Un muerto en las macetas del balcón - G. L. Ceconi - E-Book

Un muerto en las macetas del balcón E-Book

G. L. Ceconi

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En la década del ochenta un terrible crimen sacude a la ciudad de Rosario. Un empresario es derretido en ácido dentro de una maceta por un abogado recién salido de la cárcel, donde estuvo detenido por estafas. Lo que nadie supo es que esa misma noche otro hombre, un médico, desapareció de igual modo. Su amante, años después, sabiéndose al borde de la muerte, comienza a recordarlo todo. ¿Hasta dónde puede llegar un hombre por ambición? ¿Hasta dónde puede llegar una mujer por venganza? ¿Puede un muerto desaparecerse en macetas?

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Ceconi, Gisela Lorena Un muerto en las macetas del balcón / Gisela Lorena Ceconi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2661-8

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

G. L. Ceconi

Un muerto en las macetas del balcón

Índice

Rosario, 2019

Rosario, septiembre de 1980

Coronda, septiembre de 1980

Rosario, octubre de 1980, calle Montevideo 1651

Rosario, 2019

Rosario, octubre de 1980,calle Montevideo 1651

Rosario, fines de octubre de 1980, calle Montevideo 1485

Rosario, noviembre de 1980, calle Montevideo 1651

Esa misma noche de noviembre, en un bar de la ciudad

Rosario, 2019

Rosario, diciembre 1980,calle Montevideo 1651

Esa misma noche, en el restaurante del Club Argentino Sirio

Rosario, 2019

Rosario, 18 de diciembre de 1980, calle San Luis 1940

Rosario, 19 de diciembre de 1980, edificio de Tribunales

Rosario, 19 de diciembre de 1980, calle Montevideo 1651

Rosario, 20 de diciembre de 1980, en el bar Laura Bat

Rosario, 2019

Tribunales Rosarinos, 21 de diciembre de 1980

Rosario, 21 de diciembre de 1980, calle Montevideo 1651

Tribunales Rosarinos, 22 de diciembre de 1980

Rosario, 2019

Rosario, enero de 1981, calle Montevideo 1485

Ese mismo día de enero,calle Montevideo 1651

Rosario, febrero de 1981, Tribunales Rosarinos

Barcelona, 2019

Rosario, 13 de marzo de 1981

Coronda, mayo de 1981

Rosario, 1997

Carta escrita en Barcelona, 2019

Rosario, 2019, calle Montevideo 1651

Rosario, 2019, nota publicada en el Diario Ciudad

A Lucila, Victoria y Romina.

Esta historia gira en torno a un caso real y otro que lo fue en parte. Deberán perdonarme que he debido cambiar el nombre de los personajes. El caso real fue presentado en los años ´90 –una década después de acontecido– por Pablo Francescutti, en formato de crónica en la revista Sisi y en septiembre de 2017 por Osvaldo Aguirre en el artículo “El caso que marcó la paradoja de una época”. Este texto se convirtió en el disparador de mi obra. Durante la investigación del crimen, siempre se pensó en un cómplice al que nunca pudieron identificar. En esta ficción aparece, real y tangible, coloreando los grises nunca contestados del caso original. El crimen también fue utilizado por Reynaldo Sietecase –a quien admiro profundamente– en su libro “Un crimen argentino”. Vamos por otra vuelta de tuerca.

Rosario, 2019

¡Ay Anselmo! Recién vengo del médico. Me dijo que tengo cáncer. Qué inconveniente tener cáncer. Con setenta y cuatro años mi idea era vivir unos cuantos más. Ahora no sé qué voy a hacer con vos, Anselmo. No puedo dejarte, así como así, tendría que haber pensado en este momento hace mucho tiempo atrás, pero ya ves, no es fácil asumir que a una también se le termina.

Creí que tendría un tiempo más para terminar de deshacerme de lo que queda de vos y llevo casi cuarenta años en esto, casi cuarenta años desde tu muerte y acá estás, conmigo en el balcón, aunque ya no creo que quede nada. Es cierto eso de que el tiempo de todo se encarga, al menos yo lo creo. Si no, miranos. Lo que no tolero Anselmo es la idea de que mis hijos se enteren así, no pueden enterarse. Fuiste siempre el desaparecido y así debes seguir. ¿Para qué venir a angustiarlos ahora con la noticia de que te asesiné? –aunque eso no sea cierto–, porque van a decir que te asesiné. Ya me imagino los portales de noticias, las primeras páginas de los diarios.

Una anciana asesinó a su pareja y lo tuvo enterrado en las macetas del balcón por treinta y ocho años.

Siempre amarillistas los medios. Patriarcales y machistas, porque con dos o tres femicidios por día prefieren concentrarse en la noticia que sale de la norma. Cuando una mujer mata a un hombre es noticia, porque al revés es el día a día, ya no sorprende a nadie.

Yo no soy una asesina. Un asesino quiere matar, yo nunca quise.

Quizás la culpa fue tuya. No sé si hundí el cuchillo o vos clavaste tu corazón, no lo sé. Pero no soy una asesina, soy tan víctima como vos en esta triste historia, mi amor. El trágico destino nos jugó una mala pasada a los dos, los sucesos malditos una vez que empiezan a rodar hasta que no llegan al fondo del lodo, no paran.

Y si alguien se entera de esto, no van a dejarme dar mi versión de los hechos, nadie va a dejar que me explique, que es lo que necesito para irme de este mundo en paz y para que, a mis hijos, pobrecitos, no los marquen como los hijos de la asesina, la viejita del muerto en las macetas del balcón. En el fondo suena bien, casi novelesco.

Hay que reconocerte Anselmo que mis plantas te adoran. Mirá qué lindo está el balcón avanzada la primavera. Una catarata de florecitas amarillas y blancas, qué aroma más encantador. Los vecinos esperan noviembre para ver a mis chicas florecer, porque es el único balcón con unas madreselvas tan prolijamente enredada en los hierros. Todos disfrutan del perfume dulce de tus flores. Si supieran Anselmo, si supieran que estas cinco macetas coloridas que sostienen las madreselvas son tu tumba. Ellos ni se imaginan que, al atardecer, cuando el sol ofrece esa luz amarillo–anaranjada tan bella, yo me siento acá a charlar con vos. Porque hay que reconocer que al final seguís siendo una gran compañía para mí y me escuchás todo el tiempo.

Mirá que hemos compartido y hablado de muchas cosas. Sí, ya sé que soy yo la que hablo por los dos, pero también sé que me escuchás, te presiento, sé que estás acá al lado mío, aunque no pueda verte. Hemos pasado por tanto a lo largo de esta vida, mi amor. La guerra de Malvinas, ¿te acordás? Qué manera de sufrir y qué desolación el día de la rendición, no se escuchaba ni un alma en el balcón, la ciudad estaba muda, que raro era escuchar el silencio. Las madreselvas casi mustias, creí que se morían. Estoy segura de que eras vos que estabas triste también, porque vos escuchabas conmigo la radio.

Después, la vuelta de la democracia, qué alegría cuando vimos a Alfonsín la primera vez. De eso no podés olvidarte, yo puse la pantalla del televisor apuntando al balcón y me senté acá, al lado tuyo para verlo juntos. Después pasamos por la hiperinflación, el corralito, casi me quedo sin un peso. Menos mal que me dejaste estos dos departamentos, menos mal. Por tantos desastres nos hizo pasar este país y siempre estuviste acá para mí.

Al final, fuiste todo mío, sos todo mío. Pero hasta acá hemos llegado mi amor.

¿Qué hago con lo quede de vos? ¿Dónde dejo lo que hay en las macetas? ¿Podrán tus restos dar algún testimonio de tu destino final? Porque no sé si tu caso prescribió. Sí sé que para la justicia yo soy una anciana, a los setenta y cuatro años no iría a la cárcel, pero no se trata de eso. No puedo, Anselmo. No puedo hacerle esto a mis hijos, porque Camila –mi Camilinda–, me adora y no puede pensar que su madre es una loca desquiciada. Y nuestro Juan Carlitos –sí, nuestro porque lleva tu apellido, lo conseguí después de muchas idas y vueltas a los tribunales ¿sabés?, no es fácil anotarle un hijo a un desaparecido, pero yo lo conseguí–. ¿A dónde iba? Sí, que el chiquito nunca supo de vos, sólo me tuvo a mí toda su vida, así que ¿para qué angustiarlo con esto? ¿Para qué desenterrarte ahora? Ay, ¡que bruta! Perdón Anselmo, no quise usar esas palabras, mala elección la mía. Pero, en fin, es así. Ahora tengo que desenterrarte, justamente. Me asusta un poco porque nunca hurgué a ver qué puede quedar de vos en las macetas. Espero que poco, espero que nada. Tendré que escarbar y ver, escarbar en nuestro pasado también, Anselmo, porque tengo que explicarme y explicarle al universo por qué estás ahí, a ver si cuando me vaya –que ya me queda poco según el doctor– puedo dejar el más acá acomodado y llego al más allá liviana de pecados.

Cambiando de tema, era apenas un nodulito en la teta izquierda, ¿sabés? Ahí en el lado del corazón, tan insignificante que nunca te lo comenté –y vos sabés que te comento todo–, pero parece que los dolores de espalda y de cintura no eran por la edad. Ese nodulito se extendió a los huesos y a los pulmones y ya está. No hay nada que hacer, me dijo el médico. Tan serio, ni un poco me doró la píldora, así me lo tiró. Tiene cáncer con metástasis señora, no hay nada que podamos hacer, acomode sus papeles.

Bueno, papeles no tengo, sólo te tengo a vos acá en las macetas, Anselmo, así que vamos a ver cómo te acomodo y cómo acomodo mi pasado para que nadie se entere de lo que pasó acá y yo pueda irme tranquila de este mundo.

Rosario, septiembre de 1980

Estrella Cialeti salió del consultorio del doctor Anselmo Montes incendiada. No había otra definición. A duras penas y con las manos aún trémulas trataba de cerrar un poco los botones que separaban sus pechos y emprolijar su cabello revuelto y enredado. Incendiada sin dudas porque puertas adentro del consultorio ardía el fuego del infierno. Las consultas semanales no eran otra cosa que un romance clandestino. A los treinta y cinco años, Estrella no era una mujer hermosa, pero sí exuberante y atrevida, desinhibida para la época. Poco le importaba el qué dirán y como madre soltera de una cría de apenas tres años, estaba a la caza de un candidato que se hiciera cargo de las dos.

El doctor Anselmo Montes fue presa fácil.

Llevaba casado más de diez años con su primera novia –a la que había conocido en la facultad de medicina. Padre de una niña de ocho, aburrido de la monotonía de su vida, inseguro, incapaz de ser feliz. Tenía un alma oscura que ocultaba detrás de una forzada sonrisa. A escondidas de su mujer –quien trabajaba en el consultorio de al lado y con la que compartían la sala de espera y el secretario–, daba rienda suelta a sus deseos sexuales.

Siempre se había insinuado con algunas pacientes hasta un punto que rozaba con lo obsceno, pero no había tenía éxito hasta el momento. Nunca lo habían denunciado. Era una época en que las mujeres no denunciaban a los acosadores, se callaban porque sabían que la culpa –aunque no fuera así– siempre recaería en ellas.

Cuando Estrella llegó al consultorio, a la primera insinuación, entendió que era su oportunidad. De un simple flirteo pasaron a comentarios picantes y de ahí al manoseo. Un mes más tarde estaba arrodillada bajo el escritorio del doctor que disfrutaba de las habilidades de su paciente, sin ningún escrúpulo. Y eran de esas citas en el consultorio que Estrella salía totalmente consumida por el fuego, preludio del infierno que llegaría más temprano que tarde.

Estrella veía como el galeno se dejaba llevar cada vez más por sus impúdicos encantos. Esa tarde del veinticuatro de setiembre consiguió lo que quería hacía ya varios meses. Habían terminado de tener sexo, ella apoyada en la camilla, él desde atrás con el pantalón apenas bajo, rápido, sucio y voraz.

—¿Vas a hacerlo entonces? –arrojó ella la pregunta, acomodando sus pechos en un gesto exagerado para que él notara lo grandes que eran.

El doctor no podía dejar de comparar los atributos de su paciente con los que tenía su mujer del otro lado de la puerta.

—Mañana te mudás conmigo –ya no fue una pregunta sino una imposición.

El médico dudó. Al día siguiente era el cumpleaños de su esposa, no podía ser tan cruel. Ella vio la duda en su mirada.

—O te vas mañana o vengo y le cuento todo y te quedás sin ninguna de las dos –le dijo rozando sus labios.

La amenaza sonaba inocente, sin embargo, él sabía que ella era capaz de eso y mucho más. En ese mismo instante entendió que había hecho algo terrible, que no tenía opción y que a partir de ese momento estaba a merced de los caprichos de Estrella.

Era un cobarde y hablar frontalmente con la madre de su hija no estaba en la lista de posibilidades. Esa misma noche el doctor Anselmo Montes armó un bolso sin que su mujer lo advirtiera y a la mañana siguiente –en el día del cumpleaños treinta y ocho de su esposa– se fue.

No le dio ni una explicación. La mujer se deshizo en llanto cuando entendió lo que pasaba, lo vio atravesar la puerta con una maleta en la mano como si eso fuera lo más normal del mundo, como si ese fuera su regalo de cumpleaños.

Coronda, septiembre de 1980

J. C. llegó al penal de Coronda cinco años atrás, con sentencia firme por estafas reiteradas. Era abogado y su infancia y juventud de muchacho de clase media no auguraban como posible un futuro como ese.

Desde el día de su sentencia sus amigos y unos pocos familiares que le quedaban dejaron de existir. No pudo culparlos, ni se los recriminó nunca, tomó como natural su desaparición. Su madre había muerto hacía ya mucho y de su padre no sabía nada desde su niñez. Llegó a Coronda sabiendo que sólo se tenía a él mismo.

Desde que comenzó a estudiar abogacía entendió que había mil formas de hacer guita sin trabajar, o con poco esfuerzo. Sólo había que conocer las leyes y ser un poco más inteligente que el resto. Y él se creía brillante, y en parte algo de ingenio había en sus pensamientos, aunque fueran delictivos.

Había caído por ambicioso, no porque el plan no fuera magnífico. Vestirse bien y colarse en fiestas de la alta sociedad. Con su charla y su poder de convencimiento, se hacía pasar por un vendedor de campos del interior. Mostraba una foto de un hermoso lugar, una escritura trucha y realizaba una venta por muy buen dinero. El pobre comprador, con escritura en mano, podía buscar y buscar el campo, que nunca lo encontraría. El tema fue que lo vendió demasiadas veces, no una. Y cuando a la gente adinerada le sacás la plata, mueve cielo y tierra para recuperarla.

El “Tordo” –o el “Dotor”, como todos lo llamaban por ser abogado–entró dispuesto a que los cinco años que le tocaban de condena no fueran del todo muertos. Pronto se convirtió en mediador entre presos y directivos, negociador en motines, profesor de derecho y asesor ad honorem de sus compañeros de celda y pabellón. Hasta escribió algún que otro discurso para que el director del penal se luciera en actos protocolares.

En fin, todo un personaje, había ganado fama y respeto en el penal y eso que estar preso en plena dictadura militar no era fácil. Su inteligencia, su educación y su labia lo habían ayudado, sin dudas. Las mismas cualidades que lo habían metido adentro le habían servido para sobrevivir en ese ambiente hostil.

Una fría y húmeda mañana de invierno habían sacado a los reclusos al patio para el paseo matutino. El pálido sol no llegaba a calentarlos y mientras algunos caminaban otros saltaban en el lugar, exhalando columnas de aire tibio, como si estuvieran fumando. Se amontonaban para tratar de mantener el calor y uno de ellos sacó el tema, aprovechando que tenía al abogado al lado.

—Decime Tordo, vos que sabés, cómo se hace para matar a alguien y no terminar acá.

—Primero tenés que tener un buen abogado– dijo jocoso J. C. dispuesto a seguir el juego de su compañero de pabellón.

—Uno como vos no–agregó el Artista, su compañero de celda, famoso falsificador–mirá donde terminaste, tan bueno no sos.

—Yo estoy acá porque la guita importa más que la vida de una persona, no te confundas. La guita deja rastro y se encuentra, porque no me dio el alma para quemarla. Si la hubiera quemado, no me agarraban. Sin cuerpo no hay delito muchachos.

—Esa es buena –dijo el que disparó la charla– sin cuerpo no hay delito.

Esa mañana comenzó el juego que mantuvieron casi todas las mañanas en el patio. Hipotetizaban sobre cómo cometer un crimen perfecto, cómo evitar que te atrapen, qué harían, cómo, a quién. Tertulias terapéuticas diría J. C. que en realidad no eran otra cosa más que un posgrado para el abogado. Estaba dispuesto a salir, hacer guita fácil y no volver a caer.

Estando casi con un pie afuera, ya tenía en mente un plan que le redituaría mucha plata junta y sabía cómo debía hacerlo para no pisar nunca más ese lugar.

Aprendió en el patio –de dos hermanos que estaban condenados a perpetua– que los secuestros extorsivos, si elegías bien la víctima, dejaban muchísimo dinero. Pero tenías que conocer a la víctima, hacerte amigo. Y si te hacías amigo, para que no te agarren, tenías que matarlo.

Cobrar el rescate y matarlo.

Y el cierre completo al golpe maestro, era hacer desaparecer el cuerpo– los dos hermanos de ojos claros y sonrisa afable la habían pifiado ahí, mataron al secuestrado pero el cuerpo los delató, no supieron dar el último paso. Sin cuerpo no hay delito, o al menos habría una duda razonable.

Sin cuerpo, el estatus de la víctima era de desaparecido, y por las noticias que llegaban desde afuera de las paredes del penal, era la metodología que venía llevando adelante el gobierno militar con mucho éxito.

J. C cumplió su condena, y salió esa mañana de octubre, con toda la primavera invadiendo sus sentidos, masticando un plan que nació en esas reuniones en el patio.

A las diez de la mañana apretó las manos de sus compañeros y del director del penal, que le sonreía con total condescendencia.

Salió a la calle con un pequeño atado con algunas pertenencias por la puerta principal del penal. El sol radiante de ese día le hizo entrecerrar los ojos.

Nadie lo esperaba afuera.

Se quitó el saco, arremangó las mangas de su casi traslúcida camisa, y se fue caminando lentamente hacia la ruta, para tomar un colectivo que lo dejase otra vez en el centro de Rosario, tenía unos pocos pesos en el bolsillo, pero le alcanzaban para el corto trayecto que lo separaba de la gran ciudad.

Sonreía. Levantaba su cara hacia el sol y sonreía. Hasta el más ruin de los hombres disfruta del sol en su cara.

Rosario, octubre de 1980, calle Montevideo 1651

Estrella acomodaba casi con alegría las pertenencias de Anselmo en el departamento de Montevideo 1651. Sacaba cosas de las cajas, doblaba ropa, acomodaba libros en una repisa. Cuando terminó sonrió satisfecha, parecía que hubieran estado siempre ahí.

El médico en una rápida movida, para evitar que su mujer reclame el dinero de las cuentas bancarias, compró dos departamentos en el primer y el segundo piso de ese edificio, con dos hermosos balcones a la calle.

En realidad, la compra la hizo Estrella. Anselmo sólo puso el dinero y firmó algunos papeles, y ni siquiera se percató de que la compra era a escasos ciento cincuenta metros de su antiguo hogar. Estrella podía haber comprado un departamento más grande, pero prefirió dos más moderados para alquilar el primero y vivir en el segundo.

Era previsora, no quería quedar nuevamente sin nada como le pasó con el padre de su hija, que la dejó abandonada y casi en la miseria.

Ya no era más una mujer marcada, ahora sería la señora del doctor. Porque si había que ser honesta, lo que más le atraía a Estrella de Anselmo era su título de médico. Físicamente él era flaco, petiso para la media– si bien con su forma altanera de caminar parecía algo más alto– morocho y con una barba ridícula, que se empecinaba en dejar larga, aunque le creciera parcheada y rala, creía que eso le daba aires de hombría cuando en realidad se la quitaba. Pero era médico.