Un mundo de pasión - Kali Anthony - E-Book

Un mundo de pasión E-Book

Kali Anthony

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Beschreibung

Todo lo que quería era venganza. Hasta que la empezó a desear. El multimillonario Matteo Bainbridge iba a reclamar Easton Hall sin más motivo que el de vengarse de la familia que lo había rechazado, aunque tuviese que desahuciar a su única ocupante. Un detalle sin importancia hasta que vio a Louisa Cameron y se dio cuenta de que el deseo que sentía por ella podía ser un obstáculo en su implacable plan de venganza. Escondida en la enorme propiedad, Louisa había escapado de su traumática infancia gracias a su trabajo: ilustrar cuentos para niños. Pero el mundo exterior entró de repente en su vida, representado en el cuerpo de Matteo y una asombrosa pasión que despertaba en ella deseos que nunca había sentido. ¿Qué pasaría si se rendía a él? ¿La destruiría por completo? ¿O conocería una renovada libertad?

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Seitenzahl: 186

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2024 Kali Anthony

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un mundo de pasión, n.º 3155 - abril 2025

Título original: Awoken by Revenge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9791370005412

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Un anfibio le estaba dando problemas. Louisa se subió las gafas y clavó la vista en la recalcitrante criatura que estaba dibujando. Tenía que ser un príncipe convertido en rana; una rana bonita, con una corona en la cabeza. Una rana destinada a convertirse en ilustración de un cuento para niños. Pero tenía la corona medio caída, y el dibujado animal la miraba con expresión burlona, como si la estuviera juzgando.

Y Louisa no soportaba eso. Ya no permitía que la juzgaran en ningún aspecto de su vida.

Sin embargo, había algo familiar en aquella sonrisita taimada y astuta, algo que no conseguía recordar, aunque estaba a las puertas de su memoria.

Louisa olvidó el asunto, suspiró lentamente y se dijo que, a veces, los personajes conspiraban contra el autor. Y como debía de ser uno de esos días, se armó de paciencia y alteró el dibujo, borrando la corona y añadiendo una capa.

Por algún motivo, la rana le salió guiñando un ojo. Pero las ranas de los cuentos para niños no guiñaban los ojos, ¿verdad?

–Pórtate bien –le ordenó.

Desde luego, podría haber tirado el papel del boceto y haber demostrado a la criatura que allí mandaba ella, pero su sonrisa burlona se lo impidió. Así que, en lugar de tirarlo, lo dejó a un lado y empezó a dibujar otra rana en un papel en blanco, decidida a hacerlo bien. Sus ilustraciones tenían fecha de entrega, y siempre las respetaba. Su vida profesional dependía de ello.

Para el segundo dibujo, renunció a la idea de concentrarse en príncipes hechizados y se sumergió en el universo de la historia que se iba a contar: un frondoso y mágico bosque, con hadas y animales; un mundo mítico donde no había nada que le recordara el ataúd que habían enterrado en un cementerio cubierto de nieve. Nada que le recordara la tumba de la campiña inglesa que tanto había querido Mae, su tía abuela.

Louisa hizo un esfuerzo por controlar su angustia. No podía permitir que su pesar la dominara. No era momento para eso, sino para imaginar un mundo radicalmente distinto, un lugar donde todo era posible. Su lugar preferido.

Mojó el pincel en la acuarela y dio un tono verde a las hojas. Era como si estuviera en el dibujo, caminando por el bosque como una princesa perdida, con el viento acariciando su cabello. Estaba concentrada por completo, extasiada con los detalles de una imagen donde el cielo estaba siempre azul porque el sol siempre brillaba en el mundo que había creado.

A lo lejos, se oyó un timbre. Era el de la puerta principal, tan ruidoso que casi desafiaba al Big Ben. A Louisa le extrañó, porque era miércoles y no esperaba a nadie. La casa estaba vacía, y los empleados tenían el día libre. Desde luego, había turistas que se pasaban por Easton Hall cuando no estaba abierta al público, pero se solían marchar al ver el cartel de la entrada.

Ya había tomado la decisión de hacer caso omiso cuando la idea de que algún desconocido estuviera esperando en la puerta la desconcentró de tal forma que se le cayó un goterón de azul en mitad del dibujo. Por suerte, solo se trataba de un boceto, no de la obra final, y el error no la retrasaría. Louisa odiaba los retrasos casi tanto como a los desconocidos que llamaban al timbre inesperadamente.

Justo entonces, se volvió a oír el infernal sonido. Fuera quien fuera, no parecía dispuesto a marcharse. ¿Sería otro especulador inmobiliario? Aquellos tipos eran implacables, carroñeros que no dejaban de acosarla desde la muerte de Mae. Siempre querían lo mismo: saber si la casa estaba en venta. Y esta vez, no contaba con la ayuda de la señora Fancutt, el ama de llaves, quien los solía espantar con sus dos perros.

Esta vez, estaba sola.

–El mundo ofrece muchas más cosas de las que crees, Louisa. Sé valiente.

Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar las últimas palabras que Mae le había dirigido, pero parpadeó y las mantuvo a raya. Su tía abuela, una mujer de larga y excéntrica vida, la había querido con toda su alma; y le había dado un hogar cuando su madre falleció, poco antes del juicio donde habrían salido a la luz sus terribles secretos.

En cualquier caso, lo último que le había dicho era que fuera valiente, y lo iba a ser. Solo tenía veinticuatro años, pero ya había luchado contra demonios más peligrosos que un simple desconocido en la puerta.

Limpió el pincel, se recogió el pelo en una coleta y se dirigió al vestíbulo. Echó un vistazo por la mirilla, pero solo vio una imagen borrosa, porque se había olvidado de quitarse las gafas de leer. Luego, respiró hondo, giró el enorme pomo de hierro y abrió la vieja puerta de madera de roble.

Un hombre de ropa oscura estaba en el vado, de espaldas a la entrada, mirando la propiedad como si le perteneciera. Estaba a una distancia bastante inconveniente para verlo bien con las gafas, pero eso no impidió que su aspecto le pusiera la carne de gallina. Todo en él, desde su pose hasta su negro cabello, exudaba autoridad. Y, cuando se giró hacia ella, avanzó de un modo tan suave y fluido como si estuviera hecho de agua.

Al oír el ruido de la grava bajo los pasos del hombre, Louisa tuvo la extraña sensación de que, si permitía que subiera los escalones de la mansión, no saldría de ella nunca más; así que alzó una mano y dijo:

–Alto ahí.

Él se detuvo. Ahora estaba más cerca y, en consecuencia, menos desenfocado que antes. En sus labios, había una sonrisa burlona que, por supuesto, le resultó de lo más familiar. Incluso pensó que, si hubiera llevado una corona o una capa, habría sido un perfecto príncipe convertido en rana.

–No has contestado a la correspondencia de mi abogado –dijo él.

La suave, profunda y decadente voz del desconocido la estremeció. Era como una tarta de melaza con crema: exquisita en pequeñas cantidades y terrible en grandes. Pero su forma de hablar no era la de un agente inmobiliario. ¿Correspondencia? Ese término era más propio de funcionarios.

Aquello la desconcertó un poco más, porque todos los asuntos oficiales pasaban por las manos de su abogado, empezando por toda la correspondencia oficial. Sin embargo, el hombre estaba bastante mayor y, como estaba harto de trabajar y solo pensaba en jubilarse, cabía la posibilidad de que hubiera cometido un error.

Pero aquel tipo se había dirigido a ella con demasiada familiaridad, como si la conociera. Y no le pareció posible, porque durante los últimos años no había hecho otra cosa que cuidar de la ya difunta Mae, así que no se había aventurado más allá del pueblo. Y, si su visitante hubiera vivido en el pueblo, lo habría reconocido: no era un hombre que se olvidara con facilidad.

Ahora bien, también era cierto que ella era una persona muy conocida en la zona. Cuando se fue a vivir con Mae, todo el mundo cuchicheaba a sus espaldas, lamentando la suerte de la pobre Louisa Cameron, que había perdido a sus padres y se veía obligada a estar con una anciana. Y como tenía miedo de que alguien se presentara en la casa y la arrancara del único hogar que había conocido, los cuchicheos le hicieron daño de verdad.

–Mi abogado se encarga de todos mis asuntos legales. Pero es un hombre muy ocupado. Puede que no haya podido contestar.

–¿Ocupado? Más bien, incompetente –declaró el hombre, que se había quedado al pie de la escalera de la entrada–. Además, eso no explica que no asistieras a la lectura del testamento.

Louisa frunció el ceño. No había estado en la lectura porque su abogado ya le había dicho que Mae le había dejado Easton Hall en herencia y que sería suya para siempre. Y, por otro lado, no sentía el menor deseo de coincidir con sus parientes. Si no volvía a ver a un Bainbridge en toda su vida, sería feliz. Solo les importaba el dinero, su reputación y las apariencias.

–Mi presencia era innecesaria. Sabía todo lo que necesito saber.

–¿Estás segura de eso?

La actitud del desconocido empezaba a ser inquietante. Antes de morir, Mae le había prometido que no tenía que preocuparse por nada, que todo estaba solucionado; y Mae siempre cumplía sus promesas. Pero aquel hombre hablaba como si hubiera estado presente en la lectura del testamento en cuestión y supiera algo que ella desconocía. Y, por si eso fuera poco, se comportaba con una seguridad extraña, como si tuviera derecho a estar allí.

Aquel detalle encajaba con la personalidad de los Bainbridge, esos privilegiados que se creían con derecho a todo y que no se habían interesado por Mae hasta el final, cuando vieron que estaba a punto de morir y decidieron congraciarse con ella para quedarse con su propiedad, la más valiosa de la familia: Easton Hall. Pero no se parecía a los Bainbridge. No tenía esa palidez casi vampírica. Era de cabello negro y piel levemente morena.

Al pensarlo, Louisa se dio cuenta de que eso no significaba nada necesariamente. Ella tampoco se parecía a la mayoría de los Bainbridge. Había salido a su padre, aunque también había heredado el cabello rojo y los ojos verdes de su madre, así como las pecas que le salían si tomaba demasiado el sol.

–Tenemos que hablar, Louisa.

La voz del desconocido la sacó de su ejercicio de introspección. Y, un segundo después, se empezó a mover de nuevo, lentamente. Dio un paso, se detuvo, dio otro y se volvió a detener. Pero no parecía dubitativo, sino todo lo contrario: tuvo la impresión de que todas sus pausas eran una silenciosa exigencia de permiso para seguir avanzando.

–¿Se puede saber qué estás haciendo? –dijo ella.

–Yo diría que es obvio. Me estoy acercando, claro. Preferiría hablar contigo sin tener que alzar la voz o, peor aún, sin tener que comunicarnos con dos vasos de papel y una cuerda.

Su comentario la dejó atónita. Vasos de papel y una cuerda. Le recordó a su infancia al instante y, muy particularmente, un verano en concreto. Ella tenía seis años por entonces, y se había ido a pasar las vacaciones a Easton Hall porque su padre estaba cada vez peor de su enfermedad neuronal. Y poco después, apareció otra persona.

Era un niño, como ella, pero mayor y más sabio en comparación, porque ya había cumplido los doce. Un primo suyo, según comentó Mae cuando se lo presentó. Por lo visto, no era un Bainbridge de verdad. Lo habían adoptado; o, por lo menos, eso fue lo que le dijo su madre, quien mencionó lo de la adopción como si fuera un delito.

En cualquier caso, se cayeron bien desde el principio; y un día, les dio por buscar una cuerda y un par de vasos de papel para ver si era verdad que se podían comunicar de esa manera, como si fuera un teléfono. Y para su sorpresa, funcionó.

Aquel verano fue la última época feliz de su infancia, justo antes de que el mundo se derrumbara sobre ella. Sin embargo, le dejó un montón de recuerdos preciosos y, sobre todo, un montón de aventuras con las que luego arrancó carcajadas a Mae, cuando ya estaba al borde de la muerte. Cada vez que pensaba en esos meses, tenía la sensación de que todos sus días habían sido perfectos.

Su visitante estaba a punto de llegar a lo alto de la escalera y, por algún motivo, el vacío que Louisa notó en el estómago no fue de temor, sino de anticipación, casi de excitación. Seguía sin saber quién era, pero la sensación de conocerlo de algo aumentó a medida que se acercaba. Y, un instante después, cuando llegó a su altura, lo supo.

El hombre de traje gris marengo y camisa blanca como un copo de nieve; el hombre de piernas potentes, hombros anchos y pómulos afilados; el hombre de piel morena, cabello negro y ojos marrones era el niño de aquel verano, el que se había ganado su afecto con su actitud vibrante y vital, completamente contraria a la de los Bainbridge. El niño que la había enseñado a tirar piedras al agua y que rebotaran.

Louisa contuvo la respiración durante unos instantes, se pasó las manos por la parte delantera de su arrugado vestido y dijo:

–Matty.

Matty, no Matteo. Porque siempre había sido Matty para ella. El Bainbridge adoptado, el que presuntamente había conquistado el mundo y hecho fortuna sin ayuda de la familia. Pero ¿qué estaba haciendo allí? No había pasado ni una sola vez a ver a Mae durante su último año de vida. De hecho, no había estado nunca en Easton Hall desde que ella vivía en la casa.

–Louisa…

Él pronunció su nombre de tal manera que ella lo sintió como si la hubiera acariciado. Aunque nunca la llamaba así cuando eran niños. La llamaba Lulu, el apodo que le había puesto su padre, y que su madre detestaba porque le parecía poco digno.

Louisa nunca había entendido cómo era posible que un apodo infantil fuera indigno.

–¿Qué tal están tus padres? –acertó a preguntar, nerviosa.

Él entrecerró los ojos y contestó:

–No tengo ni idea. No los he visto desde hace años.

Louisa se acordó de que Mae había mencionado en cierta ocasión que no se llevaban bien, así que no insistió; y tampoco preguntó por su hermana, porque Felicity era un tema delicado para él. De niña, siempre había querido tener hermanos y, cuando le preguntó por la suya, Matty respondió en tono de desafío que estaba enferma. Por entonces, ella ya sabía todo lo que había que saber sobre las enfermedades, de modo que lo dejó estar.

–¿Qué estás haciendo aquí?

Ya había llegado a la conclusión de que su visita no era de carácter social, sino económica. A fin de cuentas, no se había molestado en darle el pésame por la muerte de Mae, aunque sabía que había pasado media vida con ella.

–Si tu abogado te hubiera enviado las cartas del mío, lo sabrías.

Ella apretó los labios. Por lo visto, su antiguo amigo había cambiado mucho. No daba la impresión de sonreír muy a menudo. Ni siquiera tenía arrugas de reírse alrededor de los ojos. Se había convertido en un simple y puro hombre de negocios.

–Bueno, ya que has venido, dímelo tú –declaró con la mejor de sus sonrisas–. ¿Te apetece entrar a tomar un té?

–Debería ser yo quien te invitara a entrar, Louisa.

El comentario le pareció de lo más extraño, y tan desconcertante como la súbita frialdad de su voz. ¿Qué le había pasado? ¿Dónde estaba su antiguo carácter cariñoso y afable? Hasta sintió el sin duda inapropiado deseo de extender un brazo y tocarlo para ver si estaba tan frío por fuera como parecía estar por dentro.

–¿Qué quieres decir con eso?

Él sonrió con dureza y contestó:

–Que soy el nuevo propietario de Easton Hall.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Cómo? ¡No!

Matteo no mentía jamás. Era muy consciente del daño que podían causar las mentiras, y había basado toda su vida en la verdad, en la verdad sin edulcorar. De hecho, tenía reputación de ser tan honrado como implacable, tanto en los negocios como en su vida personal. Y no faltaba nunca a su palabra.

Miró a Louisa, que aferraba sus pálidos y finos dedos a la puerta de roble como si su vida dependiera de ello. Llevaba un largo vestido blanco, como salida de otra época. Con su cabello rojo, los mechones que se habían escapado de su coleta y la piel moteada de pecas, parecía la musa de algún pintor prerrafaelista.

Justo entonces, se acordó de algo que había descubierto de niño, durante aquel largo verano: que las pecas se le oscurecían cuando le daba el sol. Sin embargo, Louisa ya no era una niña. Se había transformado en una mujer exquisita, que despertó su interés al instante.

Por desgracia, era la última mujer del mundo por la que debía sentirse atraído. Al fin y al cabo, estaba a punto desahuciarla. Aunque fuera educadamente, pidiéndoselo de buenas maneras y ofreciéndole una generosa compensación.

Matteo estaba a punto de saborear la más dulce de sus victorias. El Bainbridge adoptado y despreciado había heredado la joya de la corona de la familia, su más preciada posesión: Easton Hall. Un sueño que había albergado desde sus diecinueve años, cuando rompió los lazos que lo unían a unas gentes que habían hecho de todo, menos abandonarlo, por el delito de no ser de su propia sangre.

Se consideraban los verdaderos Bainbridge, y era obvio que no les iba a gustar. Pero Matteo estaba preparado para enfrentarse a ellos. Los había investigado, y sabía que estaban podridos hasta la médula.

Desde luego, eso no significaba que no estuvieran dispuestos a complicarle las cosas. Ya habían protestado durante la lectura del testamento, e incluso habían amenazado con la posibilidad de impugnarlo. No aceptaban que un adoptado se quedara con una propiedad que consideraban suya. Pero Matteo no era de los que se acobardaban con facilidad.

En principio, solo quedaba un obstáculo en su camino: la mujer que estaba frente a él. Y tenían que hablar de unas cuantas cosas, porque la propiedad estaba en muy malas condiciones. Necesitaba reparaciones urgentes, que Mae no había podido afrontar por falta de dinero y porque no había querido aceptar su ayuda cuando se la ofreció.

Matteo lo sabía de sobra, y hasta había enviado a un arquitecto a evaluar los daños de la mansión tras el fallecimiento de la anciana. Pero, según le contó el hombre, no pudo evaluar nada porque una mujer terrible lo amenazó con soltar a los perros y lo echó de la propiedad.

–Louisa, Easton Hall es mía.

Louisa se quitó las gafas y clavó en él sus preciosos ojos verdes, que lo dejaron tan anonadado como si aún tuviera doce años. Tenían un tono asombrosamente parecido al del musgo que crecía junto al cercano arroyo. Y, durante unos instantes, se volvió a sentir como el niño solitario que había sido, un niño sin amigos y casi sin familia, encerrado siempre en un internado.

Los únicos momentos felices de toda su infancia los había pasado allí, con Mae, en esa destartalada mansión. Durante aquel verano de libertad, jugando con una niña a correr por el campo mientras imaginaban que luchaban contra dragones o capturaban ranas.

Pero no tenía sentido que se dejara llevar por sus recuerdos. No había llegado a ser multimillonario ni a poseer una impresionante cantidad de hoteles y residencias turísticas de lujo a base de ser un sentimental. El único idioma que conocía era el de los negocios y, en ese sentido, no tenía parangón.

–Supongo que será una sorpresa para ti. Especialmente, en estas circunstancias –siguió hablando–. Siento mucho tu pérdida, Louisa.

Matteo intentó ser amable porque era lo que más le convenía, pero también porque sentía lástima de ella. Había vivido con Mae desde la adolescencia, y era obvio que esperaba heredar la propiedad.

Sin embargo, había cosas que desconocía. Por ejemplo, que Mae le había pedido que cuidara de ella durante la última conversación que habían mantenido. Y Matteo se lo había prometido sin pensárselo dos veces, porque no le podía negar eso a una moribunda.

Pero ahora se empezaba a arrepentir. No había calculado el impacto de esa promesa, el efecto que podía tener sobre sus planes.

–También es tu pérdida –le recordó Louisa, entrecerrando sus ojos–. Pero no te dignaste a ir al entierro.

Matteo la miró con intensidad, haciendo caso omiso de su desaprobación. No era ningún cobarde, aunque estuviera algo desconcentrado por el móvil que llevaba en el bolsillo. Sabía que estaba lleno de mensajes de su hermana, Felicity. Sabía que quería hablar con él. Pero había estado muy ocupado con su trabajo, y no había tenido ocasión de contestar.

–No fui porque estaba en Asia, trabajando. Cuando me llegó la noticia, ya era demasiado tarde. No habría llegado a tiempo.

Mae lo habría comprendido, como siempre. Le escribía cartas, que su secretaria abría, escaneaba y le reenviaba por correo electrónico. Le mandaba una tarjeta de felicitación cada vez que cumplía años, y mantenían conversaciones telefónicas en las que hablaban de Easton Hall y la propia Louisa. Mae la adoraba. Decía que era la hija que nunca había tenido.