiero decir que usted no trabajaba con López y lo ayudaba a traficar.

–¡Por supuesto que no!

–Me lo imaginaba –la mujer cambió de posición inquieta–. Me imagino que hace falta mucho coraje para hacer ese tipo de trabajo. Supongo que también hace falta un tipo especial de carácter. Pero, ¿por qué lo hacía estando casado y con un hijo?

A Cy no le gustó nada aquella pregunta y tampoco le gustaba la respuesta.

–¿Y bien?

Lisa no iba a rendirse hasta que él contestara su pregunta.

–Porque yo me negaba a dejar de hacerlo y ella se quedó embarazada deliberadamente, para vengarse –no se detuvo a pensar en el modo extraño en que lo había explicado. Pero se dio cuenta de que Lisa lo miró confundida–. Empecé a reducir mis colaboraciones, pero estuve ayudando a descubrir y confiscar la mercancía de López antes de dejarlo por completo y dedicarme al rancho. Acababa de llegar de viaje cuando se produjo el incendio. Era evidente que no había sido precavido y uno de los hombres de López me había seguido hasta Wyoming. He tenido que vivir con ello desde entonces.

Lisa observó su perfil duro y delgado.

–¿Era que no podía vivir sin sentir el riesgo, o era que no podía soportar la vida de casado?

–¡Hace demasiadas preguntas! –contestó él, con los ojos brillantes.

Ella se encogió de hombros.

–Lo ha empezado usted. Yo pensaba que era un simple ranchero. A su capataz, Harley Fowler, le gusta ir diciendo que es uno de esos mercenarios, pero no lo es.

El comentario sorprendió a Cy.

–¿Cómo sabe que no lo es?

–Porque le pregunté si alguna vez había hecho el Baile del Abanico y no sabía de qué le estaba hablando.

Cy detuvo la camioneta en medio de la carretera.

–¿Quién le ha hablado a usted de eso? ¿Su marido?

–Mi marido sabía que existían los Servicios Especiales Británicos, y sobre todo lo que yo le contaba... incluyendo lo del Baile del Abanico y otras pruebas –la mujer esbozó una sonrisa–. Sé que suena extraño, pero me encanta leer libros sobre esos temas. Son especiales. Como por ejemplo la Legión Francesa Extrajera. Ya sabe, un grupo de hombres entrenados y especializados que son el azote de terroristas del mundo entero. Están por todas partes, en secreto, para rescatar rehenes y reunir datos sobre grupos terroristas –dio un suspiro y cerró los ojos, sin darse cuenta de la expresión de sorpresa del hombre que tenía al lado–. Yo me moriría de miedo si tuviera que hacer ese tipo de cosas, pero admiro a la gente que lo hace. Es un modo de probarte a ti mismo, ¿no cree? Es la manera de saber cómo reaccionarías bajo presión. La mayoría de nosotros no nos hemos enfrentado nunca a una situación de violencia física. Esos hombres sí –abrió los ojos mucho y lo miró–. Hombres como usted.

Cy notó que un sudor le subía por las mejillas. Esa mujer era intrigante. Empezaba a entender por qué Walt se había casado con ella.

–¿Qué edad tiene?

–La suficiente para quedarme embarazada –le contestó ella–. Y es lo único que va a sacarme.

Cy entornó sus ojos verdes. La mujer era muy joven, no había duda. No le gustaba la idea de que estuviera en peligro. Tampoco le convencía que Luke Craig la cuidara. Él se encargaría de ese tema.

–¿Y usted, cuántos años tiene?

–Más que usted –replicó él con ironía.

Ella hizo una mueca.

–Tiene alguna cicatriz y arrugas en la cara; así como las sienes ligeramente grises, pero no creo que pase de los treinta y cinco. Me gustaría que fuera el padrino de mi hijo cuando naciera –continuó ella, con total sinceridad–. Creo que también le hubiera gustado a Walt. Hablaba muy bien de usted, aunque no contaba mucho de su pasado. A mí me resultaba muy extraño, pero ahora entiendo por qué se mostraba tan reservado.

–Nunca he sido padrino de nadie –contestó él.

–No importa. Yo nunca he sido madre –respondió ella, frunciendo el ceño–. Y pensándolo bien, el bebé tampoco ha sido antes un bebé –al decirlo se miró el vientre y sonrió con dulzura–. Todo se puede empezar.

–¿Amaba a su marido?

–¿Amaba usted a su esposa? –replicó ella.

A Cy no le gustaba mirar su vientre y recordar. Arrancó de nuevo y pisó el acelerador.

–Ella decía que me amaba, cuando nos casamos –fue su respuesta.

«Pobre mujer», pensó Lisa. Y pobre hijo, que murió tan joven y de un modo tan horroroso. Se preguntó si el taciturno señor Parks tendría pesadillas y decidió que probablemente sí. Su brazo herido demostraba que había tratado de salvar a su familia. Debió de ser terrible seguir viviendo, ser el único superviviente de una tragedia así.

Aparcaron frente al ruinoso rancho. Los peldaños no parecían muy firmes e incluso uno de ellos tenía la madera podrida. La casa necesitaba una mano de pintura. Las contraventanas estaban rotas y también el cristal de la puerta de la calle. Cy oyó el relincho de un caballo en las cuadras y deseó que las vallas estuvieran en mejores condiciones que la casa.

Ayudó a Lisa a bajar del vehículo. Era muy delgada.

–¿Come bien? –preguntó, observándola a la luz tenue del porche.

–Gracias por traerme, señor Parks –dijo ella, esbozando una sonrisa traviesa.

–¿No me va a dejar ver ese famoso perro?

La muchacha esbozó una sonrisa, subió las escaleras, pasó por el peldaño podrido y metió la llave en la cerradura.

–Suele estar en el porche trasero, y hasta cuando pongo papeles en el suelo, sé que va a hacer un desastre... Es raro –dijo al ver que la puerta cedía sin tener que dar la vuelta a la llave–, juraría que había cerrado con llave la puerta... ¿Dónde va?

–Quédese aquí –ordenó él.